El teatro dentro del teatro Roman Polanski ya encendió la polémica sobre el “teatro filmado” cuando concretó su versión de “Un dios salvaje”, la obra de Yasmina Reza, dramaturga francesa con la que trabajó aquel guión, aunque en la ocasión la planteó como un filme en inglés y ambientado en Estados Unidos (a pesar de que no puede poner un pie en “la Tierra de los Libres y el Hogar de los Valientes”). En esta nueva apuesta, estrenada originalmente en 2013, como curiosidad se plantea la operación inversa: trabajar en Francia con actores franceses, y en francés, sobre el texto de David Ives, autor estadounidense. Y en todo caso, tomó las críticas como un estímulo para profundizar el desafío: ¿cómo sostener la tensión de una obra pensada para la copresencia del espectador con los actores? El veterano realizador parece trabajar a dos puntas: defender al actor como la materia prima del cine (tal vez una reivindicación en la era del despliegue visual sólo restringido por el recurso económico, como planteó alguna vez Peter Jackson) y buscar los trucos y las estrategias para sustituir la magia del teatro y envolvernos en algún tipo de verosímil, aunque sea un verosímil más cercano a la suspensión de la incredulidad que pide el teatro y no el de la visión realista. Puesta en escena Veamos eso: para empezar, “Un dios salvaje” era de entrada una obra realista, una reunión de cuatro personas que termina prolongándose demasiado. Ahí el desafío estaba en volver creíble la permanencia de los visitantes, y con buen tino marcar el paso del tiempo con la luz diurna en las ventanas. En “La piel de Venus” la obra original ya planteaba un juego del teatro dentro del teatro, como una serie de cajas chinas, y lo que hay que lograr es sostener la atmósfera de irrealidad. Porque Ives pensó la obra ambientada en un teatro desierto, donde se toman audiciones para una adaptación de la novela del austríaco Leopold von Sacher-Masoch, “Venus im Pelz” (desacierto en la traducción: la novela se conoce como “La Venus de las pieles” en castellano, “Venus in Furs” en inglés, y, en francés “La Vénus à la fourrure”). Allí, las fronteras entre ficción y realidad se irán fundiendo, es cierto... pero en una puesta convencional, a la italiana, la acción transcurre en el escenario y el espectador la ve desde la butaca. Polanski convierte a toda la sala en su espacio escénico: el escenario propiamente dicho pero también la platea, las bambalinas, algún pasillo. Agregará algún efecto sonoro (el tintineo de una taza por ahí, por ejemplo) como para incomodar al espectador, perturbando el juego de teatro semimontado que va absorbiendo a la dupla actoral. Y la música de Alexandre Desplat, que acompaña o realza según haga falta. Planos de realidad Porque no hay más que dos en escena. Thomas Novachek, dramaturgo debutando en la dirección, en vista de que los directores no lo comprenden (¿qué opinará Mauricio Kartún, o Javier Daulte, que dirige en el Paseo La Plaza su propia versión de la creación de Ives, como “Venus en piel”?), se está yendo del teatro donde se toman audiciones para su relectura de la clásica novela. Está por irse, lo espera su novia cuando, mojada por el chaparrón que se desarrolla fuera, llega Vanda Jourdain (homónimo al del personaje femenino, Wanda von Dunajew): una actriz sin currículum, tan voluntariosa como ordinaria e inculta. Parece no entender nada, pero consigue que Thomas la pruebe y de golpe conoce tanto la adaptación como la novela, y empieza a arrastrarlo a un doble juego, a una sublimación de realidad en ficción y una explicitación de motivaciones y sentidos ocultos que se volverán en su contra; que encontrarán su clímax en una escena intensa, donde la fotografía de Pawel Edelman refuerza la potencia de los cuerpos, especialmente el de Emmanuelle Seigner en toda su gloria, una diosa y a la vez una temible sacerdotisa bacante (el homenaje a la tragedia de Eurípides se preanuncia a lo largo de los diálogos; en alguna forma, todo lo que va a pasar está siendo sugerido, y la ilusión y el disfraz son parte de la trampa de Dionisos en el texto griego). Contracara Es que el realizador francopolaco (tan francopolaco como la coproducción que hizo posible esta cinta) confió el protagónico femenino a su propia esposa, una actriz eficiente y, a sus 49 años, dueña de una belleza sugestiva (ella fue la MILF “burguesa” que enloquecía al protagonista de “Dans la maison”, de François Ozon, sin ir más lejos). Como contrapartida eligió a Mathieu Amalric, también director a la vez que actor, siempre inquietante con sus rasgos angulosos de Europa del Este (su madre nació en la aldea polaca donde el director vivió; alguno se animó a pensar si Polanski no lo vio como un posible alter ego suyo) y su mirada intranquila. Lo suyo es un verdadero tour de force, como el hombre entregado a la impactante mujer, al igual que el Severin von Kusiemski del original. Como decíamos, el final dejará estupefacto a más de uno, tanto por la resolución como por el aterrizaje en cuanto a la suspensión de la incredulidad que se genera: finalmente nos hemos rendido (nosotros espectadores) a la magia de los cuerpos de los actores, y a las simples pero eficientes luces del teatro.
