Oleo de la dinámica familiar. En su opus 11, Hirokazu Kore-eda plantea una suerte de combinación entre Un día en familia con De tal padre, tal hijo, con un protagonista que actúa mal pero tiene buenos sentimientos. Todo en un tono muy a la japonesa: calmo, gentil, reacio a todo énfasis dramático. Ryota, el protagonista de Después de la tormenta, está empantanado, ciego, frenado y confundido. Ryota, el protagonista de Después de la tormenta, está empantanado, ciego, frenado y confundido. Después de la tormenta es una combinación de Un día en familia con De tal padre, tal hijo: en ella se superponen –como las pinturas al óleo de las que se habla en algún momento– la dinámica familiar y el estudio de la relación padre-hijo, con un toque más de negro (para continuar con la asociación pictórica) que la primera de aquellas, y una culpa del padre algo más diluida que en la segunda. El opus 11 de Hirokazu Kore-eda, presentado en la sección Un Certain Regard de Cannes 2016, se abre en un franco tono de comedia ligera (música casi de calesita, diálogos risueños, alguna que otra morisqueta circense) de modo bastante engañoso, ya que de allí en más expondrá un mundo de hombres débiles, mujeres planificadoras y familias rotas. Todo en un tono muy a la japonesa: calmo, gentil, reacio a todo énfasis dramático. Lo que no excluye algunos cruces dialógicos cortantes como seppukus y un final tan poco resolutivo como un haiku. Aquí, nada de A + B = C. Todo lo que Un día en familia tenía de abierto, primaveral y luminoso, Después de la tormenta lo tiene de encerrado, húmedo y brumoso. Encierro del pequeño departamento de mamá Yoshiko (Kirin Kiki, que cumplía en aquella el mismo rol, con el mismo nombre), que viene de enviudar y no parece lamentarlo demasiado: su marido vivía endeudado. “Deberías buscarte amigos nuevos”, le recomienda la hija. “A mi edad, eso es garantizarte más funerales”, contesta mamá, como si fuera una Larry David nipona. Humedad y bruma de un verano tórrido que no termina de dar paso al invierno, y que hace que el rostro de su hijo Ryota (Hiroshi Abe, otro que cumplía allá el mismo papel y con el mismo nombre) luzca permanentemente transpirado, a lo cual no ayuda la barba a medio afeitar. Por esas cuestiones del linaje, Ryota también pide plata. Y cuando no la pide, se la saca a la madre de algún cajón. Salvo cuando el sobre que parece contener dinero termina siendo una trampa de la hermana, que lleva su burla y su firma. Ryota es un caso clásico: después de una primera novela premiada no volvió a escribir más nada. Actualmente trabaja en una agencia de detectives, según dice como investigación para una próxima novela, y lo que gana suele írsele en lo que juega. La película está centrada en él, a diferencia del protagonista de De tal padre, tal hijo, y su problema no es ser abandónico por adicción al estatus, sino por falta de él: Ryota visita raramente a su hijo Shingo (Taiyo Yoshikawa) porque no suele disponer del dinero para los gastos de manutención. También a diferencia de aquel, Ryota no necesita construir una relación de afecto con el hijo: está claro que eso no le falta. Lo que le falta es la madurez personal y emocional como para poder asumir plenamente ese rol, tal como se lo hace saber su sensatísima ex, Kyoko (Yoko Maki), después de frenar un intento de avance totalmente fuera de lugar, una noche en la que la suegra funciona como Cupido tardía. Previamente, en una típica reacción de macho abandonado, Ryota se ocupó de investigar (en su carácter de detective privado) el presente sentimental de Kyoko. No sea cosa que tenga una vida al margen de la suya. “Los hombres sólo se dan cuenta de que están enamorados cuando pierden a su mujer”, dice alguien por allí. Glup. Lo de Kore-eda es la salsa agridulce: por más que Ryota le robe plata a la mamá, en un momento extorsione a un cliente, espíe a su exesposa, se pelee con la hermana y no pueda gestionar los gastos de mantenimiento para su hijo, no le parece un mal tipo al espectador. ¿Por qué? Tal vez porque a pesar de ser tan malo es bueno: hace cosas que están mal, pero no tiene malos sentimientos. Está empantanado, ciego, frenado, confundido, en un país en el que hay que ser muy fuerte para salir adelante, con veinticuatro tifones al año y algún que otro tsunami cada tanto.
