A los 73 años Carlos Sorínsigue comportándose como un pugilista con capacidad de recuperación,aunque inestable. Triunfa estentóreamente (en los 80 con La película del rey, en los 2000 con Historias mínimas y El perro), cae poco más tarde de modo igualmente drástico (a fines de los 80 con Eternas sonrisas de New Jersey, que no quiso ni estrenar aquí, más recientemente con la seguidilla La ventana–El gato desaparece–Días de pesca), absorbe las trompadas recibidas y vuelve a levantarse, probando nuevos golpes. Es loable su capacidad de autocrítica implícita -o su astucia para cambiar de rumbo- que da por resultado una carrera en permanente estado de regeneración. A fines de la década pasada Sorín cortó de cuajo con la fase minimalista iniciada en 2002 con Historias mínimas (hecha de relatos pequeños, guiones apenas bocetados, producción semiartesanal y actores no profesionales) y probó un modelo cinematográfico convencional, en el que dejaba de lado, uno por uno, todos los pilares mencionados. Ese nuevo período se compuso de la mediana La ventana (2008), salvada in extremis por un magnífico plano final, el inane policial El gato desaparece (2011) y la formulaica Días de pesca (2012), que recurría por enésima vez a la remanida cuestión del reencuentro entre un padre y la hija a la que dejó atrás. Tal vez la película más ignorada de su carrera (junto con la desconocida Eternas sonrisas…), Días de pesca anunciaba una voluntad de volver a casa. En términos cinematográficos, la casa de Sorín es, como se sabe, la Patagonia. Allí transcurría Días de pesca y allí transcurre Joel, esta vez -a diferencia de Historias mínimas y El perro, por mencionar dos ejemplos- con nieve, en tanto la película tiene lugar en Tierra del Fuego. Como quien dice “vamos hasta el límite” (geográfico). Puede verse en la nueva película de Sorín el intento de fusionar la vertiente de Historias mínimas con sus películas más deudoras de una mecánica convencional. La producción vuelve a ser pequeña (ya lo era en Días de pesca), la peripecia podría ocurrirle a cualquiera, los personajes son lo que podría llamarse “gente común” (entendiendo por tales a miembros de la clase media emigrados al sur) y el modo de representación, marcado por una voluntad de invisibilización del dispositivo de producción, acentúa el naturalismo. Pero esta vez los actores no son no-actores sino actores, si se nos permite el juego de palabras. Sorín siempre fue un excelente director de actores y eso se nota, tanto cuando dirige a un Julio Chávez todavía pichón en La película del rey como cuando dirige a Alejandro Awada en Días de pesca, o aun cuando inventa como actores al paisano Juan Villegas y al entrenador de animales Walter Donado en El perro. La fusión entre él y los actores elegidos vuelve a dar los mejores resultados en Joel, donde tanto Diego Gentile como -sobre todo- Victoria Almeida entregan actuaciones notables, dentro de un estilo marcado por un naturalismo sobrio, transparente, libre de acentuaciones. Para quienes no los ubiquen, Gentile es conocido en cine especialmente por su personaje de recién casado infiel en el último episodio de Relatos salvajes, mientras que Almeida -que trabajó en la serie Educando a Nina– es una actriz de asombrosa capacidad de mutación, que empieza por lo físico. A tal punto que pasó de ser hija de Awada en Días de pesca a señora en plan de adopción aquí. Un arco de unos quince años o veinte años ficcionales en el lapso de seis años reales. Se afirmó por ahí que Joel refleja la problemática de la adopción en la Argentina, pero el matrimonio integrado por Diego (Gentile) y Cecilia (Almeida) se sorprende, al comenzar la película, de que les haya salido tan pronto la adopción, mucho antes de lo que esperaban. Muy al contrario de representar el común de adoptantes argentinos, Diego y Cecilia se asemejan a ganadores del Prode. De lo que habla Joel no es de las dificultades para adoptar sino de las dificultades tras haber adoptado. Dificultades de los padres adoptantes y del niño adoptado. Los primeros, porque no saben muy bien cómo comportarse; el chico -que es el Joel del título y tiene nueve años- porque las pasó duras y por lo tanto se defiende para no volver a sufrir. Casi no habla, cuando lo hace es de modo apenas audible y no se alegra ni cuando su nueva madre le muestra la habitación que aliñaron para él. Tras haber esperado el hijo por años, Cecilia se desespera, quiere llegarle a fondo a Joel, entender qué le pasa. No puede y encima se conflictúa, temiendo ser demasiado invasiva. Joel habla de las dificultades para superar el abismo de la distancia entre un matrimonio de clase media (Diego es ingeniero forestal, Cecilia profesora de piano) y un chico morochito, abandonado por su madre de muy pequeño, cuidado por la abuela y creciendo más tarde con un tío de mala vida. Diego y Cecilia no tienen prejuicios y reciben a Joel con los brazos abiertos. Pero cuando el pasado de Joel asome en la escuela los prejuicios de clase no tardarán en aflorar, haciendo crecer a Cecilia en su pasaje de timorata a madre guerrera, dispuesta a defender a su hijo contra viento y marea. El problema de Joel es ese naturalismo que Sorín ha elegido como modo de representación, y que tiende a disimular justamente eso: el carácter de representación, con la intención de que el espectador lo viva como “esto podría estar pasándome a mí”. Joel es la clase de película a la que en tiempos menos prevenidos de los lugares comunes se habría definido como “igual que la vida misma”. Esta voluntad especular (especular no en el sentido del dólar sino del espejo) la empobrece. El cine puede parecerse a la vida corriente como estrategia estética (neorrealismo, realismo inglés de los 60 y 80, realismo del Nuevo Cine Argentino de los 2000), pero si no ficcionaliza, si no asoma la cabeza por encima de la mera mimesis, termina siendo tan pobre como la pura cotidianeidad. Pierde el plus que la ficción puede otorgarle. Hay tres momentos en que Sorín lo hace, y allí la película se eleva. Dos de ellos son sendos travellings de seguimiento, tan largos que constituyen planos-secuencia, fluidos y nada ostentosos. Por el contrario, funcionales: las distancias en la Patagonia son largas, lo cual -a diferencia del plano-secuencia inicial de Animal, para poner un ejemplo fresco- hace necesario el recurso técnico. El otro es el plano, otra vez magnífico, como en La ventana. Un encuadre fijo sobre una figura absolutamente circunstancial, que desarma el cliché de terminar con una imagen significativa y cierra la película abriéndola al devenir.
