Espacios convertidos en personajes. Inspirada en la “atmósfera musical y política” de la ópera El castillo del duque de Barba Azul, de Béla Bartók, la primera ficción de Solnicki recoge y despliega más imágenes que sonidos. Aunque pueda sonar ligeramente kolla, Kékszakállú es como se dice Barba Azul en húngaro. A kékszakállú herceg vára es el título original de El castillo del duque de Barba Azul, la única ópera compuesta por Béla Bartók, a partir de un libreto curiosamente escrito por Béla Balázs, uno de los primeros teóricos del cine. El argentino Gastón Solnicki, autor de los notables documentales Süden (2008) y Papirosen (2011), dice haberse inspirado en la “atmósfera musical y política” de esa ópera para su primera película de ficción, que manteniendo su costumbre de no titular jamás en castellano llamó Kékszakállú. De acuerdo a sus declaraciones, la inspiración a la que Solnicki se refiere, lejos de pasar por lo temático, tendría que ver con una cierta ética o política artística evidenciada por Bartók en aquella ocasión, cuando durante un largo período recogió sonidos folklóricos por todo el este europeo, sin saber bien qué destino darles. Algo semejante habría hecho Solnicki aquí, recogiendo imágenes en lugar de sonidos, en compañía de un equipo de cine que ignoraba qué harían con aquello. Exhibida en la sección Orizzonti del Festival de Venecia (donde obtuvo el Premio de la Crítica) y próxima a hacerlo en el de Rotterdam, el opus 3 de Solnicki puede verse a partir de hoy en Buenos Aires. Teniendo en cuenta no sólo la fuente de inspiración de la impronunciable Kékszakállú sino las intrusiones de la ópera de Bartók (tres, si el cronista no contó mal) y la importancia que la música tiene en general para el realizador, puede decirse que su primer film de ficción se despliega en tres movimientos. El primero y el último tienen lugar en Punta del Este, el del medio en Buenos Aires. En el primero hay niños y adolescentes en vacaciones, en el medio reaparecen algunas de las adolescentes del movimiento inicial y en el tercero, básicamente, la chica que en el fragmento central asume un carácter (casi) protagónico. A lo largo de toda la película, que es breve, el carácter observacional de cada plano deja ver el antecedente del realizador en el documental, y se nota que Solnicki “encontró” la forma final en la isla de edición. Kékszakállú es, con la excepción señalada, un relato hecho de personajes de una sola toma. Si es que puede llamarse personajes a quienes aparecen en una sola toma. Habituado a aferrarse, en el cine y en la vida, a las cosas y la gente, es muy posible que el espectador espere algo más del chico que abotona mal su camisa, la adolescente de rostro melancólico, la chica más chica que no parece estar pasándola muy bien en sus vacaciones. Nada de eso sucederá, pero sí otra cosa. Como el técnico de un equipo de lujo, Solnicki se permitió tener como directores de fotografía a quienes posiblemente sean los más exquisitos del cine argentino actual. Diego Poleri tuvo a su cargo las partes de Punta del Este, mientras que Fernando Lockett hizo lo propio con las de Buenos Aires. Son tan buenos Poleri y Lockett que “hacen hablar” a los personajes en los planos cortos y a los espacios en los largos, cubriendo así, desde la fotografía, lo que el método elegido se resiste a convertir en drama. Las películas previas muestran, sin embargo, que la elocuencia del plano es la gran virtud cinematográfica de Solnicki. Aquí la cámara se conecta no sólo con la mirada de sus personajes o sujetos, sino que convierte a los espacios en personajes. Hasta el punto de hacer de la soñada Punta del Este algo parecido a un campo de concentración en vacaciones. Muestra a los chicos atrapados en enormes lobbys, y sobre todo, en uno de los planos más impresionantes de la película, hace del frente de un edificio vacacional algo llamativamente parecido a una prisión de máxima seguridad. El otro gran plano es el penúltimo, en el que en medio de la noche cerrada se divisan, desde muy lejos, los faros tenues del auto que de acuerdo a la ilusión del cine traslada a un personaje de la película. De pronto, como un buque fantasma, en medio de la bahía asoman muy quedamente las luces de un navío, que va tomando forma. En el “episodio porteño” aparece lo más parecido a un personaje que Kékszakállú tiene para mostrar. Se trata de Laila, una chica rubia de unos veintipico que no sabe qué hacer con su vida. Una inscripción en Arquitectura, una prueba como operaria en la fábrica del padre (a quien le reconoce que vive con él porque no tiene plata para irse de la casa), chocacoches en una playa de estacionamiento con un montón de espacio para maniobrar. Guiada por su peso dramático, la cámara la sigue con una persistencia a la que las otras presencias no incitan. Sucede que la chica que hace de Laila es actriz profesional. En otras palabras, en todo lo que tiene que ver con ella y su personaje, Kékszakállú dejó de lado aquél método de construcción alla Bartók, que presuntamente era la razón de ser del proyecto. Discordancias, seguramente indeseadas, entre la teoría y la práctica.