Espías en guerra Vivimos un tiempo de renacimiento de los espías: James Bond se reinventó en la piel de Daniel Craig; Jack Ryan se independizó de las novelas de Tom Clancy; Pierce Brosnan, Kevin Costner y Sean Penn interpretaron recientemente a veteranos ex operativos; y Guy Ritchie promete relanzar “El agente de Cipol”. Hace poco más de una década, el Jack Bauer de Kiefer Sutherland en “24” horrorizaba a unos cuantos con sus métodos, pero al menos se ensuciaba las manos en los tiempos en que los burócratas tecnológicos manejaban la cosa desde sus pantallas. Pero Kathryn Bigelow ya nos contó en “La hora más oscura” cómo la parra de Osama Bin Laden podía burlar a los analistas y sus satélites. En las sombras La franquicia de “Misión: Imposible”, en su andadura cinematográfica, busca aunar la tecnología de punta con el desempeño sobrehumano del agente Ethan Hunt, encarnado por un infatigable Thomas Cruise Mapother IV (a los 53 sigue haciendo sus propias escenas de riesgo). La escena precréditos, ya es una muestra de ese estilo. Después vienen los créditos, con la compradora música de Lalo Schiffrin, y vemos que el China Movie Channel participa en la producción: “¿Cómo se armará la geopolítica en esta peli?”, se pregunta el espectador. Porque la clave de toda cinta de espías es: ¿Quién es el enemigo? Bueno, acá el guión del también director Christopher McQuarrie (coescrito con Drew Pearce) elige a otros espías como rivales. Se trata del Sindicato, una organización que recluta ex agentes para imponer su propia agenda: algo a medio camino entre la sociedad secreta de “La suma de todos los miedos” y la sección díscola de la inteligencia sueca en la trilogía “Millennium”. Ésa es la “nación secreta” del título (en inglés rogue puede entenderse como delictiva y a la vez que va por la suya propia). De yapa, la Fuerza Misión Imposible es disuelta, así que Hunt y sus amigotes deben pasar a la clandestinidad también. Imparables A ese cóctel, McQuarrie le mete algunos condimentos para hacer el chimichurri justo para un filme de acción: operativos de “casi morirse”; persecuciones en auto o moto dignas de “El transportador” o “Rápido y furioso”; gadgets tecnológicos que Bond envidiaría; y una especie de chica Bond, una agente británica de lealtades múltiples y belleza inhabitual (interpretada por Rebecca Ferguson) que acostumbra huir o pelear descalza, y nos deja con ganas de más en el plano romántico (ahí sí 007 no hubiese fallado). El cinéfilo sonreirá al saber que se llama Ilsa Faust, especialmente cuando la acción pase por Casablanca. Las dosis de acción e información están bien puestas, como para comerse las uñas y no darse cuenta de que el cuentito dura más de dos horas de un incesante “Carmen Sandiego” (uf, qué viejos que estamos). Un acerito es la gran secuencia en la Ópera de Viena, con un montaje de “Turandot” de Giacomo Puccini, y otro es que el score de Joe Kraemer retome el tema del “Nessun dorma” en otros momentos. Hay equipo El resto del elenco acompaña bastante bien: Jeremy Renner es de los que te convencen un día de que desarman bombas en Irak y al siguiente de ser un Vengador, así que su ejecutivo William Brandt funciona. Simon Pegg mueve su cibernético Benji Dunn entre la tensión y la descompresión cómica. Luther Stickell es el hosco del grupo, así que Ving Rhames le pone lo justo y necesario a su personaje. A Sean Harris no le sobra ni le falta como Solomon Lane, némesis de Ethan. Y Alec Baldwin encarna cómodamente uno de sus papeles habituales, el del jefe odioso pero con mañas de comediante: en este caso, el director de la CIA Alan Hunley. Las fichas se acomodan como siempre y la Fuerza Misión Imposible vivirá para luchar un día más... a ver si se acomoda el mundo.
La revancha de los nerds El título de este texto es, como percibirán algunos, un homenaje al cine de los ‘80. Y tanto en ese sentido como en el literal es una buena descripción de “Píxeles”, largometraje basado en un corto de Patrick Jean, en el que criaturas surgidas de los viejos videojuegos de ocho bits invaden Nueva York. Todo podría desbarrancar entre lo bizarro y la pavada si no se eligiese el sabio camino de tomarse en broma un género (el de las películas de invasiones y salvadores) y una época (aquella década que enseguida fue retro), con su estética y su cinematografía. Porque si la saga de “Los indestructibles” se consolidó como parodia del cine de acción ochentero que sus mismos protagonistas hacían, acá, las referencias pasan (además obviamente de los videojuegos) por “Los Cazafantasmas” (el cuarteto, los uniformes, la primera aparición del Pac-Man como si fuese el Hombre Malvavisco, la liberación de personajitos varios, Dan Aykroyd) hasta “Día de la Independencia” (la sombra sobre las ciudades, el presidente al ataque). De ahí a la banda sonora y los videos con los que los alienígenas se comunican, de Madonna a “La Isla de la Fantasía”, y referencias televisivas para pocos, como “Max Headroom”. Y el clásico toque de romance: pero en “Píxeles” ya no es Bill Murray persiguiendo a Sogourney Weaver, sino Adam Sandler haciendo otra vez su personaje del perdedor soltero o separado con un oficio desprestigiado que consigue ser héroe de casualidad (no hace tanto hizo “En tus zapatos”, sin demasiada gloria). Por suerte para él, la película “juega para él”, guiada por la mano firme de Chris Columbus, un director con mano para combinar comedia y acción, formado también en los ‘80 (mucho antes de hacer las dos primeras entregas de “Harry Potter” dirigió “Aventuras en la gran ciudad” y “Mi pobre angelito”; entremedio, fue coguionista de “Los Goonies”). Así que Sandler puede apoyarse tranquilo en la belleza de Michelle Monaghan (en camino a convertirse en el prototipo de la “MILF joven, todavía no cougar”) y en el talento del mejor actor de la cinta: hablamos de Peter Dinklage, 1,35 metros de expresividad y cinismo, como ya lo saben los fans de “Game of Thrones”. Equívoco galáctico Pero ya peroramos demasiado de viejas glorias sin contar nada del argumento. La cosa arranca en el lejano verano de 1982, especie de paraíso perdido para los estadounidenses. En la apertura de un arcade (salón de videojuegos), el juvenil Sam Brenner descubre que tiene un gran talento para los videojuegos, y su amigo Will Cooper lo convence de participar en un Mundial de la especialidad (algo novedoso en esos tiempos, lejos de los deportistas electrónicos patrocinados de la actualidad), donde conocen al niño estrella Ludlow Lamonsoff. En el desempate, Sam pierde en el Donkey Kong contra Eddie Plant. Lo que se nos informa, mientras vemos a Sam caer en el desánimo, es que el registro en video de ese certamen será enviado en una sonda espacial como parte de un compilado sobre la cultura popular terrícola. Años después, Brenner es un técnico instalador de electrónica, alguien que nunca fue lo que prometía, y Cooper el presidente. Cuando empiecen unos ataques extraños, Cooper llamará a su amigo como asesor, al descubrir la conexión con los juegos de antaño; hechos posteriores y descubrimientos de Ludlow confirmarán la certeza de que una raza alienígena tomó esas imágenes como un desafío guerrero, y propondrá una batalla a todo o nada, al mejor de tres encuentros. Quedará entonces armar equipo entre ellos, Eddie y la coronel Violet Van Patten (la otra pata del duelo hormonal con el protagonista) para salvar al mundo con unos talentos que durante décadas parecieron inútiles: la única opción de redención. Apariciones Como dijimos, más allá de la sátira, el ritmo narrativo es el propio de una película de invasión, con picos como la batalla contra Pac-Man y el enfrentamiento final con el peor enemigo posible. Los efectos visuales suman a que todos esos mamotretos pixelados luzcan verosímiles, y suma a la historia la aparición de personalidades reales como Martha Stewart, Serena Williams y un cameo de Toru Iwatani, el mismísimo creador del Pac-Man (mientras que otro actor hace de él). Por el lado actoral, sumado a lo que dijimos anteriormente, Sandler se hace escoltar por viejos compinches como Kevin James (Cooper) y Josh Gad (Ludlow), que pueden seguir a buen paso ese estilo de comedia. Y ponen lo suyo Matt Lintz (Matty, el hijo de Violet), Brian Cox (el áspero almirante Porter) y la aparición de Sean Bean (cabo Hill de las SAS británicas). Es bueno ver a Jane Krakowski como la primera dama, pero su talento cómico está desperdiciado. Un hallazgo es Andrew Bambridge como el Eddie adolescente: no parece conseguir otro actor enano que pueda estar a la altura de Dinklage y aprender los mismos yeites al hablar de este peculiar personaje. Por supuesto, nada de esto sería posible sin la participación de todas las franquicias de juegos clásicos, que seguramente buscarán relanzarse como accesorio vintage para nuevas plataformas digitales: quizás se conviertan en un puente entre los nuevos gamers y los dinosaurios que caminaron la tierra en los tiempos de las polainas y los jeans nevados.
