“Cold War”, de Pawel Pawlikowski Por Hugo F. Sanchez Maté a mi padre porque, una noche, me confundió con mi madre y yo tenía un cuchillo” dice Zula ( Joanna Kulig), una más de las muchas jóvenes que intenta ingresar a una academia de arte musical, desde donde se elegirán a los mejores para formar un cuerpo de canto y baile ejecutando un repertorio tradicional por toda Polonia, cinco años después de la Segunda Guerra Mundial y ya en la órbita soviética. El talento que despliegan las chicas es superior al que demuestra Zula, que cumple pero ese no es el punto porque ella brilla por determinación, carácter y pasión, lo que llama la atención de Wiktor (Tomasz Kot), el músico encargado de reclutar a los futuros artistas. Es a él a quien Zula le cuenta de su padre y admite que estuvo presa y es con él a quien quedará unida para toda la vida, con varias interrupciones, países de por medio y un estado autoritario que marcará su historia de amor durante décadas. El director Pawel Pawlikowski, que en 2015 ganó el Oscar a la mejor película extranjera con Ida, regresa a la posguerra y pone en el centro del relato a una formidable historia de amor que se consume, se aviva y vuelve a empezar el ciclo siguiendo la cronología de la Guerra Fría, en fulgurante blanco y negro. Esperanza y desesperación se desprenden de esta historia de amor imposible, en donde el clisé del temperamento eslavo se expone sin tapujos y la pasión de los protagonistas se pone de manifiesto en una puesta fría y casi distante. Zula y Wiktor van descubriéndose y aceptando que su destino está irremediablemente ligado, mientras el estalinismo se encarga de incluirlos en la geopolítica. La música primero en Polonia, el amor, luego la huida a Berlín que ya está arreglada pero no, y la separación. Después Paris, el alcohol y la bohemia, el refugio romántico de los desencantados, los perseguidos, los expulsados y los aventureros del socialismo. Y otro reencuentro y la constatación de que no es el lugar de la pareja. Y de vuelta al régimen, para aceptar el destino. La austeridad de Pawlikowski en Cold War -con la que ganó como mejor director en Cannes-, su falta de énfasis nivela la historia que tiene entre manos, mientras que la intermitencia de los encuentros y separaciones entre los personajes carga a la película de una densidad irrepetible. Se trata de película mediana que sin embargo no oculta su ambición de reflexionar sobre la conducta y las decisiones morales de las personas ante la opresión y el autoritarismo. COLD WAR Zimna wojna. Polonia, 2018. Dirección: Pawel Pawlikowski. Guion: Pawel Pawlikowski, Janusz Glowacki. Edición: Jaroslaw Kaminski. Fotografía: Lukasz Zal. Diseño de vestuario: Ola Staszko. Diseño de producción: Marcel Slawinski. Intérpretes: Joanna Kulig, Tomasz Kot, Agata Kulesza, Borys Szyc, Adam Woronowicz, Adam Ferency, Adam Szyszkowski. Duración: 84 minutos.
“50 Chuseok”, de Tamae Garateguy Por Hugo F. Sanchez La comunidad coreana cumplió medio siglo en la Argentina y si bien en los últimos años empezó a tener una presencia visible más firme, en general fue opacada por inmigraciones más numerosas como la japonesa y la china. Por estas mismas razones el único coreano popular es el actor Chang Sung kim, conocido por sus trabajos en series como Graduados y Los simuladores y es justamente el centro de 50 Chuseok, la nueva película de Tamae Garateguy ( Una película argentina, Upa! 2, Mujer Lobo), que indaga entre otras cuestiones, sobre la identidad. El relato parte de la excusa del aniversario, con Chan como vehículo ideal y nexo entre su comunidad y los argentinos en un documental en progreso sobre la relación y la historia coreana en su capítulo argentino. de 50 Chuseok comienza con un asado, un tono celebratorio de la porteñidad del actor y lso usos y costumbres de la argentinidad. Pero casi de manera imperceptible la película va cambiando hacia el viaje de un solo hombre a sus orígenes, que bien podría ser la de miles de compatriotas que tuvieron que abandonar su país. Luego de 48 años el protagonista vuelve a Corea y el cancherismo del comienzo cae irremediablemente ante el peso de los recuerdos, las emociones contenidas, la historia dolorosa, los lugares de la infancia y la comprensión de la enormidad de tragedias que tuvieron que sortear sus padres para darle un futuro, a él y a sus hermanos. El documental navega entre el humor y la melancolía, con una sensible voluntad por tratar de entender a su protagonista pero también a los que no están, con sus actitudes, sus miedo, sus reglas que a la distancia parecen absurdas pero que les permitieron sobrevivir a mil batallas. Y en eso emparenta a las comunidades de cualquier origen. Esta reseña corresponde a la presentación de 50 Chuseok en la Competencia Argentina del 20º Bafici. 50 CHUSEOK 50 Chuseok. Argentina, 2018. Dirección: Tamae Garateguy. Guion: Diego Peluffo. Interpretes: Chang Sung King, Juan Palomino, Daniel Valenzuela, Mike Amigorena, Tamae Garateguy. Duración: 81 minutos.