Cuando el terror se vincula con lo real. Presentado con buena repercusión en Le Marché du Film del Festival de Cannes 2016, el film muestra el número de historias que el título anuncia, entrecruzándose a lo largo de una noche. Y aunque algunos episodios “lagunean”, otros tienen gran nivel. El ingreso de los hermanos Sebastián y Federico Rotstein al cine de género argentino debe ser saludado, tanto como lo fueron en su momento los de Nicanor Loreti con Diablo (2011), Valentín Javier Diment con La memoria del muerto (2011) y Daniel de la Vega con Hermanos de Sangre (2012, aunque éste tenía dos películas previas, de encargo). Todos ellos forman parte de una generación que, más allá o más acá de lo lúdico, se toma el terror y sus periferias en serio. Y, mejor aún, tiende a vincularlo con lo real. Presentada con buena repercusión en Le Marché du Film de Cannes 2016, Terror 5 muestra el número de historias que el título anuncia, entrecruzándose a lo largo de una noche que, se supone, es la misma noche. Dispar, como parecería ser la regla de hierro de todo film en episodios, la película escrita por Sebastián Rotstein con la colaboración de Nicolás Gueilburt hilvana cuatro de esas historias alrededor de una que sirve de nexo. En las que podrían considerarse adventicias, una chica introduce a un compañero del cole a lo que es algo así como un centro de torturas (no sólo psicológicas) de profesores cagadores; dos amigos planean una noche erótica con dos partenaires, pero la cosa no saldrá como pensaban; un grupo de no-tan-amigos se junta a jugar a las cartas, pero nada les genera tanto placer como bullear a un chico gordito, sexualmente inexperto; una pareja de amantes que tampoco se lleva tan bien tendrá la sensación, en la habitación de un hotel alojamiento, de ser espiada desde detrás del espejo. Y el episodio mayor: juzgan al jefe de Gobierno porteño y otros dos funcionarios por el derrumbe en un edificio debido a la negligencia municipal, como consecuencia del cual murieron quince vecinos. La indulgencia del fallo será contestada por el regreso de los muertos, en forma de levantamiento zombie. Terror 5 combina la presencia de algún actor conocido, Rafael Ferro, con la de otros sumamente populares en distintos nichos del cine indie: Edgardo Castro, Julián Larquier, Jorge Prado, Berta Muñiz, Walter Cornás. Todos los rubros técnicos, en manos de profesionales de primera (Nicolás Goldbart y Federico Rotstein en el montaje, el propio Cornás en la dirección de arte, Marcelo Lavintman en la fotografía) son clase A. Director de fotografía de Pizza, birra, faso, Ana y los otros y El otro, entre otras, Lavintman realiza una labor extraordinaria, no sólo por el trabajo de claroscuros –esencial al género– sino por el denso tratamiento de color, que por sí solo inscribe a la película en el fantástico. De actuaciones también impecables, algunas de las historias “lagunean”, como si su razón de ser residiera exclusivamente en el remate. Pero a la vez tienen el mérito de no apoyarse en el efecto, sino de llegar a la conclusión a través de la historia, el relato pacientemente construido. El mejor episodio es, claramente, el del bulleo al chico al que le dicen “Virga”, de clima crecientemente persecutorio, liderado por un Cornás en pequeño demonio. Un zombie agitando la bandera argentina es lo que se dice una imagen polisémica, en el episodio respectivo.