Pequeño gran héroe “Ant-Man” puede verse como un desafío: el de tomar uno de los personajes menos populares de la franquicia Vengadora de Marvel (al menos en lo que respecta al gran público, y fuera de Estados Unidos) y “levantarlo” para sumarlo al tercer ciclo del MCU (Marvel Cinematic Universe). Los afiches que mostraban un minihéroe sobre el filo del escudo del Capitán América ya avivan hasta al espectador común, que no mira las grillas de estrenos del MCU, aunque la idea general de la cinta fue hacerla de modo que (principalmente) pueda ser vista sin necesidad de contar con mucho bagaje marveliano: tal vez una estrategia para “marvelizar” a más gente. El tono elegido es el de aventura con mucho de comedia y el inevitable romance; se nos dirá que los tres elementos están en todos los filmes de Marvel (y no solamente); la cuestión es cómo los repartimos. Digamos que “Ant-Man” está a medio camino de, por poner ejemplos, la algo fallida “Linterna Verde” (DC no siempre hace pie) con su estilo de héroe fachero pero algo lumpen, y el humor desbandado de Seth Rogen y sus amigotes en “El Avispón Verde”. Pero “Ant-Man” sale airosa, porque Marvel cuida sus productos y el balance está bien logrado, en cuanto a guión y dirección. Los fans de “La Casa de las Ideas” (al menos de los los tiempos clásicos) deberían cambiar sus conceptos: el Hombre Hormiga ya no es Hank Pym, casado con Janet van Dyne (la Avispa). Ellos fueron héroes de la Guerra Fría, y Janet “se perdió” en circunstancias que se explicarán durante la trama. El doctor Pym es ahora un científico retirado, que supo negar a Shield la “partícula Pym”, base de su poder principal, el reducirse manteniendo la fuerza (también puede controlar insectos a voluntad). Pero el capitalismo puede más y Darren Cross, el ambicioso ex discípulo del doctor, está cerca de repetir el logro para venderlo al mejor postor. La solución que encuentra Pym está en reclutar a Scott Lang, un ex convicto recién salido de San Quintín, donde fue a parar por mandarse unos robos importantes gracias a su ingenio y formación académica. Acuciado por el desempleo y por no poder ver a su hija Cassie, acepta la oferta de su peculiar amigo Luis para unirse a otros dos chorros hábiles en un nuevo robo. Pero esto es un ardid del ex Ant-Man para convertirlo en el nuevo y enviarlo a boicotear a Cross. Para ello contarán con la renuente ayuda de Hope van Dyne, hija de Hank y Janet (sí, usa el apellido de la madre), abandonada desde la muerte de la última (y ex aliada del inescrupuloso de turno). Perspectivas La narración funciona bastante bien a partir de cuatro ejes: el crescendo de la acción, la dosificación de la información, el “desarrollo del héroe” como tal y la pata cómica que sirve como elemento de descompresión (mayoritariamente aportada por el trío de simpáticos y bonachones delincuentes). Otro acierto pasa por la narrativa visual, que se hace fuerte en mostrar la perspectiva del pequeño paladín: desde la visión entomológica del mundo de los insectos domesticados, a la gran primera escena de reducción del personaje (donde el agua de la bañera es una inundación, y de ahí en adelante). La gestación de todo esto estuvo en manos de Edgar Wright y Joe Cornish, quienes escribieron la historia y el guión final junto a Adam McKay y el propio Paul Rudd. El elegido para llevar la idea a la pantalla fue Peyton Reed, cuyo mayor éxito había sido “Viviendo con mi ex”; aquí aplica esa soltura con la comedia y demuestra que puede manejar una película más grande y con más efectos especiales. Valga también un reconocimiento para la diseñadora de vestuario Sammy Sheldon, quien contrapuso la estética vintage del traje de Ant-Man (¿alguien se acuerda de “Rocketeer”?) con el moderno look del Yellowjacket, el traje moderno. Corpóreos Otro de los elementos clave es el trío protagónico: Paul Rudd es un Scott carilindo, que como decíamos arriba podría haber sido como el Ryan Reynolds de “Linterna Verde”, pero lo rescata su toque humorístico, a tono con sus secundarios. Michael Douglas como Pym se mueve a sus anchas, quizás en un personaje demasiado buenazo para él (en la otra punta del Gordon Gekko de “Wall Street”). Y Evangeline Lilly convierte a su Hope en una especie de Kate Austen (su aguerrido personaje en “Lost”) más madura, explotando (además de su belleza, ni bastaba decirlo) su particular gestualidad: por lo demás, la primera de las escenas escondidas en los créditos le promete un papel importante en la continuidad del MCU. Del otro lado, Corey Stoll construye un Cross con aquellos detalles algo detestables que le puso al Peter Russo de “House of Cards”. Michael Peña (Luis), por su parte, lidera con holgura el trío de ladrones, secundado por David Dastmalchian (Kurt) y T.I. (Dave). Judy Greer hace lo correcto como Maggie, la ex esposa de Scott, aunque el fuerte de la familia está en la querible Abby Ryder Fortson como la pequeña Cassie, y en el Paxton (el nuevo compañero de Maggie) de Bobby Cannavale, un policía casi de manual y un poco el italiano rústico que a veces le pide Woody Allen. Entre las apariciones estelares, están Anthony Mackie como el flamante Vengador Falcon, Hayley Atwell repite su Peggy Carter en la secuencia de los ‘80, y John Slattery debuta como Howard Stark. Por supuesto, Stan Lee hace su habitual cameo, como siempre en un momento inesperado. Salidos de la comedia, la segunda escena oculta abre las puertas para lo que será el tercer ciclo del MCU, que promete varias lágrimas.
