El embarazo como una metáfora. ¿Quién le teme al drama burgués? Que una historia transcurra entre casas de diseño y gente que no tiene problemas para llegar a fin de mes, tipos arribistas y señoras podridas en plata, no quiere decir que uno no pueda identificarse con la chica que sueña con llevar su primer embarazo a término y no puede. ¿Que se sobredimensiona el embarazo perdido, al convertirlo en monotema que obsesiona a la protagonista, al punto de que casi no puede pensar en otra cosa? Bueno, eso no es lo que la película piensa que hay que hacer en esos casos, sino el modo que tiene la protagonista de reaccionar frente a esa situación, y que la película ha elegido observar, por los motivos que sean. Hay que empezar a diferenciar lo que piensan los personajes de lo que piensa la película. Algunas veces coinciden, otras no. ¿Y si yo no me quiero embarazar, puedo ver la película? Obvio. Un embarazo, como cualquier otra cosa, es un embarazo y una metáfora. La carrera del realizador Maximiliano Pelosi se presenta, por ahora, oscilante, por decir lo menos. Su primera película, Una familia gay (2013), era un autodocumental en el que Pelosi se planteaba si casarse o no con su pareja gay. La siguiente, Las chicas del 3º (2014), era un grotesco chirriante y fallido. Protagonizada por Juana Viale y con Graciela Alfano en el papel de señora bián, Mariel espera muestra una voluntad de integrarse al mainstream nacional. Producción de tamaño mediano, Mariel espera es algo así como el equivalente siglo XXI, menos afectado, de las películas de Raúl de la Torre con Graciela Borges (Crónica de una señora, Heroína, Sola). Allí la Borges era el centro absorbente del relato, aquí lo es la nieta de Mirtha, a quien la cámara no abandona ni un minuto. En aquéllas la ex de Juan Manuel Bordeu era una señora burguesa con conflictos, aquí lo es la hija de Marcela Tinayre. El guion, casi más que guion es lo que se llama tratamiento, un protoguion reducido a una página. Mariel es una mujer joven que trabaja en una casa chic de iluminación de interiores, felizmente casada, embarazada desde hace tres meses, que en forma casi simultánea a la compra de su primer departamento junto con su marido se entera, al hacerse una ecografía, de que su primer embarazo se ha interrumpido. De allí en más entrará en crisis. En un punto, que el guion no desborde de peripecias es preferible, ya que esto permite concentrarse, más que en lo que pasa, en lo que le pasa a Mariel. Sí, de acuerdo, Juana Viale no es la Érica Rivas de La luz incidente o la Pilar Gamboa de la próxima El Pampero. Pero tampoco es la Juana Viale de La patria equivocada (2011) o de Mala (2013). Se la ve más comprometida con el personaje, o menos marmórea, o ambas cosas, a la ex del rompecoches Chano Charpentier. A su alrededor todo está en su lugar, desde las actuaciones (Diego Gentile como su marido, Karina K como su jefa y Dan Breitman como un compañero de trabajo) hasta los rubros técnicos. Demasiado en su lugar. Falta algo que rompa el orden, se dirá. Desde ya: esto es cine mainstream y una dosis de locura le vendría muy bien, empezando por la propia Mariel, que bien podría pasar de la neurosis a un cierto grado de psicosis. Pero esa sería otra película, que podría llamarse, por qué no, Mariel desespera.
El joven-oruga que deviene mariposa de la noche. Son historias que se vuelven a contar una y otra vez, porque se sabe que funcionan. El joven-oruga que vive en la oscuridad hasta que deviene mariposa. El padre largamente ausente que vuelve al reencuentro con su hijo, huérfano de madre. Una enfermedad terminal que acaba por sellar un lazo. La consagración final del don nadie, devenido artista exquisito. ¿Y si son historias mil veces contadas, contadas de nuevo como quien pulsa botones, por qué prestarles atención? Porque los actores creen en ellas como si fueran nuevas, como si fueran verdaderas, y así nos las hacen creer, con la compañía de una cámara que los acompaña con intensidad. Viva es una película irlandesa filmada en Cuba, producida por Benicio del Toro, escrita por Mark O’Halloran (Calvario, 2014) y dirigida por el irregular Paddy Breathnach (El crimen desorganizado, 1997). Jesús (Héctor Medina), un joven peluquero, peina las pelucas de Mama (Luis Alberto García), dueño de un club nocturno de La Habana, que presenta espectáculos musicales a cargo de drag queens. Clásicos inoxidables de la canción romántica caribeña, en la voz de Blanca Rosa Gil y Rosita Fornés, de alguna foránea como Massiel ¡y hasta Cacho Castaña!, interpretados por maquilladísimos caballeros en drag, que hacen lip sync. Jesús palía las dificultades económicas con algún rebusque como taxi boy, mientras sueña con ponerse el vestido y subirse al escenario. Pero no se anima a pedírselo a Mama. Hasta que se anima, la misma noche en que va por allí un hombre que resulta ser su padre, el ex boxeador Ángel, bastante venido abajo (Jorge Perugorría, con una panza que antes no tenía y un tórax de toro). Como puede verse, el guion es una suma de lugares comunes. Y encima Mark O’Halloran, que en Calvario había escrito el ídem de un cura católico, les pone a padre e hijo los nombres que les pone, vaya a saber por qué. Pero todo eso es barrido por las actuaciones –fieras, viscerales, en el caso de Medina delicadísima, en el de García de una imponente presencia natural– y por la proximidad de la cámara, que tiende a encerrar a sus personajes en espacios apretados, contra el fondo de las paredes descascaradas de La Habana. La fotografía de Cathal Watters es otro de los puntos altos, con colores saturados, muchos dorados en los atardeceres y contraluces y siluetas en el club nocturno, donde el timidísimo Jesús deviene Viva, la dama que lleva al público al delirio.
