Algo más que puro nihilismo Con la maestría conocida para la forma cinematográfica, el mexicano le da forma a un universo de pocas palabras, en un paisaje inhóspito y con una extraña criatura como protagonista. En la obra del mexicano Amat Escalante la vida no es un jardín de rosas. Protégé de su compatriota Carlos Reygadas, que viene produciendo sus películas desde la ópera prima, el cine de Escalante (n. 1979) es como un primo nada lejano del francés Bruno Dumont. Vidas desesperanzadas, campesinos letárgicos y seres embrutecidos lo pueblan. Parecería, en ellas, que la única forma de sacudir un poco la muerte en vida es el crimen. Su puñado de títulos a la fecha –Sangre, 2005; Los bastardos, 2008; Heli, 2013– se conoció en Argentina básicamente en festivales, aunque la primera tuvo un estreno restringido. Ganadora del León de Oro a la Dirección en Venecia 2016, La región salvaje es como un cruce entre Flandres, de Dumont, y Posesión, aquella historia de amor entre Isabelle Adjani y un monstruo viscoso, alla Alien, que el polaco Andrzej Zulawski ideó en los 80. Tal como sucede con los crímenes catárticos de las películas anteriores, el único que proporciona alguna satisfacción aquí es el monstruo. En la película de Zulawski el ser tentaculado tardaba en hacer su aparición, como corresponde al personaje central. En La región... surge sólo al comienzo y al final, dándole circularidad a su dominio. “¿Tienes novio?”, le pregunta un enfermero a Verónica, chica triste y solitaria que fue a hacerse atender por una fea mordida. “No”, responde la chica, que como la mayoría de los personajes del realizador difícilmente hilvane más de tres o cuatro palabras. “¿Amante?”, vuelve a la carga el enfermero, único personaje sociable en la obra del realizador hasta la fecha. “Sí”, admite Verónica. “¿Mujer u hombre?”, quiere avanzar el enfermero, a quien las mujeres no es que le gusten mucho. “No lo sé”, responde ella, y el espectador, que en la primera escena asistió a un encuentro de Verónica con el “amante” alojado en el granero, no puede menos que reírse. El humor de Escalante es tan enroscado como el “amante” de la chica, que es básicamente un montón de tentáculos más una cabeza, reminiscente del más famoso alien espacial. Los tentáculos, terminados en una especie de cabecitas con hendidura, proveen de satisfacción a Verónica, y más tarde a más gente. En la escena más erótica de La región salvaje, y a la vez la más graciosa, una chica recibe un servicio multitentacular por parte de la criatura, que la sostiene en vilo. Si fuera una película cómica, en la escena siguiente se hubiera visto una larga hilera a las puertas del granero. Claro que la criatura no es sólo servicial. También tiene sus arranques, produciendo heridas o, eventualmente, muerte. El placer no viene sólo. Más allá del rosáceo ser, las vidas humanas son, en esa zona campestre del interior mexicano –como Dumont, Escalante asocia campo con primariedad, vida puramente animal, estrechez de horizontes–, tan encerradas e insatisfactorias como las de todas las criaturas escalantianas. Salvo la de la criatura, que no parece pasarla mal. Hay, además de Verónica, una joven mujer casada que trabaja como operaria en la fábrica de la que es dueña su suegra, a quien odia. La suegra, por otra parte, la ignora, conduciéndose con el hijo como si ella no existiera. El marido, que también la ignora, la engaña con el cuñado, a la sazón el enfermero buena onda que atendió a Verónica. El marido muere por el cuñado, pero como es un macho mexicano, se burla agriamente de los “mariquitas”. Ya se sabe cómo funciona esto: a él sólo le gusta cogerlos, pero es bien hombre. La palabra monstruo debería reservarse para este personaje, dejando para el de los tentáculos la de criatura. Igual de nihilista pero más amable –hasta divertida– que la obra previa del realizador, La región... es una simpática nota al pie de esa obra. Como en films anteriores, Escalante vuelve a dominar la forma cinematográfica con maestría, hallando en esa forma la mejor expresión de la ahogada forma de encierro en la que penan sus personajes. Los planos y escenas tienen poca conexión entre sí, tal como sucede con el universo humano en este paisaje. Planos frontales registran incómodos silencios, y los tiempos son largos, de modo de transmitir la sensación de que ese aislamiento, esos silencios y resignación no serán de corta duración. En las películas previas el estallido cortaba de golpe esa continuidad. Aquí el corte es, de modo paradójico, lento, acariciante, viscoso y, sí, sensual.
