Mi vida sin mí misma La crónica periodística (que es externa al hecho artístico) nos dice que Richard Glatzer, uno de los guionistas y directores de “Siempre Alice”, murió un día antes del estreno en la Argentina. Glatzer, marido del otro director, Wash Westmoreland (con quien tuvo un hijo), falleció a a causa de la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), la enfermedad de Stephen Hawking (retratado en “La teoría del todo”). Así que seguramente el aura de la declinación y muerte anunciada en el seno de la pareja y la familia permeó y cargó de una sensibilidad especial esta última obra en conjunto. La diferencia radica en que el guión que hicieron sobre la novela de la neuróloga Lisa Genova (que también algo conoce sobre estos temas) trata sobre el Alzheimer, que es como el camino inverso. El Alzheimer es como la ELA de la mente: lo que se pierde no es la movilidad sino el para qué moverse. Imposible no pensar en Hawking, cuando la protagonista de “Siempre Alice” es también una académica, en su caso una lingüista. Tanto peor: alguien cuya vida gira en torno al lenguaje, enseguida se dará cuenta de los primeros síntomas de la enfermedad, vinculados con el extravío del discurso y la pérdida de las palabras. Fuera de foco El personaje que le valió a Julianne Moore el Oscar a la Mejor Actriz es Alice Howland, profesora de la Universidad de Columbia, casada con John, médico y también académico. Tienen tres hijos: la perfecta y puntillosa Anna, abogada y felizmente casada; el estudiante de medicina Tom; y la “díscola” de la familia, Lydia, radicada en Los Ángeles para dedicarse a la actuación. El relato presenta de manera “elegante” los primeros síntomas, mechando desde el principio los juegos de palabras que comparte con su hija mayor y alguna otra instancia que será clave después. Cuando decimos “elegante” nos referimos a la búsqueda por evitar el golpe bajo, y no caer en cierta línea hollywoodense (casi un subgénero, para algunos) donde algún personaje arrastra una enfermedad terminal y tiene que legar algo más o menos edificante (la crítica posicionaría por allí a “La fuerza del cariño”, “Flores de acero” o “Quédate a mi lado”). Tampoco es que la búsqueda sea más edificante que seguir siendo Alice (por ahí va significado del título original y más o menos del local) el mayor tiempo posible. Ésa es la gran batalla de Alice: sus hijos son grandes y no tiene que planearles la vida, y no piensa en lo que hará su marido después (que podría). Más que “Mi vida sin mí” (título de un filme de Isabel Coixet) acá sería “Mi vida sin mí misma”: cómo lidiar con la pérdida de las memorias que nos constituyen y de lo que hemos sido, de los vínculos que nos definen, hasta perder la relación con el mundo. El final se pone duro, sí, pero mantiene la misma dignidad que busca la protagonista. El arte de los directores a la hora de rodar está en los planos cortos y la fotografía naturalista, que tanto gusta en el cine estadounidense de estos últimos tiempos: incluso hay una cámara desde la nuca, uno de los planos que (como solemos repetir en estas páginas cada tanto) Darren Aronofsky tomó de los hermanos Dardenne (ver el pasaje de “Rosetta” a “El luchador”). Esa mirada aporta calidez y extrañeza en los contraplanos abiertos (los alumnos que no entienden nada, por ejemplo). Pero lo más interesante está en algo tan sencillo como el juego con la profundidad de campo para desenfocar el fondo y mostrar el extravío, el desconocimiento del entorno de Alice. Matices Por supuesto que el eslabón clave del proceso está en la descomunal actuación de Moore, como la querible profesora (a kilómetros de la oscura presidenta Alma Coin de “Los Juegos del Hambre”, otro registro reciente). Como dijimos, lejos está de tener que profundizar en momentos humillantes (cuando lo hay es cuidado) o esas actuaciones por las que la Academia suele dar el premio, con discapacidades motrices o intelectuales severas. La maestría está en los matices del miedo y la angustia, por momentos existenciales, pero más severamente cotidianos (acercarse un poco aunque sea a lo que siente quien de golpe desconoce la calle que recorre siempre, o la disposición de las habitaciones de la casa). Y también en el humor, en la aceptación de decir “esta cosa amarilla” a un fibrón flúo, en la forma de hablarse a sí misma de opciones trascendentales. El elenco acompaña bien. Alec Baldwin está discreto, sin grandes despliegues, quizás como el sparring correcto: un marido que no huye despavorido pero que a veces no termina de lidiar con la situación. Kate Bosworth luce muy bien como Anna, la correcta hija mayor, la que carga con cierto karma de familia. Pero la que se destaca en ese panorama es Kristen Stewart como Lydia, la hija más caótica, pero la de mejor sintonía con el proceso. La chica de los dientitos demuestra su valía con detalles mínimos: la manera de sacarse un mechón de la cara en la playa ventosa, por ejemplo. Stephen Kunken le pone al neurólogo Benjamin un toque de humanidad, sin subestimar ni desdeñar a su paciente. Shane McRae (Charlie, marido de Anna) y Hunter Parrish (Tom) completan el elenco principal. Varias veces hicimos referencia en este texto a cosas pequeñas, detalles, gestos. Y quizás eso es la vida: un puñado de pequeñas cosas que nos construyen. Por eso, nada nos daría más miedo que perderlas.
