Disney se anima con su primer personaje gay. Con esta versión con actores de La bella y la bestia pasa como con otro estreno de la semana, Life. Ninguna de las dos está mal, pero las dos son tan derivativas (o plagiarias, según el caso) de películas preexistentes, que eso les reduce el interés. Life es una Alien embozada. La bella y la bestia, una remake al pie de la letra de la versión animada de Disney de los años 90. Lo cual la disculpa más, por supuesto, porque Disney está en su derecho a hacer lo que quiera con su propio material. Lo que la casa de Walt decidió hace unos años fue “actorizar” sus grandes clásicos animados, como forma de presentarlos a generaciones que no vieron las originales y así renovar su clientela. Es lo que hicieron con Blancanieves, Alicia en el país de las maravillas, Tarzán, Cenicienta y Hércules (101 dálmatas es previa a esta ola). Y ahora con La bella y la bestia, que llega con dirección de Bill Condon –conocido por Dioses y monstruos– y Emma Watson, la Hermione de Harry Potter, en el protagónico. La película es correcta, pero, salvo escenas puntuales, le falta ese chispazo que hace la diferencia. Con una desmesurada duración de más de dos horas, esta versión mantiene, por supuesto, la inclinación genéricamente correcta de la versión animada de 1991. Bella (a Watson no le sobra carisma) vive en una aldea francesa cuya chatura le queda chica, tratándose como se trata de una muchacha lectora y con aspiraciones culturales que exceden a su lugar y su tiempo: ella es nuestra contemporánea, la mujer-con-inquietudes. Ya conocemos a Gastón, el forzudo y narciso titular (el galés Luke Evans, que apareció tanto en las Hobbit como en las últimas Rápido y furioso), que da por descontado que la bella Bella será suya y se encuentra, para su sorpresa, que ella es la única chica del pueblo que no cae rendida ante sus músculos. Máxima innovación, histórica en verdad, de esta versión: esa especie de Sancho Panza que es LeFou (interpretado aquí por Josh Gad) parece francamente enamorado de Gastón y en algunas coreografías queda “peligrosamente” cerca de su amigo. El baile final, cuando cae en brazos de un desconocido, lo confirma: estamos en presencia, afirman los conocedores, del primer personaje gay de una película de Disney. Se ha roto una virginidad casi tan larga como un siglo. Kevin Kline hace una bienvenida reaparición como Maurice, el padre relojero de Bella, y ya se sabe lo que sigue: el ataque de los lobos, el resguardo en el castillo de la Bestia (el británico Dan Stevens, conocido por la serie Downtown Abbey), la llegada hasta allí de Bella, el recelo inicial que da lugar a la curiosidad, el posterior brote de romanticismo ante cierta rosa roja y el ataque de la gente del pueblo, que como en Frankenstein no tolera al distinto. Como en la versión animada, pero con más lucimiento, teniendo en cuenta que es más difícil hacerlo en live action, están excelentes la taza, la tetera, la lámpara y demás objetos animados, que reservan una sorpresa final.
Una experiencia pedagógica picante. El autor de En construcción propone una comedia sexual y dialéctica travestida de documental sobre la erótica patriarcal. “Una experiencia pedagógica del profesor Raffaele Pinto filmada por José Luis Guerín”, dice el cartel inicial de La academia de las musas, y debe ser uno de los comienzos más engañosos, desde los trueques ficción por “realidad” de Doble de cuerpo o Hable con ella. Tal vez el proyecto de La academia de las musas haya empezado como eso –y aun así es difícil, ya que el realizador de En construcción (2001) y Tren de sombras (1997) no filma documentales “puros”–, pero claramente terminó siendo otra cosa, y esa otra cosa es lo que da su identidad al opus 10 del realizador catalán (contando largos y mediometrajes). Si ése fue el proceso de construcción de La academia de las musas, la película misma duplica ese proceso, describiendo lo que va de la experiencia pedagógica representada por un curso o seminario de Filología dictado en la Universidad de Barcelona por un profesor italiano, especialista en cultura clásica, hasta la erótica patriarcal que circula entre bambalinas, entre il professore Pinto y varias de sus alumnas. Algo así como una comedia sexual (y dialéctica) travestida de documental neutro. Un film con grandes volúmenes de diálogo que resultó, inesperadamente, la película más popular de su autor en España. El curso que el professore Pinto da en la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona es sobre el lugar que ocupan las musas en la poesía, tomando como eje La divina comedia. El público de graduadas en Letras es mayoritariamente femenino, y los pocos varones prácticamente no intervienen. ¿Signo tal vez de que las clases están vistas desde el punto de vista del docente? El profesor domina su tema, es erudito y, aunque pasó la cincuentena y no es un galán, podría pensarse que la seguridad con la que expone y se planta sobre ese escenario que es la tarima podría ser seductora. En los contraplanos, los rostros de las alumnas se ven atentos, subyugados, pendientes de lo que dice (los de los varones, en cambio, lucen semiausentes). Una de las educandas que más interviene es una alumna italiana que, sin ser exuberante, responde al tipo físico que el cine italiano nos habituó a pensar como atractivo, en términos peninsulares. Curiosamente, sus intervenciones son en