Un policía a la izquierda Una ley propuesta por el senador Dreyfuss impide que la empresa OmniCorp, contratista de armamentos que vende robots militares para el control de países como Irán, puede usar sus máquinas en el mercado más lucrativo que se le presenta: la seguridad callejera dentro de las fronteras estadounidenses. Pero como la gente no confía mucho en esas máquinas, la ley no se puede voltear con el lobby, así que hay que golpear con otra cosa: un policía robótico pero con parte humana, que al menos parezca tener sentimientos y valoración de la vida. La compañía, liderada por Raymond Sellars (con su onda de empresario piola a lo Steve Jobs) sale a buscar algún ex policía lisiado para que el doctor Dennett Norton, especialista en prostética robotizada financiado por OmniCorp, lo convierta en el hombre dentro de la máquina. Y justo coincide con el intento de asesinato de Alex James Murphy a manos de una red de tráfico de armas con complicidad dentro de la fuerza. Ahí comenzarán los conflictos: el de Murphy con su nueva condición (al contrario del filme original, él nunca perdió su memoria, y sabe que tiene mujer e hijo); el de Norton, presionado por Sellars, para domeñar los impulsos humanos en el cyborg; el de la empresa, con Novak como propagandista, para lograr que con RoboCop como héroe cambie la legislación. En la era de la información, Murphy recibe una carga de datos con prontuarios, videos de crímenes y acceso en directo a cámaras de seguridad. Esa capacidad para reunir datos le permite resolver su propio (casi) homicidio, recuperar su humanidad en el medio, y subir la escala de corrupción hasta niveles inconvenientes. Sus “creadores” empiezan a darse cuenta de lo inconveniente para el sistema de combinar una persona con valores con la incorruptibilidad de la máquina, y ahí el justiciero mecanizado se volverá casi subversivo. No contaremos más, pero el final deja abierta puertas, y que la canción de créditos sea “I fought the law” (“Yo combatí la ley”) de The Clash es toda una declaración de principios. Puesta a punto Si el original de Paul Verhoeven arrancaba con un noticiero (en “RoboCop”, en “Tropas del Espacio” y “El Vengador del Futuro” los noticieros y las publicidades eran recurrentes), la relectura comienza en el estudio de “The Novak Element” (¿chiste con “The O'Reilly Factor”?), conducido por Pat Novak, prototipo del periodista de Fox News (o de republicanos como Rush Limbaugh) pero potenciado: obsecuente con el empresario privado, irrespetuoso con el político que traba un negocio, manipulador de la opinión pública a un nivel emocional. El brasileño José Padilha es una de las nuevas incorporaciones internacionales de Hollywood, convocado seguramente por su lectura del accionar policial en las dos entregas de “Tropa de Elite”. Así, pone al servicio de la historia una cámara movediza, con muchos primeros planos y la fotografía cálida de Lula Carvalho, quien hizo lo propio en aquellos filmes policiales. Es interesante que sea un latinoamericano el que haya rodado el guión del debutante Joshua Zetumer. Porque el filme hace una crítica fuerte de los males combinados de nuestro tiempo: cuando la empresa privada logra (porque siempre trata) ponerse por sobre el Estado; cuando la empresa (armamentista) pacta con el Estado (estadounidense) ejercer el militarismo unilateral por el mundo; y los medios corporativos (empresas privadas también) explicándole a las masas que todo lo antedicho es lo mejor que le puede pasar. Por supuesto, el diseño de producción de Martin Whist está a la altura de las circunstancias, tecnológico pero sin exageraciones (como debería ser un futuro cercano). La música de Pedro Bromfman (otro viejo colaborador de Padilha) aporta tensión y refuerza los momentos justos sin invadir. Póquer de villanos En cuanto al elenco, si Joel Kinnaman está correcto como Murphy en sus momentos de humanidad, serán los empresariales los que más se luzcan. Empezando con Michael Keaton (Sellars, más capitalista con onda que villano de cómic); Samuel L. Jackson (Novak, manipulador entrador y descarado); Gary Oldman (como Norton, una vez más lo eligen como el actor ideal para encarnar a un tipo con principios), Jackie Earle Haley (como Rick Mattox, el mercenario de la empresa, un papel que debe haber disfrutado mucho); Jennifer Ehle (asistente de Sellars, tan livianamente inmoral como él) y Jay Baruchel (jefe de marketing). Abbie Cornish como Clara, la esposa del agente metalizado, tiene sus momentos emotivos. Parece que habrá más RoboCop en el futuro. Y quizás no esté tan mal, en los tiempos que corren, que haya un pie mecánico pateando algunos traseros corporativos.
Esperanza de libertad a hora de la reflexión sobre “Doce años de esclavitud”, se hace difícil no pensar en “Django sin cadenas”, la lograda fábula de Quentin Tarantino sobre un esclavo liberto y rebelde antes de la Guerra Civil. Aunque las diferencias salten a la vista: mientras que el spaghetti western protagonizado por Jamie Foxx era una fantasía libre basada sobre hechos de la historia estadounidense, el filme de Steve McQueen (con guión de John Ridley) se basa en la autobiografía de Solomon Northup, un señor que padeció en carne propia las desventuras que relata la cinta. Y ya sabemos que la realidad (aunque sea reconstruida ficcionalmente) tiene otras limitaciones. Es que McQueen eligió contar la crudeza de la esclavitud de los afroamericanos desde una perspectiva de excepción: el caso de un negro libre que es convertido en esclavo durante la docena de años del título. Lo cual habilita muchas reflexiones: ¿Vale más la libertad para quien la probó que para quien siempre fue esclavo? ¿Acaso sufre más su falta, o es más consciente de ella? “Nacieron esclavos, no se van a rebelar”, dice uno de los personajes (un esclavo) sobre la posibilidad de un motín. La caída La cosa es que Solomon Northup era un violinista de Saratoga, Nueva York, casado y con dos hijos, viviendo en un ámbito al parecer bastante afable para los afroamericanos libres: al menos en su vida cotidiana, parece sentirse respetado y lo suficientemente confiado como para caer en la peor de las trampas. Durante una ausencia por trabajo de su esposa, que se fue acompañada por sus hijos, Northup decidió hacerse una changa como músico acompañante de un espectáculo de variedades en Washington. Pero los dos empleadores terminaron emborrachándolo y entregándolo a unos traficantes, que alegando que coincidía con la descripción de un esclavo fugado, lo metieron en un barco y de ahí a ser comercializado. Así inicia su periplo en su nueva condición, a la que de a poco se va acostumbrando, a pesar de dos elementos que entrarán en tensión: su rebelión interna contra la humillación y su esperanza de salvación. Es que, a diferencia del resto de sus compañeros de padecimiento, Northup (a quien le impusieron el nombre de Platt) sabe que hay una salida individual para él: la oportunidad de ser rescatado por sus amigos. No arruinamos nada al decir que finalmente lo logrará (de no ser así, no hubiese podido escribir su historia). Otro elemento de tensión está en el hecho de que por ser (en el fondo) hombre libre, su relación es con los hombres libres (aunque sea de conflicto y humillación). Así, Northup (al menos el de la ficción cinematográfica) no parece empatizar ni establecer relaciones fuertes con ningún otro esclavo. De mal en peor El ritmo del relato es