Mi alienígena favorito y dos freaks Entre los cientos de estrenos de cada año, Paul bien puede considerarse un film pequeño, tanto por ser una producción modesta en términos de despliegue de recursos, como en sus aspiraciones de trascendencia. Sin embargo, la película es un delicioso artefacto que disfrazado de comedia disparatada en plan de parodia del género de ciencia ficción se anima a traficar algunos discursos críticos sobre el conservadurismo religioso, la obsesión por las armas del Estados Unidos profundo, y además habla de valores como la amistad y la solidaridad en un mundo hostil. A partir de la anécdota mínima de dos freaks ingleses que concretan el sueño de toda su vida, es decir, pasar sus vacaciones en Comic Con, la famosa convención de ciencia ficción que se realiza en Las Vegas todos los años, más una excursión a la mítica Área 51 en Nevada –donde según las teorías conspirativas se supone que el gobierno de los Estados Unidos realiza pruebas con extraterrestres prisioneros, entre otros misterios–, la historia rápidamente levanta vuelo cuando hace su aparición Paul, un alienígena con un sentido del humor bastante pedestre, que busca regresar a su planeta después de pasar demasiados años en la Tierra. Por supuesto que hay una agencia gubernamental que lo persigue y, claro, abducciones. Pero el tamiz británico que le imprimen al relato Simon Pegg y Nick Frost (Muertos de risa), habilita una mirada ácida sobre algunas cuestiones como el fanatismo de la fe, la paranoia y el derecho a portar armas, más las múltiples referencias a películas como E.T. y Encuentros cercanos del tercer tipo –incluido un cameo del mismísimo Steven Spielberg–, que combinadas con el buen pulso para la comedia del Greg Mottola, director de Adventureland - Un verano memorable y Súper cool, y el aporte de Bill Hader y Kristen Wiig de la factoría Saturday Night Live, hacen de Paul una muy buena comedia pensante.
Responsabilidades y mandatos divinos La nueva obra del director italiano Nanni Moretti se propone unir elementos de comedia con grotesco y realismo, ya que el punto de partida es presentar a un Papa recién elegido que sufre un inesperado ataque de pánico. Transcurrida más de la mitad de la película se produce una escena curiosa: el psicoanalista que interpreta Nanni Moretti, rodeado de cardenales preocupados por la ausencia del Papa, recorre las instalaciones del Vaticano observando su fastuoso poder económico. Pero la escena dura poco, algo más de un minuto, ya que el psicoanalista saluda a los clérigos, hace un par de comentarios y mira, sólo mira a su alrededor. En ese pequeño momento de Habemus Papa se declara el punto de vista, la delicada mirada de Moretti sobre la riqueza del Vaticano; sin embargo, se trata sólo de un instante, meramente visual, alejado de una opinión voraz y del estilo anarco que se preveía en el actor y director. Es que se está frente a una película donde no se articula un discurso sobre la religión, sino frente a una original visión que invade el riesgoso tema de la responsabilidad que le corresponde a Mélville (Michel Piccoli, extraordinario), el nuevo Papa que duda sobre el mandato de dirigir a millones de fieles en el mundo. La primera parte de la película se ubica entre lo mejor que hizo el autor de Caro diario, Aprile, Palombella rossa y la sobrevalorada La habitación del hijo. Pletórica de detalles, con Mélville ubicado en segundo plano hasta que inesperadamente se lo nombra Papa, Moretti narra con un marcado suspenso la elección del clérigo. Luego vendrán los ataques de pánico, la llegada del psicoanalista (muy divertida resulta la primera sesión “en conjunto”) y la huida del papa por la ciudad, dispuesto a recorrer momentos más terrenales que aquellos que le esperan. Mientras tanto, el psicólogo, a diferencia del Papa que pasea por la ciudad, comienza a sentirse cómodo en las instalaciones del Vaticano. Y se sentirá tan habituado a su nuevo hábitat que propondrá que los cardenales jueguen un campeonato de vóley, momento en que la película alcanza un inusitado y bienvenido tono absurdo. Moretti apuesta fuerte en su última película pero no necesita provocar excesivos malestares en los creyentes más fervorosos. La película va para otro lado, ya que se ubica en el personaje de Piccoli saboreando algún placer cotidiano que tal vez no vuelva a disfrutar con tanta responsabilidad que le espera. Y aparecerá el teatro, específicamente una puesta de La gaviota de Chéjov, para que Mélville resuelva qué hacer de su destino. Mucho se ha comentado sobre la escena donde se escucha la voz de la Negra Sosa en la versión de 1984 de Todo cambia, que disfrutarán los clérigos en un momento de recreo casi surrealista. Desde el punto de vista dramático, la escena funciona como un cortometraje dentro de la película, acaso ajena al clima irónico y respetuoso –al mismo tiempo– que describe buena parte de la historia. Es que la libertad le pertenece a Mélville y solo él decidirá qué hacer al final, ya ubicado en el balcón religioso, frente a los miles de fieles que esperaron su aparición durante un par de días. Y allí se resolverá el dilema moral del atribulado Mélville.