italiano, aunque habla castellano a la perfección. ¿Por qué lo hace, dejando fuera de la conversación a muchas de sus compañeras? ¿Es una forma de establecer un vínculo privado con el professore? En tal caso, una forma de establecer un vínculo de a tres: hay otra alumna italiana, como se verá sobre el final, y una española que habla italiano fluidamente. Vínculo de a tres o las tres en un vínculo, simultáneo o sucesivo, con el profesor Pinto, que así como predica la necesidad de las musas para la poesía, y la necesidad de la poesía para la vida, con innegable coherencia gestiona sus propias musas secretas para su vida privada. En una de las clases, el profesor hace un llamado a las mujeres para que hagan de musas para los hombres. Llamado ante el cual algunas de las alumnas reaccionan airadamente, acusándolo de patriarcalismo. Uno de los ítems del patriarcalismo es, como se sabe, engañar a la esposa con una o más amantes. Es lo que hace el profesor Pinto con Rosa Delor (su esposa en la vida real), tal vez el gran personaje de la película, por el modo en que liga lucidez descarnada, acidez y frontalidad. Desde la primera escena en que aparece, en el living de su casa junto a su marido, afirmando que “el amor es un invento de la literatura”, Rosa concentra todo el interés, hasta una escena cargada de veneno en la que se las ve de frente con su máxima rival (ambas parecen escenas de literatura inglesa, más que española). Esta es la segunda ocasión en que José Luis Guerín aborda el tema de la musa. En En la ciudad de Sylvia (2007), un artista plástico perseguía a una mujer hermosa a través del laberinto urbano, como quien persigue el ideal platónico de la belleza. Guerín rodó La academia de las musas por su exclusiva cuenta, con un presupuesto mínimo y haciéndose cargo él mismo de la fotografía y el montaje, filma las escenas de clases con preeminencia de planos americanos y clásicos planos-contraplanos. Separa bloques con notaciones temporales (la película transcurre entre un mes de noviembre y el marzo siguiente) y espaciales (la Universidad, el bar, un viaje a Nápoles, etc.) y recurre a varios planos en negro para separar escenas. Todas, o casi todas las escenas de exteriores, están filmadas a través de cristales y con mucho sol, de modo de generar fuertes reflejos sobre los cristales. Como si el realizador quisiera recordar, a través de las imágenes, que ninguna cosa real puede verse de modo límpido e impoluto. Que toda superficie refleja, refracta, llama a confusión.
Unas patologías para ponerse bien cachondo. Conocido sobre todo por sus actuaciones en televisión, el sevillano Paco León ganó notoriedad con un documental, Carmina o revienta (2012), cuya protagonista era su mamá, y que recorrió buena cantidad de festivales, tanto como su secuela, Carmina y amén (2014). Con El amor se hace –que en España se llama Kiki, el amor se hace–, León pasa al cine de ficción. Estrenada un año atrás en su país, El amor se hace tuvo muy buena respuesta de público. Se trata de una remake, lo cual no es frecuente en el cine español. Remake de una película australiana de 2014, The Little Death. En ambos casos se trata de comedias sexuales, con cinco parejas por protagonistas, cuyas historias se intercalan en el curso del metraje. En cada caso la historia gira alrededor de una patología o filia sexual, y es posible que eso tiña el relato de un esquematismo que lo limita. A saber: durante un atraco en un 24 horas, Natalia (Natalia de Molina) descubre que goza si es tomada por sorpresa y con violencia (de ser posible, por un asaltante). Sufre de algo llamado harpaxofilia, por lo cual su marido Alex (Alex García) llegará al punto de contratar falsos chorros para hacerse pasar por ellos y elevarle la temperatura a su esposa. Paco (el propio Paco León) y Ana (Ana Katz, presencia argentina en la película) atraviesan una fase de escasa excitación, por lo cual buscarán novedades en fiestas fetish y S/M, para terminar encontrándola más cerca, en Belén, prima de Paco (la andaluza Belén Cuesta). Un cirujano padece de somnofilia: goza con su esposa sólo cuando está dormida, por lo cual se ocupa de suministrarle todas las noches un somnífero. A su turno, una instrumentadora le cuenta del negocio de su hija, que vende sus bombachas usadas por internet. Sandra (Alexandra Jiménez) padece de elefilia, consistente en el fetiche de las telas, que la lleva casi a desmayarse por una camisa de seda en el subte, mientras que Candela (la reaparecida Candela Peña) descubre que lo que “la pone” es el llanto ajeno. Tiene dacrifilia, por lo cual trata de hacerle ver a toda costa La lista de Schindler a su marido. Muy bien actuada y con los clásicos desbalances de todo film en episodios (aunque éste no es estrictamente en episodios), El amor se hace no carece de momentos muy divertidos (el intento de “secuestro” a Natalia en un garaje, el episodio de Paco con un fan de la “lluvia dorada”, la obsesión de la mucama del cirujano con la mastoplastia y la conversación telefónica triangular de Sandra entre un sordo y una chica de call center erótico son algunas de las que más alto rankean) y alguno bastante inquietante, como el del adormecimiento del cirujano a su esposa, un matrimonio casi muerto. El problema es el de toda patología: tiende a repetirse, igual a sí misma, de modo que una vez que se la diagnostica queda poco lugar para la sorpresa.