siempre cambiante, teniendo en cuenta el período a tomar. Así, se destacan algunos momentos clave dentro de ese tiempo, mientras que en las elipsis se supone que queda la mayor parte de la vida cotidiana del protagonista. De sus experiencias se resaltan los momentos de cambio, de esperanza de salvación o los picos de crueldad. Así se comienza con la llegada a las manos de su primer amo, el benevolente William Ford, que para protegerlo de su propio personal lo transfiere al malvado y psicótico Edwin Epps, quien le hará vivir las de Caín (salvo una temporada que estuvo en préstamo con el juez Turner, otro amo que aprovechó las virtudes del ahora Platts. Y sí, como decíamos, las escenas de mayor sufrimiento físico (explícito) y espiritual tienen un lugar destacado, lo que para algunos es un regodeo sádico y para otros una patentización de la maldad intrínseca de ese régimen conducido por hombres creyentes de Biblia en mano. Es notable la reconstrucción de época, a la altura de las grandes películas que han reflejado ese período (diseño de producción de Adam Stockhausen, dirección de arte de David Stein, escenografía de Alice Baker y vestuario de Patricia Norris), aunque con la ventaja de toda la experiencia de lo ya rodado sobre esos tiempos (que es como mucho, ¿no?). Algún purista puede cuestionar que esclavos sometidos a golpizas y vejámenes de todo tipo tengan tan buena dentadura (algo ya complicado en el siglo XIX para cualquiera), o que las cuerdas del violín parezcan de nylon, pero ya sería entrar en un grado de detalle demasiado profundo. También se luce la presencia de los cantos de trabajo y los spirituals funerarios, origen de la música negra que hoy forma parte indisoluble de la cultura estadounidense (y mundial). En carne viva Los actores, tanto los protagónicos como los secundarios, son artistas de probados talentos, y hay sorpresas entre los no tan conocidos. Pero el tono y las circunstancias del filme aplanan bastante el espesor de los personajes. Así, Chiwetel Ejiofor encarna a un Northup con permanente rictus de pena o de dolor, mientras que Michael Fassbender (Epps, su gran antagonista) parece un villano de James Bond (vicioso, sádico, innecesariamente violento), menos interesante por ejemplo que el personaje de Leonardo DiCaprio en “Django sin cadenas”. El caso opuesto es el de Benedict Cumberbatch, que hace verosímil a su Ford, piadoso pero sin salirse de la lógica esclavista. Sarah Paulson es una siempre enojada señora Epps, resentida con el atractivo que tiene sobre su marido la esclava Patsey (interpretado por la debutante Lupita Nyong'o, quien puede mostrarse un poco entre tanto azote y vejación). Paul Dano está bien como Tibeats, el patán al servicio de Ford, un rol que le queda muy cómodo. Alfre Woodard como la concubina del amo Shaw tiene su momento interesante, en el que con sutileza y acento sureño explica cómo esa condición la sacó del sufrimiento. Y hay lugar para pequeñas apariciones: Brad Pitt (productor del filme) se guardó el rol de Bass, pequeño y sin exigencias, pero clave en la resolución de la historia. Paul Giamatti tiene su aparición como el vendedor del protagonista, y la pequeña Quvenzhané Wallis (que fue la nominada al Oscar más joven por ‘La niña del sur salvaje') fue convocada para encarnar a la hija de Northup. En definitiva: si a alguien le quedaban dudas de lo despiadada que era la esclavitud, aquí tendrá un catálogo interesante (y quizás la justificación a las picardías que hizo Lincoln para abolirla, tal como mostró Spielberg). Y para mejor apreciación, lo más dura que es cuando se ha probado antes la libertad.
Familia en naufragio Tracy Letts ha logrado algo admirable en “Agosto”: combinar elementos que podemos encontrar en la tradición de la tragedia griega (el destino inexorable que se acerca cuando se le rehúye, las falsas opciones que traen pena sin importar lo que se elija, incluso las relaciones prohibidas); en las “películas sobre familia” europeas (la crisis intergeneracional, los abandonos, el adiós a las formas de vida tradicionales); la dramaturgia familiar argentina a lo Daulte o Spregelburd (con su saturación de cuñados insoportables y suegras locas); y el más duro culebrón venezolano (con sus infidelidades, sus incestos, sus paternidades ocultas). Y todo eso sin que deje de ser una obra absolutamente estadounidense, con sus puritanas iglesias bautistas, la rusticidad del Medio Oeste (que fuera el Salvaje Oeste) y esa especie de crisis moral crónica que tanto atrajo a John Kennedy Toole y J.D. Salinger. A su manera, Letts hizo de “Agosto” su propia Gran Novela Americana. Y la transposición al medio cinematográfico era un desafío, pero que se resuelve con buenos resultados. El dramaturgo unió esfuerzos con el director John Wells para una reescritura que incluya todo lo que obra pueda echar en falta, empezando por los paisajes del condado de Osage que especifica el título original, con sus planicies y su insoportable calor, que se van metiendo entre las persianas cerradas de la casa de la familia Weston. Por lo demás, y aunque sin haber visto la puesta teatral, se pueden intuir el formato original (especialmente en la cena del funeral, la charla entre las tres hermanas, los momentos de intimidad y los grupales), Wells se las apaña para que nunca parezca “teatro filmado”, y que las actuaciones logren el naturalismo que el formato cinematográfico demanda sin que pierdan potencia esas frases precisas y afiladas: “Gracias a Dios que no podemos predecir el futuro, nunca podríamos salir de la cama”, dice Barbara en algún momento, y no es de las cosas más duras que le toca decir. Reunión obligada El disparador de la trama es la desaparición de Beverly Weston, un ex profesor y bebedor de campeonato, que lleva décadas casado con Violet, quien sufre de cáncer de boca pero consume pastillas en volúmenes mucho mayores a lo que cualquier ser humano necesitaría. Esa crisis reúne a las tres hijas del matrimonio: Barbara, la “favorita del padre”, la que tiene una personalidad tan dura como la de su madre, que se está separando pero nadie lo sabe y va con su marido e hija adolescente; Karen, la superficial que vive “la vida loca” con “su hombre de este año”, que quiere sentar cabeza aunque no le crean; y Ivy, la que se quedó a “vestir santos” (o eso parece) por permanecer cerca de sus padres cuidándolos. Como si fueran pocos, también llegarán Mattie Fae (hermana de Violet, la “favorita de su madre” y quien la protegió alguna vez), su marido Charlie, un hombre bueno y sencillo, y su hijo “pequeño Charles”, especie de niño grande al que dan por tonto y torpe: “Ya me di por vencida con él”, dirá su madre delante suyo. Como la historia empieza a tomar desvíos inesperados rápidamente, no abundaremos mucho más. Lo que sí podemos decir es que son dos horas de una “montaña rusa” emocional (que pasa por la comedia llana, el grotesco, la crueldad exaltada y las revelaciones fatídicas) que pueden dejar extenuado a más de un espectador. El score, a cargo de “nuestro” Gustavo Santaolalla, se mueve discreto entre los intersticios, combinándose con canciones viejas y nuevas, centradas especialmente en el folk. Como dato de color, la canción de los créditos (“Last mile home”) está a cargo de los Kings of Leon, la banda integrada por los hermanos y primos Holloway: una familia de Nashville con tanto alcoholismo e internas como para empardar a los Weston. Seminario