El genio que ganó una guerra Estamos en una temporada llena de biopics y cintas “basadas en hechos reales” que disputarán premios de la Academia de Hollywood (que ama estas obras; por algo al cine se le llamaba “biógrafo”): cuatro van por la Mejor Película y todos los que compiten por Actor Principal (menos Michael Keaton de “Birdman”) interpretan personajes históricos: Steve Carell a John E. du Pont en “Foxcatcher”, Bradley Cooper a Chris Kyle en “Francotirador”, Eddie Redmayne a Stephen Hawking en “La teoría del todo” y Benedict Cumberbatch a Alan Turing en “El código Enigma”. Una de las ventajas de estas películas es el rescate de figuras desconocidas para el gran público, aunque Turing nunca fue olvidado por la ciencia. Fue un matemático de personalidad conflictiva, como la de muchos genios que además saben que lo son. Fue homosexual en tiempos en que en Gran Bretaña era delito, por lo que fue puesto a elegir entre la cárcel y la castración química; optó por esta última para poder seguir trabajando, pero los efectos secundarios del tratamiento lo llevaron al suicidio. De todos modos, en 41 años se hizo tiempo para ser pionero de las “Turing machines” (las primeras computadoras) y creador del Test de Turing para probar la inteligencia de una máquina: ese es el “juego de imitación” del que habla el título original y que es disparador en el interrogatorio que habilita el relato. Hilos en el tiempo La construcción narrativa es compleja: parte de un presente (el descubrimiento de la “indecencia” del científico) para de ahí moverse entre los años formativos (de la personalidad y de su identidad sexual) en tiempos de la secundaria, y el corazón de la historia: el período de la Segunda Guerra Mundial, cuando es convocado para sumarse al “proyecto Benchtley”, la decodificación del código Enigma, un sistema mecanizado de encriptación que la Alemania nazi usaba para comunicarse, con millones de variables rotativas imposible de romper para criptógrafos humanos. El filme muestra los diferentes momentos de esa guerra de escritorio, que incluyó la construcción de una máquina criptográfica, las peleas y negociaciones con sus superiores y con el equipo de colaboradores. Entre éstos, el guión de Graham Moore sobre libro de Andrew Hodges destaca a Joan Clarke, una matemática discriminada por la academia de entonces por su condición de mujer, otra “discriminada” que hará una buena química con Turing, una pareja unida por el intelecto. Finalmente habrá un segundo “presente de la narración”, que da cierre a la biografía. Esa urdimbre de las temporalidades, bien llevadas por el noruego Morten Tyldum, sostiene muy bien las tensiones y distensiones, construyendo al personaje como un rompecabezas, o como los crucigramas que tanto le gustaban. Hay algo de desciframiento, de desencriptación paulatina, detrás de este inadaptado social, cuyas “anormalidades” (dirá Joan) son las que lo hicieron el héroe anónimo que fue. Hay “elegancia” en el tema de la sexualidad (evitando la sordidez posible y yendo por la idealidad del “amado inmortal”) y eficiente al mostrar, en varios casos con material de archivo, la guerra “real”, con sus bombardeos, sus soldados mutilados, sus barcos hundidos. Eso es clave para no perder la perspectiva de la urgencia y a la vez las difíciles decisiones más tarde. Genio y figura Todo esta maquinaria no funcionaría sin el engranaje principal: la actuación de Benedict Cumberbatch, un intérprete que vuelve a mostrar maestría en la composición del genio que se lleva mejor con números y máquinas que con la gente, pero que logra ponerse un equipo al hombro. Merecida podría ser la estatuilla, aunque muchos apuesten por Redmayne. Keira Knightley no le va en zaga en cuanto a su interpretación de Clarke, más allá de que es de esas actrices que iluminan la pantalla con sólo una de sus sonrisas, de ésas en las que luce sus dientes superiores y su labio inferior. Se lucen también Matthew Goode como el ajedrecista Hugh Alexander (la contracara de Turing, seductor y sanguíneo) y Charles Dance como el detestable comandante Denniston (el marino que busca acabar con el matemático). Alex Lawther plasma con su rostro los padecimientos del Alan adolescente, que se convertirá en el futuro rostro inexpresivo del adulto. Junto a ellos, Mark Strong compone un oscuro Stewart Menzies (el agente del por entonces más secreto MI6, la conexión de Turing con el máximo nivel político) y Rory Kinnear puede mostrar algunas trazas de humanidad en su detective Robert Nock, el que sin querer expone al genio al escarnio público. El cambio de las ideas sobre las identidades, junto a la desclasificación de los archivos, permite hoy que las masas conozcan a este personaje, “perdonado” y honrado por la reina Elizabeth recién en 2013. Aunque a veces demasiado tarde para ellos, la historia sabe dar su lugar a los que ayudaron a escribirla.
Reír contra los prejuicios En principio hay que aclarar que esta comedia se rodó hace dos años, antes de los últimos atentados en París y del ascenso del Frente Nacional de Marine Le Pen (que empezó antes de los atentados, valga aclarar). También hay que decir que es fácil reír con humor sobre el racismo y los prejuicios de otro lugar; lo difícil es hacer ese humor en el propio contexto. Y el caso francés es especial: con no menos de cinco millones de musulmanes, con las más diversas etnias provenientes de un pasado colonial, la sociedad francesa vive la crisis entre la “pureza” y una composición cosmopolita. A esto debemos sumarle cierto componente “culpógeno” muy francés (crearon a Robespierre y los dos Napoleón, pero los depusieron; admiraron a De Gaulle pero lo deploraron; cada generación sale a quemar París, tomar la Sorbona y hacer barricadas, pero luego reprime a la siguiente). Decepciones En ese contexto Philippe de Chauveron desarrolla “Dios mío, ¿Qué hemos hecho”, una comedia liviana en su tono pero que se mete con temas complejos. En su momento fue un éxito de taquilla, junto con “Amigos intocables” (basada en un caso de real de un blanco rico y un inmigrante que lo cuidaba). Aquí, la historia nos habla de la familia Verneuil, integrada por Claude y Marie y sus hijas Isabelle, Odile, Ségolène y Laure (todos nombres muy franceses); oriunda de Chinon, en el centro de Francia: allí Claude se declara “católico y gaullista”. De entrada vemos los matrimonios de las tres primeras con, respectivamente, el descendiente de argelinos Rachid Benassem, el judío sefaradí David Benichou, y el chino-francés Chao Ling. Demasiado para este matrimonio conservador, que no pudo casar sus hijas por la Iglesia. El relato humorístico va por dos lados: por un lado, el tironeo con los yernos y éstos entre sí. Por otro lado, la esperanza puesta en la soltera hija menor, Laure, que tiene por novio a Charles Koffi, un negro marfileño... pero de familia católica. Así, todo parecerá derrapar, más cuando se sume la familia de Charles. Familia