De la realidad al plano sobrenatural. La película se presenta como un thriller político pero los giros finales dejan la sensación de un transatlántico escorado. La cordillera, tercer film de ficción de Santiago Mitre después de El estudiante (2011) y La patota (2015), puede ser vista como una autorrespuesta, pesimista y disruptiva, a la primera de ellas. Escrita por Mitre junto a Mariano Llinás –que también lo acompañó en ese rol en sus otros dos films–, la película que en mayo pasado se presentó en la sección Un Certain Regard de Cannes –coproducción con Francia y España– pone a su protagonista, representante ahora del más alto escalón de la política nacional, frente a una opción semejante a la que se enfrentaba el político si se quiere amateur de la ópera prima de Mitre. Pero en esta ocasión no habrá lugar para renuncias dignas. A la vez, en La cordillera Mitre y Llinás construyen un thriller político de estructura, progresión y tensión tan clásicas como las de El estudiante. Pero sólo para torpedear, en los últimos tramos, ese pulido clasicismo realista con un verosímil proveniente de la esfera de lo sobrenatural, que tuerce la película entera como un transatlántico escorado. Más allá de las intenciones, lo que debe verse es qué papel juega la brusca introducción de ese orden en el relato, y de qué modo lo hace. La cordillera se abre con una suerte de prólogo, en el que se utiliza a un personaje-vehículo (a la sazón, un técnico que viene a reparar unos equipos de refrigeración) que sirve como soporte para que, a primerísima hora de la mañana, la cámara ingrese en la Casa Rosada (la Casa Rosada real, que costó conseguir pero se consiguió), recorriendo todos sus vericuetos desde la cocina hasta los salones del poder. La intención del largo plano–secuencia es la misma que la del movimiento semejante, en la Facultad de Sociales, con que se iniciaba El estudiante: que el espectador tenga la sensación de estar ingresando a un mundo laberíntico. Pero la diferencia entre un travelling y otro es que aquí se usa a un personaje que no cumple otra función que la utilitaria, lo cual puede generar falsas expectativas. “¿Pasará algo con los equipos de refrigeración más adelante?, ¿el tipo será un espía?”, puede preguntarse el espectador, teniendo en cuenta el aire de thriller, las prevenciones de la vigilancia y el modo en que la cuestión del técnico y los equipos se esfuma súbitamente. Secretaria privada del Presidente, Luisa Cordero (Érica Rivas, ajustada como siempre) informa al Primer Ministro Mariano Castex (Gerardo Romano, convertido desde hace un tiempo en notable secundario) que el ex yerno presidencial va a presentar una denuncia por corrupción, en relación con unos campos. Castex da orden de tapar el asunto hasta después de una cumbre de presidentes latinoamericanos que va a tener lugar en Chile a partir del día siguiente. Queda plantada esa semilla argumental y se presenta al Presidente argentino Hernán Blanco (Ricardo Darín, de más está decir que perfecto), en viaje junto a sus asesores para asistir a la reunión fundacional de la Alianza Petrolera del Sur. Una asociación continental se diría que a destiempo, en momentos en que el petróleo no parece tener ni gran popularidad ni gran futuro. A pesar de eso, las intrigas corren como si se jugara el destino latinoamericano al pie de los Andes nevados, con un Presidente brasileño con ambiciones de liderazgo continental, el Presidente mexicano (Daniel Giménez–Cacho) tratando de convencer a Blanco de ir contra él y a favor de Estados Unidos, y Castex y el Ministro de Relaciones Exteriores argentino (Héctor Díaz) enfrentados como perro y gato. En medio de todo eso, en el hotel chileno cayó la hija de Blanco, Marina (Dolores Fonzi), estresada por el tema de su ex, y eso obliga al Presidente a dividir su atención entre la alta política y el afecto paterno. Cuando la situación de Marina se agrave habrá que recurrir a un psiquiatra local y éste sugerirá un tratamiento de hipnosis con péndulo incluido, primer signo de que la película ambiciona coquetear con terrenos que no son los del realismo. Hay dos preguntas para hacerse en relación con el posterior ingreso de lo sobrenatural: cómo y para qué. El cómo es tardío, apurado, poco elegante. En medio de una entrevista, de pronto una periodista española (Elena Anaya, protagonista de La piel que habito) le pregunta sin motivo a Blanco si cree que el mal existe, lo cual da pie a una alusión al diablo. Esta escena está pensada como preámbulo a cierto pacto fáustico que tiene lugar poco más adelante, y que es difícil entender –éste es el “para qué”– por qué motivo se planteó en términos sobrenaturales cuando se pudo haber resuelto en el plano realista en el que la película se venía manejando. Una cosa son El bebé de Rosemary o El exorcista, que conducen progresiva e indefectiblemente a lo sobrenatural, y otra este intento de “el infierno por asalto”, casi en tiempo de descuento.