Tragedia familiar Bella y climática como es, la película de la directora colombiana puede resultar una experiencia menos intensa que lo deseable, producto del distanciamiento que le impone al tema de la venganza. La realizadora colombiana Laura Mora puso una distancia de años con el hecho que marcó su vida, hasta que un sueño la impulsó a convertirlo en relato. Tratándose del asesinato de su padre a manos de un desconocido, esa distancia se entiende. Y también se entiende la distancia emocional que se advierte en la película. Aunque los episodios que narra Matar a Jesús son tan febriles, tan violentos (de modo explícito o no), tan atávicos como el propio país que les da lugar. Sobre todo la ciudad de Medellín, de donde Mora es oriunda y donde la acción transcurre, se supone que a comienzos de este siglo (aunque la película no lo explicita). Medellín, renombrada antes que nada por el cartel que llevó su nombre, que comandó el mismísimo Pablo Escobar y se disolvió al momento de su muerte. Presentada a lo largo de 2017 en buena cantidad de festivales –entre ellos los de Toronto y San Sebastián–, el proceso de producción de Matar a Jesús debe haber representado para Laura Mora una forma de expiación. Si es que puede expiarse un hecho tan fuera de proporción como el que la realizadora vivió. Para el espectador, sin embargo (al menos para este espectador que escribe), Matar a Jesús, bella y climática como es, puede resultar una experiencia menos intensa que lo deseable, producto de ese distanciamiento, que parecería poner prolijidad y paños fríos allí donde la historia reclama lo contrario. Después de presenciar el asesinato de su padre, Lita, estudiante de artes (Natasha Jaramillo) va en busca de Jesús, el sicario que lo ejecutó (Giovanny Rodríguez), con la intención de consumar lo que el título indica. Para ello deberá ganarse su confianza y para ganársela tendrá que ingresar en su mundo, hecho de pesadas borracheras, juegos con armas, largas noches y “encargos” con los que hay que cumplir. Podría tratarse de un thriller lleno de tensión, transpiración y aceleración, e incluso de esa variante del cine de espías o de mafiosos que es “el thriller de infiltrado”, en el que todo es riesgo, paranoia y caminar sobre la cuerda floja. Mora rechaza todo esto, narrando Matar a Jesús con tiempos largos y laxos, con una perseguidora que no termina de decidirse y un perseguido que no sospecha. El dispositivo visual elegido es la cámara en mano, en muchas escenas en movimiento y con la lente apuntando casi siempre sobre la protagonista. En términos estilísticos, las películas más conocidas de los hermanos Dardenne (Rosetta, El hijo, El niño). En ellas, la elección estilística resultaba orgánica con el conjunto de la puesta en escena, apuntando a generar una tensión, una sensación de inestabilidad, acordes con historias de persecución en las que el tiempo apremia. En el caso de Matar a Jesús, la forma y los hechos parecerían circular por carriles distintos. La cámara tiembla, pero el temblor de la protagonista no está a la vista. Dadas las circunstancias puede inferirse. Pero inferir es una operación mental, y el temblor que Matar a Jesús busca generar es, según todo lo indica, de orden físico y emocional. Son lánguidos los encuentros entre Lita y Jesús. Bucólicos incluso, como el que tienen en ese mirador montañoso desde el cual la ciudad de Medellín se ofrece a la vista. Jesús tiene un estilo como de guapito fumado (de hecho fuma un montón, recordemos que la acción transcurre en Medellín), y Lita actitud de niña enfurruñada. Ambos son actores no profesionales. Reproduciendo seguramente su realidad cotidiana (salió de la cárcel poco antes de que la realizadora lo contactara), Rodríguez se mueve con comodidad, combinando jerga juvenil colombiana y un fraseo tan entrecerrado, que la película debería exhibirse con subtítulos al castellano. Y no es chiste. Sobre todo teniendo en cuenta que Jaramillo también abunda en “parchar”, “parcero”, “chimba” y “chimbaínas”, además de un montón de otros términos que quien escribe no logró entender. En tanto la capacidad actoral de Natasha Jaramillo es limitada, no deja entrever ante la cámara el espeso caldo que Lita lleva adentro, con el consiguiente sentimiento de falta para el espectador. Hasta que estalla. Más allá de esa deficiencia, la puesta en escena de Matar a Jesús rechaza un sistema de clichés –el de Hollywood– para adoptar otro, al podría llamarse “academicismo de festival”. Prolijidad general, impecables rubros técnicos y algún alarde visual, como los seguimientos señalados (sobre todo uno en plano secuencia, que acompaña el ingreso de la protagonista a un universo ajeno, muy alla Scorsese), algún desenfoque y un lucido aprovechamiento de las luces de neón en las escenas nocturnas. El problema es que nada de eso condice con una historia en la que la heroína se ve obligada a ser parte de un universo desconocido y hostil, para resolver, por la sangre, una tragedia familiar.
Vínculos entre víctima y victimario En su primer largo en solitario, el codirector de Los dueños se adentra en una asordinada guerra de pobres contra pobres, donde unos y otros sin embargo se necesitan mutuamente. Y al inscribir la historia en un marco de saqueos, le da también un tinte social. Por una de esas casualidades, la cartelera porteña presenta a partir de hoy dos películas que tienen bastante en común. En la colombiana Matar a Jesús, la hija de un hombre asesinado va detrás del sicario que lo mató con la intención de cobrarse venganza, pero en lugar de eso traba una relación menos terminal que la que se había propuesto. En la argentina El motoarrebatador, presentada el mes pasado en la Quincena de Realizadores de Cannes, un motochorro, movido por el arrepentimiento, se vincula con una víctima. El motoarrebatador es la primera película en solitario del realizador tucumano Agustín Toscano, que había codirigido junto a Ezequiel Radutzky Los dueños, con la que ganó un premio en la edición 2013 de Cannes. Matar a Jesús y El motoarrebatador plantean algo semejante: cuando los enemigos dejan de lado su rol pueden dejar de serlo. Al menos hasta el momento en que vuelven a asumir su rol. En una salidera, Miguel (Sergio Prina) arrebata la cartera de una mujer, que sorpresivamente se resiste y no la suelta. Como la moto que maneja el hermano de Miguel sale disparada, la mujer queda colgando, arrastrándose a lo largo de casi media cuadra. Enseguida Miguel inicia una búsqueda, encontrando a la mujer internada en un hospital, con un traumatismo grave y una notoria amnesia. Temporariamente sin lugar fijo para vivir (viene de separarse de su mujer), Miguel intentará aprovechar la circunstancia, haciéndose pasar por un viejo conocido e inquilino de Elena (Liliana Juárez). El tema de la intrusión en un domicilio ajeno constituía el eje de Los dueños, donde un matrimonio de caseros aprovechaba la ausencia de los dueños de casa para ocuparla. Allí aparecía, soterrado, el odio de clase. Aquí se trata más bien de una guerra –también asordinada– entre pobres, con diferencias entre ambos mucho más atenuadas. Como en Un gallo para Esculapio, Toscano recurre a la figura del hermano “malo” para hacer de Miguel, por contraposición, el “bueno”. Miguel se comporta como un buen padre, cumpliendo con la responsabilidad de tener a su hijo dos días por semana, atendiéndolo con cuidado y, sobre todo, con visible cariño. Es muy difícil imaginar a su hermano (León Zelarrayán) conduciéndose de modo semejante. Más bien al contrario: el único momento en que se lo ve junto al sobrino es para amenazar por elevación al padre de éste. Miguel está no sólo