Fantasmas en la tradición británica Basada en la exitosa pieza teatral homónima, escrita por los directores y guionistas, hace más hincapié en la construcción narrativa, el humor negro y las ideas que en los sustos, golpes sonoros y efectos especiales. Historias de ultratumba parafrasea una larga tradición británica de films de terror, haciéndola derivar al terreno intransferible de cierto autor teatral, televisivo y cinematográfico del mismo origen, punto en el que la película se resignifica por completo. Aunque no se note para nada, la película escrita y dirigida por Andy Nyman y Jeremy Dyson tiene su origen en la exitosísima pieza teatral homónima, escrita por ellos mismos, que estuvo en cartel en Londres durante un lustro y salió más tarde de gira por Moscú y Toronto. Es posible que junto con Jordan Peele, realizador de ¡Huye! (2017), Nyman y Dyson sean los directores de terror recibidos como más prometedores de ambos lados del Atlántico en el último bienio. Las razones: más hincapié en la construcción narrativa, el humor negro y las ideas originales (o recicladas, pero ideas al fin) que en los sustos, golpes sonoros y efectos especiales. En el caso de Historias de ultratumba habría que agregar una complejidad estructural que tal vez sume o quizás reste, según el criterio de cada uno, pero que claramente revela una ambición mayor que la media. El profesor Goodman (el propio Nyman, que tiene ya toda una carrera como actor, incluyendo Muerte en un funeral, la serie Peaky Blinders y Star Wars Episodio VIII) es un desmitificador de farsantes de la paranormalidad, cuyo veterano mentor lo convoca años después de haber desaparecido misteriosamente. Aquí debe hacerse un alto para contar una referencia irónica que el espectador local ignora: Nyman es un conocido ilusionista y psíquico, con varios programas en la TV británica. Fin de la pausa. Vuelto tal vez de la muerte, el doctor Cameron ya no está tan convencido de que el mundo pertenezca a la razón, aunque sí de que hay que tener cuidado de lo que se cree. Como se encuentra semiparalizado en una casa rodante, Cameron encarga a su discípulo –al que por otra parte desprecia– la resolución de tres casos extraños que él no pudo dilucidar. Y allá va el algo relamido profesor Goodman, baboso de que su maestro lo haya elegido como continuador. Los tres casos, independientes entre sí, se narran en forma de episodios, y este es el formato tradicional del cine de terror británico, transitadísimo entre los años 50 y 70, que Historias de ultratumba viene a recuperar. Goodman no es el héroe sino el recipiente de la narración de los tres sucesivos protagonistas de casos sobrenaturales, que le cuentan qué fue lo que les sucedió. La primera es una historia de aparecido (o aparecida). La segunda, de demonios, y la tercera es la que más honor hace al título local (el original es Ghost Stories, Historias de fantasmas). Las tres tienen toques de humor negro. Las dos primeras hacen muy buen uso de la oscuridad. En la segunda se luce Alex Lawther, el adolescente que fue el joven Alan Turing en El código Enigma y el frustrado asesino serial en la notable serie de Netflix The End of the Fucking World. En la tercera brilla, como siempre, el invariablemente genial Martin Freeman (The Office, Sherlock, la serie Fargo y mil más). El hecho de que en los tres casos se trate de narraciones de segundo grado deja en suspenso la verosimilitud de lo narrado. Pero cuando Goodman vuelva a visitar al doctor Cameron el verosímil se dará vuelta como una tortilla, y de allí en más dará varias vueltas más. Todo esto representado por el desprendimiento de una máscara, al mejor estilo de Brian de Palma o el David Cronenberg de Festín desnudo. En los últimos años del siglo pasado y los primeros de éste, la televisión británica puso en pantalla varias series y miniseries escritas por el dramaturgo Dennis Potter, que se especializaba en darle vueltas de lo más cerebrales a tramas y personajes pulp, con ambiciones autorreflexivas y metalingüísticas. En la última de ellas, llamada The Singing Detective (2003), Robert Downey Jr. encarnaba a un escritor postrado, que salía de su estado de inmovilidad horizontal por vía de la mente, creando historias ficcionales, que en ocasiones alucinaba como reales. De modo imprevisto, que tampoco es cuestión de elucidar en excesivo detalle, Nyman y Dyson cierran Historias de ultratumba parafraseando el mundo de Potter y en particular esa serie póstuma (el autor murió en 1994). Las vueltas de tuerca del último cuarto de película pueden parecer excesivas o fascinantes, pero lo que no puede negarse es que a lo largo de su recorrido la ópera prima de Nyman & Dyson no deja de sorprender. Lo cual, para el cine de terror contemporáneo, es como un lujo oriental.