Una actualización para el Abuelo Las dos primeras entregas de la saga “Terminator” son un fenómeno único, dos clásicos del cine amados por fans y símbolos de una generación que se crió entre los ‘80 donde habitaban los puns a los que el primer androide les robaba la ropa, y el filo de los ‘90, donde explotaron los Guns n’ Roses que pusieron “You could be mine” a la banda sonora (es inolvidable el videoclip, con escenas del filme y la aparición de un Schwarzenegger caracterizado de T-800, que buscaba a Axl Rose pero lo juzgaba “desperdicio de munición”). La primera ganó los corazones con sus ideas (distopía tecnológica, viaje en el tiempo para cambiar la línea temporal, cyborgs, el percusivo motivo instrumental compuesto por Brad Fiedel), además de posicionar a James Cameron y consagrar al buen Arnold. En la siguiente, Cameron demostró que segundas partes podían ser mejores (lo hizo también con “Aliens”), Schwarzenegger era el actor mejor pago de su tiempo, Linda Hamilton estalló como la Sarah Connor guerrera y Robert Patrick pasó a la historia como el perfecto némesis: el T-1000 de metal líquido. Para muchos, las siguientes dos entregas supieron a poco (no mucho más que Kristanna Loken como la T-X, agregaría alguno). Por eso, la apuesta de “Terminator Génesis” es convertirse en un “semi reboot” de la saga, y al mismo tiempo posicionarse como “la tercera”. Prescinde perfectamente de “Terminator 3: la rebelión de las máquinas” y de “Terminator: la salvación”, y con lo que sabemos de las dos primeras ya nos alcanza para entender casi todo. “Casi”, porque mientras en las dos primeras la línea temporal de Sarah era “lineal” (el segundo ataque seguía al primero) acá se abre el abanico de futuros, que ya fueron explorados por cientos como “Al filo del mañana” o “Looper” (qué lindo cuando tenemos que desarrollar en estas páginas teorías sobre el viaje en el tiempo). Restart Contemos un poco. La película nos pone en un punto previo a lo que vimos en el ‘84. Tras un ataque múltiple, parece que John Connor ha logrado derrotar a Skynet, pero sin evitar que mande al “primer” T-800 a matar a una ingenua Sarah. Kyle Reese es enviado a salvarla, pero antes de cruzar el tejido del tiempo ve un contraataque de Skynet, y ve visiones en su viaje. Llega a los ‘80, sólo para descubrir que Sarah ya está preparada y que tiene un T-800 envejecido (“el Abuelo”) con ella, que la ha criado desde que sus padres fueron atacados por algo parecido a un T-1000 en 1973: quiénes mandaron a uno y a otro son misterios. Entonces ya todo se desmadra, aparece otro T-1000 (vestido de policía motorizado, para más gracia), Reese no entiende nada, pero sabe que el momento clave del “Día del Juicio” no será en 1997 sino en 2017. Así que, con una máquina del tiempo construida ad hoc, consigue viajar junto con Sarah, para reencontrarse con el Abuelo y descubrir que John Connor está allí y que ya nada es como se los habían contado. Reload Es interesante ver la evolución de Skynet: si en la “Terminator” original de 1984 la imaginábamos como una maligna supercomputadora, una HAL 9.000 en esteroides, en “Terminator 3: la rebelión de las máquinas” ya se nos revelaba en toda la potencia de su nombre (“red del cielo”), en tiempos del boom de Internet. A esta era de la multiconexión, “la nube” y demás, el embrión de Skynet es un sistema operativo global, el Genisys del título original. Quizás es de celebrar que la distopía tecnológica se mueva con nosotros y nuestro desarrollo, siempre un paso adelante. También es ingeniosa la vuelta que le han encontrado a los personajes, empezando por la explicación de un Terminator viejo (aunque logren montar un rostro de Arnold joven sobre el voluminoso físico de Brett Azar, para hacer al T-800 “nuevito”). Y dos o tres nuevas relaciones que se tejen: ¿Qué pasa cuando Kyle Reese se entera de que él es el encargado de poner la semillita para engendrar a su líder? Eso cambia las cosas con la Sarita. Y si en “Terminator 2” la máquina pasaba a ser el héroe, acá es la figura paterna: desde las fotos y dibujitos a la escena de los cargadores, un divertido juego de yerno y suegro. Y no puede faltar el modelo nuevo, extraoficialmente conocido como T-3000 esta vez conformado por alguna especie de nanotecnología recombinante que luce como viruta magnética, un poco al estilo de “Transcendence: Identidad virtual”. Updates Desde el elenco, la primera conquista es la recuperación del austríaco como protagonista, otro punto que la vuelve tercera en la saga. El ex gobernador se permite divertirse con un personaje que parece crecer en la comprensión emocional y al mismo tiempo es gracioso en su desconexión con el mundo humano, mientras juega con alguna de sus catch phrases (“I’ll be back”): personaje e intérprete se pertenecen ya definitivamente. El otro logro del casting, que tuvo una final reñida según se cuenta, fue la elección de Emilia Clarke como la nueva Sarah. Es que nadie como la Daenerys Targaryen de “Game of Thrones” puede meter tanto espíritu y vigor en ese 1,57 curvado de redondeces sugestivas y labios trémulos y guerreros: son 52 kilos de “pura heroína” (de la que no hace mal al organismo, sino lo contrario). Los dados del destino han puesto a Reese en un lugar central (la voz en off es suya aquí), y Jai Courtney logra estar a la altura de sus compañeros de trío, en la piel del guerrero del futuro. Completan el elenco Jason Clarke como un John Connor sin tantos ribetes de prócer (quizás elegido más por el devenir de la historia) y J.K. Simmons como el detective O’Brien, un policía medio pelotazo, obsesionado con robots y viajeros temporales. El final es abierto de nuevo, la carretera es soleada en vez de nocturna, y quedan varias puntas abiertas para una continuación. “La actualización ha concluido exitosamente”, dirían los sistemas operativos del presente.
