Reacciones ante el final cercano Kate Hudson y Gael García Bernal son los protagonistas de esta comedia romántica con un duro trasfondo: a ella le descubren cáncer. Elementos varias veces recorridos en otros films. Marley Corbett (Kate Hudson) tiene una exitosa carrera en el mundo de la publicidad, está rodeada de amigos que la quieren, deposita su amor en una sobrina, y mantiene esporádicos y funcionales encuentros sexuales con diferentes hombres, convencida de que una relación estable no es para ella, tal vez influida por la sombra del fracaso del matrimonio de sus padres. Todo ese tinglado más o menos efectivo se revela frágil e insuficiente cuando se le diagnostica un cáncer terminal. A partir de allí, lo que resta es preparar la despedida, hacer las paces con su historia familiar y bucear en su interior a ver si es capaz de aceptar el amor sincero que le ofrece su médico, Julian Goldstein (Gael García Bernal) en el último tramo de su vida. La idea de que una enfermedad terminal puede ser el camino para encontrar el sentido a la vida no es nueva para el cine y siempre fue un buen punto de partida dramático para explorar las reacciones ante el final cercano, tanto de quien sufre en carne propia los avances de la dolencia, en general cáncer, como de su entorno y cómo se preparan para el desenlace trágico. En los últimos años, la cuestión fue abordada desde otros ángulos, principalmente desde el humor negro. Sólo para citar las más cercanas en el tiempo, ahí está la efectiva 50/50, de Jonathan Levine, con Joseph Gordon-Levitt y Seth Rogen; Antes de partir, de Rob Reiner, con Jack Nicholson y Morgan Freeman; y la extraordinaria producción de HBO, Big C, con Laura Linney. Lo cierto es que Antes de partir concentra bastante de estos títulos, pero el tono liviano resulta forzado en tanto inevitablemente se inclina más por el drama del tipo Mi vida sin mí (Isabel Coixet, 2002), aun cuando en el esfuerzo de encaminar el relato hacia otro lado se animen incluso a un par de excursiones por el cielo, que incluye a una Whoopi Goldberg en su fase más odiosamente canchera, en plan James Mason en El cielo puede esperar, el recordado film de Warren Beatty.
Una historia a puro efecto... lacrimógeno El film dirigido por el inglés Stephen Daldry narra la historia de un niño que pierde a su padre en los atentados del 11-S en Nueva York. Una llave será el tesoro que lo conduzca en una búsqueda por conocer algún secreto familiar. Entre los títulos que abordaron la tragedia del 11-S, fueron pocos los que se animaron a centrar su mirada en el drama en particular, y fueron aun menos los que se animaron al después de una familia, esto es, las consecuencias hacia adentro de la pérdida de un ser querido cuando las Torres Gemelas se derrumbaron por el atentado terrorista. Pues bien, Tan fuerte y tan cerca se ocupa del tema, y la aprehensión sobre un film sobre la catástrofe, que necesariamente debía trabajar con sumo cuidado y respeto para no derrapar en sensiblerías y manipulaciones, confirma minuto a minuto, escena por escena, todos los temores previos. El director que se ocupa de la sucia faena es el inglés Stephen Daldry Billy Elliot, Las horas, El lector, que en este caso da fe de su paso a las grandes ligas hollywoodenses con una película que busca en cada momento y con todos los recursos innobles que encuentra, impactar al espectador desde la triste historia de Oskar Schell (Thomas Horn), un niño que perdió a su padre (Tom Hanks) en las Twin Towers. Por esas genialidades del guión a cargo de Eric Roth –y del libro de un tal Jonathan Safran Foer–, el centro del relato es una llave que encuentra Oscar en el armario de su papá y que él supone que será la clave para alguna clase de revelación sobre la pérdida, el crecimiento y el porqué de lo que le está sucediendo. Cada vez más alejado de su madre (Sandra Bullock), el pequeño recorre de punta a punta Nueva York para encontrar la cerradura de la misteriosa llave, lo que le permite al director hacer algo así como un muestreo de las almas sensibles de la gran ciudad que escuchan la historia del pequeño, que continúa la búsqueda acompañado por su abuelo (Max Von Sydow) mudo y sobreviviente de la II Guerra Mundial. Como para dejar en claro, y que en ningún momento se dude, que cada generación tiene su propia y monstruosa tragedia colectiva. En paralelo, mientras la película martilla una y otra vez con los últimos mensajes que dejó el padre en el contestador y las fotos ampliadas de una persona lanzándose de los edificios que Oskar cree que puede ser él, también se ocupa de la difícil relación que mantiene con su madre, que vigila su búsqueda en silencio. Las poco más de dos horas de la película son entonces un recorrido por los sentimientos a flor de piel buscados con ahínco por Daltry, que sabe el efecto que puede causar la música, los ojos tristes de un niño, las caras de la gente “común”, los diálogos justos que generan emoción. La manipulación más desvergonzada.