Un viaje al corazón de la aventura suburbana El origen de la tristeza es, junto con La ley de la ferocidad, la novela más popular de Pablo Ramos, el nativo de Avellaneda cuyo mayor acercamiento al cine había sido, hasta ahora, su participación (muy importante) en los guiones de Historia de un clan, la miniserie de Luis Ortega. El origen de la tristeza es una típica novela de iniciación, se supone que con fuertes elementos autobiográficos, protagonizada por un chico de doce años al que llaman Gavilán, que vive con su grupo de amigos (“Los Pibes”) en una zona a la que los oleoductos vuelven altamente inflamable. Durante un verano, Gavilán experimenta la amistad, el poder, la aventura, el primer enamoramiento, la ansiedad sexual y la muerte, antes de presentir la ruptura grupal y un futuro que aún ignora. Escrita por el propio Ramos, dirigida por el debutante tardío Oscar Frenkel y con Ramos reservándose también la voz en off del protagonista, que narra desde un presente evocativo, el hecho de transcurrir cuarenta años atrás permite a El origen de la tristeza vestirse de una suerte de costumbrismo diluido. Lo cual no está nada mal, en tanto el costumbrismo es un registro que suele abusar de tipos y colores. Aquí, unos y otros se presentan con tonos lavados. El personaje del infaltable Germán De Silva, por ejemplo, que tiene acceso al cementerio aunque no se sabe exactamente si trabaja allí o qué, y que funciona en relación con Gavilán como especie de padre sustituto. O algunas expresiones de época, muy bien insertadas. “Lo hacemos de querusa”. O costumbres en desuso: el “pan y queso” para elegir compañeros en los picados; el verdulero que anda en camioneta; temas raros de Leonardo Favio. “Los peronistas que tiene revólveres se llaman Montoneros”, dice un pibe que fantasea que Perón hizo construcciones bajo tierra. Algunos otros detalles no son tan convincentes. Que haya una piba de la que se dice que ataja muy bien y que no ataje una sola pelota, por ejemplo. Peor que esto, algo más estructural: el relato de Pablo Ramos, que además tiene un tono lánguido que no se corresponde con las imágenes, dice en más de una ocasión lo que deberían decir éstas. Y eso es el ABC de lo que el off no debe hacer. En otros casos, sin embargo, el off aporta reflexiones muy bellas, como cuando la escuela de los chicos se llena de refugiados y uno de ellos piensa: “En ese momento comprendí que nuestra escuela nunca volvería a ser nuestra”. Puede sonar egoísta, pero desde el punto de vista del chico no hay nada más sentido que eso. El núcleo de El origen de la tristeza, como todo relato de iniciación clásico, es un viaje, corazón de la aventura, y aquí está muy bien aprovechado el paisaje salvaje que en la época todavía había en la zona, con una grúa elevándose por sobre los árboles hacia el río. Con toda legitimidad, Frenkel elige idealizar el recuerdo, con una fotografía como de cuento de hadas, de tonos muy saturados, que hace estallar de rojos y naranjas el cielo incendiado, y una noche de luna en el río, tan bella y fantástica como pocas en el cine argentino. Habría que remontarse hasta Leonardo Favio, y después nadie más, para hallar semejante imaginería poética por este lado.
Amor y anarquía en los tiempos del PRO Soledad plantea una circunstancia inédita en la historia del cine, en tanto se trata de la primera película filmada por un pariente directo de un mandatario en ejercicio. Agustina Macri (36) es la hija mayor del presidente de la Nación. Primero se recibió de socióloga y luego estudió cine en Barcelona. Antes de ésta, su ópera prima de ficción, dirigió algún documental para televisión y produjo algún otro (Boca Juniors confidencial, subido recientemente a Netflix). Así como participó de Snowden, el film más reciente de Oliver Stone. Frente a su primer largo de ficción y dadas las circunstancias, es posible que asomen dos sospechas. La primera es que se trate de un capricho de niña rica que después de algunas películas quizá dirigirá teatro o pondrá una asesoría de imagen. La segunda, que el hecho de ser hija del Presidente es lo que le permitió filmar. A menos que haya algún financiamiento oculto (lo cual, tratándose del PRO no es tan descabellado pensar), esta especulación no parece muy pertinente, ya que Soledad cuenta entre sus productores a Fernando Sulichin, el argentino que viene ejerciendo ese rol desde Malcolm X (1992), con una docena de films para Oliver Stone. Incluyendo Snowden, donde trabó relación con Agustina Macri. En cuanto a qué clase de seriedad tiene el proyecto de Soledad, es de esperar que la respuesta se desprenda de las líneas que siguen. Escrita por Agustina Macri y Paolo Logli sobre una crónica de Martín Caparrós, Soledad recrea el caso de María Soledad Rosas, una chica de clase media porteña que tras estudiar hotelería viajó a Italia a los 23 años, bancada por sus padres, y allí trabó contacto con un grupo de squatters (ocupantes de casas deshabitadas), iniciándose en el anarquismo. Tras una introducción breve y difusa (hubiera sido bueno mostrar más claramente la dinámica familiar, para entender de qué quiere tomar distancia la protagonista), la película de Macri –suena raro decirlo– salta a Italia, donde encuentra a Soledad (Vera Spinetta) tomando algo en un bullicioso bar turinés, junto a su amiga Silvia (Fabiana García Lago) y unos muchachos locales. Narrada desde los ojos de la protagonista, Soledad cuenta una iniciación clásica, doble y simultánea: en el amor y la política, encarnadas ambas en Baleno (Marco Lombardo), con quien la chica comienza a convivir, en el marco de la cohabitación con el resto de los integrantes del grupo anarquista, que hacen de esa convivencia, y del squatterismo, uno de los cimientos de su política. Parafraseando la película de Lina Wertmüller que supo ser un icono de los años 70 en Argentina, la crónica de Caparrós se llama Amor y anarquía, y mantiene en sincro esos dos ámbitos de la vida de Soledad. Es significativo que Agustina Macri no haya mantenido el título del libro, en la medida en que ahora el factor político, si bien no ha desaparecido del todo, pasa a un segundo plano. El primero queda para lo más propio del relato de formación de Soledad: la narración en primera persona y las fases de la iniciación, señaladas tanto por el pasaje del idioma castellano a un italiano cocoliche, pero italiano al fin, como por el rapado del cabello, que emblematiza su corte con el origen de clase media y su asunción como militante anarquista. Con un quiebre narrativo marcado por una acusación amañada por parte del Estado italiano, que signa la segunda parte de la película, más trágica y ominosa, el enfoque de Macri tiende a lo rústico y visceral, sin chiches de ninguna índole y siguiendo siempre la inserción de la protagonista en ese mundo en el que nunca parece estar del todo cómoda. En alguna escena de trifulca, la utilización de la cámara en mano, circulando entre los personajes, es apropiadísima, transmitiendo nervio pero no confusión visual. A lo largo de casi dos horas el relato circula con fluidez, sin saltos y dando la sensación de que se está narrando lo esencial, aunque sí se hacen sentir las ausencias señaladas. Seca, concentrada, sin sentimentalismos pero bien metida en un papel que le exige ir entrando de a poco, Vera Spinetta sintoniza a la perfección con la propuesta de la realizadora. No hay tilinguerías ni dispendio, ni lujos obscenos. En otras palabras, Soledad es macrista porque le pertenece a Agustina, no a Mauricio.