Cuando el terror se viste de negro. El debut como realizador de Peele tiene algo de sátira social, de thriller paranoico y del terror más desmelenado. ¿Fundación del black horror? Desde ya que no, teniendo en cuenta que en plena fiebre del blaxploitation de los años 70, hubo un Drácula negro llamado Blacula. Pero lo cierto es que de allí en más hubo más bien pocos realizadores afroamericanos dedicados a hacer cine de terror desde una perspectiva específicamente racial. Hasta el punto de que ni Spike Lee lo intentó. Y ahora de pronto aparece el menos pensado, Jordan Peele, cómico televisivo conocido en Estados Unidos por su dúo con su colega y amigo Keegan-Michael Key (en la primera temporada de la serie Fargo hicieron de dos detectives no muy brillantes), quien sobre guion propio produce el que se considera el debut más promisorio en el género en lo que va del año. ¡Huye! tiene algo de sátira social, de thriller paranoico y, claro, del terror más desmelenado. Ése que termina en una o varias mesas de operaciones, con aparatos extraños listos para concretar experimentos aun más extraños. Peele dice haberse inspirado sobre en The Stepford Wives, aquella novela de Ira Levin que conoció dos versiones en cine (años 70 y 2000). Recordemos: una recién casada (Katherine Ross, Nicole Kidman) llega con su marido a un lugar paradisíaco, donde las mujeres se comportan de manera ideal… para sus maridos. Resultan ser robots, y la protagonista deberá escapar de ese destino. Como en ambas versiones de The Stepford Wives, ¡Huye! está fotografiada con diafragma abierto y colores netos, resaltando la luminosidad de este paraíso. El joven fotógrafo afroamericano Chris Washington (Daniel Kaluuya) es invitado por su novia blanca Rose Armitage (Allison Williams) a pasar unos días en casa de sus padres, calmando sus inquietudes en el sentido de que no son racistas. Los padres de Rose, Dean (Bradley Whitford, conocido por su papel en The West Wing) y Missy (Catherine Keener, una de las musas del indie de los 90 y 2000) son la gente perfecta para pasar un fin de semana en su casa: tienen plata, instrucción y amabilidad. Dean es neurocirujano y hubiera votado a Obama por un tercer período si hubiera sido posible; Missy es psiquiatra, especializada en hipnosis. Lo que es un poco raro, y ellos lo reconocen, es que esta gente tan progre tenga personal de servicio de raza negra. Más raro aún, teniendo en cuenta que la casa, y la propiedad en su conjunto, evocan alguna de aquellas white mansions de Savannah o Tennessee, de tiempos del esclavismo. Pero lo más raro de todo es la conducta de los criados. Walter observa al recién llegado con resentimiento, y Georgina de pronto se queda abstraída, con ojos duros. El contacto con un amigo encenderá una alarma definitiva. La película de Peele es ambiciosa, sobre todo para una opera prima, y el realizador y guionista sale airoso. Cruza géneros con acierto (al mismo tiempo que aumenta la paranoia al interior de la finca, en el exterior crece la figura de Rod, el amigo de Chris, torpe agente de seguridad de transporte aéreo, que funciona como contrapeso cómico), logra muy buenas escenas de miedo (la carrera de Walter hacia cámara, en medio de la noche, pone los pelos de punta, y es lo más sencillo del mundo; la lotería con señas es una extravagancia) y en el terreno de la política racial desliza un par de comentarios de gran audacia. Uno es el de la letal envidia al hombre negro; otro, el de la poca confiabilidad de los liberals, que cuando se dan vuelta pueden ser de temer. Finalmente, claro, el hecho de que el protagonista negro se llame Washington, como el padre de la patria.