Pacto siniestro en la frontera norte. El modelo de suspenso sobre el cual trabaja el primer largometraje de Caulier es el de Alfred Hitchcock en Strangers on a Train: a un chico introvertido, pero cargado de violencia latente, se le aparece otro dispuesto a materializar esa latencia. Opera prima del realizador formoseño Sebastián Caulier y –si la memoria no le falla a la PC del cronista– primer largometraje producido en esa provincia, El corral trabaja sobre el modelo del doble desarrollado en Pacto siniestro (Strangers on a Train, 1951), de Alfred Hitchcock. Esto es: a un chico introvertidísimo, pero cargado de violencia latente, se le aparece un otro dispuesto a materializar esa latencia. El precio de esa oferta de satisfacción es que el otro resulta ser, claro, un pequeño psicópata, del que luego habrá que buscar la forma de librarse. La influencia de Hitchcock –que, como se verá, se extiende en lo temático a Festín diabólico (The Rope, 1948)– aflora en ocasiones en el terreno formal. Eso es quizás lo más alentador de El corral, ya que estilísticamente Hitchcock, como todo cineasta clásico, ya no se usa. Pero esas asimilaciones son discontinuas. En términos generales, la película de Caulier falla a la hora de construir tensión y personajes, dos cosas que suelen ir juntas. Tímido y de anteojitos, Esteban (Patricio Penna) parece una visión nordestina de Harry Potter y escribe poesía. Razones de más para que sus evolucionadísimos compañeros lo traten de nena y de puto, “bulleándolo” todo lo que pueden. Para Esteban, que narra la primera parte desde un presente en off (el presente narrativo tiene lugar hace veinte años), “el bullying era la vida misma”. En casa las cosas no están mucho mejor. “Todo lo que mis padres sabían de mí era mi nombre, mi edad y que usaba anteojos”. Está bien el comienzo de El corral, porque ese off chorrea veneno y visualmente las escenas iniciales están bien planteadas. En un momento dado entra al cole Gastón (Felipe Ramusio Mora), que gasta aire de maldito y se convierte rápidamente en el primer amigo de Esteban, insistiéndole con que “vos sos de los míos”. Gastón es un rebelde a quien el cole le importa tres pepinos. Más que eso, le propone a Esteban empezar una campaña de terror para asustar a compañeros y autoridades, que el otro acepta con cierta hesitación. Como es de prever, la cosa se irá de las manos y habrá sangre. Como el personaje de John Dall en Festín diabólico (y el de Jimmy Stewart, que era su maestro), más que un simple rebelde Gastón resulta ser un supremacista, un tipo que cree que todos son mediocres salvo él, que se considera un genio, y eventualmente su único amigo. Pero cuanto más avanza Gastón, más timorato se pone Esteban. Este conflicto debería crecer, pero eso sucede sólo en los papeles. La extrema pasividad de Esteban, que pasa largas escenas inmóvil y transpirando, no llega a devenir en la tensión del voyeur, a la manera de tantos personajes de Brian de Palma. Y ellos son los únicos personajes de El corral: ni los compañeros y compañeras de colegio, ni mucho menos los docentes, como tampoco los miembros de la familia de Esteban, llegan a adquirir ese carácter, con lo cual todo posible drama se reduce a ellos. Y con ellos pasa poco.
A Dios rogando y con el mazo dando. El documental, con guion de Olga Viglieca, pone el caso de Romina Tejerina en el contexto de la prejuiciosa sociedad Jujeña. Existe la suposición, derivada de los noticieros de televisión, de que los documentales deberían abordar un tema “en su totalidad”. Como si eso fuera posible. O deseable: el enfoque “totalizador” de los noticieros es a costa de la gente. Literalmente: para poder “dar” totalidad, el testimoniante de un noticiero deja de ser una persona para devenir “representante” de la totalidad que el noticiero quiere cubrir. Hay otro enfoque menos mistificador, consistente en abordar un tema de modo más fragmentario, más parcial, más impresionista. Es el que los realizadores Francisco Rizzi y Hernán Martín eligieron para abordar el caso de Romina Tejerina, poniéndolo en el contexto de modos de pensamiento, prejuicios y reaccionarismos propios de parte de la sociedad jujeña. Así como de aquéllas y aquéllos que se enfrentaron y se enfrentan a las distintas formas de misoginia, siempre con el caso Tejerina bien en el centro. De hecho, La cena blanca de Romina está dividida en dos partes. La primera trata el contexto en relación con Romina, la segunda a Romina en relación con el contexto. La “cena blanca” es el nombre que en Jujuy se le da a la fiesta de fin de año de los alumnos del último año del secundario. Algo equivalente –aunque más casto– a que los estadounidenses llaman prom night. El nombre tiene que ver con que la mayoría de las chicas van vestidas con vestido blanco, expresión consciente o inconsciente de la clase de pureza que la sociedad espera de ellas. A menos que decidan violarlas, claro. Después de dar muchos rodeos para guardar las formas, el señor Juan Carlos Moisés, quien en el momento de filmarse el documental era por cuarto período consecutivo intendente de la localidad de San Pedro, sostiene que si su hija adolescente se presentara ante él diciéndole que fue violada, no le creería, a partir de la presunción de que a esta altura de las cosas nadie necesita violar a nadie para tener sexo. No hace falta ser matemático para inducir que el intendente no cree que a Romina la hayan violado. Como muchos de sus comprovincianos. “Si la violó o no es un tema de conciencia”, afirma una vecina. No por nada una jueza dejó en libertad al violador de Romina, a la vez que la condenaba a catorce años de prisión (salió en 2012, después