Contar historias en un juego de espejos Sobre una novela de Joyce Carol Oates, el director da forma a una trama con toques de onirismo y de relato policial, con la típica puesta en escena que no prescinde de cierta artificialidad, en la que no importa tanto lo verosímil como que la historia cierre en sí misma. François Ozon y sus películas como potiches. No por nada en una ocasión el realizador de Bajo la arena adaptó la obra teatral homónima. Potiches frágiles, bonitos y aporcelanados, producto de una delicada artesanía que los ofrece completamente terminados, con ciertos ángulos y diseños que hacen pensar en ellos como risqué, aunque finalmente se trata de objetos decorativos, hechos para que el tacto se deslice suavemente por su bruñida superficie. La Mansion Ozon se caracteriza por su versatilidad, que permite que sus motivos vayan de lo erótico a lo policial, de lo bufo a lo provocativo, del capriccio a la oscuridad. En esta ocasión entra en el terrenos de la psicología tortuosa, con toques de onirismo y de relato policial. Amante doble, la producción más reciente del muy prolífico autor de 8 mujeres, 5 x 2 y En la casa, se basa en la novela Lives of the Twins, que la estadounidense Joyce Carol Oates, tanto o más prolífica que él, publicó en los 80 con el seudónimo Rosamond Smith. Como explicita el título de la novela, la cosa va de mellizos. Un par o dos, esa es una de las cartas que este thriller sin muertos se guarda. ¿Sin muertos o con muertos? Depende cómo se mire. Angustiada por dolores de estómago que podrían ser de origen psíquico, Chloé (Marine Vacht, bonita, pálida y hierática, como le gusta a Ozon) decide consultar a un psicoanalista. Lacaniano como el que más, Paul Meyer (Jérémie Renier, el actor de El hijo, que ya había actuado a órdenes del realizador) la escucha, la escucha y no dice nada. Hasta que le ofrece casamiento. Pero eso es una vez terminada la terapia, Meyer no es tan heterodoxo. Todo es felicidad para Chloé hasta el día en que ve a Paul en sospechosa compañía de una dama. ¿O no es Paul, sino su hermano gemelo? ¿Y puede ser que el gemelo también sea psicoanalista? ¿Y que Chloé comience a atenderse con su cuñado, cuyo abordaje –terapéutico y sexual– difiere radicalmente del de su hermano? Como todos los relatos de Ozon exhiben con mayor o menor visibilidad su carácter artificial, el espectador no anda preguntándose qué grado de credibilidad tiene todo esto, sino más bien hasta qué punto la historia y sus personajes van a cerrar en sus propios y artificiosos términos. Ozon es un decorador audaz, no uno convencional, de allí que de pronto todo parezca desembocar en la inesperada nave madre de la primera Alien. O tal vez sea Alien 3. Como suele suceder con los mellizos, Chloé habría dado cuenta de una hermana en el útero de su madre, y de allí todos sus traumas. La madre no es otra que Jacqueline Bisset, a quien no había ocasión de ver desde hace un rato largo. Y que se presenta magnífica y siempre muy peinada, aparentando varias décadas menos de las que tendrá. Otra referencia cinematográfica que anda dando vueltas por aquí es la de Brian de Palma, que en Hermanas diabólicas (1972) había tratado el tema del doble bajo la máscara de dos mellizas, y volvería a hacerlo en Raising Cain (1985). Chico chic, travieso pero cartesiano, Ozon no lleva las cosas a los extremos operísticos (u operetísticos, según el caso) del italoamericano De Palma. Apenas se permite multiplicar espejos y reflejos a lo largo de toda la película, lo cual más que un exceso es una redundancia. También se hacen presentes fantasmas (o dobles, dado el caso) del cine de Roman Polanski, en la piel de una vecina chusma y sospechosa que parece salida de El inquilino, y de un sueño de aires pesadillescos, como el que padece Mia Farrow en El bebé de Rosemary. Y que, como allí, podría no ser sueño, aunque para la lógica sea imposible.
El lado oculto de un icono del cine El director de El artista no le teme a Monsieur God Art y lo muestra pasar de la felicidad mientras filmaba La chinoise al aislamiento progresivo, tanto artístico como personal. Y lo hace de un modo entretenido, glamoroso y no demasiado riguroso. ¿Quién le teme a Monsieur God Art? Muchos. Dado el carácter de tótem cultural que la secta de Los Godardianos ha erigido para el realizador de Pierrot le fou en el curso del último medio siglo, el hoy nonagenario Jean-Luc Godard se convirtió en intocable. Como suele suceder, de esas alturas lo bajó una ex. No necesariamente despechada en este caso, ni tampoco una que recuerda con ira, sino alguien que pasó tres años a su lado, que lo quiso, que además de sus fulgurantes epigramas, audaces reflexiones teóricas y hermosos travellings laterales conoció también sus malos humores matinales, sus maltratos a más de un semejante, sus tendencias asociales. Se trata de Anne Wiazemsky, recordada protagonista de La chinoise (1967) y cinco films posteriores del suizo más famoso, que se convirtió en Mme. Godard antes incluso del estreno de La chinoise, y lo fue durante tres años. Hasta que tomó coraje y le dijo adiós. Fallecida en setiembre del año pasado a los 70 años, Wiazemsky, reconocida escritora desde el momento en que dejó el cine (mediados de los 80), recogió en un dueto de novelas la vida que vivió junto al autor de Vivir su vida. Las novelas son como espejos: la primera, Une année studieuse, es de 2012, narra su encuentro y plena felicidad con Godard, y no tiene traducción al castellano. La siguiente, Un an après, tres años posterior, hace centro en la abismal corrosión de la pareja, y Anagrama la editó con el título Un año ajetreado. Le redoutable, la película de Michel Hazanavicius que hoy se estrena en la Argentina con el título Godard mon amour, toma un poco de ambas, en particular de la segunda de ellas. Redoutable quiere decir temible, y refiere doblemente al hoy casi nonagenario cineasta. En sentido literal, por el carácter de cuco cultural señalado más arriba, y en sentido alegórico, en tanto en la película se alude a cierto submarino francés conocido por ese apelativo, que podría representar la batalla entre encierro progresivo y voluntad de conexión con el mundo (el periscopio del submarino) en que el cineasta se debate. Godard mon amour presenta al icono del cine moderno –asombrosamente caracterizado por Louis Garrel, que está igualito (a Godard y al actor argentino Gabriel Wolf, exmiembro del grupo Los Macocos)– en pleno rodaje de La chinoise, supervisando uno de aquellos travellings laterales con su sello. Se lo ve feliz a Godard, casi como un niño, en ese inconfundible decorado, que la película reproduce tan minuciosamente como cada detalle evocador. Es seguramente el último momento de felicidad. Convertido al maoísmo, el cineasta espera que el mismísimo Timonel abrace ese monumento de la agit-pop como a un dazibao, y lo que encuentra, en una reunión con sus mandarines, es que en opinión oficial La chinoise es una basura pequeñoburguesa, y están dispuestos a impedir incluso que la película lleve ese título. Primer globo que se le pincha a Jean-Luc de unos cuantos que lo van a hacer caer del sueño a la realidad. Ese trayecto constituye uno de los ejes de la película escrita y dirigida por Michel Hazanavicius, el de El artista. Como se sabe, un año después de La chinoise Francia estrenó una película aun más célebre: mayo del ‘68. Ese es el otro punto nodal de Godard mon amour (habilísimo título local, que encadena un doble gancho dirigido al cinéfilo). Godard participó, del brazo con Wiazemsky (encarnada por la modelo Stacy Martin, que dobla en belleza a la original) de marchas, enfrentamientos con la policía, piedrazos, consignas y asambleas políticas en la universidad de Nanterre, epicentro del levantamiento. Segundo fracaso en el mundo real: el navegante insignia de la nouvelle vague es recibido con aclamaciones y respondido con abucheos, no una vez sino dos. Mientras tanto, en la calle se cruza con gente que lo saluda pero no entiende sus películas, o que las entiende pero le reclama que vuelva a hacerlas entretenidas. Haciendo pie sobre ese aislamiento progresivo, que va de lo artístico (Godard califica a todo su cine previo de “porquería”, proclama su propia muerte y se reinventa al frente del grupo Dziga Vertov, con la intención de hacer cine político) a lo personal (ruptura de su círculo de amigos, maltrato verbal a su mujer, celos, inseguridad y posesividad amorosa), Hazanavicius comete un “pecado” que no se le perdonó cuando la película se estrenó en Cannes: se permite ridiculizar a God Art, mostrándolo tan torpe que de a ratos (los más graciosos, que son varios) parece más su coetáneo Woody Allen que él mismo. Sólo los muy fanáticos no advertirán la honestidad, ética, coraje intelectual y hasta sentido del humor (son sus últimos escarceos en ese terreno) que la película rescata de él. Como sucedía con la vituperada El artista, Godard mon amour es lo que el cine ya raramente es: una película muy entretenida. Entretenida, glamorosa (esos rojos-fuego y azules eléctricos hipergodardianos, en vestidos y tapizados) y no demasiado rigurosa (narradores en off que aparecen y desaparecen, miradas a cámara, entretítulos godardianos, citas a sus películas y juegos de palabras que también). En cuanto a la posible misoginia en el retrato de una Wiazemsky que observa como escolar @da a su ídolo-marido, sin saber qué decir, habrá que tener en cuenta que la película se basa en un libro de la propia Wiazemsky. Será cuestión de leerlo y comparar.
Contar con voz propia “Me crié en una casa de inquilinato. Léase ‘conventillo’. Bah… ‘yotivenco’”, se franquea la voz sobre imágenes de un PH actual, íntegramente reciclado y convertido en mansión para uno solo. Para el que habla. Pero para esa mansión falta mucho todavía. La voz es la de Roberto Sánchez, uno de los grandes cantantes populares del siglo XX aquí y en toda Latinoamérica, y posiblemente el gran showman de estas pampas en toda la historia del negocio musical criollo. Contracara de la reciente serie televisiva Sandro de América (de allí que el título subraye que ésta es “la película”, para que quede clara la diferencia), Yo, Sandro aborda el mito desde el documental. En otras palabras, no aborda el mito, ya que ningún documental puede hacerlo. Tampoco lo analiza o deconstruye, como un documental sí podría hacerlo, sino que elige contar su historia (o parte de ella), en su propia voz. Ése es el principal valor de Yo, Sandro: el de estar íntegramente narrada por el autor de Penumbras, desde las cintas que perduraron de una entrevista que tuvo lugar en junio de 1970, en la que el ídolo repasó su vida. Su valor y su límite, en la medida en que lo que cuenta es lo que Sandro elige contar de sí mismo. Y nada más. A ese off, que cubre los primeros veinticinco años de vida del ídolo, nacido en 1945, se le suma una coda que cuenta con la voz de Cacho Fontana y que narra la histórica presentación de Sandro en el Madison Square Garden, en 1973. Y, uno de los principales aciertos del documental dirigido por Miguel Mato y escrito por el realizador junto a Eduardo Spagnuolo, también se suman al off las voces de “las chicas”, las fans de Sandro, cuyos clubs (“clobs”, pronuncian algunas de ellas) se extendían desde Puerto Rico hasta la Patagonia. Yo, Sandro se atiene al modelo más tradicional de los documentales que ponen el peso en la voz en off, donde las imágenes ilustran lo que esa voz narra. Algunas veces lo hace con más acierto que en otras: desde ya que los fragmentos que documentan los shows del falso Gitano (en televisión, sacudiéndose como un gusanito con los primeros Los De Fuego, hasta las presentaciones en Sábados circulares, y en toda clase de clubes, teatros y estadios) aportan mucho más que algunas reconstrucciones de época en las que la época luce algo desorientada (niños con boina y tiradores en los años 50) o innecesaria, como una dramatización inicial en la que un amargo burócrata del Registro Civil, personificado por Carlos Portaluppi, rechaza el nombre Sandro, porque “si no figura en el Santoral no existe”. Único momento (acertado) en que las imágenes no se alinean con lo que dice el off, el mencionado al comienzo, donde el recuerdo del humilde “yotivenco” de infancia se contrapone a la mansión-bunker banfileña, en la que el nativo de Alsina se refugió en los últimos años. Los mayores hallazgos están en el off y son aportados por el propio Roberto, que como buen showman es un magnífico narrador, y que en dos o tres temas cantados a capella recuerda a los desmemoriados el abismo existente entre su condición de cantante de ley y la de mero e inexplicable fenómeno de masas que siempre representó Palito Ortega.