actoral Por supuesto, por todo lo antedicho (el texto fue pensado para que todos tengan oportunidad de lucimiento y buenos diálogos), la mesa estaba servida para que presenciemos un banquete actoral donde todos los convidados alcanzan niveles de perfección, más allá de lo pequeño o grande que sea su rol. Aunque sea difícil no quedar opacado por el “huracán Streep”: la veterana Meryl saca ventaja construyendo una Violet compleja, que sale del delirio y el alocamiento para convertirse en Cruella DeVille. La maldad de Violet (que tiene un trasfondo de pasado difícil, o sea que no es una villana de dibujos animados) es a veces por gusto y a veces es una maldad banal (diría Hannah Arendt), casi por omisión. Julia Roberts (Barbara) demuestra que no es sólo una “mujer bonita” (nunca ha dejado de serlo, en todas sus edades), mostrándose como una actriz madurísima, con una gestualidad riquísima. A Sam Shepard le alcanza muy poco (ya con el comienzo) para dar mucho. Juliette Lewis hace su reingreso en grande en el cine, irreconocible como Karen, alejadas (actriz y personaje) de la babyface de antaño. La ultrapecosa Julianne Nicholson (que viene fundamentalmente de la televisión, donde se la recuerda por la serie “The others” y las magníficas últimas temporadas de “Ally McBeal”) es una Ivy sensible y devastada. Chris Cooper, aquel vecino de “Belleza americana”, se viste con la piel de Charlie Aiken, ese hombre sencillo, tosco, pero honesto, digno y sin maldad, quizá el mejor tipo de toda la reunión. Ewan McGregor (otro bastante irreconocible) hace un Bill (marido de Barb) muy moderado y contenido, en parte por la culpa y en parte porque se parece un poco a su suegro. Abigail Breslin (la otrora “Pequeña miss Sunshine”) le presta rostro y carnadura a Jean, la hija adolescente de Barb y Bill, retraída y abrumada por ese mundo al que no siente pertenecer. Benedict Cumberbatch como el pequeño Charles se sale de sus interpretaciones habituales (el malévolo Khan de “Star Trek”, las voces del Nigromante y Smaug en “El Hobbit”) para crear al ser más tierno de la familia, adorable en su necesidad de dar y recibir afecto. Margo Martindale construye con destreza a Mattie Fae, la hermana de Violet, tan compleja como ella y con sus propios trapos sucios, detrás de su imagen de tía metiche y madre desnaturalizada. Dermot Mulroney vuelve como galán (maduro) como Steve, el prometido de Karen, que de todos modos tiene tiempo para arruinar la cosa. Y por último cabe mencionar el trabajo de Misty Upham como Johnna, la empleada cherokee que contrata Beverly antes de irse: casi sin hablar, es testigo del naufragio de la familia (aunque le toque involucrarse llegado el caso), y con su rostro y su gestualidad dice muchísimo. En definitiva, un seminario del Actor’s Studio puesto en acto y por el precio de una entrada de cine. Pero eso sí, estimado lector, vaya preparado: que la memoria emotiva no lo abrume.
Nuevo agente para los viejos rusos Thomas Leo Clancy Jr. falleció en octubre pasado, luego de pasar a la historia como novelista de intrigas internacionales en el contexto de la Guerra Fría, estelarizadas por su personaje de Jack Ryan, un analista de inteligencia que tiene que poner su cerebro (y finalmente el cuerpo también) al servicio de apagar crisis y oportunidades de Guerra Mundial. Varias veces sus obras fueron llevadas al cine: se destacan “La caza al Octubre Rojo” (con Alec Baldwin encarnando a Ryan, aunque devorado por la presencia de Sean Connery como el bielorruso Marko Ramius), “Juegos de patriotas” (con Harrison Ford) y “La suma de todos los miedos” (con Ben Affleck como el analista), la primera historia que escribió luego de la disolución de la Unión Soviética. Porque sí, los rusos atraviesan toda la obra de Clancy: si “La caza al Octubre Rojo” preanunciaba el fin de la URSS, en las obras posteriores late la tensión con las antiguas repúblicas con la Madre Rusia a la cabeza. Reinvención En “Código Sombra: Jack Ryan”, los guionistas Adam Cozad y David Koepp se animaron a reinventar al personaje principal y sus circunstancias, adaptadas a los tiempos que corren. El título original, “Jack Ryan: Shadow Recruit” (reclutamiento en las sombras) tiene más que ver con el comienzo de la historia. Ryan es un joven estadounidense que está haciendo un doctorado en la London School of Economics, cuando ve por televisión el ataque a las Torres Gemelas. Decide entonces dejar los estudios para enrolarse en los marines, cayendo herido en Afganistán. En la rehabilitación conoce a una joven doctorcita, Cathy Muller, que está haciendo prácticas finales. Allí lo contacta el comandante de la Marina Tom Harper, quien es también un jefe operativo de la CIA. Harper lo convence para que termine el doctorado y se convierta en un analista económico de Wall Street, reportando para la agencia la circulación de activos dudosos y cualquier cosa que pueda tener que ver con un ataque a la seguridad nacional. Porque en el mundo de Jordan Belfort (el personaje retratado por Scorsese en “El Lobo de Wall Street”) también suele moverse un dinero mucho más sucio. Así, el ex marine se convierte en un trajeado muchacho, de novio con aquella doctora, que nada sabe de su trabajo secreto. En su labor cotidiana, Jack descubre que una empresa rusa está moviendo cuentas ocultas. Con la excusa de una auditoría, llegará a confrontar con el empresario Viktor Cherevin (uno de esos barones surgidos de la ex jerarquía soviética), que en realidad está planeando algo mucho más grave, que puede causar muerte y ruina en Estados Unidos (es que algunas cosas no se olvidan...). De ese modo, el sesudo analista se verá en la necesidad de convertirse en un agente pleno. “Recuerde su entrenamiento y estará bien”, será el consuelo ante la nueva realidad. Kenneth Branagh, que en su momento arrancó su carrera en la dirección con sus adaptaciones shakespearianas (la épica “Enrique V” y la agradable “Mucho ruido y pocas nueces”, con Emma Thompson), después de su paso por la superheróica “Thor” se le anima a construir un thriller que se pone trepidante e intenso, en un crescendo de acción. Es que el descubrimiento de la conspiración económica-terrorista es “deschavado” rápidamente por el analista, y de ahí tendrá que pasar a hacer equipo con Harper y hasta con Cathy (que no zafa de entrar en la redada) para evitar la tragedia. Hay equipo Esto podría ser un poco cliché: el “combinado de héroe, jefe y damisela versus villano trágico” puede sonar trillado, pero se sostiene por el ritmo que le imprime Branagh y por su cuarteto protagónico. Chris Pine, que reinventó al capitán Kirk en la nueva saga de “Star Trek”, acepta el desafío de encarnar un personaje que no necesitaría tanto despliegue de facha. Kevin Costner como Harper está comodísimo, en un personaje que combina capacidad para la violencia y serenidad de maestro zen. Keira Knightley, siempre adorable a su flaca y prognata manera, con pasta de muñeca brava (desde su Lizzy Bennet en “Orgullo y prejuicio” a su Ginebra en “Rey Arturo”) acá se deja rescatar como muchacha en riesgo, a pesar de ser inevitablemente indómita. Y el propio Branagh se reservó para sí al oscuro Cherevin, traumatizado y enfermo, austero en sus manifestaciones exteriores. En definitiva: están dadas las condiciones para que nazca una nueva franquicia al estilo Jason Bourne: seguramente Jack Ryan tendrá nuevos sobresaltos en los próximos años.