arrepentido de haber lastimado a Elena, sino de seguir “laburando” de lo que labura. La tensión crece entre ambos, y es obvio que en algún momento va a explotar. Pero el vínculo central de El motoarrebatador es el que se establece entre víctima y victimario. Se trata de una relación doble, de ambos lados. Miguel se comporta como oportunista y como samaritano, atendiendo a Elena primero en el hospital y después en su casa. Habituado al choreo, no puede dejar de hacerlo, como cuando le da de comer a la paciente un puré de zapallo con pollo, rapiñándole el pollo. Elena empieza sospechando de su presunto viejo amigo, reaccionando en ocasiones con violencia. Pero una vez que toma confianza dará incluso la sensación de que le tira los perros, aunque bien podría tratarse de una necesidad de calidez de su parte. Al inscribir la historia en un marco de saqueos, Toscano la reinscribe en un plano político y social, cuando hace que Miguel, su hermano y sus amigos participen de la vandalización de un súper. Nuevamente pobres contra pobres, pero ahora en plan macro y de acción física. Lejos del caos, el frenesí y la violencia propios de esta clase de episodios, la escena está filmada de modo tal (a distancia y en un ralenti muy ralentizado) que los saqueadores parecen casi inmóviles a las puertas del súper. A la película entera le cuesta transmitir la violencia. La elección de Sergio Prina para el papel de Miguel es clave en esto. Prina está muy bien en lo suyo. El problema es que lo suyo parece más propio de un buen y algo lento muchacho de clase media baja que de un motochorro. Que no puede no ser adrenalínico, porque vive del arrebato. En muchos momentos (en Matar a Jesús pasa algo parecido) da la sensación de que el realizador está más pendiente de inclinar la cámara para transmitir inestabilidad, de un modo obvio y subrayado. O de elegir una paleta de colores saturados para la fotografía. Otra vez: está muy bien, en sentido técnico, la fotografía de El motoarrebatador. La cuestión es que no siempre lo que está técnicamente bien lo está dramáticamente. Y El motoarrebatador es una película que luce muy bien (la música de Maxi Prietto, de Los Espíritus, colabora con ello), pero en términos dramáticos no da la sensación de comunicar, emocional y físicamente, lo que se supone que debería.
La mujer que fue más grande que la vida de una artista única. No era tarea fácil condensar a semejante personaje en solo 93 minutos. Y sin embargo la coproducción entre México, España y Estados Unidos consigue reflejar la vida de Bigger than life es el término con el que en inglés se define a personalidades tan excesivas, tan desmesuradas, tan únicas, que parecerían estar más allá de la vida misma. País de desmesuras, México cuenta a lo largo de su historia con unxs cuantxs bigger than life, desde aquellos Villa y Zapata que tomaron las armas en nombre del campesinado hasta Frida Kahlo, que se pintaba a sí misma atravesada por la barra de metal que la dejó discapacitada. Venida al mundo según se creía en Costa Rica, pero de acuerdo a lo que ella declara, en Cuba, Chavela Vargas es la más mexicana de las bigger than life nacidas en el extranjero, y una de las mexicanas (o no) más bigger tan life del siglo XX. Chavela, el documental que hoy se estrena en Argentina, la refleja por completo. Lo cual no es poco decir. “No, a quién le importa eso”, reacciona Chavela al comienzo del documental, frente a una pregunta de la entrevistadora. “Hagamos algo más interesante: pregúntame por el futuro, por lo que voy a hacer, no por lo que hice”. Algo semejante hacía Marlene Dietrich –otra bigger tan life, icono de los films bigger tan life de Josef Von Sternberg– en el documental que también llevaba, como éste, el nombre de su estrella: intentaba arrebatarle la película al director. Marlene lo lograba, sustrayendo su cuerpo y limitándose a dejar su voz, emitiendo afirmaciones imperiales desde la habitación de al lado. Chavela debe haber sido menos generala que la estrella germana, porque no lo logra. “Bueno, pregunta lo que quieras”, acepta finalmente, entre la resignación y el desdén. En el momento de la entrevista, a la que se sumarán otras mujeres no identificadas y que sirve como hilo narrativo, la señora Isabel Vargas Lizano, nacida en 1919 bajo el hiperartístico signo de la Cabra (el mismo de Buster Keaton, John Ford y Federico Fellini), tiene 71 años. “¿Mi edad verdadera?”, se cerciora antes de confesarla. Es una mujer mayor, se diría que una anciana. Va a vivir, va a cantar dos décadas más, y en esas décadas va a atravesar un collar de momentos consagratorios: su triunfal desembarco en España, su presentación en el Carnegie Hall, la primera de dos únicas actuaciones en un teatro mexicano. Hasta ese momento no había podido pasar de clubes nocturnos, único lugar admisible para una señora a la cual hasta sus propios padres rechazaron de chica, por su aspecto y modales tan poco femeninos. “Me escondían como a un perro rabioso”, dice Chavela, refiriéndose a lo que hacían sus padres cuando daban una fiesta. Como entrevistada, la señora Vargas es como en la vida: no se guarda nada. ¿Aspecto poco femenino? Las espectaculares fotos en blanco y negro (parecería que todos los mexicanos son Gabriel Figueroa, el fotógrafo que modeló blancos y negros para los melodramas del Indio Fernández, que vendría a ser bigger than bigger tan life) muestran a la Chavela treintañera como una par de María Félix y Dolores del Río. “No me sentía yo con vestido, tacones y pelo suelto”, dice ella, recordando su breve y fallido intento para salir así a escena. “Cuando levanté la mano se me cayó el strapless y quedé ‘pelada’. Quise bajar de una pequeña escalerita que me habían puesto, resbalé y me caí. Nunca más volví a vestirme así.” Una de las testimoniantes de Chavela, que tienen todas la inmensurable virtud de dar exactamente en el blanco de la persona, la leyenda o el mito, señala el grado de transgresión que representó en su momento la adopción, por parte de Chavela, de un aspecto de ranchero que sería definitivo. En Chavela todo se confunde, como se confundían el dolor auténtico y la cuasi parodia del dolor que practicaba en su show, donde el melodrama personal (desamor paterno, amores contrariados, soledad, melancolía) y el melodrama como estética codificada se fusionaban, se hacían uno. Véase por ejemplo su teatral interpretación de “Soledad”, con su llanto falso, que tal vez esté ahí para disimular el verdadero. Dirigido por las realizadoras Catherine Gund y Daresha Kyi, habrá quien achaque a Chavela el presunto convencionalismo de su forma, con su esquema de entrevista + shows en vivo + testimonios de terceros + material de archivo. Pero sucede que aquí todo es imperdible –la entrevista, los shows, los testimonios y el material de archivo– y todas las decisiones tomadas por las realizadoras son las mejores posibles, al dar la palabra, por ejemplo, a quien mejor puede usarla, a quien más la conoció. Entre otros Jesusa Rodríguez, Tania Libertad, la activista pro-derechos de las lesbianas Patria Jiménez Flores y Pedro Almodóvar, su introductor en España. El hijo del inmenso José Alfredo Jiménez, por ejemplo, cuenta sobre las míticas noches de ronda de Chavela y su padre, que vaciaban literalmente las existencias de alcohol de las tabernas. O la ex pareja que repasa sus mil amores, incluyendo a Frida y… la esposa de un Presidente de la Nación. O su colega Eugenia León, que define el estilo-Vargas como “el canto desesperado, el canto del alma, del fin trágico del amor”. Acá, en estos 93 minutos, está toda Chavela. La que puede capturarse terrenalmente, al menos. El resto es bigger tan life.
