Documentar la leyenda Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com Nicolás Herzog se anima en “Vuelo nocturno: las princesitas argentinas de Saint-Exupéry” a una tarea difícil: abordar un tema que tiene numerosas subhistorias sin caer en la digresión en tanto que falla narrativa. No es raro ver documentales en los que por abrir puertas a fenómenos conexos al tema original a los autores se les “escapa la tortuga” y el espectador se pierde en el “todo tiene que ver con todo” (frase atribuida a Pancho Ibáñez). Otro caso (no haremos nombres aquí, seamos caballeros) es cuando el trabajo sobre el terreno muestra cosas novedosas que reducen al disparador de la investigación a una cuestión anecdótica, y eso no es plenamente asumido desde la realización. El oasis La anécdota de origen es interesante de por sí: una figura célebre en todo el mundo, Antoine de Saint-Exupéry, en los años previos (y formativos) antes de convertirse en tal, tiene un encuentro crucial. Como piloto y responsable de la Aeroposta Argentina, “Saint-Ex” (como lo apodan en Francia) debió hacer una parada de emergencia en un campo de Concordia, Entre Ríos. Allí conoció a las hijas de la familia Fuchs (de origen francés), quienes lo introdujeron en la por entonces residencia familiar, el castillo San Carlos. Allí, el aviador literato encontró un remanso, al que volvería un par de veces. Ahí es donde empiezan a abrirse las diferentes subtramas. En primer lugar, porque el episodio inspiró el capítulo “Oasis” de su libro “Tierra de hombres”, que a su vez originó un proyecto cinematográfico de Jean Renoir (parte del cementerio de películas truncas que igual fueron inspiracionales, al lado de la “Dune” de Alejandro Jodorowski), del que quedó una serie de audios, en cuyas notas el escritor recapitula la experiencia para el cineasta, reimaginándola (¿o introduciendo elementos que no puso en su primera versión?). Después vino la teoría de que esas vivencias litoraleñas fueron la base de “El Principito”, la obra cumbre de Saint-Exupéry: el zorrito de las “princesitas argentinas”, sus respuestas pícaras (especialmente de Edda): eso motivó el interés de medios franceses en investigar la historia, como así también la profundización de la mistificación de las ruinas del castillo y de la propia Concordia en torno al tema, para el turismo y para sí mismos. “Tenemos nuestro propio castillo de Drácula”, “somos la familia argentina de Saint-Exupéry”, afirman con entusiasmo unos “panzaverdes” que orlan con la efigie rubiecita del Petit Prince escuelas, comparsas y representaciones populares. Multiplicidad La pátina de mito es quizás el escudo protector de Herzog: “El mito encierra todas sus versiones”, diría Claude Lévi-Strauss. Entonces puede presentar la versión narrada por los lugareños o por los últimos Fuchs (parte de ese mismo ambiente) sobre que las chicas lo encontraron en el campo, o la versión de “Tierra de hombres”, en la que se las cruza por primera vez en el pórtico del castillo. Desde el punto de vista visual, cruza respectivamente el registro documental en alta definición, con gran toma de sonido directo (uno puede sentir la respiración del lugar), apoyado en un rodaje Súper 8 donde “recrea” a las chicas, contraponiéndolas con la primera ficcionalización de las mismas (“Oasis”, del concordiense Danilo Lavigne). De fondo, hay una buena base de archivo, especialmente los audios a Renoir y una entrevista de la televisión francesa a Edda y Suzanne Fuchs, ya mayores y “solteronas”. Todos son Antoine, Edda y Suzanne: los tomados “del natural”, los actuados, los narrados por otros. Todos tienen su propio estatuto de “verdad”. Extrañamiento Pero la digresión está presente: la narración se quiebra para trasladarnos a Lyon, Francia, para conocer el castillo de Saint-Maurice-de-Rémens, donde nació Saint-Ex en cuna de oro. El espectador puede sentir por un rato una cierta desazón (¿habrá Herzog extraviado el rumbo narrativo?) que se supera cuando llegamos por un lado a los sobrinos del protagonista y por el otro a una serie de revelaciones emotivas que echarán luz sobre aquel encuentro crucial: punto para el documentalista. El bucle se cierra sobre el final, en el mismo tono, como para que el espectador se construya su propias ideas al respecto. ¿Fue una parada más en el camino del aviador trotamundos, o una instancia decisiva? ¿Se enamoró (al menos platónicamente) Antoine? y, en tal caso, ¿de quién? ¿De la introvertida Suzanne, con la chispeante Edda como confidente, o de la propia Edda, que insinuó una idealización del autor? Preguntas abiertas, elementos para nuevos ejercicios narrativos. *** BUENA “Vuelo nocturno: las princesitas argentinas de Saint-Exupéry” Ídem (Argentina, 2016). Guión, dirección y producción: Nicolás Herzog. Fotografía: Gastón Delecluze y Leonel Pazos Scioli. Música: Ezequiel Luka y Gerardo Morel. Edición: Sebastián Miranda y Nicolás Herzog. Diseño de producción: Diego Moiso. Intérpretes y entrevistados: Edda Fuchs, Nora Fuchs, Agustina Schenberger, Mora Solana Sorokin, Jorge Fuchs, Frédéric D’Agay, Silvina Molina, Marcelo Cortiana, Clara Rivero. Duración: 70 minutos. Apta para todo público. Se exhibe en Cine América.
“DUNKERQUE” Una épica de la retirada Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com En la “Anábasis”, Jenofonte construyó la primera épica surgida de una derrota: cuando la muerte de Ciro el joven en la Batalla de Cunaxa contra su hermano Artajerjes II dejó sin sentido la participación de 10.000 griegos en la guerra dinástica persa, el propio Jenofonte debió guiar la retirada de esos hombres hasta su patria. Lejos de las batallas de las Termópilas o de Maratón, por primera vez una retirada se convertía en un hecho digno de ser recordado por las generaciones futuras. Hacia allí, se encaminó Christopher Nolan a la hora de narrar la retirada de los británicos de Dunkerque. En una de las vueltas de la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas franco británicas quedaron acorraladas en la playa de la ciudad costera, Winston Churchill empezó a temer con la invasión alemana en las islas. En ese momento, se empezó a planificar la evacuación de los hombres allí atrapados, con expectativas muy bajas: no pensaban sacar más de 30.000 ó 40.000 efectivos de los alrededor de 400.000 que se hacinaban en la playa y parte de la ciudad. Así comenzó un operativo en el cual civiles de las costas del Reino Unido pusieron sus propios barcos al servicio del rescate de los soldados que su patria había mandado. Pero Nolan no nos cuenta esto tan linealmente: el creador de “Memento” y de “El origen” nunca podría hacer un relato tan simplificado. El director se da el gusto de hacer una de esas películas bélicas grandes y corales, pero articulándola en torno a tres ejes narrativos cada uno con una duración temporal distinta que es aclarado al comienzo de cada una. En primer lugar tenemos “El muelle” (“The Mole”, que tiene un doble sentido a descubrir con el correr del metraje) con la aclaración “una semana”: el protagonista de esa línea narrativa es un soldado que como tantos otros trata de subirse a cualquier cosa que flote para alejarse de la costa francesa. El segundo eje argumental es “El mar” (“un día”) y está protagonizado por el dueño de un barco, su hijo y un amigo de éste, que van a sumarse a la operación de rescate: en vez de darle su barco a la Marina, deciden ellos mismos (como otros, se verá) tomar el timón y enfilar hacia el otro lado del Canal de la Mancha. La tercera línea del relato, “El aire” (“una hora”), está centrada en tres pilotos de cazas Spitfire Mk-I, responsables de limpiar el espacio aéreo de bombarderos Heinkel He-111 y de los míticos Junkers Ju-87 Stuka (Sturzkampfflugzeug, “bombardero en picado”), que acosan a tropas y embarcaciones, defendidos en el aire por los Messerschmitt Me-109 (todos vehículos célebres para aeromodelistas y fanáticos de la aviación). Lo que estructura esas temporalidades superpuestas es el cruce de miradas (sucesos que se ven desde la óptica de los pilotos con el rabillo del ojo, y antes o después se muestra su dramatismo en el agua, por ejemplo) y la inserción de personajes entre los ejes (el soldado enloquecido y el piloto rescatados por el barco Moonshine). Escalas La Segunda Guerra Mundial sigue sin duda ofreciendo más historias para contar, revalidando subtítulos de madre de todas las guerras. Parte de ese conflicto fueron historias tan disímiles como “El código Enigma”, “Corazones de hierro”, “La tumba de las luciérnagas” (legendaria obra de Isao Takahata), “La caída” o “La vida es bella”. Pero hacía falta quizás que alguien reparara en un episodio tan particular como fue el de Dunkerque, que como ya dijimos se libró tanto en tierra como en mar y aire: quizás ése fue uno de los atractivos para el realizador, que se luce rodando en cada escenario. Recurrió a la materialidad de barcos y aviones reales, junto con maquetas aéreas a control remoto (sin despreciar el matte painting y otros retoques) para lograr escenas de una fuerza especial. Sus escenas de playa no tienen el plano secuencia indetenible de “Expiación, deseo y pecado”, ni la despampanante balacera del desembarco en “Rescatando al soldado Ryan”, pero logran combinar la escala humana con el gran marco. Porque ésa es buena parte del mensaje: el gran hecho histórico está hecho de muchas historias individuales, que van del coraje y el esfuerzo extra al simple intento de seguir vivo un ratito más. Y la banalidad de ese objetivo: uno se salva porque la última bomba cayó un poco más allá, o se muere porque cayó de cabeza. Las tomas acuáticas (los barcos que se hunden, los que nadan entre combustible en llamas) son muy logradas, y la batalla aérea es de lo mejor que se ha hecho en bastante tiempo al respecto. Todo se unifica de la mano de la gran fotografía de Hoyte Van Hoytema, que se luce en el negativo de 70 mm (esos atardeceres, esas escenas nocturnas...). También en el logro del diseño de producción de Nathan Crowley, que debe liderar a la dirección de arte (Kevin Ishioka, Eggert Ketilsson), la decoración de los sets (Emmanuel Delis, Gary Fettis) y el diseño