La Justicia como una representación En Permitidos, Esposito le sacaba el jugo a un papel más afín a su registro explosivo, pero aquí se juega por la pura implosión. Representaría un grueso error de criterio descartar de plano a Acusada como “una película mainstream”, sin más. Una película mainstream jamás violaría el primer mandamiento de uno de los géneros sobre los cuales trabaja, y Acusada lo hace. Es una violación mayor, en tanto ese género –el whodunit– es uno de los más tradicionales, remontándose hasta la literatura de Agatha Christie, Ellery Queen y tantos otros. Además el género entero está construido y hasta debe su nombre a esa premisa, que es la que lo sostiene, y que la película dirigida por Gonzalo Tobal se atreve a diluir, in extremis. Debe elogiarse la audacia no sólo del realizador y su coguionista Ulises Porra, sino casi más la de los productores. Sobre todo de los que tienen más para perder, en caso de que el público haga sentir su irritación ante ese “oooleee” practicado por la película en su último plano. Y los que pueden perder más están entre los mayores apostadores en este casino que es el cine argentino. Hablamos de K & S Producciones, productores de Relatos salvajes, El clan y La cordillera, y Telefé –en particular su director de Programación, Axel Kuschevatzky–, que para nombrar sólo algunas de las películas más recientes produjo o coprodujo El Angel, Animal y La quietud. Sumando a Acusada los antecedentes de La cordillera y La quietud, podría pensarse que la gran producción cinematográfica argentina comienza a fundar una tradición de anomalía. Lo cual no está nada mal, demás está decirlo. En la primera escena, Dolores Dreier (Lali Esposito) juega a la play con su hermanito menor en el altillo de la casa familiar. Lo hace con rostro de esfinge. Es convocada al piso de abajo, donde la esperan una maquilladora, una entrevistadora y un equipo de luces. Rodeada (custodiada, se diría) por los padres de Dolo, su abogado y un cuarto personaje que, se constatará más tarde, es la asesora de imagen de la chica, la entrevistadora hace preguntas inocuas sobre su relación con su familia. Esta da respuestas de compromiso de modo visiblemente mecánico, con la misma expresión enmascarada y distrayéndose eventualmente con algún detalle circunstancial. En un momento dado la entrevistadora saca a la luz el tema que no tenía que sacar, el de Camila, la amiga asesinada de Dolo, y toda la corte detrás de la chica salta y pide corte. La escena es sintomática de la inversión que produce el guion de Acusada, llevando al segundo plano el crimen que gatilla el relato y corriendo al primero temas aparentemente sucedáneos: la mediatización del “caso”, la Justicia como representación y sobre todo, por la importancia que tiene, la relación de la protagonista con sus padres. Dolores tiene 21 pero, por el modo en que los padres la manejan, por el retraimiento y estado de fragilidad que seguramente el crimen por el que se la juzga le produce, por la relación de cierta paridad con su hermanito, parece unos cuantos menos. Es como si hubiera quedado cristalizada dos años y medio atrás, cuando se produjo el hecho y ella tenía 18. Desde ese momento no sale de la casa, no lee los diarios, no tiene relaciones sexuales. Hasta el punto que una amiga le trae a un chico a casa para que lo haga, burlando la severa vigilancia familiar. La vigilancia paterna, sobre todo. Es un mérito de la película no presentar al padre (Leonardo Sbaraglia) ni a la madre de Dolores (Inés Estévez) como dos monstruos. Pero tampoco como dos padres enteramente sanos. Ella se indigna porque en la entrevista publicada hay más fotos de Dolores que de ellos, él amenaza con desconocer a la hija como tal si no se atiene a su “guion” en el juicio. Como consecuencia de este enfoque, Acusada resulta una película desbalanceada. Las escenas de juicio, que tienen lugar hacia la mitad del metraje, tienen poco interés, en la medida en que no se ha construido hasta allí una trama policial que lo sostenga, y por ese lado a la película dirigida por Gonzalo Tobal (que viene del cine independiente, con Ahora todos parecen contentos y Villegas) le pasa lo mismo que a su heroína: parece estar fraseando un guion con visible falta de convicción. El fuerte de Acusada pasa por la certeza con que define el peso de lo mediático y representacional (el abogado, interpretado por el siempre genial Daniel Fanego, ensaya con su clienta como lo haría un director con su actriz) y sobre todo por el modo en que comunica la idea de que más allá del riesgo de ir a prisión, Dolores ya está en una prisión, que es la familiar. En Permitidos (2016), Lali Esposito le sacaba el jugo un papel afín a su registro, más brillante y explosivo. Aquí se trata exactamente de lo contrario: pura implosión, ausencia de expresividad, mutismo, dilación verbal, grisura, pasividad, carencia de maquillaje. Lo da perfectamente, haciendo parecer dos años menor a un personaje que es seis años menor que ella: dos aprobados al hilo para la chica de Parque Patricios.