“Detrás de escena” del retorno impensado Beatriz Salomón, Noemí Alan, Pata Villanueva, Luisa Albinoni y otras actrices fueron parte de Extinguidas, una obra teatral de José María Muscari. El film las sigue en la trastienda de ese espectáculo con la virtud de “dejarlas ser” y mostrarse como ellas quieren. No es que en los 80 no hubiera voces que denunciaran la cosificación de la mujer en los medios. Las había, pero no tenían el volumen que adquirirían treinta años más tarde. En esos tiempos de dictadura, Malvinas, El Diego, mundiales de España y México, alfonsinismo, carapintadas, Redondos, Sumo, Virus y premenemismo, si eras un sub-30 y te querías hacer los ratones, te los hacías prendiendo la tele y haciéndote ilusoriamente dueño de los argentinísimos lomazos de Noemí Alan, Adriana Aguirre, La Salomón y Silvia Peyrou. Entre otras. Fascinado desde siempre por los rincones menos presentables de la cultura popular, el ultraprolífico José María Muscari concibió, tres años atrás, la idea de arrejuntar a esas diosas de los 80 –hoy en día señoras retiradas categoría plus 50– en un espectáculo teatral al que con desfachatada crueldad llamó Extinguidas, donde las veía desde una mirada tan cómplice como ladina. Seguramente asistentes de algunas de esas numerosas funciones (el espectáculo fue un éxito), Guillermo Félix (con estudios de filosofía y ¡teología!) y Nicolás Teté (exalumno de la FUC y realizador de los films de ficción Últimas vacaciones en familia, 2013, y Onix, 2016) decidieron filmar un documental que contara la trastienda del show, mostrando el hoy en día de aquellas sex symbols de ayer. Ese documental es La vida sin brillos (título algo más piadoso), que tras presentarse en el Bafici 2017 se estrena ahora en Buenos Aires. Con gran acierto, Félix & Teté no aspiran a la sofisticación estilística: hacerlo hubiera representado una traición a su tema y protagonistas. La vida sin brillos establece su voluntad de “detrás de escena” de modo físico y concreto. Si bien hay algunas escapadas (el interior de la casa de La Salomón es demasiado tentador como para no filmarlo), la mayor parte del documental transcurre en el interior del teatro Regina, un laberinto de pasillos y escaleras ensortijadas, decorado con azulejos estilo andaluz. Esa idea de “de ahí para acá sí, de ahí para allá no” se hace más explícita en el último tercio de película, cuando las chicas se aprontan, chequean sus looks, se llaman para salir a escena, se persignan más de una vez antes de salir, y cuando lo hacen, la cámara se queda clavada de este lado, en el pasillo, oyéndose la salida de la diva en cuestión y el aplauso del público al verla. Pero en off, donde transcurre el mundo de la representación, el show, la máscara. Alguien dijo alguna vez que no hay nada más triste que una mujer hermosa cuando llega a cierta edad, y algo de eso hay en la profusión de rinoplastias, botox, estiramientos, kilos de maquillaje y cejas a lápiz que muestran algunas de ellas, tal como vienen haciendo desde hace tiempo. Pero no es eso lo único que se ve. Está la que, algo más joven y/o afortunada por la biología (Sandra, de Los Angeles de Smith), luce aún hoy más que digna de lances. La muy centrada y dignísima, tanto en sentido físico como, sobre todo, psíquico (Naanim Timoyko y Patricia Dal, aventajadas tal vez por haberse mantenido un pasito al costado de la fama). La vital y “joven a pesar de todo” (La Peyrou, que da clases de teatro a grupos de jubilados), la “natural” (Mimí Pons, que pasea el perrito por su barrio, tristona pero lejos de todo ridículo), la naïf capaz de sorprender con razonamientos de alta madurez (Luisa Albinoni). Y están, bueno, Adriana Aguirre, La Turca Salomón y, faltaba más, Pata Villanueva, siempre lista para la cámara. El documental tiene el gran mérito de “dejarlas ser”, tal como son o como quieran mostrarse, y esto corre otra vez tanto en sentido anímico como físico. Párrafo aparte para Noemí Alan, eslabón débil de esta cadena. Con el cabello muy corto, casi irreconocible, Alan carga, a los 50 y largos, con una historia pesada a sus espaldas, y está claro (ella no hace esfuerzos por ocultarlo) que desde hace tiempo no la pasa bien. Tal vez todo haya empezado con aquella foto que la mostraba sonriente junto al Tigre Acosta, en plenos tiempos de la ESMA, y que terminó por convertirla en una apestada civil. Ella sostiene que esa foto no se obtuvo en un encuentro íntimo sino público, y que no tenía idea de quién era su contertulio y a qué se dedicaba. Tal vez sea como dice, tal vez no. En cualquier caso, el precio que pagó por esa gaffe, ese pecado, falla de cálculo o metida de pata, es demasiado alto para cualquiera, y sólo un asesino podría verla aquí y ahora y no concederle el perdón.
