Cuento de aparecidos que tarda en descubrirse. Una cosa es la ambigüedad, la pluralidad de sentidos. Otra la pluridispersión, el “todo puede ser”. La primera opción pone en jaque las interpretaciones unidireccionales y disemina un relato en varios posibles. La segunda, al no trabajar sobre un verosímil posible sino varios, termina generando un cualunquismo del relato, por el cual, sumado a importantes baches de información, todo da lo mismo. En Vigilia, ópera prima de Julieta Ledesma, un muchacho que podría ser, o no, el hijo de un matrimonio, vuelve a casa de sus padres (o no) en un paraje rural de lo que parecería ser el litoral argentino o uruguayo, es reconocido (o no) por ellos, encaminándose la peripecia a una tragedia que se respira en el aire, pero cuya raíz el espectador ignora. Por la abundancia de silencios, se advierte que las cosas no andan bien entre Ernesto (Osmar Núñez) y Carmen (la actriz uruguaya Mirella Pascual, recordada sobre todo por Whisky). Hay una mujer, Tessie (María Inés Sancerni), a cargo de Carmen, quien por lo que sus reacciones indican viene de atravesar una seria crisis psíquica, cuyas secuelas no se han disipado. En un momento dado aparecerá Santiago (Pablo Ríos), un muchacho de camisa roja y pantalón rojo, a quien Carmen y Ernesto recibirán alternativamente como el hijo o como un extraño que se hace pasar por tal, de modo que el espectador quedará un poco en babia. Sobre todo teniendo en cuenta que la información que la película suministra colabora con ese atontamiento. Como un flashback (que no está claro quién lo tiene) en el que se ve a un soldado que podría ser Sebastián (o no) combatiendo (¿y muriendo?) en Malvinas (¿en Malvinas; pero entonces cuándo tiene lugar el relato?). Sebastián funciona a su vez como una suerte del Terence Stamp de Teorema, pero en menor escala, luciendo aspecto salvaje (o cabello despeinado, al menos), tirándole un piquito a su padre (¿o no es su padre?) y buscando en otro momento contacto sexual con el peón de la finca (Jorge Román, el recordado protagonista de El bonaerense). A propósito de salvajismo, Sebastián se ve asociado con Arón, el perro familiar, adecuadamente negro, quien tras su regreso se habría vuelto cimarrón (¿es esto posible?) y por cuyo lado, y el fusil de Ernesto, se desencadenará la tragedia, como en un cuento campero. Tal vez lo que se quiso contar fue esto, una suerte de cuento rural de aparecidos, pero para ello faltó concentración y sobró dispersión. Hasta el punto que la que más aparece en cámara es María Inés Sancerni, y ese detalle es revelador: si la que más aparece es la enfermera, el cuento de aparecidos no se está narrando bien.
Terror sin concentración, condensación ni unidad. La culpa la tiene Justin Haythe y, en parte, Gore Verbinski. Justin Haythe es el guionista de La cura siniestra y Gore Verbinski el director. Pero lo que importa, para el caso, es que Verbinski es el coautor, junto a Haythe, de la historia original. Ambos tienen la culpa por haber armado la historia sobre la base del simple apilamiento de elementos diversos y dispersos, y encima haberle dado a la película una duración descomunal para una de terror, récord histórico hasta donde alcanza la memoria: dos horas y media. Le sobra una hora a La cura siniestra, y le falta concentración, condensación, unidad. Una lástima, porque la premisa de un tipo que viaja hasta un lugar X de Europa central a rescatar a otro de un sospechoso centro de salud tiene, además de muchas resonancias, mucha miga para hincar el diente paranoico. Pero acá no hay miga que valga, ante tanta leche servida desde tantas jarras, que termina licuando todo. El CEO de una gigantesca compañía neoyorquina abandona la compañía y deja una carta de despedida de lo más New Age, anunciando su retiro en aquel centro de salud. La comisión directiva lo necesita sí o sí para firmar unos papeles de los cuales depende su continuidad, y para ello envían a un yuppie de la compañía, una maquinita de lo más implacable llamada Lockhart (Dane DeHaan, acierto de casting). Antes de eso, murió de un infarto el ejecutivo que debería haber ido en lugar de él, un hecho totalmente innecesario. Uno de los detalles más interesantes del guión: el centro de salud ocupa el emplazamiento de un antiguo castillo maldito, ubicado sobre una elevación, como podría serlo el de Drácula o cualquier otro cuento gótico. La gente del pueblito, que está a nivel de la superficie, teme y abomina a sus habitantes, y Lockhart viajó hasta allí como podría haberlo hecho Jonathan Harker. Sobre el final se retomará la referencia al terror gótico, con el corrimiento de una máscara y la aparición del horrible rostro que yace debajo de ella, como en El fantasma de la Opera. Y está también el incendio del castillo, como en Frankenstein. Bien. Lástima, otra vez, que sobre esto se superpongan multitud de otras citas, referencias y datos, que tiran para otros lados. La idea del centro de salud parece salida, de hecho, de una novela de Ballard. Pero además hay un agua mala, anguilas king size multifuncionales, cuerpos en estado de suspensión como los de Coma, una maldición que se remonta a doscientos años atrás como en un cuento de Poe, un enfermero que lee La montaña mágica como cita autorreferente e inconducente, un diente taladrado al cuete, el viejo truco de las pesadillas... Daría la sensación de que, como la película dura dos horas y media, los responsables se vieron obligados a esforzarse en la proliferación. Pero quién los obliga a alargar la película si no ellos mismos...
