Con ecos de otros, mejores melodramas Si la película de Benoît Jacquot genera cierto placer en el amante del género, es por un efecto de espejo roto, que vale más por lo que sus fragmentos reflejan (otros melodramas, como los del gran François Truffaut) que por lo que son. ¿Hacía cuánto tiempo no había ocasión de gozar de ese (des)concierto de flechazos amorosos, desencuentros programados por el dios Destino, obsesiones fatales y pésimas elecciones del corazón, que definen al melodrama cinematográfico? Melodrama en su acepción francesa. Esto es como amor loco. Especialidad que François Truffaut supo cultivar con cartesiana pasión a lo largo de su carrera. Con una diferencia: en La mujer de la próxima puerta, Las dos inglesas y La piel suave, para nombrar algunas, héroes y heroínas se enamoraban a ciegas, como indica la tradición de la tragedia. Mientras que aquí son conscientes de que están metiendo la pata hasta el cuadril, y la meten igual. Con lo cual, en lugar de pensar “estamos jodidos”, llevado por la identificación a la que necesariamente apunta el género, el espectador puede llegar a pensar “jódanse”. Y eso no es bueno para nadie.Sin entrar en mayores detalles de trama, debe decirse que los corazones del título son los de dos hermanas, Sylvie (Charlotte Gainsbourg) y Sophie Berger (Chiara Mastroianni) y un inspector de finanzas, Marc (el belga Benoît Poelvoorde), que las conoce durante un viaje a Lyon. Las conoce por separado y, como un mediático de hoy en día (pero sin medios), se ocupa de juntarlas. Ellas están casadas. Él es soltero, poco y nada se sabe sobre su vida amorosa. Si se tratara de relaciones pasajeras, vaya y pase. Pero no: los tres se enamoran como en el siglo XIX, tirando por la borda seguridades burguesas, instituciones matrimoniales y roles sociales. Con lo cual va a haber drama, culpas, lágrimas. Madre de ambas, la inevitable Catherine Deneuve (casi una fatalidad del cine francés) observa todo desde una distancia discreta, sabia, calladamente sufrida.Pero claro, no es la trama lo que importa sino los detalles anticipatorios, el balance entre énfasis y ahogos, los grandes saltos temporales, los estragos del tiempo y el azar. El primer plano de la película presenta a Marc con el corazón en la boca, llegando tarde a la estación y perdiendo el último tren (tentador volver a pensar en Truffaut, pero no viene al caso). Presentación de un personaje que vive à bout de souffle (detalle interesante, el hipertenso Marc no responde en lo más mínimo al estereotipo del inspector de finanzas), primera intervención del azar o la fatalidad (por perder el tren conocerá a Sylvie) y un componente básico de toda tragedia o melodrama: el carácter premonitorio (otra llegada tarde de Marc resultará irreparable).“¿Cuántos años tenés?”, le pregunta Sylvie a Marc en la calle. El mira la dirección, el número 47, y después la hora: son más de las 12 y cumple esa edad. Una casualidad tan aparatosa sería atribuible al destino si estuviera planteada dramáticamente, pero la escena está jugada en tono de comedia, por lo cual suena más a comentario autoparódico. Lo que no pega mucho es que el director Benoît Jacquot va a inclinarse después hacia el melodrama clásico, con dos de las puntas del triángulo eligiendo la peor opción, y la tercera, como víctima ignorante. Otro clásico del género, el objeto como signo de la fatalidad, está representado aquí por un encendedor. Pero, otra vez, forzamiento: para que el objeto se vuelva signo, todos fuman más que Don Draper y sus compañeros de Mad Men.También la música desentona, con tonos hondos y amenazantes en las primeras escenas, que no dan para eso. Aquí está bien que desentone, ya que funciona como signo premonitorio. Desgajada del relato, una subtrama sobre corrupción política gana relevancia en la segunda parte, revelando en Marc un costado quijotesco que no ayuda a explicar lo que más que pasiones ciegas parecen simples irresponsabilidades amorosas. Si 3 corazones genera cierto placer en el amante del género es por un efecto de espejo roto (un espejo del siglo XVIII es otro objeto-signo aquí), que vale más por lo que sus fragmentos reflejan (otros melodramas, más redondos) que por lo que son.