Un hogar bajo las estrellas De década en década, Cameron Crowe parece explotar algunas preocupaciones y algunas “líneas de crisis” constantes: si en “Casi famosos” mostraba aquella bohemia rockera vista de alguna manera como un paraíso perdido (según cómo aquellos juveniles personajes aspiraban a conocer del futuro), y en “Todo sucede en Elizabethtown” ya estaban esos veinteañeros un poco castigados por la vida buscando encontrar su rumbo, en “Bajo el mismo cielo” la chance es para los que se saltearon aquel viaje iniciático que planteaba Claire en aquella cinta. Vuelta a casa Aquí el protagonista es Brian Gilcrest, que ya anda por los 40 y la verdad es que se perdió algunas oportunidades. De niño soñaba con las estrellas, de más grande trabajó en el sector aeroespacial de la Fuerza Aérea, vio derrumbarse a la Nasa y finalmente decidió pasarse al sector privado como contratista. Algunas “macanas” que se mandó en Afganistán le hicieron caer en desgracia como profesional y al mismo tiempo estar al borde de la muerte. Ahora, parece que tiene una segunda oportunidad: tiene que volver a Hawaii, un lugar donde vivió porque ahí está la importante base aérea de Oahu, con una misión aparentemente sencilla: lograr la bendición de una nueva senda peatonal por parte del “rey” de los hawaianos, (Dennis “Bumpy” Kanahele interpretándose a sí mismo), con la esperanza de que su jefe, Carson Welch, lo reivindique y lo reinstale en su actividad. Ese viaje (siempre hay un viaje físico que acompaña el emocional, parece) producirá dos encuentros: primero el hecho de volver a ver a su ex novia Tracy, ahora con un piloto y con dos hijos; y por el otro lado con la peculiar capitana Allison Ng, designada como su liaison con la Fuerza Aérea. La historia va a ir entonces por dos carriles: por un lado este juego entre su pasado y su (posible) futuro afectivos, esta relación entre las oportunidades que dejó pasar, la familia que no tuvo, y aquello que está a tiempo de tener si se abrieran algunas puertas. Y una historia paralela (pero relacionada con la otra) que tiene que ver con una crítica a la privatización del espacio y de fuerzas armadas estadounidenses donde, como dice un personaje: “Si Ke$ha quiere tener su satélite y no le vamos a preguntar qué lleva adentro”. Amores inevitables Si bien alguno podría decir que por momentos este relato peca de inverosímil (tal vez en su resolución), Crowe lo sostiene con una narración fluida, al ritmo cadencioso del hula, y con la habilidad de unos actores probados en la comedia como Bill Murray (Carson) o Alec Baldwin (general Dixon) que pueden hacer creíbles estos personajes y situaciones. Pero fundamentalmente con el trío protagónico, basado en un Bradley Cooper un poco en el registro de “El lado luminoso de la vida”, entre cínico, simpático y bastante “baleado” por la vida (y por un misil). Hay algo de la química de las réplicas de aquella película, pero si Jennifer Lawrence estaba frágil y resiliente a la vez, aquí Emma Stone merodea un poco los tonos que puso en “Birdman” y “Magia a la luz de la Luna”, y se mueve entre la rigidez marcial y su costado femenino y hawaiano (el culto a la tradición del lugar y su simbología salvaje está presente en cada momento). Crowe sabe crear estas heroínas de las que es imposible no enamorarse, siempre en la piel de una actriz adecuada: si en “Casi famosos” nos entregó esa Penny Lane que encarnó Kate Hudson, y si en “Todo sucede en Elizabethtown” nos hizo adorar a la Claire Colburn de Kirsten Dunst, la piloto de combate Allison Ng no ocupará un espacio tanto menor en nuestros corazones. No deberíamos olvidarnos aquí de la sólida (y no menos querible) Rachel McAdams como Tracy, a quien le toca el papel de la ex, la mujer que hizo su vida, ese lugar que suelen ocupar las ex en las comedias románticas (y generalmente en la vida también). Habría que reivindicar a John Krasinski por aportar a la comedia con su silencioso y tierno John “Woody” Woodside, a Danny McBride (coronel “Fingers” Lacy) y Bill Camp (Bob Largent) como partícipes necesarios de la trama militar, y a los pequeños Jaeden Lieberher (Mitchell) y Danielle Rose Russell (Grace), los hijos de Tracy. Por ahí, también hay algún secreto algo previsible, pero no menos efectivo a los efectos de lo entrañable de esta construcción narrativa. Universos por conocer Algo de exotismo agrega también Hawaii, un lugar que veremos en una tensión que no conocemos entre los collares floridos y la condición de territorio en ocupación militar permanente. Y como es habitual en el realizador, la banda sonora tiene una presencia esencial, de la escena del baile de Año Nuevo a las transmisiones del controvertido satélite a instalar, pasando (otra vez) por la música tradicional de la isla. En definitiva: el buen Cameron nos da otra oportunidad de acomodar las fichas en la experiencia vital. Tal vez tomemos el mensaje; si no, en unos años es probable que nos dé otra oportunidad.