El instante presente. Sensibilidad sin sensiblería, medio tono sin medianía, emotividad en sordina, una cámara conectada con sus personajes: en Pinamar, Godfrid hace mucho más que seguir a dos hermanos. El joven protagonista de La Tigra, Chaco (2008) volvía a esa lejana localidad en busca de su padre, y en el camino se enamoraba de una chica del lugar, a la que conocía de la infancia. Los jóvenes hermanos de Pinamar viajan por un día hasta ese balneario con dos tareas: esparcir las cenizas de su madre y firmar la venta del departamento familiar. Uno de ellos tendrá en ese tiempo apretado un approach con una vecina de allí, a la que no ve desde hace tiempo. La Tigra, Chaco y Pinamar se parecen, no sólo en su historia sino en el modo –próximo, no pegoteado– con que la cámara acompaña, en ocasiones revela a sus personajes. Pinamar, primera película en solitario de Federico Godfrid, codirector de La Tigra, Chaco, confirma y amplía todo lo bueno que aquélla mostraba: sensibilidad sin sensiblería, medio tono sin medianía, emotividad en sordina, una cámara conectada con sus personajes como con un indestructible cordón umbilical. Los veinteañeros Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustín Pardella) están en uno de esos momentos-encrucijada, en los que el pasado sale al cruce del presente. La madre viene de morir (dato que se sabrá bastante más tarde; Godfrid esparce la información como ellos esparcirán las cenizas) y eso los lleva de vuelta a Pinamar, donde pasaron más de un verano, a reencontrarse con el departamento que van a vender, cancelando así parte de su niñez y adolescencia. En cuanto llegan se encuentran con la linda Laura (Violeta Palukas), hija del encargado del Dunas II, y su hermanito. De allí en más, Laura los acompañará en caminatas, cervezas y salidas nocturnas, incluyendo el juego de la botellita. ¿Se sigue jugando al juego de la botellita? Parece que sí. El de Pablo y el dos años más joven Miguel es un típico par dramático: Miguel es hablador, vital, extrovertido; Pablo es callado, serio, introvertido. Ya en la primera escena, cuando vienen en auto, Pablo maneja y Miguel no puede estar callado: se pone a hacer unos ruiditos graciosos (e infantiles) con la boca. Miguel se quiere quedar en Pinamar unos días. Pablo quiere volverse ese mismo día, tiene que trabajar. Cuando conozcan a Laura, Miguel va a intentar levantársela notoriamente y Pablo no va a mover un dedo. Sin embargo, llama a la inmobiliaria para avisar que van a pasar por ahí recién al día siguiente. Como en La Tigra, Chaco, Godfrid filma lo que tiene delante. No construye, más allá de los datos básicos, historias previas ni fueras de campo. No se sabe qué hacen ni qué quieren hacer más adelante ninguno de los tres protagonistas, por ejemplo. Tampoco se sabe demasiado sobre qué es lo que quieren en el momento, más allá de lo que sus gestos dejan traslucir. Porque eso sí lo filma Godfrid, con ayuda del director de fotografía Fernando Lockett: gestos, miradas, cuerpos, el instante presente. Es más: se podría decir que el instante presente es el verdadero protagonista de Pinamar. Además de director de cine, Godfrid lo es de teatro, y la frecuentación de ejercicios de improvisación se adivina en escenas como una en la que Miguel cerca a Laura, bailándole mientras toca el ukelele, en el living del departamento. O cuando Laura provoca al demasiado pasivo Pablo diciéndole “Cheto, turista” y sale corriendo por las dunas, a la noche, con ganas de ser atrapada. O en esa idea preciosa de que Laura “saca fotos con los ojos”, que consiste en un pestañeo delicioso. ¿Y qué decir de ese último plano general, donde la cámara parece despedir a unos personajes yendo hacia el futuro? Un plano tan infrecuente en el cine argentino, que mira corto. ¿Y el plano sostenido del mar? Respecto a Violeta Palukas, que brilla de una punta a otra de la película, hay un antecedente, el de Guadalupe Docampo, con quien sucedía lo mismo en La Tigra, Chaco. Hete aquí, por lo visto, un realizador que sabe cómo hacer brillar a sus jóvenes actrices. Chicas, tomar nota.