Cuando el fantasma cuenta su historia Desde hace décadas, Eduardo Gamba administra las ruinas del Boulevard Atlántico Hotel, en Mar del Sud, del cual ya se había ocupado Mariano Llinás en Balnearios. El film de Orcel, en cambio, se dedica a retratar al personaje, un fabulador nato. “Veinte los mayores, diez los menores”, tarifa Eduardo Gamba, el octogenario a quien unas zaparrastrosas visitas guiadas le permiten seguir rascando el fondo del tarro de una herencia recibida o apropiada. Gamba administra el hotel más antiguo en pie (o más o menos en pie) en la Argentina: el Boulevard Atlántico en Mar del Sud, balneario levantado a fines del siglo XIX para competir con la surgente y vecina Mar del Plata. Neto perdedor de esa competencia, Mar del Sud y su Grand Hotel comenzaron a decaer a mediados del siglo siguiente. Desde hace décadas el Boulevard Atlántico es una ruina semivacía, ocupada por escombros, guano de gaviotas y caca de palomas. Y por Gamba y su cochambroso perro anciano. Con alguna trascendencia mediática unos años atrás, cuando surgieron reclamos sobre su carácter de okupa, El último pasajero visita, entrevista y convive unos días con este personaje querible y algo cretinesco, apropiador de un terreno de gran valor potencial... o de ningún valor.Fue Mariano Llinás, en su documental/ensayo/farsa fílmica Balnearios (2002), quien revivió el fantasma del Boulevard Atlántico, con su imponente planta neoclásica en medio de la nada y a unas cuadras del mar, su estado de abandono y sus historias. Historias de tornados, de incendios, de amores secretos, de suicidios, de ocupaciones a cargo de una banda criminal que lo habría usado como depósito y aguantadero, de muebles de época y vajilla francesa desperdigados por toda la zona. Narradas las historias del pasado, quedaba por visitar el presente de la imponente mole, tratando de paso de pasarle la escoba a lo real de la leyenda. De allí el subtítulo de El último pasajero, que suena, deliberada o involuntariamente, a una investigación especial de Telenoche.Como bien define el catálogo del Bafici 2014, donde la película fue parte de la programación, El último pasajero es un cuento de fantasmas narrado por el fantasma en persona. Posible versión documental de Beetlejuice, la película de Orcel (realizador francés radicado en Argentina) es también algo así como El desconocido de siempre de Mar del Sud, con Gamba asomándose a lo que alguna vez fueron habitaciones y ahora son paredes rotas en el vacío, revisando las fotos de la novia francesa que no resultó tan francesa o dando visitas guiadas a turistas con tiempo libre, que más que recorrer lo que no puede recorrerse (paredes derruidas, pisos levantados, vigas y restos de parquet amontonados, estancias cubiertas de caca de paloma) consisten en una suerte de sitting stand-up, con el octogenario entreteniendo a la concurrencia con sus historias del hotel y sus conquistas reales o fabuladas.Basta que Gamba se sirva un par de vasos de vino a la noche y se siente en un salón enorme, iluminado apenas con un farol de filmación, para que confiese que toda esa historia de la francesa aureolada de charme “no es cierta, claro”, aunque insista en ser poseedor de un título de propiedad que nunca muestra. Mientras tanto pide que le anoten en la farmacia del pueblo una caja de Ibuprofeno para el perro enclenque, vende en el pueblo unos DVD caseros que incluyen una película de vampiros filmada en el hotel (puede verse un fragmento), cuenta los últimos días de la “francesa” Mabel, cuando terminó “momificada por el diclofenac”, comenta al paso que la noche del incendio dejó una vela prendida no sabe dónde, alquila para la próxima temporada unos “departamentos” ubicados en un ala del hotel y hace referencia, frente a unos visitantes, al estilo “cultural francés, ¿cómo se llama?”, del hotel.El “documental de personaje” es casi un género. Seguramente el más anárquico e imprevisible de todo el campo del cine de lo real. El más a salvo de generalizaciones, el más específico, inefable y singular: el personaje es el que es, no representa otra cosa que a sí mismo. Cochambroso carismático, fabulador menesteroso, dilapidador de riquezas de un siglo de vida argentina para pagarse el matecito y el vinito, a medias entre la caridad pública y la usurpación, Gamba tiene, como personaje, la peculiaridad de lo inatrapable. Inatrapable por la Justicia, inatrapable por la moral, inatrapable por la mirada del espectador. Orcel lo deja hacer, lo muestra en su hábitat, le da lugar, sabe cuándo agarrarlo débil y cuándo soltarlo. El último pasajero se asoma a un pozo sin fondo, cavado dentro de otro pozo sin fondo.
Un argentino entre los “muertos que caminan” De 42 años al día de hoy, el cordobés Víctor Hugo Saldaño es el único ciudadano argentino condenado a muerte en el mundo. En espera de su ejecución o absolución en el tristemente célebre “corredor de la muerte” de una cárcel texana, su caso trascendió las fronteras, llegando hasta la OEA y el Vaticano y habiendo motivado una modificación legal que lleva su apellido. Saldaño, el sueño dorado ayuda a reinstalar el caso Saldaño en la consideración pública, intentando echar luz sobre la lógica que rige el sistema legal estadounidense, la pervivencia de la pena de muerte, el racismo hecho ley en ese país y, como marco de todo eso, la clase de pesadillas a las que el Sueño Americano suele dar lugar. Temas que, más que desarrollar, apunta al paso, dejándolos picando.“Los sistemas legales son producto de las creencias religiosas de cada país –afirma el penalista Raúl Vega, que lleva adelante la causa Saldaño–. En un país como Argentina, mayoritariamente católico, el sistema da lugar a la clemencia. En países protestantes como Estados Unidos, en cambio, el castigo a la infracción es esencial.” Muy joven, Víctor Hugo Saldaño partió de su casa sin despedirse de los suyos, recorriendo toda América a dedo y cruzando de modo ilegal la frontera estadounidense. Radicado en Texas, tras un intento de robo junto a un cómplice (a quien su madre presume como instigador) asesinó a un hombre de cinco tiros. Fue detenido y condenado a muerte, en un estado en el que el rigorismo protestante rige de modo inapelable (en ese momento el gobernador era George Bush, para más datos).Defendido por un abogado de oficio que ni siquiera hablaba su idioma, fue condenado a muerte. La intervención del consulado argentino dio pie a una primera apelación, basada en el racismo inherente a las leyes del estado de Texas. Un segundo juicio ratificó la condena. Ante el pedido de clemencia por parte de la OEA, el Vaticano y varias ONG, desde hace más de quince años la aplicación se mantiene en un limbo, con Saldaño preso, y perdiendo la razón, en una celdita de 2 x 2. Más que un documental de investigación, Saldaño, el sueño dorado es uno de información, basado sobre todo en testimonios de la madre y abogados del protagonista. Puesta en escena de modo primario, la ópera prima de Raúl Viarruel exhibe, como material de valor específicamente cinematográfico, fragmentos de grabaciones tomadas por la cámara de seguridad de la celda. En ellos puede asistirse al interrogatorio de un policía hispanohablante y la posterior declaración firmada por el incriminado. “No creo en Dios, creo en los dólares”, afirma un poco cauto Saldaño allí. A la hora de la condena, el testimonio de ese policía, aparentemente tan amigable, terminaría resultando la prueba clave.Un par de datos erizan los pelos. Uno es que el sistema legal texano, vigente sin modificaciones desde el siglo XIX, incluye la pregunta por la raza del detenido, considerándose de mayor peligrosidad a los no caucásicos. Ese es el punto que “The Saldaño Bill” eliminó. El otro lo cuenta el ex cónsul argentino en Estados Unidos, Horacio Wamba. Durante una de sus visitas a Saldaño en prisión, por los megáfonos se instó a los “muertos que caminan” (léase los condenados a muerte) a ponerse de pie. “It’s showtime”, dictaminó la voz. El show es cada una de las ejecuciones.