Donde todos aman al viejo Hollywood El cliché de la fábrica de sueños que significó Hollywood desde el comienzo del cine, muchas veces estuvo contrarrestado por otro cine, en lo posible de procedencia europea y mejor aun si la marca de fábrica era Francia. Esta falsa dicotomía es, entre otras cosas, una de las razones sobre el desmesurado éxito de El artista, una película-homenaje que trabaja inteligentemente sobre la historia del cine estadounidense en un juego de espejos que convalida ambas cinematografías y marca el contexto imprescindible para que el film haya traspasado largamente la pantalla, transite triunfante un camino de premios a granel y se instale en la categoría de evento cinematográfico imperdible. Se trata, entonces, de una historia de cine dentro del cine, ubicada a fines de la década del ’20, cuando las películas comenzaron a tener sonido y cambió para siempre el paradigma, dejando en la calle a muchas figuras que no pudieron dejar el mundo silente, incapaces de adaptarse a la modernidad. El relato, filmado en un luminoso blanco y negro y por supuesto mudo, va desgranando cada una de las postas históricas del Hollywood más estereotipado –aunque no por eso menos real y verídico–, esto es, el sistema de estudios que imponía estrellas como el protagonista George Valentin (Jean Dujardin), la chica que quería triunfar encarnada en Pepy Miller (Bérénice Bejo, nacida en la Argentina y nominada al Oscar como mejor actriz de reparto), la gestualidad exagerada que suplía la falta de sonido, las películas de aventuras a cargo de directores europeos que hicieron carrera en los Estados Unidos y sobre todo la puesta, que recrea una forma de hacer cine que ya no existe. Así, la fama y el prestigio de Valentin se evaporan cuando la voz de los actores comienza a tener protagonismo –hay una gran escena donde se aborda en todo su dramatismo su tragedia, introduciendo el sonido en el relato mientras el protagonista intenta sin éxito hacerse oír–, en un recurso desesperado decide invertir toda su fortuna en un film bien alejado de la novedad sonora que fracasa estrepitosamente, mientras su protegida, la joven y glamorosa Pepy Miller, a la que él le dio su primera oportunidad frente a la cámara, se convierte en una estrella. Al recrear hasta los mínimos detalles una época con los elementos de esos años donde el cine cambió para siempre, el film del francés Michel Hazanavicius muestra una alta dosis de cálculo que tiene como fin que el producto final sea del agrado de todo el mundo. Y está bien, al menos en este caso el consenso buscado con desesperación tiene muchos méritos artísticos y respeto por el espectador.