de vestuario (Jeffrey Kurland), entre varios rubros estéticos decisivos para el verosímil. Relato coral Nolan funde actores noveles y figuras de prosapia en medio de la marea humana, con lo que celebridades con pasta protagónica tienen poco metraje, en una línea que recuerda un poco a “La delgada línea roja” de Terrence Malick, pero sin los monólogos interiores (la psicología es fenoménica, se lee desde lo que se manifiesta exteriormente). Así, Fionn Whitehead es Tommy, el soldadito que quiere vivir (que abre la cinta con su llegada al perímetro defendido por los franceses dentro de la ciudad), que comparte buena parte de su andadura con un tal “Gibson”, composición muda de Aneurin Barnard, y algo con Harry Styles (uno de los One Direction, como el soldado Alex). El celebrado Mark Rylance (el mismo de “Puente de espías” y “Mi amigo gigante”) pone su mesura y su mirada profunda bajo la piel del señor Dawson, que decide ir por sí mismo a salvar a los muchachos propios, junto con su hijo Peter (Tom Glynn-Carney); Barry Keoghan completa ese equipo como George, el muchacho del puerto que quería salir un día en el periódico del pueblo. Tom Hardy (en alza desde “Mad Max” y “El renacido”) encarna a Farrier, líder aéreo tras la caída del comandante original, en el desafío de actuar sentado y con máscara durante casi toda su participación; Jack Lowden hace lo propio como Collins, la otra pata de la defensa volante. Y hay más nombres destacables: el siempre polifacético Cillian Murphy (dueño de un rostro peculiar y enigmático, sin perder pinta por eso) encarna al soldado traumatizado por el hundimiento del barco a manos de un submarino. Kenneth Branagh le pone su firmeza y su flema del Old Vic al comandante Bolton, el mismo que trae esperanza (aumentando la cifra de rescatados y demostrando que se puede no abandonar a los aliados), acompañado por James D’Arcy como el coronel Winnant, jefe terrestre de la evacuación. Porque ése es el mensaje final: el de la esperanza. Porque soldado que se salva sirve para otra batalla, y zafar de la catástrofe puede ser a veces una especie de empate: la posibilidad de saber que se puede defender el propio suelo (especialmente para los hijos del imperio que había reinado por los siete mares). Después la historia tuvo otro andar, y puso a Dunkerque en su lugar (“¡Dunkerque!” fue grito de guerra en el desembarco de Normandía). Por eso, también es interesante el logro de Nolan: mostrar la gran historia desde el nivel de flotación, y aun así sentirse parte de la misma. ***** Excelente “Dunkerque” “Dunkirk” (Gran Bretaña-Estados Unidos-Francia-Holanda, 2017). Guión y dirección: Christopher Nolan. Fotografía: Hoyte van Hoytema. Música: Hans Zimmer. Edición: Lee Smith. Diseño de producción: Nathan Crowley. Elenco: Fionn Whitehead, Tom Glynn-Carney, Jack Lowden, Harry Styles, Aneurin Barnard, James D’Arcy, Barry Keoghan, Kenneth Branagh, Cillian Murphy, Mark Rylance, Tom Hardy. Duración: 106 minutos. Apta para mayores de 16 años. Se exhibe en Cinemark.
Sofía y los otros Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com La idea de homecoming (regreso a casa) ha sido disparador de diversas narrativas. Para el cine estadounidense, el abandono de la vida ordinaria en la gran ciudad para volver al pueblo natal y confrontar con el pasado, con los sueños perdidos y las expectativas familiares es un tópico corriente: el acceso a la universidad implica habitualmente un desplazamiento mayúsculo. Sin esfuerzo podríamos evocar a la cinta de culto “Tiempo de volver”, de y con Zach Braff; a “El juez”, el duelo actoral de Robert Downey Jr. y Robert Duvall; y a “Todo sucede en Elizabethtown”, la obra de Cameron Crowe protagonizada por Kirsten Dunst y Orlando Bloom, que tiene un regreso a casa antes del periplo turístico-espiritual del protagonista. En la televisión, el emblema fue “Ed”, el abogado interpretado por Tom Cavanagh que, tras la pérdida de su trabajo neoyorquino y su esposa, volvía a su pueblo a buscar a su amor imposible de secundaria. En la Argentina, a esos contrastes (pasado/presente, infancia/adultez, sueños/desilusiones, amor juvenil/mitificación de aquél) se le suma otra tensión inherente a los relatos nacionales: la que existe entre Buenos Aires y “el interior”; para nosotros, el resto del país es el pueblo al que volver, aunque quede ahí nomás, a pocos kilómetros del Camino de Cintura (especie de General Paz ampliada del Conurbano). Quizás el último hit del homecoming nacional sea “El ciudadano ilustre”, de Gastón Duprat y Mariano Cohn, pero una gran definición vino en 2003 (año en que se presentó en el Bafici, tres años antes de su estreno comercial), de la mano de Celina Murga y “Ana y los otros”. Allí, la paranaense mostró la vuelta a la capital entrerriana de Ana, su reencuentro con su entorno pasado, con una geografía familiar pero transformada, y su búsqueda de un antiguo novio. Explotó el potencial visual de Paraná y el interior de Entre Ríos, en contraste con una protagonista (Camila Toker, actriz de culto del cine independiente gracias a esta cinta y a “¡Upa! Una película argentina”), de quien la cámara parecía enamorarse y hacer enamorar al espectador. El eje quizás no estaba tan puesto en la intensidad narrativa cómo en ese vínculo entre lugares y sensaciones. En casa Por eso caminos transitó Baltazar Tokman en “Casa Coraggio”, que se presentó en el Bafici 2017, se estrenó en muy pocas salas del circuito de “cine arte” y alcanza ahora la circulación nacional a través de las plataformas de Fox Premium y Cablevisión Flow, donde también se puede ver “El incendio”, de Juan Schnitman, heredera conceptual de “El amor (primera parte)”. Tokman va un paso más allá a través de la historia de Sofía Urosevich, su padre Alejandro y su abuela Nilda Coraggio, miembros de una familia propietaria de una funeraria histórica en Los Toldos (emblema del origen humilde en tanto que patria chica de María Eva Duarte). Un texto preliminar avisa al espectador que el director decidió sumar a la protagonista (que es actriz) y a sus familiares y allegados toldenses (que no lo son) junto a otros actores (que sí) para construir algo nuevo, a medio camino entre la “vida real” de Sofía y un constructo de ficción, todo con límites difuminados. Sofía (la real y la ficticia) es una actriz a principios de sus 30, con un hijo que tuvo a los 16 (en otro contexto que la cinta no aborda). Las fiestas de fin de año la llevan a Los Toldos, donde vive su familia: su madre separada, sola, y el clan familiar de los Coraggio-Urosevich: la abuela Nilda y su padre Alejandro, con nueva esposa e hijos menores. El tiempo del estío se impone como un remanso en la vida de Sofía, que comienza a conectarse con el pueblo: recorre sus calles, se reencuentra con familiares y amigos y revisita su pasado en varias formas: desde evocar su cumpleaños de 15 (“real”) ante la inminencia del festejo de la mayor de sus medios hermanos, hasta remontarse a tiempos cuasi míticos, con los tatarabuelos fundadores de la funeraria. En el medio se introduce sin crisis una próxima operación cardíaca de Alejandro y el comienzo de un affaire con “el nuevo” de la empresa, cuyos empleados históricos viven con naturalidad su carácter de integrantes del clan ampliado, aunque como dice la abuela, alguno de la familia tiene que estar al frente del negocio. Así, casi por sedimentación, comienza a afianzarse en Sofía la idea de volver más definitivamente y hacerse cargo de la Casa Coraggio. Al natural No estamos spoileando al lector, porque acá tampoco la cosa pasa mucho por un arco argumental definido, sino más por emociones y sensaciones, cosas que se transmiten en conversaciones banales. Decisión narrativa que puede caer en la intrascendencia o el aburrimiento, pero que Tokman sortea con éxito: aprovecha el sustrato de lo real para darle espesor a los personajes, logrando que los actores se amolden a los no-actores en un registro naturalista. La sensación es rara: la cámara está allí, sabemos que son situaciones generadas, pero cuando Nilda arranca a contar anécdotas nos olvidamos. Lo mismo pasa con la puesta visual. El director aprovecha una fotografía limpia, luminosa, para absorber todo el verde de las calles y los patios, todo el cielo azul de una urbanización chata, la paleta rosado-violácea de un atardecer en la ruta; de la mano de un sonido directo que busca capturar el ambiente: los grillos, el viento, el silencio de la siesta o la sala velatoria. Lo interesante es la alternancia de recursos entre la cámara en mano, la cámara fija en planos largos, el drone que sobrevuela el cementerio y el hallazgo de la cámara sobre un ataúd, por delante del Cristo, con la madera pulida como espejo. Y lo que refleja es principalmente el rostro de Sofía: como Murga, Tokman también se enamora de su estrella. Le dedica primeros planos, la muestra bañándose en la pileta o el río, dueña de una belleza tan cotidiana pero contundente: está allí, en la firmeza del puente de la nariz con su piercing sutil, en su tatuaje spinetteano de “mañana es mejor”. Sutil es también el tratamiento de la muerte: está allí como oficio, como estadística, como canción mapuche; es un par de pies descalzos, inertes, que se pasan de la camilla al cajón. A pesar del título, no es un documental sobre funerarias, sino un retrato de la convivencia con el oficio, y con los fantasmas: “Ésta va a ser tu casa”, le dice Lucas (el galán/empleado) a Sofía, en el panteón familiar. La música de Alejo Vintrob viene a romper el naturalismo, aportando una atmósfera mística, espiritual: quizás para recordarnos que, al final, estábamos viendo una película. BUENA * * * “Casa Coraggio” Ídem (Argentina, 2017). Dirección: Baltazar Tokman. Guión: Baltazar Tokman y Valeria Groisman. Fotografía: Connie Martin. Música: Alejo Vintrob. Edición: Eliane D. Katz. Dirección de arte: Paula Repetto. Elenco: Sofía Urosevich, Alejandro Urosevich, Cristian Vega, Miel Bargman, Marcela Bea, Nilda Coraggio, Carla Goycochea, María Luz Avilés, Ciro Herce, Boris Urosevich. Duración: 88 minutos. Apta para todo público con reservas. En streaming por Cablevisión Flow y Fox Premium.