El goce de la creación irresponsable Fausto y el tango, Arlt y el expresionismo alemán, farsa y tragedia del macho argentino, audacia creativa y puesta en abismo son algunos de los muchos elementos que se confabulan en este film tan crucial como maldito del cine nacional. Como ese chico rumano (o búlgaro, según la escena en la que se lo aluda) al que el héroe de El acto en cuestión hace desaparecer por un tiempo antes de poder devolverlo a esta dimensión, la película más mítica de Alejandro Agresti se estrena en Argentina veintidós años después de terminada, tras haber atravesado una serie de enredos legales, de derechos y hasta de laboratorio, que la tuvieron todo este tiempo desaparecida de hecho. Escrita y dirigida por Agresti en radiante blanco y negro, desde ya que El acto en cuestión no deja de aludir a otras formas de desaparición, más concretas y siniestras, que la historia argentina conoció. Pero parece hacerlo un poco porque hay que hacerlo, para cumplir con el tema y pasar a otra cosa: no es esa la metáfora central de la fábula que narra. La película que el realizador de Buenos Aires Viceversa rodó por Europa, antes de regresar al país y volver a irse luego, reescribe uno de los mitos centrales de la porteñidad: el del pobre diablo que “la pega” con un invento y “se salva”, vendiendo en el camino su alma al diablo. Fausto y el tango, Arlt y el expresionismo alemán, farsa y tragedia del macho argentino, audacia creativa y puesta en abismo.“Hay tres clases de minas”, se dice a sí mismo Miguel Quiroga (el malogrado Carlos Roffé, en el papel de su vida), en el pico de su delirio misógino. “La que te cagó, la que te va a cagar y la que está con vos porque no te pudo cagar.” Suerte de biopic imaginaria que transcurre en un espacio y tiempos dotados de cierta cualidad sincrética, El acto en cuestión narra el pasaje del héroe, de la condición de vagoneta (auto)ilustrado a la de alta celebridad internacional. La parábola que describe El acto en cuestión se parece a tantas del tango, pero con el género invertido. No es la milonguita sino el varón el que traiciona sus orígenes. Bibliófilo capaz de reconocer el año de edición de un libro por el olor, ladrón de libros que todos los días se afana uno distinto (pero sólo de librerías de viejo; el hombre tiene su ética), un día, como si el destino o el azar hubieran puesto un ojo en él, el ya bastante veterano Miguel da con un libro de magia que le cambia la vida, gracias a una disparatada técnica de desaparición que da resultado.De allí en más, el hombre dejará a la naifa (Mirtha Busnelli) y el ispa y se consagrará en Europa, volviendo millonario y loco a la Buenos Aires querida. El tipo nunca deja de ser un chanta. Ni cuando vive de arriba mientras la mujer trabaja (de vendedora de Gath & Chaves, como las chicas de Mujeres que trabajan, de Manuel Romero) ni cuando hace pasar por propio el secreto del desconocido librito. El que cambia es el punto de vista. Durante buena parte del metraje (más de la mitad), el film parece tan ilusionado como él con la invención, que Agresti aplica a las formas visuales y la puesta en escena, dejándose llevar por el goce de la creación irresponsable. En el último tercio, y sobre todo a partir del momento en que Miguel conoce en París a la francesita de rigor, la película pasa a adoptar el punto de vista de este personaje. Así lo hace manifiesto la escena en que ella resulta ser la única en advertir que la presunta desaparición de la Torre Eiffel, consagración definitiva de Quiroga.“París, la ciudad donde todo argentino quiere triunfar y yo lo logré”, anuncia Miguel, dando inicio a su fase megalómana. De allí hasta el final, la farsa se pone cada vez más oscura, con el chanta otrora simpático deviniendo monstruo paranoico y misógino. El monstruo argentino. La de Agresti, sobre todo en los dos primeros tercios de película, es una creatividad insolente, que sorprende por su falta de límites y a veces deslumbra más de lo que aporta. Con una notable fotografía de Néstor Sanz (el mismo de El amor es una mujer gorda) y música orquestal del nipón To-shio Nakagawa, el opus 8 de Agresti cuenta con un narrador que, poniendo en abismo la figura del director cinematográfico, vive entre muñecas y maquetas (Lorenzo Quinteros).Esa voluntad metalingüística da por resultado el recurso de puesta en escena más famoso y virtuosístico de la película: la