Nuevo triunfo del cine de animación. Un koala empresario teatral decide organizar un concurso de canto para salvar su vieja sala y se anotan, entre otros, una cerdita, un ratoncito y un gorila. Todos los personajes tienen un feeling muy cercano, que ayuda a sostener el film junto a las canciones y los gags. Al título de Sing le falta algo: el signo de exclamación después del verbo. Del verbo en inglés. Arrastrado por el carácter indeclinable del koala protagónico, este nuevo triunfo del cine de animación contemporáneo (sin dudas y por motivos que habría que investigar, la veta más productiva del Hollywood actual) es un decidido pum para arriba, que hace salir al espectador de la sala en estado de exclamación. Por más que sea un producto hiperindustrial –de Illumination Entertainment, la compañía detrás de Mi villano favorito–, Sing, ven y canta tiene un feeling artesanal, como de fatto in casa. No es por la terminación ni por el diseño, sino por los personajes, a los que se siente muy cercanos. Y también por muchos toques que revelan a la clase de creadores que se sienten, a su vez, muy cerca de sus personajes. Hay aquí un nombre clave, el de Garth Jennings, realizador y guionista británico que diez años atrás debutó con la traslación de la novela de culto de Douglas Adams Guía del viajero galáctico a dedo, inmediatamente después entregó la joyita El hijo de Rambow (aquí editadas ambas en DVD), y luego se refugió en la grabación de videoclips y comerciales de televisión. Jennings es el director de Sing, con ayuda del especialista en animación francés Christophe Lourdelet. Seguramente el hecho de que los protagonistas sean un koala, una cerdita, un gorila, una puercoespina y así sucesivamente, ayuda a enrarecer una historia que de otro modo hubiera dejado mucho más a la vista sus déjà-vues. Empresario teatral tan optimista y tan loser como el Danny Rose de Woody Allen, a Buster Moon (voz de Matthew McConaughey en copias subtituladas) se le ocurre organizar una competencia de canto y baile, por un premio de 1000 dólares, para levantar su derruida sala. Varias torpezas al hilo cometidas por su secretaria, la achacosa lagartija Karen Crawly, hacen que el premio suba de 1000 a 100.000, y que el aviso del premio vuele por toda la ciudad, formándose una fila nunca vista a las puertas del teatro. Allí hacen cola, entre otros, Rosita (voz de Reese Witherspoon), una cerdita con veinticinco hijos que sueña con retomar sus sueños de adolescencia; el ratoncito Mike, crooner agrandadísimo (no por nada en las versiones dobladas es argentino, con voz de Leo Sbaraglia); la elefanta adolescente Meena, sumamente acomplejada con su cuerpo (la notable cantante Tori Kelly, ex American Idol) y el gorila Johnny, un baladista introvertido, con la mala fortuna de ser miembro de una familia de ladrones. Tres mechas permiten a Sing mantener el fuego encendido, desde tres direcciones. Una son los personajes, todos con caracteres bien definidos y generadores de empatía. O lo contrario, en ocasiones. Al ratoncito Mike, por ejemplo, dan ganas de matarlo. Hasta que toma el micrófono, grande como él, y lo usa como Sinatra (detalle de conocedores desde detrás de cámara). Cuando llega la hora de la gran presentación es cosha golda, porque a esa altura el espectador ya no es espectador sino hincha, y puede llegar a festejar cada canción como un gol. Esa, la de las canciones, es, lógicamente tratándose de un musical, otra de las mechas. El soundtrack, generoso, es tan ecléctico que va del Spencer Davis Group a “Bamboleo”, de Leonard Cohen a Taylor Swift, y de la vieja “Venus” de The Shocking Blue, a un tema especialmente compuesto por Stevie Wonder para la ocasión. La última mecha es la del gag, que incluye un ojo de vidrio sumamente saltarín de la señorita Crawly, un cajón de escritorio de funciones habitacionales, unos calamares que no cantan ni bailan pero iluminan, unas zorritas japonesas inmunes a toda expulsión y el impetuoso cerdo-glam alemán Günther, que es un gag en sí mismo, en todas y cada una de sus apariciones.