global El humor se mueve en diálogos y situaciones políticamente incorrectas, entre la acidez del humor judío de Woody Allen y la dupla Jerry Seinfeld-Larry David (“a ver, cuál de los dos es el más semita...”), pero con cierto candor europeo. Hay algo de picaresca en las acusaciones “reales” (el que atiende el restaurante chino pregunta, ante la visita inesperada, “¿inspección de salubridad?”). De todos modos, es de notar que los tres primeros yernos, más allá de su origen, son (además de buenos ciudadanos franceses) de buen pasar y profesión (abogado, empresario y banquero, en el orden en que los nombramos): cualquier madre argentina los aceptaría... Charles es el único que desafía la cosa, porque es extranjero y actor. Uno de los temas pasa por aprender, aggiornarse en “la nueva Francia”, pero algo deben haber hecho bien Claude y Marie, porque de última sus hijas apuestan al matrimonio y la familia, en tiempos en que los europeos “puros” están un poco en otra (quizás eso tienen estos conservadores de provincia con las culturas de sus yernos). Christian Clavier, con una sonrisa forzada, ya alcanza para meternos en la comedia. Él es el eje que mueve la historia, haciendo interesantes y dinámicas duplas con Chantal Lauby (Marie) y Pascal N’Zonzi (André, el padre de Charles). Ary Abittan (David), Medi Sadoun (Rachid) y Frédéric Chau (Chao) forman un equipo imposible, tratando de salvar a la peculiar familia. Frédérique Bel (Isabelle), Julia Piaton (Odile), Emilie Caen (la hipersensible Ségolène) hacen otro tanto; Elodie Fontan (Laure) logra construir una buena química con Noom Diawara (Charles), para que sí, tengamos happy ending con triunfo del amor. ¿Cuántos de los que rieron en las butacas francesas votaron por el Frente Nacional en las últimas elecciones? ¿Cuántos lo harán en las próximas? Enigmas sin respuestas. Sólo queda reír para superar las diferencias... mientras el mundo nos lo permita.
Sangre sobre los parches Quien ha visto el trailer de “Whiplash” ya puede sentir cierta atmósfera cercana a la de “El Cisne Negro”, pero en el entorno de la exigente escena de jazz neoyorquina, o peor aún: en el mundo de los conservatorios, desde que la antigua música de la clase trabajadora afroamericana se convirtió en un objeto de la más fina formación académica, no diferente en su lógica al de la música clásica. Lejos estamos de pianistas proxenetas como Jelly Roll Morton, y de “perseguidores” extáticos y adictos como el Charlie Parker reconstruido por Julio Cortázar. El monstruo interior “¿Por qué hablamos de música si el protagonista es un baterista?”, bromearía más de un músico amigo. La batería es el instrumento que eligió Andrew Neimann, abandonado por su madre, hijo de escritor frustrado devenido en docente, para consagrarse. Tan simple como eso: este fanático de Buddy Rich sabe que quiere estar entre los grandes nombres del jazz, y está dispuesto a forzar los límites de su mente y su cuerpo para lograrlo. Así también no tiene amigos (“nunca vi realmente el uso”), y la escena en que sacrifica su noviazgo incipiente por su carrera es de una violencia quirúrgica. Pero desde el trailer se intuye una contraparte. Se trata de Terence Fletcher, el director de la Banda de Estudio del conservatorio Schaffer, el número uno de los varios grupos académicos (Andrew toca en uno llamado Nassau Band). El estricto y temido Fletcher verá potencial en el joven y lo reclutará, para luego someterlo a presiones psíquicas y físicas extremas a fin de que dé lo mejor de sí. La historia irá subiendo en un crescendo de intensidad, hasta una primera explosión y una última performance, casi sacrificial, dignas de películas de Darren Aronofsky como “El luchador” y “El Cisne Negro” (con el mismo grado de ribetes “exagerados”, para muchos). La comparación con el filme de la bailarina no es casual. Porque aunque aparezca la abominable figura de Fletcher, en realidad estamos sólo ante un catalizador. El verdadero monstruo es Andrew, capaz de sacrificarlo todo por un ideal, salpicando la batería de su sudor y de la sangre de sus llagadas manos: no hay demonio peor que los interiores. Y tampoco hay “vida civil” posible por fuera de la obsesión. Intensidades Damien Chazelle, guionista y director, se basó en sus propias experiencias: él fue baterista y también temía a su profesor. Esa pertenencia se nota en la fruición con la que muestra el entorno de la música: el humedecimiento de las cañas, el calentamiento de las boquillas, la afinación de los vientos. Y en especial de la batería: el set de baquetas, la llave para afinar el redoblante, los platillos Istambul, los parches Remo. Todo esto no se podría lograr sin el trabajo que Miles Teller (en la piel de Andrew, quien ya sabía los rudimentos del instrumento) realizó junto a Nate Lang (quien interpreta al también baterista Carl Tanner), su entrenador baterístico durante meses: gracias a eso se logró que las escenas de interpretación de obras complejas luzcan creíbles en la pantalla, y al mismo tiempo poder actuar la escena con sus diálogos. Pero el trabajo de Teller va mucho más allá, pasando del gesto mínimo (ese segundo en que su rival erra en el tempo y esboza una microsonrisa, sabiendo que tiene una nueva chance) y los momentos de estallido emocional y (auto)violencia. Por su parte, J.K. Simmons quizás haya encontrado el personaje de su vida (su papel más visible había sido el de J. Jonah Jameson en la saga de “Spider-Man” de Sam Raimi): él interpretó el mismo rol en el primer corto que Chazelle presentó en el Festival de Sundance hace dos años (que le permitió conseguir los fondos para realizar el largometraje) que lo llevó a la nominación al Oscar al Mejor Actor Secundario. Su gesto de reprobación al decir “no es mi tempo” ya nos mete en el universo del obsesivo profesor, que irá subiendo de intensidad hasta convertirse en una especie de irascible sargento instructor. Él es quien maneja la montaña rusa en la que Andrew es nuestro compañero de carrito. Valga una mención para el veterano Paul Reiser, como Jim (padre de Andrew) y la sencillamente bonita Melissa Benoist (Nicole, su interés romántico), dos anclajes a tierra en medio de la locura. Aquella música No podemos dejar de hablar aquí de la música: todo el tiempo se toca y se escucha jazz. Debemos destacar el trabajo de Justin Hurwitz en la partitura y de Tim Simonec en la composición de las obras originales de la banda, que por supuesto se suman a clásicos como el que le da título al filme (compuesto por Hank Levy) y “Caravan” (la creación de Juan Tizol para la banda de Duke Ellington). Flecher aducirá en un pasaje de la cinta que hace lo que hace para encontrar un nuevo Charlie Parker, y Andrew preguntará si no es la forma de espantarlo y que no aparezca. Quizás sean las condiciones alienantes de las que ambos participan, lo que los aleja definitivamente de una era en la que el jazz era sinónimo de creación y libertad.