De terror, pero como las de antes. Con el espíritu de las clase B de los tiempos del cine de estudios, el film de Schindler se manifiesta como fábula de ambición económica, guerra de exterminio, corrupción de inocentes y disfuncionalidad familiar. El resultado es tan inquietante como perturbador. Intrusos, una película que gira alrededor de un secreto que no puede develarse. Intrusos, una película que gira alrededor de un secreto que no puede develarse. En tiempos del cine de estudios, la clase B, destinada a la producción de género barata y de escasa calidad, solía producir sorpresas fulgurantes, ya que no siempre la calidad resultaba tan escasa como se presuponía. Algunos géneros, sobre todo –el terror, la ciencia ficción, el cine negro– dieron en esa zona de la producción hollywoodense, menos controlada que la de las películas “importantes” y por lo tanto con mayores márgenes de libertad, una importante cosecha de perlas inmortales, desde Cat People (…) hasta El increíble hombre menguante (…), pasando por Gun Fury (…) y Detour (…), para nombrar sólo algunas. Con la caída de los estudios en los años 60 y 70, esas sorpresas dejaron de presentarse, salvo de modo muy ocasional, con equivalentes aislados de aquella vieja clase B. Con un decorado único, sin nombres conocidos (salvo una sola excepción) delante y detrás de cámara y recibida con la mezcla de indiferencia o desprecio que se le suele dedicar a esta clase de films, Intrusos es lo más parecido a una clase B de aquéllas que se haya visto en mucho tiempo. Y, sí, es una gratísima sorpresa. Más que grata inquietante, incómoda, perturbadora. Escrita por T. J. Cimfel y David White, y dirigida por Adam Schindler, Intrusos presenta un serio problema para hablar de ella: es una película que gira alrededor de un secreto que no puede develarse. Se contará lo que se pueda. En una casa ubicada en medio de la pradera, un hombre enfermo de cáncer muere. Su única heredera es su hermana Anna (Beth Riesgraf), que vivía con él y no piensa mudarse, entre otras cosas porque sufre de agorafobia. Tiene un único contacto con el exterior: Dan, el delivery boy que todos los días le trae las raciones de comida (Rory Culin, único nombre conocido del elenco). El mismo día de la muerte Anna escucha un auto y ve bajar de él a tres desconocidos, que se dan indicaciones para hallar el botín, suponiendo que ella está en ese momento en el funeral. Anna se oculta dentro de la casa, aprovechando el laberinto de cuartos, escaleras, sótanos y pasillos, que los intrusos no conocen. Estos, a su vez, son del tipo improvisado, lo cual le dará un buen hándicap. Pero ese hándicap no durará mucho. Esto, sin embargo, es sólo el comienzo, porque la casa comenzará a “comportarse”, si se quiere, de manera extraña. Un “comportamiento” cuyo sentido halla su origen en ciertos traumas familiares del pasado. Desde ese momento hasta el último fotograma la tensión no hará más que crecer y crecer, con el propio Schindler echándole fuego cinematográfico desde el montaje. Intrusos no es “la película de terror de la semana”, esa puntualmente construida en base a una serie de lugares comunes que los espectadores del género reconocen y reclaman. No. Esta se atreve a invertir valores, a desparramar perversiones, a cultivar un nihilismo radical, como pocas películas contemporáneas se animan a ensayar. Habría que pensar en films del austríaco Michael Haneke, del holandés Michael Verhoeven (Black Book, la inminente Elle), del último Tarantino eventualmente, para poder dar con semejante dosis de negrura universal. Universal pero estadounidense. No hay aquí ni media referencia concreta a los Estados Unidos, y sin embargo esta fábula de ambición económica, guerra de exterminio, corrupción de los inocentes y disfuncionalidad familiar es virulentamente estadounidense. Como Los 8 más odiados. ¿Film fundacional de la Era Trump? Es tentador pensarla así, pero no: la película es del 2015. El final, jodidísimo, propone que la mejor manera de curar una enfermedad psíquica muy arraigada es haciendo una catarsis que consiste en asesinar a todos aquellos que pongan la propia vida en peligro. ¿Empoderamiento femenino? Sí, pero pagando el precio de la salud mental. Digno final para una película que de buena no tiene nada. Por eso es buena: porque reconoce que la cosa está mal. Y de eso no hay quien se salve.
