La opción de pelear por el cambio La nueva película del director Pablo Trapero cuenta con la actuación de Ricardo Darín, Martina Gusmán y el belga Jeremie Renier, en una historia donde el protagonista es un cura que sigue la línea del Padre Mugica. Luego de Carancho y Leonera, Pablo Trapero completa con Elefante blanco lo que podría denominarse un tríptico sobre los temas sociales que le interesan. La película cuenta la historia del padre Julián (Ricardo Darín) que va en busca de Nicolás (el belga Jeremie Renier, protagonista de varios films de los hermanos Dardenne), que escapó de una matanza de pobladores indígenas en el Amazonas. La intención de Julián es que su discípulo lo suceda y que continúe su obra junto a Luciana (Martina Guzmán), una asistente social tan involucrada como él con los pobres. Si Leonera abordó la cuestión carcelaria desde una mujer acomodada que cae en un sistema preparado para recibir únicamente a los que no tienen nada, y en Carancho dos profesionales son parte de un esquema que se sirve de los humildes para sacar provecho, en Elefante blanco el director muestra el trabajo de dos sacerdotes y una asistente social que optaron por el compromiso y la voluntad, muchas veces comprensiblemente vacilante, de pelear por el cambio en medio de la miseria y la lucha territorial de los narcotraficantes. Es decir, lejos de espiar la realidad de las villas miseria, con rigurosa honestidad decide contar una situación dolorosa y agobiante desde la perspectiva de tres personajes de clase media, a la que el propio Trapero pertenece. Tácitamente se espera que Sudamérica sea el proveedor de imágenes y relatos fuertes que tengan que ver con la marginalidad, el crimen y la pobreza. Esta tendencia se potencia cuando el lugar de donde parte o se desarrolla la historia es una villa, barriada o favela. En ese sentido, la película testigo de esta situación es Ciudad de Dios, con la que Fernando Meirelles logró un suceso internacional a partir de su fidelidad a esa consigna no dicha con una estetización vergonzosa de la miseria. Por el contrario, Elefante blanco bien podría ser considerada el reverso del film de Meirelles, en tanto complejiza el problema social, político y económico que significa la pobreza conviviendo con la opulencia de los barrios más acomodados –pero fuera de campo, lo que intensifica la sensación de asfixia del entorno–. Pero lo más importante es que allí donde Ciudad... mostraba asesinatos de jóvenes con todo detalle, Trapero elude la espectacularidad de la violencia, más propia del show televisivo –como ejemplo vale mencionar una escena de un tiroteo en los pasillos de la villa, una lección de cómo tratar el tema– y se centra en las consecuencias de la marginalidad, en la solidaridad y el agobio de los que eligieron trabajar para cambiar el estado de las cosas.
Una sutil combinación de sentimientos Cerca del maestro japonés Yazujiro Ozu, y del neorrealismo italiano, Claire Denis narra la historia de un padre y su hija, más cercana al corazón que a la reflexión. Con una puesta en escena de tinte melancólico y de gran impacto. Historia de un padre y su hija, con otros personajes solitarios alrededor, y trenes y bares también como protagonistas. Con sólo esos elementos, la directora francesa Claire Denis narra una historia que apunta a los sentimientos, al paso del tiempo y a la cálida relación entre un progenitor y su única hija. Pero Denis va más allá del rudimentario argumento, ya que elabora una puesta en escena que elige tonos melancólicos y asordinados para narrar conflictos mínimos pero de indudable impacto. Las referencias cinematográficas aluden al maestro japonés Yazujiro Ozu, en especial a uno de sus clásicos de los 50, Primavera tardía, minuciosa exploración sobre el Japón ancestral y el Japón moderno, es decir, el de los abuelos y padres y el de los hijos y nietos. Pero también, de acuerdo a las palabras de la cineasta, la historia de 35 rhums alude a su familia y a sus recuerdos, que en manos de semejante artista se transforman en la reconstrucción de hechos reales a través de la puesta en escena. Por esos caminos y elecciones estéticas, Denis expone