Entremeses de un personaje querible. Tercera parte de una trilogía que se fue haciendo sobre la marcha, la película es una celebración del personaje de Moacir, un brasileño de pasado difícil que vivió un inesperado renacimiento como showman. El film juega con las relaciones entre lo real y lo fantaseado. “Trilogía de la libertad”, se lee en los títulos de crédito, no sin cierta grandilocuencia, debajo del de la película. La de Moacir es una trilogía que se fue haciendo sobre la marcha, un poco por afinidad entre el personaje y los realizadores y otro poco, seguramente, por la simpatía que el protagonista genera en el público. Moacir dos Santos es un nativo de la ciudad brasileña homónima que en los años 80 emigró a la Argentina y las pasó duras, incluyendo una internación en el Borda. Fue allí que lo conoció el documentalista Tomás Lipgot, durante la filmación de Fortalezas (2010), rodando al año siguiente el documental que llevaba su nombre, sobre su externación e inesperado renacimiento como showman. Ahora, con la excusa argumental del rodaje de un docuficción sobre su vida, lo que filma Lipgot es, en el fondo, una simple celebración del personaje, jugando en el camino con las relaciones entre lo real y lo fantaseado. Amable, fluida y de a ratos tan curiosa como su personaje central, Moacir III es una sucesión de “números” o entremeses antes que una película estrictamente dicha, que desarrolle una determinada idea de secuencia en secuencia. “Yo miento mucho”, dice Moacir, y es así que ese hombrecito pequeñísimo, que anda por la calle vestido como cualquier otro, al ponerse en personaje luce tremendas pelucas de colores variables, sacos de lentejuelas y colores brillantes, camisas de colores más brillantes aún y dentaduras postizas que disimulan sus dientes salteados. No es tanto el portuñol como cierta confusión lo que complica la posibilidad de entenderlo, pero Lipgot a esta altura ya es como esos hermanos que se especializaron en decodificar la media lengua de los más chiquitos. Presuntamente abocados a filmar la película sobre su vida, ambos visitan personajes queridos, que eventualmente podrían actuar en ella. Moacir III funciona como una metapelícula, que ficcionaliza sobre el hecho de ficcionalizar. “Vos sabés como sería la escena”, le dice el director al protagonista. “De ahí en más, hacela como te parezca”. Y en la escena siguiente, que aparentemente es de carácter documental, Moacir “se emociona” y se pone a llorar. Un clásico de la época: te enseño a desconfiar de la realidad aparente de las imágenes, mostrándote que las imágenes que parecen reales no lo son. Surgirá el tema de la sexualidad del protagonista, que acusa 72 años (aunque parece más). Que de chico hubiera querido vestirse de mujer, pero no lo hizo “por vergüenza”. Que le gustaría casarse, pero nunca tuvo novio, sino relaciones pasajeras. Además de como homenaje, Moacir III funciona como film cumplidor de deseos. Por vía de la fantasía en los casos mencionados, de modo factual después de los primeros títulos de cierre, en el primero de los tres finales de una película que parecería no querer terminar nunca, y que de a ratos parecería dirigida a sus hinchas.
Variaciones y fugas. El estilo de Piñeiro se ha venido afinando de modo que cada película es más refinada que la anterior. Hermia & Helena tiene una sofisticación a la altura del mejor cine actual. Cuarta de las “shakespereadas” de Matías Piñeiro, la bilingüe Hermia & Helena, que transcurre entre Estados Unidos y Buenos Aires (ambas reconocibles, mediante señas de identidad que el realizador brinda con explicitez), es la primera en la que Piñeiro reconoce su condición últimamente binacional. Desde antes del estreno de la previa La princesa de Francia (2014), el realizador de Viola (2012) reside parte del año en Nueva York, la otra parte aquí. Aunque sea en forma temporaria, eso es lo que sucede con las protagonistas de Hermia & Helena. Que no son Hermia y Helena sino Carmen y Camila (nótese la trasposición, de los dos nombres con H de la obra de Shakespeare a los dos nombres con C de la película de Piñeiro). Hermia y Helena son, como se sabe, las chicas que en Sueño de una noche de verano caen bajo el influjo de los traviesos duendes del amor. Como les pasa a Carmen y Camila. Una vez más, como en los casos anteriores no se trata de que Hermia & Helena “esté basada en”, ni siquiera “inspirada en”, sino de algo mucho más moderno y, si se quiere, más jazzístico que eso: el ejercicio de una serie de variaciones, fugas y digresiones a partir de esa melodía original llamada Sueño de una noche de verano. Separada en capítulos, Hermia & Helena está organizada en un presente y tres fugas hacia el pasado (que es el presente en el comienzo del relato, por una cuestión de facto de avance del tiempo). Los capítulos llevan en todos los casos los nombres de las dos personas que en ellos van a encontrarse, con la única excepción del último, en la que como el encuentro es grupal, el título también. Esos títulos están presentados en letra manuscrita, escritos con marcador en una tipografía casi infantil, lo mismo que el título de la película y una dedicatoria inicial a una actriz japonesa, sobre una primera imagen de un cerezo en flor, que bien podría ser la de un film de ese origen. En el cine de Piñeiro nada está librado al azar, todo tiene un marcado aire de deliberación, desde los cruces de personajes hasta la duración de cada plano, pasando por el estilo fotográfico (Fernando Lockett, cada vez más extraordinario), la música elegida (en este caso, Scott Joplin y Beethoven), los diálogos marcadamente escritos y medidos, algunas veces más “recitados” que otras, etc. De tal modo que en Hermia & Helena, todas esas inscripciones (la división en capítulos, que sus nombres correspondan a los nombres de los protagonistas, la letra manuscrita, el plano “japonés”) se imponen inevitablemente como signo de algo. ¿Lo son, en todos los casos, o a veces está ahí simplemente perche mi piace? Y si lo son, ¿contamos con el código para desencriptarlos? Veamos. Carmen (María Villar, una infaltable del cine del autor) y Camila (Agustina Muñoz, otra abonnée) son amigas, o eso se supone. Carmen es cuentista; Camila, dramaturga. La primera viene de una residencia por una beca en Nueva York, y Camila la sucede. En la primera secuencia, Carmen invita a su tutor, Lukas (Keith Poulson, que actuó en Analizando a Philip y Queen of Earth, de Alex Ross Perry) a irse con ella a Buenos Aires. En la segunda, hablando con Camila, no hace referencia a ello y, en cambio, dice ser una mentirosa. En Estados Unidos Camila descubre cierta relación que Carmen había mantenido bajo cuatro llaves, se reencuentra con otra que a su vez ella mantuvo oculta (y que se devela en una de las secuencias en pasado, que no son flashbacks porque no corresponden al recuerdo de nadie), con el padre al que jamás conoció (y de cuya existencia informa otra de las secuencias en pasado) y cambia de amores con un capricho que deja a Mata Hari como una mártir de la monogamia. El estilo de Piñeiro se ha venido afinando de película en película, de modo que cada una es más refinada que la anterior. Hermia & Helena tiene un grado de sofisticación formal que la pone a la altura de lo más alto del cine contemporáneo. Todo es exquisito, desde el modo en que la sucesión de imágenes de verano del comienzo (cerezo en flor-fundido encadenado a flores-fundido encadenado a postales de flores-fundido encadenado a mano que quema esas postales) se ve invertido por las imágenes de invierno hacia la mitad del metraje hasta la elipsis por la cual Carmen entra en el subte de Nueva York al final de la secuencia inicial y sale del subte B al comienzo de la siguiente secuencia. O esa escena, tan nouvelle vague, en que Camila le pregunta a su novio si siguió filmando, y en lugar de respuesta viene un corto entero en blanco y negro. O algunas intromisiones propias del cine experimental en medio de la narración. El problema viene a la hora de desentrañar los signos. Algunos parecerían ser solo aparentes y estar allí por gusto, con lo cual el espectador puede llegar a embarcarse en un trabajo inútil si intenta hallarles más sentido del que tienen. El cerezo “japonés”, por ejemplo (que se suma a un cartel escrito en ideogramas). El par de planos aéreos, bellísimos, en los cuales la distancia no parecería decir demasiado. Las postales que se queman. Dos veces, para más datos. Unas con flores, la otra no. Otros signos son decididamente herméticos y pueden llegar a resultar ligeramente enervantes por el modo desafiante que tienen de serlo. Como la puerta que se cierra y se abre nada menos que seis veces, nada menos que al final de la película, sin que se sepa qué puerta es y que hace allí.