Detrás de la cáscara La nueva película de “Ghost in the Shell” (subtitulada en la Argentina como “La vigilante del futuro”) es parte de una circularidad. En la década del '80, varios autores de manga (cómic japonés) se vieron influenciados por el clima oscuro y opresivo de “Blade Runner”, la cinta en la que Ridley Scott plasmó por primera vez el universo distópico de Philip K. Dick. Algo de esto se puede ver en el mundo lluvioso y los patrulleros volantes de “Silent Möbius” (de Kia Asamiya), en la serie “Bubblegum Crisis” (la protagonista, que enfrenta robots desbocados, se llama Priss, como el personaje de Daryl Hannah, y su banda de rock es The Replicants), y hasta en el Neo Tokyo de “Akira”, de Katsuhiro Otomo. Por allí también andaba Masamune Shirow, que abrevó en esas aguas scott-dickianas, como así también en el mundo cyberpunk de William Gibson (autor de la novela “Neuromante”) para cranear “Ghost in the Shell/Kokaku Kidotai”. Ahora Rupert Sanders y los guionistas Jamie Moss y Ehren Kruger pegan la vuelta y crean de la mano del diseño de producción de Jan Roelfs una Tokio futurista recargada de publicidades holográficas, a medio camino de la Los Ángeles de Blade Runner y la estética publicitaria de las ciudades de Paul Verhoeven (la Chicago de “Robocop”, por ejemplo) más “soleada”. Porque esta versión “anglosajona” de “Ghost in the Shell” tiene una apuesta a la estética muy fuerte, que por ahí se desdobla de la argumental. En el medio, hay una presencia no acreditada pero ineludible: la película animada realizada por Mamoru Oshii en 1995, con la descomunal música de Kenji Kawaii (quizás debería ser reconocido a la altura de John Williams o Ennio Morricone). Con una estética dark, un argumento denso y diálogos escuetos, es de una gran belleza visual (la escena del montaje del cuerpo de Kusanagi, con música, sigue siendo fascinante. Moss y Kruger llevan la historia para otro lado, con la inspiración dickiana en la temática de las falsas memorias; pero su apuesta es más terrenal, con villanos (verdaderos y falsos) concretos, y una especie de happy ending. Pasemos a la historia, justamente. Mascaradas En el comienzo vemos a una chica siendo llevada a un quirófano, alguien dice que su cuerpo no se salvará, y que implantarán su cerebro en un cuerpo cibernético, siendo destinada a la Sección 9 (delitos tecnológicos) de la policía. Es un mundo en el que la mayoría tiene implantes de “mejora” cibernética, lo cual deriva también en formas novedosas de cometer delitos. La ahora mayor Mira Killian es la primera de su clase, y eso no hace que deje de sentirse sola. Tiene un pasado borroso, con sus padres muertos en el hundimiento de un barco por terroristas (donde ella casi fallece) pero también unos sospechosos fallos, imágenes que se le manifiestan inesperadamente. La Sección 9 se ve involucrada de golpe en una serie de crímenes contra científicos de la empresa Hanka Electronics (la que desarrolló el cuerpo de la Mayor). El responsable, un tal Kuze, controla y reprograma robots y cyborgs para cometer esos delitos. Con el correr de la investigación, la Mayor descubrirá que atrás de las motivaciones de Kuze se juega su propio origen, que Hanka (y su dueño, Cutter) no es lo que parece y que no todo es como le contaron. Ahí hay una particularidad de esta película: el abordaje del pasado de la Mayor (que de todos modos se cuenta rapidito), dimensión que no estaba en los productos nipones; y de paso sirve para explicar por qué Motoko Kusanagi se convirtió en la caucásica Mira Killian (aunque no escasean los occidentales). Y, como dijimos, ponerle el rostro de Cutter a Hanka, como un señor inescrupuloso, e identificar al “falso enemigo” en Kuze, sacando del camino al Puppetmaster, una forma de vida inmaterial. Esto nos lleva al cambio sobre el final: si en la cinta de Oshii se apuntaba a la trascendencia, en la de Sanders hay una victoria del yo, de la afirmación individual. A fin de cuentas, ése es uno de los temas centrales: ¿Quiénes somos? ¿Cuándo dejamos de ser humanos? “No estás definido por tu pasado, sino por tus acciones”, dirá Mira/Motoko en algún momento. El título, literalmente “espíritu en la vaina”, nos mete de entrada en la discusión: es el alma, el ghost (que para nosotros suele ser un sinónimo de fantasma, pero no olvidemos que el Espíritu Santo es el Holy Ghost) lo que nos hace humanos y nos distingue de la máquina, por más perfecta que sea; y la intervención de la mano del hombre no nos convierte en artificio (ése era el dilema de Rei Ayanami en “Evangelion”, ya que hay “manganimeros” en la sala). Apuesta estética Donde sí hay un homenaje a Oshii es en el “guión de escenas”: Sanders se regodea en tener el salto de la Mayor desde el techo con su habilidad de hacerse invisible, el enfrentamiento con la geisha robótica, la pelea de puños en el agua, el remanso del buceo y el clímax con el tanque araña (algún fanático habló de los basset hounds en el callejón, pero eso es para gente muy atrapada). Es que es en el terreno visual donde la película gana: desde el trabajo en animación digital para darle vida a la ciudad holográfica, o la invisibilidad, al desarrollo en animatronics (efectos mecánicos) de la empresa Weta (la geisha es la actriz Rila Fukushima envuelta en una armadura, junto con muñecos para otras escenas). La fotografía de Jess Hall crea un universo luminoso, aséptico: es la visión del futuro que tenemos ahora, en los tiempos de la luz de LED y los smartphones. Y, tanto en la acción como en la quietud, hay algo “animero” en el planteo general. El elenco, con las caracterizaciones del caso, acompaña esa propuesta estética. La polémica sobre el pasaje de personajes asiáticos a occidentales es atendible, pero en el universo del manga y el anime siempre existió esa ambigüedad de ojos grandes y expresivos. Scarlett Johansson es ideal para el papel (aunque Margot Robbie haya sido una de las propuestas originales). La rubia que acá está morocha (con el corte de pelo pensado por Shirow) siempre se luce en papeles de superheroína de pequeño tamaño, grandes habilidades y fuerte determinación, como la Viuda Negra de Marvel o su personaje en “Lucy” de Luc Besson (que gusta de esas heroínas, como Milla Jovovich), al mismo tiempo que sabe darle espesor dramático a la soledad de su personaje. Otro de los hallazgos es Takeshi Kitano como el jefe Aramaki: con su porte inexpresivo y pausado, hablando todo el tiempo en japonés, es el representante del cine nipón, y tiene un peso en pantalla casi sin esfuerzo. Del otro lado, un irreconocible Pilou Asbæk tiene suficiente humanidad como Batou, el compañero de la Mayor, como para aterrizarla en el mundo. Juliette Binoche, actriz de fuste, se hace cargo sin problemas de la doctora Ouelet, la “constructora” de Mira. Por ahí, a Michael Carmen Pitt y Peter Ferdinando, Kuze y Cutter respectivamente, les falte un poco de intensidad en sus roles de contrafiguras. En síntesis: una rica experiencia visual, un mito de la cultura japonesa revisitado por la nueva imaginería global, que promete más de estas experiencias. Konnichiwa, Kusanagi-san. buena “Ghost in the Shell: La vigilante del futuro” “Ghost in the Shell” (Estados Unidos, 2017). Dirección: Rupert Sanders. Guión: Jamie Moss y Ehren Kruger, sobre el manga de Masamune Shirow. Fotografía: Jess Hall. Música: Lorne Balfe y Clint Mansell. Edición: Billy Rich y Neil Smith. Diseño de producción: Jan Roelfs. Elenco: Scarlett Johansson, Pilou Asbaek, Takeshi Kitano, Juliette Binoche, Michael Carmen Pitt, Peter Ferdinando, Rila Fukushima, Chin Han, Danusia Samal. Duración: 108 minutos. Apta para mayores de 13 años con reservas. Se exhibe en Cinemark.