de cumplir nueve y tras un intenso movimiento nacional reclamando su libertad y la prisión del violador). El del intendente es el mismo razonamiento de quien dice ser el mejor amigo del violador de Romina, que según él tiene suficiente labia para conseguir las mujeres que quiera. Como si violar a una mujer fuera algo así como el manotazo de ahogado del perdedor, y no la forma de demostrar poder por parte del “ganador”. La violación no es el único problema de las adolescentes jujeñas. “Las chicas vienen embarazadas a los 15, a los 13, a los 11 y a los 9”, asegura una docente. En una cama de hospital, una chica de 15 con su bebé. Es su segundo hijo y ya está separada. Llora al recordar a su marido, que la maltrataba. “Me decía que era sucia, y no es cierto”. Los embarazos tempranos no son exclusivos de las clases más bajas. Unos chicos de clase media, a la salida de una disco, aseguran que “embarazarse está de moda”. “En las redes, una chica preguntó quién quería embarazarla”. Tres chicas de 15 o 16, equivalente con tacos de los tres chicos de antes: “Me quiero embarazar, quiero tener un hijo”, dice una de ellas. Como contracara, quién mejor que la mamá de Romina, una señora con una elocuencia que uno piensa cómo puede darse el lujo de articularla como la articula teniendo una hija en prisión, acusada de asesina de bebés. La segunda parte de La cena blanca de Romina –producida por el colectivo Ojo Obrero y escrita por la periodista feminista Olga Viglieca– está dedicada a ella, a quien se ve en prisión, en una escena festejando su cumpleaños junto a los suyos. Aunque por algún motivo (¿timidez? ¿consejo de la abogada?) no hay ocasión de escucharla.
La trágica amplitud de una fábula. Un pescador de Corea del Norte tiene un inconveniente en su bote y aparece del otro lado de la frontera. A partir de allí, sufre dificultades por un problema político que lo excede. La visión en espejo, de sociedades presuntamente tan antinómicas, no deja de ser provocadora. Si bien no deja de aspirar a las amplias resonancias de la alegoría, La red representa un ejercicio de contención por parte de Kim Ki-Duk, que como su protagonista –un humildísimo pescador de Corea del Norte– desvía los ojos ante las tentaciones que le ofrece el lujoso shopping técnico-cinematográfico de Corea del Sur, su país, para concentrarse en lo esencial: relato y sentido. No es que La red sea una fábula novedosísima, pero su visión en espejo de esas sociedades presuntamente tan antinómicas no deja de ser provocadora. Y la provocación es, se sabe, una de las marcas de fábrica del autor de La isla y Bad Guy. Pero ahora –caída tal vez la ilusión de provocar a alguien, perdida quizás la fe en el valor de la propia provocación– ese gesto no se lanza a la cara, como podía ocurrir en las películas previas (vaginas cosidas, mujeres apaleadas, colegialas voluntariamente prostituidas) sino que se diluye en la amplitud de la fábula, cuyo arco es tan trágico como suele serlo en el realizador de Hierro 3. El cine de Kim Ki-duk se movió hasta ahora entre dos polos: el cuerpo y la abstracción. El primero sufre, es herido, en ocasiones mutilado. La segunda es a lo que el cine del realizador aspira. Ambos valores no dejan de estar presentes en La red, pero –tal vez de modo ventajoso– con menor potencia. La historia es la de un pescador norcoreano, Nam Chul-woo (Ryu Seung-bum), que una mañana al alba deja su choza, su esposa y su hija para salir a pescar, como todas las mañanas. Pero no como todas: la hélice de su bote a motor se le traba con la red de pescar y queda del lado de Corea del Sur, sin poder moverse. El río es tan estrecho como una avenida urbana (las enciclopedias no dan cuenta de ningún río fronterizo; vaya a saber) y el botecito alcanza la costa surcoreana, donde el hombre recibe el tratamiento de un potencial espía, oscilante entre los interrogatorios de rigor (en el sentido débil y fuerte de la palabra) y ofrecimientos de trabajo, casa y comida, con intención de “convertirlo”. Lo único que quiere Nam Chul-woo es volver a su vida anterior. Y es hasta aquí donde debe contarse, ya que la trama admite variedad de consecuciones y no sería de buena gente quitarle al lector la chance de descubrirlo por sí mismo. La red es algo así como una sátira cruel. Siempre y cuando se tenga en cuenta que Nam Chul-woo es antes el agente que el objeto de la sátira, del mismo modo en que –a diferencia de otras de sus películas, de inocultable regodeo– Kim Ki-duk es el testigo y no el generador de crueldad. La odisea de Nam Chul-woo es pequeña y kafkiana, y el pescador es un trágico que se revuelve furioso contra un destino y unos antagonistas que lo exceden, de uno y otro lado de la frontera. Son su cuerpo y su psiquis los que padecen, frente a paranoicos agentes del estado, preparados para dos cosas: enfrentarse con espías del otro lado y quebrarlos, mediante el acoso y la tortura. Alto, apuesto y bien pensante, el vigilante que tiene a su cargo a Nam Chul-woo desentona dentro de este panorama, introduciendo un cierto matiz homoerótico que no halla desarrollo. Estéticamente es bienvenida la ¿circunstancial? despedida del realizador a los vacuos relumbres fotográficos, con unas oficinas de los servicios de seguridad que recuerdan, en su aplastante grisura burocrática, a las que pueblan las novelas de John Le Carré. El plano fijo en el que Nam llega en bote de una costa a otra –ambas cubiertas de tristes pajonales– tal vez constituya, del más inadvertido de los modos, la moraleja de esta fábula. Dos territorios tan próximos (tan próximos que hace poco más de medio siglo fueron el mismo país) y tan irreconciliablemente enemigos.
Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé. En un comienzo, Alex de la Iglesia hacía comedias negras sobre curas adoradores del demonio, heavies apegados a la mamá, cómicos “casposos” de tiempos del franquismo y ambiciosos pequeños vendedores de grandes tiendas. La comunidad (2000) fue el primer aviso de que la empatía por los españolísimos perdedores de tres por cuarto cedería paso a la resuelta antipatía por seres crecientemente repelentes, cegados por la ambición y el odio criminal al prójimo. Vecinos de un edificio dispuestos a todo con tal de quedarse con un botín, payasos de circo perturbados al grado de mutilarse mutuamente, un publicista desempleado sometido (por De la Iglesia) a una larga serie de humillaciones, el mundo de la TV mostrando toda su estúpida impostura. Hace rato que nadie se ríe con las películas de De la Iglesia, porque De la Iglesia quiere que el público salga del cine shockeado, eventualmente asqueado. Su última exploración en este terreno es El bar, coproducción con Argentina escrita como siempre junto a Jorge Guerricaecheverría, que empieza con toques de costumbrismo madrileño y termina con un puñado de sobrevivientes quitándose la vida en unas alcantarillas. En entrevista con PáginaI12, el sábado pasado De la Iglesia afirmaba que si a veces las historias se le van de las manos es bueno, porque quiere decir que están vivas. En realidad, cuando se le van, como le viene ocurriendo desde Balada triste de trompeta, no es porque estén vivas sino sobrecocidas. Lo que nunca se le va de las manos, porque es de hierro, es la puesta en escena, y el plano-secuencia inicial de El bar es un ejemplo perfecto. Sin cortes, la cámara recoge a la protagonista, Elena (la muy sexy Blanca Suárez) mientras habla por celular a la salida de un negocio y camina por una calle madrileña. En el camino se va cruzando con personajes que en ese momento son simples paseantes, pero que enseguida van a ser algunos de los agonistas del drama: un hombre de negocios (Alejandro Awada, haciendo más o menos de español), un homeless llamado Israel (Jaime Ordóñez, excelente) y un gordo que pasa por detrás, tosiendo a más no poder. El plano, muy depalmiano por los movimientos internos de los actores, es muy bonito justamente por esa coreografía humana. Pero a la vez revela una manía de control muy ligada a la idea de que un grupo de gente metida en un espacio cerrado (un bar, por caso) es como ratas en una jaula. Los que llegan de la calle se suman a los que están adentro, el gordo que tose pide permiso para pasar al baño, adentro hay un madrileñismo concentrado (churros, tortillas, la dueña –la excelente Terele Pávez, la Chus Lampreave de De la Iglesia– que pone a todos en su lugar, la señora solitaria –Carmen Machi– que juega a los jueguitos electrónicos), un cliente paga y sale a la vereda… y en cuanto sale lo recibe un tiro en la frente. Comienzo del encierro y la confusión. ¿Quién tiró, desde dónde, cuánto tiene que ver la policía con eso, los terroristas musulmanes, o serán los extraterrestres? Como en una película de John Carpenter, los espacios se irán empequeñeciendo y la población también, mientras crecen las sospechas. Pero mientras que en El enigma de otro mundo, por ejemplo, la sospecha es puramente práctica (“vos podés tener el monstruo y me tengo que cuidar”), aquí tiene una sobrecarga moral: “vos podés ser el Mal”. O “vos podés tener el Mal”, a partir del momento en que el peligro es un virus. Cuando un grupo de personajes descubre una abertura que lleva de un sótano a una alcantarilla subterránea, uno puede imaginarse a De la Iglesia frotándose las manos: finalmente hemos dado con la representación del mundo. “Somos unos animales”, dijo el realizador vasco. Qué clase de animales lo aclaran los títulos de crédito de El bar, llenos de ilustraciones de seres microscópicos, algunos reales, otros imaginarios, todos ellos desagradables bestezuelas infinitesimales. Antes de ese último descenso, los últimos cinco confiesan en ronda, uno por uno, sus secretos más íntimos, en el momento más falso de El bar. Falso por mecánico, falso porque no existe esa intimidad entre ellos. Después sí, sufriendo tanto o más que en un parto (el masoquismo es todo un temón en el De la Iglesia de Balada triste… para acá) deberán pasar a través de esa abertura que lleva hacia las aguas hediondas que serán su último hábitat. Allí, el homeless dejará de recitar las páginas más terminales del Apocalipsis bíblico para convertirse en una suerte de Ángel Exterminador. Y De la Iglesia tal vez encuentre un nuevo sentido para su apellido.
