La cima de la saga mutante Podríamos decir que Chris Claremont es para los mutantes de la Marvel lo que Stan Lee para el resto de los personajes de la “Casa de las Ideas”. Porque si bien “The Uncanny X-Men” comenzó a salir en 1963 con autoría de Lee y el Rey Jack Kirby, ese período iniciático no causó el mismo furor que otros lanzamientos de la editorial: hubo que esperar hasta 1974, cuando el guionista Len Wein (que ya había creado a Wolverine) y el dibujante Dave Cockrum relanzaran la nueva y mítica formación, para rápidamente pasarla a Claremont, con los lápices de John Byrne. Ahí estalló la magia de la franquicia, con 15 años de grandes ideas en la misma: de la saga de Fénix Oscura y Wolverine en Japón a “Rubicón”, pasando obviamente por “Días del futuro pasado”. Preste el lector atención a las fechas, porque si “X-Men: primera generación” estaba ambientado en 1962 (durante la crisis de los misiles de Cuba), en las vísperas del debut de los X-Men en el papel, la mayor parte de la cinta que hoy nos convoca transcurre en 1973, poco antes del relanzamiento, cuando los X-Men estaban técnicamente disueltos. Si salió por casualidad y no lo hicieron a propósito, es “cosa e’ mandinga”. Salvar el futuro Intentemos adentrarnos en el argumento. En un futuro temiblemente cercano, los mutantes y muchos humanos normales (por solidaridad o por ser portadores del gen X) están siendo exterminados por la más flamante generación de Centinelas, unos robots preparados para detectar y destruir mutantes, con habilidades para adaptarse a los poderes con que los ataquen, conducidos por “lo peor de la humanidad”. El Profesor X y Magneto encabezan juntos el último grupo de resistentes, secundados por Wolverine, Storm, Kitty Pride, Sunspot, Warpath, Iceman, Bishop, Colossus y Blink. A partir de un experimento de Kitty con sus poderes (enviar la consciencia de Bishop a su cuerpo del pasado inmediato para avisar de un ataque de Centinelas), surge un plan mayor: mandar a alguien más atrás en el tiempo, a evitar que Mystique elimine al doctor Bolivar Trask (puede pensarse que ese nombre fue una referencia de Claremont al doctor Vannevar Bush, el gran científico militar de posguerra), lo que generó una cadena de hechos que termina en los Centinelas. Puesto Wolverine nuevamente en la situación de ser clave de la historia (es el único que puede aguantar el proceso), el canadiense tendrá que viajar al pasado y convencer a un desilusionado Charles Xavier, a un resentido Magneto y a la joven y enojada Mystique de cambiar el curso de la historia: una tarea nada menor. Maestría Bryan Singer lo hizo de nuevo, y lo llevó más allá. El principal director y productor de la saga mutante volvió a ponerse al frente, colaborando con Matthew Vaughn (director de “X-Men: Primera generación”) que gestó el argumento junto con Jane Goldman y Simon Kinberg. De ese equipo creativo, surgió un producto que combina los atractivos destacados en la primera trilogía mutante y la precuela, sumando a los potentes elencos de ambas temporalidades. Y también (en cuanto a clima y situaciones) algo que se mueve entre lo mejor de la saga de “Terminator” (con algunas paradojas temporales para discutir, como inevitablemente pasa) y “El origen” de Nolan (con el cuerpo de Logan mantenido en el sueño/viaje temporal por Kitty, durante un tiempo que en el pasado son largos días). Y al mismo tiempo, el producto tiene mucho sabor a Claremont, con la recuperación de una de sus sagas más queridas (la forma en que se trasladó la idea de Fénix Oscura en “X-Men: la batalla final” puede parecer por momentos injusta) y la puesta en movimiento de una gran cantidad de mutantes célebres mostrando sus poderes con la plenitud que lo permiten los efectos visuales (la escena de Quicksilver es magnífica, a la vez que divertida). De yapa, el juego temporal permite recanonizar la saga (algo que en los cómics de superhéroes ya es habitual) y la escena post-créditos permite adivinar para dónde irá la cosa. Cumbre Del elenco, hay que decir que los siempre elogiados Hugh Jackman (Wolverine), James McAvoy (Xavier joven) y Michael Fassbender (Magneto joven) llevan la historia con la soltura con la que ya adoptaron sus personajes; lo mismo cabe decir de Patrick Stewart (Xavier grande) y de Ian McKellen (Magneto veterano), más la intensidad que logra Jennifer Lawrence (Mystique), una actriz en constante crecimiento. La gracia de Nicholas Hoult (Hank/Beast) completa el equipo principal, que aparece secundado por las reapariciones de Halle Berry (Storm), Ellen Page (Kitty Pryde) y Shawn Ashmore (Iceman), más algunas sorpresas y cameos. Y una curiosidad: Peter Dinklage (en el candelero gracias a “Game of Thrones”) como un Trask enano. Posiblemente, estemos ante la mejor película de la saga mutante hasta el momento. Podemos imaginar a Chris Claremont en la oscuridad de la sala, mascando pochoclo mientras ríe entre dientes, satisfecho con el legado que dejó. Larga vida a los mutantes, y que viva la diferencia.