Cuando el humor disuelve las fórmulas. El opus 2 de Gabriel Nesci, que después de formarse en televisión debutó en cine con Días de vinilo, es otra de esas comedias de “amigos son los amigos”, pero con un arma secreta: el español Santiago Segura, en su primera actuación en el cine argentino. ¿El cine comercial argentino empieza a respetar al espectador argentino? Sucedió el año pasado con Inseparables, una comedia definitivamente de fórmula, en la que sin embargo (casi) todo funcionaba como si no lo fuera, y vuelve a suceder ahora –mucho más– con Casi leyendas, en la que las fórmulas aparecen más disueltas. Casi leyendas es el opus 2 de Gabriel Nesci, que después de formarse en televisión en Todos contra Juan cinco años atrás debutó en cine con Días de vinilo, una de esas comedias de amigos en la que todo encajaba más como un Rasti que aquí. Otra comedia de amigos son los amigos con varones protagónicos, en Casi leyendas las chicas cumplen roles poco más que funcionales. Pero hay un arma secreta, de esas capaces de lanzar cualquier comedia a la estratosfera: el español Santiago Segura, en su primera actuación en el cine argentino (volverá a aparecer, presumiblemente en rol dramático, en Las grietas de Jara, actualmente en rodaje). De modo clásico, Nesci, autor del guión, presenta a sus tres protagonistas por separado y una vez que los tiene definidos los junta. A cargo de un padre en estado vegetativo, Axel (Segura) repara computadoras en una oficina madrileña por las noches, lejos del mundo y con la única compañía de sus manías. Profesor de Biología en un colegio secundario, la reciente viudez ha arrasado a Javier (Diego Peretti), que presenta un aspecto como insomne, quedándose dormido en medio de las clases y soportando las bromas crueles de sus alumnos. Abogado pagado de sí mismo, Lucas (Diego Torres) es el típico ganador que tiene engañada a su amante con una próxima mudanza juntos, y que de la noche a la mañana se quedará en la calle cuando la chica, despechada, denuncie la parte con la que se quedó de una sociedad offshore. Es en ese punto que Alex se aparece en Buenos Aires, con la idea de retomar Auto-Reverse, el grupo que los tres tuvieron en los 90, para presentarse en un concurso organizado por una radio. Javier está lleno de problemas (a su condición de viudo hay que sumarle que la relación con su hijo atraviesa un momento muy bajo), mientras que Lucas no está habituado a ellos. Entre esos polos opuestos funciona Axel, que aunque no se diga explícitamente sufre de algo así como síndrome de Asperger. Tiene compulsión por arreglar cosas, hasta el punto de que la primera noche que pasa en lo de Javier (porque no tiene dónde dormir) la invierte enteramente en acomodarle toda la casa. Es virgen y no puede evitar dar información que nadie quiere oír. Como que cada vez que se ducha se masturba, por ejemplo. Cosa que no hace feliz al dueño de casa. No tiene mucha idea de lo que pasa a su alrededor: compone un tema en homenaje a los daltónicos, al que pone de título “Odio a los negros”. Y dice invariablemente la verdad. Cuando reencuentran a Abril (Claudia Fontán), una antigua groupie que actualmente maneja un centro cultural, que por culpa de un accidente anda en silla de ruedas y a la que Axel siempre le tuvo ganas, le pregunta si su vagina funciona bien. Axel es, en definitiva, el “tiro al aire”, típico personaje de comedia grupal, que en la serie Seinfeld era Kramer, en Friends Phoebe y en That 70’s Show, Fez. Mientras la trama es guiada por el clásico show que los protagonistas deben preparar y que representará su comeback, a su alrededor orbitan dos clases de personajes: los que encarnan los intereses amorosos (Abril con Axel, la Sol de Florencia Bertotti con Lucas) y los proveedores de comicidad: la hija de Abril (Uma Salduende), típica nena avispada y un poco pasada de revoluciones, Fernán Mirás como abogado aún más chanta que el propio Lucas, que es su cliente, y Rafael Spregelburd como policía rutero cocainómano. Un personaje, el de Tomás, hijo de Javier (Leandro Juárez, excelente), protagoniza la veta dramática de la película, ya que su vida aparece demasiado teñida de muerte y requerirá de un rescate. Pero todo este esquema importaría poco si no fluyera ni tuviera gracia. Y fluye, y tiene gracia.