La banalidad de matar y morir La última película de Clint Eastwood es muchas películas en una, podríamos decir para empezar. Seguramente también una de las que más debate generará fronteras afuera de los Estados Unidos, y alguno podrá decir que la más republicana (el viejo Clint venía disociando su militancia política de su cine). Como en la reciente “Foxcatcher” de Bennett Miller (rival en los Oscars), acá hay biopic (uno de varios este año) con tragedia y letritas blancas sobre fondo negro contando el final. Porque si bien la base del relato es la autobiografía del protagonista (el Navy Seal Chris Kyle), la historia alcanza su cierre con los sucesos posteriores a la redacción de ese libro, lo que quizás cambie el sentido de lo que la historia había sido hasta ahí. Miradas “Francotirador” trabaja a varios niveles. El primero, el plano general, nos pone en el mundo que Kathryn Bigelow nos mostró en “Vivir al límite”. Si en aquella obra el protagonista era un experto en desactivar bombas, acá tenemos al francotirador más letal de la historia. Ambos se mueven entre el trabajo en equipo y el ser lobos solitarios, aunque Kyle tiene una cierta pasta de líder. Otro punto en común, que aquí se muestra más (Bigelow era más minimalista) es la incomodidad en los períodos de estadía “civil” en Estados Unidos (esa cosa de la guerra posmoderna: los soldados rotan turnos de servicio, quizás porque los conflictos no tienen fecha de terminación visible o para que la guerra sea menos guerra). El largo flashback del comienzo recorre la “vida anterior” del soldado: la crianza de su padre texano, a fuerza de enseñar a cazar y a ser “un perro ovejero” que cuide a las “ovejas” (los débiles) de los “lobos”. Ése sería el costado más psicológico, que explica cómo un vaquero de rodeo de ideas simples decide entrar al durísimo entrenamiento de los Seals (el cuerpo de élite de la Marina): “Mira lo que nos hicieron” dirá ante un atentado anterior al del 9/11. Para el ojo atento, hay a su alrededor una calcomanía con el lema “No jodan con Texas”, emblema de George W. Bush. Como mucho del buen cine bélico, muestra la guerra “a ras del piso”, como una sucesión de misiones sin tanta articulación ni demasiados resultados necesariamente visibles (y menos en un contexto como el conflicto urbano posterior a la invasión). Entrar a Irak, matar, perder un compañero, salvarse, volver a casa, no encuadrar, volver a Irak: cuatro “tours” hizo Kyle en el Medio Oriente. Pero como a eso hay que buscarle un sentido (por parte de quien narra, sea Eastwood o Kyle en el libro), hay un eje de tensión entre “Leyenda” (el apodo que le ponen sus compañeros) y “Mustafá”, el campeón de tiro olímpico sirio que se convierte en su némesis, con quien se buscarán para dirimir un “duelo” a lo largo de años. Por lo demás, la representación visual es impactante: rodada en Marruecos, probablemente sea la más lograda trasposición al celuloide del conflicto iraquí: las calles de Fallujah o Sadr City (en Bagdad), los Renault 12 llenos de yihadistas persiguiendo los Humvees de la ocupación, la tormenta de arena, los horizontes vistos desde un dron,un helicóptero o el más terrenal nido del sniper. Recursos Eastwood no oculta el choque entre los crueles seguidores de Zarkawi (en la segunda etapa del conflicto, Irak se ha llenado de yihadistas extranjeros) y las fuerzas de ocupación que parecen no entender nada: ni el idioma, ni la cultura, ni por qué están ahí. En ese sentido, si “Vivir al límite” y “La hora más oscura” eran tan acríticas que enojaron a un par (parece que siempre estamos buscando un alegato a favor o en contra), aquí puede irritar que Kyle pelee para que “ellos” no lleguen a territorio estadounidense. Desde lo cinematográfico, el único reparo que podríamos hacer es cierta sinuosidad en el relato: algunos momentos de distensión dejan al espectador en el aire, después de tanto “corazón en la boca”. Lo mismo pasa en el final, donde lo central “se dice” con las letritas. Un final que muestra lo banal de la guerra, y que (por más esfuerzos que se hagan) la guerra queda dentro de uno. Por todo lo que dijimos, obviamente el peso actoral recae en primer lugar en Bradley Cooper, que desarrolló su físico para emparejarlo al del frogman, buscó el parecido, y logra plasmar con los recursos justos la psicología del personaje (lejos del exceso de emociones de “El lado luminoso de la vida”), demostrando el crecimiento como intérprete de sus últimos años. Su contracara no puede ser otra que Sienna Miller como Taya (parece joda, pero ella fue la esposa de Dave Schultz en “Foxcatcher”: se ve que está eligiendo bien). Morocha para parecerse a la señora de Kyle, aquella adorable pero atolondrada compañera de casa del “Keen Eddie” (la serie en la que empezó a carretear) se ha convertido en una mujer plena y firme en su composición (aunque no sea una Amy Adams, por tirar un nombre). En resumen: a los 84 años, el viejo Clint todavía puede hacer una buena cinta bélica. Quizás no esté a la altura de “La conquista del honor” o “Cartas de Iwo Jima”... o quizás la arena esté demasiado caliente como para poner la perspectiva en frío.
