Un retrato imperfecto Hace más de tres décadas, León Gieco y Gustavo Santaolalla salieron a recorrer los caminos de la Argentina profunda para encontrar identidades musicales. “De Ushuaia a La Quiaca” se grabó y se filmó en cerros y patios de tierra, en soledades y cerrazones. Con “Zonda, Folclore Argentino”, Carlos Saura trató de hacer otra cosa. Aunque durante buena parte del metraje el espectador se pregunte qué quiso hacer el realizador. En principio, retomando ideas que aplicó con otros géneros (especialmente con el flamenco, al que conoce mejor), podemos pensar que es lo contrario de aquella gesta: aquí se trata de reunir a exponentes más o menos célebres de la música argentina de raíz folclórica, ésos que uno puede llamar por teléfono y encerrar a grabar en un ámbito acotado. Así se busca mostrar los diferentes caminos que el folclore argentino tiene en el presente, a través de cuadros estetizados, en los que el realizador recurre a los espejos, los paneles iluminados (en ocasiones generando sombras chinescas), las pantallas que reenvían imágenes y superponen capas, y la danza. Hay que reconocer que se logran escenas de gran belleza visual, especialmente cuando están los músicos solos o la danza los acompaña sutilmente. Aparte se apuesta a ese look de paredes desnudas, de camarines y bambalinas, incluso siguiendo el plano entre un artista y otro, como si fuera una escena de “Birdman”. También se luce cuando el Grupo Metabombo interpreta el “Malambo”, con tomas cenitales para mostrar bombos y zapateos, a los que se suman Koki y Pajarín Saavedra (retenga esos nombres, estimado lector) en las boleadoras. La cuestión se pone forzada cuando se quiere escenificar cuadros que pertenecen a otro espacio, como el carnavalito (“Diablada” de Lito Vitale, por el Ballet Juventud Prolongada) o la peña cuyana. Recorridos Volviendo a la selección musical, es destacable la búsqueda de apertura y representatividad. Ya desde el comienzo mismo, cuando Horacio Lavandera, figura de la música clásica, interpreta al piano un “Bailecito” (Carlos Guastavino); algo que se puede juntar con la impactante rendición de “La telesita” (Andrés Chazarreta/Agustín Carabajal) en piano percutido e intervenido por Lito Vitale. O la buena representación del canto con caja, en doble programa: la baguala, en las voces y cajas de Melania Pérez, Mariana Carrizo, María Mamani Reymunda, Bernardo Vicente Alarcón, María Fernanda Carrizo y Tomas Lipán; y la habitualmente sorprendente versión de la “Vidala para mi sombra” (Julio Espinosa) que hace a solas Pedro Aznar. Pero Saura confesó que gusta de la zamba y la chacarera, así que de eso hay bastante. Como “La Felipe Varela” (José Ríos/José Botelli), por el Chaqueño Palavecino y su grupo junto a la voz de Jimena Teruel, o Soledad Pastorutti, junto a sus músicos en “Añoranzas” (Julio Argentino Jeréz). También son interesantes “La zamba alegre” (Adolfo Ábalos) en solo y en grupo por Jaime Torres; “La amanecida” (Hamlet Lima Quintana/Mario Arnedo Gallo), en un inusual trío entre Jairo, Juan Falú y el infatigable Vitillo Ábalos; y el final con el himno santiagueño “Entre a mi pago sin golpear” (Pablo Raúl Trullenque/Carlos Carabajal), por Peteco Carabajal y Verónica Condomí con la Orquesta de Música Popular y la flauta de Rubén “Mono” Izarrualde. Hay lugar para composiciones originales, como la “Chacarera a Juan”, de y por Luis Salinas (con Carlos “Negro” Aguirre en piano), o la gran “En el fondo del mal”, de y por Gabo Ferro en dúo con Luciana Jury. Y para una versión de “Luna tucumana” (Atahualpa Yupanqui) por Liliana Herrero y grupo, que bien podría estar en un disco de Björk. En movimiento Nuestras danzas tienen la forma tradicional coreografiada, y la estilización por aporte de otras técnicas. No existe un equivalente al “tango escenario”, o a las formas libres que el flamenco le aportó al director en otras obras. Además, hay ritmos que no se bailan, o evoluciones musicales que tampoco. La solución fue dejar la mayoría de las coreografías en manos de los hermanos Saavedra (sobrinos del legendario Juan Saavedra) y su ballet. Koki y Pajarín abrevaron en esa tradición pero después se fueron a Francia durante 20 años y allí mamaron desde el neoclásico al rupturismo de Merce Cunningham. El resultado es que los números de baile terminan siendo mayoritariamente la reinvención de estos ritmos, con bailarines de rojo brillante y danzarinas descalzas con la inequívoca pisada del contemporáneo. Los litoraleños podrán enojarse con que el chamamé sólo esté representado por un cuadro estilizado con música en off (del Chango Spasiuk). Pero más extraña es la puesta del “Gato sachero” (de y por Walter Soria, junto a Marian Farías Gómez) como si fuera un número de “Cats”. Recuerdos fallidos Los homenajes son prescindibles y desacertados. El dedicado a Atahualpa Yupanqui es olvidable: una foto fija del zurdo, con gente mirándola, mientras se oye “Preguntitas a Dios”. El que rememora a Mercedes Sosa es peor: un grupo de escolares mira y acompaña una performance de la tucumana, con fotos alrededor. La canción es “Todo cambia”, del chileno Julio Numhauser de Quilapayún. Ahí no hay ni cine, ni folclore argentino.