Un documental muy a lo Puig. El film no pretende documentar la realidad de la vida en la cárcel, sino que capta la dinámica que se da en un grupo de mujeres presas que asiste a un taller de musicoterapia. Pero no es más que una excusa para que ellas charlen, bailen y lloren. Que Interiores no pretende documentar la realidad de la vida en la cárcel de mujeres de Magdalena lo deja claro el recorte que practica. La película dirigida por Fito Pochat tiene lugar en un aula de la escuela con la que cuenta la prisión. En esa aula, un pequeño grupo de internas asistirá a un taller de Musicoterapia, cuyo carácter en cierta medida artificial se ve acentuado por el hecho de que, tal como señala un cartel al comienzo, fue propuesto por la propia producción de la película, con el objetivo de servir para ésta. Algo así como una experiencia de laboratorio, Interiores no informa, ni lo pretende, sobre el estado y las condiciones de la cárcel, ni tampoco sobre los motivos por los cuales las asistentas al taller están allí, desde cuándo y por cuánto tiempo más. No se trata de un documental informativo sino de uno que capta la dinámica que se da en ese grupo de mujeres. Por la atención que presta exclusivamente a ese punto, por el peso que tiene la charla en él y por la vividez de las voces protagónicas podría aventurarse que Interiores tal vez sea el primer documental muy a lo Puig. En total armonía y con mucho sentido del humor, el grupo funciona como hermandad, no importa que alguna integrante ande por la veintena y dos o tres tengan varios nietos. Asombran las sonrisas, el alto espíritu: si no fuera porque en algún momento alguna lo trae a colación, nadie diría que se trata de internas de una prisión. Así como al comienzo de la primera sesión algún juego sirve para que cada una se identifique, y a la vez para integrarse y desinhibirse, el predominio de la conversación por sobre los ejercicios musicales deja claro que lo del taller de Musicoterapia es más que nada una excusa para que las señoras y señoritas charlen. Ninguna de ellas peca de excesiva timidez y una de las cuestiones que aparece pronto, y que es común si no a todas a casi todas, es el maltrato. Una cuenta, con una enorme sonrisa, que estando embarazada de cinco meses su pareja llegó una noche de mal humor (“tal vez la amante no quiso esa noche”) y le pegó una patada que la levantó en el aire. A la mañana siguiente hizo sus cosas y por suerte se fue. Otra relata que guarda la foto en la que aparece con el rostro magullado, para que sus hijos vean qué clase de cosas no debería ocurrir jamás. Pero no hablan sólo de cosas feas. También de sus proyectos para cuando salgan, de las cosas que les gusta hacer. Bailar, por ejemplo. Y bailan. Dos de ellas hacen un lip sync muy divertido de Pimpinela, una de ellas con una barbita pintada y ambas con micrófonos de papel. Y lloran, claro. De golpe, sin previo aviso. A veces, hablar de llorar las hace llorar, así como bostezar trae más bostezos. Una de ellas en un momento habla, llora y se ríe. Todo junto. Es algo que sólo las mujeres y los niños pueden hacer. Esa misma chica la más bonita, la que más “roba” cámara acapara la conversación, sin competencias. Tal vez hubiera sido conveniente algo de edición, para repartir las cosas un poco más parejo. Y también, cómo no, más planos de atención, de aquellas que escuchan, no sólo de las que hablan. A veces, en cine, una persona escuchando es más interesante que una hablando.
La puesta en escena de la primera dama El sorprendente debut en Hollywood del director de Neruda tiene como virtud la ambigüedad con que retrata a la viuda del presidente Kennedy en los días posteriores a su asesinato. Parece como si lo hubiera hecho más para mí que para homenajear a Jack”, se dice a sí misma Jackie Kennedy en un momento de honestidad brutal, en referencia al impresionante cortejo fúnebre que ella se obstinó en darle a su marido asesinado, a pesar de los recaudos aconsejados por los servicios de seguridad. En qué medida los actos públicos de esos cuatro días que van desde el magnicidio del 22 de noviembre de 1963 a la entrevista que Jackie concede a un periodista en la mansión familiar de Hyannis Port, Massachussets, son espontáneos o construidos, parte de un luto o un espectáculo, hechos o relato, ingenuidad o astucia es –más allá de ser la sustancia misma de la política– la materia de Jackie, curioso debut estadounidense del realizador chileno Pablo Larraín, cuya primera película hablada en inglés parecería privativa para un cineasta “de la casa”. Para un realizador poco amigo de la ambigüedad, la resbalosa Jackie es una rareza, y la lógica indica apuntar como responsable de esa ambigüedad al guionista Noah Oppenheim, entre cuyos antecedentes se cuenta uno francamente infrecuente: es el presidente de la cadena de televisión NBC. Pensada originalmente como una miniserie de HBO en cuatro episodios, con producción de Steven Spielberg, Jackie se convirtió en una película que dirigiría Darren Aronofsky y protagonizaría su esposa, la exquisita Rachel Weisz. En algún momento ambos abandonaron; Aronofosky quedó como productor y por algún motivo le ofreció la dirección a Larraín, que es más joven de lo que se supone (40 años, siete películas). Por algún motivo también, Larraín dijo que aceptaba si y sólo si Natalie Portman encarnaba a Jacqueline Lee Bouvier. Portman aceptó y eso es lo más comprensible de todo: no