Gaucho mal llevado Fernando Spiner entrega un western con todas las de la ley, en un cruce del género con nuestra tradición gauchesca. Aballay es un bandolero que se enfrenta a los ojos del hijo de una de sus víctimas y decide cumplir penitencia arriba de su caballo, imitando a los antiguos penitentes, que se subían y vivían atados a una columna por el resto de su vida con la idea del martirio como una forma de acercarse a Dios. Mientras que la conversión de gaucho matrero a santo estilista se va produciendo, también hace lo propio la venganza, que inexorablemente lo va a alcanzar. Aunque en el cine nacional de los últimos años las adaptaciones literarias son más bien escasas, el caso del escritor mendocino Antonio Di Benedetto es atípico, en tanto sus relatos fueron abordados en el último lustro en dos oportunidades. En Los suicidas (2005), Juan Villegas lleva adelante una historia con diálogos secos, precisos y despojados de cualquier énfasis para contar el desamparo particular de los protagonistas –un periodista que arrastra el suicidio de su padre, una fotógrafa que está por tomar la fatal decisión–. En cambio, en Aballay. El hombre sin miedo, con los mismos materiales de toda la obra de Di Benedetto, es decir, situaciones y frases cortantes, una tragedia en progreso, Fernando Spiner se lanza a la aventura de un voluptuoso western que hace pie en la salvaje y cruenta historia nacional del siglo XIX, en un cruce del género con la tradición gauchesca que da como resultado una película inigualable. El director de Adiós querida Luna y La sonámbula se anima a casi todo, desde la ambición de dialogar de igual a igual con la épica fordiana del western clásico –incluyendo el descubrimiento de su propio y majestuoso set natural en los valles calchaquíes de la provincia de Tucumán, al estilo del Monument Valley, donde John Ford filmó sus principales obras–, la lectura feroz de la barbarie según la mirada de la Buenos Aires ilustrada y el relato gauchesco. Todo en una puesta que enfatiza la realidad de una tierra olvidada, sin ley ni justicia, donde la imaginería religiosa es el único consuelo de ese territorio que, justamente, parece olvidado por Dios. Y es imprescindible señalar que además de inscribir a Aballay… en la mejor tradición del far west, todos estos elementos también lo vinculan con la obra de Glauber Rocha. La desmesura de Spiner es admirable y más allá de algunos excesos interpretativos, que se compensan con la intensidad que Pablo Cedrón le imprime a Aballay –sin olvidar a Claudio Rissi como El Muerto–, la película es una potente, entretenida y densa mirada sobre el género. Un western criollo con todas las de la ley. <
Operativo retorno para el gran Gibson Después de ganarse los titulares por sus exabruptos misóginos, religiosos y racistas, el célebre actor de los films más taquilleros de los ’80 vuelve a tener una oportunidad para demostrar su versatilidad en esta película de Jodie Foster. No es fácil hablar de La doble vida de Walter sin caer en el juicio rápido que bien puede derivar en calificarla como una genialidad o por el contrario, en una soberana ridiculez. Lo cierto es que la última película de Jodie Foster (Feriados en familia, Mentes que brillan) tiene un poco de ambas cosas, en un relato tragicómico sobre un hombre que encuentra la manera de luchar contra sus demonios a través de una marioneta. Walter (Mel Gibson) fue un buen padre, un buen marido y un empresario exitoso, hasta que la depresión lo alcanzó y todo se desmoronó. Ni la increíble paciencia de su esposa Meredith (Jodie Foster), ni el amor de su pequeño hijo Henry (Riley Thomas Stewart) lograran sacarlo de la apatía y el abandono. Tampoco el rechazo de su otro hijo, Porter (Anton Yelchin), una especie de genio adolescente que cobra por hacer los trabajos escolares de sus compañeros mientras lucha por diferenciarse de su padre. La situación familiar se hace insostenible y finalmente Walter abandona el hogar. Pero un día descubre que una marioneta con forma de castor puede ser el vehículo para superar su estado y de pronto las cosas empiezan a mejorar, aunque por supuesto, tiene que superar el rechazo social que produce un hombre que habla a través de un muñeco. De ahí en más la película es un tour de force de Gibson, que ofrece una interpretación convincente de un loco que hace lo posible para recuperar su vida a través de un método, como mínimo, poco convencional. Entonces vemos a Walter en diferentes situaciones, desde el choque con su familia a partir del nuevo compañerito, pasando por el estupor de sus empleados, hasta una desopilante y patética lucha con su propia mano, que recuerda al Ashley Williams de Posesión infernal, de Sam Reimi. El film de Foster es en realidad un relato sobre una familia quebrada, un tema que la directora californiana domina a la perfección, que aquí aplica los habituales tips del cine independiente estadounidense, con mucho humor negro, muchos giros inesperados, más la confianza de depositar la historia en el trabajo del vapuleado protagonista –¿es necesario recordar que en los últimos años Mel Gibson fue noticia por su alcoholismo y por sus exabruptos misóginos, religiosos, racistas e incluso, por su capacidad como director con películas feroces como Apocalypto y La pasión de Cristo?–, un border que vuelve a demostrar que puede ser un buen intérprete, en un papel que parece hecho a su medida.