Los peores mejores años Se nos dice que “Incomprendida” es un filme “semiautobiográfico” de Asia Argento. Bueno, si a la actriz, directora y pin up alternativa (en Santa Fe fue uno de los emblemas de la revista Pares y Profanos, por ejemplo) le pasó la mitad de las cosas que a la protagonista de la cinta, podemos comprender algo de sus agitadas andanzas y admirar un poco su cordura. Familia disfuncional Aquí se nos cuenta la historia de Aria Bernadotte (Aria fue el nombre con el que anotaron a Asia), hija de Yvonne, una pianista alocada, y Guido, un actor supersticioso e irracional. Tiene dos medias hermanas, una por cada lado: Lucrezia por el paterno y Donatina por el materno. Cuando la violenta pareja termina (violentamente), Aria se convierte en una oveja negra, quizás porque sus padres ven en ella el testimonio de aquella convivencia tóxica. Así, le toca pasar esos años duros (en los que la crueldad de los niños empieza a mutar en la excitación adolescente), viviendo entre las casas de sus progenitores, sin ser “la preferida” en ninguna, de donde la van echando alternativamente a causa de sus “desacoples” con los respectivos estilos de vida: el hedonismo irresponsable de la madre, el egoísmo narcisista del padre. La escena en que Aria es cuidada y arrullada por travestis, drogadictos y punks es digna de un cuento de hadas oscuro. Porque encima estamos en los ‘80, en medio del vértigo de las drogas, la música “moderna” de entonces y esos vestuarios estrambóticos que convierten a Aria y su mejor amiga Angelica (la “normal” de las dos, según ella misma) en una versión menos inocente de Blossom y Six. Después de todo, se trata en el fondo de una historia de coming-of-age, que siempre lucen mejor en plan retro. Expresionismo Algún espectador puede sentir cierto malestar: de hecho, no falta quien se levanta de la butaca. La cuestión pasa tal vez por una estructura narrativa episódica y, fundamentalmente, por un tono expresionista que va del guión al registro actoral. Si creíamos que los italianos son expresivos, acá eso alcanza otro nivel: la violencia, los gritos y golpes, las palabras que lastiman, son el ecosistema en el que Aria se mueve como un pez impávido en una pecera extraña, un entorno desfasado. Pero cuando entendemos que estamos ante el relato de una niña, con toda su carga de subjetividad, empezamos a comprender el sesgo y la estructura. Y en el fondo, quizás haya algo de eso que da el recuerdo, esa “estilización” de situaciones y momentos (también están enfatizados los de felicidad, que los hay): ahí quizás se escape algo de la Asia niña. La música es otro paisaje, otro entorno vivo, que se articula entre el score gestado entre la directora y Brian Molko de Placebo y las canciones de aquellos años: de la crudeza punk a los teclados de la new wave. Al límite Algo dijimos de las actuaciones, por lo que es todo un desafío sacarles matices a esos personajes. Nada funcionaría sin la pequeña Giulia Salerno: ella vuelve creíble el dolor de Aria y nos hace empatizar con ella. Del otro lado del cartel, Charlotte Gainsbourg vuelve a meterse en otro de sus personajes excesivos y reventados: deliciosamente detestable. Y Gabriel Garko sostiene el verosímil de su Guido: esperemos que la relación de la realizadora y su padre, el también director Dario Argento, haya sido un poco mejor que la aquí plasmada. Alice Pea como Angelica y Carolina Poccioni en la piel de Lucrezia (la villana perfecta) hacen lo propio para redondear este cuento, al igual que la novedad en el cast: Anna Lou Castoldi, la hija mayor de Argento, como Donatina. Con estos elementos, Argento nos lleva a su universo particular, y a un tiempo especial: una era de pureza, en la que los excesos y los tatuajes estaban en la piel de los otros, cuando el ángel de la guarda podía ser un gatito y no algo tatuado en lugares impropios (el lector puede googlear fotos de Asia), cuando un trauma podía ser la demora de los pechos en crecer (al menos en eso, la morocha pudo quedarse tranquila). En definitiva: los peores mejores años de la vida.
La voluntad de los que sueñan “Tomorrowland” es una obra exótica en el horizonte cinematográfico actual, como resultado de la cruza de varios discursos y mitemas. Y es más exótico que la Fábrica de Sueños albergue esta peculiaridad (o no tanto, siendo que propició revisionismo de su mitología en “Maléfica”, por ejemplo). En algún punto, es una película de Disney: se siente la presencia desde el propio título, que es el de uno de los parques en los que la empresa del tío Walt reflejó su visión optimista del futuro (que aparece plena en la Exposición de Ciencias de 1964): entre la estética steampunk de Jules Verne, las ideas de Nicola Tesla y el “todo eléctrico” de los ‘50, el mundo paralelo hipertecnológico tiene ese aire de vieja utopía de cielos claros, trencitos magnéticos y gente volando en dispositivos individuales. También responde a una estructura “de manual”: historia ATP (o casi) con héroes infantojuveniles y villano adulto, persecución, crescendo argumental y clímax de batalla final. Pero todo eso tiene un contrapeso: la utopía choca con la ideas distópicas del nuevo milenio (con la inminencia de catástrofes geoclimáticas irreversibles), la visión de un mundo forjado por científicos se parece a las ideas que Peter Joseph mostró en “Zeitgeist: Moving Forward”, basadas a su vez en Jacque Fresco (quien soñó ciudades radiales rodeadas de campo, por cierto). La concepción del “niño envejecido en este mundo mientras el otro declina” puede recordar un poco a la “Hook” spielbergiana; por su parte, la interesante Athena es una mezcla del T-800 de “Terminator 2” con algún personaje aniñado del animé al estilo Clamp, mientras que sus rivales recuerdan por momentos al T-1000 y en otros al agente Smith de “Matrix” (pero en versión jocosa). Juego narrativo Con todo ese cóctel, Damon Lindelof y Brad Bird (también director de la cinta) hicieron una película familiar (aunque sea SAM 13). Pero contemos un poco de qué estamos hablando: ya desde el vamos nos meten en un presente que no será el de la historia, otro juego narrativo. Así se nos introducen los dos protagonistas: el primero es Frank Walker, ex niño inventor reclutado en 1964 por una misteriosa muchachita para sumarse al mundo de los Plus Ultra, un lugar fuera de esta dimensión desde donde se soñaba una utopía para nuestro mundo. La segunda es Casey Newton, hija de un ingeniero de la Nasa, a punto de quedar desocupado por la desactivación de Cabo Cañaveral (clara imagen de la caída de los sueños espaciales). Ella es la última recluta de la niña pecosa, sólo para descubrir que ese mundo de soñadores ha caído en desgracia en manos del gobernador Nix. Casey es la clave: Nix y Frank, cada uno a su manera, se han vuelto pesimistas con respecto a la humanidad; pero la muchacha rezuma optimismo, y por ahí pasa el centro de la historia. Con algunas explicaciones técnicas, el mensaje es claro: el pesimismo y el optimismo pueden transmitirse a las sociedades; por ende el voluntarismo de los que crean en la humanidad es el mejor camino de salvación para la misma. Como Casey aprendió de su padre: “Hay dos lobos que se enfrentan: uno es la oscuridad y la desesperación, el otro la luz y la esperanza. ¿Cuál ganará? Aquel que tú alimentes”. Equipo salvador La película es visualmente bonita y luminosa, alimentada por los efectos especiales de Industrial Light & Magic, la compañía que supiera crear George Lucas (hay también un homenaje a “Stars Wars”, ahora que la franquicia pertenece a Disney). Y como dijimos, el relato está bien escrito y bien llevado desde la dirección: en la base hay una película de ésas de cuando éramos más niños e inocentes (como sociedad, incluso). Pero es la capa de significaciones la que la pone interesante. Y las actuaciones, por supuesto, concentradas en un elenco reducido y solvente. Empezando con el siempre rendidor George Clooney como Frank, prolijo en su rol de “vicehéroe”. La ascendente Britt Robertson (que fue heroína romántica veinteañera en “El viaje más largo”) es creíble como una Casey adolescente, curiosa y aventurera. Hugh Laurie, maestro en caras de malhumor y misantropía cuando fue el doctor Gregory House, está comodísimo en el rol de Nix. Pero quizás la revelación sea Raffey Cassidy como Athena, un personaje que se mueve entre la acción pura, el humor y el sentimiento (ella es la clave en la historia de Frank). Como secundarios, aparecen el cantante folk Tim McGraw como Eddie, el papá de Casey; el paso de comedia violenta de Kathryn Hahn y Keegan-Michael Key en la tienda de memorabilia, y Thomas Robinson como el Frank niño, protagonista de varios flashbacks. Junto a ellos, un toque de gracia de Pierce Gagnon (Nate, el hermanito de la heroína) y Matthew MacCaull (el androide con cara de presentador de televisión). Así se monta un viaje en reversa desde nuestras ideas sobre el futuro a las que teníamos cuando el mundo era más amigable... pero una reversa para tomar impulso y proyectarse hacia adelante.