La odisea interior “Intensa-Mente” es, podría decirse, una película para adultos, o al menos para jóvenes. Si anteriores creaciones de Pixar tenían guiños para padres acompañantes (enganchando al público cautivo del cine infantil, aquel que lleva a los chicos al cine), ésta convoca a los adultos jóvenes, aquellos que se criaron viendo películas de Pixar, a ir sin niños (algo que entendió la gente de Cinemark, al programar funciones noctunas subtituladas, con las voces originales); sin perjuicio de que, efectivamente, se pueda ir con los hijos: formalmente, aún sigue siendo un proyecto infantil. Pero si en la segunda y tercera entrega de “Toy Story” el tema del fin de la infancia se convertía en el disparador de las aventuras de los juguetes, acá los simpáticos personajes protagónicos escenifican una serie de procesos de la psique de una niña, cuya manifestación exterior es el errático comportamiento de la preadolescencia en situaciones difíciles. Algo más significativo para quien pasó la etapa. Geografía de la subjetividad Empecemos con la teoría general: la psique se maneja desde un Cuartel General, donde operan cinco encarnaciones del temperamento: Alegría, Tristeza, Miedo, Ira y Desagrado. La historia se centra en la mente de Riley, y vemos cómo en la estructura psíquica de la niñita opera cada uno: Alegría lidera la felicidad de la pequeña, Miedo y Desagrado las reacciones de protección ante el ambiente, Ira la respuesta ante las agresiones, y Tristeza... en principio no queda claro qué hace. De todos los recuerdos, hay un grupo de centrales que activan distintas islas, facetas de la subjetividad: Familia, Honestidad, Amistad, Hockey sobre Hielo y así. Hasta que, en el tránsito de los 11 a los 12 años, los padres de Riley deciden la mudanza a San Francisco, lejos de sus amistades, de su deporte y de todo lo que conoce. La escuela nueva genera un recuerdo central triste, y en la pelea de Alegría por evitar sus consecuencias, ella, Tristeza y los recuerdos centrales salen catapultados a la tierra de Memoria de Largo Plazo. Así, su odisea por volver al Cuartel General las hará cruzarse con distintos agentes y lugares de la psique de Riley: subconsciente, pensamiento abstracto, imaginación, sueños, y el gran abismo del olvido. Mientras las otras emociones se hacen cargo de pilotear a la muchachuela (con consecuencias ligeramente funestas), el periplo de las aparentemente antagónicas Alegría y Tristeza también interferirá en las emociones, y conocerán a un particular personaje (Bing Bong, no diremos más para no arruinar el placer) que tendrá su momento tan emotivo y lacrimógeno como la escena del horno en “Toy Story 3”. La genialidad de la historia pensada por los también directores Pete Docter y Ronnie del Carmen (con guión desarrollado por Docter junto a Meg LeFauve y Josh Cooley) es plantear el correlato entre la pequeña tragedia de empezar a dejar atrás la niñez al mismo tiempo que el hogar natal (también en “Toy Story” las mudanzas eran claves) y la odisea de los simpáticos personajillos psíquicos: más clara representación de la odisea interior, imposible. “Yo no soy un hombre, soy un campo de batalla”, dijo Friedrich Nietzsche alguna vez; al menos para Riley, ella misma es un terreno de desafíos. Desarrollo La puesta en pantalla pone toda la carne en el asador, en lo que respecta a los recursos visuales de los que Pixar dispone, así que felicitemos también al titular de diseño de producción, Ralph Eggleston por liderar este proceso. El diseño de los personajes también juega con la duplicidad: si el mundo real tiene esa estética de “realidad estilizada” de la saga insignia de la empresa (la nombramos de nuevo: ¿no estaremos viendo las cosas como las hubiese visto Andy? A fin de cuentas, Docter coescribió en las dos), en las criaturas psíquicas se puede jugar: de la onda minion de los olvidadores al look de las emociones (Alegría parece de pana y pelo de hilo, mientras que Ira luce como un muñeco de esponja roja). Además, se pueden reconocer elementos físicos de los actores que pusieron sus voces: Alegría es enérgica y flaquita como Amy Poehler, Tristeza es gordita como Phyllis Smith e Ira es macizo como Lewis Black; algo de Bill Hader hay en Miedo, igual que pasa con Mindy Kaling y Desagrado. Richard Kind (Bing Bong), Kaitlyn Dias (Riley) completan el elenco con los reconocidos Diane Lane (Mamá) y Kyle MacLachlan (Papá). Si alguien quiere un happy ending, algo de eso hay, con sabor agridulce: finalmente conoceremos las funciones de Tristeza. Porque los procesos vitales no tienen vuelta atrás: como en toda odisea, aun en las interiores, el viaje nos convierte en algo diferente. El dato “I lava you” La proyección de “Intensa-Mente”, como en otros casos, está acompañada por un cortometraje de Pixar. En este caso es “Lava”, de James Ford Murphy: una historia de amor entre dos volcanes del Océano Pacífico, relatada por una canción bien hawaiana con ukelele, cantada por Napua Greig y Kuana Torres Kahele. Un acierto desde lo visual, lo musical y el juego de palabras entre “love” (amor) y “lava”.
La bestia liberada Hay una cosa más bestial que un reptil carnívoro gigante: el capitalismo. Ése parece ser uno de los mensajes que subyace a “Jurassic World”, el regreso de la franquicia basada en conceptos del fallecido Michael Crichton. En esta entrega, como en ninguna de las anteriores, se muestra cómo la búsqueda de la rentabilidad económica es el disparador de todo lo que acontecerá: tanto las ganancias que genera el parque (aunque haya “buenas intenciones” detrás) como las de la industria armamentística. En 1993, cuando se estrenó “Jurassic Park”, la compañía Industrial Light & Magic de George Lucas le proveyó a Steven Spielberg de uno efectos especiales tan innovadores que abrió las puertas a un nuevo universo de posibilidades cinematográficas: el primero en caer fue el propio Lucas, que decidió retomar su propia franquicia de “Star Wars”. Menos de una década después, en 2001, Peter Jackson presentaba en sociedad al grupo Weta con “El Señor de los Anillos”, ahora la otra compañía más potente del rubro. Hay un correlato entre ficción y realidad: en “Jurassic World” el parque es una realidad (lo veremos en todo su esplendor), y recibe miles de visitantes, que recorren sus atracciones. Pero para que no decaiga el interés, hay que tener siempre nuevas especies: “Más grandes, más dientes” repetirán algunos por ahí. Hasta que “un estegosaurio es para los niños como un elefante del zoológico de su ciudad” y hay que inventar otra cosa... que es lo que conducirá la trama. Fuera de la pantalla, los dinosaurios ya no llaman tanto la atención por sí solos, y la tecnología que los anima es parte del cine de todos los días. Así