Un constante proceso de búsqueda Más que un documental, Las lindas trabaja con lo documental, para darle a ese material forma de ensayo: para quién sonríe una mujer, para quién se pone “linda”, qué significa estar “linda”. “Muy bien, caballero”, le dice el empleado de Starbucks a Melisa Liebenthal al tomarle el pedido. Parece un poco excesivo, por más que Melisa se haya cortado el pelo muy cortito: por las fotos no da la impresión de que aun así la chica tenga tanta pinta de muchachito. ¿Habrá ocurrido ese episodio en realidad o fue armado para la película? Da lo mismo. Más que ser un documental, Las lindas trabaja con lo documental, para darle a ese material forma de ensayo. Ensayo personal de la realizadora alrededor de ciertos temas muy propios, que la obsesionan y que resultan no ser tan exclusivos de ella. Para quién sonríe una mujer, para quién se pone “linda”, qué significa estar “linda”, por qué se depilan las mujeres, qué sentido tienen el vello y el pelo, cómo es vista una mujer que no tenga novio, qué clase de amistad puede establecerse al interior de un grupo femenino. Lo notable, lo ejemplar de la ópera prima de esta joven graduada de la FUC (Buenos Aires, 1991), presentada en Rotterdam y en el Bafici 2016, es que todas esas cuestiones tan generales son tratadas siempre como absolutamente particulares. Empezando por ese yo, el de Melisa, que narra sus penurias, y eventualmente las de sus amigas, desde el off, cámara digital en mano. Las lindas es un singular relato de crecimiento, en tanto lo que crece no es un personaje sino una voz. Una voz que en los primeros dos planos se presenta como incómoda para su propia dueña: habla por teléfono y desde el otro lado la tratan de “señor”. De ahí en más y por un largo tramo, la voz será la depositaria de una identidad en estado de vacilación, frente a unas amigas fuertes, convencidas, poderosas, que en plena adolescencia parecen dominar ya todos los secretos de la seducción. Liebenthal, detrás de cámara, titubea, hace acotaciones de compromiso, se resigna al papel de segundona, comenta que ella mucho no sabe de esas cosas. Pero entonces Liebenthal decide asumir el protagonismo y, aprovechando el enorme acervo fotográfico familiar, comienza a interpelar a su propia imagen, a la imagen que los demás esperan ver de ella, a la imagen que a ella misma le gustaría ver de sí misma o tener. Y avanza en ese sentido, planteándose el mandato cultural sobre el largo del pelo según el sexo (mientras las fotos muestran una asombrosa variedad de cortes y peinados practicados sobre su propia cabeza), el otro mandato sobre el vello en las axilas, piernas y otras zonas (algunas de las cuales muestra en vivo) y un mandato más, éste bastante más fuerte: el de la imprescindible compañía de un hombre para la mujer. Después de esa suerte de “período del espejo” reaparecerán las amigas, ya veinteañeras, algunas de ellas con tantas inseguridades como Melisa. Es particularmente iluminador el monólogo de una de ellas, Josefina, bella y espigada modelo (además de muy dotada comediante), que sólo se considera como tal por la mirada de los demás. A propósito, corre por Las lindas un subtexto que derriba lugares comunes: hay aquí un grupo de amigas que se mantiene como tal, incólume, desde la infancia hasta los veintipico, sin que asomen venenos, envidias ni puñaladas traperas. Parecería que las amistades largas y francas no son exclusivas de los hombres. Ahora bien, ¿qué pasa con Melisa a todo esto? La película la deja como en estado de work in progress. No estamos aquí, por suerte, ante una a la manera de Hollywood, que empiece con la chica-patito feo y termine con la chica-cisne. No. Melisa queda en proceso de búsqueda, consultando a una amiga astróloga que le cuenta sobre su luna en Géminis y le dice algo entre sabio y misterioso: debe “desidentificarse de lo conocido”. Continuar su relato de aprendizaje, podría pensarse, para formularlo en los términos expresados más arriba. ¿Continuará? Dan ganas de saberlo.