El juego de adivinar quién es el próximo Con todos los tips de sus films anteriores, esta última entrega de la saga repite la fórmula de una premonición de alguien sobre un accidente a punto de ocurrir. Se asienta en el humor negro en desmedro de la fuerza narrativa. La quinta entrega de la saga Destino final repite previsiblemente, y una vez más, todos los tips de las películas que la precedieron. Ahora bien, es justamente esta característica lo que hace interesante ir al cine ante cada nueva entrega, en tanto a fuerza de ser redundante construye un todo interesante y divertido.Desde el comienzo, en un sinfín que sigue hasta ahora, la matriz básica de la saga responde a unas poquísimas premisas básicas que arrancan siempre, inevitablemente, con la premonición de alguien sobre un accidente que está a punto de ocurrir. Enseguida, la catástrofe se empieza a producir, el personaje salva a unos cuantos de la muerte y lo que sigue es ver cómo van a morir los sobrevivientes que se escaparon de su destino trágico. En ese sentido, allá por la mitad de la entrega, se planteó un tanto tímidamente algunas vueltas de tuerca que problematizaban la historia, pero rápidamente se corrigió el rumbo y se volvió a esta suerte de festival macabro, donde el chiste reside en ver cuál es el final más horroroso para los protagonistas.A través de un plano detalle, un cambio de luz o la música incidental, elementos como un tornillo flojo, los cristales de una ventana, un ventilador o una pava que hierve se convierten en posibles armas letales. Si a eso se le suman las señales premonitorias –una lamparita que se prende y apaga, carteles de precaución, un retrato que se rompe, un objeto ubicado en el lugar incorrecto–, conforman el inteligente corpus de una franquicia exitosa. Si en la primera película el escenario del desastre fue un avión, después fue una carretera, en la tercera una montaña rusa y en la penúltima una carrera de autos, la locación elegida en la quinta parte es un puente, por donde pasa un micro que transporta a un grupo de trabajo de una empresa que viaja para un retiro.Como siempre, el comienzo es espectacular y aunque muchos critican el festival de vísceras que significa cada nuevo film, a esta altura los homenajes al gore y a los grandes exponentes del género –George Romero, Terence Fischer, Gordon Lewis– quedaron en el pasado y el relato de Destino Final 5 se asienta en el humor negro y la autorreferencia, una decisión acertada que va vaciando el poco contenido narrativo de la franquicia, para concentrarse pura y exclusivamente en el placer de desmembrar cuerpos sin culpa y de la manera más ingeniosa posible.