El humor: una redención posible Cuando Emir Kusturica pasó por Santa Fe junto a The No Smoking Orchestra, decíamos por estas páginas que “de una de las regiones más castigadas por la guerras fratricidas, salió esta agrupación cuya premisa es divertirse y divertir (...). Quienes tienen dentro de su biblioteca sonora el repiquetear de las Avtomat Kalashnikovas, o el grito despreciativo de ustacha, chetnik o muslime, saben que ‘la vida es un milagro’ y hay que ponerle música”. Lo mismo vale para el humor. Ésa es la premisa que se plantea “Con pecado concebidos”, de Vinko Bresan: poder reírse de (casi) todo, con un humor ácido, con una incorrección política que en realidad es cercana al sentido común, especialmente en lo que respecta a la Iglesia Católica. Es un humor de situaciones en un registro que se mueve entre la comedia italiana y la bizarría a lo Judd Apatow, pero con una gran humanidad que envuelve en el principio y el final la historia (que además la posicionan como flashback). El cura ingenioso El relato nos lleva al arribo de Don Fabijan, un curita recién salido del seminario, a una parroquia de una isla dálmata en el Adriático, en la Croacia actual, donde las cicatrices de la guerra civil (e incluso de la Segunda Guerra) siguen vigentes. Una isla algo turística pero no tanto; donde la población envejece y mueren más que los que nacen, como en la islita escocesa de “El divino Ned”, o como el “Pueblo blanco” de Joan Manuel Serrat pero con agua alrededor. Fabijan entra como adjunto de Don Jakov, el cura popular, que dirige el coro de la iglesia, juega al fútbol y a las bochas y canta en un grupo a capella, todo lo que él no sabe hacer. Fabijan está convencido que Don Jakov está haciendo las cosas mal, porque la feligresía decrece. Ahí aparece Petar, que atiende “el” quiosco de la isla, con un dilema moral planteado por Marta, su esposa estéril: vender preservativos es pecado. El cura ve esto en relación con su dilema y arma el plan: hay que venderlos pinchados. Juntos empiezan una alocada espiral, en la que involucran a Marin, el que atiende “la” farmacia del lugar, medio “quemado del bocho” por la guerra (lo cual exacerba su xenofobia), que se suma a redoblar la apuesta y falsificar los anticonceptivos. Pero como pueblo chico es infierno grande, pronto empieza a aparecer una serie de complicaciones: paternidades (y maternidades) que hay que adivinar (como en “El divino Ned”, que ya nombramos) o que complican la situación de los involucrados, que confiaban en la ciencia para no reproducirse. Esa espiral termina en sucesos que dejan de ser graciosos: el humor tiene sus límites. Primero, en una de las consecuencias que los tres mosqueteros de la fertilidad no pueden controlar. Y después, en relación con la pedofilia, el problema que más golpeó a la Iglesia en los últimos tiempos (dicho por los dos últimos Papas). La pedofilia es borde y límite del humor: desde la incorrección política del obispo (uno de los momentos más atrevidos y con más carcajadas) hasta sucesos que dicen “acá se terminó la joda” (planteando de paso ciertos problemas del funcionamiento corporativo de la Iglesia). Miradas Dijimos carcajadas y es así: el público argentino ríe a voz en cuello, demostrando que a pesar de la distancia histórica y cultural, hay elementos que son globales (¿acaso “católico” no quería decir “universal”?). Esto se debe en buena medida al ritmo y los logrados diálogos y situaciones que Bresan logra plasmar, de la mano del guión de Mate Matisic y de las actuaciones de Kresimir Mikic (Don Fabijan), Niksa Butijer (Petar), Marija Skaricic (Marta) y Draen Kühn (Marin), llenos de matices: algo que los vuelve creíbles dentro del mayor disparate o en la tragedia. Algunos la han acusado de moralizante, los católicos croatas de ser obra de un complot gay-comunista, y por ahí desde afuera alguno puede pensar que la irrupción del elemento trágico arruina una comedia. Pero en los Balcanes tal vez unos cuantos (dicen que es la segunda película más vista en la historia de Croacia) saben que la cosa es al revés: que el humor es el que irrumpe en la tragedia, como una de las formas posibles de redención.
La violencia de la historia Polifonías, intertextualidades, cadenas de enunciados, traerían a colación los que estudiaron semiótica. Todo enunciado dialoga con alguno anterior, clamaría un bajtiniano. Y en este caso, “Corazones de hierro” (“Fury” en el original, el nombre del tanque en cuestión) dialoga con mucho de la narrativa y el cine bélicos que la preceden: cada uno tendrá sus referencias personales. En estos casos, siempre gustamos en estas líneas por remitirnos a “La roja insignia del coraje”, de Stephen Crane. El autor, que todavía no había visto un combate de cerca (pero le estaba destinado desaparecer como cronista de guerra) mostró que, vista de cerca, la guerra no tiene “argumento”: es una sucesión de escaramuzas sin solución de continuidad, que termina cuando el sujeto de la narración es abatido o rescatado, o se impone en la contienda. Esto lo logra muy en este caso David Ayer (guionista y director), pero con la capacidad de (sin contradicción aparente) lograr un crescendo en la acción, en el último cuarto del relato, lo que le da cierta investidura de narración épica. En ese final también habrá tropas que lleguen, pero demasiado tarde: un remate que (en otra mirada del mismo conflicto) usó Roberto Benigni en “La vida es bella”. Y si de cambiar la óptica se trata, ¿por qué no pensar que estamos en el lado opuesto de “La caída”, el filme de Oliver Hirschbiegel? No sólo por el cambio de bando: aquí vemos cómo fueron cayendo, entre fuego, barro, sangre y escombros, las divisiones que al Führer se le borraban del mapa en la famosa escena que luego se viralizó, banalizada, en Internet con diferentes chistes. Matar y morir Hablando de banalización: la guerra es banal, nos dice Ayer. Nos lo cuenta en una larga escena en la casa donde se refugian dos mujeres alemanas que interactúan con los protagonistas. El brevísimo remate de la misma nos muestra cómo los sólidos pueden desvanecerse en el aire (literalmente) durante la contienda. “Esto es la guerra”, remata el veterano asistente de artillero Grady “Coon-Ass” Travis al novato del grupo, Norman Ellison, todavía en busca de respuestas. “Los ideales son pacíficos, pero la historia es violenta”, le disparará con sabiduría Don “Wardaddy” Collier, el sargento a cargo del tanque Fury, cuya tripulación se completa con el artillero Boyd “Bible” Swan y el conductor Trini “Gordo” García. Grady y Gordo son hombres simples, que viven el día a día de la realidad que les toca. El religioso Boyd comparte con su jefe cierto sentido de trascendencia, o