“Rojo”, de Benjamín Naishtat Por Hugo F. Sanchez En el principio un plano fijo sobre una casa, un chalet blanco, cuidado, de los suburbios y gente que sale con objetos. Gente diversa, sin nada que los una pero ahí están, cargando cosas de esa casa. Pero para cualquier espectador argentino o de otro lugar pero que esté al tanto de la historia reciente del país, sabe que entre esas personas bien vestidas, agradables vecinos de cualquier lindo barrio de clase media, la conexión es indudable y se entronca con la complicidad o al menos la pasividad que propició la última dictadura en la Argentina. Con apenas tres películas en su carrera se desprende que el interés central de Naishtat (aquí la entrevista al director junto a Darío Grandinetti en el Festival de San Sebastián) es trazar un camino posible sobre el estado actual de las cosas en la Argentina y para eso se interna en la historia e identifica algunos mojones ineludibles, primero haciendo pie en el presente con Historia del miedo (2014), un calustrofóbico relato en donde algunos privilegiados sufren (no gozan) su bienestar en un clima de paranoia que deriva del afuera que se intuye miserable y desesperado. Luego abordó la cuestión seminal de la conformación del estado nacional con El movimiento (2015), el viaje viaje alucinado y cruel de un grupo de “patriotas” por el desierto que bien puede leerse como las bases que conformaron dos siglos de enfrentamientos y de la causa del empantanamiento argentino. Y con Rojo el tema es la complicidad cívico militar de la década del setenta, una cuestión casi ausente en el cine argentino o en el mejor de los casos, presente de manera oblicua. SI la primera locación es una confortable casa, la que sigue es un restaurante de provincia, en donde se presentan los personajes, en principio la figura central, Claudio Morán (extraordinarioDarío Grandinetti),el doctor del pueblo, que espera a su esposa (Andrea Frigerio) para cenar, pero antes tiene una violenta discusión con un hombre más joven (Diego Cremonesi),un enfrentamiento que remite al western y que será el puntapié inicial para el rojo del título que impregna un crimen original -y el silencio antes los crímenes que se sucedían con una pasmosa facilidad-, el rojo apagado del vestuario que visten los protagonistas-cómplices, el rojo amenazante de la guerra sucia contra las orgas rojas y el rojo que tendrá su cenit unos meses más tarde, cuando la dictadura tiña de rojo toda la Argentina. Naishtat habla de los setenta y filma como en esa época, recurre al western pero también al thriller a través de Sinclair (Alfredo Castro), un infalible detective chileno contratado para averiguar el paradero de ese enigmático hombre joven sin nombre que discutió públicamente con el respetado doctor, que Sinclair sabe de inmediato que es el principal sospechoso. Recursos de la puesta de la época, publicidades recreadas para dar cuenta del clima opresivo, la escuela para hacer los primeros palotes en el autoritarismo y cada uno de los chicos intoxicándose del “ser nacional” en las clases y qué duda cabe, completando el círculo en sus hogares. Y la violencia en todos lados, en el despertar sexual, en los muchachitos celosos, jóvenes que viven en el universo reflejado de los adultos, en donde todos saben, muchos sacan ventaja y el resto sobrevive. Benjamín Naishtat es preciso, confía en las imágenes, en el cine claro (ganó como mejor director en el Festival de San Sebastián), para decir lo suyo pero también para interpelar al espectador y a la sociedad en su conjunto, con un relato estremecedor, emocionante y reflexivo, sin duda la película del año para el cine nacional. ROJO Rojo. Argentina/Brasil/Francia/Holanda/Alemania, 2018. Guión y dirección: Benjamín Naishtat. Intérpretes: Dario Grandinetti, Andrea Frigerio, Alfredo Castro, Diego Cremonesi, Laura Grandinetti, Susana Pampin, Claudio Martinez Bel, Mara Bestelli, Alberto Suárez, Rudy Chernicoff y Rafael Federman. Fotografía: Pedro Sotero. Música: Vincent van Warmerdam. Edición: Andres Quaranta. Dirección de arte: Julieta Dolinsky. Sonido: Fernando Ribero y Simón Apostolou. Distribuidora: Primer Plano. Duración: 109 minutos.