La educación sentimental en el siglo XXI "La vida de Adèle” es la adaptación que el director tunecino Abdellatif Kechiche hizo junto a Ghalia Lacroix del cómic “Le Bleu est une couleur chaude” de Julie Maroh (“El azul es un color cálido”, título que el filme lleva también en inglés), y lleva por subtítulo “Capítulos 1 y 2”. O sea que de entrada se nos plantea que habrá dos partes, dos instancias que a la sazón recorrerán el ascenso, apoteosis y caída de una relación amorosa entre dos chicas, de la “educación sentimental” (uno de los tópicos del romanticismo, junto con la “amada inmortal”) de la más joven, la que le da título al filme, y del encuentro con su identidad. La identidad Adèle es una quinceañera de origen un tanto humilde, que corre todos los días el colectivo para ir a la escuela, interesada en la literatura y rodeada de un grupo de amigas que la estimulan a conseguirse algún muchacho. En algún momento prueba, aunque la relación parece no funcionar, ni en el nivel personal ni en el sexual. Paralelamente, ve su capturada su atención por una joven de pelo azul, abiertamente lesbiana, que se pasea con su novia por la calle. En algún momento comenzarán a cruzarse con Emma, que así se llama la azulina, mientras en las clases de literatura curiosamente el profesor trata el tema de los encuentros predestinados en ciertas novelas. Mientras Adèle explora hacia adentro su identidad sexual (y revelará de paso alguna tensión no reconocida en alguna compañerita) inicia una relación con Emma (estudiante universitaria de arte) que pasará de charlas y dibujitos a tórridos encuentros sexuales. Y hasta allí contaremos aquí: sólo la plataforma desde donde Kechiche lanza el recorrido de su heroína, del amor a la tristeza y más allá. Variaciones Si durante el visionado uno puede distraerse sobre el momento donde se cambia de episodio, que no están numerados como en las novelas, enseguida puede retrotraerse y encontrar el pasaje entre dos etapas diferentes, con temporalidades disímiles y desigual modo de desarrollo. Porque si la primera parte relata una secuencia de hechos seguidos en un intervalo de tiempo breve y a velocidad constante (la búsqueda identitaria de la protagonista, el flirt y el vínculo sexual posterior con Emma), el salto temporal de uno a otro deja varios interrogantes pendientes (la relación de Adèle con sus padres, por ejemplo, que salen de escena). Después de ciertos acontecimientos que afectan a la relación entre ambas de manera drástica, el relato posterior tomará la forma de una retahíla de retazos narrativos espaciados por grandes saltos temporales no del todo indicados pero que se pueden ir estimando, lo que da un cálculo de un marco temporal de algunos años. Así, contra la intensidad física y emocional del capítulo 1, que es la crónica de un devenir, el 2 navega un poco a la deriva, al igual que las emociones y el destino de Adèle. Los cuerpos Nada funcionaría sin Adèle Exarchopoulos, sensual y creíble por donde se la mire. Con su belleza de cara lavada, su pelo cuidadosamente descuidado (el acomodarse el cabello recogido en forma de palmera es uno de los gestos característicos de su personaje), con sus mechas sobre la cara, su modo de lamer los cubiertos al comer los fideos, todo eso la convierte en la musa ideal para Kechiche, cuya cámara se enamora de su rostro (hay una abundancia de primeros planos), capaz de llenar la pantalla; de sus labios entreabiertos y sus paletas a lo Brigitte Bardot, bien para una diva francesa; de su cuerpo y su piel, y de la química con Léa Seydoux, en unas escenas de sexo explícito y gimnástico, que la columnista de Eñe Patricia Kolesnicov llamó “aspiracionales” (“las escenas de sexo son las ganas de ese sexo”) y las comparó con “el muchachito que viene huyendo, salta sobre el capot, recorre el techo con una vuelta carnero que lo tira parado en el baúl y desde ahí balea a los malos”, al que el cine nos tiene acostumbrados. Muy aspiracionales, sí, pero no dejan de acalorar. Seydoux, ya que estamos, se luce en ese personaje firme, seguro de su identidad (la contracara de la jovencita), tierna y predadora sexual al mismo tiempo: la cazadora puede enamorarse, a fin de cuentas. Y sí, también ha llamado la atención de muchos con su piel blanca y sus ojos claros que contrastan con su pelo azul (aunque veremos su rubio natural en algún tramo postrero), a tal punto de que muchos la consideran la revelación del filme, a pesar de tener ya varios trabajos en su haber. Romanticismo Volviendo sobre el principio, el subtítulo recuerda a “El amor (primera parte)”, excepcional creación de Alejandro Fadel, Martín Mauregui, Santiago Mitre y Juan Schnitman. Como aquel filme, este también es inconcluso, imperfecto si se quiere, pero con esos agujeros abiertos y esos puntos suspensivos que la vida suele tener. Hay educación sentimental y amada inmortal, en cierta manera, lo que demuestra que el romanticismo dieciochesco encontró su forma de sobrevivir en el siglo XXI.