es un papel para andar rechazando. De hecho el papel la llevó hasta las puertas del Oscar, y si no lo ganó es por el viento de cola que traía La La Land, que elevó al escenario a la sin duda magnífica Emma Stone. Pero es que lo de Portman es un verdadero show del matiz. ¿Show? Sí, muy visible si se quiere, mientras que lo de Stone es un tipo de actuación más interno, más generoso en tanto menos ostentoso. En fin, cuestión de estilos. Ninguna novedad como estructura narrativa, la de Jackie se sostiene en la entrevista que un periodista innominado (podría ser perfectamente Theodore H. White, de la revista Life, quien reporteó a la ex primera dama días después del magnicidio) realiza a la señora Kennedy en su casa de Massachussets. Esa entrevista da lugar a que Jackie eche luz sobre ciertos recuerdos, que narrativamente se presentarán en forma de flashbacks, y del vaivén entre ese presente y esos flashbacks surgirá el andamiaje de la película. Hay otros hechos que el estado de shock de Jackie no le permite recordar. O eso dice: que ella misma admita un hiato entre su relato y la verdad habilita toda duda. La señora Kennedy aduce una tergiversación reciente de sus palabras para arrogarse el derecho a editar la entrevista, algo que hará lápiz en mano una vez terminada, de modo poco elegante para una dama de sus quilates. Pero esos quilates, ¿no eran ya una invención? A pesar de su apellido tan bián, Jacqueline Bouvier era hija de un corredor de Bolsa y un ama de casa de Southampton. Esos modales tan distinguidos, ¿no eran acaso aprendidos y mil veces ensayados? Natalie Portman los exagera, hasta el borde mismo de la caricatura. Allí está, en YouTube, el especial de televisión en el que Jackie, como una especie de Chiqui (Legrand), hace un tour por la Casa Blanca en 1961, mostrándose poco menos que como una reina, con su peinado bananita, su spray y una dicción entre aniñada y afectada. O afectando ingenuidad, más precisamente. Ese modo de hablar es el que Portman acentúa, hasta niveles irritantes. La idea de realeza aparece aquí y allá en la película, insinuada sobre todo por el periodista al que Billy Crudup interpreta como una roca. Lo impresionante es que cuando esa roca empieza a ver que detrás de esa aparente bobita chic hay una astuta mujer política, la roca empieza a desintegrarse. “Eso, por supuesto, no lo dije”, le dice Jackie, levantando el cigarrillo como en un aviso de Kent después de confesar que ella y Jack no dormían en la misma cama. “Por supuesto, no fumo”. Y fuma como un escuerzo. Esa mujer puede decidir no cambiarse el famoso conjunto Chanel rosa ensangrentado por la sangre del marido, “para que vean lo que hicieron a nuestra familia”. Hay que tener brillantez para decidir esa puesta en escena. Pero a la vez esa mujer puede ser tan frágil como para verse perdida, mareada, ausente, un poco loca incluso, inmediatamente después del asesinato, pidiéndole a un guardaespaldas que le cuente qué pasó, intentando hacer contacto con Lee Harvey Oswald, paseándose por los pasillos de la Casa Blanca como un fantasma. Y sin embargo, en la entrevista introduce la idea de que el gobierno de JFK era como el Camelot del Rey Arturo, confiándole al periodista que en el futuro “esos personajes serán más reales” que los de la realidad. Si eso no es construir un relato…
Aventura laberíntica por Buenos Aires. Como en Invasión, hay en el nuevo film de Santiago una conspiración secreta, mientras la cámara dibuja geometrías de una elegancia inusual en el cine contemporáneo. Nacido en 1939, a los 30 años Hugo Santiago filmó una película llamada Invasión, que sería una ópera prima mítica del cine argentino. En primer lugar porque no cualquiera tiene a Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares como autores del argumento (y a Ricardo Aronovich de director de fotografía, dicho sea de paso). Su estética, que no respetaba en lo más mínimo el modo de representación naturalista que imperaba en el cine local, entrañaba una ruptura mayúscula. Su fábula, en la que un pequeño grupo de resistentes –entre ellos, una columna de jóvenes– intentaba dar batalla a invasores semiabstractos pero poderosos, que no tenían remilgos en recurrir a la tortura, resultaba asombrosamente profética, tratándose de 1969 (además de sorprendentemente semejante a la de El Eternauta, que difícilmente Borges y Bioy Casares hayan frecuentado). Pocos años más tarde Santiago partió al exilio, donde llevó adelante una carrera en cine y televisión, para ya nunca más volver. Un foco sobre el director Eso, hasta el año 2013, cuando sintió la ardiente necesidad de volver a filmar Buenos Aires, como quien desea volver a ver a su amada. El resultado de ese deseo es El cielo del centauro, su segunda película argentina, realizada cuarenta y seis años más tarde de la primera (y doce después de la previa El lobo de la Costa Oeste, 2003), que abrió el Bafici 2015 y se estrena ahora, tras una espera de un par de años. Como en Invasión, hay en El cielo del centauro una conspiración secreta. Pero mientras allí, asomados a los 70, se escenificaba una tragedia de héroes condenados, por una cuestión de número, a la derrota y la muerte, medio siglo más tarde, en tiempos post, toma su lugar una pura mecánica, un movimiento que tiene lugar en la superficie. Una superficie sin fondo, tramada desde el guión por Santiago y Mariano Llinás, coautor y coproductor de la película, que casi