Respeto al monstruo entrañable Cuando se anunció la realización de un nuevo filme sobre Godzilla, las expectativas no eran demasiado positivas. ¿Tenía sentido hacerla después de la castigada versión que Roland Emmerich dirigió en 1998? ¿Tenía sentido hacer una película con un monstruo gigante después de la genial “Cloverfield”, del equipo integrado por Matt Reeves (director), Drew Goddard (guionista) y J.J. Abrams (productor)? Pero la realización de Gareth Edwards sobre historia de Dave Callaham y guión de Max Borenstein le escapa a los lugares comunes o esperables sin dejar de visitar varios tópicos del cine catástrofe, de las viejas películas japonesas de “Gojira” y de otros productos culturales nipones. Balance natural En principio, un elemento central: Godzilla no es el invasor maléfico a derrotar, sino todo lo contrario. Los villanos del filme son dos criaturas gigantes (macho y hembra), mezcla de insecto, gurbo de “El Eternauta” y Alien de H.R. Giger. Encontrados en 1999 en Filipinas, uno estuvo guardado en Estados Unidos y el otro provocó una catástrofe en una central atómica en Japón, tragedia a partir de la que se desatará la historia de los protagonistas humanos. Pero volviendo un rato a la criatura del título, es (como en los filmes de la empresa Toho) el que viene a detener a los otros monstruos, lo que en definitiva lo termina convirtiendo en el héroe. Y, en otro acierto (que los fanáticos agradecerán), el diseño de producción apostó por una imagen que se asemeja más a la robusta figura que el “rey de los monstruos” lucía en los ‘50 (pero menos “acartonada”, literalmente) que al look “Jurassic Park” de la bestia de Emmerich. Es, como dice el doctor Ishiro Serizawa, el instrumento de la naturaleza para recomponer el balance. Y así funciona, como una fuerza de la naturaleza, imparable, especie de predador natural que no se come a nadie, pero con una misión clara. La historia del reloj de Serizawa es otro elemento clave a la hora de darle cierta incorrección política al filme (con cierta crítica al accionar militar estadounidense en el pasado al menos). Enormes problemas Recapitulemos un poco, para no perdernos. El ser que escapó de Filipinas atacó la central de Janjira, en la que trabajan los estadounidenses Joe y Sandra Brody, los padres del pequeño Ford. Atendiendo la crisis sismica (cuyo origen todavía desconocen) van a apagar los reactores, y Joe manda a Sandra para ver qué pasa allá abajo. Se produce una filtración, Sandra muere junto a otros colegas y hay que evacuar. Quince años después, Ford es un especialista de la US Navy en desarmar bombas, que ha dejado aquel pasado atrás y formado su propia familia. Cuando vuelve de Medio Oriente debe ir a Japón a sacar a su padre de la cárcel, que sigue insistiendo en investigar: se ha obsesionado con el caso y quiere demostrar que allí se oculta algo. Reencontrados, convence a su hijo de ir a ver qué onda por la vieja casa, los agarran de nuevo, y ahí los captura la Operación Monarch (iniciativa internacional y secreta), que tiene montada toda una instalación en la vieja central rodeada de una zona abandonada, donde la criatura está en gestación. Todo lo cual recuerda un poco a la Nerv de “Evangelion” y su cuartel general con la Lilith crucificada, aunque Serizawa sea un pan de Dios al lado de Gendo Ikari (los fans sabrán comprender esta afirmación). Justo cuando Joe confirma sus teorías, el bichito que está guardado se despierta y empieza una cacería en la que la Marina está más perdida que turco en la neblina (otra incorrección política), que alcanzará su clímax en suelo estadounidense, cuando finalmente Godzilla y sus picudos rivales se puedan “dar masa” a gusto en las calles de San Francisco. Pequeños héroes Paralelamente, Ford Brody hará lo suyo para combatir a las criaturas y salvar a la ciudad de un problema colateral. Lo de “paralelamente” es literal: hay un juego entre la bestia gigante y el héroe humano (que no es “el típico soldadito que salva las papas”, aunque no deja de ser un soldado), en los momentos en que parecen desfallecer para luego recuperar fuerzas y seguir. También habrá alguna mirada a los ojos entre ellos, como dando a entender que juegan del mismo lado. Mientras la televisión parece entender realmente lo que está pasando (una reivindicación ante tanta Fox News), Elle, la esposa de Ford, atiende pacientes en la emergencia, en un paralelismo con la esposa de Jack Ryan en “La suma de todos los miedos” (y cada uno en lo suyo, y a ver cuándo se encuentran, y todo eso). Después están los detalles que suman: monstruos a los que se aprecia por lo que muestra algún televisor (en “Cloverfield” eran las únicas imágenes completas de la criatura); niños que tienen que ser rescatados o que ven algo antes que los adultos; la gente que tiene que caerse al abismo o ser arrastrada en la catástrofe (dos cosas muy Emmerich); el perro que se suelta y huye del tsunami (pincelada de color). Escala humana Del nutrido elenco, uno de los más vistosos es el gran Ken Watanabe, como Ishiro Serizawa, ya que le toca ser “la voz de la naturaleza” y el único que entiende todo lo que va pasando. A Aaron Taylor-Johnson le sale bien el soldado bueno, y Elizabeth Olsen aporta su belleza ojuda como Elle, su esposa. Bryan Cranston tiene algunos momentos como el veterano Joe Brody, y Juliette Binoche algunos menos como su esposa Sandra, por razones obvias. En el elenco reportan Sally Hawkins (Vivienne Graham), aquella que se lució en “Blue Jasmine”, y el celebrado David Strathairn (almirante William Stenz), pero no tienen demasiado para desplegar. En definitiva, el producto final pasa el examen, con buenas ideas pero sin demasiadas invenciones. Respondiendo a la consigna del principio, quizás es lo mejor que se puede hacer hoy a la hora de resucitar al entrañable monstruo del Asia.
Un papá a los corchazos “3 días para matar” es el encuentro de dos figuras del cine de acción: por un lado, la historia y el guión son obra de Luc Besson, el francés creador de la saga de “El transportador”, “Nikita”, “El perfecto asesino”, “Búsqueda implacable” y “El quinto elemento”. Por el otro, la dirección está en manos de McG (Joseph McGinty), el realizador de videoclips que saltó a la pantalla grande de la mano de la adaptación de “Los Ángeles de Charlie” (su otra experiencia, menos humorística, fue “Terminator: la salvación”). De esa cruza sale un cóctel peculiar: podemos identificar en el protagonista a un personaje paradigmático de varias de las obras de Besson: un agente veterano, ya bastante cansado, que se contrapone con una figura juvenil que no pertenece a su mundo de asesinos despiadados (el Léon de Jean Reno y la Mathilda de una pequeñísima Natalie Portman en “El perfecto asesino” fue tal vez el mayor ejemplo). Por otro lado, del “estilo” de McG (si es que tiene alguno, tampoco tiene tanta filmografía) podríamos identificar el tono jocoso de los Ángeles, que le metía humor a una trama de aventuras. De este modo, el resultado es una trama de gran despliegue de acción con un tema trágico de fondo, aunque usado como disparador de situaciones humorísticas. En las últimas Quizás Mel Gibson podría haber hecho este filme hace unos años, y quizás en un par de otros años podría haberlo agarrado Jason Statham. En el presente, la elección recayó en Kevin Costner, que volvió a la acción recientemente como el jefe de Ryan en “Código Sombra: Jack Ryan”, un jefe que tiraba sus propios tiros. Aquí interpreta a Ethan Renner, un agente de la CIA que descubre en medio de una misión que tiene un tipo de cáncer terminal. Ante la circunstancia crucial, decide volver a París, su base de operaciones, donde vive su ex esposa y su hija adolescente, a las que no ve desde hace cinco años. Su idea es poner en orden su herencia y recuperar alguna