Asesina por naturaleza El aprendizaje de una chica que en poco tiempo tendrá que enfrentarse a una despiadada asesina y sus esbirros (ver el entrenamiento de La Novia en Kill Bill). O una adolescente que es criada en el rigor de la armas, sin pasado, pero con una misión que tiene que ver con la venganza por su difícil presente (ver toda la saga de Bourne). Y también, una joven que mira a su padre-mentor y aprende, se prepara, porque además de saber que pronto va a dejar la seguridad del bosque helado para encontrarse con un mundo hostil, también intuye que ese paso se convertirá en el fin de su niñez (leer cualquier cuento de la obra de los hermanos Grimm). Las referencias son múltiples y se van entrelazando a medida que el relato sobre una niña de apenas 14 años, Hanna (Saoirse Ronan), se convierte en una máquina de matar en la fría Finlandia, para que cuando esté preparada, cuando ella sienta que es el momento, encuentre la manera de terminar con Marissa (la fantástica Cate Blanchett), responsable de muchas cosas, entre otras, de haberla convertido en una monstruosidad diseñada para convertirse en una asesina. El thriller, dirigido por Joe Wright (El solista; Orgullo y prejuicio), sin duda demuestra que al resignificar diferentes películas del género las honra con una puesta electrizante, siempre entretenida. Pero también, el director británico va un paso más allá, complejizando el relato con una puesta oscura y ciertamente imprevisible, donde además del origen incierto de Hanna, las postas que determinaron su presente y la venganza en progreso, lo alejan de la relación obvia de compararla con la serie Nikita. A todo esto hay que sumarle la tensa relación del personaje con su padre Erik (Eric Bana), en donde la camaradería, el rigor, más la expectativa por lo que se viene, conforman una trama tensa y amorosa sobre la responsabilidad de los padres y la presión sobre los hijos para estar a la altura de las expectativas. Y sí, un poco como Sarah Connor con su hijo John en Terminator. Hanna tiene algunos descuidos en cuanto al guión, pero en conjunto, con sus personajes atormentados, su densidad y sobre todo su confianza en el género, es una buena película. Y si los productores no explotan el interrogante sobre qué pasará con la protagonista en la vida adulta, están locos.