Las pruebas del alma Algunos quieren ver en la filmografía de Martin Scorsese (siempre diversa en cuanto a géneros y tonos) una “trilogía de la fe”, que a lo largo de los años abarcaría “La última tentación de Cristo” (sobre novela de Nikos Kazantzakis) y “Kundun”, sobre el último Dalai Lama. En algún caso, podríamos pensar en que “Silencio”, la nueva apuesta de Scorsese sobre novela de Shusaku Endo, pueda guardar una relación especular con la primera: el protagonista de ésta, el padre Sebastiao Rodrigues (basado en el jesuita Giuseppe Chiara, que anduvo por el Japón en el siglo XVII) identifica sus tribulaciones con las de Jesús, lo que le vale en algún momento la acusación de soberbia (incluso llega a ver a Cristo en su reflejo en el río: más especular imposible). Por otro lado, desde “La misión” de Roland Joffé no se mostraba con tanto despliegue la labor de la Compañía de Jesús: si en la obra de Joffé se ve la presencia de los jesuitas en América y sus problemas políticos con las cortes europeas, “Silencio” aborda la labor de la congregación misionera más aguerrida (por su manera de vincular lo espiritual con lo secular, de Íñigo de Loyola al papa Francisco) en el convulsionado comienzo del bakufu (shogunato) de Tokugawa Ieyasu (o Ieyasu Tokugawa, ahora que los japoneses habilitan la escritura de los nombres a la manera occidental). El primer shogun se encargó de cerrar el país salvo para el comercio holandés, algo que siguió hasta que Yoshinobu, su último descendiente, se rindiese ante el emperador Meiji más de dos siglos después. Para 1633, la Iglesia Católica era una fuerza poderosa en el mundo, cumpliendo su premisa (“católica” quiere decir universal). La misma institución que controló la Europa continental con la presencia del Santo Oficio generó una épica propia de martirios y desafíos en los márgenes de la primera “globalización”, como América, África y Asia, un universo “viejo”, con sus propias creencias (Isabel I de Inglaterra había sido una gran rival tiempo atrás). “Celebramos misa en voz baja, como en las catacumbas”, dirá Rodrigues en algún momento: en el Japón que fue desvelo de San Francisco Javier, los misioneros podían sentir esa mística de los primeros tiempos de la Iglesia primigenia, recién trasladada a Roma. Espíritu en crisis La historia comienza con escenas de tormento de misioneros en unas termas niponas. Después se salta unos años, a una reunión entre el padre Alessandro Valignano (referente de la Compañía de Jesús en Macao, China) y dos jóvenes sacerdotes, Rodrigues y Francisco Garupe. Ambos son portugueses, discípulos del padre Cristóvao Ferreira (es una figura histórica: si el lector googlea ahora puede perder parte de la novedad). Valignano les muestra una carta en la que Ferreira renegó de su fe y vive como japonés. Los misioneros no lo creen y piden ir a Japón con un doble objetivo: buscar a su mentor y al mismo tiempo ser el último sostén del catolicismo en el archipiélago. Ahí comienza su ordalía: su compromiso total con los Kakure Kirishitan (“cristianos escondidos”), verdaderos mártires de la fe, que ponen en crisis todo lo que los sacerdotes pudiesen haber entendido como “pruebas”. Respetando el tono de diario íntimo de la novela de Endo, que incluye sus permanentes apelaciones a Jesucristo, como San Agustín en sus “Confesiones”, el guión adaptado por Scorsese y Jay Cocks devela el devenir de Rodrigues: su consternación ante el sufrimiento de los creyentes, el choque entre las expectativas de la “épica de las catacumbas” y el sufrimiento real, y su tensión entre identificarse con Cristo, la imposibilidad de llenar ese rol y el silencio de la divinidad ante sus plegarias. El desafío final, en manos del Inquisidor Inoue (es raro el uso de esa palabra en contra de cristianos), es casi del “1984” de Orwell: no se trata de matar al jesuita (al menos a éste en particular: algo han visto en él), sino de quebrar su fe, aquello que le da entidad. El atribulado Sebastiao deberá pasar por una serie de pruebas que buscarán demostrar la futilidad de sus creencias, incluyendo un encuentro crucial con el perdido Ferreira. En medio de todo esto, se perfila una figura peculiar: la del guía borracho Kichijiro: un renegado que apostató muchas veces para salvar la vida, convirtiéndose a la vez en un Judas que traiciona, en un Pedro que niega tres veces a su pastor, y en un compañero caído como Dimas (el “buen ladrón”). Carnadura Andrew Garfield como Rodrigues consigue sumar su segundo personaje creyente en un año, luego de “Hasta el último hombre” de Mel Gibson. Es un actor al que hemos visto crecer de cinta en cinta, y acá se muestra sólido en un papel difícil: más espiritual que físico (aunque los tormentos y padeceres sean de la carne). Adam Driver (el Kylo Ren de la nueva trilogía de “Star Wars”) le pone el flaco cuerpo a Garupe, un misionero más firme, con menos idas y vueltas que su compañero (y quizás por eso menos tentador para el trabajo psicológico del Inquisidor). La interpretación de Issey Ogata como Inoue Masashige es peculiar: el gobernador e Inquisidor se mueve entre el cinismo, el comentario ácido con voz nasal, lo imponente de su cargo y la fragilidad de hombre mayor: tanto más temible cuanto más amigable. Su intérprete es encarnado por Tadanobu Asano (actor reconocido en Occidente), continuador de las estrategias del jefe. Liam Neeson tiene finalmente su momento como el padre Ferreira, un apóstata que ha depurado una filosofía personal: no es un cínico, ni un renegado, y eso lo transmite el actor en un rostro sereno. Yosuke Kubozuka se encarga del oscuro Kichijiro, perdido en su propio laberinto. Shinya Tsukamoto y Yoshi Oida son creíbles y conmovedores como Mokichi e Ichizo, los verdaderos exponentes de la pureza de una fe primigenia y de la persistencia de los conversos. Cabe también destacar aquí a Ciarán Hinds como el padre Valignano: no tiene mucho para hacer con su papel, pero el veterano irlandés tiene la solidez de siempre. El resto es el pausado ritmo narrativo que aplica Scorsese en las dos horas con 40 minutos del metraje. El veterano realizador abre la cámara para mostrar un paisaje salvaje, inexplorado, envuelto en las brumas que ocultan a los misioneros. Todo retratado por la fotografía del multipremiado Rodrigo Prieto, que le valió una nominación al Oscar. Dante Ferretti se encargó del vestuario y la dirección de arte, ocupándose de que la roña y los harapos sean creíbles. Kathryn Kluge y Kim Allen Kluge se hicieron cargo de una ambientación musical que dialoga con los momentos de, justamente, silencio. En algún momento, Rodrigues parece encontrar una primera respuesta, que quizás sea determinante en su devenir posterior, apenas esbozado en el final: “El resto es silencio”, dijo Hamlet. Muy buena * * * * “Silencio” “Silence” (Estados Unidos, 2016). Dirección: Martin Scorsese. Guión: Jay Cocks y Martin Scorsese, sobre la novela de Shusaku Endo. Fotografía Rodrigo Prieto. Música: Kim Allen Kluge y Kathryn Kluge. Edición: Thelma Schoonmaker. Diseño de producción: Dante Ferretti. Elenco: Andrew Garfield, Adam Driver, Issey Ogata, Tadanobu Asano, Ciarán Hinds, Liam Neeson,Yosuke Kubozuka, Shinya Tsukamoto y Yoshi Oida. Duración: 161 minutos. Apta para mayores de 16 años. Se exhibe en Cine America.