Un viejo héroe involuntario La pregunta en el origen podía ser la siguiente: ¿era posible que una saga como “Mad Max” sobreviviese al siglo XXI? Pensemos por un lado que el futuro postapocalíptico que se planteaba en 1979 le pegaba cerca a nuestro presente, y todavía estamos más o menos en la misma (aunque nos esforzamos en que el apocalipsis pase de una u otra manera). Por otro lado, la estética en la que se había adentrado durante los ‘80 era... ochentosa, entre la imaginería de cierto heavy metal, el glam tardío (recuerden a Tina Turner en “Más allá de la Cúpula del Trueno”) y ciertas ideas de artistas del cómic europeo como Les Humanoïdes Associés y su revista Métal Hurlant. La historia del policía australiano (como Miller y Mel Gibson, que lo interpretaba entonces) que enloquecía tras el asesinato de su familia y se convertía en un “guerrero del camino” solitario en medio de guerras tribales, que seguía agregando fantasmas de los que no pudo salvar junto a sus seres queridos, se basaba en la guerra por los combustibles fósiles, un tópico de su tiempo. Hoy nos dicen (por ejemplo Naomi Klein en “Esto lo cambia todo”) que el problema no es su escasez, sino que duren lo suficiente para generar un apocalipsis por sí mismos, y que otras cosas (el agua potable, por ejemplo) faltarán antes. Por cierto, cómo se gasta combustible en medio de la falta, en una saga “fierrera” mucho antes de “Rápido y furioso”. Por último, estaba el doble escollo de tener que reemplazar al Max Rockatansky por antonomasia, y por el otro, enganchar con la franquicia a una nueva generación que tiene poco vista la vieja trilogía. La apuesta Miller se preparó y tomó todos los recaudos posibles para salir airoso. Sí, la estética está, pero los recursos de Weta Workshop (la compañía de efectos especiales de Peter Jackson) se muestran ideales para reforzar el verosímil de vestuarios y situaciones de alto impacto (la persecución en la tormenta de arena, por ejemplo), junto a una cuidada fotografía (los filtros terrosos en las escenas diurnas y el look azulado de la batalla nocturna). Y la música de Junkie XL se aleja de las bandas sonoras de los ‘80. Sin sacrificar a la nafta y las batallas de “fierros” tuneados, introdujo la fertilidad y el agua como dilemas a tratar en la parte más conceptual del filme (al solitario le toca idear una revolución de pocos, como todas las revoluciones). También encontró en Tom Hardy alguien que se pueda hacer cargo del pirucho Max, en una versión más bestializada, de tanto andar solo como loco malo (que lo es), de pocas palabras, aunque se irá abriendo cuando encuentre en quién confiar. Hasta le encontró una vuelta argumental para (literalmente) hacerle “pelo y barba” y darle una imagen de héroe moderno; por las dudas, le pone un personaje potente como Furiosa en la piel de la siempre solvente Charlize Theron. Y finalmente, construyó una película que se puede ver perfectamente sin tener idea de quién es el personaje. La trama Aunque en realidad son dos películas en una, podríamos decir. La primera es la más física, con portentosas persecuciones y enfrentamientos, pero básicamente se trata de escapar hacia algún lugar seguro, o hacia la esperanza, o hacia la redención, según las perspectivas. El tramo final, sin embargo, incluye redefiniciones sobre el hogar, la idea de rebeldía para tomar control de los que administran los recursos vitales (Peter Joseph, el realizador de la serie “Zeitgeist”, estará contentísimo) y por ende el pasaje de la supervivencia a lo que podemos considerar el embrión de la acción política. El solitario y enloquecido Max se ve capturado por los pálidos War Boys, que lo etiquetan como “dador universal de alto octanaje”, ya que necesitan sangre para prolongar su “vida media”. Este grupo está liderado por Immortan Joe, un anciano que se vende justamente como inmortal, líder de la Ciudadela, un lugar lleno de desarrapados que lo endiosan y a los que les mezquina el agua. Joe manda a una de sus Imperatores (generales), Furiosa, a buscar combustible a Ciudad Gasolina, pero en realidad es la oportunidad de la guerrera de darle escape a las bonitas “hembras reproductoras” del cacique. Éste inicia la persecución, y el War Boy Nux se lleva a Max como si fuese una “bolsa de sangre” portátil. Así, el protagonista viajará contra su voluntad al teatro de la batalla, donde tendrá su oportunidad de ser un héroe contra su voluntad. El elenco Hardy quizás es demasiado carilindo, pero lo suficientemente firme para ponerse a Max al hombro. Theron, por el contrario, luce tan sólida como siempre y encima demuestra que aun rapada, roñosa y manca es esencialmente bonita. Nicholas Hoult sigue demostrando que es más que “Un gran chico” y forja un Nux entre pelotazo y querible. Del otro lado, Hugh Keays-Byrne como Immortan Joe encabeza un numeroso grupo de secundarios. El grupo de las esposas es de lo más interesante: dueñas de la belleza que pide el papel, construyen personajes con espesor. Las ascendentes Zoë Kravitz y Rosie Huntington-Whiteley encabezan el equipo, junto a Riley Keough (la nieta de Elvis Presley), Abbey Lee y Courtney Eaton. Con ellas, Megan Gale y Melissa Jaffer encabezan el equipo de las Muchas Madres, determinante en el tramo final. Los viejos fans y los nuevos espectadores pueden dormir sin frazada: el protector menos pensado cabalga los caminos, listo para salvar el día.