Llegó la hora del “Ape-Pocalypse Now”. Como las mejores películas de superhéroes, la tercera entrega de El planeta de los simios está lejos del maniqueísmo hollywoodense medio. El llamado al exterminio de los monos está en marcha y la civilización vuelve a bascular, como en El corazón de las tinieblas. En un momento de la previa El planeta de los simios: Confrontación, simios y humanos descubrían que ambas especies habían sobrevivido a una pandemia universal, y a partir de ese momento se planteaba la opción de la coexistencia o el exterminio mutuo. La misma que afrontan, en el mundo real, distintos grupos humanos, separados y enfrentados por distintas razones, algunas de ellas de larguísima data. Ahora, al comienzo de El planeta de los simios: Lla guerra, tras un terrible combate en el que la comunidad simiesca parece a punto de colapsar bajo el fuego lanzado por soldados que llevan, a su vez, cascos donde puede leerse “especie en extinción”, los comandantes primates envían un mensaje a los humanos: dejarles el bosque a ellos y quedarse con el resto. Otra vez el ofrecimiento no puede dejar de leerse en relación con el mundo real, donde las voces más progresistas de Medio Oriente postulan como salida para la imposible convivencia entre israelíes y palestinos la de los dos Estados. La propuesta de los simios es desoída y el hombre blanco lanza su contraataque, que termina con el conjunto de los monos atrapados, encerrados en un campo de concentración y obligados a trabajos forzados. Guerra de dominio. A diferencia de Confrontación, donde los elementos más ultras del lado humano eran una minoría y el líder militar, interpretado por Gary Oldman, era asimilable a un “moderado”, en esta ocasión el ejército de los hombres es dirigido por un coronel dispuesto a exterminar el enemigo, cueste lo que cueste (Woody Harrelson, calvo y con barba candado). No se trata sin embargo del facho desaforado: hay un aire de tristeza en él, y esa tristeza tiene que ver con una pérdida que terminará estableciendo un vínculo inesperado con su némesis, que no es otro que César, el más inteligente de los monos y líder de los suyos (el siempre genial Andy Serkis, reproducido mediante el sistema de captura de movimiento). La cabeza fría de César, su capacidad de pensar aún bajo presión, es lo que hace de él un líder, y esas condiciones le permiten revertir la catástrofe aparentemente inevitable en el combate inicial. Sin embargo, cuando le toquen lo más querido, César perderá esa condición pensante y con ella su capacidad de liderazgo, al que de hecho renunciará, en pos de consumar su venganza personal. “Te volviste como Koba”, le hace ver su amigo y consejero, el orangután Maurice, refiriéndose al gorila guerrero, encarnación del odio, muerto en la primera parte. Ni tan buenos ni tan malos, entonces: mientras el héroe afronta su costado oscuro, el villano tendrá con éste simetrías inesperadas. Como las mejores películas de superhéroes, la tercera El planeta de los simios está lejos del maniqueísmo hollywoodense medio. “Ape-Pocalypse Now”, dice una pintada en una gruta, a modo de llamado guerrero al exterminio de los monos. Pero también a modo de cita cinematográfica, claro. ¿De cita con qué grado de pertinencia? La calva de Woody Harrelson brilla como la de Brando en la obra maestra de Coppola, y es también, como Kurtz, un personaje torturado por el dolor de la pérdida. Pero no está roto internamente, como Kurtz, ni inspira en los demás la mezcla arcana de fascinación y terror que aquél generaba. Si la civilización está en peligro en La guerra, si se halla en un nuevo retroceso hacia el salvajismo –como sucedía en el film de Coppola, a instancias de la novela El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad– es a causa de un virus producido por pruebas de laboratorio, una implosión algo light si se la compara con las imponentes catarsis del capitán Willard y el coronel Kurtz. La crítica estadounidense sostuvo, en términos generales, que El planeta de los simios: la guerra es el mejor “tanque” de Hollywood en lo que va del año. Seguramente lo es. No carece de inteligencia, de contención ni de capacidad de sugestión. Eso no la hace una gran película: está demasiado atada al guion, a sus temas, a lo planificado, para serlo. Una gran película implica necesariamente formas de osadía –en relación con lo previsto y escrito, en relación con la construcción de personajes, con la audacia de la historia– que en este caso no se advierten. Pero es buena, y para una película mainstream, a esta altura del partido eso sí que es raro.