exhibición del decorado que representa una pensión de varios pisos donde viven el protagonista y su jermu, a la manera de lo que antes habían hecho Buster Keaton en El cameraman y Jerry Lewis en El terror de las chicas. ¿Reflexión sobre la figura del creador y la criatura? No está muy claro: en el cine Agresti, la efusión inventiva siempre va de la mano con la disciplina creativa. Vista hoy, El acto en cuestión resulta la última película argentina en la que se habla “en porteño”. En un porteño histórico, lunfa, tal vez arcaico pero todavía sabroso y expresivo.Es que, a diferencia del cine posterior (recuérdese que El acto en cuestión es pre-Nuevo Cine Argentino), Agresti, nacido en un barrio-barrio en 1961, no le temía al costumbrismo. En él no se hundía sino que lo recreaba, haciéndolo chocar contra una modernidad cinematográfica que la autorreferencialidad evidencia. Es un objeto complejo El acto en cuestión, que de a ratos da la sensación de ser menos de lo que parece y sin embargo, tal como confirma su revisión dos décadas más tarde, siempre da la sensación de tener alguna carta nueva para jugar.
La complicidad como forma de relación forzosa Por una de esas casualidades, el mismo día se estrenan en Buenos Aires sendas adaptaciones de dos de los grandes autores de policiales del siglo XX, George Simenon y Patricia Highsmith. Del primero se estrena El cuarto azul (ver página 32); de la segunda, De amor y dinero, retitulación característicamente infiel de The Two Faces of January. Es ésta la primera película dirigida por el iraní radicado en Londres Hossein Amini, bastante reputado como guionista (Las alas de la paloma y Drive, entre otras). A diferencia de otras adaptaciones de la autora y a semejanza de lo que previamente hizo Anthony Min- ghella en su poco talentosa versión de El talentoso Mr. Ripley (1999), Amini decide mantener la época en que transcurre la novela (comienzos de los ’60), haciendo de De amor y dinero un “film de época”. El dato podría parecer menor pero no lo es tanto. Los temas de Highsmith –la identidad, las apariencias, la cuestión del doble, la falsificación– son tan atemporales como universales, por lo cual parece aconsejable no perder tiempo e imagen en reconstruir vestuarios y lugares, e ir más al hueso. Lo contrario de lo que hace Amini, tal como antes Minghella.El propio título refiere ya a la idea del doble, que en Highsmith hizo apoteosis en su primera novela, Strangers on a Train (llevada al cine por Hitchcock, como se recordará) y aquí reaparece. Las dos caras son las del magnate estadounidense Chester MacFarland (Viggo Mortensen), que de paseo por Europa junto a su joven esposa Colette (Kirsten Dunst) en la Acrópolis de Atenas conoce a Rydal, compatriota que se desempeña como guía turístico (Osar Isaac, protagonista de Inside Llewyn Davis). El magnetismo entre ambos es instantáneo, más como una forma de reconocimiento casi animal de uno en el otro que por alguna clase de homoerotismo, que no se percibe. Da toda la impresión de que Rydal le quiere levantar la esposa a MacFarland y que la esposa de MacFarland muestra buena predisposición a ello, y la rivalidad entre ambos es también animal, como si a este último se le erizaran los pelos del lomo cada vez que aparece el otro. Pero habrá también un crimen y una muerte involuntaria, que convertirán ambos primero en cómplices, dúo de chantajeador/chantajeado más tarde.Lo más interesante de la novela de Highsmith es lo que podría llamarse “doblez del doble”. Ni MacFarland ni Rydal son exactamente el ricachón y el cretino que aparentan ser. En verdad, resultan no sólo la contracara del otro, sino la inversión de la apariencia propia. Es por eso que la complicidad –desconfiada y traicionera, pero complicidad al fin– parece la forma de relación forzosa entre ambos. Amini da tanta importancia a eso como al jugueteo entre Colette (que resulta no llamarse Colette, así como MacFarland tampoco se llama MacFarland) y el guía, aparente cazafortunas pero hijo de “buena familia”. Igual relevancia parecerían tener los trajes blancos y sombrero aludo de Mortensen (perfecto como de costumbre, en papel con alguna conexión con el de Historia de la violencia) y otros detalles de época, que sumados a Partenones y mares Egeos dan el inoportuno aire de una colorida tarjeta postal a lo que debería ser una intriga oscura y sordidona, pegajosa como la sangre.