Ajustada recreación del género Basada en la popular novela de Susan Hill, que anteriormente fue llevada a la pantalla chica y al teatro, la legendaria productora de cine Hammer armó esta producción que cuenta con el actor de Harry Potter al frente. Desde la década del ’30 y hasta los comienzos de los años ’50, el cine estadounidense estuvo dominado por el sistema de estudios, un puñado de empresas que producían películas, instalaban estrellas, marcaban tendencias, donde cada una de las majors estaba especializada en un género. Este modo de producción se trasladó a todo el mundo y es así que –en Inglaterra– la Hammer, fundada en 1934, basó la mayor parte de su producción en títulos que abordaban la ciencia ficción y el terror gótico, que popularizaron actores legendarios como Vincent Price Christopher Lee y Peter Cushing.Pues bien, la compañía volvió al ruedo hace unos años y después de algunos tropiezos decidió volver a las fuentes y encaró la realización de La dama de negro a James Watkins, director y guionista de la muy digna Eden Lake (de 2008).La película está basada en La dama de negro, el clásico instantáneo que significó la novela de la enormemente popular escritora inglesa Susan Hill, que fue llevado a la televisión, tuvo numerosas puestas teatrales y finalmente llegó al cine.La adaptación de Watkins hace honor al legado de la Hammer Productions, con una puesta sugestiva y sobria sobre el infierno que debe atravesar el joven abogado londinense Arthur Kipps (un correcto Daniel Radcliffe), que viaja al interior profundo inglés para resolver los papeles de un cliente recientemente fallecido, que entre otros bienes deja una inquietante mansión. El protagonista, prematuramente viudo cuando su esposa murió en el parto de su hijo, solo y con el telón de fondo de un pueblo aterrorizado por la presencia de la casona y sobre todo por los secretos que esconde, empieza a descubrir a través de distintos documentos una historia trágica que se materializa a través de un espectro, en una maldición que inesperadamente involucrará a su ser más querido.Con varios elementos victorianos que remiten al libro Otra vuelta de tuerca de Henry James, a la atmósfera asfixiante y tenebrosa de Los otros, de Alejandro Amenábar, La dama de negro cumple con la premisa de resucitar el terror gótico con un despliegue visual ajustado, atravesando cada uno de los tips del género y resignificándolos en el presente, aunque a veces de manera demasiado conciente, pero sin ninguna duda bien lejos del cine de terror en su vertiente más sádica que impera desde hace unos años.-
Recuerdos de una anciana en su laberinto En su vejez y con los primeros síntomas del Alzheimer, esta biopic repasa la historia de la polémica ex primer ministro inglesa a través de flashbacks donde no falta un tramo dedicado a su decisión en la Guerra de Malvinas. A sólo una semana de J. Edgar, la biopic sobre el jefe máximo del FBI por casi medio siglo, llega el estreno de otra biografía, La dama de hierro, que aborda a un personaje igualmente inasible como la ex primer ministro de Gran Bretaña, Margaret Thatcher. Y si bien ambas películas trabajan sobre el género con dos personajes poderosos, de feroz extracción conservadora y con sendos intérpretes excepcionales como Leonardo DiCaprio y Meryl Streep, aunque las comparaciones sean inevitables, ahí se acaban las semejanzas. Donde el maestro Clint Eastwood se interna en la vida pública y privada a partir de un ambicioso retrato del misterioso Hoover sin juzgarlo pero señalando sus muchos claroscuros, la directora Phyllida Lloyd, que tiene como único antecedente la vergonzosa Mamma mia!, opta por una Margaret Thatcher de “interiores”, que en su vejez y con los primeros síntomas del Alzheimer, vaga por su casa, sostiene conversaciones con su difunto esposo (Jim Broadbent), maltrata a su hija Carol (Olivia Colman) y recuerda a través de varios, numerosos, muchos flashbacks, sus comienzos en la política como la hija de un almacenero que se abrió paso entre los machistas tories para hacer escuchar su voz –una épica contada de manera acuosa, sin fuerza–, y algunos hitos de su gestión: los interminables ajustes económicos en los que creyó ciegamente, las privatizaciones en el sector minero y el enfrentamiento con los sindicatos, la lucha contra el IRA, el rechazo al euro y, por supuesto, la Guerra de Malvinas, uno de los pocos tramos de la película contados con el timing justo, que incluso muestra una investigación documentada y seria sobre el tema. Es decir, La dama de hierro es en su mayor parte una construcción, cómoda si se quiere, sobre los meandros mentales de la ex mandataria inglesa, que no profundiza demasiado en su desempeño político durante los 12 años que estuvo en el poder –donde dicho sea de paso, no hay menciones al desastre social en el que sumió a Gran Bretaña y el protagonismo que tuvo junto a Ronald Reagan en reinstalar el orden conservador a nivel global–, miedosa de que se la acuse de alguna definición ideológica y lo que es peor, que en su impotencia, indecisión y falta de rumbo narrativo encuentra el recurso obvio de apoyarse casi exclusivamente en la brillante performance de Meryl Streep, en un papel donde puede desplegar todos sus recursos interpretativos y que probablemente le alcancen para alzarse con otro Oscar. Bien por ella. ¿Y?