Suerte de cuento moral rohmeriano El tono del film misionero pasa, casi sin que se note, de la despreocupación a la soledad y la angustia. Un par de semanas atrás se estrenó un muy buen film mendocino, La educación del rey, y ahora le toca el turno a otra película altamente estimable, proveniente del otro extremo del país, la misionera Los vagos, ópera prima del destacado director de fotografía Gustavo Biazzi. De la vecina Corrientes se había conocido el año pasado, dicho sea de paso, la también prometedora Hoy partido a las 3, todas ellas óperas primas. El cine argentino necesita de las provincias para salir del micromundo de la clase media porteña, y las provincias (Córdoba, Santa Fe y el NOA tienen sus propios desarrollos cinematográficos) responden, de a poco, al llamado. Suerte de cuento moral rohmeriano narrado desde el minimalismo propio del nuevo cine argentino, Los vagos puede ser vista también como una proyección argentina y contemporánea de Los inútiles, de Fellini. La ópera prima de Biazzi (camarógrafo de Carancho, y director de fotografía de El estudiante y La patota, entre otras) comienza con su protagonista subiendo unas escaleras y si se deja de lado un breve epílogo finaliza, de modo circular, con el mismo personaje bajando las mismas escaleras. Movimientos altamente representativos de su recorrido dramático. Ernesto (Agustín Avalos) sube corriendo las escalinatas de la Facultad de Derecho, donde su novia Paula (Barbara Hobecker) da su examen final. Exito, abrazos, besos, risas. Ernesto tiene una linda novia y por lo que se ve, entre los dos hay la electricidad necesaria. Esa felicidad va a coronarse con un viaje a Florianópolis, Paula está muy entusiasmada... pero Ernesto pone el freno en la mismísima boletería de la línea de ómnibus. Previamente había cruzado unas miradas bastante significativas con una amiga de Paula y finalmente se irá unos días a una playita con su grupete de amigos. Son cuatro y se cruzan con cuatro chicas. Una de ellas es una rubia muy bonita llamada Andrea (Ana Clara Lasta) a la que Ernesto le echa el ojo. Sólo falta que meta alguna pata más... y la va a meter. Dos, a falta de una. Una primera virtud de Los vagos son las actuaciones, sin una sola disonancia, y con un tono y un registro absolutamente homogéneos, tanto del elenco juvenil como de los adultos. Entre estos, el padre de uno de los amigos de Ernesto, que asado por medio intenta instruir a los muchachos en las artes de la seducción, basado en una muy curiosa y personal “teoría del derrame”. Segundo poroto: la circulación del deseo, entre timideces, cálculos, alguna inesperada iniciativa femenina y una magnífica escena de sexo. Delicada pero resuelta, Ana Clara Lasta se luce particularmente en este rubro. La narración es fluida, precisa y concisa, con audaces saltos espaciales y temporales. Desafiando una regla básica del cine clásico, Biazzi elimina de cuajo las escenas de transición, saltando de Buenos Aires a Posadas, de Posadas a Oberá, y de allí a una playa ¿junto al río Iguazú?, sin avisos ni consideración por la costumbre del espectador de ubicarse en tiempo y espacio. El tono pasa casi sin que se note de la despreocupación a la soledad y la angustia, con una dolorosa pero merecida escena pre-final. Con excepción de esos bruscos saltos, que parecen de Cassavetes, de ese grupo de amigos fellinianos y de un final algo más nórdico en su dramatismo, Los vagos evoca, tanto en su transparente fluidez narrativa como en la seducción que las mujeres ejercen sobre el protagonista masculino, los Cuentos morales de Eric Rohmer. Un Rohmer misionero.
El efecto de verdad Un poco a la manera de Abbas Kiarostami, la realizadora Lola Arias consigue dar carnadura real a una historia protagonizada por ex combatientes, sin dejar de remarcar los artificios. Libre de falsos escrúpulos, Lola Arias hace de la palabra teatro la primera del título de su ópera prima cinematográfica. Lo hace sabiendo que Teatro de guerra no es esa artesanía sucedánea a la que da en llamarse “teatro filmado”, sino otra cosa. Otra clase de objeto, más singular, más autónomo e independiente. Más híbrido. Tal vez se trate de cine teatralizado, lo contrario del teatro filmado. Si en esa clase de películas se toma una obra X (Shakespeare, Chejov, Cossa) y se la filma sin plantearse qué es el cine, Arias incorpora el espacio cinematográfico y el tamaño y duración del plano –no tanto el montaje y el fuera de campo– a sus experimentaciones con la fusión de tiempos y registros, dando por resultado un objeto cinematográfico en proceso de identificación, singular, poderoso, reflexivo y emotivo. Arias trabaja desde hace unos años sobre la Guerra de Malvinas (ver aparte). Teatro de guerra, ganó un premio en el Forum de la Berlinale en febrero y dos meses más tarde el de Mejor Dirección en el Bafici. Es el segundo debut cinematográfico fructífero en la última década, después del de Federico León en Todo juntos. Tanto León como Arias trabajaron sus películas sobre planos fijos. Aquél, acentuando la angustia interna mediante la duración y la exposición del espectador. Ésta, dando lugar a una heteróclita sucesión de “cuadros”, en los que se trabaja la oposición entre “verdad” y artificio (teatral) expuesto. Como Abbas Kiarostami en sus películas más celebradas, como Eduardo Coutinho en Jogo de cena, como Joshua Oppenheimer en The Act of Killing, Arias convierte en actores a los protagonistas “reales” de los hechos que va a narrar, que son