“Amor de vinilo”, de Jesse Peretz Por Hugo F. Sanchez La relación entre Annie (Rose Byrne) y Duncan (Chris O’Dowd) es tan cómoda como aburrida, mientras que ella dirige un pequeño museo en un pueblo de Inglaterra, él enseña cine en la misma comunidad. Ambos parecen aceptar que rondando los cuarenta, esa meseta que los contiene va a extenderse para siempre, sin pasión pero tampoco sin sobresaltos. Annie es la más consiente del estancamiento porque Duncan tiene ala cultura pop para dirigir sus pasiones y no pensar en su propia existencia.Lo tiene a Tucker Crowe (Ethan Hawke), que editó un único y maravilloso álbum de canciones tristes y desapareció de la vida pública, así que la leyenda, chiquita, deGhetto, obsesiona al profesor que sigue las pistas sobre su paradero, elabora hipótesis sobre el significado de sus letras y defiende sus posturas frente a otros fanáticos que discuten a través de una página de internet. Creada por él, por supuesto. Lo cierto es que fortuitamente y a través de la web, Tucker Crowe toma contacto con Annie -y sin adelantar casi nada-, por esas vueltas del destino llega cruza el océano, irrumpe e implosiona la vida de estable pareja y da paso a una segunda oportunidad para todos los personajes, gente razonablemente buena pero perdida. Casi de inmediato la conexión obvia de Amor de vinilo es Alta fidelidad (Stephen Frears),primero porque Nick Hornby es el autor de ambos libros (también de Un gran chico, que en el cine protagonizó el gran Hugh Grant) y además, porque ambos transitan la nostalgia musical y ciertas obsesiones propias de la época como elementos probables y hasta necesarios para trazar algunas coordenadas sobre las relaciones y el amor. Así que Annie, Duncan y Tucker, junto a un sólido grupo de personajes, están ahí, como para encarar el resto de sus vidas o dejar las cosas como estaban. Pero los protagonistas son adultos, con varios años vividos, principalmente Tucker, ya maduro y con un pasado mezquino y egocéntrico. La comedia romántica y convenientemente agridulce se nutre de la disparidad de experiencias de los personajes, de ese desfasaje provienen las acciones, omisiones, la comedia y la reflexión sobre la madurez. Rose Byrne, Ethan Hawke y Chris O’Dowd son fantásticos para llevar a buen puerto la puesta de Jesse Peretz -con una larga trayectoria en televisión-, que sigue las reglas del género a rajatabla, con alguna dosis acertada de absurdo y la certeza de que la historia y el elenco harán (bien) el resto. AMOR DE VINILO Juliet, Naked. Estados Unidos, 2018. Dirección: Jesse Peretz. Guión: Tamara Jenkins, Jim Taylor y Evgenia Peretz. Intérpretes: Rose Byrne, Ethan Hawke, Chris O’Dowd, Phil Davis, Azhy Robertson, Alex Clatworthy, Ko Iwagami, Lily Newmark, Denise Gough, Ayoola Smart. Producción: Judd Apatow, Albert Berger, Barry Mendel, Jeffrey Soros, Igor Srubshchik y Ron Yerxa. Distribuidora: Diamond Films. Duración: 97 minutos.