El guardián de la nación Un funcionario que sobrevive 48 años al frente de un organismo como el FBI definitivamente tiene mucho que contar, y justamente los secretos y manejos que tuvo durante esa increíble cantidad de tiempo lo convierten en un extraordinario sujeto cinematográfico. Y mucho más si el personaje logró la hazaña de permanecer en las sombras. J. Edgar Hoover ejerció y abusó del poder durante casi cinco décadas como director de la Oficina Federal de Investigación, la agencia estadounidense de seguridad nacional que construyó e hizo poderosa desde su perseverancia, inteligencia y megalomanía. Y Clint Eastwood decidió encarar su retrato desde una biopic clásica, que si bien es un género muy transitado y con respecto a personajes políticos tiene una larga tradición –desde El joven Lincoln, pasando por JFK o la más reciente W (ambas de Oliver Stone), sólo para mencionar algunas–, el vigoroso director octogenario hace honor al género pero desde la intimidad del protagonista, con acciones públicas que estuvieron firmemente imbricadas con su formación y la opresión de su entorno. En la piel de Hoover, el cada vez más preciso Leonardo Di Caprio interpreta al opresor que naturalmente tiene una faceta reprimida y que traslada toda su energía a su trabajo, primero bajo la severa y omnipresente madre (Judi Dench) y después en su tormentosa relación con su asistente Clyde Tolson (Armie Hammer). En los claroscuros del personaje, enfatizados por la fotografía de Tom Stern, el maestro norteamericano da cuenta del fanatismo anticomunista de Hoover, de su obsesión por el poder que manejó en base al chantaje, a partir de conocer los secretos de cada personaje importante de la política estadounidense. Y también de la visión de incorporar los últimos adelantos de las técnicas criminalísticas –que entre otros casos le permitió resolver el secuestro del hijo del famoso aviador Charles Lindbergh– y la voluntad de convertir al FBI en un organismo eficaz para combatir el delito. Y claro, para perseguir a opositores al orden establecido. Si bien Eastwood es un conservador de la vieja escuela, el retrato que hace de Hoover no es para nada condescendiente con su figura. Por el contrario, si bien no juzga al personaje, se encarga de mostrar cada una de sus zonas oscuras, e incluso la película señala cómo el oscuro legado del que fuera el máximo responsable del FBI se trasladó hasta el presente, donde bajo el amplio paraguas de la “seguridad nacional”, se ejerce la paranoia y las prácticas más abusivas del poder.
Desde el barro de la campaña El actor y director George Clooney se mete en la piel de un gobernador candidato a presidente en un film que desentraña la miseria de la política y lo despiadado del poder. Como realizador de hasta ahora tres buenos films, múltiples acciones solidarias y declaraciones sobre el estado de su país, George Clooney demostró que es una de las estrellas de Hollywood comprometidas con su tiempo y especialmente preocupado por el resquebrajamiento de las bases morales de la sociedad estadounidense. En Confesiones de una mente peligrosa dio su visión sobre el mundo del espectáculo donde el todo vale es la norma, en la extraordinaria Buena noches... Y buena suerte –nominada en 2005 al Oscar como mejor película, mejor director y mejor guión– se internó en las consecuencias del macartismo en los medios y en el discurso predominante de los ’50 y su potente influencia en el oscurantismo de la política estadounidense actual, y hasta en la aparentemente inocua Jugando sucio –que en la Argentina fue directo a DVD–, el fútbol americano le sirvió para hablar del poder del negocio por sobre el deporte. En Secretos de Estado el actor y realizador decide ir al hueso del asunto, es decir, la política pura y dura representada por él mismo en el papel del gobernador Mike Morris, un candidato presidencial progresista con serias posibilidades de ocupar la Casa Blanca, que pelea la interna del Partido Demócrata ayudado por un equipo de campaña donde se destaca Stephen Meyers (Ryan Gosling), un joven, idealista y ambicioso jefe de prensa que descubre los sucios manejos del juego del poder a través de dos personajes extraordinariamente delineados: el jefe de campaña, Paul Zara (Philip Seymour Hoffman), y Tom Duffy (Paul Giamatti), el estratega del comando republicano. Tomando solamente el elemento de la rivalidad y los recursos para destruir al oponente, la película se sostiene con buen ritmo, pero Clooney, desde el guión basado en la obra teatral Farragut North, de Beau Willmon, y confirmando su visión desencantada de la política, hace hincapié en un devastador secreto del gobernador, que lo equipara con lo peor de sus rivales y destruye cualquier esperanza de estar ante un candidato diferente. En la larga tradición de los thriller políticos como Todos los hombres del presidente, Network: Poder que mata, El candidato, e incluso Todos los hombres del rey, el cuarto opus de George Clooney es un relato sobre las miserias de la política y lo despiadado del poder, pero que en su carácter denunciante, y si se quiere obvio, se convierte apenas en un film correcto y por debajo del resto de la filmografía del director.