Saldando deudas en la Ciudad del Pecado “Último viaje a Las Vegas” es más unas vacaciones para los actores que encabezan el elenco que para los personajes que interpretan en la historia. Cuatro estrellas del firmamento hollywoodense, destacados por ser particularmente activos a edad madura, se animan a reírse de sí mismos, encarnando a cuatro veteranos que se atreven a desafiar los achaques de la edad y confrontar con el universo de la juventud que debería expulsarlos: la música electrónica, las turgentes carnes de las señoritas, el vodka con energizantes y la fiesta permanente que se puede encontrar en la Ciudad del Pecado. También se ríen de los estereotipos que han sabido construir: Robert De Niro es por supuesto el gruñón con matices sensibles, Michael Douglas es el galán en busca de mujeres jóvenes, Morgan Freeman es el cool y mentiroso y Kevin Kline el cómico sin esfuerzo. Aquellos cuatro pibes La historia arranca con cuatro chicos neoyorquinos en la década del 50, sacándose fotos en una máquina automática. Son Billy, Paddy, Sam y Archie, “los cuatro de Flatbush”, una barrita de pibes de Brooklyn en tiempos humildes pero más fáciles. La quinta pata del grupo es Sophie, adorable niñita a la que Billy y Paddy ya quieren darle besitos. Unos 58 años después, la vida los llevó por distintos caminos. Billy es un hombre de negocios, bronceado y bien teñido, que vive en Malibú con su novia treintañera; nunca se ha casado. Sus amigos parecen más achacados: Sam vive en Florida con su esposa de cuatro décadas, el lugar donde se retiran muchos jubilados a esperar la muerte. Archie se ha divorciado dos veces, ha tenido un ACV y su hijo no le deja hacer nada. Y Paddy se la pasa en bata y calzoncillos rodeado de retratos de Sophie: sí, la niñita lo eligió a él y estuvieron casados toda la vida, hasta que ella murió hace un año. Cuando su mentor muere, Billy decide pedirle matrimonio a la joven Lisa, cuyo padre tiene más o menos su edad. La idea es una pequeña boda en Las Vegas, y decide notificar a sus viejos amigos. Rápidamente, surge la idea de Archie y Sam de organizar la despedida de soltero, yendo unos días antes a la ciudad de la joda y la timba, un poco también para escapar de sus vidas cotidianas. El problema va a ser llevarlo a Paddy, entre su ensimismamiento y algunas deudas pendientes con Billy, que serán claves para la historia. Entre el ayer y el hoy Sin demasiadas pretensiones, el guión de Dan Fogelman (autor de varios filmes animados como “Cars” o “Enredados”), bajo dirección de Jon Turteltaub (que saltó a la fama con las dos cintas de la franquicia de “La leyenda del tesoro perdido”) juega en los límites del verosímil (como mucha comedia liviana que se hace por ahí) pero trabaja a varias bandas: por un lado, está la comedia pura que surge de la tensión de cuatro viejos sueltos entre pulposas chicas bolicheras, transformistas, acróbatas del Cirque du Soleil (buena promoción para el espectáculo “Zarkana”) y todo lo que debería ser opuesto a estos pasados de moda, que tendrán que ponerse al día, o aún mejor: “tener onda” sin negar su historia, como cuando eligen los trajes para la fiesta. Pero la contracara de esto es la tragedia de ser viejo en un mundo que parece promover la juventud eterna, y de que la vida se haya pasado tan rápido: “Hace un pestañeo teníamos 17 años, ¿qué pasó?”, dice Billy. Una vida atravesada por cosas que están entre Billy y Paddy, algunas que Sophie se llevó con ella, le dará arquitectura dramática a la cosa. Y en relación con esto, no faltará el costado de comedia romántica, cuando se les sume una nueva quinta: Diana Boyle, una abogada que cuando se quedó sin trabajo y envió a su hija a la univesidad, consiguió un puesto de cantante en el bar de un casino a cambio de asesoramiento a uno de ahí adentro. Encantadora, humana y “vivida”, Diana pondrá en crisis la relación entre los dos viejos competidores, e incluso la razón misma de estar ahí. Póker de actores Todo fluye naturalmente para que los cuatro actores se diviertan y nos diviertan a nosotros en el proceso, para que se luzcan con lo que mejor saben hacer. Sus personajes les quedan comodísimos: Douglas mirando escotes, De Niro quejándose y mirándose los nudillos frente al espejo, Freeman con sus sonrisas de nariz fruncida y tirando bailecitos y Kline como el achacado feliz por “estar disponible”. No necesitan más, podrían hacerlo hasta dormidos. Allá por 2009, cuando en estas páginas comentamos la comedia romántica “La propuesta”, hablábamos de que Mary Steenburgen demostró que podía ser la mejor mamá del mundo audiovisual gracias a la serie “Joan of Arcadia”, y que en la película de referencia estaba a la altura. Por suerte para ella y para nosotros, “Último viaje a Las vegas” la recupera como mujer, y como qué mujer. Steenburgen (que la última vez que fue “interés romántico” fue en “Volver al futuro III”, más o menos), con su acento del medio oeste, su voz suave al cantar (¿una Anita O’Day, una Rosemary Clooney?) y su porte (un metro y 73 centímetros muy bien ocupados) se convierte en una mujer deseable para un par de veteranos y, por qué no, para todas las edades. Una señora de varias décadas no apta para exabruptos anatómicos a lo Ricardo Arjona: a fin de cuentas, a Ted Danson le sigue gustando, y permanece allí donde Malcolm McDowell gustó de estar. El resto del elenco acompaña bastante bien desde su segundo plano: destaquemos aquí a Bre Blair (Lisa, la novia de Billy), Michael Ealy (Ezra, el hijo de Archie), Joanna Gleason (Miriam, la esposa de Sam), Andrea Moore (la joven soltera también en despedida), April Billingsley (su dama de honor), Jerry Ferrara (Dean, un jovenzuelo al que agarran de máquina y terminan “educando”), Romany Malco (Lonnie, el empleado del hotel Aria, otro que se promocionó con la película) y Roger Bart (Maurice, el transformista que hace de Madonna), más las apariciones de figuras de la música como 50 Cent y Redfoo. Con todo esto se construye una pequeña fábula sobre cómo encarar la vida independientemente de lo que se supone que vaya a durar.