El proyecto cinematográfico que Fernando “Pino” Solanas viene llevando adelante desde mediados de la década pasada es uno de los más sostenidos, coherentes e importantes en toda la historia del cine argentino. Importante social, histórica y políticamente, pero también en el sentido de sostener tenazmente la idea (explícitamente formulada o no, poco importa) de que el cine puede interpelar la realidad, con la ambición de intervenir en ella y modificarla. ¿Modificar la realidad a través del cine? Tal vez Solanas sea, a los 82 años, el único cineasta que sigue creyendo en esa fe modernista. Es que el hombre, políticamente nacido a la sombra de un peronismo que encarnaba en ese momento (mediados de los 60) la idea misma de revolución, no fue ganado por el escepticismo que sobrevendría a partir de la sucesión dictadura militar-menemismo-Alianza, que pareció demostrar que la Argentina de la justicia social, la libertad política y la soberanía económica -en la que millones de personas creyeron durante medio siglo- había muerto para siempre. Solanas cree que ese proyecto sigue siendo posible, siempre y cuando se pueda vencer la batalla contra la devastación neoliberal en curso. Esa es la idea que el ciclo cinematográfico inaugurado en 2004 por Memorias del saqueo y continuado por La dignidad de los nadies (2005), La Argentina latente (2007), La última estación (2008), las dos partes de Tierra sublevada (2009/2011) y La guerra del fracking (2013) expresa en hechos concretos. Si este ciclo consistiera en documentales en los que el autor pontifica de modo omnisciente desde el off sobre los males que impiden a la Argentina desarrollarse y las soluciones que propone, sería lo mismo que cualquier discurso del propio Solanas en campaña por algún cargo político, desde el de diputado de la Nación (banca que ocupó en dos ciclos, de 1993 a 1997 y de 2009 a 2013) hasta el de senador (de 2013 hasta hoy), así como el de Presidente de la Nación, para el que se postuló en 2007 y desistió de hacerlo en 2017. Si bien de aquello que desarrolla en sus documentales se desprende una visión del país -y hasta el intento de construcción de un proyecto político, si se quiere: Viaje a los pueblos fumigados termina con Solanas proponiendo en off “Es hora de unirnos”- debe resaltarse que la importancia de este ciclo reside en su carácter de reportajes sobre el país real, que Pino consuma viajando por la Argentina siglo XXI, cámara y micrófono en mano, como lo haría un periodista de investigación y no un político. Esto es: para registrar, inquirir, averiguar qué le pasa al país real, en boca de sus representantes. Qué le pasa al pueblo, si quiere pronunciarse esa palabra negada, cuestionada, destronada, en la que el realizador de La hora de los hornos sigue creyendo. Solanas es, sí, un populista, y es el pueblo argentino aquel al que entrevista en su serie de documentales. Pero no el pueblo mítico, imaginario, el que distintos partidos dicen representar, sino el pueblo real, el de los trabajadores que lo constituyen en su acción cotidiana. Solanas no juega el juego de las dos campanas: le da voz solamente a una de ellas. En todos estos documentales no presta testimonio ni un solo funcionario, economista, abogado o CEO de la Argentina neoliberal. Los que hablan son los dueños de pymes obligadas a bajar la cortina, ingenieros de organismos extinguidos, representantes de empresas nacionales, trabajadores explotados, despedidos, aborígenes perseguidos. No es uno de los méritos menores de esta serie documental el de darle rostro y cuerpo concreto al pueblo argentino aquí y ahora, demostrando en los hechos lo que la historiografía neoliberal intentó negar a lo largo de los últimos 36 años: que el pueblo argentino sigue existiendo, entre otras cosas porque sus explotadores siguen en pie. Después de relevar qué había sucedido con el país real desde la posdictadura hasta el estallido (en varios sentidos) de diciembre de 2001 (en Memorias del saqueo y La dignidad de los nadies), qué quedaba de la estructura productiva y el proyecto de desarrollo independiente del peronismo inicial (La Argentina latente), la destrucción de la red ferroviaria por parte del menemismo, sus motivos y consecuencias (La próxima estación) y la entrega de la minería a las grandes corporaciones extranjeras por parte de todos los gobiernos 1983/2011 (¡Incluidos los kirchneristas!), así como las consecuencias del modelo extractivo neoliberal sobre la población (las dos partes de Tierra sublevada y La guerra del fracking), Solanas prosigue la serie con absoluta coherencia, investigando ahora qué es lo que las grandes corporaciones y sus socios les hacen a los productos de la tierra, así como a los que los consumen y producen, y a la población en general. Viaje a los pueblos fumigados se mete con uno de los temas más actuales, concretos y urgentes del mundo contemporáneo, y de la Argentina en particular: la utilización masiva de agroquímicos por parte de la mayoría de explotadores de la tierra, desde la gigantesca Monsanto hasta los sojeros locales. Quien quiera saber qué piensa Monsanto o la familia Grobocopatel deberá buscar otras fuentes, y no le costará hacerlo en tanto se trata de los grupos que cortan el bacalao en el tema. Viaje a los pueblos fumigados da voz a quienes sufren, de un modo u otro, la acción de esos grupos. Los wichis expulsados de sus tierras que serán desertificadas, los chacareros pampeanos corridos por el modelo sojero, los habitantes de esas zonas, que sufren inundaciones que antes no había, consecuencia de la tala indiscriminada de árboles. Los niños malformados o con leucemias ocasionadas por el riego de agrotóxicos desde el aire, sobre sus casas y escuelas. Las madres de esos niños, que no saben a quién reclamarle. Los médicos que los atienden, que constatan la progresión geométrica con que aumentan los casos de cáncer en las zonas fumigadas. Quienes comen verduras fumigadas (todos nosotros) y comprueban en un análisis de laboratorio la existencia de tóxicos en sangre que antes no tenían. El propio Solanas se pesca una dermatitis, después de cinco años de andar por esas zonas. Sí: Viaje a los pueblos fumigados es la clase de película que uno no querría ver. Que no se goza sino que se sufre. Que de a ratos se hace dura, que por momentos puede generar un reflejo de “basta de esto”. Resulta inevitable si lo que se quiere es documentar, investigar, informar sobre aquello tan grave (la enfermedad, la muerte, la malformación infantil) como ignorado: los medios no suelen dar cuenta de tales cuestiones, porque los poderes a los que afectarían si lo hicieran son tan poderosos que es preferible no molestarlos. Para compensar un poco tanta pálida, y como lo había hecho ya en La dignidad de los nadies y La Argentina latente, Solanas dedica la última parte de Viaje a los pueblos fumigados a los proyectos en curso, los triunfos, aquello que permite tener esperanzas en el tema agrícola. La resistencia de un grupo de madres cordobesas que se reunieron para impedir que siguiera la proliferación de cánceres, saliendo a poner el cuerpo y a frenar las avionetas fumigadoras. La extraordinaria resistencia popular que en la misma provincia impidió que Monsanto construyera la que iba a ser la fábrica más grande de agroquímicos del mundo, y que tuvo que desmantelarse. Cosa que no sucedió en ningún otro país. Solanas entrevista, sobre todo, a quienes llevan adelante emprendimientos agroecológicos. Sucede aquí lo mismo que sucede, en sus documentales, con la palabra pueblo: la ecología deja de ser un abstracto ideal teórico para devenir una práctica concreta y exitosa, que un número de agricultores lleva adelante desde hace décadas, con técnicas no primarias (como los poderes ligados al campo tradicional quieren hacer creer) sino complejas y sofisticadas. Cual teorema, en su primera parte Viaje a los pueblos fumigados enumera los enemigos y sus motivos. En la segunda, da cuenta de las alternativas no contaminantes que existen frente a aquellos y sus métodos. La conclusión del teorema queda a cargo del espectador: como se dijo más arriba, Solanas no pontifica sino que muestra, expone, prueba. Pero no dice qué hay que pensar.