Cómo robar bancos escuchando música. Como Tarantino, Wright no tiene empacho en inscribir sus deudas cinéfilas en la superficie, en forma de citas y diálogos. La crítica estadounidense mayormente se extasió con esta película, que representará el ingreso definitivo a Hollywood del realizador británico Edgar Wright (1974), conocido en Argentina sólo por los cinéfilos de culto. Éstos disfrutaron de su trilogía de género integrada por la comedia de zombies Muertos de risa (Shaun of the Dead, 2004), la comedia de acción Arma fatal (Hot Fuzz, 2007) y la comedia apocalíptica Bienvenidos al fin del mundo (The World’s End, 2013), todas lanzadas aquí directo a DVD. La misma suerte corrió su primera incursión en el cine estadounidense, con la indie Scott Pilgrim vs. los ex de la chica de sus sueños (Scott Pilgrim vs. The World, 2010). La primera de su autor que se estrena en cines en Argentina, con Baby: el aprendiz del crimen pasa algo semejante a lo que sucedía con la trilogía británica. Wright empieza manejándose con libertad en relación con el género (aquí un poco de película de robos y otro poco de Rápido y furioso), practicando desvíos, paráfrasis y maniobras cercanas al pastiche, pero gradualmente va cediendo al canon y termina haciendo una más de género. Muy buena en lo suyo, siempre y cuando se entienda como “lo suyo” el género, y no ese pastiche más libre y vital que al comienzo amagó hacer. Como Tarantino, Wright no tiene empacho en inscribir ostensiblemente sus deudas cinéfilas en la superficie de la película, en forma de citas y de diálogos. Baby, por ejemplo (Ansel Engort, en actuación consagratoria) es un chofer al servicio del hampa, tan mudo como Ryan O’Neal en Driver, de Walter Hill (1978) o Ryan Gosling en Drive, del danés Nicolas Winding-Refn (2011). Por si alguien tiene alguna duda, la película también lleva el oficio en el título original: Baby Driver. Baby no habla porque vive en su mundo, y su mundo es uno puramente sonoro. Vive todo el día con los auriculares puestos, “roba” diálogos y sonidos con un pequeño grabador que mantiene oculto, guarda prolijamente su colección de grabaciones y como tanta gente, escucha música en el trabajo. Con la particularidad de que su trabajo consiste en llevar chorros hasta la puerta del banco, esperar que concreten el robo y después a correr, escapando de la policía. Baby sincroniza los movimientos del asalto con los cortes de los temas y vive la música físicamente: en el primer asalto hay toda una coreografía con “Bellbottoms”, de Jon Spencer Blues Explosion, que incluye hasta a los parabrisas haciendo ritmo. Tres datos interesantes: 1) Baby vive con los auriculares puestos porque sufre de tinitus, una enfermedad auditiva que genera un ruido continuo en el oído, del que el chico intenta huir; 2) le dicen Baby porque es huérfano; 3) vive con su padre adoptivo, un hombre negro que es sordo. Uno supone que de alguna manera deberán jugar estos datos, que hablan de un dolor, una fragilidad, una cierta forma de marginación incluso, que se oponen a la aplastante seguridad con la que el héroe dibuja frenadas, curvas y cambios de velocidad a bordo de su deslumbrante Subaru rojo, tan parecidas al swing con que sigue por la calle la versión original del “Harlem Shuffle”. Pero no, no juegan de ninguna manera que no sea también coreográfica: el veloz lenguaje de señas con el que Baby se comunica con su padrastro sordo. Lo que queda, entonces, son las estaciones del canon: los psicopatones con los que les tocará trabajar (Jon Hamm, siempre un toque forzado, y un Jamie Foxx como pez en el agua), el contratista con pinta de boludo que no lo puede ser tanto (Kevin Spacey, comprando cada vez peores peluquines), el último trabajo que no va a ser el último, la linda camarera que aporta el factor romántico, las maratónicas persecuciones y los tiroteos callejeros que dejan ver que Fuego contra fuego fue uno de los referentes aquí. Todo montado con hachazos milimétricamente medidos. Como Tarantino, Wright tiene la suficiente sofisticación musical como para armar una banda de sonido no con temas que sepamos todos, sino con otros (T. Rex, David McCallum, Alexis Korner, Barry White, Focus) con altas posibilidades de culto. La fotografía, a cargo del británico Bill Pope (Matrix, El hombre araña 2 y 3, El libro de la selva), es extraordinaria. Tan refulgente como el Technicolor de los 50, hace que la chapa roja del Subaru de Baby brille como un diamante. Pero también logra darle a los rostros, a la piel, una cualidad latente que representa un nuevo hito para el digital.
Entre una y otra muerte, hay mero relleno. 7 deseos es un cruce de “La pata de mono”, el clásico cuento corto del británico W. W. Jacobs, con la saga Final Destination. Del primero, variante fáustica, toma la idea del amuleto mágico que cumple todos los deseos, pero a la larga toma el alma. De la segunda, el mecanismo de pre-programación, que permite anticipar el terrible castigo que recibirán uno a uno, allí, los sobrevivientes a un accidente. Aquí, los pobres diablos que pagan el pato por la escasa contención de la protagonista, dispuesta a cumplir todos sus deseos. Por cada uno que cumple, un muerto. Ése es el canje que la malévola entidad encerrada en una caja reclama, aunque hace trampa: no le hace saber con antelación a la heroína cuáles son las reglas de juego. Más interesante hubiera sido que ella las supiera, y aun así rogara por su cumplimiento. Hubiera resultado una heroína más moderna, más jodida, más despiadada. Pero 7 deseos no se anima a tanta revulsión y hace de la protagonista una trágica no tan culpable. Trágica a dos puntas: la chica tiene una pesada historia de infancia, vinculada también con la caja maldita. “Ojalá te pudras”, desea Clare Shannon pensando en la clásica rubia patotera del cole, y a la mañana siguiente la chica despierta con su pierna derecha en estado de pudrición. Pocos días antes su padre (Ryan Phillippe, ayer nomás un buen mozo rompecorazones, hoy un cuarentón semidestruido) regaló a Clare una caja china, preciosamente laqueada, de esas que accionando cierto mecanismo secreto se abren con toda una combinación de engranajes, como si lo hicieran solas. Como en Final Destination, la muerte se comporta, en 7 deseos, de modo tozudo, despiadado y exuberante. Cada larga secuencia tanática constituye uno de los momentos orgásmicos del relato, en términos dramáticos, visuales e incluso humorísticos. Obviamente este esquema de muertes anunciadas “garpa”, en tanto genera expectativa y le garantiza al espectador que cada tantos minutos tendrá su rato de disfrute. Pero las muertes son menos creativas que las de Destino Final, y son lo único que hay en 7 deseos: entre una y otra muerte, mero relleno. Salvo un solo detalle, sumamente infrecuente en Hollywood: el padre de la heroína trabaja de cartonero.