Salvar el alma y la familia El universo nos resulta conocido. Irlandeses, como en tantas películas, tan parecidos a los italianos en Estados Unidos (Scorsese filma sobre ellos cuando no lo hace sobre su propia estirpe): igual de católicos (con su juego de culpa y expiación) y parte de la “vieja escuela” mafiosa. También algo de western: el guerrero solitario que se enfrenta a su propia banda, con pocas o nulas chances, pero con esa única opción. Y las historias sobre deudas de sangre que sólo traerán más sangre pero están destinadas a ser pagadas inexorablemente: relatos que cruzan los continentes, del Japón feudal a la Chicago de los ‘30. En cuanto al tono, imaginemos una cruza entre cintas como “Una historia violenta” de David Cronenberg (esos diálogos pausados en medio de la violencia más extrema) y esa veta que encontró Liam Neeson en los últimos años, que lo convirtió en uno de los héroes maduros por excelencia. Algo de todo eso es “Una noche para sobrevivir”. Eso y la carrera contra el tiempo que anuncian ambos títulos, el original y el que le pusieron aquí. Pero también es una historia de familias cruzadas, especulares: la historia de Shawn Maguire y Jimmy Conlon (el apellido más irlandés posible: el mismo de los inculpados retratados en “En el nombre del padre”), los amigos de la infancia que devinieron respectivamente en líder mafioso y su matón preferido. Uno formó un matrimonio feliz del que nació un hijo descarriado; el otro abandonó a su esposa y a su hijo para no arrastrarlos a la vida que “eligió”. Uno es rico, el otro vive hoy de su caridad. Hasta que un día, Danny (el hijo de Shawn) mata a unos traficantes albaneses con los que estaba por hacer negocios, y Mike (el hijo de Jimmy) es testigo de la escena. Danny querrá arreglar las cosas de la peor manera, y Jimmy mata a Danny para salvarlo. El resto es imaginable: Shawn activará todos sus recursos para vengar al retoño, a pesar de saber que fue su culpa. Y Mike deberá aceptar la ayuda del padre al que odia para salvarse a sí mismo y a su familia. Entre medio, policías buenos y de los otros, un asesino imparable y todas las fichas en contra de los Conlon, a lo largo de 16 horas interminables. Rebeldes y ejecutores Liam Neeson parece el hombre ideal para interpretar a Jimmy. En primer lugar, nadie mejor que él para hacer de irlandés, por obvias razones. Además, gracias a la saga de “Búsqueda implacable” se consolidó como modelo de veterano tiratiros que puede salir del retiro para defender hijos en desgracia, y aquí no está por debajo de eso. Por lo demás, Jimmy es un papel de esos que podrían tocarle a Bruce Willis: de los que sufren toda la película y habitualmente están condenados de antemano. Joel Kinnaman vuelve, después de su paso por la nueva “RoboCop”, un poco al registro que lo lanzó a la fama como el Stephen Holder de “The Killing”: prototipo del white trash a lo Eminem, con capucha y formas de hablar semimarginales, pero a la vez con una búsqueda de superación personal (pero sin la picardía de Holder). Ed Harris se pasó la vida haciendo papeles secundarios, pero es un número que nunca falla. El tiempo le ha ido afilando los rasgos, lo que ayuda a darle a su Shawn una estampa tan temible como entradora. Su economía de recursos para mostrar el dolor de padre desolado y la ira de un vengador no deja de ser intensa. En el caso de Common (que viene de un papel secundario en “Selma”), quizás no tenga tanto margen para lucirse, pero lo importante en su caso es la estampa que le aporta a Price y su actuación física como asesino (por ejemplo, cuando cambia los cargadores acostado en el piso). Él es a Jimmy lo que el T-1000 al T-800 en “Terminator 2”: el modelo más nuevo, todoterreno, que busca “discontinuar” al anterior. Por último, Vincent D’Onofrio hace lo suyo con el detective Harding (necesaria contracara del pistolero, el policía honesto y con códigos), aunque no pueda expresar tantos matices como en su publicitado Wilson Fisk en “Daredevil” (es curioso cómo cada vez más actores de renombre eligen mostrarse en series premium). El resto del elenco acompaña, con las apariciones de Génesis Rodríguez (sí, la hija del Puma) como Gabriela, la esposa de Mike, y una pequeña gran participación de Nick Nolte como Eddie, el hermano de Jimmy. Pulso urbano ¿A quién se le hubiera ocurrido poner a un catalán a dirigir una película de irlandeses en Nueva York? Quizás fue porque ya dirigió dos veces a Liam Neeson como héroe de acción, pero Jaume Collet-Serra (que se hizo conocido por “La huérfana”) se luce bastante piloteando el guión de Brad Ingelsby. No sólo porque muestra solvencia a la hora de desarrollar el relato, o por los recursos visuales que aprovecha (desde el modo de viajar de una locación a otra dentro de la ciudad al congelamiento en el fast forward y la ralentización en una sola escena clave) sino por su modo de mostrar y encontrar el pulso en el que vibra una de las ciudades más filmadas de la historia: su ojo inmigrante redescubre los rincones más oscuros, de las inmediaciones del Madison Square Garden a las barriadas negras, del metro cuando se eleva en altura a la naturaleza suburbana. La cámara se eleva para viajar o dar contexto, pero si no se mueve entre la gente, en una ciudad oscura en la que puede llover sórdidamente. Lo que demuestra que una historia bien contada no es una repetición de lo ya visto, sino un feliz reencuentro con universos conocidos.