las grietas que marcan el paso del tiempo –el padre a punto de jubilarse, la hija en pleno noviazgo–, convirtiendo a la trama en una sutil combinación de película japonesa de los años cincuenta (Ozu, Kurosawa) y film neorrealista italiano que no necesita caer en miserabilismos y sentencias lacrimógenas. Desde esa relación afectiva que vive su ocaso, aparecen otros personajes, vecinos de la pareja central, pero también habitantes solitarios de bares que compiten por el récord etílico al que alude el título. Curiosa y ecléctica directora Denis, ya es un nombre prestigioso que aparece en competencias de festivales de clase A. Pocas relaciones se establecen entre la morbosidad vampírica de Trouble Every Day, la sexualidad a flor de piel de Vendredi Soir y la intertextualidad que refiere al Godard de los ’60 como se observan en las imágenes de Beau Travail, por nombrar tres títulos de la directora estrenados en la Argentina. En 35 rhums, acaso por única vez, toma distancia de las invocaciones teóricas y de las referencias puntuales de los directores que admiró en su etapa cinéfila para contar una simple historia de sentimientos entre dos personajes opuestos y complementarios. Lejos de la reflexión y más cerca del corazón, 35 rhums es una vuelta de tuerca impensada para una directora de culto dentro del divagante panorama del cine francés.
Una pareja en conflicto de amor e ideas Con el sistema político iraní como telón de fondo, Asghar Farhadi construye una historia de divorcio, tenencia de hijos, jueces y un anciano enfermo. Además no esquiva la tensión entre una cultura milenaria y la modernidad. Un divorcio, la tenencia de una hija, las obligaciones con los mayores, un conflicto laboral, la pérdida de un hijo, todas estas circunstancias, hechos y tragedias están condensados en La separación –ganadora del Oscar a la mejor película extranjera–, que subordina desde el principio todos estos elementos a un conflicto original: el omnipresente Estado que pauta la vida de los habitantes de la República Islámica de Irán con derechos y obligaciones atravesados por la religión, en un galimatías indescifrable para el mundo occidental. La película comienza con una toma subjetiva del juez que escucha a la pareja. Ambos consiguieron la ansiada visa para partir al extranjero pero él cambió de opinión y argumenta, debe quedarse en el país para cuidar a su padre que sufre de Alhzeimer, mientras que ella se mantiene fiel al plan original y pide el divorcio y la tenencia de su hija ante la negativa de su marido. El magistrado escucha y les recomienda que lleguen a un acuerdo fuera de los tribunales. A partir de allí la película registra de manera casi magistral el clima que se va enrareciendo en ese micromundo del matrimonio. Mientras que la mujer se va a vivir a la casa de sus padres, el hombre se hace cargo del hogar y contrata a una mucama para cuidar al suyo, una decisión que desata una serie de eventos desgraciados. Porque la persona que se hace cargo del anciano es una mujer, porque está embarazada, porque tiene un marido desocupado, porque es de una clase social infinitamente menos acomodada que su patrón, y porque, además, cada uno de sus movimientos está regido por sus creencias religiosas. El ritmo de thriller que toma el relato luego del planteo inicial abandona por momentos a la pareja en conflicto y se centra en la mujer empleada, en su esposo sin empleo, en las nenas de ambos matrimonios que asisten perplejas a las contradicciones de sus padres. Luego la narración se interna en los pasillos del sistema judicial, vuelve a la pareja de clase media, pero en ningún momento pierde de vista que es el sistema político, social y sobre todo religioso que profundiza los conflictos, que desnuda la tensión constante entre una cultura milenaria y la modernidad que se cuela inevitable. Como casi todas las películas iraníes que llegan a Occidente, el relato de Asghar Farhadi habla de una sociedad inmersa en un sistema opresivo, sin embargo no hay que confundirla con un film-denuncia, por el contrario, la ambición de La separación es tratar de entender, interpelando a su sociedad con las preguntas correctas.