Otro juego de reflejos y refracciones En una suerte de diálogo entre la cultura argentina y la extranjera, el director trabaja con planos de lo real y lo ficticio, y utiliza la autorreferencia para responder a las críticas a su cine. Es la segunda ocasión en que Alejo Moguillansky titula una película con el nombre de una obra preexistente y eso no tiene nada de casual. En El escarabajo de oro (2014), una troupe de cine remedaba sin quererlo aventuras que se parecían y no tanto a ese relato de Edgar Allan Poe (y de La isla del tesoro, dicho sea de paso), de modo que ambos planos, el de la realidad cinematográfica y el de la ficción evocada, se reflejaban entre sí. En La vendedora de fósforos, presentada también como aquella en el Bafici (edición 2017), la troupe de cine es remplazada por una de ópera, reunida para poner en escena el cuento homónimo para niños escrito por Hans Christian Andersen. Lo cual aproxima, a su vez, al film más reciente del autor de Castro (2009) a su opus 2, El loro y el cisne (2013), donde un elenco de danza ensayaba una versión de El lago de los cisnes, cuya trama funcionaba como espejo más o menos deformante de la historia de los protagonistas. En todos los casos, lo que parece interesar a Moguillansky (1978) es ese juego de reflejos y refracciones que se establece entre dos planos de lo real (y lo ficticio), así como el hablar, a través de una ficción, de lo real de la creación de esa ficción. Moguillansky parecería poner también en escena, en sus películas, una serie de diálogos entre la cultura argentina y la extranjera, europea o estadounidense. Tchaikovsky y el grupo de danza de El loro y el cisne. Poe, Stevenson y los cineastas de El escarabajo de oro. Ahora se trata de la relación entre el danés Andersen y el Teatro Colón, pero también, y sobre todo, de la vanguardia europea (musical y política), y el arte y la política locales. Las relaciones que la película plantea no son exactamente de diálogo de ida y vuelta, pero tampoco de asimilación mecánica, colonial. En los tres casos, el Norte aparece lejano, casi fantasmal, poco procesado por los relectores del Sur, que de modo absolutamente práctico, irreverente a veces, intentan “traducir” aquellos textos canónicos a la circunstancia en la que están (cosa que sucede en El loro... y aquí), o los convierten sin darse cuenta en hechos concretos, en lugar de obra artística. Que es lo que ocurre en El escarabajo... Aquí, un joven regisseur llamado Walter (Walter Jakob, cuyo nombre sirve de juego metaficcional) es contactado por Helmut Lachenmann, compositor alemán de música contemporánea (el propio Langemann, haciendo de sí mismo) para que dirija, en el Teatro Colón, una versión de aquel tremebundo relato de Andersen, en el que una niña castigada por su padre muere en la calle, de frío e inanición. Sin saber muy bien para qué lado encarar –en estos días el personaje puede funcionar también como referencia a Jorge Sampaoli–, Walter pide ayuda a su esposa Marie (María Villar), pianista que al mismo tiempo comienza a tomar clases con una anciana dama. En este punto aparece un tema, el de la escasez de dinero que suelen sufrir los artistas, que Moguillansky había tratado en una obra de teatro (Por el dinero) que cuatro años atrás puso en escena en el Teatro San Martín. Aparece también el motivo de la culpa paterna (del cineasta y de sus personajes), por no poder cuidar como deberían a su pequeña hija Cloe, que para terminar de fusionar planos no es otra que la hija del realizador. Tal como ocurre con la falta de dinero (que llevará a Marie a cometer un acto no precisamente loable), otros elementos de lo real se interponen en el de por sí desorientado camino artístico de Walter. Básicamente, un paro de transportes, que acentuará los problemas y desencuentros sobre el final. Y que de alguna manera reflejará, a la distancia, el combate contra la burguesía de los jóvenes europeos de los 60, traducido al aquí y ahora. Elementos provenientes de otros universos ficcionales (la película Al azar Baltasar, de Robert Bresson, básicamente) colaborarán también para darle a La vendedora de fósforos forma de rapsodia, estilo de composición musical que del realizador de Castro inevitablemente adopta para sus creaciones. Rapsodia y fuga: como si se tratara de aspiradoras agujereadas en la parte de atrás, las películas del realizador chupan a gran velocidad los más variados polvillos (el cuento de Andersen, la autobiografía, la vanguardia europea de la segunda mitad del siglo, las Brigadas Rojas alemanas, la contemporaneidad argentina), los procesan y terminan disparándolos otra vez hacia afuera. El factor comedia está dado esta vez más por el tono que por gags o escenas concretas, así como la velocidad, y por lo tanto la locura del relato, aparece algo más ralentada, más sosegada que en El escarabajo... Contrariamente, la autorreferencia se vuelve más explícita. Cuando Lachenmann monologa, sobre el final, sobre el rechazo de las experiencias artísticas de vanguardia por parte de la vanguardia política, en la Alemania de fines de los 60, es casi transparente que el monólogo funciona como respuesta de Moguillansky a las acusaciones de formalismo, diletantismo y apoliticismo que tanto sus películas como las de su productor, Mariano Llinás, y su compañero de ruta, el realizador Matías Piñeiro, suelen recibir por izquierda.
El guion del descenso a los infiernos Una familia de felicidad sobreactuada cae en desgracia cuando el hombre consigue el riñón que necesita para sobrevivir de parte de una pareja de lúmpenes que pide cada vez más a cambio. El fatalismo, el regodeo con el fracaso ajeno, la muerte trágica o temprana rinden bien en cine, en el arte en general. Fue con esos elementos que los argentinos Armando Bo (nieto) y Nicolás Giacobone construyeron una carrera de éxitos (ácido mérito, convertir el fracaso de otros en triunfo propio), desde que uno de sus guiones –el de Biutiful, 2010– permitió al rey de este rubro, el mexicano Alejandro González Iñárritu, ser nominado por segunda vez al Oscar a Mejor Film en Lengua Extranjera. Allí, el personaje de Javier Bardem sufría tantas y tan grandes (e insólitas) desgracias como ningún otro en la historia del cine, ni antes ni después. Al lado de eso, que Michael Keaton se tirara de una ventana cinco años más tarde, en Birdman (Oscar al Mejor Guion Original), por creerse capaz de volar, no era nada. También se suicidaba el protagonista de El último Elvis (2011), escrita por Bo y Giacobone, y dirigida por el primero de ellos, un replicante de Presley que lo hacía un poco porque era un pobre tipo, y otro poco para completar su fantasía de “ser” Elvis. Tiene algo más de fortuna el personaje de Guillermo Francella en Animal, opus 2 de Bo. Aunque a partir de determinado momento su vida se convierte en un descenso a los infiernos sin escalas, empujado a ello desde el guión (nuevamente escrito con Giacobone). En la escena introductoria –un plano secuencia tan largo, virtuoso y exhibicionista como tantos de González Iñárritu– queda claro que de allí en más no puede haber otra cosa que no sea una caída. Es tan perfecta y sobreactuada la felicidad familiar de los Decoud, desde el momento en que se levantan y toman el desayuno (la escena parece una publicidad de una leche chocolatada), que claramente lo que se está armando es eso. Nomás terminar el plano secuencia, con Antonio Decoud (Francella) saliendo a hacer jogging en la costa marplatense (la película transcurre allí, por algún motivo), para que la desgracia haga su primera aparición, como una flecha caída de un cielo ominoso. Del cielo del guion, que en las películas de Bo reina, por lo visto, tan soberano como en las de Iñárritu. Salto a dos años más tarde, y Antonio, sometido a diálisis, necesita un transplante de riñón. En caso de que no lo consiga, morirá. Teniendo en cuenta los antecedentes, más le vale cuidarse al protagonista de Animal, porque las chances de que