Un artista en plan de evasión. Hay algo del universo de Bioy Casares en la mansión que pasa por residencia artística y en la que el protagonista queda recluido. Basada en un relato de Samanta Schweblin, autora de la premiada novela Distancia de rescate, La valija de Benavídez tiene un final sorpresa muy propio de los cuentos… con la salvedad de que el cuento original no lo tiene. La muy libre adaptación de La pesada valija de Benavides (título original del relato de Schweblin), hecha en conjunto por la realizadora Laura Casabé y Lisandro Bera con asistencia de Valentín Javier Diment, guarda para el final el as que el relato original da vuelta de entrada, cambiando por completo sus puntos de apoyo y dando por resultado que la película dirigida por Casabé resulte de las que en razón de su final deben ser repensadas íntegramente. Hasta el punto de que puede considerarse que hay dos Valijas de Benavídez (del relato a la película, el apellido del protagonista cambió de letra): una que se extiende desde el comienzo a la última escena y otra que a partir de ésta pide ser “leída” de atrás hacia delante. El cartel de Norma Aleandro y una escena inicial que la tiene por protagonista parecen querer ratificar lo que el espectador tal vez suponga o haya ido a buscar: que La valija de Benavídez gira alrededor de ella. Cuando en verdad el suyo es un papel secundario, algo aumentado, para poder estar a la medida de su nombre. La verdadera película comienza en la escena siguiente, cuando el tal Benavídez, joven y torturado artista plástico (el infalible Guillermo Pfening) discute acerbamente con la que parece ser su mujer, recoge su valijón y se va de su casa, yendo a parar, en estado de desesperación, a la mansión de su psiquiatra, el doctor Corrales (Jorge Marrale). Algo molesto con la intrusión del paciente, el médico acepta darle refugio por esa noche. A la mañana siguiente el temple de Corrales es muy otro, intentando retener a toda costa al desorientado Benavídez en esa suerte de residencia de artistas que se parece mucho a una prisión con barrotes de oro. Hay algo resueltamente bioycasareano en el resbaloso doctor Corrales, su manipulador ejercicio del poder médico, su mansión llena de pasillos y su residencia como laboratorio artístico. Puesta en escena con prolijidad y apostando a la progresiva creación de climas ligeramente extraños (como sucede, de hecho, con la literatura de Schweblin), La valija de Benavídez entronca con cierto sector de la producción actual de cine de terror argentino (films como Necrofobia, 2014, de Daniel de la Vega, algún fragmento de ¡Malditos sean!, 2011, de Fabián Forte y Demián Rugna, y de la reciente Terror 5, de los hermanos Rotstein), aunque alcanza el terror sólo en su última escena.
El gran baile en la autopista. Más allá de algunas discontinuidades narrativas y de puesta en escena, el film de Chazelle deja grandes momentos, una buena dosificación de los climas emocionales y, sobre todo, otra actuación extraordinaria de Emma Stone. En medio del atascamiento en la autopista, la chica piensa al volante. El monólogo interior se hace soliloquio, el soliloquio canción, con una voz muy chiquita, muy para sí. La canción la impulsa a salir del auto, sale cantando y bailando, abre la puerta de otro auto. De él sale, también bailando, el otro chofer, y ya están saliendo muchos más, hasta que toda la autopista se llena de gente que canta y baila, convirtiendo lo que normalmente es una tortura urbana en fiesta masiva. Masiva y de lo más diversa, integrada por gente de todas las etnias, vestida con todos los colores, que convierte en coreografía sus dones, patinando, haciendo parkour o andando en bici. Un único, ecuménico movimiento de grúa acoge a todos, como se supone hará la ciudad a la que los autos se dirigen, y a la que la letra de la canción eleva su esperanza. Gran escena inicial de La La Land, en la que todo se hace uno: la canción y la cámara, el baile y la ciudad, los colores y la diversidad, la gente y la profundidad de campo, que muestra autos hasta donde llega la vista. Mimado absoluto del pre-Oscar 2017, el opus 3 de Damien Chazelle aspira a hacer de la tragicomedia musical un todo orgánico, en el que cada parte requiere de la otra y todos los elementos se explican entre sí. Escrita por el propio Chazelle y con música de Justin Hurwitz (que había escrito los de sus dos films previos, incluyendo la premiada Whiplash), La La Land –que en Argentina se estrena con el subtítulo Una historia de amor– no consiste en una mera operación de resucitación del musical. No sólo por ser una tragicomedia, sino por la fusión que practica entre el realismo tirando a pesimista de su pathos y la pulsión al cuento de hadas propia del musical. Relectura del musical entonces, que repone figuras básicas del género en su más estricta versión Hollywood para confrontarlas con discursos ajenos al género. Azar consustancial al género comedia, Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling) se cruzan por casualidad no una vez ni dos, sino tres. La primera es en aquella “galleta” de autos en la