Unos "Winners" que pagan por serlo. El realizador de Amateur y El gran simulador se interna en el infinito mundo de los premios berreta y revela el hecho de que en este circuito, poniendo unos pesos, todos ganan. Y que estos premios sólo les importan a los propios interesados. Los ganadores es una película discutible, no por el tema que trata sino por la forma en que lo hace. Siempre interesado por especímenes raros, Néstor Frenkel había dedicado un documental (Amateur, 2011) a un señor llamado Jorge Mario, excéntrico cineasta solitario y conductor de un programa radial en Concordia, Entre Ríos, además de montones de cosas más. Multicoleccionista también, una de las cosas que Mario colecciona, en cantidad, son premios. Frenkel, realizador de Construcción de una ciudad (2007) y El gran simulador (2013, sobre René Lavand), decidió emprender una investigación sobre el tema. Esa investigación dio por resultado Los ganadores, documental sobre todos los premios berretas habidos y por haber (debe haber muchos más, en verdad), que funciona a la vez, si se quiere o si vale la pena, como una denuncia sobre el hecho de que en este circuito de premios, poniendo unos pesos todos ganan. Pero eso no es lo que importa, porque estos premios sólo les importan a quienes los ganan. Lo que muestra Frenkel es un submundo habitado por esa clase de gente que fatiga puertas de canales de televisión y pasillos de radios en busca de una oportunidad, hasta que después de años consiguen tener un programa sobre peluquería, corvinas, tradiciones criollas o rock evangélico, en radios llamadas La Trucha o canales locales, donde tal vez consigan algún canje con la pizzería de la esquina o la tienda de la vuelta. Gente que retrotrae a una televisión argentina de los 60 o 70, de Roberto Galán y “Si lo sabe cante”. Gente con exceso de peso, con exceso de tintura, con exceso de maquillaje y escasez de sentido autocrítico. Evidentemente, el roce con un material así conlleva el peligro de la sorna, el desprecio incluso (peligros de los que este párrafo no queda excluido) y Los ganadores no está del todo a salvo de ellos. Pero a la vez sucede otra cosa con la película de Frenkel. Sin negar que en ocasiones cae en la chanza cruel (el minuto y medio que encuadra en silencio a un pobre diablo que se queda forzando una sonrisa sin saber qué más hacer), Los ganadores representa la incursión en un planeta desconocido, cuya economía libidinal es motorizada por la industria del premio. Algunos de los productos de esta industria activísima son los premios Galena, los Faro de Oro, los Dorado de Oro (la mayoría son de oro, claro), los Lanín, los Faro del Fin del Mundo, los Gaviota de Oro, los Santa Fe de Oro… Los que más importan para el caso, porque son los que el realizador filma en vivo a lo largo de las ocho horas y media que duran (¡tomá, Oscar!), son los Estampas de Buenos Aires, que entrega la productora Garufa Producciones, fundada por un señor que tiene un programa de tango en radio y otro en televisión, y que además de pasársela ganando premios ajenos entrega sus propios premios. Doscientos cuarenta premios, para ser más precisos. Todos los concurrentes ganan. “Sin fines de lucro”, se llena la boca el hombre, mientras cobra religiosamente 200 patacones per cápita.