eso suceda son altas. Un poco como salidos de Biutiful y otro poco de Fargo (la película, más que la serie), en el camino del desdichado Antonio se cruza una pareja de lúmpenes. O lumpen él, porque la verdad que ella tiene un aspecto de lo más saludable, además de un cortecito Louise Brooks de lo más monono. El no. Da la impresión de no haberse cortado ni mucho menos lavado el pelo en toda su vida, anda con un sobretodo como del abuelo, luce una sonrisa tirando a siniestra, tiene los ojos inyectados en sangre y, francamente, no es lo único que parece haberse inyectado en los últimos meses. Créase o no, es a esta parejita a la que el algo iluso Antonio le ofrece un trato. El riñón de él (tienen el mismo grupo de sangre) a cambio de... lo que quieran. Quieren una casa (viven en una casa tomada, habitada por seres que parecen súcubos del infierno). Muy bien. Antonio les comprará una casa, invirtiendo todos sus ahorros. Pero van a querer más (no son pobres lúmpenes sino unas especies de larvas humanas, que ansían quedarse con todo lo que Antonio tiene y ellos no), y Antonio les va a dar más: su capacidad de autodeprivación no tiene límites. Si se quiere ver en unos y otro emblemas sociales, Animal se convertirá en una película de advertencia a los que más tienen. Fotografiada con una luz que enturbia la imagen todo lo que puede, de modo de acentuar el clima, y (sobre)musicalizada con criterios discutibles pero audaces, en términos de estricta artesanía cinematográfica, Animal es un producto categoría triple A. Lo que mejor maneja Bo en el plano narrativo son unas elipsis propias del cine hollywoodense, al que ese recurso de supresión le sirve para agilizar el relato, anulando tiempos muertos. En ese plano específico tienen mucho para aprender los colegas del nieto de Armando Bo, que sabe saltar años, escenas y secuencias para hacer avanzar la narración. Parecida capacidad muestra el realizador de El último Elvis en la elección y dirección de actores, virtud que ya era notoria allí. Dejando de lado cierta tendencia al énfasis lastimero que Guillermo Francella suele mostrar en sus papeles dramáticos, así como momentos de un fraseo injustificadamente ralentado en Carla Peterson, que hace de su esposa (y que en la segunda parte de la película muestra una fibra dramática que no se le conocía), Bo tuvo el ojo suficiente como para elegir al notable Marcelo Subiotto para un papel secundario. Pero sobre todo a “la parejita lumpen”, Federico Salles y Mercedes de Santis, ambos excelentes, en intervenciones que se prestaban al espantajo marca biutiful.
El francés Xavier Giannoli es de esos realizadores que no aspiran a la condición de autor ni mucho menos. Pero tampoco es de esos mercachifles que con tal de pagar el puchero son capaces de filmar cualquier cosa de cualquier manera. Responsable de media docena de films desde la primera mitad de la década pasada en adelante, en Argentina se estrenaron El cantante (2005), donde Dépardieu estaba bárbaro haciendo de cantante melódico grasa y decadente (pero ni él ni Giannoli condescendían a la más mínima burla hacia el personaje) y Marguerite (2015), que era algo muy parecido, pero trasladado a la ópera y a la alta alcurnia de principios de siglo XX. El protagónico estaba inspirado en Florence Foster Jenkins, la pésima cantante que poco más tarde encarnaría Meryl Streep en Florence (2016). ¿Giannoli especialista en cine musical y en cantantes? Para nada. Se trata de una casualidad. La única especialidad de Monsieur Giannoli parece ser filmar con prolijidad historias variadas, poniendo el acento sobre personajes a los que invariablemente trata con respeto. No es poca cosa en tiempos en los que las criaturas cinematográficas suelen no ser más que meras marionetas, cuya función es la de vehiculizar unos rígidos transportes llamados tramas. En tren de buscarle alguna temática que lo identifique a pesar de todo, Giannoli tiene un par de películas (À l’ Origine, 2009, y la mencionada El cantante) que giran alrededor del tema de la redención. Y algunos de sus personajes tienen cierta cualidad naïf, una inocencia casi infantil, como sucede con el cantante de la película homónima y la mencionada Margueritte, que de tan ingenua ni se cuestiona si canta bien o mal. Ambas cuestiones resurgen en La aparición, que hace foco sobre el caso de una presunta aparición mística en una zona alejada de la campiña francesa. Una adolescente llamada Anne dice haber visto a la Virgen María, y la prueba sería un trozo de tela ensangrentado con las lágrimas de la madre de Cristo. Alrededor de la muchacha se ha generado un culto, con participación de gente del pueblo y de peregrinos, y un sacerdote actúa como protector de la elegida, o acaso como su explotador. Alertado por la repercusión del episodio, el Vaticano toma cartas en el asunto y para ello convoca a Jacques Mayano, periodista de investigación que viene de perder a un querido amigo fotógrafo en un país de Medio Oriente (Vincent Lindon, conocido por Vendredi Soir, Algunas horas de primavera y El precio de un hombre, entre otras). Sin que se comprenda muy bien por qué acepta el peculiar encargo, Mayano participará junto a miembros del clero de una serie de interrogatorios cuasi policiales, que buscan determinar si el milagro es auténtico o es puro fraude. Como es común en toda historia que focaliza en hechos fantásticos o (presuntamente) sobrenaturales, el protagonista (Mayano, en este caso) funciona como alter ego del espectador. Esto es: como un ser terrenal, alejado de toda práctica religiosa y fundamentalmente escéptico, a fines de poder convertirse en nuestro emisario en la trama. Se trata de ver si el episodio que investiga logra convertirlo o si, por el contrario, ratifica lo que él y nosotros sospechamos: que todo es un timo. Escrito por Giannoli junto al experimentadísimo Jacques Fieschi (firmó los de Un corazón en invierno, Place Vendome, Los destinos dentimentales y El adversario, entre muchos otros), el guion de La aparición recurre al viejo truco de los dos finales, jugando con una posibilidad pero rematando con la otra. Y no se puede decir más, a riesgo de spoiler. La primera parte de La Aparición tiene como eje la investigación de Mayano y como centro de atención el personaje de Anne, todo un enigma que el periodista escruta en detalle con intención de develarlo. Hay una zona central en la que Mayano y la chica se aproximan ambiguamente y un tercer acto que, en pos de generar un misterio de thriller, juega un par de cartas tan confusas como tiradas de los pelos, que terminan rematando las cosas en un país árabe. La aparición no funciona en ninguno de sus tableros. La figura de la chica, que es central, se mantiene opaca, tanto por la actuación de Gallatéa Bellugi como por la incapacidad de Giannoli para penetrar en Anne y el círculo que la rodea. Tampoco se investiga el fenómeno generado por la presunta aparición y su explotación mediática (todo un clásico en esta clase de historias, desde La Dolce Vita en adelante), que insinúa ser abordado en un par de escenas, aunque esto no ocurre. Lo que se sabe del protagonista es que se halla en estado de duelo por la trágica muerte de su amigo, que no muestra demasiado interés por su esposa e hijos y que parecería algo desestabilizado por el fenómeno que está investigando. El problema es que Lindon, un actor que actúa más con el cuerpo y el músculo que con el rostro, expresa muy poco de la interioridad de Mayano. Parco como de costumbre, dueño de una voz cavernosa, paseando de una punta a otra de la película un rostro apesadumbrado y moviéndose en ralenti, Lindon, que es muy bueno cuando funciona como olla a presión siempre tapada, aquí amenaza con sumir al espectador en un sopor irremediable. La película en su conjunto, tan poco esmerada por buscar una verdad que se predica como tema pero no se juega en la puesta en escena, hace que sus de por sí larguísimas dos horas y media se sientan como cinco.