autopista, donde se intercambian muy poco amables dedos del medio. La segunda, en un club nocturno, en el momento en que el dueño (J. K. Simmons, que en Whiplash había hecho del profesor sádico) está echando a Sebastian, que toca el piano. El encuentro tampoco es amable. Finalmente en un casamiento, donde Sebastian está tocando con un grupo pop, humillantemente disfrazado de tal, y Mia se venga cargándolo. Empieza mal otra vez, termina bien. Gran escena de tap en una de las colinas de Los Angeles, donde los pies de ambos parecen guiarlos literalmente al baile. Bailando nace el amor. La chica de la escena introductoria venía a Los Angeles a triunfar, y Mia y Sebastian están en eso. Mia quiere ser actriz y mientras se presenta en cuantas pruebas de casting puede atiende el mostrador en la cafetería de la Warner y escribe el libreto de un unipersonal; Sebastian es pianista de jazz pero se le hace muy difícil, porque la escena del jazz languidece. Sueña con poner su propio club y se ve obligado a aceptar el ofrecimiento de un conocido, que lo necesita para tocar el sintetizador en un grupo pop de estadios, con cantantes y bailecitos. Si el conflicto de Mia consiste en seguir probando o volverse a casa, el de Sebastian es venderse o mantenerse como jazzero “puro”. Desde ya que habrá alguna experiencia o angustia personal del propio Chazelle volcada en ambos personajes, pero en función de la película importa poco, ya que está claro que el realizador hizo la película que quería hacer. Chazelle empareja jazz vintage y cine clásico. Sebastian se queja de que en Los Angeles se homenajea mucho pero se ve poco, y la queja corre para ambas cosas por igual: los clubes cierran y en una escena en la que Sebastian y Mia van a un cine a ver Rebelde sin causa, el rollo de celuloide se quema y días más tarde el cine cierra. Sin embargo, la propia Mia, que tiene en su casa un poster gigante de Ingrid Bergman, no parece muy cinéfila. No es la única discontinuidad. Su grupo de amigas aparece en una única escena y luego desaparece para siempre, y con el novio que tiene antes de Sebastian pasa al revés: no se sabe que lo tiene durante unos buenos tres cuartos de hora. Algo semejante sucede en el terreno de la puesta en escena. Al comienzo Chazelle usa con muy buen resultado algo que Coppola había ensayado en One From the Heart: cambiar la planta de luces en el propio plano, variando así, desde la iluminación, el clima emocional de la escena. Pero luego de ese comienzo deja de utilizarlo, salvo algún caso aislado. La tensión entre el realismo pesimista y el cuento de hadas musical se consuma sobre el final, en una secuencia que es como una ensoñación de la propia película y que contiene referencias a secuencias de musicales clásicos. Sobre todo, Un americano en París. Es un momento brillante, por el modo en que resuelve ese conflicto intrínseco, ciertamente mejor que la secuencia mucho más espectacular del vuelo de ambos amantes, que suena menos orgánica. Si hay algo verdaderamente orgánico en La La Land, es la extraordinaria actuación de Emma Stone, que no deja de crecer como actriz. Y que más allá de que con su cabello pelirrojo parece nacida para una película de tonos saturados, a esta altura es capaz de transmitir la más amplia paleta de emociones, de un modo que pocas de sus colegas pueden. Y todo con esos ojos enormes de animé.
Secretos sepultados bajo capas pesadas. Un “trámite” tras la muerte del patriarca familiar hace que la verdad afloje entre dos hermanos enfrentados. “Es un trámite nada más”, le dice Marcos a su esposa Laura, compartiendo con ella las mieles del embarazo, literalmente en las nubes, en el avión que los trae de España al lejano sur del sur. El padre de Marcos acaba de morir y él viene a cumplir su último deseo: enterrar sus cenizas junto al cuerpo de Juan, el hijo menor, muerto de pequeño tras un confuso accidente familiar. Lo que Marcos suponía un trámite terminará siendo una completa inmersión en la historia de la familia y la memoria personal, que incluye aquello que todo este tiempo se resistió a ser recordado. Lo siniestro, en una palabra, tal como lo entendía Freud: como asociación entre lo que genera terror (lo clandestino, también, término de lo más pertinente aquí) y lo familiar. Primer estreno argentino importante del año, Nieve negra representa la ópera prima en solitario de Martín Hodara, quien tras formarse como asistente de dirección de Fabián Bielinsky en Nueve reinas y El aura había codirigido La señal (2007) junto a Ricardo Darín. El paisaje (bosques del sur aunque filmados en Andorra, nieve espesa, cabañas aisladas) recuerda al de El aura. El tono de denso drama familiar casi sin restos policiales, aunque con intriga, tal vez fuera hacia donde se dirigía Bielinsky, después del policial lúdico de Nueve reinas y el policial-con-héroe-enfermo de El aura. “¡Soy tu hermano!”, se ve obligado a gritarle Marcos (Leonardo Sbaraglia) a Salvador (Ricardo Darín), en medio de la oscuridad, porque éste no lo reconoció y lo apunta con una escopeta. ¿O es porque sí lo reconoció? Después de treinta años, Marcos