Conspiraciones para una comedia de bulevar. Se conoce como “teatro de bulevar” la modalidad teatral apuntada al puro escapismo, en la que, generalmente entre las cuatro paredes de una mansión burguesa y protagonizadas por un grupo integrado por parientes, amantes y allegados, se suceden una serie de conspiraciones eróticas y amorosas, que eventualmente pueden incluir algún cadáver en el ropero. Escrita por la realizadora Inés París con colaboración de su colega, el veterano Fernando Colomo, la española La noche que mi madre mató a mi padre (¿no debería ser La noche en que mi madre mató a mi padre?) es una comedia de bulevar en toda la regla, en la que el microclima en cuestión (la comedia de bulevar remite siempre a un ambiente cerrado) es el del cine. Evidenciando su popularidad en España, Diego Peretti hace aquí de un actor argentino llamado… Diego Peretti. Angel (el catalán Eduard Fernández) y Susana (María Pujalte) son ex marido y mujer, y siguen siendo una pareja de guionistas, que tienen listo un guion para el cual esperan contar no sólo con la participación de Peretti sino con algún aporte económico de su parte. Con la que no cuentan, porque no la ven para el género, es con Isabel (Belén Rueda, conocida sobre todo por El orfanato), actual pareja de Angel y experimentada actriz. Para recibir a Peretti han preparado una cena en el impresionante palacete que Angel e Isabel tienen en las afueras (¿tanto se gana escribiendo guiones y actuando?), con Susana como invitada y la inesperada visita de Carlos, ex de Isabel (un irreconocible y semicalvo Fele Martínez, el muchacho de Tesis) y la nueva novia de éste, una típica “bomba” descerebrada (Patricia Montero), que en cuanto ve a Peretti se pone a bailar bachata con él. En medio de ese clima entre distendido y ligeramente incómodo, y sin que parezca haber razones, Isabel envenena a Carlos con veneno para ratas. Como corresponde al género, es el comienzo de un juego de máscaras, con sus engaños cruzados, corridas, alianzas y resucitaciones. Versión inofensiva de Gran Hermano, La noche… es una película para matrimonios en salida de sábado a la noche. Todo es tan insustancial como la mousse de vainilla en la que Isabel disimula sus venenos (las comidas son esenciales a la comedia de bulevar). Son insustanciales las relaciones familiares (¿por qué algunos hijos son adoptados?) y las amorosas (¿odia Ángel a Isabel, o nos pareció nomás?). Insustanciales los oficios: ¿cómo puede ser que un escritor de policiales con oficio se comporte como un pavo cualquiera a la hora de resolver el crimen? Y la lógica: Alex y Susana son, por lo visto, la primera pareja de coguionistas-productores que se conozca. Insustancial, finalmente, la vida humana: el resultado de una muerte es que una actriz consiga un papel, y esto no parece afectarle a nadie. En su cuarto papel en el cine español, Diego Peretti está, como de costumbre, notable, incluso en una escena de comicidad muda que se sale de su registro habitual y donde resulta francamente desternillante.
Cuando las imágenes adquieren sentido. Filmado con una cámara que podría o no ser la de un celular, Shalom bombón empieza como el registro de un viaje por Israel pero a medida en que muros, soldados y el odio racial reemplazan a los paisajes, el diario turístico se vuelve inexorablemente documental político. “Yo no vine a hacer una investigación periodística ni histórica”, decía la voz en off de Nicolás Avruj en Nosotros, ellos y yo, documental de viaje por Israel que empezaba siendo más o menos turístico y al que la realidad de la zona volvía político casi a su pesar. Algo semejante le sucede a Shalom bombón, ópera prima de Sofía Ungar, presentada en el Bafici 2016, que puede verse hoy y mañana con entrada libre en Kino Palais, sección cinematográfica del Palais de Glace. Filmada con una cámara que podría o no ser la de un celular (la información de prensa no lo aclara), Shalom bombón es, para todos los efectos, un documental de viaje como el que cualquier hijo de vecino puede filmar, con algunas nociones visuales más, teniendo en cuenta que quien lleva la cámara es fotógrafa. En tanto ese viaje es por Israel, el documentalito con amigos, besos (los protagonistas son veinteañeros), reliquias históricas y paisajes va siendo poblado por muros, soldados, odio racial y misiles. Allí el documentalito se vuelve documental. “Taglit Birthright Israel/Argentina es una asociación entre Israel y la comunidad judía local que ofrece viajes educativos a Israel. Para jóvenes adultos judíos, entre 18 a 26 años, que no conozcan el país.” Eso dice en la página de la Amia sobre Taglit o Bria, la asociación por la que Sofía Ungar y otros cuarenta jóvenes fotógrafos viajaron a Israel en 2014. A los 26, es la última oportunidad para Sofía de hacer uno de estos viajes. Como le sucedió a Nicolás Avruj, la guerra le cambia los planes. Días antes de la partida, Hamas comete un atentado mortal contra tres jóvenes israelíes. Ocho chicos del contingente de Sofía se bajan del viaje. A ella, en cambio, el roce con la guerra “real” le da “adrenalina”. “Pensaba hacer un falso documental sobre la búsqueda de novio, pero la situación de guerra me cambió el proyecto”, dice en off. De allí en más, y manteniendo siempre el canon estilístico del documental casero (dispositivo a la vista, evidencia de la presencia del camarógrafo, miradas y diálogos a cámara), Shalom bombón (título que la película no se molesta en explicar) no alternará sino que mezclará los datos de la estudiantina (grititos nerviosos de las chicas, juegos adolescentes tardíos, alguna desnudez picarona) con los de la confrontación con la tierra de los mayores. “¿Los que están allá son israelíes?”, empieza preguntando una chica algo desorientada al guía (que es turístico y político) en el primer viaje en ómnibus, señalando más allá del muro, hacia Gaza. A diferencia de Nosotros, ellos y yo, no hay en Shalom bombón un paso del otro lado, ni tampoco la palabra de algún palestino israelí. En verdad no parece haber entrevistas en el curso de la película, sino apenas la grabación de las voces que se presentan. Algo así como una política de lo aleatorio. Eso no está mal de por sí, pero en este caso concreto empobrece el repertorio de voces. “Que haya un muro en Estados Unidos no quiere decir que esté bien que haya un muro”, se rebela otra chica. Un hallazgo son las siluetas de soldados israelíes, apostados en casamatas y apuntando sus rifles de chapa hacia Siria, para recordar la Guerra de los Seis Días. El intercambio más movido se produce con alguien a quien no se presenta, pero que dice haber sido suplente del corresponsal en Medio Oriente del diario Clarín, y que cuestiona lo que considera lugares comunes del progresismo internacional en relación con el Estado de Israel. Una chica del contingente plantea la contradicción entre ser de izquierda y hacer ese viaje, organizado por asociaciones sionistas. Ungar se cruza con un joven israelí que califica a los palestinos de “bichos”, y recuerda que en el Museo de la Shoá hay documentos nazis que hablan de los “bichos” judíos. De pronto, a los 64 minutos, Shalom Bombón termina, en medio de una escena en la que Ungar asocia al desierto con la muerte. Es un final de una enorme brusquedad, que sonará a deliberación o inconclusión, según el ojo del observador. En todo caso, esa crudeza parece ser del mismo orden que la que dificulta una mayor cocción de la película en su conjunto. Entendida ésta como algunas dosis faltantes de elaboración, de tratamiento, de modulación, que permitan el paso de la captura en vivo a una mayor reflexión del material sobre sí mismo.
Una historia de códigos compartidos. La película de Gerardo Olivares tiene como protagonistas a un guardafauna ermitaño, una madre española, su hijo con autismo y una orca entrañable. En la relación de los personajes hay una dosis de verdad que trasciende la mera suma de tópicos gancheros. Como se sabe, el cine industrial suele construir sus historias apelando a fórmulas dramáticas y “pernos” narrativos, que bien ajustados permiten, se supone, hacer andar la máquina. Pero un relato cinematográfico no es una máquina inhumana: para no bajarse y tomarse otro, el espectador necesita creer que en ese rodado viaja gente de veras. No es lo mismo gente que actores: actores pueden ser simples muñequitos al servicio de ideas, guiones, tramas o efectos especiales. En la pantalla tiene que haber gente en la que el espectador pueda proyectarse: el cine es un fenómeno de proyección. Últimamente, algunas películas industriales logran traspasar el carácter inhumano que de por sí define a esa clase de cine. El de El faro de las orcas es un caso, con la particularidad de que ese traspaso se da en el curso mismo, dejando ver las dos versiones: la maquinal y la que no lo es. Los pernos de esta coproducción hispano-argentina –basada en una novela y dirigida por el andaluz Gerardo Olivares– son Beto, un ermitaño guardafauna de Península Valdés (Joaquín Furriel), Lola, una bonita española (Maribel Verdú) y el hijo de ésta, un niño de once años llamado Tristán, que padece de autismo (Quinchu Rapalini). Lola ha viajado estos 16.000 km junto a Tristán porque viendo en televisión un documental en el que Beto jugaba con unas orcas, detectó en su hijo una emoción inusitada, y tiene esperanzas de que el contacto con esos cetáceos permita su curación. Todo está preparado para encajar: el guardafauna buenmozo y solitario, la bella mujer separada, la posibilidad de curación de un mal grave, siendo el cine tan afecto como es a toda forma de superaciones, segundas oportunidades y curaciones, y hasta la orca amiga de Beto, que acude presta al llamado de su armónica (¡como si fuera el fiel alazán de algún cowboy!), para dejarse acariciar por su “amigo costero”, como el propio Beto se denomina (¿son en verdad las orcas tan sociables con los humanos como los delfines?). Y esos dos solitarios que son Beto y Tristán, que tal vez puedan encontrarse más allá de las barreras del comportamiento. Todo esto conforma El faro de las orcas-máquina. La diseñada en distintas computadoras, teniendo en cuenta estadísticas sobre gustos