relación con la pequeña, a la que sólo llama en los cumpleaños. Pero sus planes se ven interferidos para bien y para mal, cuando la joven operativa de la Agencia de apellido Delay (que se presenta ante él como “Vivi”) le ofrece un trato tentador: un tratamiento experimental, sin garantías, contra el mal que lo aqueja, a cambio de terminar la misión eliminando al criminal internacional que estaban persiguiendo. El problema es que Ethan prometió a su ¿ex? mujer que no trabajaba más para “ellos”, y que se comprometió a cuidar por tres días a la jovenzuela Zooey. De ahí viene el título: “3 días para matar” es un juego entre el tiempo que tiene que pasar padre e hija, desconocidos entre sí, y al mismo tiempo es el período en el que se desarrollará la misión. Las dos cosas se mezclarán: de un “rescate” del padre a la hija “a su manera” de arreglar las cosas, a meter a sus víctimas a que lo ayuden a comprender a la complicada teenager. Al filo El peligro de derrapar y que el cóctel se volcara era muy grande, pero se salva con la solvencia de los creadores y los intérpretes: McG se mueve bien entre las bellas escenas parisinas al estilo “Medianoche en París” o “Antes del atardecer” y las persecuciones tal como las filmaría Besson, con autos y tiros a granel (la “cacería principal” es espectacular, faltaría que Vin Diesel manejase uno de los autos y es “Rápido y furioso: reto París”). Los actores por su parte hacen creíble todo lo inverosímil de la historia: Costner transitando la rudeza, la tragedia y el humor, con bastante holgura. Amber Heard construye una Vivi desbordante, que en la CIA aparece como una burócrata pero cuando contacta a Ethan se muestra como una sucesión de diferentes chicas Bond, cambiando color de pelo, maquillajes, tono seductor y exóticos lugares de encuentro: de tan exagerada, resulta encantadora. Hablando de encanto, Hailee Steinfeld es tierna, divertida y por suerte no tan insoportable como Zooey, y la recuperada Connie Nielsen como Christine, madre cariñosa y a la vez una esposa capaz de seguir siendo atractiva para su marido (y otros). Completan el cast principal Tómas Lemarquis como El Albino y Richard Sammel como El Lobo, dos villanos bien Bond; Marc Andréoni como Mitat, el dueño de las limusinas que usan los malandrines, partenaire humorístico de Costner (siguiendo con el juego, en otro tiempo quizás le abrían ofrecido el rol a Danny DeVito); y Eriq Ebouaney, patriarca de la familia que le “okupó” su departamento. “Romance, acción, drama”, diría un viejo afiche de Hollywood y por ahí pasa este filme, un buen momento para entretenerse en la oscuridad de la sala.
La edad de la madurez En esta secuela, la historia del héroe arácnido adolescente se pone psicológica. Un poco por las tribulaciones que pasará el personaje central (empezando por el cambio de ciclo que representa el fin de la secundaria y el comienzo de la era de responsabilidades), y la presión de su promesa al capitán Stacy (en el primer filme: la cara de Denis Leary se le sigue apareciendo) de mantener lejos a Gwen de su vida arácnida y los riesgos que conlleva. Peter la ama pero con ese amor de los 18 años, donde los jamás y los para siempre se mezclan con las contingencias. El es lindo, ella es dueña de una belleza entre rústica y elaborada: una pareja ideal, si no fuera porque no estamos en una comedia adolescente y pasan cosas feas ahí afuera. Enojados con el mundo El desarrollo psicológico está también en la construcción de los villanos. Empezando por Electro, que es el que sale en el título: Jamie Foxx se pone en la piel de Max Dillon, un ingeniero eléctrico de Oscorp al que nadie tiene en cuenta, es un “invisible” (¿Alguien recuerda el episodio de Buffy la Cazavampiros de la chica que se volvía invisible porque nadie le daba bola?) al que Spidey le salva la vida y se fanatiza por el héroe: ese gesto y uno de los habituales comentarios que se hacen en casos de crisis: “te necesito conmigo”, “eres mis ojos y mis oídos”, lo hizo sentir importante por un ratito. En determinado momento Max sufrirá un accidente que la corporación tratará de tapar, que lo convertirá en Electro. El gran villano no es otra cosa que un tipo demasiado común y resentido, que ahora tiene mucho poder. Por supuesto, Foxx se luce más como Max que como el brilloso Electro. Entretanto, Norman Osborne muere (sin convertirse en Duende Verde, pensará algún fanático), dejándole su imperio a su hijo Harry: un chico que pasó ocho años en un internado, resentido él también con su padre, que además de legarle dinero le deja una enfermedad mortal que fue el origen de la investigación arácnida de Richard Parker, el padre de Peter (cuya historia se empezará a desenredar aquí). Harry, interpretado por Dane DeHaan (bien con su estampa enfermiza y enojona), ata cabos y deduce que Spider-Man tiene que ser la culminación de ese trabajo y quiere su sangre (literalmente, para tratarse). Pero Peter no quiere dársela por seguridad: ahí tenemos otro resentido más. Y tiene plata, y una corporación que genera exotrajes con aerodeslizadores. Dos a quererse Uno de los puntos fuertes del filme es la química entre la pareja protagónica: el juego entre Andrew Garfield y Emma Stone es encantador, para nada forzado, digno de las buenas comedias románticas que todos recuerdan con cariño. Ahora se entiende la apuesta de los creadores de esta nueva saga al haber elegido a Gwen Stacy como interés romántico (un personaje recordado y querido de los cómics) por encima de la obvia y omnipresente Mary Jane Watson. Lo central es (para los que conozcan la historia de Gwen) que el guión lleva al final de la historia de Gwen. Lo que generará un quiebre en el relato y en protagonista, lo cual le da verosimilitud pero genera algunas turbulencias en el script. Algunos también se pueden quejar de que se “queme” rápidamente a otro villano como el Duende Verde (y el Rhino, de paso), aunque a la vez quede alguna puerta abierta para reciclarlos y se puede especular para dónde irá la próxima cinta: una opción es que el villano venidero sea el Dr. Octopus, y que el nuevo interés romántico sea Felicia Hardy (Gata Negra), otra olvidada de las películas que ocupó el corazón del arácnido durante años. Araña saltarina Otro punto fuerte es la cuestión estética: está muy lograda la puesta visual, empezando por la imagen de Spider-Man en acción: el héroe fuerte y ágil, pero desgarbado al descolgarse y dejarse caer entre los edificios, se parece mucho a cómo varias generaciones imaginaron al personaje. A esto se suma la textura del traje (estrenado en el filme anterior), que fusiona sin fisuras la actuación real con la animación digital. Ayuda tal vez que a Garfield le salgan mejor algunos bocadillos entre pavotes y cancheros (propios del personaje) que a Tobey Maguire (más apto para encarnar al Peter Parker pelotazo). Puesta al día El guión de Alex Kurtzman, Roberto Orci y Jeff Pinkner (sobre historia de ellos y James Vanderbilt) rodado por Marc Webb está bastante bien en la manera en que lleva el relato (al menos hasta el clímax) aunque algún criticón pueda decir que algunos puntos de la historia están resueltos a hachazos. Como dijimos cuando hablamos de la primera de esta nueva etapa, tampoco hay patrioterismos ni banderas (por el contrario, hay un chiste sobre lavar la bandera), y una buena escena maternal de Sally Field como la tía May, joven y activa, lejos de las representaciones de abuelitas algo extraviadas. Como extra está el cameo típico de los filmes marvelianos de Stanley Martin Lieber: Stan Lee, “The Man”, el cerebro que hace cinco décadas tuvo una hemorragia de creatividad y como guionista y escritor y editor multitarea generó personajes inolvidables e historias que, con las actualizaciones del caso, siguen dando combustible para la máquina de sueños.