y Salvador vuelven a verse, por un conflicto con la venta del aserradero familiar: un grupo canadiense ofrece nueve millones de dólares, pero Salvador, que vive en la cabaña que siempre fue de la familia, no piensa irse. “Juan y yo no nos vamos de acá”, dice. Raro, porque fue él quien mató por accidente al hermano menor cuando eran chicos. Pero ya habrá ocasión de entenderlo. A todo esto, Sabrina, la única hermana mujer (Dolores Fonzi), está internada en un psiquiátrico. Y Laura, esposa de Marcos (la española Laia Costa), comienza a indagar en esa espesa historia familiar, convirtiéndose en los ojos y oídos del espectador. La circularidad visual de Nieve negra, que empieza y termina con las mismas imágenes (un plano general del bosque tupido, luego unos perros lobos comiendo en la nieve) remite a la circularidad familiar, el modo en que los secretos quedan encerrados, cobrándose al final nuevas víctimas y usufructuadores del engaño. El guión de Nieve negra, escrito por Hodara junto a Leonel D’Agostino (trabajó en las series El elegido y Los siete locos), no descuida ningún detalle. Las apariencias engañan en Nieve negra. Y no por el mero, mecánico lugar común, sino porque la idea subyacente es que todos tienen algo que ocultar. El que parece civilizado podría resultar lo contrario y lo mismo respecto al que renegó de la civilización. El personaje más inocente tal vez sea, a la larga, el que termine de ponerle moño al paquete del engaño (posible reflejo a distancia de Nueve reinas, pero no sólo). El patriarca lamentado podría ser un tirano brutal. El buen hermano, un traidor. La madre, ausente: “ésta es la única foto en la que está”, le dice Marcos a su esposa, y le muestra una foto en la que no está. Nieve negra es una película compacta, sin digresiones, pérdidas de tiempo o estiramientos. Todo concurre a la cuestión central, que se va develando en flashbacks técnicamente muy bien resueltos: en ocasiones se accede a ellos por corte directo, otras veces directamente en el mismo plano, a través de alguna panorámica que liga presente y pasado. En esta coproducción entre la Argentina y España, las actuaciones son parejamente buenas, con Ricardo Darín en un papel infrecuente (aspecto salvaje, pelo largo y desprolijo, el rostro hinchado). La fotografía, a cargo del catalán Arnau Valls Colomer, es tan oscura como piden el título y el tono de la película. “Yo me ocupo”, dice el socio del padre, papel a cargo de Federico Luppi, y una vez más la verdad va a quedar sepultada bajo capas más pesadas que la nieve.
Una princesa para renovar la tradición. La hija del jefe de una tribu del Pacífico no teme desoírlo y desafiar a un semidiós para salvar a su pueblo. Una de las películas más clásicas de los estudios Disney en mucho tiempo (aunque definitivamente modernizada), Moana representa el regreso del tándem integrado por Ron Clements y John Musker, realizadores de clásicos modernos del estudio como La sirenita y Aladino, reforzados aquí por un segundo tándem, compuesto por Don Hall (coguionista de Las locuras del emperador y Tarzán) y Chris Williams (realizador de Bolt). “¡No soy una princesa, soy sólo la hija del jefe!”, se enoja en un momento la protagonista, haciendo una aclaración más que nada metalingüística, ya que como se sabe en el caso de Disney “la película de princesa” es un género de extendidísima tradición, que va de Blancanieves a Frozen. Más que en sí misma (la diferencia entre nobleza y plebe no es particularmente significativa aquí), la aclaración importa como expresión de la voluntad de diferenciación por parte de sus creadores. Voluntad que se expresa sobre todo en la segunda parte de la película, la más aventurera, autorreferencial y desenfadada. En otras palabras, la más moderna. Con un guión escrito por Jared Bush (Zootopia), Moana –que en la Argentina se estrena con el subtítulo Un mar de aventuras– plantea un conflicto entre tradición conservadora comunitaria o familiar, y deseo personal de renovarla, clásico de las modernas princesas-Disney (ver La sirenita, Pocahontas, Mulan). Moana está llamada a heredar el gobierno de una isla del Pacífico Sur y su padre, el Jefe Tui, le inculca que por nada del mundo deberá ir más allá de la línea de los arrecifes, ya que allí reinan peligros que los humanos no deben afrontar. En verdad, el temor de Tui tiene un origen estrictamente personal, debido a una tragedia vivida en su juventud en esa zona ahora tabú para él. Pero Moana oye una segunda voz, la de su abuela Tala, narradora de cuentos fantásticos de la aldea, que le habla de cierta piedra sagrada que encarna el corazón de una diosa y que un semidiós llamado Maui habría robado en tiempos inmemoriales. Furiosa, la diosa Te Fiti produce calamidades naturales que están afectando la isla, como por ejemplo la escasez de pesca, y que Tui, que no cree en esas historias, no sabe cómo remediar. Como puede imaginarse, Moana se atreverá a desoír a su padre, se subirá a una frágil canoa, desafiará las olas y tormentas, y se lanzará más allá de los arrecifes, en busca del semidiós y su piedra sagrada. Con ello