al menos de una búsqueda de alguna respuesta ante tanta perplejidad. Había un asistente de conductor que disparaba la ametralladora frontal, pero cuando su cabeza se desparramó por el tanque, alguien decidió sacar al mecanógrafo Ellison de un camión y meterlo de cabeza en la realidad de la madre de todas las guerras. Porque estamos en abril de 1945, con los aliados entrando en Alemania que se defiende con sus últimos recursos, enviando niñas con trenzas en uniforme a enfrentar la invasión final. Pero todavía quedan algunos SS-Waffen (los soldados de la Schutzstaffel, los “hombres de negro” que Wardaddy odia especialmente) y con ellos habrá una última batalla, en la que el sargento Collier se parece a un héroe de western: no escapar, no retroceder, aunque vengan degollando, aunque sepamos que de ésta casi seguro que no se sale. Cicatrices El Collier de Brad Pitt se parece en algo al teniente Aldo Raine de “Bastardos sin gloria”, más allá de que los encarne (con maestría y conocimiento de la subjetividad) el mismo actor: ambos son hombres despiadados, llenos de odio a los SS (en el caso de Wardaddy, nunca del todo explicado, como su conocimiento del alemán), pero con la chispa de la humanidad debajo de la piel surcada de cicatrices. El segundo en la lista del elenco es Shia LaBeouf, quien con su Bible se aleja definitivamente de los papeles juveniles que lo dieron a conocer, ahora más adulto que nunca. El que sigue siendo joven es Logan Lerman, cuyo Norman dejó la máquina de escribir, como él dejó al Charlie de la máquina de escribir (su personaje en “Las ventajas de ser un marginado”). Michael Peña (Gordo), y Jon Bernthal (Grady) están desde sus lugares a la altura de sus compañeros, en una química de risas y dolor, de coraje y miserias. La ambientación no debe envidiarle nada a otros filmes bélicos de más fama. La dirección de fotografía de Roman Vasyanov hace lucir el barro y la catástrofe creadas por el equipo liderado por el diseñador de producción Andrew Menzies con los directores de arte Phil Harvey y Mark Scruton, con escenarios montados por Lee Gordon y Malcolm Stone, y vestuario a cargo de Maja Meschede y Anna B. Sheppard. Su trabajo hace que nos hundamos en la realidad de la guerra más narrada de todas, quizás porque fue la que más costados tuvo. Pero guerras seguirá habiendo, porque la historia seguirá siendo violenta.
Trauma, tragedia y nonfiction Bennett Miller ya encaró en “El juego de la fortuna” una historia biográfica sobre el mundo de los deportes. Y en “Capote” encaró el período de la vida del escritor en que llevó el nonfiction (“no ficción”, con “A sangre fría”) al altar de la literatura. Así que podemos pensar que a Miller “el nonfiction le sienta bien”. En “Foxcatcher”, se mueve en un terreno que por momentos remite a “El ganador” de David O. Russell y cita a “El luchador” de Darren Aronofsky. En ese linaje se inscribe, pero le agrega elementos de tragedia shakespereana (hermanos en discordia, sumisión al poderoso) y psicopatóloga moderna (traumas arrastrados desde la infancia). Oro y gloria La historia nos ubica en 1987, en la vida de los hermanos Schultz: Mark, campeón olímpico de lucha en los Juegos Olímpicos de 1984, y Dave, también medallista de oro, pero con una familia y una carrera promisoria como entrenador. Dave es mayor, y siempre se ha hecho cargo de Mark, un ser retraído, que en el fondo siempre se ha se sentido a la sombra de su hermano. Un buen día, el excéntrico (por poner una palabra) millonario John E. du Pont (miembro de una de las familias más ricas de Estados Unidos) convoca a Mark para financiarlo y convertirse en su “mentor”. En realidad, detrás de la creación del “Team Foxcatcher” (equipo bautizado así por la propiedad en la que entrenaba), hay una guerra entre John y su anciana madre Jean du Pont (un pequeño papel honrado por Vanessa Redgrave), que entre otras cosas siempre rechazó la lucha en beneficio de los deportes ecuestres (“Foxcatcher” hace referencia a la cacería de la zorra). Como un rey renacentista, John es un mecenas ególatra que gusta que sus beneficiarios se arrastren ante él. Las cartas están echadas: los Juegos Olímpicos de Seúl están a la vuelta de la esquina, y el entrenamiento de Dave se vuelve necesario para que Mark tenga chances de besar nuevamente el oro. Los tres protagonistas ya están reunidos en un camino sin retorno hacia la tragedia. Cambio de registros Cuando repasamos estas líneas, ya sabemos que el filme tiene cinco nominaciones al Oscar: Director, Actor Protagónico para Steve Carell, Actor Secundario para Mark Ruffalo, Maquillaje y Peluquería para Bill Corso y Dennis Liddiard y Guión Original para E. Max Frye y Dan Futterman. Estas consideraciones no son casuales: desde las primeras escenas impacta la caracterización de los protagonistas, especialmente la de Carell como John: sus orejas, las manchas en sus manos, la dentadura y la nariz, que lo vuelven casi irreconocible. Pero no sólo por eso: su actuación (y eso es otro mérito de la dirección) se mueve lejos de sus registros habituales de comediante: su John es parco, de expresiones mínimas, capaz de responder con un “ah” sin que se sepan las implicancias de eso, pero dejando intuir que detrás de esa sequedad se ocultan oscuros recovecos. Lo mismo pasa con Channing Tatum, habitual héroe carilindo de acción: su Mark (más allá de unas peculiares orejas prostéticas) es una criatura huraña, de movimientos simiescos y de una fragilidad emocional que contrasta con su potencia física. Y lo de Ruffalo lo confirma como el gran actor que es: con mucha barba y poco pelo, su Dave es entrador, bonachón y sin dobleces. Es fácil para el espectador empatizar con él, lo que vuelve más triste el devenir de la historia. Drama visual La narración visual saca provecho de esa química: siendo la lucha el contexto, hay muchas escenas de contacto físico (desde el primer entrenamiento de los hermanos), desde el deporte mismo a un abrazo o una pelea; la cámara en mano acompaña este tipo de situaciones, al igual que los momentos de soledad. Pero la cámara fija refuerza el estatismo de escenas de conversación, ésas con economía de recursos actorales que se basan en la precisión de los diálogos (como el primer encuentro de Mark y John). Y hay detalles, como la firma de los cheques, con su diferencia de monto y de fecha. Quizás el último tercio o cuarto del filme parezca a primera vista más difuso en la narración, con la recurrencia de elipsis. Pero recupera precisión en las escenas finales, las que se explayan en lo trágico. Al gusto de Hollywood, habrá pantalla negra con letras blancas que cuenten qué fue de cada uno: los diarios de la época ya quedaron amarillos hace mucho.