Reunión cumbre con pocas cumbres. Le confessioni es la segunda película del cineasta y escritor napolitano Roberto Andò (1959) que se conoce en Argentina. La anterior, Viva la libertad (2013), basada sobre una novela propia, era un cuento de hadas político, en el que ante la desaparición de un senador los miembros del partido convocaban para remplazarlo a su hermano mellizo, hombre bueno, sencillo e ingenuo, que ponía previsiblemente patas arriba el mundo de la política. Le confessioni –que no se estrena con el título traducido porque como el cine italiano “vende”, la idea es que se note que la película es de ese origen– es otro cuento de hadas político, pero de tonalidades más oscuras. Siempre con el protagonismo de Toni Servillo, considerado el mejor actor italiano contemporáneo, esta vez se trata de una reunión del Grupo de los 8 en la que tiene lugar un hecho trágico del que un monje (Servilio) es único testigo, convirtiéndose de allí en más en un personaje clave, tal vez para la suerte misma del capitalismo. Además de los primeros ministros europeos (¿dónde está el Presidente de Estados Unidos?) participa de la reunión cumbre, que se realiza en un exclusivo balneario alemán, Daniel Roché, Director del FMI (Daniel Auteuil), que tuvo la idea de invitar al monje, a una supervendedora de libros fantásticos para niños llamada Claire Seth (Connie Nielsen, haciendo un obvio alter ego de J. K. Rowling) y un cantante. Presuntamente lo hizo para darle a la reunión un toque algo más pop. Esto, en el caso de los dos últimos, porque el monje, de pop, tiene tanto como el Director del FMI de Madre Teresa. Al monje, que se llama Salus, lo llamó para practicar lo que el título indica, porque Roché sabe que se avecinan momentos finales y antes de eso quiere ser perdonado. Pero además, antes de tomar los hábitos el padre Salus fue matemático, por lo cual Roché está en condiciones de pasarle una fórmula que podría poner patas arriba el tablero del capitalismo mundial. Le confessioni hace agua por varias rajaduras. Por un lado, Andò tiene 8 + 1 + 3 personajes, pero parecerían interesarle sólo tres. Roché, que encarna la lucidez financiera, Salus, que representa la recta moral, y Claire Seth, que está bárbara. Perdón, pero la escritora no llega a ser un personaje. Peor todavía, hace cosas que no se sabe por qué son. Básicamente, acercarse insistentemente al monje. Seguirlo, espiarlo incluso a través del ojo de la cerradura. ¿Se siente atraída, es perversona, es una simple chusma? No se sabe. Lo único claro es que a los 51 la danesa Nielsen está espectacular, y tal vez simplemente por eso Andò le da cámara. Tan cejijunta, lenta y pesadona como el propio Salus, la moraleja de Le confessioni es finalmente tan obvia y elemental como lo era la de Viva la libertad. Allí era algo así como “Frente a las tramoyas de la política, la solución es volver a ser buenos”. Acá… la misma, remplazando política por economía.
Curso acelerado de lenguaje alienígena. Del conflicto entre cristianos y musulmanes en Incendies, el director pasó a la ciencia ficción: aquí, una profesora de Lengua es encomendada a decodificar los mensajes de unos visitantes extraterrestres. El resultado es algo dispar. Adams cuenta con la ayuda del doctor Ian Donnelly, encarnado por Jeremy Renner.Adams cuenta con la ayuda del doctor Ian Donnelly, encarnado por Jeremy Renner. Operativo Seriedad. Ese es el emprendimiento que en relación con el cine de género parece haber encarado el encumbrado cineasta canadiense Denis Villeneuve (Québec, 1967). No se conocen sus inicios (tres largos en su país entre 1998 y 2009), pero la nominada al Oscar Incendies (2010) no perdía los aires de importancia al tratar el conflicto armado entre cristianos y musulmanes en Medio Oriente, con recursos de culebrón. La sospecha (2013) era el típico thriller dramático de búsqueda de la hija desaparecida por parte de su padre –una nueva Búsqueda implacable, puede decirse– narrado por alguien al que le hubiera gustado ser Bergman. En El hombre duplicado, del mismo año, no necesitaba autoimponerse un tono filosófico: la película estaba basada en una novela de José Saramago. La siguiente Sicario (2015) volvía a vestir las convenciones más ramplonas con el traje mejor cortado. Basada en el cuento The Story of Your Life, escrito por el muy premiado Ted Chiang, La llegada es una de ciencia ficción en la que el protagonista es… el lenguaje. “Prenda el televisor”, le pide en medio de la clase uno de sus alumnos a la profesora de Lengua Louise Banks (la siempre infalible Amy Adams). Lo prende (tiene una TV gigante detrás del pizarrón: lujos del hemisferio norte) y se encuentra con la noticia de que varias naves extrañas han desembarcado en puntos distantes de la Tierra: todo el mundo a refugiarse. Pronto, la doctora Banks, que es lingüista y arrastra una tragedia personal, recibirá la visita del coronel Weber (Forest Whitaker), que la conoce de una ocasión anterior en la que se lució trabajando para la CIA. ¿Qué tiene que hacer una especialista en lenguas en este embrollo? Traducir a los alienígenas. ¿Cómo? Ah, bueno, eso se verá. Estamos en Hollywood, al fin y al cabo, y ya se sabe que aquí todo es posible. Así que más temprano que tarde la doctora se calza la escafandra y el traje de astronauta y se sube a la nave alien (que es como si a la de 2001 la hubieran estirado un poco hacia los costados) en compañía del doctor Ian Donnelly (Jeremy Renner), que es físico. Allí, pantalla de por medio, se las verán con dos visitantes, que tienen forma de pulpos y se expresan mediante unas manchas de tinta que parecen del Test de Rorschach. A propósito de la pantalla podría pensarse en una analogía con el cine mismo, pero más vale olvidarlo: Villeneuve no es un cineasta cinéfilo. Lo del Rorschach es más pertinente, ya que el cuento de Chiang trabaja sobre la llamada “hipótesis de Sapir–Whorf”, que postula una relación entre las categorías gramaticales del lenguaje y la forma en que la cultura que lo produce entiende el mundo. O sea, una forma de proyección de una en otra, si se quiere. Más allá del disparate de poder llegar a entender en cuestión de días un lenguaje alien, que tal vez constituya el mcguffin de La llegada, el nudo del asunto parecería ser el modo en que la doctora Banks se deja permear, a partir de su conocimiento de la gramática de los pulpos, por la conceptualización del mundo de éstos. En particular su concepción del tiempo, que no es lineal. Así, Louise comienza a habitar un tiempo “enrulado”, que permite a la película hallar a la vez un carácter reparador y un final sorpresa. Más allá del tono alla Terrence Malik (incluyendo pasturas y cuartetos de cuerdas) que adopta Villeneuve en esta ocasión, hay un problema estructural en la película, relacionado tal vez con una indefinición temática: si el tema es el de la compenetración de la protagonista con el lenguaje ajeno, ese tema llega demasiado tarde; si es el de la posibilidad humana de decodificar lenguajes extraños, el cine no parece el lenguaje más apropiado (con perdón por la redundancia) para tratarlo.