La venganza tiene nariz de pompón Finalmente se estrena en la Argentina la más reciente producción del prestigioso Alex de la Iglesia, una película que arrasó el año pasado en el Festival de Venecia al ganar los premios al mejor director y al mejor guión. Desde 1993, cuando estrenó Acción mutante, la carrera de Alex de la Iglesia fue sumando títulos para conformar un todo irregular, en el que si bien el español daba señales de su talento, cada nuevo paso dejaba la sensación de una oportunidad perdida. En ese sentido, 800 balas bien puede considerarse su mejor película, pero ocupado en ser ingenioso, divertido y homenajeador –en algo así como un catálogo de sus referencias cinéfilas–, no lograba articular un discurso propio. Lo cierto es que con su nuevo relato, De la Iglesia logra llegar a la síntesis, como si sus siete films anteriores hubieran sido apenas un gigantesco borrador de la no menos gigantesca, megalómana, desaforada y brillante Balada triste de trompeta. Una gran película. La historia comienza en 1937, cuando el payaso triste del circo (Santiago Segura) se ve arrastrado a la guerra civil que arrasa a su país y a las órdenes de los republicanos, machete en mano, se convierte en un despiadado exterminador de soldados nacionales. Finalmente encarcelado, su hijo Javier (Carlos Areces) lo ve morir y recibe una doble herencia, la violencia de la historia que le tocó vivir en la oscura España franquista y su oficio de payaso. Así, llega a un circo como aprendiz y se convierte él también en un payaso triste a partir de su nulo talento para hacer reír a los niños. La tragedia de su vida se completa al convertirse en uno de los vértices enfermos del triángulo amoroso conformado por la bella Natalia (Carolina Bang), la trapecista del circo, y el otro payaso de la troupe, Sergio (Antonio de la Torre), un violento, despótico y miserable personaje que aun así está bendecido por el talento de la risa. En ese cruce de personalidades antagónicas, que recibe y que inevitablemente se nutre de la violencia de la dictadura, Javier irá mutando su personalidad para convertirse en un justiciero del calvario de su padre y atravesando cada una de las atrocidades del régimen, también de la historia de España. Si todas las películas tienen una manera de ver el mundo y en definitiva todas y cada una contienen un mensaje político, en su realización desaforada y salvaje, en sus imperfecciones, en la valentía de hurgar en las zonas más oscuras de la historia reciente de España, Balada triste de trompeta es un manifiesto sobre una época, un shock de lucidez visceral sobre una sociedad que se niega a mirar su pasado y que arrastra la falta de justicia hasta el presente. Nada mal para una de payasos.
Abducidos en el Far West Con todos los ingredientes del western clásico, Olivia Wilde, Harrison Ford y Daniel Craig protagonizan este film donde se pone en juego nada menos que el futuro de la humanidad. El western es el único género cinematográfico original que no debe su existencia a otras disciplinas, sino que nació en el cine mismo. Ahora bien, con el correr del tiempo, el western recorrió un largo camino, desde los western clásicos con su carga épica intacta, pasando por los proyectos de menos presupuesto de los western spaghetti, el western revisionista que campeó los ’60, hasta los western crepusculares que abundaban en el fin de una época. Después, el género fue esquivando como pudo el certificado de defunción, adaptándose en relatos contemporáneos que mantenían sus códigos. De esta manera se llega a Cowboys & Aliens, una película extraña, algo así como el paroxismo de la supervivencia del género, al combinar el viejo y transitadísimo Oeste con la ciencia ficción más pura, en un híbrido extraído del cómic homónimo de Scott Mitchell Rosenberg. En principio Jon Favreau, el director de Iron Man (más la producción de Steven Spielberg y Ron Howard) plantea el film con todos los tips del western: un pueblo olvidado donde la ley está supeditada a un poderoso terrateniente, un antihéroe con un pasado oscuro, más el oro, como elemento que corrompe todo. Y es el metal precioso el que introduce a los alienígenas, que para ellos es tan preciado como para los primitivos humanos. Así, Jake Lonergan (Daniel Craig) se despierta en el medio del desierto y un extraño aparato futurista en su muñeca, sin recordar nada, ni siquiera su nombre. El protagonista irá reconstruyendo su historia, sabrá que fue abducido por los extraterrestres, se enfrentará con el viejo, poderoso y pragmático Woodrow Dolarhyde (Harrison Ford), con el que unirá fuerzas –después se les sumarán los apaches– para enfrentar a los invasores. Porque es así, en el polvoriento Oeste de fines del siglo XIX se juega nada menos que el futuro de la humanidad. Sin abundar en los efectos especiales, con referencias a Los expedientes X, Alien, La Guerra de los mundos y un impensado Craig en plan John Wayne, Cowboys & Aliens es una gran producción que en definitiva mantiene el espíritu de lo que cualquier chico hizo, cuando en una tarde enfrentó en una batalla feroz a un cowboy destartalado de juguete con un bicho espacial de plástico.