veteranos de guerra argentinos y británicos. Más que narrar, representar. Antes que una narración clásica, Teatro... encadena escenas autónomas que iluminan el tema. Poniendo en escena a sus campesinos de Koker, Kiarostami buscaba un puro efecto de realidad. Coutinho diluía la diferencia entre actrices profesionales y no actrices. Oppenheimer apuntaba a una suerte de multiplicación del asco, al hacer que los torturadores indonesios de tiempos de Sukarno representaran festivamente sus torturas en cámara, tres décadas más tarde. La estrategia de Arias se parece más que nada a la de Kiarostami, aunque –salvo un par de casos, más emocionales– el tiempo transcurrido y la necesidad de poner distancia tal vez, hacen que si en lugar de los protagonistas se hubiera tratado de actores (actores con sus marcas borradas, eso sí), el efecto no habría sido muy distinto. Las técnicas varían de escena en escena. El ruinoso edificio que sirve de alegórico decorado inicial, y al que los veteranos parecen reconocer lentamente, como si se tratara de las propias islas, ya no reaparecerá. Tampoco la fusión entre pasado y presente de ese episodio, así como la conversión de “actores” en “combatientes”, y viceversa. Sí reaparece una escena que obsesiona a un ex oficial inglés, que no puede dejar de recordarla: la muerte de un soldado enemigo, cuyas últimas palabras son paradójicamente en el idioma del otro. El idioma del otro es un tema que recorre Teatro de guerra, tanto como el del intercambio en general. Los protagonistas hablan en su idioma y en el del “enemigo”, eventualmente con ayuda de una traductora. Comparten situaciones y a veces se enseñan artes marciales. La de enemigo es una noción abatida aquí. Se percibe genuino el respeto por el otro, la sensación de “igual” que unos despiertan en otros, la repulsa por la muerte ajena. La presencia en cuadro de técnicos de sonido, así como de los cacharros de un estudio de fotografía, recuerdan que lo que el espectador ve es un artificio. La fijeza de los planos, que requiere de un montaje mínimo, parece apuntar en el mismo sentido. La marcación actoral no, y esto es clave en el efecto de verdad que transmite Teatro de guerra, y en su alto poder emotivo.
Cuando el teatro le termina ganando al cine Filmar en un único decorado y con un elenco reducido implica resolver un problema: el de la relación teatro-cine. Se puede intentar convertir a toda costa ese esquema en cine, gracias a la relación de la cámara con los actores y el espacio, como lo hizo notoriamente Alfred Hitchcock en La soga o Festín diabólico (1948). Se puede, por el contrario, subrayar el carácter teatral, como forma de trabajar sobre la idea de artificio, como Alan Resnais en el dueto Smoking/No Smoking (1993), entre otras películas en las que apuntó a algo semejante. Se puede intentar “disimular” en cambio la condición teatral, “aireando” la trama con subtramas que transcurran en exteriores, suerte de cobardía estética a la que suele apelar el mainstream hollywoodense. Ocurre en ocasiones que el responsable no se hace cargo del tema, como si no hubiera ningún problema a resolver. Lo cual es una suerte de voto en blanco, ya que gana el candidato más fuerte. En este caso, el teatro. Es lo que sucede en The Party, donde la británica Sally Potter (Orlando, La lección de tango) filma un guion propio que, se puede anticipar, tarde o temprano será llevado a las tablas en el West End londinense. La modalidad es la comedia ácida, o negra, o escéptica, variantes todas del espíritu british llevado a las tablas. Siete personajes, todos pertenecientes a la burguesía ilustrada y liberal, se reúnen en casa de Janet (Kristin Scott-Thomas), para celebrar su flamante nombramiento como Ministro de Salud. En casa está su marido Bill (Timothy Spall), que parece muerto en vida y tal vez lo esté. Y van cayendo los invitados: la envenenada April (Patricia Clarksson, ideal para el papel) y su “novio” alemán, Gottfried, especialista en frases hechas sobre las cuales su pareja derrama toda su bilis (Bruno Ganz), la especialista en estudios de género Martha (Cherry Jones) y su pareja, Jinny, que acaba de recibir la noticia de que la implantación dio por resultado tres bebés en camino (Emily Mortimer), y finalmente el financista Tom (Cillian Murphy), que por algún motivo que ya se verá, por supuesto, vino sin su esposa. Algunos personajes son cool, otros parecen al borde de romperse. Todo está absolutamente escrito, ensayado y calculado: entradas y salidas de escena, diálogos esmerilados, incógnitas y vueltas de tuerca para espiralar el interés del distinguido público, sucesión dramática, montaje paralelo en algún caso, frases que parecen escritas por algún émulo de Oscar Wilde, actuaciones impecables, escenas cuidadosamente repartidas para que se luzcan todos los miembros del elenco y no se agarren de los pelos, apertura musical con el himno imperial Jerusalem y sorpresivo cierre con Osvaldo Pugliese. Para destacar en el rubro actuaciones, un Timothy Spall hecho pelota, a cuyo look decadente ayudan mucho los 50 kilos de menos, y su opuesto exacto, Kristin Scott Thomas, dándose el lujo de lucir bella, sexy y deseable a los 58 y sin un gramo de maquillaje. Pero también alternativamente angustiada, furiosa y sacada. Igual son todas emociones de papel. Fotografiada en un prístino blanco y negro y en atractivo formato scope, The Party es esa clase de lustroso divertimento al que alguna gente poco inteligente llama “inteligente”.