del público. Pero en algún punto se produce una conspiración entre el realizador y sus actores, que no subvierte ese diseño pero le provee una verdad que no tenía. Entonces las miradas entre Furriel y Verdú hacen creíble lo que hasta ese momento era pura imposición de guion, un gesto de Tristán se convierte en encantador código compartido entre los tres, puede creerse que el chico huya a caballo y se interne en el mar en busca de su nueva amiga, y que ésta lo reciba también como tal, abriendo su bocaza no para devorarlo sino para festejarlo, emitiendo esa clase de ultrasonido típica de los delfines. Y que el guion, coescrito por Lucía Puenzo, tenga la delicadeza de dejar la relación de Beto y Lola en estado de suspensión. Al que habría que darle un tirón de orejas es al compositor Pascal Gagne, cuya banda sonora no para casi un minuto.
Iluminados por un fuego muy distinto. A diferencia de la película de Tristán Bauer sobre la guerra de Malvinas, donde no había héroes sino víctimas de las decisiones de sus superiores, en la ópera prima de Fernández Engler, premiada en el último Festival de Mar del Plata, se reivindica la leyenda de un soldado. Coproducida por una iglesia evangélica cordobesa llamada Cita con la Vida, con apoyo de las tres fuerzas armadas, y dedicada lisa y llanamente “a Dios”, sería muy fácil e improcedente caerle encima a Soldado argentino sólo conocido por Dios por esos datos de contexto. Corresponde en cambio, como ante toda obra, evaluarla –eventualmente criticarla– por lo que es, por el texto. Ganadora de la sección Panorama en la última edición del Festival de Mar del Plata, coescrita y dirigida por el realizador cordobés Rodrigo Fernández Engler, Soldado argentino… (la del título es una fórmula equivalente a la de “soldado desconocido”) parafrasea, en su segunda parte, una leyenda malvinera, la del soldado Pedro, combatiente que habría seguido peleando después de que su regimiento se rindió. No por nada la otra dedicatoria de la película, además de Dios, es “a los héroes de Malvinas”. En este sentido, y en varios más, la película de Fernández Engler representa el polo opuesto de Iluminados por el fuego, donde no había héroes sino víctimas de las decisiones de sus superiores. Como en la película de Tristán Bauer, hay en el centro de SASCPD dos amigos, que cuando llegan a Malvinas ya no lo son. Al volver de la colimba a su pueblito de Traslasierra, Ramón (Sergio Surraco) encuentra que Juan (Mariano Bertolini) se puso de novio con su hermana Ana (Florencia Torrente), y no perdona lo que considera una traición. “Volvió muy cambiado”, dice Juan, refiriéndose a que su ex amigo quiere seguir la carrera militar. A él, en cambio, le gusta dibujar, y se anota en Bellas Artes. Pero lo convocan para la colimba, sus padres impiden un intento de deserción, lo destinan a Chubut y en Chubut lo meten en un avión y lo mandan a un destino incierto que resulta ser Malvinas, el 2 de abril de 1982. Como la mayor parte de las películas de guerra, el protagonista de SASCPD (al menos en la primera mitad) es grupal: se trata del pelotón que integra Juan, mientras Ramón, con quien se reencuentra allí, se va a pelear a Puerto Argentino, a la primera línea de fuego. Hay un corte y un salto temporal, tras el cual sobrevienen las secuelas de guerra. Juan, que se apartó del mundo y se recluyó, se reencuentra con uno de sus compañeros (Ezequiel Tronconi), que está en silla de ruedas. Algunos quedaron en Malvinas, otros se suicidaron, las asociaciones de Veteranos colaboran con la reintegración. En busca de Juan viene Ana, convencida de que el soldado Pedro de la leyenda es su hermano Ramón. Técnicamente impecable (la fotografía de Sebastián Ferrero entrega tonos oscuros dentro del avión y cielos dorados o cargados en Malvinas) y muy bien actuada por un elenco parejo y compacto, en términos dramáticos y narrativos SASCPD es irreprochable y, en ocasiones (el audaz salto temporal de la mitad, el plano final, que termina con una elipsis), excelente. Lo discutible es el punto de vista. La de SASCPD es, del lado argentino, una guerra asombrosamente prolija. Todas las armas funcionan, ninguna se traba, ni está oxidada, ni dispara al revés. No faltan provisiones, afanadas por la superioridad. No hay un solo oficial que trate mal a un soldado, que lo castigue, que lo estaquee. En síntesis: se siente el apoyo de las tres armas. El único soldado creyente (“soy evangelista”, aclara) es poco creíble: cuenta, como si nada, que habla con Dios. En cuanto al heroísmo de Ramón, puede entenderse como tal o, perfectamente, como sobreactuación o delirio. Ponerle el pecho a las balas siempre lo es, pero en el caso de él hay que tener en cuenta que se trata de un tipo con cabeza de milico, capaz de ponerse como loco porque su amigo se puso de novio con su hermana, y de entrar en su casa como quien invade la trinchera enemiga, dispuesto a barrer con todo. Un último apunte con respecto a Ramón: Sergio Surraco tiene 39 años y se le notan. ¿Cómo se les ocurrió a los responsables de la película intentar hacerlo pasar como colimba?