Doble química con chispazos de cosa viva. Por un lado, El reencuentro es una película sembrada de cartas marcadas, como un campo minado. La tragedia que marca el pasado de la partera Claire Breton (Catherine Frot) y el futuro de la examante de su padre, Béatrice Sobolewski (Catherine Deneuve). La relación entre ambas, que pasa, estilo buddy movie, del perro-y-gato a la complementación mutua. La aparición de un oportuno príncipe azul de la clase trabajadora, el camionero Paul (Olivier Gourmet), que vendrá a rescatar a la bella durmiente Claire de su largo sueño amoroso. Si El reencuentro fuera sólo eso, no valdría nada. Pero además de la trama burbujea en la película escrita y dirigida por Martin Provost (Séraphine, Violette) una doble química, que produce chispazos de cosa viva. Una es la química Frot-Deneuve; la otra, la química Frot-Gourmet. Lo que se genera en ambos casos es de esas cosas que no se escriben ni se ensayan ni se dirigen, sino que se experimentan. Con técnica, sí. Pero una técnica al servicio del personaje, de la escena, de la historia. Hija de un campeón olímpico de natación y madre soltera de un estudiante de medicina, Claire es obstetra en una clínica que está por cerrar porque los números no dan, pie para una vertiente social puesta en la historia de modo algo tangencial. Claire recibe un llamado de Béatrice Sobolewski, examante de su padre, que quiere reencontrarlo después de mucho tiempo porque tiene algo para comunicarle. Pero no está al tanto de una circunstancia que le impedirá verlo. Claire tiene motivos para estar resentida con ella y Béatrice se sigue comportando como una nena consentida, llevando un nivel de vida que no está en condiciones de sostener. De allí en más, entre ellas será un portazo y una caricia, hasta que éstas se hagan más frecuentes que los primeros, cuando comprendan que tienen más para darse que para quitarse. Mientras tanto, Claire, que hace años que no está con un hombre, irá bajando las defensas muy de a poco frente al convincente Paul, que sabe cómo tratar a una dama. Aunque no es tan conocida en la Argentina, tal vez algunos recuerden a Frot por Marguerite (2015), donde hacía el mismo personaje de la cantante pésima que Meryl Streep hizo después en Florence Foster Jenkins. De mejillas inflamadas y ojos empequeñecidos, la actriz tal vez no brille pero jamás deja de estar al servicio del personaje, en todas sus facetas. Aquí pasa de una máxima severidad a un par de escenas de sexo de convicción total. Maquillada con el exceso que últimamente la caracteriza, los carrillos inflados hasta el punto de que a veces parece estar comiendo cuando no, Catherine Deneuve sigue dando clases de economía dramática, resolviendo los requerimientos más extremos de la escena –una noticia luctuosa, un insulto, un capricho, un recuerdo encantador, el síntoma de una grave enfermedad– con los gestos más mínimos. En el extremo opuesto al de los personajes que suele hacer para los hermanos Dardenne, el alguna vez obeso Olivier Gourmet está tan encantador como galán mayor y popular que dan ganas de dejarse seducir por él.
El monstruo interior. Todo lo que una chica hace en el patio de juegos de un pueblito estadounidense es reproducido por un monstruo gigante en Corea. Hathaway es a la vez heroína romántica y una perdedora total. Por Horacio Bernades Hathaway es Gloria, una protagonista cuyas acciones tienen consecuencias impensadas. Hathaway es Gloria, una protagonista cuyas acciones tienen consecuencias impensadas. A Nacho Vigalondo se le ocurrió una idea ridícula y con esa idea hizo una película. Vigalondo es un cineasta vasco (1977), autor de tres películas antes de ésta, dos en España y una, la anterior, en Estados Unidos (Open Windows, 2014, con Elijah Wood y la ex porno-star Sasha Grey). En su segunda película, Extraterrestre (2011), Vigalondo ponía en relación lo muy pequeño con lo muy grande, cuando una invasión extraterrestre le daba a un tipo una buena excusa para quedarse en casa de una chica. Aquí, y sin que jamás se explique cómo (no es cuestión de ceder al cientificismo), todo lo que una chica hace en el patio de juegos de una plaza pública en un pequeño pueblito estadounidense es reproducido, a escala, por un monstruo gigante en Seúl, Corea. Si ella da un paso, el monstruo aplastará a varios cientos de personas en la avenida. Esa es la premisa de Colossal, todo un desafío para la clase de espectadores que eran la pesadilla de Hitchcock: los verosimilistas, que miden la credibilidad de una película en función de cómo son las cosas en la realidad. ¿Cómo son las cosas en la realidad? Vaya a saber. Tal vez sean como en el cine. Hasta la aparición del monstruo gigante, allá en Corea, Colossal es una película más o menos típica de ruptura de pareja y vuelta al pueblo. Gloria (Anne Hathaway) vuelve por la mañana al departamento donde vive con su novio Tim, en Nueva York, en condiciones bastante lamentables. No es la primera vez, hasta el punto de que Tim le tiene preparadas las valijas. Corte y está en el pueblito, con sus bultos pesados. El pueblito tiene un nombre que, de nuevo, demuestra la escasa vocación realista de Vigalondo. Se llama Mayhem, que quiere decir “caos, desastre”. En el pueblito Gloria se reencuentra con su amigo de infancia, Oscar (el ex Saturday Night Live Jason Sudeikis), que por supuesto siempre le tuvo ganas. Después de pasar la noche en el bar de Oscar con éste y sus amigos –a