“Todos lo saben”, de Asghar Farhadi Por Hugo F. Sanchez Con un relato que remite a las historias de Agatha Christie en donde los protagonistas bien pueden ser los responsables de un crimen, Todos lo saben obedece a una estructura que es habitual enAsghar Farhadi (El viajante, La separación, ambas ganadoras al Oscar como mejor película extranjera), esto es, un conflicto original y es demenuzamiento por capas que revelas secretos familiares y larvadas diferencias sociales que se hacen explícitas a medida que se profundiza en la tragedia original, la excusa es en este caso el casamiento en un pueblo español al que acuden los miembros de la familia de los novios que tiene una parte de sus parientes en Argentina. La fiesta preparada para la joven pareja es el momento en donde se produce el secuestro de la hija de Laura (Penélope Cruz) y Alejandro (Ricardo Darín), ausente por cuestiones laborales en Buenos Aires. Con el pedido de300 mil euros pedidos como rescate por la chica cobra protagonismo Paco (Javier Bardem), convertido en uno de los principales dueños de los viñedos de la región luego de que se las comprara a un precio discutible a la familia de Laura cuando eran novios. Así que todas las miradas se dirigen a Paco, el único capaz de reunir el dinero para liberar a la joven y esa presión es la que desata viejos resentimientos de la familia que aun se siente estafada, también va desgastando su relación con su esposa Bea (Bárbara Lennie), mientras que Laura debe revelar a Alejandro, ya en en pueblo, un secreto largamente guardado. Todos lo saben es la segunda película de Farhadi rodada fuerza de irán luego de rodar en Francia El pasado, pero la puesta tiene mucho de fórmula y lo que en otras películas era casi un estudio sobre las relaciones familiares, la intromisión del aparato del Estado y las cuestiones insoslayables de diferentes culturas en fricción, aquí el relato transita las reglas del culebrón puro y duro, lo cual no está mal, pero un elenco desaprovechado y u desenlace previsible, le quitan sustancia a la ambición manifiesta de contar las decisiones morales frente al orgullo y el peso de las decisiones del pasado que implosionan el universo de los personajes. TODOS LO SABEN Todos lo saben. España/Francia/Italia, 2018. Dirección y Guión: Asghar Farhadi. Intérpretes: Javier Bardem, Penélope Cruz, Ricardo Darín, Eduard Fernández, Bárbara Lennie, Inma Cuesta, Sara Sálamo, Elvira Mínguez, Carla Campra, Roger Casamajor. Producción: Álvaro Longoria y Alexandre Mallet-Guy. Distribuidora: Energía Entusiasta. Duración: 132 minutos.
“La casa junto al mar”, de Robert Guédiguian Por Hugo F. Sanchez Un pequeño pueblo costero en la costa francesa es el escenario cuasi teatral donde se desarrolla el relato, con base en el reencuentro de Angèle, Joseph y Armand (Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin, Gérard Meylan), tres hermanos que en la madurez deben convivir en la casa de su infancia y adolescencia, el lugar que su padre ahora gravemente enfermo nunca abandonó, al igual que Armand, que resignó su propia historia para cuidar al anciano y sobrevivir atendiendo un pequeño restaurante que se debate entre mantener los precios populares para los pescadores o reconvertirse en un bistró para los turistas en el verano. La llegada de Angèle, una actriz exitosa que nunca quiso volver la vista atrás, es el principal elemento de fricción entre los hermanos y los viejos conflictos se disparan de inmediato, aunque hay uno fundamental y doloroso que incluye al viejo patriarca. Y está Joseph, en pareja con una joven, un veterano militante de izquierda que no puede ocultar la amargura por el rumbo que tomó la sociedad y su propia vida. Como es habitual Robert Guédiguian (Marius y Jeannette, A todo corazón, Las nieves del Kilimanjaro) vuelve a trabajar con los mismos actores que nutrieron casi toda su obra – su esposa Ariane Ascaride formó parte del elenco de 18 títulos sobre 20- y esa familiaridad es el principal elemento de la puesta, en donde más allá de los conflictos personales y una segunda mitad del film que aborda la cuestión de la inmigración, el tema del paso del tiempo y de balance en la madurez es el eje troncal de La casa junto al mar. Incluso esa vieja troupe de artistas que fue construyendo Guédiguian con los años, tiene