Cómo remontar avioncitos de papel. A veces daría la impresión de que las películas de caminos, en las que todo es por esencia pasajero, sirven como forma de encontrarle un vehículo a la indefinición, de modo que ésta pase por tema y no defecto. Ese parecería el caso de esta película argentina, primera de ficción de Gabriel Nicoli, que antes había dirigido dos documentales (Vida de circo, 2007, codirigido junto a su hermano Pablo, y El verano siguiente, 2014, sobre la banda uruguaya No te va gustar). Como el título indica, en la Buenos Aires de 2001 (De la Rúa, Cavallo, hiperinflación, corralito, protestas, saqueos, represión, muertos), tres chicos que no saben muy bien qué hacer con sus vidas salen a la ruta con un objetivo: competir en las eliminatorias del Mundial de… Avioncitos de Papel. ¿Y Kubrick y el espacio? Nada, porque por otra parte en 2001 Kubrick y el espacio no hacían nada. En 1968 sí, en tal caso. La idea del viaje surge de Julieta (Malena Villa), que dada la situación decidió irse –según dice, luego se verá que el motivo es otro– a casa de los padres, en algún punto del interior, y le ofrece a Felipe (Vicente Correa) irse con ella. Julieta es muy linda, Felipe muy tímido. Es una oferta que Felipe no puede rechazar. Valentín (Alan Daicz, el chico que atropella a un desconocido en Relatos salvajes) suma el Peugeot 404 rosa de la abuela (Roxana Randón) y su fe en clasificar para el Mundial de Avioncitos. Lo último que queda es que Felipe le robe al papá (Gabo Correa) parte de los ahorros que logró rescatar esforzadamente del banco (es llamativo que falte la escena en la que el padre descubre la falta), y entonces sí los tres saldrán a la ruta. Un poco como si quisieran revivir a Los jóvenes viejos de Rodolfo Kuhn, Juli y Felipe son el imperio de la languidez y la melancolía respectivamente. Como si ella fuera Graciela Dufau y él, Emilio Alfaro. Valentín es lo contrario y su exceso de agresividad brotará a la larga como un geiser, salpicando para todos lados. El problema es que, dejando de lado la falta de motivación que los protagonistas pueden haber tenido hasta allí, el guión se ocupa de quitarles sentido en el presente del relato, al convertir algo tan pavo como los avioncitos de papel en lo más parecido a un objetivo a conquistar. Sobredimensionándolo, además, y por lo tanto ridiculizándolo aún más, al imaginar la disputa de un Mundial alrededor de una práctica tan elemental. El carácter pasajero que tiende a teñir relaciones y personajes incluye una situación embarazosa, así como una madre (María Onetto) con una patología severa, que queda en el camino y una serie de prestaciones actorales reducidas a apenas cameos (Esteban Lamothe, Jazmín Stuart, Bárbara Lombardo).