Aventuras en la Oscuridad creciente Cuando comentamos la primera parte de esta nueva trilogía, afirmamos que Peter Jackson buscó expandir el relato del texto original hacia lo que habría sido la versión definitiva de “El Hobbit” que podría haber hecho el propio J.R.R. Tolkien a la luz de su propio legendarium. Es así que a la vez que por un lado se deleita desarrollado escenas de acción, por el otro incorpora diversas subtramas. Una de ellas, la de Galdalf contra el “Nigromante” de Dol Guldur (cuya verdadera identidad quedará clara aquí), organizada a partir de sucesos que se cuentan en “El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo”, en el extenso capítulo “El concilio de Elrond”. Pero también se permite crear otra subtrama desde cero, recuperando a Legolas (a quien hace encontrarse con Óin, padre Gimli, quien será su amigo), a quien suma un personaje peculiar. En un acto de osadía, crea un personaje novedoso, quizás un poco impensado en la época del profesor Tolkien: se trata de Tauriel, una mortífera guerrera elfa, capitana de la guardia de Thranduil, a la vez poseedora del celestial encanto de las doncellas élficas, y a la sazón pelirroja (la única elfa de pelo rojizo que Tolkien menciona expresamente es la pretérita Nerdanel). A pesar de todos estos méritos, Tauriel es una elfa silvana, de una estirpe inferior a la de Thranduil y Legolas, que son del linaje de los Sindar de Doriath (esto no se explica en el filme, pero opera en él), por lo que el soberbio Rey del Bosque Negro busca desestimar una posible relación entre ella y su blondo hijo, que parece interesado. Gracias a estas expansiones Jackson se da el placer de incorporar cosas de color, como el uso del athelas (las hojas del Rey), como hierba medicinal, o el rumor de la lengua negra de Mordor en la frase “Ash Nazg durbatulûk, ash Nazg gimbatul, ash Nazg thrakatulûk agh burzum-ishi krimpatul” (“Un Anillo para gobernarlos a todos, un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas”). Coherencia y despliegue En esta segunda parte ya entramos directamente al nudo de la acción. Si la primera terminaba en el nido de las águilas, aquí el relato recomienza directamente en tierra, con los orcos pisándoles los talones, y pasa muy rápido por la estadía en la casa de Beorn, el Cambiador de Pieles. Este personaje les prestará los ponies para llegar rápido al Bosque Negro, donde se encontrarán con los elfos liderados por Thranduil. Otra vez será el ingenio y la invisibilidad que el Anillo le otorga a Bilbo el camino para el mítico escape en los barriles, con el condimento de un ataque orco que hiere a Kíli, en una épica secuencia que suma a Legolas y Tauriel, que aportará a la subtrama de estos personajes y su relación con el joven enano. Así lograrán entrar a la Ciudad del Lago, donde crecerá el personaje de Bardo, allí conseguirán apoyo para llegar a la Montaña Solitaria, donde arriesgarán el cuero en las fauces del temido dragón Smaug, lo que brindará escenas no menos espectaculares, antes de tirar el anzuelo para las nuevas aventuras que sobrevendrán en la tercera película. Para todo esto el neocelandés contó en el guión con la colaboración habitual de su esposa Fran Walsh y su coproductora Philippa Boyens; también aparece la firma de Guillermo del Toro, quien estuvo por hacerse cargo del proyecto y finalmente revista como consultor. Otro apoyo fundamental, como “El Señor de los Anillos”, es el aporte en el diseño conceptual de Alan Lee y John Howe, los dos históricos ilustradores oficiales de la obra del Profesor de Oxford. Otro que repite es Howard Shore en la música, otra de las marcas identitarias del constructo que Jackson ha impuesto. Las compañías Weta Workshop y Weta Digital se pusieron al servicio de la plasmación visual, desde la construcción de prótesis y el diseño de vestuario a la realización digital de los más mínimos detalles, que lucen en el 3D y la visión hiperrealista de HFR (48 cuadros por segundo). Personajes míticos A pesar de la desmesura visual a la que apuesta el director, siempre buscando expandir las potencialidades del cine, su propuesta se basa en actores que se ponen en la piel de personajes inolvidables. Martin Freeman vuelve a lucirse como Bilbo (quien empieza a sentir los cambios que le produce el contacto con el Anillo), y de Ian McKellen como Gandalf ya no podemos destacar decir mucho más que lo que ya hemos manifestado. Pero mucho del peso dramático de este tramo recaerá en otros, como la profunda interpretación de Richard Armitage como Thorin (también víctima de la codicia de sus ancestros por la Piedra del Arca). Orlando Bloom reaparece como un indiscutible Legolas (rubio, aniñado, guerrero preciso e incansable, y ahora al parecer algo celoso), y Lee Pace se mete en la piel de un lánguido y glamorosamente detestable Thranduil (los lectores del “El Silmarillion” saben que la soberbia y el ánimo de venganza de los elfos puede ser tan grande e imperecedera como sus vidas y su magnificencia). Pero en esta estirpe inmortal resalta Evangeline Lilly como Tauriel: sólo la ex Lost puede hacernos creer que es una doncella élfica etérea y mortífera, y tan humana en sus sentimientos, que la acercarán al enano Kíli (Aidan Turner, bastante facha para la raza de Dúrin, y algunos buenos momentos). Todo esto se apoya en el lucimiento colectivo de la compañía de enanos: Ken Stott (un fantástico Balin), Graham McTavish (Dwalin), William Kircher (Bifur), James Nesbitt (Bofur), Stephen Hunter (Bombur), Dean O’Gorman (Fíli), John Callen (Óin), Peter Hambleton (Glóin), Jed Brophy (Nori), Mark Hadlow (Dori) y Adam Brown (Ori). Por lo demás, Luke Evans empieza a despuntar como Bardo (seguramente su mayor lucimiento será en el próximo filme) y Benedict Cumberbatch (el villano de “Star Trek: into darkness”) pone las ominosas y procesadas voces de Smaug y el Nigromante. Mikael Persbrandt tiene unos pocos minutos para mostrar su Beorn, y como villanitos de poca monta y graciosos, tiene su momento Stephen Fry (señor de la Ciudad del Lago) y Ryan Gage (su secuaz Alfrid). Como condimento, hay pequeñas intervenciones de Sylvester McCoy (el taimado mago Radagast) y la oscarizable Cate Blanchett (la resplanciente Lady Galadriel). Las cartas están echadas. Se vienen más peligros, las batallas definitivas, las pérdidas dolorosas, y las pruebas últimas al valor y al sacrificio de los héroes.
Cumbre bizarra en el Apocalipsis “¡Am, qué aborto!”. Con esa expresión podía tildarse en la Villa María Selva de los 80 a alguien demasiado estúpido o detestable. La memoria trae estas cosas a la mente cuando trata de encuadrar cosas que no tienen demasiado formato, como es el caso de “Este es el fin”, otro de los extremos de la “nueva comedia”, como la también inclasificable “Proyecto 43”. Para llegar acá, hay que hacer un poco de historia. Todo comienza con Seth Rogen (actor, productor y guionista), Evan Goldberg (guionista y director) y Jay Baruchel (actor y ocasional guionista, que ya había hecho unos buenos secundarios en “Million Dollar Baby” y “Casi famosos”, de donde saltó a la breve comedia universitaria “Undeclared”), tres muchachos canadienses haciendo sus armas en el cine estadounidense, que mientras se insertaban en el mundo del estilo de comedia que impuso Judd Apatow, realizaron un corto llamado “Jay and Seth Versus the Apocalypse”, donde los actores se enfrentaban al fin del mundo encerrados en una casa. Ese mismo año Rogen coescribió y apareció en “Supercool”, estelarizada por Michael Cera (que ese año hizo “La joven vida de Juno” y actuaba en la serie de humor ácido “Arrested Development”) y Jonah Hill; al año siguiente coescribió con Goldberg y protagonizó “Pineapple Express”, con James Franco (actor “de carácter” que hizo desde “Milk” y “127 horas” hasta “Oz, el poderoso”) y los comediantes Danny McBride y Chris Robinson. Esas son algunas de las películas que integran una constelación que, de no ser conocida por el espectador de “Este es el fin”, se estará perdiendo mucho en cuanto a comprensión. Bueno, la cosa es que “Este es el fin” retoma la idea del corto de 2007, pero ambientada en su vida actual. La última fiesta Ése es el punto de partida: Baruchel, que vive en Canadá, va a Los Ángeles a visitar a Rogen, que después de agasajarlo con hamburguesas y marihuana, lo invita a donde Jay no quiere ir: a una megafiesta en la casa de Franco, a la que asisten los “nuevos amigos” de Seth, ahora que es famoso y gana dinero: el anfitrión, Hill, Robinson y McBride, entre otros, que