que aquí también hay que inventar otra cosa: una historia que sin traicionar ciertos tópicos de la franquicia sostenga el relato, más allá de que el clímax llegará a puro diente, con homenajes y referencias. Renovación Vayamos un poco a la historia. Uno de los ejes está en Simon Masrani, alocado millonario indio y propietario actual del rebautizado parque (ahora es Jurassic World y no quieren saber nada con la simbología de fallidos emprendimientos anteriores), porque se siente heredero del sueño de John Hammond de mostrar “lo pequeños que somos”. Pero tiene tantas compañías que ni siquiera está al tanto que su rama de investigación militar está bastante interesada en algunos procesos que se dan en la isla Nublar. Por otro lado, tenemos la típica pareja heróico-romántica contradictoria: Claire Dearing es la encargada de dirigir el parque: una estructurada burócrata que ve todo en números y variables, soltera y alejada de su familia. Owen Grady es un veterano de la Marina cuidador de velociraptors: es instintivo, motoquero y dado a la aventura. Una tercera pata la ponen los chicos en desgracia, una constante: aquí son Gray y Zach, los sobrinos de Claire: uno es el preadolescente hiperestimulado y sabelotodo, y el otro un adolescente aburrido de todo salvo de las chicas. Un poco esquemáticos, pero eso no importará cuando las papas empiecen a quemar. Como dijimos, el emprendimiento tiene que renovarse para atraer visitantes e inversores (“¿por qué las empresas no le ponen el nombre a las nuevas especies?”, preguntará el controlador Lowery). Entonces, el equipo liderado por el doctor Henry Wu no tuvo mejor idea que inventarse una especie nueva a partir de genomas surtidos, lo que le da a la criatura más propiedades ocultas que el aloe vera. La bautizan Indominus Rex (“suena poderoso y fácil de pronunciar”) y después se avivan de que es un peligro mortal. Ahí empieza el crescendo de peligros y enfrentamientos, hasta el final a toda orquesta donde será la naturaleza más brutal la que enfrente a la aberración creada por el hombre (lo anormal ya no son los dinosaurios vivos, sino lo que se alejó de aquello que la naturaleza creó como dinosaurios). Entremedio, para meterle picante, el armamentista Vic Hoskins tratará de testear a los raptors... pero para saber más de ello vaya y mire la película. Apuesta La puesta visual está, como era de esperar, a la altura de entregas anteriores y arriesgando un poquito más: a los desarrolladores CGI también les piden “más grandes, más dientes”. Y de a muchos: el ataque de los pterosaurios es de alto impacto; y marca otra clave de esta cinta: por momentos, el relato toma la dinámica del cine catástrofe. Acá el buen Steven funge como productor ejecutivo, delegando la dirección en Colin Trevorrow, sobre historia de Rick Jaffa y Amanda Silver (Derek Connolly y Trevorrow se suman para el screenplay). Ellos escalonaron la historia en tres partes: la “todo bien” que dura poquito, la “todo mal”, la cacería en doble sentido, y la “se pudrió todo” que marca el clímax, con las uñas de los espectadores en los apoyabrazos. Otro de los puntos que robustecen al cuento es la buena química entre el ascendente Chris Pratt y la consolidada Bryce Dallas Howard: ellos pueden meterle humor y tensión sexual a los momentos más dramáticos. Irrfan Khan fogonea a un Masrani bien “pelotazo”, pero tampoco inverosímil (los que vieron “Foxcatcher” saben cuán bizarros pueden ser los ricos). Ty Simpkins (Gray) y Nick Robinson (Zach) tienen que lidiar con personajes esquemáticos al principio, pero después deben sobrevivir y le ponen entusiasmo. A Vincent D’Onofrio le queda holgado su Hoskins, mientras que BD Wong pilotea a su doctor Wu. De yapa, algunos momentos de Jake Johnson (Lowery) junto a Lauren Lapkus (Vivian) y una aparición de Jimmy Fallon. El final es, otra vez, abierto: las bestias del pasado caminan la tierra nuevamente, y prometen más aventuras.
Dilemas de la criatura Neill Blomkamp siempre ha sabido remover el avispero con sus experimentos de ciencia ficción que van al hueso de los temas centrales de la humanidad (que siempre ha sido la misión de la buena ciencia ficción). Si en “Distrito 9” se había metido en lo mal que la pasaban unos alienígenas en la compleja trama étnica de Johannesburgo (en un formato que por instantes era un falso documental, y pasaba por momentos desopilantes de Sharlto Copley), en “Elysium” se puso serio y planteó una situación que en Estados Unidos es más seria aún: la privatización de la salud (y las condiciones saludables) en una agudización de las contradicciones de clase. Repertorio temático En “Chappie”, junto con la coguionista Terri Tatchell (su esposa, también coequiper en “Distrito 9”) vuelve al tono y a la ubicación de su primer largometraje, y se atreven a hacerse un revuelto Gramajo con decenios de tradición sobre la vida artificial: de la criatura de Frankenstein a la Rei Ayanami de “Evangelion”, pasando por todo el ciclo robótico de Isaac Asimov y “Blade Runner”, con referencias al cruce humano-máquina presente en clásicos como “RoboCop”, “Ghost in the Shell” y “Gunm/Battle Angel Alita” (la escena del final hará sonreír a más de un nerd). La trama es bastante “robocopística” (hasta hay una estética a lo Verhoeven en los noticieros y el ambiente corporativo): en Johannesburgo, la compañía Tetravaal ha desarrollado una fuerza policial robótica, de la mano del programador Deon Wilson. La tropa de humanoides mecánicos viene reduciendo la criminalidad, pero Deon quiere más: busca desarrollar inteligencia artificial, algo que a su jefa Michelle Bradley no le interesa para nada. El que está muy enojado con todo esto es Vincent Moore, ex soldado y también diseñador, que ha creado el “Alce”: una máquina de combate demasiado grande y costosa, dirigida por un enlace neural con un piloto, y de un sospechoso parecido al ED-209 de “RoboCop”. Los planes de Deon de experimentar por afuera se cruzan con los de una banda delictiva, y se produce un milagro bastante bizarro: la nueva inteligencia artificial nace en el seno de los malandrines, y de yapa con fecha de vencimiento (el cuerpo en el que se instala tiene una batería que se cortará en pocos días). A partir de ahí la trama se va para cualquier lado menos para los predecibles, y explota toda la biblioteca: Chappie (así lo apoda su “mami”) confronta a Deon por haberlo creado con una fecha de caducidad, aquel dilema que aquejaba a Roy Batty en “Blade Runner”. Es que si al humano biológico normal le lleva una vida amigarse con los “caminos misteriosos” de su Creador (ese es el dilema de la religión, ¿no?)