Tratado sobre la violencia épica Tenía que pasar. No sólo el final de la trilogía en la que Peter Jackson convirtió a “El Hobbit”, sino el estallido de la bomba jacksoniana en toda su potencia. Cuando en estas páginas comentamos las anteriores entregas de esta saga, hablábamos de “desmesura” y “expansión”, en contraste con la contrición que conllevó “El Señor de los Anillos”. Y esta tercera entrega le permite “irse de mambo” en el mejor sentido de la expresión. Situémonos en la historia: estamos en el momento en que el Profesor de Oxford le imprime al relato un giro inesperado: quizás a la manera de esos cuentos que los adultos dilatan con vericuetos hasta que los niños se duerman, en este punto el temible dragón Smaug deja a la compañía de enanos (más Bilbo) en la Montaña Solitaria, para cargar contra la Ciudad del Lago (alguien podría decir que el gran mitógrafo recurrió en sus dos obras mayores a formas narrativas novedosas). Así, el principio nos lleva al enfrentamiento de Smaug con el arquero Bard (descendiente de aquel que lo hirió antaño). Y ahí se acaba el villano para desplazar el rol hacia Azog el Profanador (y su hijo Bolg). Los hombres salvados por Bard quieren las riquezas prometidas para reconstruir la ciudad de Dale (Valle), y el rey elfo Thranduil reclama unas gemas largamente esperadas. En eso están las tres razas antes de la contienda mayor, cuyos motivos están aquí mejor explicados, a partir de la subtrama del “Nigromante” (que Tolkien expuso en el principio de “La comunidad del Anillo”): el accionar de Gandalf, Galadriel (luminosa y temible, como nunca la vimos), Elrond y Saruman revelará su identidad y la de sus nueve secuaces. Algún ortodoxo se quejará de la subtrama reservada a Kíli y Tauriel, pero tal vez sea la mejor invención de Jackson y sus coguionistas (después de la propia Tauriel como personaje agregado). Una de las tareas del neozelandés ha sido darles vida individual a personajes que son a veces “devorados” por el legendarium como un todo viviente. En movimiento Ya hemos expresado largamente al comentar los episodios previos la brillante puesta visual (marcada por el diseño conceptual de Alan Lee y John Howe): brillante por la luz y los colores en los que crece la fotografía, en ajuste con las cámaras que filman en 3D a 48 cuadros por segundo (y al retoque digital de color); la luz nocturna recuerda más a escenas oscuras como las de “Las dos torres”. Y ya que nombramos a “Las dos torres”, con su Batalla del Abismo de Helm, vale decir que aquí (seguramente con una ayudita tecnológica) se lucen más los movimientos coreográficos de los elfos, contra la áspera marcialidad de los enanos y la organizada brutalidad de los orcos. A ese exceso nos referíamos en el comienzo: de las batallas mano a mano al choque colectivo, buena parte del filme es un tratado sobre las formas épicas de la violencia (y el coraje). Pero también sobre el devenir a una conciencia elevada de los orgullosos como Thorin y Thranduil, de la participación del modesto Bilbo en ese tránsito, de la lealtad a los sentimientos de Tauriel (y de Legolas); y de mucho más, que nos sería imposible abarcar aquí. Encarnados Martin Freeman vuelve a ponerse a Bilbo al hombro, pero esta vez le toca perder protagonismo a manos de un oscuro Richard Armitage como el atribulado Thorin, luchando con sus propios fantasmas. Y de Evangeline Lilly, la belleza pelirroja capaz de dotar a su Tauriel de toda la humanidad de la que una elfa es capaz. Lee Pace luce ideal en la piel del gélido y soberbio Thranduil. Luke Evans no encarna mal a Bard, pero el representante de los hombres genera menos empatía que los de otras razas. Como el sabio Balin, el buen anciano enano encarnado por Ken Stott; o el querible (y querido) Kíli, con la facha de Aidan Turner (un metrosexual, para los estándares de su raza). Dean O’Gorman como el fiel Fíli y Billy Connolly como Dain completan el cuadro de honor de los enanos. Del otro lado, Manu Bennett está debajo de la digitalizada piel de Azog, con largos parlamentos en una lengua negra, mientras que John Tui hace lo propio con Bolg, más dado a la brutalidad que a los discursos. Benedict Cumberbatch está detrás de las procesadas voces del dragón y del Nigromante. En el medio, Ryan Gage como Alfrid descomprime con su rol bufo. Ian McKellen como Gandalf, Hugo Weaving como Elrond y Christopher Lee como Saruman tienen simplemente que aparecer para ser los personajes que ya quedaron en el inconsciente colectivo. Diríamos lo mismo de Cate Blanchett en su rol de Galadriel, si no hiciese crecer aún un poco más a la hija de Finarfin. Y otro tanto de Orlando Bloom en el cuero de Legolas: a fin de cuentas, el elfo aventurero era un muchacho con sentimientos. Termina así la fiesta tolkieniana, con toda la pirotecnia. A menos que a Jackson se le ocurra filmar “Los hijos de Húrin”... pero ya sería otra historia.