incluyen a varios actores de comedia, la cantante Rihanna y la ascendente Emma Watson. En medio de la fiesta, regada de drogas y alcohol, donde todas las chicas quieren tener sexo con Michael Cera, y se huele la tensión entre la vieja amistad y las nuevas, pasa algo terrible: empieza el Apocalipsis, y un agujero se traga a la mayoría de los asistentes a la fiesta. Jay, Seth, Jonah, Chris, Danny y James quedarán encerrados en la casa de éste último, casi como el Eternauta y sus amigos en la nevada, pero con una diferencia: son tan o más “abortos” que los personajes de las películas de las que se jactan. Son drogadictos, estúpidos, incultos, cobardes y traicioneros. Si Juan Salvo y los suyos encarnaban al “héroe colectivo”, Rogen y sus muchachos representan al “antihéroe colectivo”. Metiendo en formato Así arranca un guión disparatado en el que comenzarán a aparecer las señales del Fin de los Tiempos, pero donde los mayores problemas están en la convivencia entre los comediantes. Goldberg y Rogen firman como guionistas y directores, y le imprimen un ritmo atractivo a la retahíla de situaciones, algunas desopilantes, otras muy bizarras y otras injustificadas, lo que hace que el espectador no quede a la deriva. En medio de un trasfondo religioso (aunque se rían de la religión), el grupo se da el gusto de hacer una gran broma autorreferencial, donde se burlan de sus propios estereotipos y se asumen peores que sus personajes habituales: los temas que les interesan son la marihuana, los objetos fálicos (en los demonios y las esculturas) y el humor chabacano. Baruchel viene de afuera y es que les corta un poco el clima de estudiantina cuarentona (Franco es el otro “serio”, pero se acopla bastante al grupo). El final se pone un poco serio y épico, pero termina tan delirante como empezó. Invitados De las actuaciones no podemos decir mucho más: son actores conocidos haciendo sus propios estereotipos, incluyendo a Cera, que tiene sus escenas entretenidas al principio, tan inexpresivo y con problemas de comunicación como varios de sus personajes célebres. Distinto es el caso de Emma Watson, que se baja de su flema británica (nadie más podría hacer que “Petrificus Totalus” o “Wingardium Leviosa” suenen como algo sexy) o sus chicas de clase alta americana para hacerles frente a los muchachones que están tan “calientes” como las llamas de afuera. Por suerte, además de contar con mucho presupuesto para filmar las escenas fantásticas, sumaron la colaboración de decenas de figuras haciendo pequeñas participaciones como “ellos mismos”, algunas un poco denigrantes (ver el caso de Channing Tatum). En definitiva, quien disfrute de este tipo de comedia, se dará una panzada con una de las más bizarras, protagonizada por un grupo de bizarros que nos quieren mostrar cuánto lo son. Los que no entren en el juego, probablemente se vaya a la media hora. Lo seguro es que “Este es el fin” tiene un lugar asegurado en algunas estanterías “de culto”, entre “Supercool” y “Proyecto 43”.
Atrapados en el laberinto “La sospecha” nos transporta a universos y temas familiares: hay algo de “Río místico” y “Desapareció una noche”, los filmes de Clint Eastwood y Ben Affleck respectivamente, sobre novelas de Dennis Lehane; pero también de “Código de honor”, la cinta que Sean Penn (protagonista de “Río místico”, ya que estamos) rodó sobre libro del oscuro suizo Friedrich Dürrenmatt. Keller Dover es un tipo sencillo, católico, fanático de la caza y de cantar el himno en la ducha, que vive en una zona suburbana de Georgia. Tiene una esposa bonita (Grace), un hijo varón adolescente (Ralph) y una niñita adorable (Anna). Tiene eso sí algunos rayes: cree que uno tiene que velar por uno mismo y su familia por las dudas, y por las dudas acopia provisiones en su sótano (algo más común en Estados Unidos de lo que se cree). Los Dover son amigos de los Birch, una familia afroamericana que es su reflejo especular: Franklin y Nancy tienen dos hijas, Eliza y Joy, de las mismas edades que los hijos de los Dover. Juntos se aprestan a celebrar el Día de Acción de Gracias. Las nenitas salen a la calle vigiladas por sus hermanos antes de comer, y durante la sobremesa vuelven a pedir salir de la casa de los Birch a la de los Dover. En un determinado momento, sus padres se dan cuenta de que salieron solas, y comienzan a buscarla. Los hermanos recuerdan que las chicas estaban tratando de subirse a un motorhome estacionado cerca, que a esas horas ya no está. El detective Loki será el encargado de iniciar la búsqueda, y dará con el vehículo. El dueño es un muchacho con la edad mental de un niño de diez años, y no hay evidencia de que tenga algo que ver con las niñas. Decepcionado, Keller decidirá hacerse cargo él mismo de la resolución del conflicto, con consecuencias inesperadas, mientras Loki encuentra retazos de verdad que puedan darle la clave de lo que pasó. Pistas y recovecos La dirección de Denis Villeneuve transmite intranquilidad desde el minuto cero de la película. El recurso de las tomas desde detrás de los vidrios mojados o empañados, la lluvia constante, el cielo plomizo, la camioneta (en la que se sabe que hay alguien): todo apunta a generar tensión pero dosificada según el momento (las dos horas y media se pasan volando), y plasmando los aciertos del guión firmado por Aaron Guzikowski: como buen policial, negocia con el espectador tirando algunas pistas como para que éste ate sus propios cabos (los laberintos, por ejemplo), incluso antes que los involucrados, enceguecidos por el reloj que corre y los aleja de recuperar a las niñas con vida. ¿Hasta qué límites puede ser empujado un hombre bueno ante una situación crucial? ¿Puede alguien librar una guerra contra Dios, corrompiendo el alma de los piadosos? ¿Podemos llegar a pensar que la justicia divina somos nosotros mismos, o que nuestras injusticias compensan las injusticias de un Dios que creemos que nos ha abandonado? Ésas son algunas de las preguntas que organizan el relato, lleno de recovecos y giros inesperados, en los que hechos que se plantean como accesorios terminan siendo claves en el camino a una resolución. El conflicto de los hombres contra la divinidad atraviesa la historia: desde la escena inicial de cacería en la que se escucha a Keller rezar un Padrenuestro, hasta el cura sospechoso que oculta otro tipo de secreto, y la pasada devoción de Holly Jones, la tía de Alex, el sospechoso. En medio de los símbolos cristianos (la cruz frente al vidrio, las imágenes en la casa de los Jones), aparece una curiosa simbología pagana: los raros tatuajes rúnicos del detective Loki, su apellido (que es el nombre del Dios más ambiguo de la mitología nórdica: hace el mal, pero no siempre por pura maldad) y el medallón del laberinto, casi un símbolo místico. El laberinto es una buena imagen de encierro (el título original es “Prisoners”): varios personajes se verán literalmente encerrados a lo largo del relato, pero no ahondaremos en ello en virtud de mantener la intriga del lector. Víctimas y victimarios Semejante densidad se sostiene en la profunda composición de Hugh Jackman (experto en personajes sufridos, de Wolverine a Jean Valjean) como Dover, cercana a la de Penn en el filme de Eastwood. Por seguir con la comparación, Viola Davis termina teniendo como Nancy Birch su momento crucial, a medias entre su señora Miller de “La duda” y la temible Laura Linney de “Río místico”. Jake Gyllenhaal se pone en la marcada piel del detective Loki: parco, solitario, con un pasado oscuro, asume el reto de transmitir con poco. Maria Bello (Grace Dover) lleva más allá su rol de esposa suburbana atribulada que compusiera en “Una historia violenta” (de seguro fue elegida tras ver el filme de David Cronenberg), y Terrence Howard (Franklin Birch) interpreta con soltura un personaje quebrado emocionalmente, un registro que ya ha trabajado. Y después están los Jones: mientras que Paul Dano se mete en el desafío de encarnar al retrasado Alex (uno de esos desafíos que gustan en los premios, o al menos son elogiados en el gremio actoral) y Melissa Leo demuestra que puede construir un personaje más tremebundo que el que encarnó en “El ganador”, pero seguramente no tan rico en matices. Todos ellos transitarán el laberinto en busca de hacer lo correcto, de saldar deudas, de defender a los suyos, de descubrir la verdad o hacer justicia. De la diferencia de criterios (en los límites entre lo que llamamos “cordura” y “locura”) surgirán los conflictos, esencia misma de lo humano.