Más que ausencia, puro vacío Cine visto. Producto del vacío contemporáneo, ciertas películas se arman como suma de otras ya vistas y conocidas. Un cartel inicial pone la historia de La parte ausente en contexto, en la tradición del cine de ciencia ficción. Se habla de una búsqueda de vida eterna y se insinúa que ciertos seres la habrían alcanzado, pero después hay una única referencia a eso, tan desconectada como todo lo demás. En lugar de desarrollar una lógica propia, La parte... corta y pega ideas incompletas, tomadas de otras fuentes. Como en algún relato de Bioy Casares, un científico busca vencer a la muerte con experimentos de laboratorio; se sugiere la existencia de una mujer-felino que, librada a sus instintos, ruge. También ruge una suerte de criatura de Frankenstein de aquí, creada por el científico de turno, a la que interpreta (sin palabras) Guillermo Pfening.Oscuridades. Embriones de cine negro se fusionan con alguna pretensión filosófica, fuertes tormentas y algún piloto, como se supone que sucedía en Blade Runner. En un duelo se cita a los spaghetti westerns de Sergio Leone, música pseudo Morricone incluida. Pero se olvida la función de esos duelos, la de representar momentos culminantes. A partir de la suposición de que el cine negro tiene que serlo visiblemente –visibilidad encomendada a Lucio Bonelli, notable DF de Liverpool y Dos disparos–, La parte... es tan oscura en términos de trama como visuales. Lo cual sirve para disimular transformaciones que se oyen, pero se evita mostrar, en contraplanos ausentes.Estereotipos. El investigador (Alberto Ajaka) vive en estado de dolor y melancolía, pero no se le contabilizan pérdidas. Tampoco es muy claro que se gane la vida con ello. Antes bien, basta que aparezca el equivalente de la femme fatale (Celeste Cid) para que el hombre se ponga a trabajar a su servicio. Aunque no se entiende del todo qué tiene que investigar, para qué y a cambio de qué. Luis Ziembrowski hace de dueño de bar con algunos contactos, que tampoco se sabe bien cuáles son. Su mujer canta una bonita versión de “Alma de diamante”, así como algún diálogo de pretensiones poetizantes suena a un Spinetta de segunda mano. A Cid y Ziembrowski se los ve tan tristes como a Ajaka. Lo mismo vale para el sincretismo de estilos vestimentarios, aunque no arquitectónicos. Todo está vaciado en La parte ausente. No se construyen personajes, drama o climas. Nada luce necesario. Unico posible mérito: la representación de una Buenos Aires que es y no es. Pero eso ya estaba en Invasión. Del film de Hugo Santiago parece provenir la idea de una nueva generación que hereda un mundo por el que habrá que luchar, representada aquí por una niña que habla en susurros y de la que también se ignora qué relación guarda con el resto.
Otra freak para la galería En un envase más sencillo, el realizador de Charlie y la fábrica de chocolate vuelve a mostrar personajes ligeramente monstruosos y perturbadores. Aquí rescata la historia de la artista Margaret Keane y la relación con su malvado marido. “Los ojos son el espejo del alma”, dice Margaret, como si nadie lo hubiera dicho nunca. Es verdad, es una de las frases hechas más hechas de la historia de la humanidad. Pero si además de reproducirla (la reproducción es todo un tema aquí, desde la propia secuencia de créditos) ella la pusiera en práctica, se ahorraría más de un disgusto. Así como sus ojos son crédulos y transparentes, los de Walter pasan del chispeo maníaco al carácter huidizo. Algo se adivina en ellos desde el momento mismo en que se conocen, en esa San Francisco modelo ’58 que parece París de la Belle Epoque, con los fondos enturbiados por una pátina impresionista.En el intento de venderle uno de sus Utrillos de segunda mano a un par de chicas ingenuas (o no tanto), Walter luce una remera a rayas que parece parte del vestuario de Gene Kelly en Un americano en París. Luce, sobre todo, una sonrisa tan ancha como la del Guasón en Batman (en la Batman de Tim Burton, claro). Margaret no es tonta y sabe que habría que desconfiar de esa dentadura de Guasón. Si no lo hace, es a su propio riesgo.Desde la mismísima La gran aventura de Pee-Wee, el de Tim Burton siempre fue un mundo de máscaras. Big Eyes, que en Argentina se estrena con el subtítulo Retratos de una mentira, no es la excepción. Pululan las mentiras, engaños e imposturas en Big Eyes. Que Walter Keane (encarnado por el constructor de caricaturas Christoph Waltz) sea el rey de los farsantes no quiere decir que el mundo del arte no lo sea también, con sus galeristas oportunistas (el del poco aprovechado Jason Schwartzman), críticos que se creen los dueños de la verdad pictórica (Terence Stamp, a quien Burton parece haberle dicho “Hacé lo tuyo”) y periodistas buscando vender y venderse (Danny Huston).Una confusión, un engaño y una trampa permiten que los cuadros de Margaret comiencen a “salir” como hotdogs. El público (¿el público estadounidense?) confunde al vendedor con el artista, y el vendedor aprovecha para convertir la confusión en engaño. Pero todavía falta una vuelta de tuerca que permite pasar de vender un cuadro a vender un montón, y esa vuelta de tuerca la da la trampa mediática de un escandalete de talk show amarillo. ¿Y Margaret, interpretada por la transparencia de Amy Adams, qué papel cumple en esta representación? Básicamente el mismo que una costurera boliviana en un taller clandestino de la