La comunidad (mal) organizada El 9 de abril de 1949, el presidente Juan Domingo Perón clausuró el Primer Congreso Nacional de Filosofía en el Teatro Independencia de la ciudad de Mendoza, con una conferencia que hoy se conoce como “La comunidad organizada”. En ella expresaba: “En la consideración de los supremos valores que dan formas a nuestra contemplación del ideal, advertimos dos grandes posibilidades de adulteración: una es el individualismo amoral, predispuesto a la subversión, al egoísmo, al retorno a estados inferiores de la evolución de la especie; otra reside en esa interpretación de la vida que intenta despersonalizar al hombre en un colectivismo atomizador. “En realidad operan las dos un escamoteo. Los factores negativos de la primera han sido derivados, en la segunda, a una organización superior. El desdén aparatoso ante la razón ajena, la intolerancia, han pasado solamente de unas manos a otras”. La reflexión es parte de los debates de una época. Dos meses después, el 8 de junio de 1949, George Orwell publicaba la célebre “1984”, en la que desarrolla la distopía de una sociedad de control colectivista, en la que el pensamiento es supervisado y formateado. Ya antes de la guerra, en 1932, Aldous Huxley publicó “Un mundo feliz” (“Brave New World”), en el que muestra una sociedad que pretende asegurar una felicidad continua y universal reduciendo la libertad de elección y expresión, e inhibiendo el ejercicio intelectual y la expresión emocional, todo bajo parámetros científicos. Distopía En aquellos autores parece haber pastoreado la joven Veronica Roth para escribir la saga “Divergente” (lectores atentos agregan “Los clanes de la luna alfana” de Philip K. Dick, en lo que respecta a los perfiles), y sin duda en una trilogía que recoge muchos temas de debate de nuestro tiempo, la “Saga Distritos” (la de “Los Juegos del Hambre”), gestada por Suzanne Collins. De esta toma el formato de literatura juvenil, con su heroína bonachona que deberá hacerse guerrera en el proceso, y algún recio galán de turno, que en el traspaso al formato cinematográfico pueda mostrarse con el torso desnudo. Porque de eso estamos hablando: la primera novela de Roth acaba de transponerse al cine, con el debut en papel de chica grande de Shailene Woodley, la hija de George Clooney en “Los descendientes”, como insiste en aclararnos la publicidad. Su elección para encarnar a Beatrice “Tris” Prior parece seguir la de Jennifer Lawrence como Katniss Everdeen: de aspecto frágil pero fuerte de carácter, flaca pero cachetona y con un trasero generoso (sobre el que el galán pondrá accidentalmente su mano). Pero contemos un poco: todo pasa en “La Ciudad”, que es una Chicago posterior a una guerra, rodeada de “La Valla” (o “El Muro”, en la inexacta traducción). En aras de organizar la sociedad para la paz, se crearon las facciones: Verdad (Candor) se hace cargo de la administración de justicia; Abnegación (Abnegation) el servicio civil y el gobierno; Erudición (Erudite) la ciencia y la técnica; Osadía (Dauntless) la seguridad armada y Cordialidad (Amity) la producción agrícola. En ese contexto, la chica Prior va al test a determinar su facción y el resultado le da Osadía, Abnegación y Erudición, lo que la determina como una Divergente, algo malo, peor que los “sin facción” que viven en la calle. En la decisión opta por Osadía y empieza a ser entrenada por el atractivo Cuatro, que también esconde secretos (Theo James, el galancete para la platea femenina, como Liam Hemsworth en “Los Juegos...”). Entremedio, va descubriendo la tecnocrática conspiración de Erudición para hacerse con el poder, liderada por la aséptica Jeanine Matthews, interpretada por una correcta Kate Winslet (en la línea de la Jodie Foster de “Elysium”: la maldad viste trajecito sastre). En ese berenjenal, Tris, Cuatro, Natalie (Ashley Judd como la peculiar mamá de Tris) y el resto de su familia tendrán que ver cómo salvar el día, y las vidas de cientos de personas. A toda orquesta La dirección de Neil Burger pone a funcionar todo esto de manera eficiente con una narrativa límpida, apoyado en el guión de Evan Daugherty y Vanessa Taylor, el diseño de producción de Andy Nicholson (supervisando la construcción de esa Chicago transformada) y una presencia musical a tono para un filme juvenil pero sin saturar, con las voces de Ellie Goulding (una de las revelaciones que pasaron por el Lollapalooza de San Isidro) tanto sobre el score de Junkie XL como en varias de las canciones. Fuera de los mencionados, en el elenco se destacan Jai Courtney (el temible instructor Eric), Ray Stevenson (Marcus, el lider de Abnegación), Zoë Kravitz (Christina, amiga de Tris), Miles Teller (el insoportable Peter), Tony Goldwyn (Andrew, padre de Tris), Ansel Elgort (Caleb, el hermano de la chica) y Maggie Q (Tori, una fuente de revelaciones). “Nuestra comunidad, a la que debemos aspirar, es aquella (...) donde el individuo tenga realmente algo que ofrecer al bien general, algo que integrar y no sólo su presencia muda y temerosa (...) es donde, con precisión, puede el individuo realizarse a sí mismo, hallar de un modo pleno su euforia espiritual y la justificación de su existencia”. A esa conclusión llegaba el Viejo General, y en esa búsqueda se meten Tris y Cuatro: ¿podrán vivir fuera de las determinaciones? A seguir la saga.