La vuelta de los espías buenos Las películas de espías han vuelto para quedarse. Y acá se juntan historias nuevas con las versiones remozadas de franquicias históricas, como las de James Bond, “Misión Imposible” o el Jack Ryan de Tom Clancy. El punto en común es la nueva geopolítica en la que se mueven nuevos y viejos agentes. Después de la caída del bloque soviético no se sabía bien qué iban a hacer estos viejos aventureros, reemplazados por atildados analistas y algunos operativos más bien agresivos (la televisión nos regaló varios ejemplos, del violentísimo Jack Bauer de “24” a la deliciosamente desquiciada Carrie Mathison de “Homeland”; el cine, la Maya de “La hora más oscura”), cuyo objetivo era vigilar las raras costumbres de un montón de señores con turbante que recorren inhóspitas tierras en el Oriente Medio. Pero la historia no se acabó, mal que le pese al profesor Fukuyama, y la Madre Rusia vuelve a ser una potencia mundial e hipótesis de conflicto: los duros políticos y caciques empresarios nacidos de las élites soviéticas tienen dos cosas a su favor: hidrocarburos y buenas charlas con China, Irán, Venezuela y otros cucos que asustan a la élite de la inteligencia occidental-capitalista. Y para colmo, tienen un jugoso pasado en la KGB, la GRU o el Ejército Rojo. Secreto mortal Ése es el punto de partida del regreso de los que se embarran las patas: así pasó en “Código Sombra: Jack Ryan”, devenido en soldado/analista económico (¿las dos puntas de una geopolítica imperial?) y así se encara “El aprendiz”, título en castellano que se centra en la relación tutelar/discipular entre dos de sus protagonistas (el original, “The november man”, hace referencia al personaje central, capaz de arrasar como el crudo invierno boreal). La figura clave es Peter Devereaux, un ex agente de la CIA, retirado poco después de una operación que salió mal (aunque sin culpa suya, y con una larga foja de servicios), que vive tranquilo en Suiza hasta que un ex colega (hoy jerarca) lo convoca para una "extracción": hay que sacar a una operativa infiltrada en el entorno del seguro futuro presidente ruso, Arkady Federov, un ex general con actuación en el conflicto de Chechenia. De golpe, nos encontramos con que hay otro equipo de extracción, que es integrado por David Mason, el discípulo que desobedeció órdenes cinco años atrás. El choque entre ambas fuerzas resulta en la muerte de la mujer (que tiene algunos secretos) y unos agentes del otro equipo... que es la CIA oficial. Así, Devereaux por la libre y la agencia de Langley correrán una carrera por llegar a una refugiada en Belgrado, alguien que parece tener secretos oscuros sobre Federov. Pero ¿a quién benefician? Si la citada “Código Sombra: Jack Ryan” planteaba una hipótesis de conflicto a gran escala contra la integridad estadounidense, acá parecen jugarse planes estratégicos a plazos más largos, como el lugar de Rusia en el contexto de las naciones, ya que la contradicción fundamental (diría el siempre pícaro Mao Tse-Tung) sería (ya se explicó más arriba) el de los señores de cabeza entelada y luengas barbas. Y la incorrección política (¿o la corrección? Ya no sabemos) es mayor: nuestros héroes están más preocupados por lo correcto (o por lo que sienten) que llegan a confrontar la dura realpolitik del aparato de inteligencia del “gendarme imperial” (si nos remitimos a las tesis de “Imperio”, de Toni Negri y Michael Hardt). Género vivo En cuanto al hecho cinematográfico, el relato recayó en manos del australiano Roger Donaldson, un nombre poco registrado pero que estuvo detrás de cintas más o menos identificables, como la histórica “Cocktail” (con Tom Cruise haciendo tragos), “Especies” (la de la bonita alienígena Natasha Henstrige), “Dante’s Peak” (una crisis volcánica donde ya estaba Pierce Brosnan) y “El discípulo” (donde Al Pacino y Colin Farrell ya exponían una relación de maestro y alumno en la CIA). Entrenado para todos los géneros, Donaldson cumple en darle potencia al guión firmado por Michael Finch y Karl Gajdusek (sobre la novela “There Are no Spies” de Bill Granger), que exige tensión permanente, sorpresas con un poco de sospecha, y algún giro inesperado. Algunas cosas se resuelven con un poco de facilidad, pero es parte de la suspensión de incredulidad que demanda el género. Rostros de época En cuanto al elenco, la elección parece acertada: Pierce Brosnan como Devereaux es una elección ideal, el penúltimo James Bond como señor mayor, trasto viejo de la inteligencia. Luke Bracey como Mason puede parecer medio pelotazo, pero algo de eso tiene su personaje, impulsivo y medio perdido por momentos. La bella Olga Kurylenko como Alice Fournier y lo que ella encierra luce bastante creíble en su costado dramático, pero “garpa mucho” tanto en su aspecto inocente como cuando se viste de femme fatale (con “un toque” de Milla Jovovich). Bill Smitrovich como John Hanley y Will Patton como Perry Weinstein (ex compañeros de Peter y jerarcas de la agencia en estos tiempos difusos) no tienen que esforzarse para construir a los algo repulsivos burócratas de la vida y la muerte que encarnan. Caterina Scorsone tiene poquito margen para darle vida a Celia (la analista buenaza, que hará lo correcto a la larga), mientras que a Amila Terzimehic le alcanzarán cuatro frases, alguna elongación de piernas y su dura estampa para ser Alexa, la letal asesina de Federov. El mismo Federov que Lazar Ristovski monta sin tantos matices de villano; su contracara es Semyon Denisov, militar devenido en cafiso, con el más perfecto look y dicción, a cargo de Dragan Marinkovic. Con Devereaux, vuelven a la carga aquellos espías nobles, y parecen dejar algunos aprendices que continuarán su legado. Quizás de ellos aprendan los Edward Snowden del futuro.