... ¿qué le queda a un ser cuyo creador es falible y finito como él? (“¿para qué fui creada?”, aportaría Rei Ayanami acomodándose la melenita). La temática no la inventó el realizador sudafricano (“la pólvora ya la inventaron los chinos”, diríamos en otra época), pero no deja de tener vigencia: la vida se reconoce porque quiere vivir. Y el final... mejor lo dejamos ahí. Sangre y circuitos Blomkamp también mezcla registros, del falso documental (de nuevo) a las omnipresentes pantallas de tele (¿acaso en la vida real no nos enteramos de todo por alguna pantalla colgada?), de la estética hollywoodense de película de acción a la cámara sucia, granulada y en mano, un recurso que ya había usado en “Distrito 9”. Y de nuevo deja entrar esa ciudad mestiza, metropolitana y feraz, urbana y selvática, que es Johannesburgo. En cuanto al elenco, Sharlto Copley vuelve a aparecer, convirtiéndose en el fetiche del realizador. Pero no lo identificaremos enseguida porque... está en el cuerpo del robot, gracias a la tecnología de Weta Workshop, que permite actuar personajes luego reconstituidos digitalmente. Alguno podrá identificar su voz, con ese particular acento afrikaaner, y en los movimientos que aprende de la troupe de gángsters. Ahí también hay otro juego rarísimo; sacando al actor José Pablo Cantillo, como Amerika, el “papi” y la “mami” de Chappie son una pareja real, integrantes del grupo de hip hop Die Antwoord, que usan sus nombres (artísticos) reales: se trata de Ninja y Yo-Landi Visser (ella lo escribe ¥o-Landi Vi$$er), que se lucen bastante actoralmente (especialmente la segunda, con su vocecita aniñada y, otra vez, el acento local), más que figuras de fuste como Hugh Jackman (Vincent) y Sigourney Weaver (Michelle), que hacen lo suyo bastante “de taquito”. Dev Patel como Deon tiene lo suyo también: el muchacho indio da el look de nerd programador de ese origen (aunque podría ser un local: hay una comunidad india en Sudáfrica, resabio colonial) y como jovenzuelo en problemas (ya tiene varios papeles en esa línea). Por lo demás, algo de Brandon Auret como el criminal Hippo y una aparición del presentador de noticias estadounidense Anderson Cooper (un guiño para el público del norte, ya que metió a los raperos del sur). Volviendo justamente a Die Antwoord, su aporte incluye varias canciones, que se mezclan con una banda sonora bastante presente a cargo de Hans Zimmer (con Junkie XL metiendo los dedos por ahí). Con todo eso se redondea un cóctel “de autor”, de uno de esos creadores que con sus luces y sus mañas pueden retomar temas clásicos pero sacudiendo los moldes.
Un día de furia Juan Schnitman integró junto a Santiago Mitre (célebre hoy por “El estudiante” y “La patota”), Alejandro Fadel y Martín Mauregui (coguionistas de Pablo Trapero en “Leonera”, “Elefante blanco” y “Carancho”) el equipo creativo que gestó la seminal “El amor (primera parte)”, un decenio atrás. Aquella cinta, que catapultó a Leonora Balcarce y Luciano Cáceres (al menos dentro del circuito independiente) apeló a una diversidad de recursos estéticos para contar el nacimiento, apoteosis y caída de una pareja joven: una “primera parte” destinada a no tener segunda, o a tener tantas otras partes como relaciones cada uno de ellos, por su cuenta: como la vida misma. En su primer largometraje en solitario, Schnitman vuelve sobre la crisis de pareja como tema y con una visión innovadora, pero parte de la concepción opuesta: menos es más. Una mañana cualquiera La historia arranca con Lucía y Marcelo (ella es cocinera, él profesor en una escuela, veremos después) retirando cien mil dólares del banco. El objetivo es firmar el boleto de compraventa del departamento de propiedad horizontal al que se quieren mudar. Ya en el auto y con la plata encima, les avisan que la operación no se va a poder concretar esa mañana, sino la siguiente. A partir de ese momento comenzará una serie de fricciones entre ambos, en las que empezarán a surgir de una u otra manera las inseguridades, las cosas no resueltas de la relación, los lastres familiares. Ya treintañeros, Lucía y Marcelo son como si Sofía y Pedro de “El amor (primera parte)” hubiesen seguido juntos, o más probablemente como si fuese una relación posterior. Hay una tensión entre ser ya mayores y cosas de adolescencias tardías, también: marcas generacionales, que les dicen. Cuerpos en tensión Pilar Gamboa supo lucirse como actriz de teatro en las obras de Romina Paula “Algo de ruido hace” y particularmente en “El tiempo todo entero” (relectura de “El zoo de cristal”, de Tennessee Williams), donde compartía escenario con Esteban Bigliardi y el ahora reconocido Esteban Lamothe. En ambas, y especialmente en la segunda, Gamboa sabía robarse la escena entre sus compañeros masculinos. Bigliardi, Lamothe y Paula se fueron con Mitre a “El estudiante” pero (más allá de alguna participación, y una presencia más fuerte en televisión), el cine tenía una deuda con Gamboa. Schnitman viene a saldarla: “El incendio” gira sobre ella, verdadero pilar (como su nombre lo indica) de la acción dramática. Técnica cinematográfica y actoral confluyen: el director explota el plano secuencia sin forzarlo (es decir, corta el plano cuando la acción lo requiere), permitiendo largas interacciones sin cortes entre la actriz y Juan Barberini, el que tiene que hacer girar a la prima ballerina, permitiendo el fluir de esa experiencia teatral. Se aman, se pelean, se miman y se golpean, en secuencias que lucen frescas (con algo de improvisación, probablemente), mientras la cámara en mano de Soledad Rodríguez se maneja muy bien en el pequeño departamento en el que vive la pareja actualmente. Será tarea para fanáticos mirar la película en sus casas, estudiando en qué momentos se prefiere filmar en contraplanos (en “el afuera” de la pareja, especialmente). En lo que también acuerdan es en que la cámara se enamore de la actriz: el encuadre busca su recto perfil, la textura de su piel, o la hace hablar de frente a cámara durante largos minutos. Pero no hay riesgos de empacharse de Gamboa. Según pasan las horas Rodríguez, también directora de fotografía, aprovecha junto al realizador la luz natural (y sus sombras), al punto que uno puede seguir el devenir de las horas de la tarde, el ocaso y el anochecer de ese día de furia. Porque “la violencia está en nosotros”, y también en ellos: en el conflicto, pero también en el sexo: el que no creía que una mudanza puede ser tan estresante, que se mire esta película. Quizás uno pueda pensar que el relato se vuelve moroso por momentos, pero la acción siempre “levanta” nuevamente. Por suerte, después del anochecer viene otra vez la mañana, o así ha sido desde que el mundo es mundo. El final de esas 24 horas de tensión nos dejará con Lucía y Marcelo en otra etapa, en otro plano. Quizás ahora empiece (o no) la segunda parte del amor.