Realidades paralelas y pesadillas tangibles. Tras el paso en falso del debut con Naturaleza muerta, definida como “thriller vegano” (2014), el realizador Gabriel Grieco ajusta la puntería con Hipersomnia, donde cuenta con la ayuda en el guion de Sebastián Rotstein, coguionista y correalizador de la reciente Terror 5. La idea sobre la que trabaja este opus 2 de Grieco es la de las realidades paralelas, o la de las pesadillas demasiado vívidas –o las alucinaciones–, o la del doble. La abundancia de disyunciones no habla de un cualunquismo de guion sino de una ambigüedad bien manejada, en la que termina por no importar demasiado qué entidad tiene esa realidad otra en la que la protagonista ingresa cada vez con mayor frecuencia, sino lo que pasa ahí dentro. Que no se parece a un paraíso, sino más bien a lo contrario. “¿Sabés cómo elegía Godard a sus actores?”, le dice el director de teatro Federico del Pino (Gerardo Romano) a la principiante Milena (Yamila Saud). “Los citaba en un bar, se sentaba en una mesa donde no podían verlo y los observaba, para ver cómo actuaban en la vida corriente.” Un par de minutos más tarde se retira y llega una chica (Sofía Gala), que le tira a Milena toda clase de ondas. Y no de palabra. El clásico tema de la manipulación de la actriz principiante por parte del director veterano pronto va a ceder el centro de la escena, cuando Milena despierte en un tugurio oscuro, no del todo igual a sí misma pero no del todo distinta, rodeada de un grupo de chicas vestidas con poco más que lencería y visitada por varios pesados de sórdido aspecto. En un primer momento cabe la posibilidad de que esto sea parte de un ejercicio teatral extremo urdido por Del Pino. Cuando los golpes dejan paso a un sádico torturador enmascarado, queda claro que no. Con Nazareno Casero como el novio de Milena, Gustavo Garzón como un compañero de actuación no muy conforme con su nueva partenaire, Jimena Barón, Vanesa González, Candela Vetrano y Florencia Torrente como pupilas del prostíbulo, Daniel Valenzuela y el genial Chucho Fernández como los pesados, un eficaz Peter Lanzani como el “malo bueno” del lugar, una convincente Fabi Cantilo como madama y varios cameos de músicos de rock & pop (Juliana Gattas, Claudia Puyó, Daniela Herrero), las actuaciones de Hipersomnia son desparejas, pero las buenas pagan por las que no tanto. El verosímil está muy bien construido, cuando pudo haberse caído a pedazos. La idea de convertir súbitamente a las chicas en guerreras implacables, en cambio, tanto como la de ligar la película con la temática del secuestro y tráfico de personas en la Argentina suenan inconfundiblemente marketineras.