El estado de las cosas según Hanks El actor interpreta a un trabajador de supermercado que se queda sin empleo por carecer de título universitario. Julia Roberts es la agria profesora que se encargará de educarlo en esta comedia que no tiene mucho riesgo. Larry Crowne parece responder a una pregunta de base: ¿de qué está hecho el estadounidense promedio? La respuesta que ofrece Tom Hanks es que de sueños moderados, valentía, carácter y perseverancia, elementos que aparentemente subsisten en la sociedad que le toca vivir, aun en tiempos de crisis económica y falta de solidaridad. En 1996 Hanks estrenaba como director ¡Eso que tú haces!, un delicioso relato sobre una banda que no lograba mantenerse unida y desaparecía después de conocer fugazmente el éxito. Desde esos años a la fecha la visión del actor y director parece que no cambió y si estos valores estaban mal encaminados en el grupito que quiso pero no pudo de su ópera prima, puesto a encarar su segundo trabajo como realizador, Hanks tomó nota del desastre socioeconómico que lo rodeaba y se decidió a dar cuenta de ello, pero con la misma convicción de que ninguna dificultad es insuperable si se rescata el espíritu que hizo grande a su país. Desde ese lugar cuenta la vida de Larry Crowne, un entusiasta trabajador en un supermercado que súbitamente se queda sin trabajo porque carece de un título universitario. Y claro, este hombre común representa a los millones que se quedaron fuera del sistema en los últimos años. Pero Hanks como director –y coguionista junto a Mia Vardalos, la de El gran casamiento griego– no está dispuesto a dejarlo caer así nomás, entonces el buenote y un tanto crédulo de Larry va en busca de lo que le falta: la educación universitaria con la que seguramente saldrá adelante. En este camino de reconversión, el protagonista se asoma a un mundo que desconoce. En la universidad descubre los placeres del saber, también que un curso de oratoria a cargo de una agria profesora (Julia Roberts) –moderadamente alcohólica, desmotivada en su trabajo y con un matrimonio destruido– puede cambiarle la vida, y que en un grupo de estudiantes neohedonistas y en especial una de las chicas que lo toma como su proyecto personal para cambiarlo, actualizarlo, están las reservas morales y solidarias que hacen falta para que todo mejore y vuelvan los buenos y viejos tiempos. Larry Crown es sorprendentemente conservadora, incluso para los estándares de la industria hollywoodense, en tanto abona la idea de que nada es demasiado grave si el hombre común toma el destino en sus propias manos, sin tener en cuenta que hay factores más poderosos y ciertamente definitorios del rumbo de una sociedad, que el carácter firme y la voluntad de superarse de un individuo.
Despojado hasta de sus recuerdos Barney no fue nunca feliz. No fue feliz en su juventud bohemia en la Italia de los ’70 cuando era inseparable con un grupo de amigos con los que compartía casi todo: alcohol, drogas y hasta la que iba a ser su esposa por apenas un día. Porque el mismo día que se casa, su flamante mujer pierde al bebé que estaba esperando, Barney comprueba que no era suyo, la abandona en el hospital y ella se suicida. Después, tampoco fue feliz en Canadá, donde ya instalado como un exitoso productor –en un trabajo que detesta–, se casa nuevamente, esta vez con una buena y superficial chica judía –a la que llegará a detestar–, pero en la fiesta conoce a la mujer de su vida, a la que va a perseguir hasta conquistarla y compartir con ella el resto de su vida. Pero tampoco es feliz. La vida según Barney toma al personaje en sus últimos años y, a través de flashbacks, reconstruye su existencia en el mundo adulto como una sucesión de actos egoístas que lo llevan en la vejez a la soledad, la autoconmiseración y una enfermedad terrible y devastadora, que poco a poco lo va despojando de los recuerdos. Ahora bien, más allá de la extraordinaria composición que realiza Paul Giamatti del protagonista, acompañado por un buen elenco en donde sobresalen Rosamund Pike como la mujer que lo va a acompañar hasta el final y el sorprendentemente medido y convincente Dustin Hoffman como un duro mujeriego y ex policía, padre de Barney, el principal problema de la película es su velado conservadurismo al encuadrarse dentro del tipo de relatos que bien podrían considerarse “justicieros”, esto es, aquellos que luego de mostrar las miserias del personaje, –que aquí incluyen la muerte dudosa de un amigo, el alcoholismo y el desinterés por los seres queridos–, lo condena hacia el final con desenlace desolador como una forma de castigo.