recuerda más a Castro, de Alejo Moguillansky (editor de El cielo del centauro) que a la propia Invasión. Un barco llega al puerto de Buenos Aires y un tripulante francés a quien llaman El Ingeniero (y que como el Corto Maltés lleva saco azul de marino) baja a cumplir con un encargo del padre, consistente en entregarle un paquete a un amigo. Para ello se mune de un mapa de la ciudad e inicia –héroe arrastrado por el deseo de otros– una aventura laberíntica, de policial negro en clave paródica, en la que deberá vérselas con dos grupos enfrentados, un temido líder del bajo mundo (Roly Serrano), un morocho vestido como cubano (Mustafá Sene), la directora del Museo Histórico Nacional, que falsifica cuadros del genial Cándido López (Romina Paula) y un señor bián llamado Amancio Avellaneda (Carlos Perciavalle). El laberinto lo lleva de un punto a otro de la urbe, como en una búsqueda del tesoro. La intriga, que tiene como mcguffin a un Ave Fénix (¿alguna relación con El Halcón Maltés, tal vez?) y como personaje extraviado de film noir a un tal Víctor Zagros, que también es falsificador, no tiene mucho más espesor que el mapa que El Ingeniero lleva a todas partes. Las razones de Santiago Es como si El cielo del centauro fuera la falsificación de una intriga. Lo que no es falsificado es la puesta en escena, que Santiago –obsesivo del asunto, tal como El teorema de Santiago expone con claridad– ha orquestado como una larga coreografía visual de una hora y media. La cámara, llevada por Gustavo Biazzi (El estudiante, Castro, La patota), dibuja geometrías incansablemente móviles, de una elegancia que no suele verse en el cine contemporáneo. Con una fotografía que va mutando del blanco y negro al color (y que restituye todos sus lilas a los jacarandas porteños), la Buenos Aires que construye El cielo del centauro está entre lo intemporal y lo abstracto, tal como sucedía en Invasión. Galpones del Bajo, recortes del Parque Lezama, un sector de la Recoleta, una esquina de Palermo, adoquines de la Boca. En términos musicales, el realizador ha querido asociar la ciudad al mito de la ciudad, convocando una vez más a Edgardo Cantón, autor de la banda de sonido de Invasión y de Los otros (1974), invocando en ocasiones el fantasma de Eduardo Arolas, que presidía ya la ficción de Las veredas de Saturno.
El psicópata que termina siendo muy light. En relación con los dislates de La mujer de agua (2006), El último guerrero (2010) y Después de la Tierra (2013), Fragmentado –modesta, calma y de medio tono– representa para M. Night Shyamalan un claro run for cover o busca de refugio. Pero conviene no olvidar que antes de ésta hubo una notable comedia negra de (mucho) terror, la injustamente inadvertida Los huéspedes (2015), sin ninguna duda una de las mejores películas del realizador de origen indio. Fragmentado es una película sumamente económica, que da a pensar que a Shyamalan le escatimaron el presupuesto. La acción, mayormente hablada, se desarrolla casi enteramente en dos interiores: el bunker del psicopático protagonista y el consultorio de su terapeuta, interpretada por Betty Buckley, la recordada profesora de educación física de Carrie. Como en las recientes No respires y la recién estrenada Intrusos, un sótano, que alberga a tres chicas secuestradas, vuelve a ser el sitio por excelencia de lo siniestro. Lo de “fragmentado” (Split, en el original) es en referencia a la enfermedad que padece el protagonista, que hasta hace unos años se conocía como “personalidad múltiple” o “dividida” y actualmente se denomina “trastorno de identidad disociativo”. Dejando de lado la más conocida disociación entre dos identidades, en cine la variante múltiple la padecieron, entre otros, Sally Field en sus comienzos (Sybil, 1976), John Lithgow (Demente, de Brian de Palma, 1992) y Michael Keaton (Mis otros yo, 1996). Con veintitrés personalidades contra las dieciséis de Sally Field, el escocés James McAvoy lleva hasta el momento la delantera como Máximo Divisor Múltiple. Inevitablemente oscura al transcurrir en espacios cerrados y sin salida al exterior, Fragmentado respira un aire incómodo. Pero ni viciado ni malsano: el psicópata (y/o esquizofrénico) de McAvoy no es suficientemente perverso, ni despierta la suficiente piedad. Una historia de secuestro tiene que jugar necesariamente alrededor de la tortura, psíquica o física, real o potencial. Y aquí nada. Ni siquiera un poco de motivación, en verdad, porque, ¿por qué secuestran Hedwig y sus veintidós compañeros a las tres chicas? No parece haber razón. En el último tercio de película se anuncia la inminente llegada de la personalidad número 24, la temible La Bestia, pero cuando llega tampoco pasa mucho, confirmando al protagonista como primer psycho-light de la pantalla. El secuestrador libra dos duelos con sendas mujeres. Uno es con una de sus prisioneras, Casey (Anya Taylor-Joy), quien tal vez por haber vivido de pequeña una historia sumamente tortuosa, ya en el primer plano de la película se presenta con mirada alerta. El otro es con su terapeuta, con quien lo une una sugestiva equiparación: ella también, como Dennis le hace notar, vive encerrada y sola, y “su familia son sus pacientes”, como ella misma reconoce. Interesante simetría entre “el bien” y “el mal”, que lamentablemente no se desarrolla mucho más allá. En la última escena hay una cita a El protegido, que divertirá a quienes hayan visto esa película.