Quereme así, piantao, piantao, piantao Elaborado esencialmente a partir del riquísimo archivo familiar, el film de Rosenfeld será, de aquí en más, de consulta obligada para melómanos, historiadores del tango y, por supuesto, todo aquel interesado en la música popular argentina. Y la culta también. ¿Puede especializarse un cineasta en películas sobre ejecutantes de determinados instrumentos musicales? ¿El bandoneón, por ejemplo? Parecería ser el caso de Daniel Rosenfeld (1973), quien inició su carrera con Saluzzi, ensayo para bandoneón y tres hermanos (2000) y cuatro películas y dieciocho años más tarde presenta ahora Piazzolla, los años del tiburón. Se trata de un exhaustivo documental sobre esa figura capital de la música argentina post-años 50, que durante 90 minutos descarga una apabullante catarata de imágenes fijas y en movimiento de Piazzola, parientes, amigos y conocidos, desde la primera niñez de Astor hasta sus últimos años. Públicas y privadas. Imágenes y sonidos: veinte años después de la muerte de su padre, Daniel Piazzolla puso a disposición de Rosenfeld el completo archivo familiar, que incluye charlas de su padre y hasta una “apretada” telefónica a un crítico musical, que había osado oponérsele. ¿Apretada que grabó quién, para qué? Vaya a saber. La cuestión es que desde ahora queda a disposición del público este documento que de aquí en más será de consulta para melómanos, piazzoleanos, historiadores del tango y, por supuesto, de todo aquel interesado en la música popular argentina. Y la culta también. Tanto como para explicar el título, Piazzolla, los años del tiburón comienza con la voz del marplatense en off, comparando la ejecución del bandoneón con la pesca (¿ejecución?) de escualos. ¿Piazzola, pescador de tiburones? El documental de Rosenfeld tiene muchos secretos para develar. Tiburones, lo que se dice tiburones… Una imagen sobre una barcaza deja ver un cazón, tiburón pequeño que suele arrimar a las costas del Atlántico bonaerense, y tiene una carne deliciosa. Piazzola tenía un ego muy alto, ganado de pequeño a las trompadas en las calles de Nueva York, y nunca le escapó a la bravuconeada. Como cuando le daba por agarrarse con Troilo, los tangueros, los roqueros y los Montoneros. No es rima nomás: en política, el revolucionario musical nunca fue muy progre. “A vos te gustaba cuando yo me peleaba”, le comenta a su hija Diana, en off. “Cuando ibas conmigo por la calle te agarrabas a las trompadas con cualquiera, por cualquier cosa”, agrega ella. “No soportaba que te miraran, y si te miraban me iba a las piñas. Y yo cuando tiro una piña no paro hasta que lo hago mierda al otro.” El de Rosenfeld no es un documental crítico. Más bien lo contrario. Pero en verdad, desde lo musical, que es el terreno que Los años del tiburón pisa más a fondo, ¿qué habría para criticarle al autor de Lo que vendrá, Adiós, Nonino, María de Buenos Aires, Balada para un loco, Libertango, Años de soledad o la Suite troileana? El archivo iconográfico de los Piazzolla es impresionante, y en su carácter de hijo único el pequeño Astor gozó de todas las atenciones fotográficas por parte de Nonino y Nonina, los padres italianos. Allí donde el fondo familiar no provee imágenes, Rosenfeld sutura unas con otras apelando a los archivos públicos, con fotos o filmaciones de época, de Mar del Plata, Nueva York, Buenos Aires o París. Ésas son, en ese orden, las estaciones de Astor, que vivió desde muy pequeño hasta la adolescencia en la Gran Manzana, donde volvería mucho más tarde, tras su ruptura definitiva con el tango tradicional y antes de su consagración con lo que en su momento se conoció como “nuevo tango”. De esta segunda estadía hay kilómetros de metraje familiar en 16 mm. Incluido un plano en el que Astor posa delante del Hotel Astor. Están aquí las imágenes de cuando tocó el bandoneón para el mismísimo Gardel, en Nueva York, siendo un pibe de pantalones cortos, superdotado por supuesto. “Tocás fenómeno, pibe”, le dice Gardel, y uno se lo imagina con una enorme sonrisa. “Lástima que de tango no entendés nada”. Primera consagración, primer rechazo. Hay, en off, fragmentos de los siete cassettes que se conservan de la serie de entrevistas que le hizo Diana para su biografía Astor (1986, reeditada en 2000). Fragmentos que Rosenfeld ilustra con imágenes puestas para tapar huecos: no está aquí la posibilidad de filmar en directo, como el realizador tuvo en su documental con Dino Saluzzi. Diana debió exilarse en México en 1975: militaba en el Peronismo de Base y rompió con su padre poco más tarde, cuando éste aceptó una reunión pública con Videla. Se reconcilió diez años más tarde. Diez años también estuvo sin hablarle Piazzolla a su otro hijo, Daniel, que funciona aquí como una suerte de Virgilio en La divina comedia, guía casi mudo y tristón. Algo de comedia hay en Los años del tiburón. Infierno no. O sí, pero coexistiendo con el paraíso.