zona de La Salada, cambiando la máquina de coser por el pincel. Ella es la que produce, trabajando a destajo en su casa-atelier, centenares de chicos todos iguales, de ojos grandes, redondos y tristes, con unas pupilas casi tan grandes como los propios ojos. Despojada de identidad por su propio marido, ella es un poco partícipe de esa sustitución. ¿Por qué, si no, firma sólo con el apellido del marido, “olvidando” poner su nombre?Por otra parte, y más allá de la bilis que esa usurpación le hace tragar, Margaret calla porque sabe que el que sabe vender es Walter. Y si para vender conviene mantener el equívoco, más vale no abrir la boca. Hasta que ya sea demasiado, claro. Otra idea quintaesencial del mundo Burton es, claro, la del freak o el monstruo, que en este caso aparecen disociados. La freak es Margaret, tal como lo era Ed Wood. No sólo por su condición de marginal al mundo consagrado del arte sino porque, como bien percibe Burton (ver entrevista), esos ojos “fuera de proporción” (Walter dixit) convierten a los pobres angelitos que Margaret inventa en seres de pesadilla. El gran monstruo es Walter, tal como desde un primer momento se insinúa y el derrumbe social, personal y económico deja aflorar en toda su condición. Incluyendo abuso familiar, violencia doméstica (notable el efecto de “desaparición” operado sobre la hija de Margaret) y su proyección payasesca, desplegada a pleno en la larga secuencia del juicio.A la inversa que las “películas de juicio”, en la que los tribunales funcionan como una arena de la verdad, aquí lo son de la mentira, el show caricaturesco, la mascarada desatada. Esta inversión recuerda que la relación entre Burton y el mainstream hollywoodense sigue siendo mucho más anómala de lo que últimamente se quiere ver. Se viene acusando al realizador de Beetlejuice de haberse convertido en copia vaciada de sus propios tics, al servicio de la gran producción y con su Alicia como epítome. Hay un efecto de contagio y generalización allí, ya que si bien eso sucede, notoriamente, en Alicia, no es el caso de sus restantes películas de la última década, en las que cierto efecto de repetición de la marca de fábrica Burton no es, a juicio de quien escribe, sinónimo de decadencia, entrega o terminación.Desde ya que es bienvenido que en Big Eyes el realizador de Charlie y la fábrica de chocolate trate sus temas de siempre en un envase más sencillito, más de entrecasa se diría. Limitado a la historia central y sin desarrollar las periféricas, pero en cualquier caso bien a salvo de la autoindulgencia decorativista que es, en el caso de Burton, el fantasma del que hay que cuidarse.
Retrato de un artista sin concesiones Originalmente titulada Fifí aúlla de felicidad, la película de la realizadora iraní –ganadora en el Bafici 2014– no se encuadra en ninguna de las definiciones clásicas del documental: su objetivo es un artista plástico perseguido por los ayatolás. “No, ése no lo vendo, es el único cuadro que llevé conmigo a todas partes”, dice Bahman Mohassess, tal vez el mayor, aunque secreto y silenciado, artista plástico iraní del siglo XX y parte del XXI. “El trato es el 70 por ciento ahora, y el 30 por ciento restante cuando le entrego la obra”, precisa como si fuera su contador, ante dos compatriotas radicados en Dubai, dueños de tanta sensibilidad artística como de los petrodólares que se requieren para comprar su obra entera. O lo que queda de ella sin vender o romper. Más de lo segundo que de lo primero: si es cierto lo que cuenta y llevado por su nihilismo extremo, una de las especialidades del veterano Mohassess (79 años en el momento del documental) habría consistido en hacer pelota sus cuadros y esculturas. Como los chicos. Dueño de una risa fuerte que a consecuencia de su asma suena a soplido, la vida de Mohassess parece hecha de rupturas y roturas: las obras que no rompió él se las partieron los ayatolás, poco dispuestos a aceptar sus esculturas con penes a la vista.Ganadora del premio a Mejor Película en la edición 2014 del Bafici, El Picasso de Persia (título de divulgación de un original traducible como Fifí aúlla de felicidad) es lo que podría llamarse “documental de búsqueda”. Así como en No sé qué me han hecho tus ojos (2002) Lorena Muñoz y Sergio Wolf iban detrás de la sombra de Ada Falcón, del mismo modo en que en Pacto de silencio (2007) Carlos Echeverría cerraba el círculo sobre Erich Priebke, en Fifi Howls From Happiness (título de distribución internacional) la realizadora y artista plástica Mitra Farahani va en busca del hombre al que todos creían muerto. Emigrado de Irán en tiempos del sha, perseguido con más tenacidad desde el acceso al poder de Khomeini y sus boys, en 2010 a Farahani le llega el rumor de que Mohassess estaría radicado en Italia desde hace décadas. Hace las valijas, lo encuentra en el hotel donde vive (el hombre es de costumbres peculiares) y en su habitación filma sus conversaciones, mientras el interlocutor le indica qué tiene que poner y sacar de la película.Se diría que Farahani la arma con nada. Pero ahí adentro parece estar todo. Fifi (cuesta llamarla El Picasso de Persia, no sólo porque suena a El príncipe de Persia sino porque identificar a Mohassess con el autor del Guernica es como identificar a los talibanes con Saddam Hussein, alla Clint Eastwood en El francotirador) es una de esas raras películas que tienen respiración propia: hay aire entre la cámara