El camino de la lucha femenina Al igual que en el resto de las películas del director Radu Mihaileanu (El tren la vida, Ser digno de ser, El concierto), La fuente de las mujeres comienza con una tragedia que determina un cambio radical en los personajes y en el contexto en que se mueven. En este caso, el aborto de una mujer –que como todo el resto de las madres y esposas de los hombres de una aldea ubicada en el norte de África–, todos los días debe transportar el agua que consume su familia desde un manantial, donde su vida corre peligro diariamente en un camino casi inexistente en la empinada montaña. En un relato donde el drama y el humor se combinan equilibradamente, Mihaileanu emprende la tarea de narrar la historia de estas mujeres que un día declaran una huelga de sexo –la clausura del cuerpo, la única arma a blandir frente al machismo imperante– hasta que los hombres tomen su lugar en la peligrosa tarea, el primer paso para cambiar las condiciones de vida del pueblo. En suma, la apuesta arriesgada y si se quiere valiente del realizador rumano es intentar comprender cuáles son las características de la cultura árabe, atravesada por la religión musulmana, y en ese contexto, cuál es lugar de las mujeres. En ese sentido, la puesta logra su cometido. Pero necesariamente en el camino de limar cualquier arista sutil y compleja de una realidad ajena al mundo occidental en una historia centrada en la épica de estas mujeres que luchan por torcer las costumbres de una cultura patriarcal, la película pierde sustento. Sin llegar a banalizar el conflicto, la sensación es que luego de las más de dos horas que dura La fuente de las mujeres, el esfuerzo por eludir los inevitables estereotipos de la mirada ajena resultan efectivos a medias, en un film noble que rebalsa de buenas intenciones. Pero que no alcanza.
Aventuras bohemias en el Caribe En tono de comedia, el film recrea livianamente las historias del libro de Hunter S. Thompson. Existe, existió, algo denominado periodismo gonzo cuyo inventor y único cultor fue Hunter S. Thompson, un cronista que concebía su actividad desde la propia experiencia y la raíz del asunto periodístico. Ver e investigar para después contar era para el estadounidense el primer paso para sumergirse en el objeto de interés hasta el fondo, dejando pedazos de sí para que el resultado fuera auténticamente verdadero. Desde la cobertura de campañas presidenciales, pasando por una temporada en los márgenes con la banda de motociclistas Hells Angels, las notas de Thompson salteaban realidad y ficción y los textos que salían de su máquina de escribir marcaron una época. Entre las obras que llegó a escribir antes de suicidarse a los 67 años figura El diario del ron, un libro que registra su paso por Puerto Rico como periodista para varias publicaciones. Bruce Robinson adaptó para el cine la novela y que por alguna razón –que debe tener que ver con la categoría de galán de Johnny Depp–, se estrena en la Argentina como Diario de un seductor. La recreación de Robinson sobre las aventuras de Kemp, claro alter ego de Thompson, un escritor alcohólico que llega a Centroamérica para trabajar en un diario en ruinas, en el comienzo es fiel al libro, pero pronto se deja ganar por el tono de comedia que significa un grupo de borrachos nihilistas perdidos en el trópico que apuran sus páginas en la redacción para ahogarse en ron, lo verdaderamente importante. Depp, casi en plan del Jack Sparrow de la saga Piratas del Caribe en su versión alcohólica, compone al escritor puesto en periodista que primero ve con cierto estupor el ambiente que lo rodea. Después, en compañía del fotógrafo Sala (el gran Michael Rispoli), se sumerge como uno más de los personajes pintorescos y bohemios del staff del diario, pero pronto se ve involucrado en los negocios turbios de un grupo inversionista comandados por Sanderson (Aaron Eckhart) y en un romance que no aporta demasiado al relato. Diario de un seductor entonces es una transposición lavada de la prosa de Thompson, con algunos momentos interesantes y que puede ser tomada como la precuela de Pánico y locura en Las Vegas (Terry Gilliam, 1998), otra floja adaptación también protagonizada por Depp, aunque su puesta más lisérgica, definitivamente fue más coherente con el espíritu salvaje del escritor.