Cuando se alcanza el éxito no hay nada más difícil que no repetirse. Con mejores o peores resultados, a nuestro gusto o no, acertando o equivocándose, Pablo Trapero jamás lo hizo. Después de Mundo grúa le dijo adiós a la austeridad, la deriva y el minimalismo indies y saltó a El bonaerense, relato clásico sobre la iniciación en el Mal, al borde del género (el policial) y con valores de producción a la altura del mainstream nacional. De allí en más su política sería la misma de película en película, no repitiéndose ni una sola vez a lo largo de una carrera que lleva ya nueve títulos en diecinueve años, y que pasó de la producción propia de Mundo grúa a la asociación con todas las majors habidas y por haber a partir de Leonera (2008). Alguna vez la cosa no salió, como en Familia rodante (2004). Alguna otra desorientó por lo lejos que se había ido de casa, allá en San Justo (Nacido y criado [2006] transcurría en Comodoro Rivadavia). A la altura de Leonera estaba claro que la sencillez de Mundo grúa había dado lugar a la exuberancia de puesta en escena, y Carancho (2010) mostró un Trapero absolutamente autosuficiente en términos narrativos. Sobrevinieron las que a criterio de quien escribe son las películas más desencaminadas de su carrera: el cine social para paladares europeos de Elefante blanco (2012), que parecía mirar el fenómeno de los curas villeros desde Francia, y la chatura estética, sensorial y humana de El clan (2016), desperdicio pleno de un estofado suculento que Luis Ortega cocinó enseguida a toda orquesta en Historia de un clan. La atípica unanimidad crítica que había acogido a Mundo grúa empezó a desgajarse a la altura de Nacido y criado, y lo siguió haciendo a medida que el nombre de Trapero crecía en el circuito de festivales y pasaba a jugar de local nada menos que en Cannes. De la mano de Ricardo Darín, único actor argentino capaz de convertir una película en éxito, Trapero conoció las mieles del público a partir de Elefante blanco, y con Francella y los Puccio alcanzó ese breve cielo. Tal como era de esperarse (en Trapero rige como con ningún otro el axioma “espera lo inesperado”), La quietud representa un corte drástico con todo lo anterior. Una vez más el director de Nacido y criado desalienta toda expectativa. ¿Actores supertaquilleros, después de haber filmado con Darín y Francella? No. Graciela Borges ya no lo es. Famosa, celebrada e icónica, sí (burlada y caricaturizada también, por ese modo de hablar que es todo un emblema del chetaje nacional). Pero supertaquillera, no. ¿Más cine de género, después de los policiales Carancho y El clan? Tampoco. ¿Cine de exportación después del Goya y el premio como Mejor Director en Venecia, ambos por la última de las nombradas? Nada de eso. La quietud es una película demasiado desbalanceada, demasiado lanzada a la pileta, demasiado incómoda como para tomarla como propia. La nueva de Trapero es una película bastarda, que no reconoce padres (aunque podría tener alguna pariente no reconocida, como pronto se verá) ni familia. La familia vuelve a ser, sin embargo, su tema, como en buena parte del cine del autor: la complicada relación padre-hijo en Mundo grúa, la orfandad del Zapa en El bonaerense, la pérdida de los suyos para el protagonista de Nacido y criado, la familia rodante, la de El clan y hasta los propios Trapero en el corto Negocios, previo a Mundo grúa. Ahora, dando un salto mortal en términos de clase, tras haber inspeccionado largamente las fronteras de la marginalidad conurbana, Trapero se muda hasta la rica pampa húmeda, donde se yergue la impresionante estancia de la familia protagónica. Estancia del mismo color que la Casa de Gobierno, que según me comentaron sería en verdad la de Amalita Fortabat, representante de los que en verdad gobiernan. La Amalita del caso es Esmeralda (la Borges). El viejo truco del patriarca moribundo es el macguffin que pone a funcionar la trama, motivando el reencuentro familiar de Esmeralda con sus hijas Mia (Martina Gusmán, junto al realizador desde Nacido y criado, con la única excepción de El clan) y Eugenia (la francesa hija de padre argentino Bérénice Bejo, coprotagonista de El artista), y más tarde también con el marido de Eugenia, Vincent (el venezolano Edgar Ramírez, recordado sobre todo por su impresionante protagónico en Carlos, de Olivier Assayas). Cercanos al núcleo familiar son el anciano Augusto (Isidoro Tolcachir), para quien el pater familiae agonizante trabajó toda la vida, y el hijo de éste, Esteban (Joaquín Furriel), que es además el abogado de los capitaneados por Esmeralda. A pesar de que el título y la presencia de Graciela Borges hagan pensar en La ciénaga, La quietud (que, como allí, es también el nombre de la casa) parece, en su primera mitad, una suerte de Dallas pampeano. Hay muuuucha plata (no se sabe bien cómo hizo un mero empleado para reunirla, más tarde se sabrá), decorados ostentosos, gatos encerrados (Mia y su madre se odian), y todo esa obscenidad disfuncional está convertida en objeto de consumo, entre otras cosas por una cámara que en la apertura de la película sigue el ingreso de Mia a la casa y su andar por los pasillos, con un plano secuencia tan extenso y exuberante como el del comienzo de Animal. Uno de esos planos que piden contemplarse con un vaso de whisky en la mano, como quien aprecia las líneas de un super sport. Este acuerdo demasiado armónico entre forma y contenido se ve salpimentado por un factor exploitation que pone a Mia y a Eugenia al borde del incesto, sobre todo por una larga escena de masturbación a dúo donde la excitación de ambas crece hasta el orgasmo. A cargo de todas sus películas desde Mundo grúa, de Trapero siempre se dijo que era un director con cabeza de productor. Esto es: uno que piensa en qué invertir, dónde ahorrar, qué poner o sacar para hacer diferencia, a qué festival o público apuntar y con qué recursos. En este caso, la carta de Trapero es la del ratoneo, con