Todos unidos por una causa justa Con las actuaciones de Matt Damon y Scarlett Johansson, la nueva película del prestigioso director Cameron Crowe (Jerry Maguire, Casi famosos, Vida de solteros) va más allá de su apariencia de film para chicos o comedia pasatista. Resulta curiosa una película como Un zoológico en casa, debido a los riesgos que toma y a la multiplicidad de tonos y géneros que aborda en sus dos horas. En principio, parece un film para chicos con una familia de protagonista y una importante fauna como soporte argumental pero, debido a sus bienvenidas intenciones, la trama va más allá de un producto Disney o de una comedia pasatista donde los humanos hablan con los animales, y también de un producto concebido por un Steven Spielberg adictivo a los momentos lacrimógenos con mayor o menor fundamento. Tal vez esto ocurre porque Cameron Crowe es el que está detrás de las cámaras, el mismo que hiciera Jerry Maguire y Vida de solteros, pero también la autocelebratoria Casi famosos, que hacía anclaje en el mundo del rock desde la óptica de un joven periodista, profesión que el director conoce al detalle por haber trabajado en la revista Rolling Stone. Dentro de esos códigos que ubican al realizador en una zona difusa del mainstream, la historia de Un zoológico en casa era digna de temer: un padre que enviudó hace meses (Matt Damon), junto a su hijo adolescente y su hija de siete años, decide mudarse a un lugar que viene acompañado de un zoológico… donde aún no hay jirafas. De ahí en más este particular clan se cruzará con los cuidadores del zoo (allí aparece Scarlett Johansson, que parece estar de visita turística durante la película), cuestión que llevará a que todos, unidos por la causa, se enfrenten con el inspector de turno que debe habilitar el lugar destinado a hacer felices a grandes y chicos. La película está basada en una historia real, la de Benjamin Mee, un inglés con su propio zoológico en el patio trasero de su casa, que aún está a cargo del predio junto a sus hijos. Se desconoce si Mee vio las películas de Frank Capra, por ejemplo el clásico ¡Qué bello es vivir! (1950), pero Crowe en más de una oportunidad se ha confesado admirador de aquel mundo edificante que fluctúa entre el voraz optimismo y una solapada negrura. Dentro de esa extraña cruza transcurre el film donde la viudez del protagonista, el costado oscuro de su hijo y la intención por recomponer a esta particular familia conviven con personajes que sonríen a pesar de los problemas, discutibles momentos donde el relato descansa en una atmósfera new age y un guión que hace hincapié en frases inteligentes y simpáticas de la pequeña hija del atribulado Mee. Pero Crowe, si se pasa por alto algún toquecito lacrimógeno y la invasiva banda de sonido de Jönsi, sabe cómo navegar en aguas tumultuosas. Para hacerlo de la mejor manera contó con un todo terreno como Matt Damon y un grupo de animales que en algunas escenas interactúan con placer con la familia Mee y los cuidadores del zoológico. Si hasta da la impresión de que también ellos van a sonreír a cámara.