El reposo del guerrero Hace más de 18 años, en las postrimerías de 1998, Dougray Scott había sido marcado para el papel de Wolverine en la primigenia “X-Men”, pero se demoró con la filmación de “Misión: Imposible 2”; en parte debido a una lesión en el hombro. Bryan Singer, urgido por los tiempos de rodaje del debut mutante, recasteó el papel y salió un ignoto australiano, aparentemente recomendado por un colega que había rechazado el rol: Russell Crowe mencionó a un tal Hugh Jackman. El tipo se metió en la piel del mutante canadiense y, aunque no daba el look exacto de los cómics, encontró el tono justo: parte bestial y parte viejo sabio; cínico y nihilista que termina siendo el héroe del día, y paternal contra su voluntad; un hombre de honor capaz de codiciar la mujer del prójimo. Siempre en lucha entre sus pulsiones y su deber, “un samurai fracasado”, como lo definió Chris Claremont, el principal guionista mutante de la era dorada de los X-Men (técnicamente era la transición hacia la Edad Moderna, pero eso sólo lo van a entender los comiqueros de vieja escuela). Intertextualidades Jackman ha cargado con Wolverine en el cuero por una generación, y su despedida tenía que ser en grande. La última cinta debía ser un gran evento, definitivo, no un simple recast. James Mangold, el responsable de la interesante “Wolverine: Inmortal” (que trabajó con Jackman en su boom, en “Kate & Leopold”) salió a darse una panzada de cómics recientes y de cine, reciente y clásico. Del lado de los cómics, abrevó en una miniserie llamada “Old Man Logan”, con una versión avejentada y futurista del mutante, escrita por el celebrado Mark Millar. Y también en la movida de la Casa de las Ideas de cargárselo en “Death of Wolverine”, con guión de Charles Soule, para generar una versión femenina bajo el nombre X-23. Y, por primera vez en una cinta del género, aparecen cómic books (que no es un libro, sino la revistita de 24 páginas) como parte de un discurso, como algo escrito “sobre” los héroes reales: en el mundo “real”, las cosas “no son tan así” como en las páginas coloreadas. Pero el guión, que Mangold escribió junto a Scott Frank y Michael Green, bebe en otras fuentes y combina la odisea del personaje de Clive Owen en “Niños del hombre”, dándolo todo para salvar a la última embarazada, con la relación entre veterano guerrero y niñita terrible de “El perfecto asesino”, y algo de “El transportador”, con la limusina, el “encargo” y (al estilo de Luc Besson, antes de que los “Rápidos y furiosos” se fueran de escala) las escena de manejo. Hay un parentesco, se verá, con “Terminator Génesis”, donde el modelo viejo se enfrenta al nuevo. Pero en esta parte también hay una intertextualidad: se trata de “Shane”, de George Stevens sobre novela de Jack Schaefer, con el protagónico de Alan Ladd: como escribió José Pablo Feinmann, sería uno de los emblemas del cowboy (lo viejo, la barbarie) que pelea del bando de los granjeros (lo nuevo, la civilización) en el margen de su propia extinción. Ahí está otra de las tónicas del filme, que termina convirtiéndose en una de las mejores cintas de la franquicia mutante, aunque por las razones opuestas de “X-Men: Días del futuro pasado”, la apoteosis de Singer: si aquella arañaba la gloria de los cómics de fines de los ‘70, ésta hereda la tradición más “seria” de Wolverine, sin ahorrar violencia y naturalismo estético (los paisajes abiertos y rurales beben también del western y la road movie). Sangre nueva Estamos en el año 2029, de vaya a saber qué continuidad (después de “Días del futuro pasado” se rebarajó el canon): los mutantes se baten en retirada, más por el fin de los nacimientos que por la virulencia de los Sentinelas que ganarían en la continuidad alternativa de dicho filme (pero igual quedan pocos de los viejos). Logan trabaja de chofer de limusina en la zona de El Paso y Ciudad Júarez (se ve que Trump no cerró el cruce totalmente) bajo el nombre de James Hewlett, el de su infancia en los cómics. Es un hombre avejentado, enfermizo, que no sana como antes y usa anteojos. Ahorra para llevarse lejos a Charles Xavier, el ahora nonagenario profesor, con su prodigiosa y peligrosa mente complicada por algún mal degenerativo. Caliban, el rastreador de mutantes, les acompaña en el exilio. Pero Logan es un imán para los problemas, y una misteriosa mujer alcanza a dejarlo al cuidado de una niña antes de que se la carguen unos tipos fuleros. La nenita se llama Laura, y tiene una actitud complicada: es producto de experimentos, y tiene la desconexión del mundo de la Eleven de “Stranger Things”. El problema es que, pequeñita como es, tiene factor curativo, garras y esqueleto recubierto en adamantium. Sí: es una “Wolverinita” de 11 años, de sangre latina e hispanoparlante, pero... haga el lector la matemática genética. La cosa es que el héroe caído, más deshecho que nunca, encontrará una nueva razón para vivir y blandir las garras en una batalla definitiva. Últimos fogonazos Desde el punto de vista actoral, la centralidad de Jackman es mayor que nunca. Por un lado porque debe expresar todas las dimensiones de un superhombre venido a menos, agotado física, mental y moralmente, al tiempo de dotarlo de momentos simpáticos (ya que no pases de comedia), solo o acompañado. Todo lo que el australiano le dio al personaje está aquí, pero de manera más dramática. Por otro lado, es el vértice de las otras dos actuaciones centrales. Por un lado, la performance de Patrick Stewart como un envejecido Profesor X, con sus momentos de lucidez, de senilidad, de medicación. A diferencia de Jackman, Stewart fue el elegido de los fans cuando la primera película era todavía un sueño: aquellos que lo veían como el capitán Picard de “Star Trek: La nueva generación” ya lo asociaban con el telépata voluntarioso. Aquí logra dar la versión decaída de aquel visionario, en una gran despedida del personaje. La otra gran participación es la de la Dafne Keen, una nueva revelación de los castings infantiles: hija de actores, aborda a Laura con una rabia inusitada, más allá de las escenas de pelea (que Mangold filmó con gran ingenio para la violencia). Laura tiene esa frustración primal contra los amos externos de su destino heredada del propio Logan; y Keen puede escenificarlo con pocos diálogos: o está muy bien dirigida, o es una intuitiva para los personajes. Y la química que logra con el curtido Jackman es de las buenas, sin excesos ni sentimentalismos. Acompañan Stephen Merchant en la blanca piel de un Caliban algo divergente del de “X-Men: Apocalipsis” (que de todos modos está en otro universo paralelo) y Elizabeth Rodríguez como Gabriela, la enfermera mexicana. Los villanos son más planos: Boyd Holbrook como el mercenario Pierce y Richard E. Grant como el doctor Rice, el que trae algunas revelaciones sobre el final. Valga la mención de los integrantes de la familia Munson, granjeros que aportan la “normalidad” en el mundo de los especiales: Eriq La Salle (aquel de “ER Emergencias”), Elise Neal y Quincy Fouse. No es para niños, no hay escena postcréditos, no aparece Stan Lee haciendo de viejito loco, no hay trajes ajustados ni una propuesta de aventuras nuevas. Wolverine, éste que conocimos al menos, se va con una despedida emotiva, después de haber caminado, bebido, reído y peleado entre nosotros desde principios de siglo. Excelente ***** “Logan: Wolverine”. “Logan” (Estados Unidos, 2017). Dirección: James Mangold. Guión: James Mangold, Michael Green y Scott Frank, sobre historia de Mangold. Fotografía: John Mathieson. Música: Marco Beltrami. Edición: Michael McCusker y Dirk Westervelt. Diseño de producción: François Audouy. Elenco: Hugh Jackman, Patrick Stewart, Dafne Keen, Elizabeth Rodríguez, Boyd Holbrook, Richard E. Grant, Eriq La Salle, Elise Neal, Quincy Fouse. Duración: 137 minutos. Apta para mayores de 16 años. Se exhibe en Cinemark.