dos chicas lindas y sexys haciendo la cochinada. No sólo a dúo sino también con sendas infidelidades, que van echando leña al fuego -el afiche de la película, con Martina Gusmán y Bérénice Bejo mirándose con cariño y en musculosa, es un adelanto. Es en este punto donde uno recuerda la reciente Desearás al hombre de tu hermana, de la cual La quietud parece, por momentos, la remake prestigiosa. Allá también había dos hermanas muy sexualizadas, a cual más hot (Pampita y Mónica Antonópulos), haciendo “la porquería” con disparos cruzados. En la película de Diego Kaplan, la más excitada era la mamá (Andrea Frigerio). En la de Trapero, Graciela Borges se masturba, o al menos lo intenta, al escuchar cómo en la pieza de al lado su yerno hace gritar a su hija. Que no es su esposa. ¿Se entiende? A la inversa de lo que podrán pensar las buenas conciencias, ese factor exploitation no es el que degrada a La quietud, sino el que le da una bienvenida inquietud. La película cobra vida, despierta, se asume en el momento en que Graciela Borges exclama “¡Morite, hijo de puta!”, y actúa en consecuencia. De allí en más es un derrape continuo, y siempre es más excitante, más aventurado contemplar un derrape que un andar calmo y sin accidentes. En medio de esta tendencia al vuelco de pronto se devela una trama secreta que constituye el mayor crimen familiar y que comunica nada menos que con la ESMA de tiempos de la dictadura. Es complicado fusionar explotación y conciencia porque la primera requiere necesariamente de un coqueteo con la inconciencia y la irresponsabilidad, y La quietud no sale airosa de esa ciénaga. Pero es preferible desbalancear por arriesgar demasiado, como en este caso, que quedarse corto por hacer lo correcto, como en El clan. Si aquella era una película cauta, temerosa y frustrante, esta es, como de costumbre en Trapero, exactamente lo contrario: riesgosa, lúdica, lanzada y algo chocante. Bravo por ello. No puede dejar de dedicarse un párrafo a Graciela Borges, que a los setenta y largos es no solo un milagro de la naturaleza, sino que con la actuación más intensa de la película se ratifica (después de El jefe, Piel de verano, El dependiente, Crónica de una señora y La ciénaga) como LA actriz del cine argentino. “Gra” tuvo la desgracia de que ese cine resultó menor que su capacidad de actriz, impidiéndole sumar la cantidad de grandes actuaciones a las que estaba destinada. Cuando se le da la oportunidad, como en este caso, le saca todo el jugo posible.
Bailando en las cornisas de la vida En su confrontación con un pasado que creía haber dejado atrás, la protagonista asume una reconciliación familiar, mientras la directora impone una adusta impronta documental tanto en la manera de filmar paisajes como en la recurrencia a actrices no profesionales. Primer largo de ficción de la realizadora catalana Meritxell Colell Aparicio, esta coproducción española-argentina-francesa trata una serie de tópicos bastante trajinados por cierto cine híbrido entre el indie y el mainstream (el obligado regreso a casa del/la protagonista ante la muerte del padre, su confrontación con un pasado que creía haber dejado atrás, las deudas familiares, la reconciliación, el contraste entre la ciudad cosmopolita y el pueblito arcaico) con un enfoque moderno (la impenetrable interioridad de la heroína, la expresividad del paisaje) y una impronta documental –legado de la filmografía previa de la realizadora–, tanto en la manera de filmar lugares y paisajes como en la recurrencia a actrices no profesionales. El resultado queda un poco a medio camino: demasiado adusto para el espectador en busca de historias de reconciliación familiar, demasiado familiar (en el sentido de demasiado visto) para el más exigente. Mónica (Mónica García) es una bailarina española, discípula de Pina Bausch, que recibe en Buenos Aires la noticia de la muerte del padre. En el pueblito de Burgos reencontrará a su madre (Concha García debuta en cine a los 88 años) y también a su hermana (la actriz profesional Ana Fernández, conocida sobre todo por su protagónico de Solas) y su sobrina. Mónica se fue hace tiempo, no volvió y atrás dejó rencores. Ni la madre ni la hermana le hablan, en este último caso por un motivo muy concreto, el de haberse ido “sin que le importe nada”, y en el primero no se sabe bien por qué, porque ni Mónica ni la mamá son de exteriorizar mucho. De a poco, sin embargo, Mónica comenzará a ayudar a su madre en las labores cotidianas, y por las noches jugarán a la brisca. Ocasión para que la señora haga asomar una picardía que había quedado oculta tras su gruesa piel de campesina, y las tensiones se empiecen a aflojar. Con la muerte del marido, la mujer, que muestra una insospechada capacidad de adaptación a las circunstancias, decide poner en venta la casa, que tiene más de un siglo de antigüedad y se mostrará demasiado grande para los hánitos modernos. Los primeros planos de Con el viento son casi experimentales, con planos detalle de la protagonista bailando en un interior, en los que más que la figura se filma el movimiento. El baile se reiterará al final (¿como en El Angel?), pero ahora en medio del campo y la piedra de Burgos, tras sucesivos fracasos para poder llevar el sentimiento al movimiento, y al espacio que la rodea. Alegoría del recorrido de Mónica, que va del rechazo a la aceptación. El rostro grave y el sufrimiento bergmaniano que exhibe la heroína son insistentemente fotografiados por la realizadora. No hay, como en modelos cinematográficos más convencionales, una puesta en palabras de ese estado de ánimo y de esos conflictos. Por el contrario, Colell Aparicio filma el pensamiento de Mónica, y en esos planos debe adivinarse qué pasa por dentro. Rasgo de modernidad que no basta para levantar una película tan dura como el viento y la nieve que castigan la región. A la larga, la presencia rugosa, pétrea y secretamente cálida de Concha Martín hace más por ello.