Carrey lucha con intrusos en su familia Con el indiscutido sello del actor, este film bien de vacaciones narra las peripecias de un padre con estos simpáticos animales. Jim Carrey es de esos actores que generan la inmediata simpatía o el rechazo casi físico cada vez que aparece en pantalla. En el actor canadiense conviven sin aparente contradicción un innegable timing para la comedia, la sobreactuación, el olfato para elegir los proyectos, la ambición de que puede (y sí, puede) oscilar entre interpretaciones dramáticas y también mantener su popularidad a través de su participación en películas infantiles sin mayor ambición que el entretenimiento. Este es el caso de Los pingüinos de papá, un film plano, predecible y de manual, que sin embargo cumple con su objetivo de ser un relato digno, que cumple con su objetivo de traccionar familias al cine sin que ninguno de los integrantes se sienta estafado. Mr. Popper (Jim Carrey) trabaja obsesivamente como vendedor inmobiliario y está en busca de un lugar en la mesa directiva de su empresa. En el camino, su ambición desmedida hizo que su matrimonio fracasara y que tenga una relación distante con sus hijos, repitiendo la historia de su infancia, cuando raramente veía a su padre, un científico que siempre estaba embarcado en alguna aventura en alguna parte del mundo. Toda esto funciona como prólogo de lo que vendrá, esto es, un grupo de pingüinos que se hace presente, gracias a la magia de un guión que fuerza el verosímil, en el lujoso penthouse de Popper. Al protagonista, por supuesto, le complican la vida, obviamente los animales deben salir urgente del departamento, pero aun así lo acercan a su familia. Son definitivamente adorables y van a encauzar su vida para hacerlo mejor y más humano. Muy lejos de comedias feroces como Irene yo y mi otro yo o El insoportable y en el otro extremo de historias adultas como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y El Majestic, Carrey trabaja en un registro similar al de Mentiroso, mentiroso –en cuanto a la relación con los hijos y las obligaciones del mundo adulto que impiden construir un legado–, aunque la dirección de Mark Waters (Los fantasmas de mi ex, Chicas pesadas, Un viernes de locos) mantiene a raya el histrionismo siempre desbordante del protagonista. En suma, la película tiene las apelaciones esperables a la importancia de los vínculos familiares y la dosis de morisquetas y humor físico que aporta Carrey, elementos suficientes para que la película sea una alternativa digna de tener en cuenta en estas vacaciones de invierno.