Una vida posible Uno podría imaginar a exponentes del denominado Nuevo Cine Argentino de 15 años atrás con una sonrisa satisfactoria ante los dos Oscar obtenidos por “Manchester junto al mar”: Mejor Guión Original para el director Kenneth Lonergan y Mejor Actor para Casey Affleck. Porque el protagonista de esta historia de pérdidas y tristezas parece salido de aquellas películas silentes, de jóvenes monosilábicos y adultos hieráticos, como “Nadar solo” (Ezequiel Acuña), “Extraño” (Santiago Loza) y “El otro” (Ariel Rotter). Sin embargo, hay diferencias: mientras que el personaje de Julio Chávez en “Extraño” es una especie de monje budista que se ha vaciado de deseo, y por ende de emociones, el Lee Chandler de Affleck, construido a base de respuestas lacónicas y groseras mantiene como único contenido una rabia silenciosa, que estalla en los pocos momentos en que la deja salir (a veces desinhibido por el alcohol que, como buen descendiente de irlandeses, no escatima). Es difícil actuar esa “nada salvo rabia”: uno puede pecar por exceso o caer en la inexpresividad, pero no es fácil controlar las emociones para lograr esa imposibilidad comunicacional. Esto lo decimos para los que critican la victoria del menor de los Affleck (otro de sus contendientes, Viggo Mortensen, también se ha lucido en personajes que no por parcos son poco intensos). Como la cuestión pasa por la relación entre el hombre y el mundo, Lonergan construye un mundo invernal en un Massachusetts frío y austero como su protagonista: la fotografía de Jody Lee Lipes hace lucir esa naturaleza magnificente pero todavía indómita, centrada en el pueblo real de Manchester-by-the-Sea. Pero al mismo tiempo se constituye un universo paralelo donde ese mismo ámbito puede ser más soleado y amigable, como diferentes los personajes. Ese mundo está en un pasado no tan lejano, que se reconstruye a través de flashbacks. Los cuales van apareciendo de manera intuitiva, como notas al pie del texto principal, cerrando la idea con lo que sucede en el presente; incluso, uno de los roles centrales está, precisamente, anclado en ese pasado. Por cierto, la narración también es reposada, sin decaer: una vez que uno entra en ese ritmo, todo marcha sobre rieles (y no es difícil entrar, por la empatía con los protagonistas). Lo innombrable Repasemos: Lee Chandler es un personaje gris, conserje explotado en un complejo de edificios, que vive en el sótano. Es servicial pero distante, impersonal, hasta que explote contra uno de los habitantes. Su otra oportunidad para explotar es buscar roña y pelearse en los bares. Un día recibe una llamada que le avisa que su hermano Joe murió, y parte hacia su pueblo natal para hacerse cargo del sepelio, de los bienes de Joe y de Patrick, el hijo que éste criaba solo. De a poco sabremos que el hermano llevaba tiempo enfermo, y que previó que Lee debía hacerse cargo del adolescente. También nos vamos enterando de que Lee alguna vez fue un hombre de familia, que lo perdió todo, y que si vive mal y solo es porque ha estado manteniéndose lejos de Manchester. De a poco se va construyendo una relación entre tío y sobrino, un chico complicado, con madre ausente, que vio a su padre empeorar a lo largo de los años. Por momentos, tampoco “cae” en la situación, a la que sobrelleva (como su vida anterior) como puede. Alguno verá en la relación un choque generacional, pero lo cierto es que son dos exponente atípicos de las generaciones: el adolescente chúcaro y el adulto todavía joven, que se vio privado de transitar la paternidad hasta la adolescencia de los hijos propios. Pero al menos, el muchacho tiene una vida social, que no quiere sacrificar, y en la que no puede hacer encajar a ese tío sociópata: los pocos momentos luminosos, pequeñas fintas de humor, se dan en esa relación con las “novias” de Patrick y sus madres. Por lo demás, casi nada es luminoso. Por ahí está Randi, la ex esposa de Lee, que más o menos se ha armado una vida a los manotazos, con la doble culpa de lo que pudo haberle hecho y lo que ahora puede hacerle al emocionalmente tumefacto ex marido. La escena de su reencuentro en la calle (después de un primer cruce en el sepelio), con el cochecito del bebé de ella al lado, es de una tristeza infinita que va más allá de lo verbal: está en las miradas, en las incomodidades, en la silenciosa presencia del coche, en lo que no se puede decir porque no tiene nombre. En la posibilidad de ella de abrirse un poco antes de chocar contra la pared de él. Antes y ahora Para construir una y otra relación, Affleck (que desde “Desapareció una noche” de su hermano Ben se consolidó como prototipo de irish catholic) se sostiene en dos intérpretes con su propio peso. Uno es el joven Lucas Hedges, que se ganó una nominación como Actor de Reparto por su Patrick, una criatura con su propio espesor, con los dilemas de todo adolescente más los que le tiraron encima. Pero el otro hito actoral es el de Michelle Williams, que llegó a su cuarta nominación al Oscar (la segunda como Actriz de Reparto) como Randi: en los 32 días de rodaje pudo variar tanto como su partenaire, entre la esposa guarra, de fuerte personalidad, y el alma desgarrada de pocos años después. Hace rato que sabemos que es una actriz de fuste (su Marilyn Monroe sólo pudo ser derrotada por la Margaret Thatcher de Meryl Streep) y dejó de ser una cara (atípicamente) bonita. Por lo demás, podemos destacar la presencia de Kyle Chandler (justo tiene el mismo apellido que su personaje) como Joe, el hermano mayor que vemos en los flashbacks: un tipo esencialmente afable y bonachón, otro que trasciende los problemas domésticos y es guía para el todavía entero Lee. El resto hace lo propio, ayudando a darle marco a los centrales: C.J. Wilson como George, el amigo de la familia que se hace cargo de muchas cosas; Gretchen Mol como Elise, la ex de Joe, con sus propios demonios a cuestas; Tate Donovan como el entrenador de hockey de Patrick; Kara Hayward y Anna Baryshnikov (sí, es la hija del legendario Mikhail) como Silvie y Sandy, las simultáneas noviecitas, ambas humanas e interesadas; y Mary Mallen como Sharon, la mamá de Sandy, protagonista de una escena liviana junto a Lee. Ojo y oído Para la leyenda quedará que la idea original fue de John Krasinski y Matt Damon, que quería protagonizarla (él también es un irlandés cinematográfico) y debutar como director; que sus compromisos lo llevaron para otro lado, y que Lonergan fue ganando terreno y sumando a un amigo como Casey (Matt y y Ben hace rato que hacen picardías juntos, como ganarse un Oscar como guionistas). De todos modos, el producto final es ciento por ciento Lonergan, quien sorprende tanto por sus aciertos como por sus descubrimientos. Su apuesta por la música barroca, especialmente “El Mesías” de Haendel, es un efecto de sacralidad; la escena más devastadora está acompañada por el Adagio en Sol Menor para cuerdas y órgano, compuesto por Remo Giazotto sobre ideas de Tomasso Albinoni, pero el toque de futilidad de la camilla que no sube (vaya, vea la película y relea este párrafo) salió en el momento del rodaje: a nadie se le hubiese ocurrido, pero hay que tener ojo para dejarlo. No hay mucho más para agregar. Los espectadores podrán cargar tintas sobre las conductas de cada personaje, sobre su manera de lidiar contra las adversidades y construir vínculos. El relato le escapa a lo que pensamos como final feliz; y sin embargo, se respira un cierto aroma a happy ending. Quizás porque encontrar una vida posible sea algo parecido a la felicidad. Excelente ***** “Manchester junto al mar” “Manchester by the Sea” (Estados Unidos, 2016). Guión y dirección: Kenneth Lonergan. Fotografía: Jody Lee Lipes. Música: Lesley Barber. Edición: Jennifer Lame. Diseño de producción: Ruth De Jong. Elenco: Casey Affleck, Lucas Hedges, Michelle Williams, Kyle Chandler, C.J. Wilson, Gretchen Mol, Tate Donovan, Kara Hayward, Anna Baryshnikov, Mary Mallen. Duración: 137 minutos. Apta para mayores de 13 años. Se exhibe en Cinemark.
El tren de los acontecimientos Uno de los géneros (más en el sentido orientativo que narrativo: las experiencias diversas lo hacen transversal) más fructíferos en la historia del cine es lo que alguien en algún momento dio en llamar biopic: es decir, la ficcionalización de sucesos reales de la vida de alguna persona. Por algo nuestros abuelos hablaban de “el biógrafo” para referirse que iban al cine. El biopic que tanto gusta a Hollywood tiene al menos cuatro vertientes: la que relata etapas de la existencia de próceres o figuras destacadas; la que se mete con momentos excepcionales de personas más o menos ordinarias (“Sully”, de Clint Eastwood, por ejemplo); la “revisionista”, que busca reconocer los méritos de personas incorrectamente ponderadas (“El código Enigma” o, en esta edición de los Oscar, “Talentos ocultos”); y la dedicada a las tribulaciones de personas con vidas fuera de la norma. En este último casillero juega “Un camino a casa”, cuyo nombre original (“Lion”, león) será explicado recién al final. Y quizás la potencia argumental está en que la concatenación de sucesos en la vida de su protagonista es tan caótica que ningún guionista la hubiese armado así si tuviese que crearla de cero. El resultado es algo así como un viaje más terrenal y menos épico al mundo de “¿Quién quiere ser millonario?” (la cinta que puso a Dev Patel en el firmamento cinematográfico), cruzada con la combinación de búsqueda-pérdida-redención de “Philomena” (donde también tallaban los nuevos recursos tecnológicos para reconstruir devenires). Desencuentro La historia arranca directo en el pasado, en 1986, en Khandwa, una localidad del Estado de Madhya Pradesh, en el centro de la India. Esto es central: no debe haber otro lugar en el mundo donde se puedan acumular las circunstancias que arman el relato. Se nos introduce a un niño de cinco años llamado Saroo, silencioso pero despabilado, hermano menor de Guddu y Kallu (al que se lo nombra pero no se lo ve) y mayor que la pequeña Shekila, todos a cargo de una madre de recursos más bien escasos, lo que los ha llevado a todos a agenciarse