El federalismo como signo distintivo. Ni Rápido y furioso, ni Star Trek, ni La guerra de las galaxias ni nada: no existe en el mundo entero una serie cinematográfica más voluminosa que Historias breves. Este año parece que hubo superproducción, llevando a que por primera vez se estrenen dos tandas en una temporada, ambas integradas por ocho cortos. En mayo fue Historias breves 12, ahora llega la del número al que los supersticiosos le huyen. En la anterior había un hilo conductor surgido espontáneamente, el de la violencia, así como una paridad matemática entre realizadores varones y mujeres. En ésta la dispersión temática y estética es tan marcada como la geográfica. Hasta el punto de que es posible que esta última –a la que cabe calificar de federalismo– sea el signo distintivo de esta nueva entrega, veintiún años posterior a la primera, aquélla histórica que presentó en sociedad a Lucrecia Martel, Adrián Caetano, Daniel Burman, Bruno Stagnaro, Rodrigo Moreno y Ulises Rosell, entre otros. En cuanto al reparto genérico, esta vez son sólo dos chicas entre siete varones. La única historia dirigida a solas por una chica es Plegarias, que Lucía Ursi Sotelo filmó en Baradero. En ella, tres pibas de unos once años escriben anónimas cartas de amor a un galán de su grado, que ignora su propia condición. Las protagonistas tienen buena química, el hecho de que el pibe que las hace suspirar sea un tímido de aquéllos rema en contra de las convenciones, y que un profesor encuentre una de las cartas y la lea en voz alta representa una perversidad del mundo adulto que se incluye sin subrayados. En las antípodas se halla Puertas adentro, codirigido por Eugenio Caracoche y Julieta Cejas y con Martín Slipak como maquillador de cadáveres necrofílico. Algunas fantasías del protagonista quiebran el clima mórbido, y el remate –momento clave en un corto, tanto como suele serlo en los cuentos– no es del todo logrado. Su dosis de morbidez tiene también El asado, venganza gastronómica de los pobladores de un pueblito salteño contra un típico político-cerdo (no le hubiera venido mal un toquecito más de gore). Fantasía (o no) de un chico sobre una invasión extraterrestre, casi completamente muda y en blanco y negro, la rosarina Los invasores tiene el tono naif requerido y una impecable artesanía casera. Al protagonista de la cordobesa Últimos días del artista lo acosa alguna obsesión desconocida que lleva a su internación, de la que se fuga, hasta hacerse daño. Eso es todo lo que el cronista puede decir de ella. Dirigida por Nicolás Suárez, C ntauros (se escribe así) es una parodia gauchesca que incluye una payada con guitarra eléctrica, piano eléctrico y escatologías, así como un recitado como del Siglo de Oro español, que sucede al asesinato de un caballo por parte de su desalmado jinete. Producida por la Universidad Nacional de La Plata, Hesperidina Express presenta a la clásica pareja de amantes en fuga, aunque en esta ocasión bastante creciditos con respecto a la edad habitual. Lo más destacable es la presencia de Marta Lubos, siempre derrochando estilo. Dirigida por Carlos Alberto Díaz, filmada en Entre Ríos y protagonizada por el genial Germán De Silva (a juicio del cronista, el mejor actor del cine argentino actual), De la muerte de un costero le saca varios cuerpos al resto. Como si Kafka se hubiera entrometido en la obra de Gustavo Fontán, en el corto de Díaz hay cuatro protagonistas: el costero, su bote, el río y una guitarra. El tipo intenta repararla y no puede. Se pone furioso y la hace pelota. De modo tal vez mágico (pero el truco es que la puesta se mantiene absolutamente seca y realista, sin la más mínima concesión al humor o la fantasía), unos planos más adelante la guitarra reaparece, siempre rota, y vuelta al ciclo de la paciente reparación, la rotura y la furia. El asordinado absurdo es tal que en un momento en que la tenía arreglada, el botero no tiene mejor idea que usarla de remo. Totalmente en contra de cualquier idea de absurdo o comicidad, la fotografía de Federico Luaces es lírica y exquisita, con noches cerradas y atardeceres rosados. El mismo lirismo tiene la música de la zona, a cargo de Nardo González. El final es desesperanzado, terminal. Lo contrario suscita la presentación en sociedad de Carlos Alberto Díaz y sus socios creativos.