Revolución o muerte Todo parece como siempre, pero todo ha cambiado para siempre. Katniss Everdeen sobrevivió a los 74º Juegos del Hambre, pero sabe que el presidente Snow se la tiene jurada por la estratagema de las bayas venenosas gracias a la cual salvó su vida y la de su compañero Peeta Mellark, y va tomando conciencia de que se ha metido en una trampa para siempre: justo cuando comienza a afirmarse en sus sentimientos por su amigo de siempre, Gale Hawthorne, comprende que deberá mantener viva la ficción del amor incondicional por Peeta. El problema es que mientras entre los lujos del Capitolio su gesto se vio como un arrebato de enamorada, en los empobrecidos y sometidos distritos se lo leyó como un símbolo de rebelión y de desafío al Capitolio y su eterno castigo por una antigua guerra civil, y como un espacio para la esperanza. Así estamos en el comienzo de “Los Juegos del Hambre: en llamas”, y así de directo se lo dice Snow a Katniss: la represión de una sublevación será terrible. Y eso se empieza a ver en la Gira de la Victoria, el tour de los Vencedores por los distritos, donde recrudecen los ánimos de revueltas embanderados con el emblema del sinsajo (el pajarito que reproduce las melodías, que Katniss lleva en su broche). De todos modos, la indignación ante la injusticia va ganando en el alma de la chica a las ganas de evitar la confrontación. Snow discute una solución con Plutarch Heavensbee, el nuevo coordinador de los Juegos (su antecesor, Seneca Crane, pagó con su vida el resultado). La solución está de cara a la 75ª edición, es decir, el tercer Vasallaje de los Veinticinco (Third Cuarter Quell, en referencia al cuarto de siglo). De una manera más explícita que en el libro de Suzanne Collins (donde los sobres parecen todos viejos, y son decenas, teniendo en cuenta que son cuatro por siglo), la gracia especial incluye que los Tributos de cada distrito sean elegidos entre los Vencedores vivos. Katniss es obviamente la única mujer del Distrito 12, y el puesto masculino se repartirá entre Peeta y Haymitch Abernathy, quien fuera su mentor. De resultas que los “tortolitos” tendrán que volver a la arena de la muerte televisada, en un juego de alianzas y rivalidades con campeones del pasado. Hasta ahí todo más o menos como siempre... sin embargo, muchas sorpresas aguardarán a Katniss, dentro y fuera del selvático campo de batalla. Narrativa visual Francis Lawrence tomó la posta de Gary Ross tras las cámaras, aunque la estética general es similar, con esa combinación de planos grandilocuentes (en la naturaleza, o en el Capitolio), narrativa visual cercana en la acción y movedizos primeros planos que sacan provecho de los rostros, especialmente el de Jennifer Lawrence: con sus expresiones duras (a pesar de su rostro redondeado), sus lunares y su verde y afiladísima mirada. Una cosa que se echa en falta es la ausencia en la banda sonora de las canciones folk desarrolladas para el filme por artistas reconocidos, como en la primera parte. Como compensación, el score compuesto por James Newton Howard vuelve a dar marco al relato, y se vuelve enorme por momentos, como el ingreso de los carruajes a la plaza, por el camino flanqueado de timbales. La adaptación es bastante lograda, teniendo en cuenta que las temporalidades que abarca el segundo libro son un poco más extensas: los saltos narrativos están bien contados (el deshielo, la primavera) hasta llegar al momento crucial, que se llevará la parte central de la película. También hay una apuesta a contar visualmente lo que fue pensado como un monólogo interior de Katniss, mezcla de emociones, sucesos y sensaciones: la sangre en la copa de champagne y la ostensible rosa blanca en la solapa de Snow traducen la mezcla de aromas que aterroriza a la sufrida muchachita. La Chica en Llamas Otras cosas han cambiado desde el estreno de “Los Juegos del Hambre”: Jennifer Lawrence viene de ganar un Oscar por su actuación en “El lado luminoso de la vida” y ya no tiene que demostrar que es algo más que una cara bonita. Ahora volverá a poner en juego sus dotes dramáticas, para interpretar a una Katniss alejada de la inocencia (si es que alguna vez la pudo tener en el Distrito 12) y movida por el miedo y la rabia. El filme está hecho para su lucimiento, y no decepciona. En torno a ella habrá espacio para que se luzcan otros: Liam Hemsworth como el cada vez más rebelde Gale, Josh Hutcherson como el buenazo de Peeta y Woody Harrelson como el inefable y borrachín Haymitch. De los aliados que harán en la arena se destacan: Sam Claflin como el aparentemente soberbio Finnick Odair, lleno de sentimientos; Lynn Cohen como la anciana Mags, a quien Finnick le debe todo: con poco convierte a su personaje en entrañable; Jeffrey Wright como el intelectual Beetee y una imperdible Jena Malone en la piel de la adorablemente insoportable Johanna Mason (Hollywood aún le debe a Malone un filme consagratorio). Del lado del Capitolio, repite Donald Sutherland como el presidente Snow (un personaje a su medida); Stanley Tucci en su fantástico rol del conductor Caesar Flickerman (falta que diga “que no decaiga” y podría ser un animador argentino); Elizabeth Banks elegantemente recargada en los gestos de Effie Trinket, protectora y cosechadora de los tributos, a medio camino entre la banalidad capitolina y el cariño por los que deben ir a morir; y Lenny Kravitz como el diseñador Cinna, alguien que arriesgará todo por Katniss y revolucionario a su manera. A ellos se les suma el siempre correcto Philip Seymour Hoffman como Plutarch, guardián de uno o dos secretos que llevarán a un final inesperado (al menos para los que no hayan leído la novela). Así que todo está dispuesto para el gran final, que ya se anunció será dividido en dos partes: la arquera postapocalíptica todavía tiene mucho para sufrir, padecer... y luchar.