Documental que deja demasiadas incógnitas No hay nada peor –más naturalizado, menos reflexionado– que lo que está de moda. Desde hace unos años, en el terreno del documental se usa la erradicación (total y en cualquier circunstancia) de la voz en off y de toda clase de dato, indicación, puesta en contexto u orientación gráfica. Esto es producto de una reacción sanísima y de lo más necesaria frente al modelo de documental convencional, superpoblado de locuciones en off, cabezas parlantes y data al pie, que detalla el nombre y a veces la profesión del hablante. Si ese dispositivo facilista y extradiegético puede remplazarse provechosamente por herramientas más genuinamente cinematográficas (acciones en lugar de palabras, asociación e inducción en vez de descripciones verbales de sentido unívoco, lo real “en crudo”, sin ayuda de gráficas filotelevisivas), en buena hora. Pero a veces sucede que esos recursos “viejos” (la voz en off, el entrevistado hablando a cámara, algún zócalo al pie del cuadro) pueden ser útiles, convenientes y hasta necesarios. Y su erradicación total, producto de la conversión del cambio de modelo en dogma inmutable, contraproducente. Es lo que sucede con Yallah! Yallah!, documental sobre el fútbol palestino y su relación con la política, que por negarse a la utilización de algunas herramientas –como si el simple hecho de usarlas condenara a todo documental al infierno del rubro– se vuelve, por tramos, de dificultosa comprensión. Primera coproducción entre Argentina y Palestina, Yallah! Yallah! –que fue parte de la Competencia de Derechos Humanos en el Bafici 2017– focaliza sobre un grupo de personajes vinculados al fútbol. Algunos jugadores, un director técnico, dirigentes de lo que podría llamarse “la AFA palestina”, el líder de una hinchada. Con ellos como protagonistas se va hilando el ramillete de historias, que no se presentan en sucesión sino en forma rapsódica. De desarrollo embrionario, el fútbol palestino parece ser (primera duda surgida de la falta de información) reciente. Y creciente, tal como demuestran los abundantes picaditos callejeros que se ven sobre el final del documental, dirigido por los realizadores Fernando Romanazzo y Cristian Pirovano. Hay un torneo oficial, que se juega en estadios pequeños, equivalentes a los de las categorías B o C en Argentina. Pero con menos tablón y más cemento. Las dificultades son de todo tipo, y detrás de todas ellas surge la sombra del Estado ocupante. Jugadores detenidos sin causa judicial, problemas a veces insolubles para los que no viven en la misma localidad y están obligados a atravesar o eludir los checkpoints, ahogos financieros, hinchadas siempre pequeñas (centenares de simpatizantes nada más) cantando canciones de resistencia, los clásicos combates piedra-contra-gas-o-tiro. Pero las dificultades son también para el espectador, por la falta de data señalada. El relato, y en más de una ocasión sus protagonistas, atraviesan Gaza, Cisjordiana, Jerusalén, sin que se sepa dónde están y por lo tanto sin poder determinar siquiera si se hallan en casa o en territorio “enemigo”. En una escena al director técnico se lo ve entrenando, y no se sabe si eso sucede en una escuela de técnicos o qué. Se ignora cuántos equipos hay en la liga, así como el grado de inserción popular del fútbol en Palestina. Hay, por lo visto, jugadores extranjeros, iraquíes sobre todo, pero no se precisa cómo fueron a parar allí, cuándo ni por qué. Una lástima.
¿Se acuerdan de Jason Reitman? De él se conocieron más o menos al hilo, hace unos diez, quince años, tres películas que lo mostraban como un descendiente potencial -más cool, algo más canchero, bastante más descreído- de su padre, el checoeslovaco asimilado Ivan Reitman, realizador de comedias tan buenas como Los cazafantasmas, Presidente por un día, Junior y sobre todo la escandalosamente subvalorada Amigos con derechos, la más perfecta comedia (anti)romántica de la última década y un poco más. De Reitman (Jason) se estrenaron en un lapso breve, en la segunda mitad de la década pasada, Gracias por fumar, La joven vida de Juno (un título horrible: si la protagonista hubiera sido una anciana, ¿le habrían puesto La vieja vida de Juno?) y Amor sin escalas. Desde ese momento, de Reitman Jr. no se supo más nada, aunque antes de la que nos ocupa realizó tres películas más. Es verdad que ninguna de ellas volvió locos al público y la crítica, pero con las cosas que se estrenan bien podrían haber traído algunas de esas también. Después de ese largo hiato se estrena Tully, donde Reitman se reúne por tercera vez con la escritora y guionista Diablo Cody, y por segunda con la descomunal Charlize Theron, a la que en sus películas ha logrado bajar -con su consentimiento, se sobreentiende- del pedestal de hiperdiosa al llano cotidiano. En Tully ese descenso es casi gracioso, ya que la dorada modelo de Dior aparece desarreglada, despeinada y mal vestida, además de gorda y panzona. Daría la impresión de que a Reitman le interesan las mujeres. Algunas de sus películas (Juno, Young Adult [2011], Tully ahora) las tienen por protagonistas. Otras, o las mismas, por autoras o coautoras (Juno, Young Adult, Labor Day [2013], Men, Women & Childen [2014], Tully). Diablo Cody, que en poco tiempo más cumple 40 y cuyo nombre de nacimiento es Brooke Michelle Busey, es, como también se sabe, una guionista “con firma”. Algo que pudo advertirse en una serie conocida por aquí, como Estados Unidos de Tara (2009/2011), u otra no conocida, como One Mississippi (2016/2017), series de las que Cody fue creadora. Por guionista con firma debe entenderse aquél o aquélla que no se resigna a lo que los guionistas profesionales sí. Estos últimos, sabiendo de la aversión de la industria por todo lo que huela a original o personal (dos de los peores insultos en Hollywood y alrededores) buscan borrar todo signo de autoría de sus trabajos, mientras que el guionista con firma hace justamente lo contrario. Tiene agenda propia. La agenda de Cody tiene como motivos predominantes los Estados Unidos contemporáneos (con predominio de la clase media blanca de ciudades del interior), la lucha de las mujeres tanto contra el conservadurismo como contra las propias contradicciones, la oposición entre conservadores y rebeldes en la sociedad estadounidense en general, la pregunta de si se puede ser un rarito integrado. Sus guiones muestran una voluntad de tomarse algunas libertades con las estructuras convencionales, así como unos diálogos en los que brilla el ingenio de la autora. Un ingenio muy de sitcom, hecho de digresiones, comentarios