Reinventar el mundo Después de refinar la técnica de los hermanos Dardenne y pasarles la posta a otros realizadores estadounidenses (como David O. Russell), Darren Aronofsky pegó el volantazo en “Noé”, una reinterpretación de un tramo del Antiguo Testamento relativamente visitado pero sin versiones demasiado canónicas (a diferencia de “Los diez mandamientos”, con la cara de Charlton Heston). La historia de Noé es compleja por varios motivos, empezando porque es anterior al pacto de Abraham con Yahvé, diez generaciones después de Adán y Eva. Según esta versión, los descendientes de Caín hicieron prosperar una civilización protoindustrial que se dispersó por el globo, depredando la naturaleza, ayudados por unos ángeles bajados a la Tierra (los Vigilantes) a los que traicionaron. La descendencia de Set, el tercer hijo de los Caídos del Paraíso, es la única que mantiene la armonía con la naturaleza (son vegetarianos, según parece) y con Dios (los otros le reprochan la expulsión). Ese linaje pasó por Enoc y Matusalén, y cuando Lamec quiere pasarle la posta a su hijo Noé es asesinado. A las escondidas de todos estos seres brutales pero interesados en la forja y en talar árboles, Noé crecerá, formará una familia, y un buen día empieza a recibir visiones. Consultando con su abuelo Matusalén (de proverbial longevidad), confirmará que hay que hacer el arca para salvar a los inocentes, que son los animales: la vida de su familia será en algún momento algo instrumental al servicio de la causa. Ayudado por los Vigilantes, dedicará unos años a talar un bosque (crecido ad hoc) para hacer la embarcación (ya parece la canción de Les Luthiers sobre las guitarras y los árboles). Al final tendrá que enfrentar el miedo natural del resto de la humanidad, que quiere salvarse, y del rey Tubal-caín, el villano de ocasión. Y después sigue más o menos como enseñaron las clases de religión y la sabiduría popular, pero más o menos nomás. Épica Los anglosajones, ingeniosos a la hora de poner nombres, llamaron sword & sorcery (espada y brujería) al género cinematográfico que se centraría en la fantasía épica (o épica fantástica, como caracterizaría nuestra Liliana Bodoc), y sword & sandals (espada y sandalias) a las bíblicas, con hebreos y romanos, en las que Heston hizo papeles estelares (antes del papel lamentable que desgraciadamente le tocó en “Bowling for Columbine”). Obviamente, desde hace unos años, el primero de los géneros ha sido resignificado totalmente desde que Peter Jackson empezó a adaptar la obra literaria de J.R.R. Tolkien: el neozelandés supo sacar provecho de los límpidos paisajes de su país combinados con la tecnología de punta de su empresa (Weta), para volver natural la combinación de personajes fantásticos, sobrenaturales, en escenarios amplísimos: la dinámica de una superproducción actual. Y por ahí va el viaje de Aronofsky: lejos de la fotografía granulada y los primeros planos con cámara en mano, apuesta a enormes paisajes intocados (rodados en Islandia) y una fotografía luminosa pero fría por momentos. Ese mundo parece de fantasía épica: hay animales fantásticos; los “malos” se la pasan forjando y talando (como los secuaces de Sauron); los Vigilantes, forrados en piedra tras su caída, se mueven y pelean como los Ents; y Noé pelea como si se tratara del mismísimo Aragorn Elessar. Todo muy tolkieniano, aunque probablemente al profesor Tolkien (un devoto católico preconciliar) le hubiese parecido una versión demasiado libre. Lejos del misericordioso creyente que predicó en vano, este Noé es un misántropo fanatizado por cumplir con la misión que le ha sido encomendada tal como la ha interpretado, incluso a costa de su propia descendencia, lo cual lo vuelve un personaje bastante temible por momentos. Patriarcas Fuera del diseño de producción de Mark Friedberg, la dirección de arte de Dan Webster y el vestuario de Michael Wilkinson (alejado de la imaginería semítica), lo que hace funcionar este aparato es en principio Russell Crowe, que suele volvernos creíble todo lo que hace, y aquí tampoco falla: su Noé es implacable y fatal como corresponde a los personajes del Antiguo Testamento. A partir de él, se arma una serie de juegos de pares opuestos: Jennifer Connelly como su bella esposa Naama, fiel como nadie, pero piadosa como ninguna otra: su firmeza y sus lágrimas construyen el verosímil. Ray Winstone como Tubal-caín, un villano entre iluminista y nietzscheano, más que vicioso: piensa en el hombre como centro de la creación y se pelea con un Dios que no le habla. Y Logan Lerman como Cam, el hijo que desafía al padre en todo momento, y que buscará su propio camino. Seguramente a Anthony Hopkins le habrá llevado cinco minutos componer a su Matusalén, es algo que le fluye pero que atrapa. Emma Watson nos distrae de lo bonita que es con su Ila, esposa de Sem que defiende a la prole que le estaba negada: gran escena cuando pide tiempo para “calmar a sus bebés”. Douglas Booth completa la familia como un buenazo Sem, y Nick Nolte pone voz de Samyaza, el Vigilante que apuesta a que un descendiente de Adán pueda revertir las cosas. Con todo esto, Darren Aronofsky se anima a reinventar el relato bíblico, algo que le traerá varias críticas pero que es menos complejo que reinventar el mundo como hizo Noé. Y de paso nos renueva el stock fílmico para Semana Santa, lo que tampoco viene mal.