Súper grupo de terapia “No confío en alguien que no tiene un lado oscuro”. La frase la dice en la cinta el habitualmente más pícaro Tony Stark. Y podríamos decir que es la base sobre la que Stan Lee edificó el Universo Marvel en los ‘60, en la denominada Edad de Plata. Claro, tuvo la suerte de poder empezar casi de cero (heredó al Capitán América, cocreado por su mejor compañero de trabajo, el “Rey” Jack Kirby), mientras que del otro lado Carmine Infantino se fatigaba tratando de organizar el Universo DC, con viejas franquicias que no siempre habían estado juntas. Cuando Infantino jugó la carta de la Liga de la Justicia (la reunión de sus mejores personajes), Lee le tiró con Los 4 Fantásticos, pero igual se dio el gusto de armar su propio rejunte de personalidades: Los Vengadores. Y ellos son el eje sobre el cual Marvel Studios desarrolló una de las experiencias más osadas en el cine: organizar entre sí una serie de costosos filmes como se interconectan los títulos de la editorial madre. De hecho, hasta las series televisivas como “Agentes de Shield” o “Daredevil” tienen lazos con los eventos de la primera reunión de Los Vengadores (las franquicias de X-Men y Spider-Man van por otros lados). Despliegue y contenido ¿Cómo podía hacer el guionista y director Joss Whedon para superar lo que había hecho en aquella cumbre? Por el lado visual, buscar que las escenas de acción lucieran más sorprendentes, impactantes y perfectas. Desde el extenso plano secuencia del comienzo, a lo “Birdman”, donde la cámara va siguiendo a uno y a otro personaje sin cortes en su asalto a una base de Hydra (escena que termina congelada en esa imagen de todos saltando que podría ser una ilustración de Kirby), hasta la coreográfica (y también ralentada) escena de batalla en la iglesia: un ballet visual entre los que van por abajo, los que saltan y los que vuelan. En definitiva: la puesta visual vuelve a ser impresionante, al servicio del crescendo del relato. Pero hace falta más. Whedon mete mucho contenido en dos horas y 20 minutos, logrando que además de la pura acción haya desarrollo psicológico, además de momentos de distensión humorística incluso cuando las papas queman. Así, si la primera fue un choque de egos y metodologías, acá encontramos un grupo de camaradas que deben ahora enfrentarse a sus propios miedos y traumas. Claro, ayuda el desarrollo que cada personaje tuvo en los filmes intermedios. La terapeuta forzosa del grupo será Wanda Maximoff (la Bruja Escarlata, aunque todavía no lo sepa), quien aparece aquí junto a su hermano Pietro (Quicksilver), aunque como “alterados” por Hydra; con eso los sacan del canon mutante, lo que molestará a varios fans, y Quicksilver se convierte así en el primer personaje en aparecer en dos de las sagas, ya que se lo vio en X-Men: Días del futuro pasado. La era del trauma Pero no nos pongamos nerds y volvamos a lo nuestro. Rescatado el cetro de Loki de las manos de Hydra, Stark descubre que de él se puede desarrollar un sistema de inteligencia artificial que coordine su legión de robots (en eso trabajaba la oscura organización). Pero siempre algo sale mal, y la mente se vuelve autoconsciente como Ultrón, y decide reorganizar el mundo a su manera: quizás es la psicología menos trabajada en la película, pero de todos modos se entiende lo que quiere hacer, y no es bueno. Como su ayudante, Wanda jugará con las mentes de los Vengadores, exponiendo su lado oscuro, lo que trataban de tapar para sí mismos y para los demás. Así, el controlador Stark (Iron Man), teme en secreto no poder salvar a sus compañeros y al mundo; Steve Rogers (Capitán América) sigue sin poder tener una vida, ya que dejó la suya en la década del '40; Thor carga con la sangre de compañeros asgardianos caídos; Bruce Banner tiembla de sólo pensar en convertirse en Hulk (y más después de hacerlo), lo que lo aleja de la vida normal; y Natasha Romanoff (Viuda Negra) sigue peleando con su condicionamiento de asesina (y con otras cosas que también la alejan de la opción de una vida normal, y de realizar cariñosas intenciones con Banner). En el medio de este panorama aparece Clint Barton (Hawkeye): el que se siente a veces demasiado “común” entre tantas glorias, demostrará que puede llegar a ser el cable a tierra para el grupo. En equipo Para eso, el elenco tiene que funcionar como un todo más que como lucimientos personales: Robert Downey Jr. hace un Stark menos expansivo, Chris Hemsworth un Thor divertido y acoplado y Mark Ruffalo un Banner muy humano. Mientras que Chris Evans está bien como ese Capitán América que no demuestra casi nada, Scarlett Johansson le sigue agregando matices a su Natasha, y Jeremy Renner expande más que nunca a Hawkeye. En el viaje los acompañan, con más a o menos tiempo en pantalla, Samuel L. Jackson (Nick Fury), Aaron Taylor-Johnson (Pietro), Elizabeth Olsen (una Wanda con aires de cantante de power metal), Claudia Kim (Dra. Helen Cho, lejos de la Khutulun de “Marco Polo”), Paul Bettany (un poco apretado en su nuevo rol de Visión), Cobie Smulders (agente Maria Hill) y Don Cheadle (James Rhodes/War Machine). A ellos se suman cameos de otros personajes de la saga, y como sorpresa está una de las mejores apariciones de Stan Lee en una película marveliana (ahora sí, los nerds saben lo que significa “Excelsior”). En definitiva, Whedon lo hizo de nuevo: convencernos de que un montón de disfrazados poderosos se parecen más a nosotros de lo que creemos. Ahora, a esperar el tercer ciclo de la saga.