La crueldad bajo el signo del dinero. El director de Un oso rojo vuelve a las primeras ligas con esta película basada en la novela Bajo este sol tremendo. Leonardo Sbaraglia y Daniel Hendler encabezan un elenco notable, que enriquece la historia que transcurre en un pueblo semidesértico. “¿Cuánta guita hay?”, pregunta Danielito. “Más de la que viste en toda tu vida”, responde Duarte, con sonrisa casi lujuriosa. Guita, guita, guita. Todo es cuestión de guita en El otro hermano, regreso con gloria de Adrián Caetano, tras unos años de andar medio perdido. Todos parecen estar detrás de la guita en la desolada, reseca y herrumbrada Lapachito. Si algunos la tienen son otros, fuera de cuadro. ¿El intendente Morales, tal vez, que aparece sólo en los carteles y tiene ese apellido posiblemente inadecuado? ¿Será otro intendente de Itatí este intendente de Lapachito? Lo cierto es que allí donde otro cartel promete la construcción de un Polo Científico de Lapachito, no hay nada que no sea polvo, baldío y pedrusco, así que muy cumplidoras las autoridades del lugar no parecen. Pero a nosotros nos interesan Duarte, Danielito, su padre muerto, su madre viva, Cetarti y su madre y hermano muertos. La población de El otro hermano, la película que, basada en la novela de culto Bajo este sol tremendo trae de vuelta a Adrián Caetano a las primeras ligas, tan hiriente como un chorro de ácido sobre el capó de un auto viejo. La novela del chaqueño Carlos Busqued transcurre al borde de la selva nordestina. La película que Caetano coescribió (apenas disimulado bajo el nombre I. A. C. Suparregui) junto a Nora Mazzitelli (proveniente de la televisión) reconvierte el ambiente en un semidesierto, filmado en la provincia de Buenos Aires pero ubicado, en términos ficcionales, en la misma zona. Calor, transpiración, agobio. ¿Por qué no mantener el título de la novela, que tiene atracción, misterio y responde perfectamente al clima de la película, en vez de remplazarlo por este soso El otro hermano, carente de resonancias? Hasta el lugar llega Cetarti (Daniel Hendler), llamado por Duarte (Leonardo Sbaraglia, quien viene de recibir un premio en el Festival de Málaga por este papel), que le avisó que el amante de su madre la mató de un escopetazo, a ella y a un hermano con el que Cetarti tenía poco contacto, y después se suicidó. Desempleado (“¿Renunciaste a un empleo público? Debés ser el único tipo en el mundo que hace eso”, se asombra el truchísimo Duarte) y dedicado full time al arte de fumar porro, Cetarti no parece demasiado conmocionado con el doble crimen. Aunque ver los cráneos reducidos a cenizas rojas por los escopetazos desde corta distancia no le resulta tarea fácil. La fauna de El otro hermano está compuesta por tres clases de especímenes: los crueles, los indiferentes y los que pueden dejar de ser indiferentes para volverse crueles. Algo así como el “poronga” del lugar, Duarte, suboficial retirado de la Fuerza Aérea, vive haciendo toda clase de chanchullos. Uno de ellos es el cobro del seguro de la madre y el hermano de Cetarti, para repartir entre el recién llegado, obviamente él y lo que él llama “las palometas”, que son los que perciben los “diegos”. Claro que al mismo tiempo Duarte es el albacea de Molina, el suicidado, que también era suboficial retirado. Otro egregio representante del comercio local es el chatarrero, que compra y vende lo que sea, desde viejas revistas Selecciones del Reader’s Digest hasta autos hechos pelota (Pablo Cedrón está genial, como varios otros integrantes del elenco). Otra rama comercial que Duarte practica es la de los secuestros, usando como ayudante a Danielito (Alian Devetac, otro de los geniales) y violando eventualmente al secuestrado, aunque se trate de un Down. Un par de planos solitarios sobre la viuda de Molina (Angela Molina, reconvertida en una anciana), engañada durante años con la otra mujer, generan una súbita, inesperada piedad para con ella. En el papel de la segunda secuestrada, una descompuesta, desesperada Alejandra Flechner es la tercera genia de la lista. Con ella la película termina de hacer un giro en U que la deja ante las puertas mismas de lo goyesco. Lo del giro en U es deliberado, ya que El otro hermano recuerda mucho (con menos dosis de grotesco) esa otra temporada en un hades de provincias que fue Camino al infierno, de Oliver Stone (U-Turn, 1997). A su vez, la naturalización del secuestro en el contexto de una vida más o menos familiar, ahora con el debido siniestro, no sólo dialoga sino que en verdad corrige El clan, de Pablo Trapero. Otra película reciente con la que El otro hermano dialoga es El ciudadano ilustre. En ambos casos se aborda cierta sensación de “tierra baldía” en un pueblito del interior, desde la mirada de un porteño. Pero mientras que en la película del dúo Cohn-Duprat ese porteño es un encumbrado representante de la cultura, en la de Caetano es un fumón cuyo futuro inmediato consiste en irse a alguna playa brasileña, no sabe para qué. O sea que no hay superioridad que valga: la tierra baldía es el país entero.