algún extra; aventuras en las que el pequeño sigue siempre a Guddu. Un día, Guddu decide tomarse un tren para buscar un trabajo, y Saroo le pide que lo lleve con él. Cansado por el viaje, Saroo espera a su hermano durmiendo en la estación. Al despertarse y no encontrarlo, el pequeño se mete en un tren estacionado, creyendo que podrían reunirse ahí. La cosa es que pasa lo contrario: el nuevo viaje termina en Calcuta (hoy se llama oficialmente Kolkata), en Bengala Oriental, una urbe que se come a los niños crudos, donde ni siquiera se habla el mismo idioma (Saroo hablaba a gatas el hindi, y en Calcuta se usa más el bengalí; un expediente judicial en India puede estar instruido en varias lenguas). Ése es el disparador del primer ciclo argumental de la cinta: la ordalía de un niño abandonado en un mundo amenazador. El segundo arranca 20 años después, con Saroo viviendo en Tasmania como hijo adoptivo de un matrimonio australiano, y en una alineación de los astros: al tiempo en que empieza a sacudirse en su interior la curiosidad sobre aquel pasado (de la mano de amigos indios), descubre una nueva herramienta: el Google Earth, que da acceso a imágenes satelitales. Ahí comienza una aventura mental, tratando de recordar nombres mal interpretados (que en los ‘80 no habían significado nada para la policía) e imágenes que puedan ayudarle a reconstruir el viaje y por ende encontrar el camino a casa. En el medio, también la crisis moral en relación a sus padres adoptivos y su hermano de crianza (otro niño indio, con ciertos problemas). Acción y emoción El director australiano Garth Davis se animó aquí a su primer largometraje de ficción, con un resultado nada despreciable, al llevar con pulso firme el guión de Luke Davies, basado en la autobiografía del Saroo real. Una historia que, como dijimos, son dos películas en una, con dos épocas y dos países, pero también con dos actores protagónicos y dos registros: mientras que la saga del Saroo niño es física, material, centrada en la supervivencia ante la adversidad, la del adulto es interior, emocional, más centrada en las contradicciones internas que en la dificultad de encontrar la aguja en el pajar. En ese plan, Davis abre el plano para mostrar los paisajes, especialmente en la primera parte, mientras que en la segunda priman los planos cercanos a cámara en mano, para resaltar la potencia de los intérpretes. La fotografía de Greig Fraser es siempre verista, cálida, sin caer en los filtros naranjas que se usan para filmar escenarios tercermundistas. Como condimento, la banda sonora escrita por Volker Bertelmann (Hauschka) y Dustin O'Halloran, dos músicos con formación contemporánea, matiza con elementos minimalistas y ambient, entre el piano y las cuerdas. Una propuesta que escapa al sonido Bollywood, que sólo aparece como referencia en la historia, y en la canción de yapa en los créditos: “Never Give Up”, de Sia Furler (cada vez más buscada por el cine, aquí se da que también ella es australiana). Afuera y adentro Como dijimos, Davis hace jugar a sus intérpretes en el marco visual, como quien planta soldaditos en una mesa de estrategia. Por supuesto, las estrellas por antonomasia son las dos encarnaciones de Saroo. Empezando por el pequeño Sunny Pawar, todo un hallazgo de casting (se impuso a 2.000 niños), con sus ojos grandes y expresivos y su rostro impávido ante las adversidades: su pequeña figura es el vehículo en el que se monta una odisea. Del otro lado, Dev Patel asume que esta vez no es él quien tiene que conmover o hacer reír (tiene experiencia en personajes pícaros o tarambanas, como en “Chappie” o las dos entregas de “El exótico hotel Marigold”) y acepta entrarle a un personaje espeso, volcado hacia adentro: una ardua tarea de mínimos gestos. Del otro lado, Nicole Kidman (que vuelve a hacer de australiana pelirroja de rulos, como cuando arrancó con “Los bicivoladores”) tiene otra oportunidad de mostrar su arsenal interpretativo como Sue, la madre adoptiva: su clímax está en la escena donde le cuenta a Saroo su epifanía de niña, que determinó su accionar posterior. Su manera de contar lo que el muchacho no sabe (y no diremos), de evocar mirando para adentro, hacia los recuerdos, volviendo para relojear al interlocutor antes de volver a sumarse en esa forma de narración que por momentos es un monólogo interior en voz alta. Ya con eso justifica su elección. Otra que suele acertar es Rooney Mara, que le pone el cuerpo a Lucy, la novia del joven, con sus problemas para lidiar con él cuando se pierde en sus conflictos. Mara, después del tour de force de “Carol” y de la energía desplegada como la segunda Lisbeth Salander, está holgadísima en el papel, aportándole espesor a un personaje que acompaña. Divian Ladwa hace lo propio como Mantosh, el hermano adoptivo, un personaje que no estaría en un guión original, es una de las complejidades del sustrato real: quizás su función actancial sea potenciar en Saroo el rol de “buen hijo” en contraposición. Ladwa logra mostrar el “raye” sin irse al exceso, y no es poco. Del resto podríamos destacar a David Wenham, el Faramir de “El Señor de los Anillos”: su John Brierley es medido, austero, pateando los centros para que cabeceen Patel y Kidman. Priyanka Bose tiene sus momentos de intensidad como Kamla, la madre biológica, y el juvenil Abhishek Bharate pone presencia física a Guddu, el hermano desencontrado. El resultado final funciona, evadiendo lugares comunes y moralizantes: la vida es eso que nos va pasando a pesar de nuestra voluntad, día tras día, pero también lo que nosotros le respondemos a los hechos.
No tan distintos Cuando Zhang Yimou estrenó “Héroe”, para algunos cayó la ficha de lo que quería decir Deng Xiaoping cuando expresó: “No importa de qué color es el gato, sino que cace ratones”. Más que una claudicación marxista o una heterodoxia (“un revisionismo”, diría algún maoísta criollo), era una afirmación: “Somos chinos, estamos acá hace miles de años y seguiremos estando, más allá del modelo”. “Es un monárquico”, agregó alguno al ver cómo retrataba (entre habilidades marciales suprahumanas) la voluntad de Qin Shi Huang (o Shi Huang Ti, el que inició la Gran Muralla y quemó los libros) de unificar todos los reinos chinos y el sacrificio de varios para que la unidad triunfe. Quin fue el primero de grandes líderes que marcaron la historia de un pueblo que sólo pudo ser gobernado desde afuera por Kublai Khan (que terminó fundando la dinastía Yuan) y terminó pasando en pocos años de la dura emperatriz viuda Cixi al Gran Timonel Mao Tse Tung. Como sea, Zhang se convirtió en un artista de Estado, lo suficiente como para que lo llamen a coordinar la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Beijing 2008. Y en este flamante proyecto, “La Gran Muralla”, de alguna forma sigue predicando algunas ideas sobre la unidad china. Convocado para realizar esta particular alianza entre la nueva Hollywood global y el gigantesco mercado cinematográfico chino, si bien no tiene créditos sobre el guión (firmado por Carlo Bernard, Doug Miro y Tony Gilroy, sobre historia de Max Brooks, Edward Zwick y Marshall Herskovitz), bien puede admitir el relato entre su filmografía reciente. Porque la victoria final puede ser alcanzada por la alianza entre el mercenario y “comerciante” William (¿el capital trasnacional de Occidente?) y la comandante Lin de la Orden Sin Nombre (¿la burocracia estatal china? ¿El Partido? ¿El Ejército Popular?). “Al final no somos tan distintos”, reconocerá Lin. Incluso se admite un emperador medio pavote: el gobernante puede ser débil mientras funcione el aparato de Estado, para el pueblo que inventó la administración pública en la misma época en que los atenienses postularon su prototipo de democracia. Aventureros y soldados Los guionistas metieron en el vaso de la Minipimer varias cosas: algo del choque de culturas de “El último samurai” (con menos conflicto y tensión sexual), la bestialidad (y el concepto de reina y tropa) del enemigo de “Starship troopers”, la épica de la batalla del Abismo de Helm en “El Señor de los Anillos: Las dos torres” (al menos en los combates en la muralla, y en las armaduras élficas), los asaltos apiñados a lo “Guerra Mundial Z”, las animaciones en acuarelas y cierta majestuosidad de la “Marco Polo” de Netflix (donde también hay un occidental que se “enchamiga” con una cultura que desconoce), la ampulosidad de los vestuarios de filmes previos de Zhang, y un clímax en las últimas, como en las películas de superhéroes. De entrada se nos dice que la Gran Muralla fue hecha para defenderse de amenazas conocidas y de leyendas, y “aquí vamos a hablar de las leyendas”. El cuento arranca con una partida de occidentales, todos de origen militar, que (acompañados por un guía de turbante) tratan de llegar al “Imperio del Medio” en busca de algo que conocen de mentas: la pólvora (cualquiera que haya aportado alguna vez una idea vieja habrá recibido el comentario de que “la pólvora ya la inventaron los chinos”). Así que estamos en tiempos previos a Marco Polo: cierta referencia a “Harold” podría situarla a mediados del siglo X. Luego de escapar de huestes de bárbaros, una noche son atacados por “algo” que se movía sigilosamente, finalmente es derrotado por los dos sobrevivientes: el anglosajón William y el español Tovar. Nuevamente perseguidos, logran escapar de sus perseguidores rindiéndose ante una cosa que no esperaban: un muro descomunal lleno de miles de arqueros. Ahí deben enfrentar a la comandancia de la Orden sin Nombre, la guardia de ese muro, que empieza a decidir qué hacer con los forasteros hasta que le muestran una mano recuperada de la criatura. Descubren que eso se llama tao tei (algunos pronuncian algo como “tao tie”), y que es una avanzadilla de una amenaza para la que se han preparado durante 60 años. Entre la conducción del general Shao se destacan el estratega Wang y la comandante Lin, jefa de las Grullas (la infantería femenina voladora de la Orden), que hace de nexo por haber aprendido el inglés de un taimado personaje llamado sir Ballard, de particulares intenciones, y con la