Dos cómicos con la lengua atada. Después de Socios por accidente (2014) y Socios por accidente 2 (2015), el dúo de José María Listorti & Peter Alfonso vuelve a la carga, estrenando siempre en vacaciones de invierno, el período anual de mayor recaudación cinematográfica en la Argentina. También repite en dirección Fabián Forte, ya sin su coequiper Nicanor Loreti, que lo acompañó en las anteriores. Los dos ¿cómicos? surgidos de Showmatch no son ahora un traductor de ruso y un agente secreto de Interpol, sino dos amigos que, a la manera de Muertos de risa, de Alex de la Iglesia, pasan de ser miembros de un dúo (no cómico, en este caso, sino musical) a los peores enemigos, a partir del momento en que un poderoso productor convierte a uno de ellos en la nueva estrella del pop latino. Como las previas y a diferencia de todo el cine pop & com (popular y comercial) argentino previo, Cantantes en guerra no es vergonzosa ni ofensiva. Tampoco es buena, claro: para una película que se pretende cómica, tanto el guión como sus protagonistas lo son muy poco. Dueño de un humor ácido, Listorti se hizo popular practicando el viejo arte de “Forree Ud. al invitado” en el programa de Tinelli, con la famosa cámara sorpresa. Si uno tiraba la moral al tacho y se ponía del lado del victimario y no de la víctima, el tipo era gracioso en el sentido más sádico de la palabra, sin necesidad de libreto para serlo. En esta serie de películas, el coconductor de Este es el show se enfrenta a dos problemas: 1) tiene que ajustarse a guiones escritos, sin lugar para improvisaciones; 2) se trata de películas “para toda la familia”, por lo cual no puede andar forreando a nadie ni chorreando ácido: la familia para la que están pensadas no son precisamente los Simpson. No por nada están producidas por dos descendientes de los Mentasti, productores de la obra entera de Palito Ortega. En cuanto a Alfonso, su mayor límite es él mismo. Súmese entonces a un Listorti con la lengua atada, Alfonso pasando líneas y un guión a cuatro manos que parece escrito en cuatro días, y el resultado son dos o tres tímidas sonrisas en una hora y media. Por suerte, al lado de Listorti y Alfonso hay un actor. Uno de los mejores secundarios del cine argentino, Osvaldo Santoro, que hace del productor que lanza primero a Richie Prince (Listorti) y después a Miguell’O (Alfonso) y que ayuda a equilibrar un poco la balanza. Y está también, en un par de escenas, Diego Reinhold, en un personaje a medida, como conductor cínico de programa de chimentos. A propósito, la mirada sobre la televisión y el show business es bastante despiadada, forzando los límites de esa blancura ATP que la película busca, con un Ricardo convertido en tirano caprichoso; el propio Miguel, el chico modesto de la fábula, negando estar casado para no perder fans, y unas fans lo suficientemente burras como para preferir a cualquiera de los dos antes que a… McCartney, que toca en el último show como músico invitado. Otro punto a favor es Fabián Forte: cultiva una estética del feísmo que ayuda a sentir por este mundo la repulsión que merece, con sacos rosa, bufandas abuchonées en varios tonos y unas casas ABC 1 que son para salir corriendo, además del uso de unos filtros flou que remiten a cierto cine falsamente arty de los 70.