y el personaje, hay una sensación de falta de plan en el abordaje que Fahrani hace del tema y situación, da la sensación de que cualquier cosa puede pasar y cualquier fragmento puede sobrevenir. No porque Fahrani esté empecinada en ser rara y original, sino porque parece tener el suficiente coraje como para ir al encuentro de sus materiales y ver qué sale de allí.Los materiales de Farhani son, claro, el propio Mohassess –su cuerpo vacilante, su remera roja, su risa loca, sus anécdotas, sus malos y buenos humores, su pensamiento en movimiento–, sus cuadros, reproducciones y los fragmentos de un documental previo, filmado en Irán en los ’70. La libertad con que la realizadora va de uno a otro pone su película en las antípodas del documental de cabezas parlantes, del documental “sobre artista” y del documental de archivo. Fifi es todo eso, pero sin fijarse a nada de eso como dogma o limitación, sino como variantes, útiles, herramientas. En el documental de cabezas parlantes, lo dicho tiene un valor casi sacro, definitivo, indiscutible. Aquí, Mohassess dice cosas geniales (“el matrimonio igualitario mata lo que la homosexualidad tenía de clandestino, de prohibido”), provocativas (“la democracia es un sistema tan nefasto como las dictaduras”), líricas (las frecuentes citas de más de un poeta), brillantes o chocantes, como cuando defiende su condición de artista “a pedido”.Si a alguien recuerdan el nihilismo, iconoclastia y furor antipatriótico de Mohassess es al colombiano Fernando Vallejo, herético como él (y homosexual como él, dicho sea de paso). No tener programa previo (si es que no lo tiene) no impide a Fahrani saber perfectamente cómo sacarle el mejor jugo a lo que presenta. Y darle forma a lo que fatalmente debe tenerla. Sistemáticamente dividida en cuatro capítulos cuatro, basta que aparezca esa pareja de hermanos coleccionistas para que la realizadora recuerde La obra maestra inacabada, de Balzac, desplegando de allí en más un sistema muy orgánico de relaciones entre el documental y la novela. O que el artista se siente a mirar maravillado El gatopardo, para que suceda otro tanto. O que su personaje empiece a escupir sangre (enfermo de los pulmones, no para de fumar), avisando que se muere, para que Farhani retire la cámara de él, pero deje encendido el micrófono. 8-EL PICASSO DE PERSIA (Fifi az khoshhali zooze mikeshad, EE.UU./Irán/Francia, 2013)Dirección y fotografía: Mitra Farahani.Montaje: Yannick Kergoat y Suzana Pedro.Duración: 96 minutos.Estreno exclusivo en cines Village Recoleta, BAMA y Artemultiplex Belgrano.
El Estado como un monstruo grande Premiado en Cannes, nominado al Oscar y acusado en su propio país de transmitir una imagen distorsionada de Rusia y, sobre todo, de su dirigencia política, el nuevo film del director de Elena carga las tintas y ofrece pocas sutilezas. La película rusa de mayor trascendencia internacional en bastante tiempo –tal vez desde El regreso, 2003, del propio Andrei Zviaguintsev–, Leviatán empezó a rodearse de un aura especial en mayo del año pasado, cuando el jurado del Festival de Cannes le otorgó el premio al Mejor Guión. En enero, el aura se engrosó con la nominación al Oscar al Mejor Film en Lengua No Inglesa –que un mes más tarde quedó en manos de la polaca Ida– y entre Cannes y Hollywood, la película de Zviaguintsev impactó en el blanco al que parecía destinada, el verdadero centro de su aura. Ya desde antes del estreno en su país, desde el más cerril putinismo se la comenzó a acusar de “antirrusa” y “deprimente”, de transmitir una imagen distorsionada de su país y haber sido confeccionada a medida del gusto occidental. Las autoridades rusas no llegaron a bloquearla, pero una ley enviada a la Duma inmediatamente después del estreno local de Leviatán permitiría hacerlo con la próxima a la que puedan colgarle los mismos sambenitos.¿Qué fue lo que motivó la cólera de la nomenklatura y hasta de la ortodoxia religiosa? Básicamente, tres cosas. La primera es que el villano de la película es el intendente de la ciudad de Pribrezhny, que existe realmente. La segunda, que en una escena puede verse, sobre la pared de su oficina, un retrato gigante de Vladimir Putin. La tercera, que en el film de Zviaguintsev el pope ortodoxo de la zona es cómplice del intendente. A todo eso se puede sumar, a juzgar por las repercusiones, el altísimo consumo de vodka, que según las autoridades tergiversa la media rusa. Coautor del guión junto a Oleg Negin, el realizador tomó el nudo de la historia de un caso real, sucedido una década atrás en un pueblito de Colorado, Estados Unidos. Lo que allí terminó en un explosivo american style aquí da lugar a una muy rusa implosión, un sufrimiento y desesperación del héroe que hacen pensar en un “idiota” (en sentido dostoievskiano) del realismo post socialista.En ese plano más superficial del relato, Leviatán no ofrece mayores ambigüedades, no da lugar a segundas interpretaciones. El intendente es un gordo borracho, abusivo, bruto y patoteril, que quiere arrebatar su propiedad a un modesto mecánico de autos para un negocio personal. Cuenta para ello con la venia del pope (que le hace saber que Dios está con él) y la falsa neutralidad de la Justicia, que no hace lugar al reclamo de Kolya, protagonista-víctima. Esa falsa neutralidad es expresada de modo literal, en una escena en que la cámara se acerca en lento travelling hasta el plano medio de una jueza, que dicta su sentencia en tono impertérrito y a velocidad de “que pase el que sigue”. El monstruo Leviatán es, en la Biblia, la némesis de Job, y Job es el inocente que sufre, tal como pedagógicamente explica otro pastor ortodoxo (más bueno que el primero), a Kolya y al espectador. Kolya sufre, se sabe condenado, sólo atina a beber un vodka tras otro y, para peor, su mujer lo engaña.