Cuando el terror está en buenas manos El opus 3 de Rugna evita los lugares comunes y la intención paródica para abocarse a una construcción narrativa efectiva y un uso del gore que no es por mero regodeo. Las actuaciones terminan de redondear una película que hace honor a un género a menudo bastardeado. “Leí su libro”, le dice una especialista en fenómenos paranormales a un colega. “Estaba muy bien encuadernado”. Es el único momento humorístico de Aterrados, una película de terror decidida a expurgar toda ironía metalingüística, todo efecto paródico, toda derivación demasiado evidente, la clase de autorreferencias sobre las cuales se edifica buena parte del terror contemporáneo. Los mejores exponentes recientes, sin embargo (Los huéspedes, La bruja, Un lugar en silencio) se deshacen de esos tics para volver a concentrarse en la paciente construcción de la historia, ladrillo por ladrillo. Algo semejante hace Aterrados, opus 3 en solitario de Demián Rugna (Haedo, 1979), quien además codirigió junto a Fabián Forte el film en episodios ¡Malditos sean! (2011), uno de los mejores logros del cine de terror argentino en los últimos años. Aterrados confirma a Rugna –cuya previa No sabés con quién te estás metiendo, esa sí una comedia negra barrial, también tenía más altos que bajos– como uno de los escasos nombres a seguir dentro del cine argentino de género, que en 9 de cada 10 casos parece hecho por adolescentes tardíos, deseosos de emular a sus ídolos. Ejercicio narrativo antes que una historia del todo redonda, Aterrados trabaja sobre dos embriones de relato, ubicados a ambos lados de una calle que recuerda los barrios residenciales de películas como Noche de brujas o Scream. Es que algunos rincones de la zona Oeste se parecen a otros del interior estadounidense. De un lado de la calle, el morador de una casa ve, o cree ver, presencias que no son de este mundo pero parecen estar ahí, en algún doble fondo detrás de las paredes. Del otro lado de la medianera, su vecina oye voces amenazantes, para desesperación de su marido Juan (Agustín Rittano), que en algún momento irá a parar a la cárcel, por motivos que no conviene develar. En la cárcel recibe la visita de tres especialistas en fenómenos paranormales, que terminarán investigando esas presencias con un equipamiento digno de Actividad paranormal. De paso investigarán también otra presencia de origen muy distinto, pero tampoco propia de este mundo (éste es el segundo cuento de Aterrados). Se trata del hijo de una vecina (Julieta Vallina), que cuatro días después de haber sido atropellado por un ómnibus volvió a casa. No hay más ligazón entre este niño que despide un fuerte olor y los seres de la vereda de enfrente que una escena que los vincula, haciendo pensar que en ese barrio están pasando demasiadas cosas raras. Ya se sabe que el terror es, por excelencia, el género que más se expone al sarcasmo, pero mientras la película en cuestión despierte tensión genuina, nervios y sustos, las costuras de guión importan poco. Aterrados lo hace, con la ventaja de la mesura y la dosificación, y el plus, esencial, del cuidado puesto por Rugna en la narración visual, entendida ésta como un encadenamiento de secuencias de adecuada progresión, constituidas por planos precisos, bellos y elocuentes. Sofisticadamente fotografiada con abundantes filtros de color y en clave baja por Mariano Suárez, brillantemente musicalizada por el propio Rugna (en un plan más orquestal que su colega John Carpenter) y editada con filo por Lionel Cornistein, éste último se luce junto a Marcos Berta en los efectos visuales y especiales. El primero de ellos, una figura visual novedosa en el género, pone los pelos de punta, a partir de una idea semejante a la de El exorcista: la de una mujer manejada como un títere por una presencia invisible, que en este caso la hace golpearse sangrientamente contra una pared. Rugna utiliza el gore en estricta función dramática, sin hacer de él un festival en sí mismo. Y recurre a ciertos tropos que no por clásicos pierden eficacia: la puerta que se abre lentamente, estirando los nervios del espectador, el juego con las zonas vacías del plano –la ventanilla de un auto, el detrás de una pared– y el desenfoque del fondo cuando asoma en él una figura monstruosa, que luego entrará en foco. El efecto sorpresa sostiene un gran momento, cuando en medio de una plácida conversación unas manos tuberosas entran en cuadro a gran velocidad y con nefastas consecuencias. El realizador pone atención también al rubro actoral, tradicionalmente descuidado en el género. Actores conocidos –Elvira Onetto como investigadora paranormal, Julieta Vallina como madre trágica, Maxi Ghione como comisario asustadizo ante lo sobrenatural– alternan con otros menos. Entre éstos se lucen particularmente el nombrado Rittano y, sobre todo, Norberto Gonzalo, solidísimo como otro de los cazafantasmas en serio.