El paraíso es una urbe planificada El rito de pasaje al mundo adulto que significa la ceremonia de la confirmación católica provee el marco para ir descubriendo un mundo de hipocresías y verdades a medias, al estilo de El cazador oculto de J. D. Salinger. Hay una idea instalada en el cine estadounidense, y por cierto también en la literatura de ese país –como ejemplos ahí están las obras de Raymond Carver o John Cheever, entre muchos otros–, de que los suburbios son prácticamente el infierno sobre la Tierra. En lo que al cine se refiere, de los últimos años el film modélico sobre esta percepción vendría a ser Belleza americana (Sam Mendez, 1999), una película sobrevalorada pero inteligente en cuanto a su capacidad de plasmar paso a paso, y con todos los tips de lo que se supone que es el cine independiente, las miserias de la clase media. Ahora bien, Aprender a vivir aborda sin reservas este tópico, si se quiere, pero con algunas vueltas de tuerca que la hacen interesante. En principio, la película comienza con una voz (de la radio) que informa sobre las características de la enfermedad de Lyme, una infección que transmiten las garrapatas y que produce síntomas de otras enfermedades, desde la fatiga hasta la esclerosis múltiple. Este mal de perfil camaleónico –de ahí Lymelife, el título original– puntea la historia como una analogía de los conflictos que van apareciendo a medida que se desarrolla el relato, sobre dos familias en descomposición unidas por una tragedia que avanza de manera inexorable. Por un lado está Scott (Rory Culkin), un adolescente tironeado por la sobreprotección de su madre católica (la excelente Jill Hennessy), el ideal de hombría que impone su padre (Alec Baldwin) y un hermano que se fue al ejército para escapar de ese hogar que esconde unos cuantos secretos. Por el otro, cerca, demasiado cerca, están los Bragg, con el padre que se derrumba minuto a minuto por la misteriosa enfermedad (Timothy Hutton), su esposa (Cynthia Nixon) que mantiene a la familia y su hija (Emma Roberts), amiga de Scott, que poco a poco, y mientras se ultiman los detalles del rito de pasaje al mundo adulto que significa la ceremonia de la confirmación católica, va descubriendo un mundo de hipocresías, verdades a medias, que casi lo van transformando en la versión actualizada y ciertamente más light del Holden Caulfield de El cazador oculto de J. D. Salinger. Y que hay que decirlo, la película no se priva de incluir en una escena. Buenas actuaciones, una puesta con pocas locaciones, lo que acentúa el carácter asfixiante de esa comunidad alejada de la ciudad y una justa dosis de humor que afloja el agobio, en una ópera prima calculada pero honesta.
Lecciones de incorrección femenina Cameron Diaz encarna a una profesora malhablada y grosera que en lo único que piensa es en encontrar a alguien que la mantenga. Pero cuando va por su colega Justin Timberlake, tendrá una competidora de cuidado. Sobre maestros más o menos irreverentes, excéntricos y alejados de lo que se espera de un educador que está a cargo de un grupo de chicos jóvenes se realizaron centenares de títulos con mejor y menor suerte. El último gran éxito a escala planetaria fue la comedia Escuela de rock (Richard Linklater, 2003), donde el profesor por accidente que interpretaba Jack Black le enseñaba a sus alumnos el valor de la libertad a través de la historia del rock. En el caso de Malas enseñanzas, Elizabeth (Cameron Diaz) también es una profesora, pero por caso y a diferencia de su antecesora, no tiene ninguna lección edificadora que transmitir a los chicos, sino que por el contrario, estar al frente de un aula es un medio para lograr otras cosas. Sus cosas.La película se apoya casi en su totalidad en el trabajo de Diaz, dueña de la energía y el desparpajo cool necesarios para dar con el perfil justo –que aquí tiene casi el mismo tono de la Christina de La cosa más dulce– para encarnar a Elizabeth, puteadora compulsiva, grosera, mezquina, inescrupulosa, bebedora y consumidora de sustancias non sanctas. La profesora se siente atrapada en un trabajo que no quiere y su única meta, después de ser abandonada por su novio, es seducir a Scott (Justin Timberlake), un millonario profesor suplente que se supone, la va a mantener para que deje de enseñar y le va a permitir que logre acceder a una operación para aumentar el tamaño de sus tetas.El relato muestra a la protagonista desplegando todo un arsenal de incorrección mientras que enfrente, como el rival a vencer se ubica Amy (la extraordinaria Lucy Punch de Conocerás al hombre de tus sueños), otra profesora que a diferencia de Elizabeth, es un modelo de educadora.Inscripto de lleno en la nueva comedia americana, el film de Jake Kasdan tiene grandes momentos, agujeros narrativos, muchos chistes groseros pero efectivos y un compilado de estereotipos bien explotados. En conjunto no es una gran película y tampoco aspira a serlo, más bien es una historia liviana que sin embargo se atreve a algunas cosas, como incluir el tema de las drogas o el infierno que significa la etapa del colegio secundario para muchos adolescentes. No es poco de una película que viene del mismísimo riñón de Hollywood.