¿Misoginia? En este segundo plano de sentido las cosas comienzan a volverse opacas, contradictorias, irresueltas.En las primeras escenas se muestra la división de roles sexuales, bien a la antigua, en la familia del protagonista. El es el proveedor que forma al hijo en los rituales masculinos (le pega una cachetada cuando se propasa, juega a trompearse, lo lleva a una práctica de tiro); a ella, por más que trabaje en una fábrica de pescado, se la ve siempre en casa, preparando el té, sirviendo la comida, encuadrada sola en espaciosos interiores. En adelante, a Kolya se lo advertirá más cómodo compartiendo borracheras y abrazos con su amigo y abogado que con su esposa Lilya. ¿Un modo de preparar el terreno para justificar que ésta lo engañe? Tal vez. Pero el hecho es que lo engaña cuando la propiedad familiar, y con ella la familia entera, tambalean.¿Por qué el hijo de Kolya no deja de maltratar verbalmente a Lilya? ¿Porque es mujer o porque es la reemplazante de la madre? ¿Qué función cumple, en términos dramáticos, que la madre del niño haya fallecido cuando él nació? ¿Por qué una muerte queda sin resolver, sin saberse si fue suicidio o asesinato, y en este último caso sugiriéndose como sospechoso un posible “tapado”, cuya culpabilidad alteraría todo el tablero? Las preguntas podrían trasladarse a la forma del film, trabajado, como la película previa del realizador (Elena, 2011), en planos largos (tanto en términos de tiempo como de espacio) y una cámara mayormente fija, que establece un tono meditativo. Pero no parece haber mucho en qué meditar ante un caso tan flagrante de abuso de autoridad, corrupción estatal y tragedia personal, que a lo único que mueven es a la adhesión, la compasión o la ajenidad que generan los caminos de mano única. Todo ello subrayado, en más de un pasaje, por la hiperorquestada, excluyente música de Philip Glass. 5-LEVIATAN Rusia, 2014Dirección: Andrei Zviaguintsev.Guión: A. Zviaguintsev y Oleg Negin.Fotografía: Mijail Krichman.Música: Philip Glass.Duración: 141 minutos.Intérpretes: Alexei Serebriakov, Elena Liadova, Vladimir Vdovichenkov, Roman Madianov.
De la comedia ligeramente depre a la tragedia La gente puede fisurarse, como las paredes, sugiere En un patio de París. Con una grieta en la pared del antiguo departamento se obsesiona el personaje de Catherine Deneuve, hasta el punto de imaginar que el barrio entero está a punto de desmoronarse. Fisurado está el protagonista, Antoine, tan desmotivado y ocioso que jura ser “capaz de matar” con tal de conseguir el puesto de encargado de un edificio. Fisurado económicamente, el ruso que trabaja en una empresa de vigilancia y se mete de okupa en el sótano del edificio. Por el lado de la fisura psíquica, qué decir del arquitecto del tercero, que se asoma a la ventana a ladrar por las noches. O de la dueña de la librería especializada en esoterismo, que se pone a revisar la historia entera de los derrumbes edilicios. O el propio Antoine, que para recordar los buenos viejos tiempos de la infancia se sienta a ver jugar a los chicos en la plaza.Resistente a toda acción, Antoine (Gustave Kervern, conocido por sus películas codirigidas y coprotagonizadas junto a Benoît Delépine) parece salido de una novela existencialista. En plan cómico, al comienzo, cuando En un patio de París se presenta como comedia deadpan. Esas de personajes impasibles, en las que el dúo Kervern-Delépine son paradigmáticas. Películas como Aaltra, Avida o El mamut. A Antoine lo echaron de un delivery llamado “Flying Pizza” por resultar “desmotivador para el resto del personal”. Al comenzar la película, hace quince días que no duerme. Por lo cual vive, claro, en estado de sopor. Como si su insomnio fuera contagioso, nomás entrar a trabajar como encargado de uno de esos edificios parisinos con patio al medio, una de las vecinas, Mathilde (Catherine Deneuve), empieza a revisar sus paredes a las 3 de la mañana. La misma hora en que Antoine se pone a barrer los pasillos. Al final, el contagio dará lugar a la transferencia, la novela existencialista al melodrama terminal: alguien deberá morir para que otro se decida a vivir.Coescrita y dirigida por el batallador de género Pierre Salvadori (de quien se estrenaron las estandarizadas El restaurante y Mujer de lujo), En un patio de París pasa de la comedia ligeramente depre a la tragedia con bombos y platillos, con final reparador. Todo suena forzado, tanto la latente comicidad inclinada al absurdo de la primera parte (la pequeña subtrama de una secta demasiado desabrida para ser graciosa, un solitario manguereo chapliniano de Antoine, una remera que parece condenada a mancharse, siempre en el mismo hombro) como el giro al melodrama tremebundo de la segunda, con sus referencias a la infancia perdida, la adicción del protagonista (que mucho efecto no parece hacerle), la visita “casual” a la vieja casa familiar, la locura progresiva, la muerte trágica. Todo está armado demasiado a los ponchazos en el film En un patio de París, más empujado que construido.