La vida como un duelo que no tiene fin. Candidata a seis premios Oscar, entre ellos a los de mejor film, director y actor protagónico, esta tragedia asordinada confirma al realizador Lonergan como un narrador admirable, capaz de manejar con elegancia distintos flashbacks y situaciones dramáticas. Manchester junto al mar confirma que el tema excluyente del realizador, guionista y dramaturgo Kenneth Lonergan es cómo se sobrevive a la muerte. Su ópera prima, la magnífica You Can Count on Me (2000), que aquí se lanzó en DVD, narraba el reencuentro de dos hermanos, que de pequeños habían sufrido la muerte de sus padres en un accidente de autos. La siguiente, Margaret (2011), que no se conoció en Argentina por ninguna vía, desplegaba toda una trama de relaciones a partir de otro accidente y otra muerte, que pesaba sobre la consciencia de la protagonista. En Manchester junto al mar las muertes son dos. Una ocurre bastante temprano y mueve a un hombre a acercarse a su sobrino, mientras que la otra –otra vez en un accidente– tiene lugar hacia la mitad del metraje. En verdad ese accidente ha sucedido años atrás y explica el aire de duelo en el que repta el protagonista, terminando por subsumir la película entera en él. ¿Son demasiadas dos muertes para una ficción, sobre todo teniendo en cuenta que una de ellas es múltiple? De la respuesta dependerá, seguramente, la apreciación que cada uno se haga del opus 3 de Kenneth Lonergan, candidato a seis Oscars (película, director, guión original, actor protagónico, actor y actriz de reparto). La primera hora de Manchester junto al mar es un admirable modelo de construcción narrativa. El relato, instalado en el presente, echa luz ocasional sobre zonas del pasado, en la medida en que el recuerdo se le impone al protagonista, Lee Chandler (Casey Affleck). El hombre es un solitario encerrado en su propio dolor, que trabaja como encargado de edificios en la pequeña ciudad de Quincy, Massachussets, ganándose unos pesos extra con arreglitos varios. Es tan retraído que si una chica quiere sacarle conversación en un bar, fracasará. Lo más parecido que Lee tiene a una forma de socialización es agarrarse a trompadas, alcoholizado, en algún pub nocturno. Si es con varios a la vez, mejor. En medio de esta rutina, Lee se entera de que su hermano mayor Joe (Kyle Chandler), que sufría desde hace un tiempo de una rara enfermedad cardíaca, ha muerto de un síncope. Joe deja un hijo adolescente, Patrick (el debutante Lucas Hedge, nominado por esta actuación) y una madre, Elise (la reaparecida Gretchen Mol, digna de mayor crédito del que siempre se le otorgó) que, con serios antecedentes de alcoholismo y episodios de internación, no está en condiciones de hacerse cargo de él. Joe ha dispuesto que sea Lee quien lo haga. Entrelazado con ese relato cronológico se jaspea una guirnalda de suaves flashbacks, que no se denuncian como tales en términos visuales ni narrativos, de modo que parecerían tener lugar también en presente. Van presentando la vida previa de Lee con su familia: su mujer, Randi (Michelle Williams, algo así como “la” trágica joven del cine estadounidense contemporáneo) y sus tres hijos. Este segundo relato irá a parar al punto nodal de la película, una secuencia culminante que tiene lugar casi justo en la mitad y donde Lonergan toma una decisión desgraciada: la de subrayarla, durante unos cinco minutos o más, con el conocidísimo Adagio de Albinoni. La decisión es errada por varias razones. La primera es que la secuencia no necesita de ningún refuerzo musical, ya que de por sí le sobra intensidad. La segunda es que la idea misma de “refuerzo musical” es equivocada: la propia etimología de la palabra denota que todo refuerzo es redundante. Por último, el Adagio de Albinoni es una de esas que sabemos todos, de modo que su escucha puede llegar a convertirse en un doloroso déjà vu auditivo. Una distracción, un deseo ardiente de que la secuencia termine de una vez. Una vez finalizada, da la sensación –que tal vez sea subjetiva– de que a la película le cuesta reponerse de esa devastación musical. Le lleva un rato pero lo logra, dejando atrás el fantasma de la película-sobre-tío-que-se-hace-amigo-de-sobrino-y-a-la-vez-se-rehace-como-padre, y abriéndose, a diferencia de la primera parte, a distintas líneas narrativas. Mucho tienen que ver con esta recuperación del interés Lucas Hedges y Casey Affleck. Con cierto parecido físico con Jesse Eisenberg, Hedges se comporta, en relación con Lee, casi más como un hermano mayor que como un sobrino adolescente. Pero también puede costarle horrores ponerse un preservativo cuando está con una de sus novias. Lo de Casey Affleck es extraordinario. Lo suyo es pura implosión, puro duelo contenido, salvo cuando no aguanta más y explota. Debería darle clases de actuación a su hermano Ben. No sólo de ellos dos es el mérito. Lonergan hace jugar a los espacios un rol dramático. La estrecha piecita en la que vive Lee expresa todo lo que perdió. Los flashbacks que muestran la relación de protección que Joe tenía para con él permiten sopesar esa segunda pérdida. Lonergan no concede, por otra parte, uno de esos desenlaces “éramos tan Hollywood”, en los que todo lo que era duelo, ausencia y dolor ahora se cura con nuevas oportunidades y un futuro prometedor.