Cuando el amor se acaba para siempre Con una excelente labor de Ryan Gosling y Michelle Williams, este drama intimista aborda los obstáculos que debe sortear el romance para sostenerse en el tiempo, la vida adulta de la pareja y cómo se construye una familia. Dean (Ryan Gosling) y Cindy (Michelle Williams) se conocen y no pasa demasiado. Después Dean busca a Cindy y no la encuentra, hasta que se cruza con ella y hace lo posible por seducirla. Lo logra, se enamoran, hacen el amor, están siempre juntos, pero en el camino Cindy queda embarazada y deja en claro que la niña que va a nacer podría no ser de Dean. A él no le importa. Están enamorados y se casan. Se quieren, la niña crece, ella abandona la idea de ser médica y se convierte en enfermera, él sobrevive en trabajos poco calificados, no tiene ambiciones, le basta con tener una familia. Y pasan los años, pocos, los suficientes para que la pareja se agote y el amor se termine. La ópera prima de Derek Cianfrance se extiende como un drama intimista sobre el amor, o mejor dicho, sobre los obstáculos que debe sortear para sostenerse en el tiempo, en donde tiene mucho que ver el ingreso a la vida adulta de la pareja y la necesidad de construir una familia propia. Con una fuerte influencia de John Cassavetes (sobre todo con Faces, de 1968) o por caso de Una pareja perfecta (Nobuhiro Suwa, 2005), Blue Valentine: una historia de amor es una película de actores, donde todo el peso dramático se centra en el excelente trabajo de los protagonistas –por el que Williams estuvo nominada en los últimos premios Oscar y Gosling no, aunque lo merecía de sobra–, que con el correr del relato van desplegando un abanico de recursos que por sí solos valen la pena. Pero además de una excelente dirección de actores, Cianfrance hace una cuidada puesta en escena, donde el montaje paralelo alterna la historia de un amor en construcción con el fin de la relación amorosa, con el telón de fondo angustiante y en progreso de hoteles de paso, asilos para ancianos y edificios grises. Es cierto que hay unas cuantas escenas que parecen sacadas del imaginario cinematográfico indie estadounidense, con encuentros sexuales un poco por encima de la mojigatería del cine mainstream o momentos “únicos e irrepetibles” remarcados innecesariamente por la banda de sonido, pero en conjunto, Blue Valentine: una historia de amor es una buena película que se destaca por su honestidad, entre los films adocenados que cada semana fatigan la cartelera de estrenos.
Un vodevil con olor a naftalina La ductilidad de François Ozon detrás de cámaras parece no ceder: Bajo la arena, El refugio (estrenada el año pasado), 8 mujeres y La piscina son algunas de las películas de este cineasta camaleónico y con buena respuesta de público. Su eclecticismo no se discute y tampoco su democrática decisión de recurrir a actores reconocidos para interpretar roles de peso: allí están los nombres de Charlotte Rampling, Catherine Deneuve, Emmanuelle Béart y Fanny Ardant para engordar la taquilla. Ahora Ozon convocó otra vez a Denueve y al gigante Depardieu para construir en imágenes un vodevil que protagonizara en las tablas Mirtha Legrand con dirección y producción de Daniel Tinayre a fines de los ’80 y que ubica su acción a fines de la década anterior. En efecto, se trata de Potiche. La película narra la nueva vida política de una mujer (Denueve) aferrada a las directivas de su esposo (Luchini), un verborrágico y tacaño empresario de una fábrica de paraguas. Hay personajes secundarios –los hijos de la pareja, ella conservadora, él liberal y gay– una secretaria sometida por su jefe y un grupo de obreros en rebeldía frente al poder del dinero. Y, claro, el personaje de Depardieu, encarnando a un sindicalista de izquierda que parece sacado de un folleto para iniciados en el tema. En realidad todo es leve, simpático con reservas, pueril en su concreción. Por momentos, da la impresión de que la película atrasa más de medio siglo, no sólo desde su pensamiento ideológico, sino también desde la forma en que está concebida, como si la torpe y desganada puesta de Ozon no se preocupara por salir de la teatralidad original, omitiendo cualquier riesgo que se relacione con el lenguaje del cine. Mujeres al poder es un film fuera de estos tiempos, donde a Deneuve se la ve contenta cambiando vestuario un montón de veces, tal vez rememorando a la versión teatral argentina de hace más de dos décadas. http://tiempo.elargentino.com/notas/trama-secreta-de-gran-engano