Monstruo amenazado por la dispersión. Tras la producción clase A Todos tenemos un plan (2012), que tenía a Viggo Mortensen como factor de venta internacional (pero no vendió mucho, ni aquí ni allá), la realizadora y guionista Ana Piterbarg se repliega en la modesta autoproducción de Alptraum, que no presenta actores conocidos. La película se apoya en la leyenda alpina del krampus, contracara demoníaca de San Nicolás, que en Navidad se llevaba al infierno a los chicos malos –reconvertido aquí en pariente bávaro del Minotauro–, para narrar el descenso de un hombre a su propio infierno, arrastrado, según parece, por los celos y la paranoia. Aunque nada es demasiado claro en este fallido cuento en blanco y negro, en el que, parecería, todos los hombres llamados Andreas están condenados a ser llevados por el krampus. Y el protagonista tuvo la mala suerte de llamarse Andreas. Andreas (Germán Rodríguez) es dramaturgo y se encuentra actualmente en una fase improvisacional de su próxima obra, con tres actores que no parecen estar en su mejor día y él mismo, que da la sensación de ser el más desorientado de los cuatro. Sucede que Andreas sufre de pesadillas todas las noches, se despierta puntualmente a las 4:51 y de allí en más no puede dormir. Sueña sueños con trucas y difuminados en los que aparece el krampus, que como se dijo tiene aquí (a diferencia de la iconografía clásica, que lo hacía caprino, en relación con el demonio) cabeza de toro y cuerpo de hombre. Sueños en los que él mismo parece convertirse en el krampus y comete crímenes. Sin novia (lo deja por celos) y sin departamento (lo compartía con la novia), Andreas se ve obligado a mudarse, y en su nuevo departamento conoce a una vecina nacida en Alemania y llamada Hannah (Barbara Togander), tal como la que en la leyenda (de la película, no la de la realidad) derrotaba al krampus. Nada funciona en Alptraum. El relato no está bien construido, a partir de la nimiedad de la premisa inicial (el protagonista no está maldito por algo que le sea inherente sino por la mera contingencia de llamarse Andreas), y su gradual identificación o captura por parte del krampus no es clara, ni en términos literales ni metafóricos. ¿Qué es lo que hace en tal caso de él un monstruo? ¿Los celos, la paranoia, su mediocridad como artista? Ninguna de estas facetas está desarrollada, en algún caso asoman en una escena o dos, o están planteadas de forma apenas contingente. A falta de desarrollo, concentración, lo que hay es dispersión. El psiquiatra con el que el protagonista se atiende, y que en una escena aparece como espía al servicio de alguna conspiración que se desconoce. Una empresa en la que la vecina parecería trabajar. Un hombre que también trabaja allí, y que podría ser su amante. El hijo de éste, un pibe muy simpático que en otra escena se luce haciendo dos o tres chistes en un escenario. Un sueño de Andreas con la ex novia como odalisca. Si se quiso contar la historia de un paranoico, debió haberse narrado todo en una primera persona distorsionante, cosa que aquí está lejos de suceder.
La vida y la muerte. –¿Y cómo anduvo el trabajo este año, pa? Sofía y su padre bordean la pileta de la casa familiar, llevados por el ritmo meticuloso con que él saca las hojitas que flotan sobre la superficie del agua, mientras el resto sigue con la charla en torno a la mesa navideña. –Bien. Tranquilo. Alrededor de 150... más o menos. –¿Eso es lo mismo de todos los años? No parece haber curiosidad genuina en las preguntas de Sofía. Sólo la conversación trivial de una hija que viene desde Buenos Aires a visitar a su familia que vive en Los Toldos, para pasar con ellos las fiestas de fin de año. –Sí, esa es la cantidad de gente que más o menos se muere todos los años, responde como si nada Alejandro, el padre, y los dos siguen en la suya. Casa Coraggio es la quinta película del director Baltazar Tokman, y la casa del título es también el nombre de la funeraria tradicional del pueblo bonaerense de donde son originales los protagonistas. Que son a la vez personas y personajes, ya que se trata de los miembros de la auténtica familia Coraggio interpretándose a sí mismos, en un relato con muchos puntos de contacto con su vida real pero que sin embargo no es un documental. O lo es sólo de un modo apenas parcial, en tanto se trata de una ficción basada libremente en la historia familiar y la vida de esos (no) actores que actúan los mismos papeles que les han tocado en la realidad. Sofía es Sofía, la hija de Alejandro, interpretado por Alejandro, que es quien lleva adelante, tanto en la película como en la vida, el negocio de pompas fúnebres fundado a principios del siglo XX por los antepasados de su ex mujer, la madre de Sofía. Este es el curioso mecanismo elegido por Tokman para contar una historia en la que la vida y la muerte, como en el famoso poema de Oliverio Girondo, “se miran, se presienten, se desean,/ se acarician, se besan, se desnudan,/ se respiran, se acuestan, se olfatean,/ se penetran, se chupan, se demudan...” (etc, etc). Porque la muerte, el trato cotidiano con sus consecuencias (esos 150 cadáveres anuales de cuyos rituales de despedida se encarga