Entre la banalidad y la tragedia. Ataúd blanco es una película tironeada entre dos líneas que no se llevan bien. Una es trágica y gira alrededor de una secta que secuestra niños para su sacrificio, haciendo foco en el dolor de sus madres, en particular una de ellas. La otra es lúdica y se centra en cierta prueba que debe cumplirse, siguiendo una serie de pasos –como si se tratara de un programa de entretenimientos de la tele– requeridos para poder liberar a los niños, para lo cual un misterioso personaje concede a la madre en cuestión una sobrevida. “¡Se ha ganado diez horas más de vida!”, exclamaría un sonriente Julián Weich en la versión televisiva de Ataúd blanco. Y cómo hace uno para encajar este espíritu con el de la película que presenta a Julieta Cardinali desesperada y dispuesta a todo, porque le secuestraron a su hija. Más allá de esta esquizofrenia de guión (escrito por los hermanos García Bogliano, que llevan dirigidas doce películas en doce años), la puesta en escena de Daniel de la Vega se mantiene precisa y con las ideas bien claras, desde el primer minuto hasta el último. Lo cual hace de Ataúd blanco, más allá de sus irregularidades, una película digna de verse. Tras haberse separado de su marido, Virginia (Cardinali) parte junto a su hija Rebeca (Fiorela Duranda, magnífica). En una parada en la ruta, Virginia baja y cuando vuelve se encuentra con que Rebeca ya no está. Tras un choque en el que se produce una muerte improbable, aquel personaje misterioso, que aparece y desaparece en las circunstancias más imprecisas (Rafael Ferro, siempre de gran presencia) informa a Virginia que la niña fue secuestrada y será sacrificada a la medianoche. A menos que ella logre dar con el ataúd del título. “¡Y Virginia encontró el ataúd blanco!”, grita Weich. Hay otras dos mamás en la misma situación (una de ellas, Eleonora Wexler) y a partir de determinado momento se librará una guerra entre las tres, siempre contra reloj y con un final que, por suerte, de las dos opciones –la banal y la trágica–, elige la más nihilista, con la heroína yendo más allá de toda humanidad. Ataúd blanco es, entre otras cosas, una película de caminos (provinciales), ofreciendo una notable escena de persecución entre tres vehículos. En el momento en que la madre ve a la hija en la cabina del auxilio, De la Vega (cuya Hermanos de sangre es uno de los títulos más logrados de lo que podría llamarse Nuevo Terror Argentino) procede al más puro estilo Hitchcock: hace que el gesto de desesperación de Cardinali sea excesivo y a su vez refuerza la hipérbole yendo hacia su rostro con un travelling corto, duplicando el drama con un movimiento semejante hacia el rostro angustiado de la niña. Cuando Cardinali maneja, todos los planos laterales están iluminados como los de Janet Leigh en Psicosis: con una luz difusa y pareja sobre su rostro, dándole una cualidad entre artificiosa y fantasmal. En la secuencia final, en la que todos los actores secundarios están tan siniestros como deben, Ferro está fotografiado con un cielo encapotado por detrás, signo de que la oscuridad tomó posesión de las alturas.
Una historia de sobrevivencia. A mediados de los años 40, Lucas Demare y Hugo Fregonese codirigieron Pampa bárbara, western criollo con soldados atacados por la indiada en un fortín fronterizo. Veinte años más tarde, Fregonese dirigió a solas una remake protagonizada por Robert Taylor, y mediando los 90 Edgardo Cozarinsky le puso el borgiano título Guerreros y cautivas a una historia ubicada en medio de la Conquista del Desierto. A esas escasas aproximaciones se reducían hasta ahora los atisbos de un western argentino, género que no se desarrolló en estas pampas por la sencilla razón de que la cultura local vive la expansión blanca del siglo XIX como una culpa y no una épica. Pero nadie dice que todo western deba ser épico. Se podrían concebir, y de hecho existen, western trágicos, autocríticos y hasta satíricos. La cuestión excede el encuadre de esta nota. Presentada en Competencia Argentina en la reciente edición del Festival de Mar del Plata, Fuga de la Patagonia, ópera prima de Javier Zevallos y Francisco D’Eufemia, se suma a este reducidísimo cuerpo de películas del oeste argentino. El sur, en este caso, para ser más precisos. Fuga de la Patagonia se basa en el diario escrito por el perito Moreno, que de joven anduvo por la región haciendo trabajos topográficos y fitogeográficos. Amigo del cacique Valentín Sayhueque, en determinado momento Moreno fue hallado culpable de espionaje para el huinca y condenado a muerte, huyendo a través de ríos, bosques y acantilados, en busca de conservar la cabellera. Tal como el título indica, la película de Zevallos y D’Eufemia se concentra –tal como algunos westerns estadounidenses– en esa fuga. Primero, Moreno lo hace junto a dos acompañantes, un blanco y un indio. Luego, solo, perseguido por su propio ahijado, el hijo del cacique, bautizado con su nombre: Francisco Sayhueque. Más tarde por una partida de blancos, y encontrándose en el camino con indios masacrados y los soldados que los masacraron. La de Fuga de la Patagonia es básicamente una historia de sobrevivencia. Teniendo en cuenta que en términos de producción se trata de un film de tamaño medio, la película es infrecuentemente impecable en todos los rubros. Donde Fuga de la Patagonia se queda corta es en el “relleno” dramático, desaprovechando el carácter trágico de la situación básica, no llegando a establecer relaciones entre los distintos grupos de personajes, por lo cual en términos de historia se diluye. Pero con un buen guion, lo de Zevallos y D’Eufemia promete.