el privilegio de haber sido documetada por el cine de Guédiguian y así, el director marsellés incluye una bella escena de los protagonistas cuando eran jóvenes, imágenes que provienen de Ki lo sa? que son funcionales y le aportan un cuerpo nostálgico y trascendente al relato. La casa junto al mar podría tratarse de un raconto amargo de las ilusiones y el derrotero ideológico de estos hermanos enfrentado el hecho de que las luchas del pasado, definitívamente no cambiaron el mundo. Sin embargo aun cuando el romance que se va extinguiendo en ese pueblo de ensueño entre Joseph y Bérangère (Anaïs Demoustier) y la relación que establece Angèle con un joven pescador que la admira con pasión, son los lazos con el presente que necesitan los protagonistas para empatar con el presente e involucrarse con los desarrapados que llegan a esas costas, un hilo que los conecta con las luchas del pasado para resignificarlas. LA CASA JUNTO AL MAR La Villa, Francia, 2017. Dirección: Robert Guédiguian. Intérpretes: Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin, Gérard Meylan, Jacques Boudet, Anaïs Demoustier y Robinson Stévenin. Guion: Robert Guédiguian y Serge Valletti. Fotografía: Pierre Milon. Edición: Bernard Sasia. Distribuidora: Mont Blanc Cinema. Duración: 107 minutos.
“La Quietud”, de Pablo Trapero Por Hugo F. Sanchez La Quietud es una majestuosa estancia en la provincia de Buenos Aires en donde vive Esmeralda (Graciela Borges), es ella y los demás, es ella la que ejerce una especie de matriarcado ahora que su marido Augusto (Isidoro Tolcachir) es un anciano en decadencia y su hija Mía(Martina Gusman) aun no encuentra su lugar en el mundo, mientras adora a la distancia aEugenia (Bérénice Bejo), su otra hija que vive hace años en Paris. Esmeralda parece no necesitar salir de La Quietud para manejar lo que necesita ser manejado, guardar los secretos que no deben revelarse pero sobre todo con la familia, utilizarlos para herir, manipular y controlar ese pequeño universo endogámico y oscuro. El patriarca que ya no es tal es reclamado por la Justicia en relación a unas propiedades y allí sufre un ACV que lo deja postrado, lo que determina la vuelta de Eugenia al hogar, en donde se encontrará con el pasado intacto como lo dejó hace años: una madre siniestra, su hermana cuya vida parece estar centrada en el odio hacia su madre y la devoción por su padre y por supuesto, los secretos encerrados y conservados en perfecto estado entre las paredes de estancia, trágicamente hermosa ahí, en el medio del bucólico campo. Melodrama clásico con una Graciela Borges insuperable como una malvada de antaño que no se ve como tal yuna pequeña galería de personajes rotos por una tragedia inicial en los tiempos de la dictadura militar, quese proyecta de manera fantasmagórica y por qué no, fantástica, hasta el presente y La Quietud es otra incursión de Pablo Trapero en un mundo familiar luego de Familia rodante y El clan -Esmeralda bien podría compartir un registro similar al temible Arquímedes Puccio-. La llegada de Eugenia y luego de su marido Vincent (Edgar Ramírez), más la presencia constante de Esteban (Joaquin Furriel), un abogado y amigo de la familia, va desenredando y en paralelo, volviendo a enmarañar la trama de esa familia, en donde, el dinero, la infidelidad y la violencia familiar son la consecuencia de años de silencio y complicidades cruzadas. Con escenas de una fuerte carga sexual, planos secuencia que acentúan la atmósfera asfixiante, La Quietud es audaz por abordar un universo para la mayoría desconocido, sin embargo la ambición de la puesta en tanto se exige abordar demasiados temas, le resta cohesión al relato. Lo cierto es que Trapero es uno de los realizadores argentinos más importantes de los últimos años y como tal, es valioso el intento de desmarcarse de lo seguro e intentar otros caminos, aún cuando el resultado no tenga la contundencia de otras de sus películas. LA QUIETUD La Quietud. Argentina, 2018. Guión y dirección: Pablo Trapero. Intérpretes: Martina Gusman, Bérénice Bejo, Graciela Borges, Edgar Ramírez y Joaquín Furriel. Fotografía: Diego Dussuel. Música: Papamusic. Edición: Alejandro Brodersohn y Pablo Trapero. Dirección de arte: Cristina Nigro. Sonido: Federico Esquerro. Distribuidora: UIP (Sony). Duración: 117 minutos.