uno de los cuales lo avanza con decisión–, a la mañana siguiente Gloria cruzará por primera vez por la plaza y ¡zas! primera aparición del monstruo en Seúl, sembrando el mayhem. Segunda, en realidad: la primera había sido hace 25 años, cuando Gloria y Oscar eran chicos, un día que iban a la escuela. ¿Colossal habla, del modo más literal, de los monstruos que todos llevamos dentro? En algo así se va convirtiendo Oscar cuando los celos hacen presa de él, y un flashback postrero develará que algo así fue siempre. Cuando, producto de sus celos, el viejo patio de juegos se convierta en ring de box (Gloria es una chica contemporánea, que da tanto o más que lo que recibe), convendrá correr en busca de refugio allá en Seúl, porque el riesgo de bajas aumentará. ¿Qué culpa tienen los coreanos de las agarradas de acá? No sabemos. ¿Cuál sería la monstruosidad de Gloria? La que genera el alcohol, puede suponerse. Del alcohol trata de mantenerse apartada durante toda la película. Algo que, trabajando en el bar de Oscar, no se le hace sencillo. ¿Cómo puede ser que habiendo regresado a su pueblo de infancia no haya ninguna referencia a sus padres? Tampoco sabemos. ¿A qué se dedica o dedicaba Gloria, que debe haber pasado los 30? Misterio. Decididamente, el guion de Vigalondo tiene sus buenos agujeros negros. Como viene sucediendo con mucha frecuencia, el sostén de Colossal, el polo que siempre se mantiene firme es su protagonista femenina, Anne Hathaway. En un papel más “reventado” de los que hasta ahora su imagen permitía, con el rostro un toquecito más marcado, más melenuda y físicamente más rellenita, Hathaway está bien en todos los terrenos. Es la perfecta heroína de comedia romántica (linda, los ojos grandes, la sonrisa gigante), y a la vez transmite a la perfección toda la tristeza de su personaje –que es básicamente una loser– y el dolor de ocasionar dolor y no poder evitarlo: si se cae al suelo por dar un mal paso, cientos de coreanos mueren aplastados por un monstruo. Dolor que la música indie remarca con guitarras lánguidas desde la banda de sonido.
El defensor de los presos políticos. El 31 de julio de 1974, un mes después de la muerte de Perón, Rodolfo Ortega Peña salió del edificio del Congreso, donde tenía un monobloque como diputado, y se encontró con su esposa, Elena Villagra, para ir a cenar. Después de la cena tomaron un taxi, pararon en la esquina de Arenales y Carlos Pellegrini y de repente vieron como un flashazo que los encegueció. “¿Qué pasa, flaca?”, preguntó Ortega Peña. Era una ráfaga de ametralladora, que terminó con la vida de uno de los más notorios intelectuales de la izquierda peronista y defensor de presos políticos, dejando herida a su esposa. Fue el primer asesinato de los mil que la Triple A se atribuyó oficialmente. Aunque parecía mayor, Ortega Peña tenía sólo 39 años. Al día siguiente, la Policía Federal, conducida por el comisario Villar –uno de los jefes de la Triple A– puso presos a todos los asistentes al entierro, cargó con la policía montada entre las tumbas e intentó secuestrar el féretro, defendido por legisladores. “La muerte no duele”, les dijo Ortega Peña, militante del Peronismo de Base y fundador, junto a Eduardo Luis Duhalde, de la revista Militancia Peronista, a los amigos que le aconsejaron “guardarse”, poco antes del crimen. Ortega Peña aparecía en una de las listas de la AAA. La frase, sin duda bella, puede tomarse como una muestra de coraje, inconsciencia, falta de cuidado por los suyos (Ortega Peña tenía dos hijos, que aparecen en el documental) o esa clase de indiferencia sobreactuada en sordina, tan propia del hombre de campo. Ortega Peña no era hombre de campo. Era hijo de un abogado español y un ama de casa, que lo mandaron a estudiar a la Escuela Argentina Modelo. Eran tiempos del primer peronismo, y el joven Rodolfo era tan gorila como el resto de sus compañeros. Pero tenía unas antenas que el resto no: el mismísimo 16-9-55, en medio de los festejos, advirtió que, así como la clase media y alta festejaban, los pobres estaban desolados. Se recibió de abogado a la asombrosa edad de 20 años, al mismo tiempo que cursaba Filosofía. Luego estudió Económicas. Poco tiempo más tarde entraba en contacto con los combatientes de la mítica Resistencia Peronista y sobre todo con una luminaria secreta llamada César Marcos, que daba clases informales de Historia en un departamento de la calle Azcuénaga. En ese departamento, Ortega Peña se cruzó con John William Cooke y Mario Eduardo Firmenich, entre otros. Dato que mucho no se conoce, en los ‘60 fueron, junto a Eduardo Duhalde, asesores del “Lobo” Vandor y autores de un libro publicado por la UOM, sobre la desaparición del militante de ese gremio Felipe Vallese, según se cree un modo de exculparse por parte de Vandor. Rodolfo Walsh los fulminó por escrito. En la década siguiente, en plena actividad, según confía su exsecretaria, Ortega Peña andaba con los puños de la camisa raídos, sin plata para zapatos. El realizador Tomás De Leone combina técnicas documentales con otras ficcionales, recurriendo en algunos casos a actores que representan algunas breves partes mudas, y evita abusar de “cabezas parlantes”, aunque en ocasiones las utiliza. La investigación es rigurosa y la utilización de la música, excesiva, con una recurrencia a Bach que no suena muy justificada, teniendo en cuenta que de lo que se habla no es de la placidez de los salones precisamente.