Con algo de niño triste en la mirada. Un retrato del campeón mundial de boxeo de los supergallos 1980, que va desde su momento de gloria hasta el presente. Lo que golpea de este boxeador suave, que no pierde la sonrisa, es su sinceridad brutal.Lo que golpea de este boxeador suave, que no pierde la sonrisa, es su sinceridad brutal. Como es frecuente en el caso de los boxeadores, la historia de Sergio Víctor Palma no es pum para arriba. Campeón mundial de los supergallos en 1980, este nativo de La Tigra, Chaco (localidad cinéfila nacional) pudo retener el título apenas un par de años, antes de caer inapelablemente. Al día de hoy su salud se presenta deteriorada, consecuencia de un ACV sufrido una década atrás. El episodio cerebrovascular no fue consecuencia de los golpes recibidos, cabe aclarar, sino secuela del accidente automovilístico que le afectó una arteria cervical. Dirigida por Hernán Fernández (Buenos Aires, 1985), La piel marcada hace un retrato del Palma que en unas semanas cumple 61, retrocede en flashbacks hasta su momento de gloria y confronta todo eso con los comienzos de un boxeador amateur que hoy se inicia, seguramente con las mismas ilusiones que habrá tenido aquel pibe chaqueño cuarenta años atrás. Hoy en día y de acuerdo a lo que muestra La piel marcada, Sergio Víctor Palma vive semirrecluido junto a una mujer que lo cuida como si fuera su madre (siempre hubo algo de niño en esa sonrisa y esa mirada; ahora hay algo de niño triste), tomando mate, repasando recuerdos y mirando fotos viejas. Cabe preguntarse cuánto de eso está montado, ya que el de Hernán Fernández es, notoriamente, un documental con una fuerte puesta en escena previa. En una entrevista concedida antes del ACV Palma advertía al entrevistador que su memoria no era buena. Ahora compara los recuerdos con chapitas flotando en un estanque, a las que uno ve, pero cuando las quiere alcanzar se escapan, por el movimiento generado por la propia mano. Es una muy buena imagen, bastante trágica si se la piensa, y no debe sorprender viniendo de alguien que siempre se destacó por su claridad de pensamiento, la articulación y riqueza de su habla y hasta ciertos arrebatos poéticos, todo ello no precisamente esperable en un boxeador. Hijo de padres cosecheros, Palma parece haberse labrado todo eso tan a los golpes como su carrera en el ring. “¿No está del todo mal, ¿no?”, comenta, al más puro estilo Borges, ante un fragmento poético (bastante cursi, en verdad) que le lee su esposa, en un momento de La piel marcada. Lo otro que golpea de este boxeador suave, que no pierde la sonrisa, es la sinceridad brutal. “Yo perdí esa pelea”, dice sobre una de sus defensas del título. “Me la dieron ganada porque fue acá”. Es más: “Yo hacía un personaje modesto, humilde. Pero era por cobardía, para no comprometerme.” Hernán Fernández elige contrapuntear el presente de Palma con el de Matías, el pibe que se inicia y al que la mamá le pide, ingenuamente, que nunca le marquen la cara. La idea fue, seguramente, evitar que la película se convirtiera en una cabalgata de puro pasado. El problema es que no llega a hacerse de Matías un personaje con interés en sí mismo, limitándoselo al mero rol funcional de contrapunto narrativo. En lugar de eso, ¿no cabría haber investigado luces y sombras en la vida de Palma? Teniendo en cuenta que el primer boxeador argentino al que le levantaron la diestra en Estados Unidos tiene cuatro hijos y un par de esposas previas, ¿no se podrían haber investigado un poco las relaciones familiares? Considerando que fue un campeón de la dictadura que perdió su título días después de la caída de Malvinas, ¿no se podría haber explorado qué clase de construcción hicieron en su momento los medios de su triunfo y su derrota? ¿Su relación con el entrenador Santos Zacarías, que como entre padre e hijo pasó de la incondicionalidad a la ruptura? Técnicamente impecable (signo de todo el cine argentino reciente), bañada por una luz que parece acariciar al protagonista (gentileza del documentalista Diego Gachassin), La piel marcada se da el lujo de ligar, por montaje, tiempos distantes, como cuando muestra al Palma de hoy en día mirando por la ventana su propia llegada al país treinta y seis años atrás, tras su conquista de la corona. No parece casual que uno de los montajistas sea el propio Fernández.