Hazañas en la naturaleza salvaje El líder, la nueva película de Joe Carnahan que se estrena hoy, llega a la pantalla con un relato efectivo y una serie de personajes muy definidos. Un film que recupera los espacios y la acción del cine de aventuras. En el desolado paisaje blanco de Alaska un grupo de hombres trabaja en una refinería de petróleo en condiciones extremadamente hostiles, tanto que hace falta la presencia de Ottway (Liam Neeson), un francotirador encargado de matar a los lobos salvajes que merodean por el lugar a la espera de que algún ser humano se descuide y se convierta en víctima. Cuando llega el momento del descanso, los hombres se trasladan a la ciudad de Anchorage pero el avión que los transporta se estrella en el medio de la nada y a partir de allí, el grupo liderado por Ottway, deberá luchar contra el frío, el hambre y sobre todo, a una manda de lobos que irán diezmando a los sobrevivientes. Desde siempre, el cine de aventuras tuvo una fuerte relación con el medio donde transcurre la acción pero a medida que el mundo se fue haciendo más chico y la civilización fue avanzando, las posibilidades del género se fueron acotando. Consciente de estas limitaciones y a partir de un cuento de Ian Mackenzie, “Ghost Walker”, el director Joe Carnahan se decide por un relato tan simple como efectivo, con un rápido y definido perfil de los personajes que justifica su presencia en ese lugar olvidado –con su carga de fracasos laborales, afectivos o de soledad– y donde la tensión dramática siempre en ascenso se concentra en la amenaza del medio. Es decir, ese grupo no debe estar allí, y la naturaleza se encarga de recordárselos a cada momento en esa especie de purgatorio blanco y despiadado. El líder del título del film, con su carga de tristeza infinita por la pérdida de su esposa, es el encargado de mantener vivos a ese grupo heterogéneo y desesperado de hombres. A ellos, por historia nadie les regaló nada, pero que de todas maneras deben probar de qué están hechos, frente a la manada de lobos que los persigue, presentados en la película como los custodios de la naturaleza salvaje ante la presencia extraña de los seres humanos. Una película masculina –al igual que el resto de la filmografía de Carnahan, como Brigada A, La última carta, Narc: Calles peligrosas y Sangre, balas y gasolina–, que trabaja con los códigos del sacrificio, el honor y la camaradería frente a un enemigo externo casi mitológico. Una película de aventuras, como las de antes.
El origen del mal en un adolescente Aunque no hay razón para la tragedia, sí hay muchos avisos. Un inteligentísimo niño es el epicentro de un drama familiar al que es imposible encontrarle respuestas. Cruda e íncómoda historia sobre el núcleo duro del horror. Cuando transcurren los primeros minutos de Tenemos que hablar de Kevin, existe el peligro de llegar a la conclusión de que se trata de otra producción indie standard, con una cámara que no deja de moverse, cortes de planos como para acentuar algún momento dramático, preciosismo visual con tomas aéreas de un personaje abandonado a una situación casi onírica –como la escena de la protagonista llevada en andas y con los brazos en cruz en la tradicional tomatina en Valencia–, y por supuesto, el infierno de los suburbios, elemento central de buena parte del cine independiente de los últimos años. Sin embargo, el film de la escocesa Lynne Ramsay (El viaje de Morvern) es eso pero mucho más. Si con la lógica urgente dictada por las noticias los medios hablan de un nuevo “fenómeno” cuando uno o más chicos irrumpen en una escuela y matan a sus compañeros, desde el cine, Bowling for Columbine fue el intento de Michael Moore de responder sobre las causas de la tragedia, Gus Van Sant documentó el sinsentido del salto al horror de dos adolescentes-ejecutores en Elefante, y Ramsay se decidió por el núcleo duro del horror. El origen del mal. Para eso el relato se ubica en dos tiempos que se alternan, el penoso presente de Eva (la fantástica Tilda Swinton), que intenta seguir con su vida y vegeta en un empleo para el cual está sobrecalificada –mientras cada tanto debe limpiar la fachada de su casa de violentos graffitis escritos en rojo sangre y soportar agresiones en la calle de su amorosa comunidad–, y su vida como madre de Kevin. Un bebé difícil, un chico raro, un adolescente siniestro. Y no es que el hogar de Kevin haya la sido un infierno, no, apenas una casa en las afueras, con un padre amoroso aunque rabiosamente negador (John C. Reilly), una madre fría pero que se esfuerza por hacer lo correcto y una hermana pequeña que sí, también va a saber quién es Kevin. No hay razón para la tragedia que se avecina, aunque si muchos avisos. Ahí está el inteligente y pequeño Kevin que no abandona los pañales pero puede comunicarse como un adulto, también el que provoca los desastres hogareños de cualquier niño pero que curiosamente dirige con saña contra su mamá, o el que se concentra obsesivamente en un inocente juego de arco y flecha que luego se convierte en el pedido a su padre para que le compre un equipo profesional, y el adolescente que es descubierto masturbándose y sigue con la faena mirando fijamente a los ojos de su mamá. Lo cierto es que la primera impresión resulta apresurada cuando el packaging del comienzo se atenúa y encuentra el tono justo, para contar lo incontable de una historia incómoda, devastadora y sin respuestas.