“El Justiciero 2”, de Antoine Fuqua Por Hugo F. Sanchez Robert McCall (Denzel Washington) carga la pena de una pérdida y por alguna razón, para soportar ese dolor debe atravesar varias redenciones que en su lógica, solo fue posible ayudando personas al azar y sin ningún nexo, la mayoría de las veces expuestas a los diferentes grados de maldad del mundo. Estas líneas básicas sobre el personaje ya se trazaban en El Justiciero (2014), que se convirtió en un éxito y que claro, dio paso a esta segunda parte y probablemente a una saga. En la primera parte veíamos a McCall haciendo lo suyo y todo el relato era bastante oscuro, solemne y críptico en relación al pasado del protagonista. Por supuesto que estaban los elementos distintivos que sentaron las bases del personaje, en primer lugar la capacidad de ver los segundos del futuro inmediato, que comienzan a correr a partir del cronómetro que pone en funcionamiento él mismo antes de enfrentarse a los eventuales villanos que se cruzan en su camino. Antoine Fuqua (Los siete magníficos, Día de entrenamiento, Tirador, entre otras) ahora completa el perfil de McCall, lo ubica en Boston, una ciudad en donde convive la riqueza y la marginalidad, un territorio rico en contrastes de desigualdad que le aseguran a la figura del justiciero -tan estadounidense como el cereal por la mañana- material para justificar su existencia. Pero Fuqua se libera de la solemnidad de la primera parte e introduce la cotidianidad del protagonista, emplea con seriedad recursos del humor -el gadget del reloj ya es una tip reconocible y festejado y que el ex CIA sea un chofer de Uber, es otro guiño a la sociedad contemporánea- y sobre todo encamina el relato sobre la senda del western. Así que lo tenemos a McCall, ben vecino, que no duda en llevar su código de justicia hasta Estambul persiguiendo a un mal padre, tampoco intervenir en favor de una chica abusada y preocuparse por un muchacho del barrio que va por mal camino. Pero el pasado siempre vuelve y la venganza será bien personal, con un duelo en un pueblo abandonado, en donde el imperturbable protagonista va eliminando uno a uno a sus adversarios, ex compañeros de aventuras en “la agencia”. Más libre que la primera parte, con una puesta precisa y visualmente atractiva, El Justiciero 2 es un buen ejemplo de cine de acción en la actualidad. JUSTICIERO 2 The Equalizer 2. Estados Unidos, 2018. Dirección: Antoine Fuqua. Guión: Richard Wenk. Intérpretes: Denzel Washington, Pedro Pascal, Ashton Sanders, Orson Bean, Bill Pullman, Melissa Leo, Jonathan Scarfe, Sakina Jaffrey, Kazy Tauginas, Garrett Golden. Producción: Antoine Fuqua, Denzel Washington, Todd Black, Jason Blumenthal, Tony Eldridge, Mace Neufeld, Alex Siskin, Michael Sloan y Steve Tisch. Distribuidora: UIP. Duración: 121 minutos.