El miedo en la era de la GoPro Hace 16 años, Eduardo Sánchez fue parte de una pequeña revolución. “El proyecto Blair Witch” sacudió el mundo cinematográfico con su bajo presupuesto y su premisa de contar la historia a través de las found tapes (cintas encontradas): aquellos exploradores sufrían su miedo ante las cámaras portátiles y el terror estaba en lo que no se veía, en lo que estaba fuera de foco, en la sacudida de la imagen que, según el tremendismo de algunos medios, iba a llevar a los espectadores al mareo y al vómito. A partir de ahí, la línea de trabajo de las found tapes anduvo cerca del terror y el thriller psicológico (por ahí estuvo la saga de “Rec”, dirá algún fan), aunque el terror estuvo dominando por los japoneses y sus fantasmas goteantes en la era post “Scream”. Las found tapes encontraron un problema: es un gran desafío contar todo desde las cámaras subjetivas de los personajes. Quizás una de las mejores experiencias sea “Cloverfield”, entre la brutalidad de la bestia y la belleza de la historia oculta en la grabación previa de la cinta... algo que en la era del video digital es imposible por cómo funciona el sistema. Por esa dificultad, muchas veces se juega con el mix de cámara subjetiva y “narración onmisciente” (“la cámara que no se ve”): así surgió por ejemplo la saga de “Actividad paranormal”, que aprovecha la posibilidad del video digital de grabar una habitación durante toda una noche. Pero estamos en la era de YouTube, lo cual facilita la explicación de por qué alguien tendría prendida una cámara en un momento de peligro. A ese verosímil ayuda también la aparición de las cámaras deportivas, con GoPro como marca fundamental, nacidas para usarse en deportes extremos y acuáticos, pero que han entrado con su estética de fijación y gran angular a los videoclips y otras producciones. En este juego, entre las nuevas estéticas y un dispositivo de época que se torna central en el relato (pensemos cuando salió “Celular”), tenían que dar el salto al cine. Lo obvio y lo nuevo En la estructura narrativa, la base es clásica en el terror a la americana: un grupo de jóvenes despreocupados se embarca en su jolgorio hacia lugares alejados y desconocidos. Como en “Sé lo que hicieron el verano pasado” atropellarán “algo” por ir paveando en auto a la casa del bosque de un tío de dos de ellos, que curiosamente no deja que nadie vaya allí. Ya los títulos de entrada (otra cosa que se está volviendo común en el género, que suele meternos en tema) hablan del Sasquatch o Piegrande, así que ya venimos prevenidos. Los muchachos son un grupo mixto de cinco (impares, ya estamos mal): la parejita de Dora y Matt, la de Todd y Elizabeth (él negro, ella pelirroja, escena hot... carne de cañón para cualquier monstruo o asesino): y Brian, el hermano de Matt, fanático de las cámaras (profesionales, handycam y obviamente GoPro) y de viralizar cualquier cosa que pueda capturar. Él está destinado a ser el ojo subjetivo, así que muchas veces estará fuera de campo pero llevando la acción. La cosa viene medio sospechable, hasta que el grupete empieza a ser asediado por lo que, a todas luces, es un Sasquatch. Ahí, la cuestión se pone medio tradicional, aunque habrá un par de giros argumentales para sorprender en el final. Terror difuso En general, los chicos despreocupados prestos a ser asesinados o salvarse con las uñas no suelen ser personajes que consagren actores. Sí, Neve Campbell la pegó con la saga de “Scream”, y al cuarteto de “Sé lo que hicieron el verano pasado” (Jennifer Love Hewitt, Sarah Michelle Gellar, Ryan Phillippe y Freddie Prinze Jr.) no le fue nada mal, pero son excepciones (Heather Donahue de “El proyecto Blair Witch” tuvo su momento de gloria). En principio parece que este grupete de amigotes no recibirá un impulso especial, pero ahí están, llevando la historia, Chris Osborn (Brian), Dora Madison Burge (Dora), Samuel Davis (Matt), Roger Edwards (Todd) y Denise Williamson (Elizabeth). Después de todo, tampoco tienen mucho para hacer más que pelear, gritar o morirse, cuando la cosa se pone peluda... literalmente. Lo que hace andar a este relato un poco tradicional (cosa que no impide que funcionen las cintas de este ramo, así que el guionista Jamie Nash puede dormir tranquilo) es justamente el juego visual, que pasa de la narración externa a cada vez más imágenes de las varias cámaras de Brian y sus amigos. Ahí volvemos al terreno que dijimos antes: a la criatura se la “sospecha” más de lo que se la ve, entre el follaje, el fuera de foco y el verde de la visión nocturna. De ese modo, Sánchez logra llevarnos al escenario que lo consagró, en una era donde se vuelve más verosímil pero al mismo tiempo menos sorprendente. Quédese tranquilo, amigo lector: su vecino de butaca no vomitará sobre usted. Y si siente que está en peligro, apriete el botón de “rec” antes de salir corriendo.
Desventuras de un laburante El folclore judío de la Mitteleuropa es generoso en historias de sastres (y oficios similares) que reciben una gracia de algún desconocido que termina siendo un ángel, en parte como compensación de las penurias cotidianas. En ese basamento se apoyaron Thomas McCarthy (también director) y Paul Sado para disparar el guión de “En tus zapatos”. La cinta arranca a principios del siglo XX, con una reunión secreta de inmigrantes hablando en ídish sobre problemas con un propietario inmobiliario, piden al zapatero del grupo que ayude, entregándole una muestra del calzado del sujeto en cuestión. Puesto manos a la obra, le contará a su hijo que su padre ayudó a un vagabundo y al otro día encontró una máquina de coser suelas como regalo de “un ángel”. Ya en el presente, nos encontramos con Max Simkin, zapatero del Lower East Side neoyorquino, en una zona que está cambiando a nivel inmobiliario. No se preocupa tanto por eso: está peleado con su vida y con el trabajo que heredó de su padre, que lo abandonó con una madre que ahora está bastante “perdida” en el tiempo y el espacio. Hasta que un día un gángster negro le deja sus zapatos de cocodrilo y, cuando se le rompa la máquina, tratará de coserlos con un viejo aparato que encontró en el sótano. Como el lector podrá ir imaginando, esa es la máquina de sus ancestros, y el poder que tiene es el de dar la apariencia del dueño del calzado con ella reparado. Con ese disparador, Max se meterá en una serie de aventuras que lo involucrará primero con el hampón y de allí con una trama que lo unirá con la chica que desde el primer momento está llamada a ser el interés romántico del protagonista: una activista barrial latina llamada Carmen, de entrada la contracara de Taryn, la novia del vecino. Algo visto Y ahí entramos en el problema. Porque a la media hora la trama está medio previsible (al final la vecinita termina siendo menos importante de lo esperado, lo único) y vista, en muchos casos en otras películas estelarizadas por el propio Adam Sandler. Dentro de cierta línea de “comedia edificante”, donde un elemento sobrenatural (como el control remoto en “Click”) rompe la vida cotidiana, dispara las desventuras y hace que el protagonista se encuentre a sí mismo y decida cambiar su destino mientras