que William desarrolla una casta atracción (Lin es pura guerrera, y no parece sacarse la armadura nunca). Cuando las cosas se pongan feas, William deberá elegir entre ser el mismo malandrín de siempre pero rico, o hacer lo correcto por una vez en su vida, peleando por el prójimo. Por supuesto, sabemos qué hacen los héroes... al menos en la pantalla. Despliegue Más arriba nombramos varias referencias estéticas y argumentales, y la puesta visual no está atrás, de la mano del diseño de producción de John Myhre, la fotografía de Stuart Dryburgh y Zhao Xiaoding, y el primoroso vestuario de Mayes C. Rubeo, que se luce en las multitudes de infantes negros y dorados, arqueros/ballesteros rojos y Grullas azules. Como buen tanque, contó con los efectos especiales de numerosos estudios de todo el mundo, encabezados por Weta (la compañía de Peter Jackson, que diseñó a los tao tei) e Industrial Light & Magic (la que fundó George Lucas). Desde la dirección se lucen en planos abiertos a lo John Ford las peculiares formaciones geológicas de la región, donde los movimientos tectónicos han dejado a los antiguos estratos de diferentes colores en ángulo de 45 grados. Completa esa imaginería la música de Ramin Djawadi, el germano-iraní que con un puñado de piezas magistrales para “Game of Trones” (con Miguel Sapochnik hicieron un ballet en el final de sexta temporada) se ha convertido en el nuevo maestro de la épica musical: acá mete unas sonoridades exóticas pero amigables a todos los paladares, con presencia de los tambores que los japoneses llaman taiko (y los chinos de alguna otra forma). Los unos y los otros Por supuesto, el elenco tenía que reflejar la mixtura de culturas. Matt Damon es un todoterreno, como Jason Bourne y luego de “Misión rescate”, así que lo fueron a buscar de cabeza: como héroe de acción de rostro juvenil, puede ser el Tom Cruise de la siguiente generación. Y rinde bien: es el que reparte las cartas para armar las dinámicas opositivas. Una de ellas es con la bonita y virginal Jing Tian, que con su armadura azul, su piel blanquísima y su peinado de mechones y coleta alta parece un personaje de animé, o de videojuego 3D. Algo de esa inhumanidad tiene su Lin, que nunca daría margen a que William intente algo. La otra oposición es con el Tovar de Pedro Pascal: el chileno-americano, consagrado como el Oberyn Martell de “Game of Trones” (Pilou Asbaek tiene una aparición, así que se cumple la regla de que todo tanque tiene que tener dos figuras de la misma), hace un español medio de manual, pero simpático: es guerrero pero bufo, se enfrenta a los enemigos como un torero y mete palabras castizas como amigo y the grateful chinos; un tipo ideal para salir de tapas. También hay un equilibrio a la hora de los próceres actorales: de un lado está el veterano Willem Dafoe, cómodo en su personaje del ladino sir Ballard, al que uno no le saldría de garante de una Juki Dribling. Del otro lado está el no menos mítico Andy Lau como el sapiente y decidido Wang, un rol holgado para uno de los preferidos de Zhang. Acompañan en tropel varias figuras del cine chino, con mayor o menor éxito en ese mercado: Zhang Hanyu como el severo general Shao; el cantante Lu Han encarnando al buenazo soldado Peng Yong; Kenny Lin, Eddie Peng y Huang Xuan como los comandantes Chen, Wu y Deng; y Karry Wang Junkai como el tarambana del emperador. Y muchos secundarios y extras coordinados, para mostrar la eficiencia colectiva del pueblo chino. En definitiva, un entretenimiento para ojos redondos y rasgados, con la perspectiva de llevar la “fábrica de sueños” allí donde están las fábricas que Donald Trump dice querer repatriar.
Un devenir bajo el sol Más allá del papelón con las tarjetas que pasará a la historia de los Oscar, la cosa es que “Luz de Luna” logró alzarse con el Premio de la Academia a Mejor Película, además del de Mejor Guión Adaptado para el director Barry Jenkins y Tarell Alvin McCraney, autor de la obra teatral original (“In Moonlight Black Boys Look Blue”, algo así como “A la luz de la Luna los chicos negros se ven azules”) y el de Mejor Actor Secundario para Mahershala Ali. Durante la ceremonia se recordó, precisamente, una frase de Alfred Hitchcock en la que el pícaro maestro del suspenso afirmaba: “Para que una película funcione hacen falta tres cosas: un guión, un guión y un guión”. Y por allí parece pasar el fuerte de la cinta, aunque no deje de arrimar la bocha a algunas de sus rivales en otros terrenos. Como “Un camino a casa”, se lanza a construir la unidad del personaje central a través de más de un actor (tres en este caso). Y como “La La Land” cierra una propuesta estética clara, apoyada en una fotografía “verista”, pero algo fría, en los momentos diurnos, en contraste con una “noche americana” luminosa (como para que los muchachos negros luzcan azules) y más cálida. Quizás porque la playa sea el lugar del remanso y la escuela, el lugar del padecimiento. Derivas Volviendo sobre el guión, éste plantea la narración como un devenir, y se aleja de una narrativa que se proyecte hacia un punto de llegada, o intente dejar un mensaje edificante. Por ende, las circunstancias son atípicas y los personajes se corren de los roles actanciales esperables, lo que les brinda un espesor extra. Esa misma ruptura con los lugares comunes empieza por el lugar: es un relato sobre chicos negros en el Miami que estaba detrás de Don Johnson y Phillip Michael Thomas, y no otra historia del Bronx. Y ahí se cuelan los elementos tomados de la vida material, ya que tanto McCraney como Jenkins fueron chicos negros de Miami, hijos de la generación que vivió el boom del crack y salió adelante de la mejor manera que pudo. La narración se estructura en tres episodios, cada uno bautizado con uno de los apelativos del personaje central: “Little” (“Pequeño”, la forma en que los otros chicos lo llamaban en la niñez), Chiron (su verdadero nombre, para el tramo adolescente) y “Black” (“Negro”, el apodo que se da en años más maduros). Vemos al principio el tramo formativo de Chiron, hijo de una madre soltera adicta al crack, que no encuentra reposo ni en su casa ni en la compañía de otros chicos, para los cuales el silencioso niño es un “diferente”. Solamente tres personas le dan cobijo: Kevin, el único amigo de su edad; Juan, un traficante de origen cubano que se convierte en una figura parental y afectiva para el pequeño, de la mano de su novia Teresa. “¿Has visto alguna vez cómo camina? ¿Vas a decirle por qué los otros chicos le patean el culo todo el tiempo?” le dice en algún momento Paula (la madre) a Juan, quien debe responder a las preguntas del niño, motivadas por esas ideas “maternales”: “¿Qué es un maricón? ¿Soy un maricón?” “En algún momento tienes que decidir quién quieres ser. No puedes dejar que nadie tome esa decisión por ti”, será una de las principales lecciones del “buen criminal”. En una segunda instancia se ve la agudización de las situaciones durante la adolescencia: el conflicto con los otros, la ausencia de Juan, la decadencia de Paula y el cambio de relación con Kevin, en una mezcla de emociones propias de la edad, entre la atracción y la traición. Tras la resolución traumática de esa etapa, hay una última parada en el viaje, donde Chiron y Kevin puedan contrastar sus vivencias a la vuelta de los años. Los saltos temporales refuerzan el impacto de las decisiones de vida, o las “no-decisiones” (especialmente entre la segunda parte y la tercera). Llamamos aquí “no-decisiones” a lo que en realidad son una retahíla de pequeñas decisiones no del todo sopesadas, que van formateando la existencia. V. I. Lenin planteó alguna vez que “en su actividad práctica, el hombre se ve ante el mundo objetivo, depende de él y determina su actividad de acuerdo con el”, pero a la vez reconoció que “el ‘mundo objetivo’ procede por su propio camino y la práctica del hombre, ante ese mundo objetivo, encuentra ‘obstáculos en la realización’ del fin, e incluso ‘imposibilidad’”. Quizás haya un pivote (dialéctico, gritaría desde su mausoleo el precitado autor) entre el devenir vital y la idea de imposibilidad. Chiron deviene exteriormente algo parecido a Juan, pero como cáscara exterior que protege la criatura frágil que nunca dejó de ser: ni siquiera se lo puede sindicar en el marco de la identidad sexual que su madre “predijo” o estigmatizó. Del otro lado, Kevin aparece como su opuesto, alguien que a su manera ha resuelto su identidad social y sexual. Espesor Mahershala Ali se llevó el oro académico por un personaje que aparece durante un tercio de la cinta, pero de alguna manera es una distinción a un elenco bien ajustado. Ali usa recursos expresivos conocidos para quienes vieron su Remy Danton en “House of Cards” y su Cornell “Cottonmouth” Stokes en “Luke Cage” (su risa villanesca mirando de costado, la manera de masticar las palabras) pero le da otra significación, al construir un personaje tridimensional: el más temido criminal en las calles puede ser el más cariñoso. Él florece como exponente en una sucesión de trabajos acotados en el metraje pero de alto impacto, como la Paula encarnada por Naomie Harris: temible, intensa, penosa, hambrienta de redención. Su contracara está en la Teresa construida por Janelle Monáe (también parte del elenco de “Talentos ocultos”, doblete para un buen año en su carrera), un remanso para el muchacho y la única herencia de Juan. Como dijimos, hay un trabajo sobre los tres actores que le dan cuerpo a Chiron: el silencioso Alex R. Hibbert como el niño de nueve años, Ashton Sanders vibrando como el contenido adolescente y Trevante Rhodes como el ampuloso y languideciente adulto. No menos vigor tienen los tres avatares de Kevin: Jaden Piner como un niño pícaro pero bien llevado, Jharrel Jerome como el adolescente tensionado por sensaciones y lealtades, y André Holland como un hombre asentado, no carente de sus propias heridas de guerra. El manso, melancólico reencuentro entre los dos viejos conocidos no parece ser una puerta a otro episodio. Sí, quizás, un cierre narrativo para que Chiron tome la pluma y empiece a escribir una historia propia.