El deporte no es ningún juego El mundillo del béisbol y una historia real protagonizada por Brad Pitt, en el rol del mánager de un equipo chico que compite con los grandes, es el eje de esta producción dirigida por Benett Miller, el mismo de Capote. Una de las características que hacen apasionante al fútbol es que se puede poner en la cancha el mejor equipo del mundo y aun así puede perder con cualquier escuadra de mitad de tabla para abajo. Ahora bien, según dicen los que saben, esta característica no se aplica en el béisbol, donde los mejores conjuntos, los que logran contratar a las estrellas, tienen el campeonato asegurado. Desde ese lugar comienza y se desarrolla El juego de la fortuna, una rara avis dentro del universo superpoblado de películas que abordan el deporte: sin héroes, sin redenciones, sin momentos culminantes donde la gloria o el escarnio se deciden en una jugada, y en este caso, sin un mísero hon ron. El film de Benett Miller (Capote) se construye a partir de la figura de Billy Beane (Brad Pitt), el mánager, si se quiere una figura periférica de las películas del género, que decide la compra y venta de jugadores a partir de los recursos con los que cuenta. Así, la película comienza con imágenes de un partido donde se sobreimprimen dos cifras, 114 millones vs 39 millones, es decir, sobre el diamante (la cancha) se impone el poderoso presupuesto de los New York Yankees frente a la tercera parte de dinero que puso Oakland Athletics en contrataciones. Frente al comienzo de una nueva temporada y con las estrellas del equipo compradas por equipos millonarios, Beane se enfrenta a un futuro donde deberá resignarse a que los Athletics se conviertan apenas en el semillero de los grandes. Pero en el tránsito entre la depresión y aceptar la Realpolitik del béisbol, se encuentra con Peter Brand (Jonah Hill), que le acerca una fórmula, una algoritmo, según el cual no necesariamente se debe contar con cientos de millones para contratar a los mejores, hay otros factores por los cuales ciertos jugadores olvidados y hasta mediocres, bien utilizados pueden dar lo mejor de sí para el humilde Oakland. Lo que sigue es una lección de capitalismo salvaje retratado con precisión por el film, donde se advierte la capacidad del brillante Aaron Sorkin en el guión, que logra llevar un tema poco transitado en el género –con un dispositivo similar a lo que ya había utilizado en la serie The West Wing con respecto a la política–, donde la moneda de cambio entre los clubes son los músculos, las lesiones y la vida útil de los protagonistas del juego, que como bien dice en un una línea el realista Beane, “son los que hacen que se vendan más entradas y más salchichas”.
Grandes figuritas en un débil guión La última película de Garry Marshall reúne a un elenco ultraconocido que se diluye en una historia coral difícil de digerir. Una mirada del cine que atrasa y que relaja la trama entre todos los clichés que el público pueda imaginar. Ante el estreno de Año nuevo, cualquier espectador al que todavía le interese quién es el que está a cargo del asunto va a notar que se trata de Garry Marshall y como la memoria es selectiva y a veces complaciente, se puede remontar a títulos del director que le pueden haber hecho pasar buenos momentos como Frankie y Johnny (1991) y Mujer bonita (1990), es posible que pueda incluir en el combo a Novia fugitiva (1999) y hasta es probable que en algunos casos lo ubiquen como el responsable de episodios decisivos de exitosas series de los ’70 y ’80 como Laverne y Shirley, Mork y Mindy, Los días felices y Extraña pareja. Ahora bien, también es cierto que ese hipotético espectador dispuesto a sopesar la posibilidad de pagar una entrada para ver Año nuevo apenas pueda hacer gala de una modesta a memoria a corto plazo y recordar que Marshall es el realizador de El diario de la princesa y El diario de la princesa 2, las películas que si bien lanzaron a Anne Hathaway a las grandes ligas, eran bastante modestas. Pero el problema serio se presenta cuando aparece en el repaso Día de los enamorados, estrenada apenas hace un año y que para muchos significó el adiós definitivo para cualquier film dirigido por el director neoyorkino. Y es que el fallido relato coral de Días de los enamorados se repite, corregido, aumentado y de manera alarmante en Año nuevo, con un elenco rutilante que no se entiende por qué se prestó para esta especie de parte ll del anterior opus de Marshall, que aquí van desde los clichés más clichés que cualquiera pueda imaginar, pasando por un patriotismo berreta y momentos intolerablemente cursis, en un compendio abigarrado y pretensioso ubicado en las vísperas de la llegada de 2012 en Nueva York. Así, dentro de la complaciente mirada de las segundas oportunidades, una de las marcas de fábrica del director, pasan por la pantalla problemas familiares, temas cruciales como la soledad en las grandes urbes, el siempre escurridizo amor y la muerte, claro, que sumadas a varias, muchas frases trascendentes, autoconocimiento, redenciones varias y momentos protagonizados por un congestionamiento de almitas atormentadas, hacen de Año nuevo un film difícil de digerir –aun con el esforzado trabajo que hace el elenco, impotente ante un guión flojísimo–, con una mirada del cine, del mundo en definitiva, que atrasa varias décadas.