restituirá, a su vez, el olvidado destino de su pueblo. Desde La sirenita en adelante, las heroínas-Disney se fueron haciendo menos acarameladas y más temerarias, y Moana avanza un poco más en esa línea. Sus gigantes ojos negros aseguran que el espectador se enamore de ella, y verla de bebé en las primeras escenas, caminando torpemente hacia el mar (la imitación de lo real de los animadores de Disney sigue siendo tan extraordinaria como en tiempos de Blancanieves), asegura que el enganche se consume. Moana es una heroína muy humana: decide enfrentar al semidiós, que la decuplica en tamaño, pero antes de hacerlo ensaya como diez veces su discursito, que después no le sale. De todos modos, no está sola. Cuenta con la ayuda nada menos que del Océano, que siendo pequeña la eligió como la destinada a rescatar la piedra sagrada, restituyendo así el corazón de la diosa. Moana es una Elegida, categoría mística que aparece una y otra vez en productos de la cultura estadounidense, y que tal vez sirva como argumento mágico para explicar la intervención de Estados Unidos en el mundo real. Narcisista y fanfarrón, el gigantesco Maui (en la versión subtitulada la voz es, con toda lógica, la de Dwayne Johnson, más conocido como The Rock) es prácticamente el mismo personaje que Kuzco, el de Las locuras del emperador, de cuyo guión participaron Chris Williams y Don Hall, codirectores aquí. Su relación con Moana es la de una buddy movie: empiezan peleando y él comportándose como una rata, y terminan siendo amigos, con el individualista aprendiendo a compartir y la chica inmadura madurando, claro, que si algo es esto es un cuento de iniciación. Larga (dura casi dos horas), Moana está llena de personajes secundarios (los típicos animalitos cómicos de Disney), hallazgos brillantes (unos cocos pintados que son terribles piratas), ricos detalles (como El hombre ilustrado de Bradbury, los tatuajes de Maui cobran vida propia), belleza visual (las naves de los isleños que zarpan al final) y, claro, canciones que nunca están de relleno, sino que refieren a la historia por otros medios.
Will Smith, fantasma de sí mismo. En determinado punto de su carrera, Will Smith, que empezó como cómico, parece haberse dicho: “Bueno, Will, ya hiciste toda la plata que necesitabas, y más, trabajando de bufón; llegó la hora de decir cosas importantes.” A partir de ese momento, la ex estrella de Men in Black empezó a protagonizar (y producir, detalle fundamental) películas en las que asumir su rol de padre lo lleva a un cambio de vida (En busca de la felicidad), se redime al cambiar la vida de siete extranjeros (Siete almas) y se enfrenta con la culpa que le da ser médico de un plantel de fútbol americano y ocultarles cuáles son las secuelas de las conmociones cerebrales (La verdad duele). Escrita por el guionista y productor (dos tareas que no suelen llevarse bien) Allan Loeb y dirigida por el no precisamente ascendente David Frankel (de El diablo viste a la moda), en Belleza inesperada Smith supera su apuesta, mezclando trascendentalismo con inverosimilitud, con remate místico. Todo ello, con un desperdicio de elenco como hace tiempo no se veía. La cuestión es así: Howard (Will Smith), socio de una agencia de publicidad de Nueva York, otrora exitosísimo, se convirtió en fantasma de sí mismo (Smith se muestra con canas y barba crecida) desde el momento que perdió a su hija en un accidente. Se separó de su esposa, vive en estado de duelo, lo único que hace en la oficina es armar gigantescas estructuras con fichas de dominó, a las que una vez montadas tira abajo, en una transparente metáfora del nihilismo. Lo otro que Howard hace es escribir sendas cartas al Amor, el Tiempo y la Muerte. Así nomás, con mayúsculas y todo, signo de que la Trascendencia hizo su ingreso al salón. Ante la situación del hombre, que hace peligrar el futuro de la compañía, sus tres socios (los desechados Edward Norton, Michael Peña y, ¡ay!, Kate Winslet, que está preciosa) idean una trama sencillísima para hacerlo renunciar: contratar a tres actores para que actúen los papeles del Amor, el Tiempo y la Muerte, de modo que él establezca diálogos con ellos y que una persona lo grabe con una cámara a él solo, haciéndolo pasar por loco. ¡Pero claro! ¿Cómo no se les ocurrió antes? Los actores son (sigue el desperdicio de materia prima) Helen Mirren (la Muerte), Keira Knightley (el Amor, obviamente) y un muchacho llamado Jacob Latimore, que hace del Tiempo. Desde ya que cada uno de esos diálogos da lugar al despliegue de Grandes Ideas que Smith considera, por lo visto, que el cine debe transmitir, lo más literalmente posible. Mientras tanto, su personaje va saliendo, de a poquito y con muchas dificultades, de la cripta imaginaria en la que él mismo se ha encerrado, concurriendo a un grupo de apoyo para padres que perdieron a sus hijos. Allí aguarda una sorpresa que se develará en las últimas instancias. Tanto como otra relacionada con los actores que hacen de actores. Que, como le gusta a Smith, terminan siendo entidades más que humanas. Cartón lleno para Will y sus socios creativos.