Circunstancial pérdida de lo permanente. La huida ante un desengaño amoroso y el estado de fragilidad son temas centrales en la tercera película de Solomonoff. “Estuve estudiando tu idioma, pero ese tema de ser y estar es complicado”, le dice un angloparlante de origen asiático a Nico, actor argentino emigrado en Nueva York. “Ser es permanente, estar es circunstancial”, explica Nico. De eso, de la circunstancial pérdida de lo permanente, trata Nadie nos mira, tercer largometraje de la realizadora Julia Solomonoff, después de la algo formulaica Hermanas (2005) y la porosa El último verano de La Boyita (2009). Filmada en Nueva York, ciudad donde la realizadora reside desde fines de la década pasada, el opus 3 de Solomonoff trataría, de acuerdo a sus declaraciones de ayer a este diario, del desarraigo, la soledad y la identidad. Si bien esos elementos están presentes, la temática de Nadie nos mira parece sin embargo más específica y concreta: la huida ante un desengaño amoroso, la dificultad para romper el vínculo, la dependencia de un único proyecto, el estado de fragilidad vital. Nico (Guillermo Pfening, un actor infalible, aquí luciéndose más que nunca) trabaja de algo muy raro para un varón: es baby sitter. Según Solomonoff en la entrevista con PáginaI12, el crecimiento del número de parejas femeninas genera la necesidad de una energía masculina para poner al cuidado de un chico. No es, en verdad, el caso de Nico, que cuida al bebé de una amiga argentina, Andrea (Elena Roger) y su marido francés, Pascal (Pascal Yen-Pfister). Pero bueno. Nico es actor. En la Argentina estuvo trabajando en una de esas tiras que ve todo el mundo. El problema es que el productor, Martín (Rafael Ferro), era su amante, y cortaron. Para Nico no era una relación cualquiera, así que dejó todo y así como estaba se fue a Nueva York, donde un director mexicano le había prometido un papel en una película. Pero la película no sale y mientras tanto Nico cuida al bebé de Andrea. No hay nada fijo, nada definitivo para Nico, y no lo hay en Nadie nos mira. El propio título proviene de una situación absolutamente ocasional, que no parece representar más que a sí misma. La situación del protagonista en la fase en la que la película lo sigue es de una transitoriedad total, viviendo de prestado en casa de una amiga, esperando primero que se concrete un proyecto y llamando luego con desesperación en busca de otro, viéndose rechazado por rubio en un casting en el que buscan latinos, recibiendo la visita del amante que no le conviene. Una coda deja claro que se trata de un período limitado, justamente transitorio en la vida de Nico, y es por eso que Nadie nos mira no es una película-bajón sino una película-devenir, en la que los momentos visualmente más poderosos son justamente aquellos que narran contingencias: un par de visitas de Nico a boliches gay y una camorra de bar, todas ellas buscadas como modo de descarga adrenalínica. En estas escenas se luce, con cámara en mano y uso de luz artificial con predominio de rojos y de filtros, el notable Lucio Bonelli, uno de los muchos excelentes directores de fotografía del cine argentino (Un año sin amor, Liverpool, La araña vampiro). En su protagónico más absorbente hasta la fecha, Pfening –ganador del Premio a Mejor Actor en la última edición del Festival de Tribeca– despliega toda la paleta. En la primera parte, cuando tiene fe en que las cosas saldrán bien, está tan seductor como puede estar un actor (la referencia es a Nico, el personaje), ojos rasgados y sonrisa ganadora. Cuando vienen los golpes, puede verse cómo su mirada se nubla y sus ojos se embotan, en cámara, sin pasar por la mesa de maquillaje. Cuando Andrea le tira un cross verbal, Nico parece un peso medio pidiendo la toalla. En todas estas escenas, y en las demás, Pfening reacciona como si desconociera la parte de sus partenaires, y ese es seguramente uno de los mayores elogios que puedan hacerse de un actor.