De la II Guerra a la era Snowden Para muchos sudamericanos, el Capitán América es símbolo de imperialismo, de tan disfrazado de barras y estrellas que estuvo siempre. Pero el único héroe de Marvel de la Edad de Oro de los cómics (al menos el único que sobrevivió, en la ficción y la realidad) fue creado por Joe Simon y Jack Kirby durante la Segunda Guerra, y era el “supersoldado” ideal para combatir la amenaza nacionalsocialista, de la mano de su ladero Bucky Barnes. Cuando dos décadas después Stan Lee (editor y multiguionista) se unió a los lápices de Kirby para hacer historia en la Edad de Plata, tuvo la gran idea de descongelar (literalmente) al soldado del escudo: había caído en aguas polares en su última misión y había permanecido en animación suspendida. Se podía jugar entonces con su desfasaje por el tiempo perdido, que se fue agrandando conforme el presente de la narración siguió en presente y el pasado del “Capi” se mantenía en los ‘40. Esto para aclarar que muchas de las buenas ideas de las películas de Marvel se basan en epifanías que tuvo Lee hace medio siglo. Porque si la primera película de esta serie estaba ambientada en la Gran Guerra y en la reunión de “Los Vengadores” se explotaba un poco este desfasaje, aflora a pleno en “Capitán América y el Soldado del Invierno”. Veamos: una de las gracias (que se apreció en deliciosos diálogos en “Los Vengadores”) es que Steve Rogers tiene, a pesar de sus destrezas sobrehumanas y su habilidad para el comando militar, la cabeza de un soldadito de otros tiempos: divide entre buenos y malos, amigos y enemigos, y las complejidades del mundo moderno lo confunden. En tiempos de las guerras de Irak y Afganistán, de la vigilancia electrónica y modernidades, ya no es tan fácil armarse el mapa como en los viejos tiempos. Así que su desplazamiento temporal va más allá de los discos que no escuchó o del hecho de que su gran amor sea hoy una ancianita senil. Nuevos tiempos De todos modos hay una tensión sexual, como no, con la Viuda Negra, Natasha Maximoff, la ex KGB que trabaja para Shield. Justamente la desconfianza con ella es parte de la tensión: ella tiene una agenda distinta de misión, recuperar cierta información en un superpendrive de una plataforma de lanzamiento de Shield que deben rescatar de unos piratas franceses, curiosamente en simultáneo con un proyecto de seguridad preventiva de la agencia. Rogers no entiende la compartimentalización que impone Nick Fury, el director de la agencia, basándose en principios de seguridad, o sea de desconfianza de todos. Así están las cosas hasta que un ataque parece haber aniquilado al duro director, y empieza a tallar la figura del secretario Alexander Pierce, quien clama por la captura de Steve y Natasha, culpándolos de ocultar información. Por lo que en el estilo de historias de Phillip K. Dick: el emblema del sistema empieza a ser perseguido por ese mismo sistema; así que el del traje patriótico tendrá que cambiarse a prendas de paisano y empezar a moverse de incógnito para esconderse de sus compañeros. La trama seguirá desarrollando intrigas, y aparecerán dos nuevos personajes clave: “El Soldado del Invierno”, un “supersicario” que esconde varios secretos, y un nuevo aliado: Sam Wilson, veterano paracaidista de Irak, entrenado para utilizar los tecnificados equipos Falcon. También los apoyará la agente María Hill (asistente de Fury) y... alguien más que no revelaremos aquí. Todo indica que hay una infiltración en la agencia, así que habrá que ver hasta dónde llega. Impacto Anthony y Joe Russo vienen de hacer carrera en el cine de comedia, y quizás fueron convocados para eso: para darle una onda canchera a la historia pergeñada por Ed Brubaker y redondeada por Christopher Markus y Stephen McFeely. Y salen bastante bien parados, aunque por momentos parece que la película “se hace un poco larga” (quizá porque la madeja de la conspiración es muy extensa). Pero es interesante poner al héroe en la era post Bush y post Snowden: ni siquiera una franquicia de Marvel parece poder escapar del espíritu de época. En cuanto al despliegue visual, está dentro de los parámetros acordados en la saga de películas vengadoras interconectadas, con buenas escenas de acción, despliegue de efectos visuales, una fotografía luminosa y un poco de destrucción a lo grande. Otra novedad al respecto, que asombra a algunos: el bueno de Rogers va a sufrir bastantes palizas: ni los superhéroes son indestructibles. Héroes renovados Chris Evans ya demostró que puede darle una impronta característica a este personaje que oscila entre la encarnación de la “subordinación y valor” y alguien que se mueve según lo que cree correcto; y en esa línea se mantiene. Como contrapartida, Scarlett Johansson hace ya un par de películas que nos convence de que es una agente letal en frasco chico y fisonomía y voz sugerente. El caso de Samuel L. Jackson es particular: cuando se lanzó el “Universo Ultimate” (una relectura de los cómics de los personajes de siempre de la editorial, que influyó en elementos de los nuevos filmes) se decidió que Fury fuera negro, pelado, y curiosamente muy parecido a Jackson. No sabemos si estuvo directamente basado en él, pero era una opción inevitable para el personaje. Y la verdad, se lo nota a sus anchas. Otro al que no le cuesta nada encontrar el tono para su personaje es a Robert Redford, una buena incorporación al elenco, como el secretario Pierce. Completan este equipo Anthony Mackie, correcto como Wilson, la bonita Cobie Smulders como Hill y Sebastian Stan, en una personaje que unirá pasado y presente. Por supuesto, Stan Lee hace su habitual cameo y no cuesta nada identificarlo. Las puntas abiertas van para dos lados, como corresponde: para la continuidad de la saga Vengadora, y para una hipotética tercera película del veterano Capitán. ¿Seguirá por la libre o volverá a ser un empleado público? En algún tiempo lo sabremos.
Nunca fuera de combate La “épica colonial” es todo un tema desde el punto de vista ideológico: nos referimos a la exaltación del coraje de soldados que pelean lejos de las fronteras de su país, defendiendo intereses que varían en cada ocasión (tanto los dichos como los ocultos) pero que invariablemente pasan en algún momento por la ocupación de territorios ajenos. Los ingleses tienen una larga historia de épicas coloniales, con ocupantes civiles y militares que se enamoraban del exotismo de los paisajes, de la belleza de sus mujeres, de lenguas extrañas. Los franceses alcanzaron un punto álgido en lo que refiere a “espíritu de cuerpo” (la lealtad al regimiento y los compañeros) con la Legión Extranjera (en la que ni siquiera hay franceses). Los estadounidenses tuvieron su momento de gloria en la Segunda Guerra, donde sus fuerzas armadas (que hace casi dos siglos que no pelean en suelo patrio) estaban saliendo a defender a aliados europeos. Pero mientras ingleses y franceses (y romanos, y españoles, y siguen imperios) tenían ese compromiso con la empresa colonial, los “americanos” (quizás porque como dice Toni Negri no son un imperio, a lo sumo la policía de un imperio global) se han pasado los últimos años entrando en países que su ciudadanía no sabría marcar en el mapa, donde se hablan idiomas cuyos soldados desconocen. Queda entonces el “espíritu de cuerpo”. Y así nos abre Peter Berg “El sobreviviente”: con imágenes documentales del durísimo entrenamiento de los Navy SEALs, el cuerpo de operaciones especiales todoterreno (“Sea, Air, Land”) de la Marina estadounidense. Ahogamiento, congelamiento, desgaste físico extremo y demás sufrimientos son parte de la rutina en la que vemos cómo el tocar la campana y dejar el casco es la forma de rendirse, y será otro toque de campana el que celebrará a los graduados. Operación condenada Pero la historia remite a un episodio real: la operación Red Wings, que incluía el despliegue inicial de cuatro SEALs en las