Un drama romántico que viaja al pasado. Con trasfondo de Segunda Guerra y una trama de espías, la película tiene detalles interesantes. Pero Brad Pitt no da la talla. A Robert Zemeckis, director de Volver al futuro, le gusta volver al pasado. Al pasado cinematográfico. A los seriales de aventuras, desde una mirada irónica, en el caso de Tras la esmeralda perdida. Al film noir de los años 40, y al mismo tiempo a los dibujos animados de la Warner en la misma época, en ¿Quién engañó a Roger Rabbitt? Ahora se trata en parte del drama romántico con trasfondo de Segunda Guerra, y en parte del drama romántico de espías, dos especialidades también de los años 40. Zemeckis tiende a descansar sobre el aparato cinematográfico. En ocasiones previas, las actuaciones de Michael J. Fox (Volver al futuro), Tom Hanks (Náufrago), incluso Denzel Washington (El vuelo), proveyeron a sus películas del factor humano. En esta ocasión, en que ese factor debería adquirir mayor peso que nunca (se juega en la fina línea entre el amor y la sospecha), Brad Pitt no da la talla, con Marion Cotillard sola no alcanza y la cámara de Zemeckis demuestra no ser ducha en buscar la emoción de sus intérpretes. Que un inglés escriba el guion de una película de espías es, de antemano, un buen dato: los británicos, maestros de ese arte, dominan también el de narrarlo. Guionista muy solicitado tanto en cine como en televisión, Steven Knight escribió los de Negocios entrañables (Dirty Pretty Things, de Stephen Frears) y Promesas del Este, de David Cronenberg, además de dirigir, sobre guion propio, el film de culto Locke. Clásica, la historia de Aliados se desarrolla en tres movimientos. En el primero, Max Vatan, agente de inteligencia canadiense (Pitt) cae en paracaídas en pleno desierto del Sahara, proveniente de París, para encontrarse en Casablanca (atención: cita) con una agente francesa a la que no conoce, y que posa de colaboracionista. Se llama Marianne Beausejour (Cotillard, con cortecito alla Lauren Bacall) y ambos deberán fingir ser marido y mujer, para ser invitados días más tarde a una fiesta en la residencia del embajador alemán y cometer allí un atentado. Si la historia es clásica es porque los que fingen amarse no tardarán en hacerlo realmente, de tal modo que el segundo movimiento, el más breve, los encuentra contrayendo matrimonio en Londres y viviendo felices. Por suerte, no para siempre: el tercer movimiento –el más brutal, trágico y apasionante– es también el más inesperado y cargado de acontecimientos, por lo cual no debe ser contado. ¿Pero si no se habla de esa última hora de película, de qué se hablará entonces? Podría decirse que Aliados es un cruce de Casablanca (además de que la primera parte de la película transcurre allí, se cuenta la historia de un personaje que en un bar poblado de oficiales alemanes se para a cantar La Marsellesa) con Tuyo es mi corazón de Hitchcock. Una Tuyo es mi corazón que no funciona, claro, porque Brad Pitt no es Cary Grant y porque no hay un personaje como el de Claude Rains. Pero ojo, Aliados no es una película desechable. Hay un par de esos actores ingleses notables, que es como si cargaran una bolsa de veneno cuyo contenido van dosificando en gestos y miradas, plano a plano. Uno es Jared Harris, pelirrojo que hacía de poco confiable jefe británico de Don Draper en Mad Men, y que aquí es el superior del teniente coronel Vatan. El otro es Simon McBurney, que hizo montones de personajes secundarios y es como una especie de ratita rastrera, que aquí se ocupa de darle a Brad Pitt, no sin cierto placer, la peor noticia. Por lo demás y salvo un par de disparates (dos chicas lesbianas que aprietan en público como si la Londres de los 40 fuera la Nueva York del siglo XXI, y una fiesta donde se consume cocaína como si ídem), está todo en su lugar. La película luce bien, hay un par de buenas escenas de suspenso, la gran escena de acción está bien montada, dice presente (aunque por poco tiempo) August Diehl, el mejor nazi del cine contemporáneo. Y Marion Cotillard está tan sensible como debía. Pero Brad Pitt no acompaña y la emoción no aparece.