Lo mismo, pero más y mejor Para cualquier desprevenido que no tenga ni idea de qué se trata la saga de Rápido y furioso, que no vio ninguno de los films en el cine o en las infinitas repeticiones en los canales de cable, y que incluso logró evadir el infernal aparato publicitario que en cada entrega se hace más y más grande, el puñado de películas sobre autos superpotentes, chicas que quitan el aliento y héroes que estallan en testosterona y anabólicos se convirtieron en clásicos del “cine entretenimiento”. Y aunque es el cine en su faceta más pobre, en su descargo hay que decir que nunca aspiró a otra cosa. En esta nueva entrega Brian (Paul Walker) se refugia junto a Dom (Vin Diesel) en Río de Janeiro después de ayudarlo a escapar de la cárcel y, por supuesto, allí los espera un último trabajo con el que lograrán su ansiada libertad. Entre las luces cariocas, favelas, chicas, chicas y menos autos que en el resto del combo, los muchachos que ya se conocen con una sola y viril mirada enfrentan al peligro por partida doble: por un lado a un temible narco (Joaquim de Almeida), y por el otro a la ley, a cargo del agente federal Hobbs (Dwayne Johnson), que los persigue con tanto ahínco que parece la versión moderna del policía Samuel Gerard de El fugitivo. En fin, entre diálogos imposibles, mucha, muchísima acción, un director experto en el género como Justin Lin –que se apresta a dirigir la quinta entrega de Terminator–, tiene una mirada por lo menos condescendiente sobre el Brasil, Rápidos y furiosos 5 abandona cualquier pretensión de construir un relato más o menos verosímil y se decide por la acción pura, sin reflexión, con la certeza de que los capítulos anteriores sentaron las bases de la saga y que ahora alcanza con que todo sea más espectacular, más grande, más sorprendente. Y hay que decir que la decisión es acertada, porque la quinta entrega se convierte en algo así como en parque de diversiones temático, con autitos, personajes intrascendentes y una trama endeble, pero brillantemente coreografiada y entretenida. Si al menos en su comienzo en el ancho y largo mundo del cine de superacción la saga de Rápido y furioso ocupaba un lugar bastante marginal, con el correr del tiempo y al igual que por caso, Rocky y Rambo, cada capítulo de la licencia fue sumando adeptos, conquistando a propios y a extraños, con la provadísima fórmula de fierros, chicas, tiros, persecuciones y relatos mínimos que funcionan como excusa para mostrar fierros, chicas, tiros y persecuciones. Y no está mal que así sea
El grito sangrado que sigue vigente La cuarta de la saga sigue el camino trazado por sus predecesoras: grandes dosis de humor negro, asesinatos de adolescentes, diálogos filosos, referencias a otros films y nuevas reglas que le dan un toque contemporáneo. La serie Scream, que tuvo su primera entrega en 1996, fue la responsable directa del revival del slasher, ese subgénero de asesinos psicópatas y enmascarados, con predilección por las víctimas adolescentes, que tuvo su apogeo entre los ’70 y los ’80, y del que su director, Wes Craven, había sido una de las figuras clave con Pesadilla en lo profundo de la noche y con la gestación de uno de sus íconos más recordados: Freddy Krueger. Un subgénero que para los ’90 ya había entrado en decadencia y que, gracias al éxito del primer film de la serie, produjo dos secuelas e inspiró varías películas como Sé lo que hicieron el verano pasado o Leyenda urbana (que a su vez, como es la norma, tuvieron sus respectivas secuelas), antes de que el mismo revival sufriera su propia decadencia. Lo que distinguía a Scream de sus imitadoras, y le daba un valor agregado, era la autorreferencialidad, la propia conciencia explicitada de pertenecer a un género donde los personajes (fanáticos a su vez de las películas de terror) citaban sus reglas mientras las seguían al pie de la letra, aun para su desgracia. Esa fue una constante en una serie que desde el comienzo se planteaba antes como una parodia de los slasher, aunque sus films también pudiesen funcionar como tales. Una década después, la saga se reabre, y si las circunstancias (la progresiva baja de calidad de casi todas las series de este tipo a medida que se suman las secuelas) no permitían albergar muchas expectativas, lo cierto es que Scream 4 es bastante más de lo se esperaba. Ya se sabe que los slashers no necesitan excusas a la hora de añadir capítulos, pero la historia se reinicia sin parecer demasiado forzada. Scream 4 sigue el camino trazado por sus predecesoras, con el humor negro, los asesinatos brutales (aunque no demasiado ingeniosos) de adolescentes salidos de algún éxito televisivo, los diálogos filosos, las referencias a otros films y nuevas reglas que se vienen a sumar para darle un toque contemporáneo. El fuerte sigue siendo, además de la sangre derramada, la autorreflexión que permite al fan jugar con los datos sin que se transforme en un chiste para especialistas. Cerca del final, la protagonista y eterna acosada Sydney (Neve Campbell) formula la que para ella sería la primera regla de las secuelas: “No jodas con la original.” Una regla que Craven y el guionista Kevin Williamson (el mismo equipo creativo desde el comienzo) trataron de seguir como para que ahora sea posible una continuación bastante digna.