montañas afganas en busca de Shah, un caudillo talibán, y su segundo, Taraq (muy malos los dos, incluso con la población), apoyados por equipos que podían desplegarse por aire en instantes (unos Marines bastante lejos del mar, en semejante sequedad). Los sujetos buscados son detectados, pero todo empieza a salir mal: mientras las comunicaciones comienzan a fallar, el primer equipo se tropieza (literalmente) con unos pastores de cabras: un niño, un joven y un anciano. Discuten si matarlos o soltarlos, y el buen corazón o la necesidad de mantener la reputación hace que triunfe la opción de liberarlos. Con tal mala suerte que le erran los cálculos y los pastores avisan a los talibanes, que salen en persecución de los soldados. Buena parte del metraje se dedicará a la refriega en sí misma, entre la violencia de la balacera y el descenso de la montaña a los tumbos, logrando que al espectador le duela cada balazo y cada golpe contra una piedra filosa. Ya desde el título el espectador se estará imaginando que uno solo se salvó del equipo inicial (el título en inglés, “Lone Survivor”, es más explícito): se trata de Marcus Luttrell, el que junto a Patrick Robinson escribió el libro autobiográfico sobre el que se basó el guión de Berg y, consultor del filme, quien se dedicó a ensalzar la memoria de sus hermanos de armas: Michael Murphy, Danny Dietz y Matt “Axe” Axelson. También es muy ingenioso el guión a la hora de construir como personajes al teniente comandante Erik Kristensen y el suboficial Shane Patton, lo que se explicará en sucesos posteriores. Pero la papita que faltaba para la corrección política del filme es el vínculo establecido entre Luttrell y unos aldeanos pashtunes que lo defienden, según se dice, siguiendo un milenario código de hospitalidad. Ahí se parten las aguas: no solamente que “no todos los afganos son talibanes”, sino que ni siquiera todos los pashtunes (recordemos que la Alianza del Norte estaba motorizada por tayikos y kazajos). Entonces la ecuación es perfecta: es por estos tipos bonachones que hay que estar ahí y cargarse caudillos y señores de la guerra. Las caras de la guerra El retrato de la guerra moderna (tecnificados y entrenados versus milicianos mal armados) está muy bien logrado, al igual que la narración de la batalla, incluso a nivel sinestésico, sensorial, desde la fotografía a las coreografiadas caídas. En lo actoral se apoya en el siempre justo trabajo de Mark Wahlberg (Luttrell), acompañado por Taylor Kitsch (Murphy), Emile Hirsch (Dietz), Ben Foster (Axelson), Ali Suliman (Gulab, el aldeano que trabará relación con Luttrell), Alexander Ludwig (el novato Shane Patton) y Eric Bana (Kristensen). El toque tierno lo pondrá el niño Rohan Chand como hijo de Gulab (algunos lo recordarán como Issa, el hijo de Abu Nazir en la serie “Homeland”). Como ya dijimos, ideológicamente es un filme complejo, porque más allá de la exaltación de la “hermandad en armas”, desnuda el desbande militar de las últimas campañas, e incluso es probable que haga pensar a algunos estadounidenses sobre la necesidad de mandar sus hijos a morir allá lejos.
Un poema visual de la violencia De entrada, parecía que hacer una secuela de “300” era un desafío muy grande. Porque Zack Snyder (asimismo hábil transponedor de “Watchmen”, obra maestra de Alan Moore ilustrada por Dave Gibbons) había logrado una genialidad visual: plasmar en el cine la estética y la paleta visual de la novela gráfica del genial Frank Miller, el mismo que gestó “Sin City” (otra transposición visual de registro diferente, de cuya dirección participó, y cuya secuela llegará este año también). Miller mismo no ha terminado “Xerxes”, su continuación en cómic, pero participó como productor de esta secuela, con una historia más compleja que la anterior, en la que Snyder pasa al guión y la producción para cederle la dirección a Noam Murro. Si “300” se centraba en la batalla de las Termópilas, con el rey Leónidas encabezando su magra dotación contra el ejército persa, aquí el período de tiempo es más amplio, extendiéndose entre antes y después de las batallas de Maratón y Salamina. Seducción y muerte La trama se vuelve aquí casi shakespeariana, con juegos de amor y odio, de destinos fatales y madrugadas previas a la batalla. La historia arranca diez años antes de lo ya visto, cuando los atenienses se jugaron todo a un ataque sorpresa en Maratón, con una flecha de Temístocles derribando a Darío, rey de los persas. Pero allí salvó su vida su hijo Jerjes, que decidió convertirse en un “rey dios” (ya que sólo los dioses podían derrotar a los griegos, según los oráculos) apoyado por Artemisia, la comandante de la flota persa. Ella misma, tan bella como sanguinaria, es un producto del peor lado de la cultura helena: griega de nacimiento, vio a su familia ser asesinada y violada por otros griegos, sólo para ser convertida en esclava sexual durante su adolescencia. Rescatada por un secuaz de Darío, se entrenó en armas y juró vengarse de ese mundo que la ultrajó. Así, se desatará un ajedrez de intrigas, seducción y guerra entre el general compasivo y la impiadosa almirante, en el que los espartanos (encabezados por la reina Gorgo, viuda de Leónidas) tendrán chance de vengar a los suyos, ante los ojos del temible emperador persa. Posrealismo Se apuesta aquí a un juego de contraposiciones. Por un lado, en su personalidad y sus arengas, Temístocles es un opuesto de Leónidas: donde el espartano hacía un culto del honor guerrero y la muerte honrosa, el ateniense estimula la lucha por la vida del hermano, del compañero y se turba por cada viuda y cada huérfano surgido de su mando. Donde uno fue rey por derecho de sangre y revalidación de la fuerza, el otro es un general exitoso a la fuerza, al servicio de la democracia naciente. Otro cruce (visualmente muy explícito) es el de los remeros libres de Atenas contra los galeotes encadenados de los persas: otra vez, es una batalla de hombres libres contra lo que Karl Marx clasificó como despotismo oriental, sociedad de monarca, súbditos y esclavos. Además, hay juegos cromáticos: si en el filme anterior primaban los colores tierra combinados con los rojos de las capas espartanas, aquí el azul del mar y sus brumas se combinan con el azul de las capas atenienses. Porque de eso se trata también: de la puesta visual posrealista, nacida de una estética de cómic que sirve de alimento a una nueva exploración visual del cine. Puesta que estetiza la violencia como forma de arte, con una sangre de alta viscosidad y unos movimientos coreográficos que se convierten en un ballet de la vida y la muerte (con cambios de velocidad incluidos, aporte de los hermanos Wachowski a la cinematografía). Todo esto producto de un retoque digital que no se esconde sino que deja ver las pinceladas de esa irrealidad cromática y cinética. Cuerpos y rostros Desde el punto de vista de los intérpretes, los protagonistas exclusivos son el poco visto Sullivan Stapleton y la muy vistosa Eva Green. El primero logra convencernos del héroe que debe llevar en la piel: aunque explote pocos matices, alcanza para darle forma al atribulado Temístocles, bastante seco en sus emociones. Y, como todos los personajes masculinos, tiene el physique du rôle para un fornido guerrero. Por el lado de Green (el gran hallazgo de Bernardo Bertolucci en la inexplicable “Los soñadores”), explota el lado más gélido de su belleza para encarnar a la resentida y despiadada Artemisia. Y se luce en escenas “de cuerpito gentil”, en su intento por conquistar el alma del guerrero. Fuera de ellos, algunos secundarios tendrán sus momentos: Callan Mulvey (Scyllias), Hans Matheson (Aesyklos) y Jack O’Connell (Calisto). Por otro lado, repiten Rodrigo Santoro (Jerjes), Lena Headey (reina Gorgo), David Wenham (Dilios) y Andrew Tiernan (Efialtes). Ellos le ponen el cuerpo a la explosión sensorial de este poema visual sobre la violencia.