ayuda a otros. Sí, también hay algo de ese ADN en filmes como “La vida secreta de Walter Mitty”, donde Ben Stiller es el soltero cuarentón y rutinario. Es cierto que después la historia se abre para otros lados, donde Max tiene que ser el héroe de la jornada y se revelará el enigma de su padre. Pero todo eso de una manera un poco desaforada y forzando el verosímil. Otro tema es el recurso de “continuidad” del protagonista: un sobretodo y una bufanda que le fueron obsequiados son los elementos que le dice al espectador que ese es efectivamente Max, aunque sólo en un par de casos tomará la apariencia de personajes que entran en la trama. Alguno dirá que es medio de dibujo animado, pero digamos que funciona. Figuras En medio de todo esto, un elenco con figuras la pilotea, con más o menos posibilidad de lucirse. Steve Buscemi es uno de los que más tiempo en pantalla tiene, como el barbero Jimmy (también con algunas revelaciones), vecino de la zapatería. Dustin Hoffman como Abraham, el padre de Max, apenas hace un par de apariciones en piloto automático. Melonie Diaz luce bonita y auténtica como Carmen, la heroína ideal para este filme, mientras que la incombustible Ellen Barkin construye una villana de manual en la piel de Elaine Greenawalt, magnate inmobiliaria. Por su parte, Cliff “Method Man” Smith plantea a su Leon Ludlow como un gánster de manual (casi en el límite de la estigmatización, podría decirse desde el progresismo). Por último, Lynn Cohen tiene algún momento como para enternecer encarnando a la mamá de Max, mientras que Kim Cloutier genera curiosidad como la bella vecina. El disparador para el director y guionista, según contó él mismo, fue la idea de que para comprender a alguien, hay que haber caminado en sus zapatos (que no viene de la tradición judía, sino de los sioux de las Grandes Praderas). Bueno, eso no tiene nada que ver con el argumento. Pero hay una puerta abierta a la secuela, por ahí a lo mejor todo se desarrolla ahí.
Un detective suelto en la Era de Acuario Paul Thomas Anderson estuvo nominado al Oscar por “Petróleo sangriento”, y se tomó cinco años hasta estrenar su siguiente filme, la sinuosa “The Master”, donde inició sociedad con Joaquin Phoenix (y de paso cargaba de forma semidirecta contra la Cienciología, el culto de Tom Cruise y John Travolta, entre tantas estrellas). En ese mismo año, 2012, Thomas Pynchon lanzó “Inherent Vice”, una novela extraña, destinada a encontrarse con esa veta sinuosa de Anderson: sinuosa y vintage, como en los tiempos de “Boogie Nights”. A Pynchon se le había ocurrido un policial negro ambientado en Los Ángeles pero en el año ‘70: son las postrimerías de la Era de Acuario, y los tiempos del amor libre, las drogas y el hippismo demoran en esas playas su partida, mientras que la sombra de Ronald Reagan levanta vuelo desde la gobernación del Estado. Matrices cruzadas ¿Cómo podría el director negarse a esa materia prima? Hollywood siempre amó los policiales negros surgidos en su propio terreno: de “Sunset Boulevard” a “Los Ángeles al desnudo”, pasando por “Barrio Chino” y “La Dalia Negra”. Probablemente en ningún lugar como la metrópolis californiana se cruzan el show business, la política, la mafia y los vicios. Y la marca del noir está en los nombres memorables de algunas damas: ¿cómo va a aspirar a algo un personaje llamado Penny Kimball (la siempre elegante Reese Witherspoon), cuando su rival en el corazón del protagonista se llama Shasta Fay Hepworth (adorable y seductora Katherine Waterston)? ¿Cómo no va a narrar la historia una cuasividente llamada Sortilège (la revelación de Joanna Newsom)? ¿Cómo el “PI” no va tener una secretaria llamada Petunia Leeway (simpática Maya Rudolph, esposa del realizador), o cruzarte con una niña inolvidable llamada Japonica Fenway (la vistosa Sasha Pieterse)? Pero acá el vicio parte del título (que en el original hace referencia a un término del derecho marítimo: algo que el seguro no cubre por las características de la carga). Las situaciones más inverosímiles están veladas por el humo de la marihuana, así que a lo accidentado de la trama (¿cómo funciona la mente de un detective fumado?) se le suman situaciones y tonos propios del humor de Judd Apatow y sus amigos y seguidores: quizá la presencia de Owen Wilson sea un link con eso (Scorsese puso a Seth Rogen en “El lobo del Wall Street” un poco por lo mismo). ¿Pero qué mayor homenaje a “Sunset Boulevard” hubo que “Mulholland Drive” de David Lynch? Algunos quisieron ver elementos alucinatorios u oníricos en “Vicio propio”, pero desde el vamos se destaca que Doc no consume heroína ni cosas raras. Lo que sí puede haber es cierta carga de elementos inverosímiles mezclada con objetos recurrentes: las tarjetas de crédito o los collares van dejando otro camino de rastros a seguir. Peripecias Pero el lector se dará cuenta de que no hemos hablado mucho de la historia. Es que tratar de resumir al menos una parte sería imposible. El comienzo es de manual: la ex novia del investigador viene a buscarlo para pedirle ayuda, mientras la mutua amiga funge de narradora en off. Shasta Fay luce diferente a sus tiempos hippies, puesto que ha devenido amante de un rico emprendedor inmobiliario, vinculado con motoqueros racistas (son tanto los tiempos de los Hell’s Angels como del Clan Manson, por cierto) y sabe que la esposa de éste y un amante planean sacarlo del medio para quedarse con todo. Cuando desaparezca tanto la chica como el magnate, Larry “Doc” Sportello (tal el nombre del héroe: un eficiente Joaquin Phoenix de patillas a lo Wolverine) empezará a buscar puntas de un caso que aparecen aquí y allá, involucrando al FBI y al Colmillo Dorado, un misterioso cartel que aúna la droga, las “reparaciones” y la recuperación. En el medio, personajes peculiares como el detective de la Policía Christian “Pie Grande” Bjornsen (el archienemigo de Doc, en manos de un lucido Josh Brolin), el abogado Sauncho Smilax (Benicio del Toro, de taquito) o el dentista Rudy Blatnoyd (alocado Martin Short), que complican al espectador al punto de que algunos abandonan la sala durante la proyección, algo azorados por la “falta de formato” y las idas y vueltas de la trama. Quizás la mejor actitud para verla sea reclinarse con cara de asombro como el fumado detective, esperando que cada recoveco nos traiga una nueva información, disfrutando del encuentro de cada situación o personaje. Tiempos dorados La fotografía de Robert Elswit busca poner el tono justo entre la soleada California y su vida nocturna de carteles de neón y neblinas oceánicas. La música de Jonny Greenwood coopera con las canciones de época para transportarnos a esa bisagra en la cultura estadounidense, algo que muy bien hace el equipo encabezado por el diseñador de producción David Crank (dirección de arte de Ruth De Jong, decoración de set de Amy Wells y vestuario por Mark Bridges): siempre tiene alguna trampa animar tiempos pasados pero recientes. En definitiva: una película para dejarse llevar, para encontrarse con los resabios de una era dorada, tan dorada como la piel de una chica sin corpiño en una playa de California, cuando el mundo era menos cínico.