Caperucita en target teen y vampírico Basada en el legendario cuento de los hermanos Grimm, la directora de Crepúsculo acerca la historia al género que popularizó con un lobo sanguinario y un trasfondo de desconfianza que la transforma en un disparate reaccionario. Si el relato de Caperucita Roja circuló como una de las tantas historias que se trasmitían oralmente en la Europa medieval hasta que en el siglo XlX los hermanos Grimm lo encuadraron dentro de su imaginario poblado de seres tenebrosos, crímenes y castigos, la versión cinematográfica de Catherine Hardwicke está basada en el cuento original pero, escandalosamente, anclada en jóvenes. Se trata de personajes paliduchos, sedientos de sangre y convenientemente excitados, es decir, el “género Crepúsculo” (del cual Hardwicke dio el puntapié inicial), que en libros, series y claro, en el cine, se supone que enloquece a los adolescentes. La chica de la capa roja se ubica difusamente en algún lugar de la Europa del 1300, en una aldea aislada, donde sus habitantes saben que deben rendir un tributo magro –un chanchito cada tanto– para que el lobo que los acecha desde siempre los deje tranquilos. Por supuesto, no es sólo un animal de carácter irascible, sino que se trata de un licántropo, es decir, un hombre que se convierte en bestia, casi siempre en busca de venganza. El monstruo un día se cansa de la dieta porcina y mata a una joven doncella, una muerte que complica la huída de su hermana Valerie (la etérea Amanda Seyfried) con Peter (Shiloh Fernández), un leñador pura fibra que la quiere bien y no va a permitir que su amada se case con Henry (Max Irons), el bacán del lugar. Lo que continúa es más o menos previsible, con el pueblo temeroso, las víctimas que se siguen sumando a la carnicería, la aparición del Padre Salomon (Gary Oldman), un fundamentalista especializado en cazar bichos raros, mucha bruma, espadas de plata, la tensión sexual entre la parejita protagónica, el lobo que es malo, pero que también ofrece un mundo de sensaciones, y sobre todo la paranoia, a partir del descubrimiento que cualquier vecinito puede ser el feroz asesino. Y ahí, donde el despropósito hecho película muestra su peor cara, porque si a duras penas y con un enrevesado guión se hacían malabares para encuadrar al cuento de Caperucita en el target joven y vampírico, el relato se asienta en una especie de caza de brujas y hasta una versión macartista a destiempo, donde todos desconfían de todos y el enemigo está dentro de la propia comunidad, que convierte a La chica de la capa roja en un disparate, pero además, un disparate reaccionario.