al margen y efectivos epigramas cómicos.En cuanto a la agenda de Reitman, es algo más difícil de detectar. Pueden enumerarse una desencantada visión del mundo, propia de los nacidos en los ilusionados y finalmente derrotados años 70 y 80; protagonistas que encarnan algunos de los vicios más repulsivos de la contemporaneidad -la obediencia corporativa, la ambición económica, la falta de escrúpulos, el “desprecia a tu prójimo como a ti mismo”-; un cinismo que se expresa a veces en la concesión final a la moral hollywoodense, que convierte la despiadada radiografía del homo capitalis en una moraleja soft para niños grandes. En Tully, Theron es Marlo, madre de clase media provincial, con dos hijos y una tercera que va a nacer en menos de un mes. Su marido Drew, un buen tipo, es en términos económicos un loser (viven en una casita bastante venida abajo, con un microondas histórico, lo cual en un país donde la compulsión a renovar la tecnología es la más apremiante del planeta, los convierte poco menos que en desechos dela sociedad del capital). La situación económica y familiar queda expuesta al contraponérsela con la del hermano de Marlo, Craig (el muy buen cineasta indie Mark Duplass, que de a ratos se gana la vida como actor), representante cabal del homo yanqui. La clase de tipo que siempre tiene el producto recién salido antes que nadie. Marlo es escritora, pero eso solo se sabe por algún comentario ya que, con dos hijos y medio, ella no puede hacer más que atender a ellos y al marido. Que, por buen tipo que sea, llega de trabajar, come algo y a la cama… a jugar con la play. De jugar con Marlo, nada. Y Marlo es Charlize Theron… Justo cuando uno empieza a sentir que esto ya lo vi en Casados con hijos y era más divertido, lo que era un garrón para Marlo se convierte en dos garrones y medio. Raro tratándose del tercer hijo, para Marlo y Drew criar a la pequeña Barbara resulta todo un infierno. La visión de ella durante una secuencia de montaje, semidesmayada mientras el sacaleche extrae líquido de sus tetas como a una vaca en una granja tecnificada, remite casi a una distopía de ciencia ficción. Pasó una media hora y la película se paseó un poco de acá para allá, pero el nudo del asunto todavía está por llegar. Ratificando su carácter central en la trama, ese nudo lleva el nombre de la película misma y es una baby-sitter nocturna que Craig le recomienda a Marlo. Esta duda un montón antes de llamarla, y uno se pregunta por qué tanto remilgo. Yo me pregunté, al menos. Sos mamá, tenés dos hijos más grandes, una beba que no te deja dormir. ¿Tanto problema para contratar a una chica recomendadísima, que te la va a cuidar a la noche, para que puedas dormir, e incluso te va a avisar cuando la nena quiera tomar la teta? No sé, tal vez no lo entiendo porque soy papá, no mamá. La cuestión es que al final Marlo afloja, iniciándose entre ella y la recién llegada, a una velocidad tal vez mayor de presumible, una relación de complicidad, simpatía y mutua comprensión, ayudada por la eficacia a toda prueba de Tully (Mackenzie Davis, una de esas chicas que sonríen y te matan). Además de ocuparse brillantemente de la nena y saber todo lo que se puede saber sobre niños, Tully te limpia, te ordena la casa y hasta te calienta al marido. What? Sí. Te lo calienta para dejarlo listo. Y vos de paso podés mirar. La gran virtud de Tully (la gran virtully) es la libertad con que se mueve en varios niveles. En términos narrativos, en tanto la película deriva de un tema a otro, de modo que no queda muy claro si la Sra. Cody no sabe muy bien qué quiere contar, o si lo hace a propósito, como forma de romper con el relato clásico. El efecto que produce en el espectador esta deriva es de desconcierto, y eso siempre es bueno. Tully empieza haciendo foco en la relación entre Marlo y su hijo Jonah, así como en la condición de madre guerrera de ella, que se muestra dispuesta a enfrentar al sistema educativo entero para defender a su hijo. Jonah sufre de un problema de conducta que hace que lo quieran echar de todas partes, y eso también produce extrañeza: nunca está muy claro en qué reside ese trastorno. ¿Descuido narrativo o elección? Who knows. Lo cierto es que esa cuestión va a ser remplazada por el triángulo Marlo-beba-Tully, y del problema Jonah no se vuelve a hablar. Tully va dejando atrás lo que antes trató a medida que avanza, como si la película se fuera reinventando o rearmando en el camino. Esto podría ser una falla importante o una gran audacia. Otra vez, cómo saberlo. Algo semejante sucede con la relación Marlo-Tully, una de esas que de tanto compinchismo podría derivar, como lo hace, en amistad o en algo más: uno siente todo el tiempo que en cualquier momento las chicas pasan a mayores. Posibilidad agudizada por la falta de atención de Drew a su esposa y por los problemas que atraviesa Tully con un novio. Sin embargo, antes que la relación entre ellas se encarrile de ese modo, la excesiva confianza con que se mueve la babysitter, su tendencia a manejarse en casa ajena como si fuera el ama de casa, así como de compartir momentos de intimidad que uno diría que no le corresponden (quedarse en la habitación matrimonial para contemplar cómo Marlo da la teta), generan en la dueña de casa–y por lo tanto en el espectador, en tanto toda la película está narrada desde su punto de vista– incomodidad, cierto sentimiento de invasión y desubicación, la inminencia de una rivalidad y posible remplazo de una por la otra (modelo El sirviente, digamos) o si no una derivación a terrenos Mujer soltera busca o, más aún, La mano que mece la cuna. Cuando estamos en eso, de pronto la película termina. Así. Pum. Agarra y termina. Como si a Reitman y Cody se les hubiera terminado la pila o les diera paja seguir. Previamente ocurrió algo extrañísimo, relacionado con el título de la película, que quien escribe no llegó a entender. ¿Puede ser que eso que sucede abra la puerta a la posibilidad de que la existencia de Tully sea más imaginaria que real? ¿Algo así como una proyección? ¿O estoy delirando? No me juzguen mal, solo trato de explicarme algo que no entiendo, y que podría llevar a resignificar toda la película. O tal vez no, ese detalle no tiene la menor importancia y con lo único que tiene que ver es con esta película de deambular desconcertante, con un final que -a juicio de quien escribe, al menos- da la sensación, por la forma en que están repartidos los tiempos del relato, de que tiene lugar por lo menos veinte minutos antes de lo que correspondería. Y si no es así pido a quien la haya entendido que me la explique.