Titanic a la romana Las dos películas que más Oscar ganaron (11 cada una) fueron hasta ahora “Ben Hur” y “Titanic”. Entonces sería cuestión de aritmética: metamos un poco de cada una y la rompemos. Y de paso agreguemos cosas que funcionaron más o menos por ahí, como elementos de “Conan el Bárbaro”, “Gladiador” y “Cruzada” (la de Ridley Scott, un poco desconsiderada, a fuerza de ser sinceros). Entonces tomamos una estructura conocida: chica de alcurnia y chico de baja estofa se enamoran a pesar de las diferencias, con un tercero en discordia que es un poderoso pretendiente de la chica y enemigo declarado del chico. Todo esto en la víspera de una mítica tragedia cuyo resultado es conocido de antemano por toda la platea. Si a James Cameron le funcionó, ¿por qué no de nuevo? Pero metámosle gladiadores, sangre en la arena y villanos de corazas doradas, que siempre gustan. Pareja imposible Acá los protagonistas no son Jack y Rose, sino Milo y Cassia. Él es el último sobreviviente de una tribu celta doblegada por las legiones romanas, capturado de niño como esclavo y, 17 años después, goza de perfecta salud, estado físico y preparación para el combate (como Conan pero más chiquito y ligero). Tan bien le va que de Londinium (la actual Londres, capital de Britannia) es llevado a Pompeya (en el título y la traducción se mantiene la forma latina e inglesa de Pompeii), ahí nomás de la capital del imperio. De Roma justamente viene escapada Cassia, hija de Severus, el hombre fuerte de Pompeya, que estuvo un año en la Ciudad Eterna ahora gobernada por Tito, lo que parece no gustarle a la muchacha, además de otras cosas que no cuenta de entrada. La muchacha parece representar cierto espíritu autonomista de los pompeyanos, gobernados por la férula de la metrópoli. Un encuentro casual con un caballo de por medio iniciará la platónica relación entre ellos, hasta que para empiojar la cosa aparezca el senador Corvus, pretendiente a la fuerza de la muchacha y el líder de la fuerza que exterminó a la familia de Milo, que viene a negociar con Severus unos fondos para nuevas casas de baño y una flamante arena, entre otras obras públicas (como el Carmine Polito de “Escándalo americano”, sólo quiere reactivar su balneario). En el medio pasarán muchas cosas, el héroe se hará amigo de un gladiador negro que espera convertirse en hombre libre, y explotarán varias de las tensiones argumentales. Pero lo que más explotará será el Vesubio, el volcán que linda con la ciudad, repartiendo lava, fuego, terremotos y tsunamis. Relato conocido Paul W.S. Anderson cuenta en su haber con una carrera de eficiencia en relatos de acción y despliegue visual, con la saga de “Resident Evil” como mayor hito (lo que además le permitió casarse con Milla Jovovich, un logro no menor). Y acá tampoco falla: estamos ante un relato bien contado, los tiempos justos, las escenas de acción y de catástrofes se ven impresionantes, y la reconstrucción de época luce convincente (aunque el imperio romano siempre ha sido un clásico para el cine de todos los tiempos). El problema es que el guión, que firman Janet Scott Batchler, Lee Batchler y Michael Robert Johnson, está plagado de los convencionalismos que ya describimos, y encima con un poco más de pacatería: en “Titanic” Rose posaba desnuda, y estaba la famosa escena del vidrio empañado del auto. Acá es todo como más de lejos, lo que torna más meloso el final. Lo más rescatable del argumento son los indicios que van mechando la historia: “la montaña ruge cada tanto”, dice el negro Atticus, y sus mensajes son cada vez más insistentes, aunque todos estén distraídos con sus propios problemas hasta que la cosa se vuelva inevitable. Chicas y muchachos El elegido para encarnar al atribulado gladiador celta es Kit Harington, poco conocido para los que no ven “Juego de Tronos”: su onda recuerda un poco al Orlando Bloom de “Cruzada”, y no está mal en el papel. Su contrapartida es Emily Browning, el descubrimiento de la desvalorizada “Lemony Snicket: Una serie de eventos desafortunados” (en ese entonces la pequeña Violet Beauregarde), y estrella de la también poco considerada “Sucker Punch - Mundo surreal” (la sugestiva Babydoll). Aquí sigue siendo bonita, pero está un poco fría, lo suficiente como para no dar tanto el perfil de vértice del triángulo. Kiefer Sutherland seguramente se habrá sentido comodísimo en la piel de Corvus, pero el personaje no le permite mostrar demasiado: es un villano bastante unidimensional, un ser cruel y con poder. Más consistente (y empática con el espectador) es la participación de Adewale Akinnuoye-Agbaje (recordado como el Mr. Eko de “Lost”) como Atticus, el gladiador que busca morir como hombre libre. Carrie-Anne Moss (otrora la movediza Trinity de “Matrix”) y Jared Harris (destacado recientemente como el Ulysses S. Grant en la “Lincoln” de Spielberg) tienen algún momento como los padres de la protagonista. Por lo demás, aportan lo suyo la cara de malo de Sasha Roiz como Proculus, el sanguinario adlátere de Corvus, y Jessica Lucas como Ariadne, la pulposa doncella de Cassia. En definitiva: entretenimiento, romanticismo casto y despliegue visual (el tsunami luce bien bonito), aunque el mito de Pompeya y su caída quizás merecían algo más.