Siempre bruto y eficaz Torrente, el brazo tonto de la ley (1988) fue, en su momento, un mazazo de incorrección que dejó a todos boquiabiertos. El oficial José Luis Torrente, la infame creación de Santiago Segura, estaba en el peor lado de todo: racista, misógino, corrupto, traicionero, cobarde y extremadamente desagradable. Y a pesar de todo eso –o quizás precisamente por eso– se constituía en un personaje querible (entrañable, diría algún presentador de la vieja guardia). Y claro, es difícil replicar el impacto, y mucho menos la sorpresa, de ese primer golpe. Llegaron entonces las secuelas y estas se dedicaron a repetir la fórmula ganadora. Lo mismo sucede con la cuarta entrega, que viene a ofrecer más de lo mismo, que es también lo que esperamos, porque a esta altura las películas de Torrente son como los discos de esas bandas que siempre suenan igual pero siempre gustan porque nos dan lo que les pedimos. Y si cada entrega se encarga de repetir más o menos la formula, también lo que hace es ampliarla un poco, o más bien aplicarla a algún otro contexto. Así, si la segunda parte se propuso como una parodia de las películas de James Bond y la tercera como una burla al film El guardaespaldas (que a Segura no le gustaba ni un poquito) este nuevo capítulo tiene como referente en su primera parte, ubicada en un escenario carcelario, a Escape a la victoria (aquella de John Huston, con Stallone, Pelé y Ardiles, entre otros, tratando de huir de un campo de concentración en medio de un partido de fútbol entre prisioneros y oficiales nazis) y, en su última parte, a las películas de acción del tipo Arma Mortal o Duro de Matar (el título Lethal crisis, ya da una pauta de ello), con un despliegue obsceno (no podía ser de otra manera) de tiros, explosiones, persecuciones, coches que vuelan y destrucción en general. Lo otro que viene a ofrecer como novedad Torrente 4 es el 3D, que más allá del gancho que todavía pueda lograrse con este tipo de artilugios, a Segura le sirve fundamentalmente para redoblar su apuesta por lo escatológico y arrojar asquerosidades varias a la cara del espectador. Que, para este caso, es el uso lógico y adecuado del efecto, aquel que el fan del personaje sabrá apreciar y festejar entre la sonrisa y el desagrado. El humor de Torrente es así: básico, bruto y eficaz, y sigue despertando carcajadas que se mezclan con el asco o la incomodidad. Es así como todavía funciona, y como reza un dicho conocido ¿si no está roto, para que arreglarlo?
Los Hermanos Farrelly según pasan los años Si la Nueva Comedia Americana (NCA) está instalada cómodamente y hasta generó un canon que casi todo el mundo acepta, con películas como Tres es multitud (1998, Wes Anderson), El hijo del diablo (Steven Brill, 2000), Zoolander (Ben Stiller, 2001), Virgen a los 40 (Judd Apatow, 2005), Supercool (Greg Mottola, 2007) o Cómo sobrevivir a un rockero (Nicholas Stoller, 2010), sólo para nombrar unos pocos títulos y realizadores, los hermanos Peter y Bobby Farrelly bien pueden ser considerados pioneros en la renovación del género con Tonto y retonto (1994), Loco por Mary (1998), Irene y, yo... y mi otro yo (2000), Inseparablemente juntos (2003) y La mujer de mis pesadillas (2007). Ahora bien, si la NCA se asienta en una visión del mundo donde todo puede y debe ser objeto de la carcajada más liberadora, de una risita irónica o al menos de una sonrisa involuntaria, buena parte de su efectividad se basa en la creación de personajes y relatos que tiene que ver con los problemas a la hora de crecer, ya sea con adolescentes en tránsito hacia el mundo adulto o como adultos que se niegan a ser tales. Este es el caso de los protagonistas de Pase libre, un par de cuarentones obsesionados por el sexo (que casi no practican), rebosantes de fantasías sobre el excitante mundo que se despliega puertas afuera de su hogar (y que desconocen) y que definitivamente se sienten presos y agobiados por el matrimonio y sus respectivas familias (que por cierto, apenas registran). Y ahí llega la carta blanca, el punto fuerte del film: las esposas del patético dúo les otorgan una semana de libertad para que los muchachotes busquen chicas, para que hagan lo que quieran y vuelvan a casa satisfechos y felices. Estos elementos, aunque transitados desde siempre por la comedia de todos los tiempos, bien podrían ser abordados perfectamente por los Farrelly y encuadrarse de manera natural en la NCA. Sin embargo, la película es apenas una sucesión de gags hilvanados por una narración de trazo grueso, que ni siquiera se ocupa de delinear ni darle grosor a los protagonistas –Owen Wilson, Jason Sudeikis, Jeena Fischer, Christina Applegate, todos extraordinarios comediantes–, con un incómodo costado conservador donde el sexo se vive con culpa puritana, los tips escatológicos están fuera de lugar y el humanismo, que camuflado detrás de tantos personajes freaks le dio entidad a la obra de los realizadores, aquí brilla por su ausencia.<