Unos monstruos que no asustan a nadie. La coproducción sino-estadounidense es la primera hablada en inglés que comanda el recordado realizador de Ju Dou. Aquí se embarca en una desafortunada lucha entre monstruos inverosímiles y mercenarios occidentales –comandados por Matt Damon– en busca de pólvora. Dice la sinopsis argumental de Ju Dou: “Mercenarios europeos en busca de pólvora se ven envueltos en la defensa de la Gran Muralla china, contra una horda de… [los puntos suspensivos son propios] criaturas monstruosas”. Ah, con que ésas tenemos. Si bien no es la primera vez que dirige actores occidentales (Cristian Bale fue parte del elenco de The Flowers of War, 2011, no estrenada en Argentina), la coproducción sino-estadounidense The Great Wall es la primera hablada en inglés que comanda Zhang Yimou, el recordado realizador de Esposa y concubinas y Ju Dou. Aunque nunca hasta ahora había llegado al límite de los monstruos, Yimou sí se había desplazado en ocasiones de su especialidad, el drama histórico. Recuérdese que La reina de Shanghai era una de mafiosos chinos, y la trilogía Héroe-La casa de las dagas voladoras-La maldición de la flor dorada, una saga de patada y espada. Así como A Woman, a Gun and a Noodle Shop, tampoco vista por aquí, es una remake de Simplemente sangre, de los hermanos Coen. De hecho, Ju Dou era en buena medida una variación de El cartero llama dos veces. ¿Qué puede esperarse de Yimou dirigiendo un gran espectáculo histórico? Si se permite la perogrullada, espectacularidad, lucimiento visual, mucho estilo y coreografía, como mínimo (¡el hombre diseñó las ceremonias de apertura y cierre de los Juegos Olímpicos 2008, al fin y al cabo!). Bueno, tampoco tanto. No es fácil adivinar la ocupación que habrán tenido los tres autores de la idea original y los tres guionistas, todos estadounidenses y los más conocidos de ellos, Marshall Herskovitz y Edward Zwick (ambos de El último samurái y la última Jack Reacher), entre los primeros, y Tony Gilroy (casi todas las de la serie Bourne), entre los últimos. Conviene olvidarse, desde ya, de la existencia de algo parecido a personajes. Los occidentales presentes –entre ellos Matt Damon– son mercenarios en busca de pólvora, aún no conocida en Occidente, tanto como podrían estarlo en busca de fideos. Teniendo en cuenta que en la serie Bourne Damon pudo desarrollar una fiereza hasta entonces desconocida, Yimou pudo haberla aprovechado para este papel de mercenario. Pero no: el actor de Los infiltrados vuelve a lucir tan noble como en Rescatando al soldado Ryan. Y se hace imposible creer en él como mercenario. Pero por mucha muralla y pólvora y generala (sí, los chinos no tienen general sino generala, invención del guion para cumplir con la cuota de corrección genérica, y de paso gestionar una pizca de tensión sexual para Damon), lo que importa aquí es la lucha contra el monstruo. Y acá, lamentablemente, viene lo peor, porque los monstruos son una manga de tarados. Especies de iguanas gigantes con muchos dientes, los Taoties (así se llaman) no asustan a nadie. Pueden rugir, abrir grande la boca, tirarse de a varios sobre algún soldado, trepar de modo amenazante por los muros de la muralla, perseguir a alguna presa, y nada. Se nota que son digitales, pero además el diseño deja que desear. Y encima habría que ver si Yimou vio alguna vez, de chico, alguna película de monstruos, o si ese día prefirió ir a la ópera. O si la vio y le hizo efecto. Una película de monstruos no es para cualquiera. Hay que empezar por creérsela para que el monstruo asuste, si no no funciona. Y estos no asustan. Y no funciona. Después está el costado aventurero, al que se presta el desierto de alrededor de la muralla, y que aflora sobre el final, cuando los héroes salen a la caza de los Taoties en globos de helio. Será por la tradición aventurera del globo de helio, que se remonta hasta Julio Verne, pero esto, si bien también se le nota la digitalización, funciona mejor, encadenándose además con una serie de peripecias finales que recogen con más acierto la tradición del cine de aventuras y le levantan un poco la nota a una película hasta entonces francamente desafortunada.