“Mi obra maestra”, de Andrés Duprat Por Hugo F. Sanchez Renzo (LuisBrandoni) es un artista plástico que conoció mejores épocas, está quebrado, perdió el tren y sus cuadros no se venden, un poco porque quedó al margen de las nuevas corrientes estéticas pero también porque es un cabrón importante. Aparentemente solo tiene un nexo con el mundo, su amigo Arturo (Francella), un galerista que trata de seguir vendiendo su obra a pesar de los desplantes, la intransigencia y el carácter explosivo del artista. Así que Mi obra maestra cuenta el mundillo del arte, las modas, la crítica, los negocios y el esnobismo -temas tratados en el cine en varias películas, desdeF de falso de Orson Welles hasta la reciente The Square de Ruben Östlund), por lo que siempre es interesante asomarse a universos que no están al alcance de todos. La primera película en solitario de Gastón Duprat (después de haber dirigido junto a Mariano Cohn El artista; El hombre de al lado; El ciudadano ilustre; y Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo), con guión de su hermano Andrés, actual director del Museo Nacional de Bellas Artes, habla del mundo del arte pero su tema principal es la amistad, pero no, en realidad es un retrato de lo que muchos entienden como la argentinidad, aunque para ser preciso Mi obra maestra vendría a ser una película sobre la amistad de dos argentinos mayores, de clase media, chantas y por lo tanto dignos representantes del ser nacional, un concepto conservador muy en boga hasta hace unos años pero aún vigente que podría sintetizarte en algo así como “somos esto”, es decir: ventajeros por necesidad, vivillos pero simpáticos, singulares pero con defectos de origen, una serie de características que nos condenan a esto que somos y a lo que construimos colectivamente, que es poco y que bien merecido lo tenemos. Dejando en claro por dónde transita Mi obra maestra, lo cierto es que funciona, el tono de comedia canchera-costumbrista es efectiva, Brandoni y Francella juegan de taquito, se divierten y seguramente logren la complicidad de los espectadores. Y claro, junto al humor costumbrista de antaño, Mi obra maestra significa el regreso triunfal de esa ecuación argentina que nunca, pero nunca, va a arrojar un resultado positivo. MI OBRA MAESTRA Mi obra maestra. Argentina/España, 2018. Dirección: Gastón Duprat. Guión: Andrés Duprat. Intérpretes: Guillermo Francella, Luis Brandoni, Raúl Arévalo, Andrea Frigerio, Mónica Duprat. Producción: Mariano Cohn, Jaume Roures y Fernando Sokolowicz. Distribuidora: Buena Vista. Duración: 110 minutos.
“Desobediencia”, de Sebastián Lelio Por Hugo F. Sanchez Un anciano rabino da un vibrante discurso en una sinagoga y colapsa en medio de la ceremonia. Su muerte determina que su hija Ronit (Rachel Weisz), radicada desde hace años en Nueva York, regrese a la comunidad jasídica londinense en donde se crió para despedir a su padre. Allí se encontrará con todos las costumbres propias de el judaismo ortodoxo de donde huyo cuando era mucho más joven pero sobre todo, volverá a ver a Esti (Rachel McAdams), que fue y sigue siendo un amor imposible. Al encuentro postergado por años se le agrega la sorpresa de enterarse de que Esti ahora es una mujer religiosa, que niega su inclinación sexual y que se casó con Dovi (Alessandro Nivola), que está a punto de asumir como el rabino mayor. El chileno Sebastián Leilo (que con Una mujer fantástica ganó el Oscar al mejor film extranjero) hace su primera experiencia en un film en inglés a partir de la novela Disobedience de la escritora inglesa Naomi Alderman con una puesta sobria, que más allá de centrarse en el amor prohibido, indaga el universo cerrado de una grupo de personas que eligen cada día vivir bajo los preceptos religiosos, sin embargo, el principal mérito de Desobediencia es poner en primer plano cuestiones como la libertad de elegir y la valentíade optar por un camino propio. El extraordinario trabajo de Weiz, McAdams y Nivola y la sensibilidad de Leilo en la dirección va desarrollando la historia gradualmente para tomar todos los puntos de vista, aunque la sobriedad del principio luego va cediendo ante cierta audacia calculada -la escena de sexo entre ambas mujeres es un ejemplo- y el melodrama. Aún así, Desobediencia es una buena película, sobre todo por su capacidad de mostrar un mundo tan complejo como hermético DESOBEDIENCIA Disobedience. Reino Unido/Estados Unidos/Irlanda, 2017. Dirección: Sebastián Lelio. Intérpretes:Rachel Weisz, Rachel McAdams, Alessandro Nivola y Anton Lesser. Guión: Sebastián Lelio y Rebecca Lenkiewicz, basado en la novela de Naomi Alderman. Fotografía: Danny Cohen. Edición: Nathan Nugent. Música: Matthew Herbert. Distribuidora: UIP (Sony). Duración: 114 minutos.