Sencillez, sensibilidad y transparencia Premiado en la Berlinale y el Bafici, el film de Simón parte de un hecho autobiográfico para volverse universal. Si Verano 1993 es un relato de crecimiento, es tan interior el relato como el crecimiento. Ambos suceden en ese fuera de campo constituido por la intimidad. ¿Cómo se le dice a una nena de 6 años que su madre murió? ¿Qué se hace con ella, ahora que quedó huérfana? Si tiene parientes dispuestos a acogerla, se la envía con ellos. Ése es el caso de Frida, que deberá mudarse además de la ciudad a la montaña, donde vive su tío, hermano del padre (que como en 9 de cada 10 películas contemporáneas no sólo está ausente sino que casi ni se lo menciona, como si nunca hubiera existido), junto a su esposa e hija. ¿Qué clase de tensiones provocará la llegada de la niña, para convivir con una familia que no es la suya? ¿Lograrán hacerlo, de modo positivo para todos? Ésas son las preguntas que estructuran Verano 1993, ópera prima de la realizadora catalana Carla Simón, que no sólo la dedica a su madre sino que informa, fuera de cámara, que sus padres murieron de HIV, tal como los de su pequeña protagonista. Pero no es por su componente autobiográfico que Verano 1993 es una gran película, sino en tal caso por el modo en que la realizadora ficcionaliza su propia historia. Estiu 1993 es el título original de esta película hablada en catalán y producida con modestia, cuya recepción fue creciendo con el tiempo, en casa y afuera. En Berlín 2017 ganó el premio a Mejor Ópera Prima, y un par de meses más tarde ganó en el Bafici el de mejor dirección. Prólogos a los que vendrían a partir de allí en cantidad de festivales internacionales, coronados por ocho sorprendentes nominaciones a los Premios Goya (que suelen priorizar films más industriales), de las cuales ganó tres. Es un caso raro de armonía entre merecimientos y reconocimientos. Es posible que eso tenga que ver con su absoluta sencillez y transparencia, que no representan ninguna concesión sino una convicción: la de que ése era el mejor modo de narrar la historia. De modo llamativo para tratarse de una ópera prima, Simón logra algo que en el cine, arte del artificio, es infrecuente. Los teóricos lo llaman “efecto de realidad” y consiste en transmitir al espectador la sensación de que todo lo que sucede en la pantalla es real. Pero no porque haya sido tomado prestado de la realidad sino porque tiene existencia propia. Convergen aquí el acierto de casting con el tacto e inteligencia necesarios para crear las condiciones que permitan que los actores, y sobre todo dos niñas, se comporten ante cámaras no exactamente “como son” (tal vez en la vida real no sean así) sino mediante una representación que los hace aparecer como si así fueran en verdad. Dos niñas, porque además de Frida está Anna, hija de su tío Esteve y Marga, un par de años menor que ella. Curiosamente parece más celosa Frida de Anna que al contrario. Anna, hija única, tiene ahora una nueva compañera de juegos, mientras que Frida ya no tiene lo que Anna sí: una familia. ¿Podrá llegar a tener una segunda familia, teniendo en cuenta que perdió la primera? Es otra de las preguntas sobre las que la película trabaja, y no de las menos cruciales. En el curso de su estadía Frida irá elaborando su duelo, madurando sin darse cuenta, yendo de cierta despreocupación del que no sabe del todo a la angustia del que se anima a preguntar para saber. Pero antes de preguntar Frida deberá tener la suficiente confianza en sus anfitriones para hacerlo. Como es lógico en una película cuya mayor apuesta es ir en busca de lo que los actores tienen para transmitir, las escenas de Verano 1993 son largas y con la menor cantidad de cortes posibles, cuestión de darles lugar y libertad. La relación entre las niñas es prioritaria y a trabajar con ellas debe haberse dedicado la realizadora durante varios meses. Lo valían: la respuesta de ambas es fabulosa, haciendo recordar lo que en su momento John Cassavetes, y actualmente Sean Baker en El proyecto Florida, logran con actores-niños. Laia Artigas y Paula Robles traerán risas, suspiros de encanto y lágrimas, por una vez ganados con herramientas genuinas. Otro protagonista es el rostro de Frida, sobre todo sus ojos, que pueden volverse inquisitivos, curiosos, húmedos en alguna ocasión (el exceso de lágrimas está severamente restringido aquí), y que sirven como ventanas entornadas a sus procesos interiores. Si Verano 1993 es un relato de crecimiento, es tan interior el relato como el crecimiento. Ambos suceden en ese fuera de campo constituido por la intimidad de la protagonista, que el espectador tiene posibilidad de intuir, pero nunca conocer del todo. Como sucede fuera del cine.
A los 70 años, Philippe Garrel es, junto a Woody Allen, Hong Sang-soo y tal vez Clint Eastwood, uno de los pocos cineastas en el mundo que hace lo que muchos de sus colegas quisieran: filmar casi sin solución de continuidad. Garrel es también, junto a sus connacionales Jean-Luc Godard, Agnès Varda y el propio Allen, uno de los realizadores en actividad con una filmografía extendida en el tiempo. Si dejamos de lado su corto Les Enfants Desaccordés, que filmó a la insólita edad de 16 años (este dato entra directamente para el Guinness), y contamos solo los largos, advertimos que el primero lo rodó en 1967, a la edad no menos insólita de 19 años. Viene de cumplir, entonces, sus primeros cincuenta años como realizador, faena no tan conocida fuera de su país. Su treintena de largos, su obra en pleno desarrollo, constituye uno de los bloques más consistentes e inconfundibles del cine contemporáneo, tal como pudo comprobarse hace unos días en la vigésima edición del Bafici, que programó la más voluminosa retrospectiva de sus films vista hasta ahora en Argentina (catorce películas, entre largos, medios y cortos). Artista resuelto a seguir una y otra vez sus propios caminos, aunque éstos no coincidan en absoluto