la empresa que integran los protagonistas), forma parte ineludible de la historia de cada miembro de esta familia desde hace al menos cinco generaciones. Y el tema, que es introducido de manera mecánica por Sofía en aquella conversación inicial, va cobrando cada vez más fuerza conforme la película avanza. No es arbitrario que sea ella quien saque el tema y quien vuelva a él de manera recurrente. Enseguida tendrá una conversación en la que indagando en la vida de su abuela, la última de las Coraggio, parece empezar a buscar respuestas para la suya propia. No tarda mucho en quedar claro que su mudanza a Buenos Aires parece haber obedecido a una necesaria toma de distancia de aquella existencia tan próxima a la muerte. Vida y muerte vuelven entrelazarse en un (no tan) sorpresivo problema cardíaco de Alejandro, a quien Sofía acompaña casi con devoción a todas partes, como si necesitara con urgencia religar algunas comunicaciones que la distancia (que es geográfica, pero que también se extiende sobre el tiempo) parece haber dejado en pausa. La enfermedad del padre pone a Sofía ante un avatar de la muerte hasta ahora inédito, desconocido para ella, y tal vez a partir de eso algunas preguntas empiecen a resolverse, a tener sentido. Curiosamente Tokman decide construir el esqueleto narrativo de Casa Coraggio a partir de tres instancias celebratorias: las navidades del comienzo, la fiesta de Año Nuevo a mitad de la película, para cerrar con el cumpleaños de 15 de la hija menor de Alejandro. Esta necesidad de crear mojones festivos para organizar un relato en el que la muerte aparece como un personaje decisivo, pero eternamente fuera de campo, dejan claro el punto de vista desde donde se cuenta esta oblicua saga familiar Tokman hace de los primeros planos una herramienta vital en la construcción de Casa Coraggio. Tanto desde lo fotográfico, intentando traducir en cine lo que se habla con las miradas, como desde lo narrativo, acompañando a sus personajes en momentos de sobrecogedora intimidad, muchas veces en silencio, generando la sensación de primeros planos emotivos. Eso, sumado a una banda de sonido inesperada pero extrañamente oportuna, le permite al director generar un código propio para hacer posible un relato sobre la vida, pero realizado a través del traslúcido cristal de la muerte.
El día en que se agotaron las risas. Si tenés una secuela, no seas gil: agregale aunque sea un (1) elemento al plato original para que no suene a autoplagio, aconseja el axioma hollywoodense. A los productores de Mi villano favorito se les hizo fácil en la anterior, tenían el arma secreta al alcance de la mano: eran los Minions, esas especies de ellos freudianos o niños salvajes con aspecto de cápsula farmacológica agigantada, que en la primera habían demostrado tener más star power que el propio protagonista y a los que bastó con darles más cancha para multiplicar ingresos, objetivo final de toda secuela. Hete aquí entonces Mi villano favorito 3, a la que la cosa se le hace más peliaguda. Sucede que los Minions gustan tanto que tienen, desde hace un tiempo, licencia propia, películas aparte, merchandising, fans y todo eso. Por lo cual sobreutilizarlos en película ajena sería contraproducente, de modo que su participación en esta tercera parte es sumamente reducida. Había que inventar algo nuevo, y lo nuevo es Dru, hermano gemelo perdido de Gru, una especie de Isidorito con tanta plata (y el mismo color de peluca) que el mismísimo Presidente de la Nación (de ellos), que arrastra al regenerado ex villano de nuevo al mundo de la villanía. Pero Dru no está tan loco como Trump, y Gru no llega a ser tan villano como él, por lo cual mil veces más divertido que esta nueva Mi villano... será ver cómo Donald bombardea Siria o le declara la guerra a Corea del Norte. En la primera parte, los guionistas dejaron depositadas tres bombas llamadas Margo, Edith y Agnes, las tres huerfanitas que Gru adoptaba y que estaban llamadas a castrarlo de su villanía. De ahí en más la serie pierde sentido, y es necesario empezar a sacar supervillanos de la manga para justificar al menos el título. En la segunda parte era un mexicano bastante soso apodado “El Macho”, acá es una ex estrella de la tele de los 80 llamado Balthazar Bratt, que no se resigna a ser un desaparecido de los medios y quiere volver a llamar la atención. En los papeles era interesante; en la concreción no. En ambos casos, guionistas y realizadores parecen más interesados en los laderos del héroe que en el antihéroe, lo cual es un grave error. Recordar a Hitchcock: “Cuanto mejor el villano, mejor la película”. La serie Mi villano favorito tiene problema de villanos: un psicólogo ahí. Mientras tanto, Gru se normaliza cada vez más, como agente de la Liga Antivillanos (“¡Gru, traidor, a vos te va a pasar lo que le pasó a Tantor!”), mientras la agente Lucy funge ya como su pareja formal. Y Dru, que tiene más plata (y peor gusto) que un mafioso de Miami, lo convence de volver a la acción con su superconvertible bañado en oro, anfibio y artillado, que deja al Aston Martin DB5 de Bond como un Fitito. Pero cuando no hay una verdadera motivación, no hay oro que valga.