Las segundas oportunidades Tras Dos hermanos, Daniel Burman volvió a coincidir con la edad de sus personajes. Son pocos los directores argentinos que pueden mostrar una carrera tan sólida como Daniel Burman. El responsable de películas inolvidables como Derecho de familia, El abrazo partido y Dos hermanos fueron parte de esa camada de realizadores del Nuevo Cine Argentino, pero también el que desde el comienzo mostró su obsesión por ofrecer un cine industrial con una realización cuidada que tuviera algo que decir. Esta capacidad de contar historias acompañó su crecimiento y si se quiere, cada uno de sus films respondió a una etapa de su vida. Sin embargo, a partir de El nido vacío, la narrativa de Burman da un salto con personajes cincuentones en crisis y se profundiza con Dos hermanos, una comedia irregular con dos protagonistas maduros como Graciela Borges y Antonio Gasalla. Con La suerte en sus manos, protagonizada por el músico uruguayo Jorge Drexler y Valeria Bertuccelli, vuelve a coincidir con la edad de sus criaturas, en un relato que se asienta sobre el tópico de las segundas oportunidades desde un cuarentón divorciado, sobrecargado de deberes y responsabilidades –dos hijos, una financiera– que decide someterse a una vasectomía para eliminar cualquier posibilidad de volver a ser padre y la relación que retoma 20 años después con el personaje de Bertuccelli, que vuelve al país desde Europa, termina un noviazgo que no va a ninguna parte con un francés y se reencuentra con su madre (Norma Aleandro), que la sigue ahogando como en su adolescencia. La posibilidad del amor en la edad madura, aun con las manías y costumbres de personajes con una vida recorrida –el poker como refugio acogedor en impersonales casinos de provincia, la obsesión por los hoteles alojamiento, el cinismo frente a una relación estable, algunos de los síntomas de la neurosis urbana– son los elementos con los que el director construye una historia deshilachada, que se rodea de una subtrama molesta como el regreso a los escenarios de la mítica trova rosarina de los años ochenta –con Juan Carlos Baglietto, Silvina Garré, Rubén Goldín y Adrián Abonizio incluidos– y no logra darle entidad a personajes secundarios perfilados a medias, como el de Gabriel Shultz como amigo del protagonista y en menor medida el médico que interpreta Luis Brandoni. E incluso la judicidad porteña como recurso eficaz de la comedia, un recurso que Burman maneja como nadie, aquí muestra una alarmante falta de timing. En definitiva, La suerte en tus manos no es una mala película, pero se podría especular que Burman no confió en su propio talento para contar una historia sencilla sobre el miedo al compromiso y sobrecargó al relato de elementos innecesarios.