con los de sus contemporáneos, Garrel -hijo del actor Maurice, padre de los actores Louis y Esther, hermano del célebre productor Thierry Garrel, especializado en documentales y cine de arte desde los años 70- sigue filmando casi todas sus películas en blanco y negro, tal como en sus inicios. Garrel es la clase de cineasta que se comporta como un escritor, y no de best sellers precisamente, en el sentido de contar solo las historias que le interesan. Como Hong Sang-soo, estas historias suelen tener que ver con su vida personal, y esto es así desde que en los años 70 filmó varias películas protagonizadas por su mujer de ese momento, no otra que Nico, la mítica cantante de Velvet Underground. Tras el suicidio de esta fueron varias sus películas que trataron el tema, así como son frecuentes los films en los que aparecen personajes que son cineastas o figuras equivalentes. Garrel es, entre otras cosas, un sobreviviente de la París del 68 (filmó Actua 1, que Godard considera el mejor corto documental sobre los episodios de mayo, y más recientemente Los amantes regulares, sobre esos mismos episodios), así como es un sobreviviente de los tiempos de sexo, droga y rock and roll, tanto como pueden serlo Keith Richards, Pete Townsend o Brian Wilson. Aunque, por suerte para él, tiene la cabeza mucho más en su lugar que este último, que la pasó mucho peor. Siempre en blanco y negro, su película más reciente, Amantes por un día (parte de la retro del Bafici) es un Garrel auténtico. O sea: una película sobre relaciones humanas y sobre todo amorosas, que transcurre en París y está protagonizada por personajes de clase media, que oscilan entre el arte, la bohemia y la intelectualidad. En este caso Gilles, profesor de filosofía (Éric Caravaca), que tiene una relación con su alumna Ariane (Louise Chevillotte) y acoge en su casa a su hija Jeanne (Esther Garrel), a quien su novio acaba de echar de la suya. Y punto. En términos de lo que suele llamarse trama eso es todo, pues a Garrel no le interesa echar sobre el relato ninguna red de acontecimientos que no sea generada por la propia lógica de los personajes. Eso es lo que trata en Amantes por un día, como en todos sus trabajos: las relaciones entre los personajes (cambiantes, intensas, esenciales). Lo de “cambiantes” queda bien claro en la estructura misma de la película (que casi no haya trama no quiere decir que no haya estructura), donde uno de los personajes consuela al comienzo a otro que está absolutamente desconsolado (y que quiere suicidarse, como tantos otros en la obra del autor), mientras que en el final la situación se invierte de modo matemático. Aunque las películas de Garrel, y ésta no es la excepción, tienen un aire improvisatorio -tanto por la libertad con que los personajes atraviesan la historia como por la sensación que dejan sus acciones y diálogos- desde comienzos de los 90 el realizador las coescribe sistemáticamente junto a un par o más de colaboradores. Como en la previa A L’Ombre des Femmes, para Amantes por un día Garrel convocó a quien tal vez sea el guionista más famoso del mundo, Jean-Claude Carrière, que supo trabajar a las órdenes de Luis Buñuel, Roman Polanski y Nagisa Oshima. En el cine del autor, cuestiones como el trabajo, la rutina, las propias escenas de transición, importan poco. Lo que importa son los amores, los dolores, las pasiones, los celos, los polvos incluso, como bien ejemplifica Amantes por un día, que prácticamente comienza con una larga escena de sexo de apuro, en un baño, e incluye más tarde una escena que le hace eco, con otro protagonista masculino. Desde ya que no hay el menor ánimo de explotación, sensacionalismo o excitación de la platea en el sexo según Garrel. No se trata de eso sino de incorporar el sexo como parte de la vida cotidiana. Lo que sí hay en su cine, desde los comienzos hasta hoy, es un desfile de chicas hermosas (y también a veces de chicos hermosos, teniendo en cuenta que Louis Garrel aparece en varias), sin duda una tradición en el cine francés. Garrel , uno de los cineastas más heterosexuales del cine contemporáneo (otra vez junto con Hong Sang-soo y, sí, Woody Allen, aunque sin su costado viejo verde), hereda esta característica de su admirado Godard, y también de Truffaut, cuyas obras son entre otras cosas -en el caso de Godard, durante los años 60; en el de Truffaut hasta su muerte- verdaderos cantos a la belleza femenina. En Amantes por un día esta rendición ante la mujer bella se hace evidente por una simple cuestión de tamaño de planos: Garrel filma a Caravaca y su hija Esther en planos medios, mientras que a la bella pecosa Chevillotte le dedica una buena cantidad de primeros planos, que recuerdan sobre todo los de Vivir su vida, no casualmente una de sus películas favoritas. Otra tradición francesa que recoge Amantes por un día (pero esta trasciende el cine y se remonta hasta la literatura) es la del amour fou o amor loco, que abunda tan poco en las prudentes, calculadas, cuasi robóticas relaciones amorosas contemporáneas (nos referimos a las del cine o la literatura, nadie vaya a pensar que tenemos tan mala opinión de las de la vida real). Aquí, a falta de un amor loco hay dos, y ambos están a cargo de mujeres (toda una opinión del autor en cuestión de géneros). Se trata de las dos protagonistas: Jeanne, que irrumpe en la película con una angustiante crisis por causa de su novio, y Ariane, que parece mucho más cool y sin embargo es igualmente hot. Fotografiada por el legendario Renato Berta, que tuvo a su cargo la iluminación de varias películas de Manoel de Oliveira -aparte de Godard, Alain Resnais y los suizos Claude Goretta y Alain Tanner, entre muchos otros- en Amantes por un día las relaciones y las cosas (los personajes están muy poco aferrados a ellas en el cine de Garrel) son provisorias y cambiantes. Pero no pasajeras. Muy por el contrario, dejan en esas criaturas una huella tan intensa como la de una marca a fuego.