Más allá del Muro La trilogía “Divergente”, escrita por Veronica Roth, está entre las más renombradas sagas de una camada que viene a meter la ciencia ficción en el mundo de la denominada literatura juvenil, en la que la fantasía (épica o gótica) tenía mucha presencia. Suzanne Collins hizo punta con la saga “Distritos” (“Los Juegos del Hambre”, para todo el mundo), en un tríptico que suma a “Correr o morir” de James Dashner. En el camino (especialmente Collins) refrescaron la vieja ciencia ficción, discutiendo algunas problemáticas actuales o transhistóricas, como hizo el género en sus mejores días. De yapa, para el cine estas sagas son una oportunidad única: sumar una franquicia exitosa con sus propios fans a la posibilidad de poner jóvenes bonitos de ambos sexos, escoltados por figuras prestigiosas en los papeles adultos. La saga “Divergente” se constituye en una contracara de la de Collins, en algunos puntos. Si “Los Juegos del Hambre” recurre al futuro distópico para meterse con temas candentes (la guerra de propaganda y las manipulaciones de la comunicación), aquí se retoman viejos problemas de la ciencia ficción y del debate político desde mediados del siglo XX, vinculados con la contradicción entre individualismo y colectivismo y las posibilidades de una organización (ideal o nefasta) que permita el desarrollo humano sin conflicto. Tablero en movimiento Ya entrando en cuestión, en “Insurgente” (que como buena segunda parte pasa de la exposición del tema al desarrollo de la trama) veremos cómo la protagonista Beatrice “Tris” Prior endurece su corazón, contra la piedad infatigable de Katniss Everdeen: mientras Katniss mantiene su humanidad en la guerra despiadada, Tris debe moderar su voluntad de venganza por el asesinato de sus padres y al mismo tiempo luchar contra su convicción de que todos los que se le acercan terminan mal. La acción arranca poco después de la primera parte, con Tris, Tobias “Cuatro” Eaton, Caleb y Peter escondidos en la agraria comunidad de Cordialidad, mientras Jeanine (la líder de Erudición, villana tecnócrata que se ha hecho con el poder) los culpa del ataque a Abnegación en el que ella misma manipuló a la tropa de Osadía. Los “divergentes” (aquellos cuya personalidad encaja en más de una facción, como Tris y Cuatro) parecerían ser el cáncer que puede corromper el organizado sistema de facciones. Simultáneamente, sus tropas leales encuentran una misteriosa caja que los padres de Tris tenían escondida, que tendría un mensaje clave de los Fundadores de la Ciudad (una Chicago devastada y reconstruida a medias). Curiosamente (en la cinta no se explica mucho el por qué, quizás sea una mancha en el guión) sólo un divergente puede abrirla, pasando por una serie de simulaciones de las cinco facciones. Así, se desplegará un ajedrez entre la nueva autócrata, la jovencita que se perfila como su antagonista, los Sin Facción y su inesperada líder, y las revelaciones que puedan surgir sobre el origen del sistema y lo que aguarda más allá del Muro que rodea a la Ciudad. El giro final, en parte, recordará un poco a “Correr o morir”, y subvertirá las convenciones sociales. Reinas y peones Brian Duffield, Mark Bomback y el veterano Akiva Goldsman adaptan el guión mientras que Robert Schwentke reemplaza a Neil Burger en la dirección, quizá para aportar más intensidad al juego de intrigas y alianzas (aunque algunos le critiquen las escenas de acción, como el tiroteo del principio). Las oníricas escenas de realidad virtual tienen también un despliegue visual a la altura de su importancia (al punto de ocupar algunos afiches promocionales). Lo que vale para los personajes vale para las actrices: Shailene Woodley, privilegiada con un notorio protagónico femenino, tiene más cara de buenita que Jennifer Lawrence, lo que patentiza las tensiones que consumen a Tris. El corte de pelo endurece sus facciones redondeadas, y la acerca a todo lo letal (en el mal sentido) que se siente. La narración va muy rápido como para que no pueda explayarse en romanticismos con el Cuatro que compone Theo James, más allá de una escena que promete más de lo que muestra. James es eficiente también, más allá de su aspecto de “galán para muchachuelas” digno de la saga “Crepúsculo”. Entre los dos llevarán el relato a cuestas, aunque los villanos pueden hacer dulce con sus personajes. Desde Kate Winslet con su Jeanine Matthews, elegantemente maléfica, hasta Miles Teller (ahora cotizado por su actuación en “Whiplash”) como el taimado, traidor, detestable y gracioso Peter. En el medio, Naomi Watts aparece como Evelyn, la madre de Cuatro, que reaparece en su vida y trae consigo una oscuridad que promete desarrollarse en próximas entregas (al igual que con “Los Juegos del Hambre: Sinsajo”, “Leal” estará dividida en dos partes). Jai Courtney no brilla como el malévolo Eric, pero tampoco tiene mucho tiempo en pantalla. Zoë Kravitz repite como Christina y Maggie Q como Tori, pero también la historia les quita momentos. Ansel Elgort como Caleb (hermano de Tris) podría lucirse un poco más. Vale destacar también la aparición de Daniel Dae Kim (conocido por la serie “Lost”) como Jack Kang, líder de Verdad, y los cameos de Ashley Judd y Tony Goldwyn como Natalie y Andrew Prior. El futuro luce promisorio pero misterioso. Las verdades aguardan más allá del Muro.