Personajes en una cultura global Gerry Boyle (Brendan Gleeson) es irlandés y policía de un pequeño pueblo, aparentemente tiene una visión del mundo un tanto acotada, le gustan las prostitutas, tiene como informante y amigo a un excéntrico chico que recorre sus dominios en una ridícula bicicleta y a una madre (Fionnula Flanagan) que se está muriendo. Su rutina de accidentes en la ruta con adolescentes borrachos cambia con la llegada de Wendell Everett (Don Cheadle), un eficiente, metódico y enérgico agente del FBI que investiga una banda de narcotraficantes que hará una importante transacción en las costas de Irlanda. En los primeros minutos, planteado el choque entre Garry Wendell, podría pensarse que se está frente a una típica buddy movie –película de pareja dispareja, de dos protagonistas opuestos que terminan asociándose–, pero enseguida El guardia comienza a complejizarse, en principio con el rico perfil de los personajes, todos atravesados por la cultura globalizada lo que da pie a decenas de chistes sobre la cultura estadounidense vs la británica, la británica vs la irlandesa y la dublinense vs el interior profundo irlandés. El debutante John Michael McDonagh apuesta a la tradición del sardónico humor británico y deja que el relato entero descanse sobre el corpulento Brendan Gleeson, un gran actor “de carácter”, de esos que sostienen la escena mientras el protagonista hace lo suyo –ya sea Mel Gibson en Corazón valiente desmembrando ingleses imperialistas o Cillian Murphy liderando un grupo de sobrevivientes en un mundo plagado de zombies en Exterminio–, y que aquí demuestra su oficio en una comedia triste y compleja, con sutilezas e inteligente en sus elecciones. Una joyita que llega a la cartelera en medio de prepotentes tanques millonarios sin alma.
En las vísperas del fin del mundo Con ritmo de thriller, el director debutante J. C. Chandor cuenta los entretelones de una empresa a punto de hacer crac. El extraordinario elenco incluye a Kevin Spacey, Paul Bettany, Jeremy Irons, Demi Moore y Stanley Tucci. La crisis financiera que se hizo explícita hace poco más de dos años en los Estados Unidos, y que luego se extendió por buena parte del planeta, fue abordada por varias películas recientes. Sólo para citar dos ejemplos, ahí están Wall Street 2: El dinero nunca duerme, en donde el tema se trata de manera colateral porque el núcleo del relato es el legendario Gordon Gekko, y la excelente miniserie Too Big to Fail, que cuenta el gigantesco salvataje de los grandes imperios financieros al que se vio obligado la reserva federal estadounidense. El precio de la codicia, del debutante J. C. Chandor, centra su mirada en la primera alarma del inminente crac en una empresa de corredores de bolsa, que a su vez es parte de una poderosa corporación. En medio de una de los habituales reestructuraciones –léase despidos masivos–, mientras junta sus cosas antes de abandonar la empresa, Eric Dale (Stanley Tucci) trata de advertir a sus compañeros que un estudio que está por terminar sobre las proyecciones financieras de la empresa demuestra que la crisis es inminente. Sólo Peter Sullivan (Zachary Quinto) toma en cuenta el aviso, hace sus propios cálculos, confirma la hipótesis y comienza a subir la cadena de mandos para que se tomen medidas. Con ritmo de thriller que aumenta su intensidad a medida que transcurren las horas de una noche que parece eterna, los diferentes directores de área, encargados regionales, y finalmente el presidente de la corporación, se van enterando de lo que va a pasar en el comienzo de las actividades de la mañana siguiente, mientras comienza a tomar forma el plan para desprenderse de las acciones basura y así resguardar a la empresa, sin miramientos por la ola de despidos y las consecuencias sociales que producirán sus decisiones. Con un elenco extraordinario que incluye a Kevin Spacey, Paul Bettany, Jeremy Irons, Demi Moore, Stanley Tucci y Simon Baker, cada uno encarnando a personajes bien delineados y llenos de matices, el film muestra la cínica voracidad empresaria, la lógica implacable que traslada las culpas de la timba financiera a los millones de infelices que sostienen al sistema, consumiendo más allá de sus ingresos y sumando hipotecas que no pueden afrontar. Transcurridas las casi dos horas de relato, el mayor mérito de El precio de la codicia es mostrar el complejo mundo financiero con diálogos inteligentes y una tensión siempre en aumento, pero sobre todo, trazar un perfil humano de los protagonistas aun cuando esos rasgos incluyan la codicia, la crueldad y el salvajismo disfrazado de la civilidad que marcan los elegantes trajes a medida.