Ese asunto de la ópera prima El realizador francés, responsable también del guion, apela al viejo recurso de la investigación periodística para retratar a un escritor y su esposa. Aunque peca de los excesos de varias “primeras películas”, el film mejora con el correr de su metraje. En los años 70 y 80 –tal vez desde antes– circulaba, en el ambiente del cine, la idea de que las óperas primas solían pecar de exceso. Exceso de ideas, de ambición, de tiempo fílmico, de trama y subtramas. En los 90 llegó el minimalismo y con él hasta las óperas primas se hicieron pequeñas, módicas, esqueléticas a veces. Con su ambición de hablar de la pareja humana, el paso del tiempo y el curso de la vida, la irregular Monsieur & Madame Adelman representa un regreso a aquellas óperas primas. Autorreferente, la ópera prima de Nicolas Bedos, que se ganó un nombre como dramaturgo, cómico de televisión y guionista de cine y TV, narra la vida de un escritor (a quien interpreta el propio Bedos) y su esposa, encarnada por la ex meteoróloga de noticieros Doria Tillier, que en la realidad no es otra que Mme. Bedos. En la película ella es la mejor lectora y editora de su marido. En la realidad, como el guion de Monsieur & Madame Adelman lo escribieron a cuatro manos, faltó quien cumpliera esa función. Faltó recorte y edición. El guion de Bedos & Tillier recurre al viejo truco del periodista, que se remonta por lo menos hasta El ciudadano, para narrar una vida. En este caso la de Victor de Richemont, escritor tan prestigioso que en su funeral lo homenajea el mismísimo Jack Lang, ex Ministro de Cultura de François Mitterrand, y su mujer de toda la vida, Sarah Adelman. Un periodista que está escribiendo una biografía de Richemont le pide a la viuda reconstruir su vida, artilugio que permite al propio film hacerlo, arrancando en 1971, cuando ella y él se conocieron en una disco. Saltando en el tiempo se llega hasta la enfermedad y extraña muerte de Victor, que por lo visto cayó de un alto acantilado. Siguiendo un poco los tonos que las propias etapas de la vida imponen, la película de Bedos & Tillier comienza en tono de allegro, disminuye hasta un andante durante la madurez de la pareja y se cierra con un adagio. Si se prefiere expresarlo en términos dramáticos, comedia, drama y melodrama. Daría la impresión de que uno de los modelos de Bedos es Woody Allen, y como en el cine del neoyorquino, los gags son más verbales que visuales. Pero como en Woody también, esto no quiere decir que no haya en absoluto gags visuales o dramáticos. Hay de hecho uno buenísimo, que perfectamente podría haber estado en Annie Hall, Manhattan o cualquier otra: después de treinta años de terapia, el protagonista va a visitar al sanatorio a su analista, acomodándose en una silla, de manera que el otro, todo entubado, lo analice. La película mejora a medida que avanza. El personaje del escritor, hasta el momento venerado por el guion, empieza a mostrar facetas altamente perturbadoras, sórdidas incluso. A la vez la película parece dar por pagadas ciertas deudas, que además de Allen en el comienzo incluyen a Scorsese (cierta clase de travellings, el ritmo galopante, la banda de sonido como un Grandes Éxitos de época). A la vez el personaje de Sarah, hasta entonces poco más que un apéndice embelesado de Víctor, comienza a ganar independencia (Tillier es una de esas actrices a las que la cámara “ama”) y termina dirigiéndose a un final sorpresa, una de las cosas que un editor de guion inteligente hubiera aconsejado eliminar.
Elegía sobre el paso del tiempo El documental enfoca sobre una cuestión doméstica: una familia encara la tarea de sacar los muebles de la casa de una anciana que acaba de fallecer. Que es, precisamente, la abuela del director. Un duelo que, aquí, no tiene nada de dramático. En no pocas ocasiones, el documental de observación (o las ficciones observacionales, que también las hay), una de las corrientes recientes más transitadas por el cine local e internacional, parecería partir de la presunción de que todo lo filmado es interesante. Como si hubiera una naturaleza propia del cine que por definición le da interés a todo lo filmado. Es muy fácil discutir esta idea, ya que lo que en verdad da interés a lo filmado es el modo de hacerlo, de organizarlo, de pensarlo. De verlo, en suma: en ello radica el poder, la singularidad, el don de quien filma. Exhibida en la última edición del DocBsAs, La intimidad pertenece a esa clase de documentales, que por otra parte suelen apuntar la cámara sobre lo más común, lo más habitual para el espectador. Lo más visto: la domesticidad. Esto no quiere decir, claro, que la domesticidad esté inhabilitada por definición para tener interés, y miles de películas –desde los diarios fílmicos de Alain Cavalier hasta Un día muy particular, pasando por el subgénero británico conocido como kitchen sink movies, casi enteramente dedicado a ello– así lo demuestran. La película de Andrés Perugini registra, de modo tal vez elegíaco, el paso del tiempo. Dividida en tres partes, en la primera de ellas una mujer anciana habla a cámara de cosas varias, ninguna de ellas demasiado significativa. La segunda, que es la más larga, muestra a dos de sus hijas vaciando placares, y uno de los hijos más tarde cargando esos muebles y otros, en un lento, detallado proceso de despojamiento de la vieja casa (se supone que la habitaba la señora de la primera parte, que viene de fallecer). Finalmente, con la casa vacía, llega una nueva familia, se entiende que para habitarla. Paso del tiempo, ciclos de los objetos y la gente, transición de lo lleno a lo vacío, un duelo que por algún motivo no tiene nada de dramático o pesaroso, lo cual puede causar cierta extrañeza. La idea general, lo que antiguamente se llamaba el “superobjetivo” es loable y se prestaría, como es obvio, tanto a reflexiones metafísicas como a la posibilidad de que cada espectador se conecte con sus propias pérdidas o nostalgia por las cosas idas. Pero duelo no hay en esta familia, o el director decidió dejarlo fuera de campo. Lo mismo que la nostalgia. De metafísica ni hablar, ya que a lo que se asiste a lo largo de 65 minutos es a una mera mecánica de procedimientos, y diálogos vinculados a ellos. “¿Esa sábana de qué juego es, de éste? Ah, no, de aquél.” “¿Qué te parece, a quien le damos la compotera?” “Pero mirá que el juego está incompleto, me parece”. Ésa es la materia de La intimidad, esas son las acciones y diálogos que desarrollan las hijas de la mujer fallecida. El hijo no habla, porque está solo. Mira. Mira una heladera durante un par de minutos, tal vez pensando en qué uso darle, recordando cuando de joven sacaba de allí alguna bebida fresca o porque se quedó colgado pensando qué tiene que hacer al día siguiente. Otro par de minutos se dedican a la lejana (casi todos los planos son hasta la rodilla humana, o un poco por debajo) observación de un minino, en el jardín de la casa. Los gatos, los felinos en general, son seguramente los seres más bellos de la creación. Vistos desde ojos aletargados, como de vaca, resultan tan aburridos que pueden convertir 65 minutos en 130.