Un paladín para los Nueve Reinos En algún momento la pregunta pudo ser: ¿Cómo volver después de “Los Vengadores”? Es cierto que Iron Man ya tuvo su tercera película (la primera después de la mega reunión dirigida por Joss Whedon), pero también es cierto que la historia de Thor estuvo más atravesada por los eventos de ese filme, dinamizado por el ansia de venganza de Loki. Y ese desafío encara “Thor: Un mundo oscuro”. Dilemas y venganzas Han pasado casi dos años desde que Jane Foster no ve a Thor, aunque lo vio por televisión en la batalla de Nueva York (los sucesos relatados en “Los Vengadores”). Mientras ella, radicada en Londres, acepta alguna cita como para no pensar en el rubio del Asgard, el hijo de Odín está luchando para poner orden en los Nueve Reinos, aunque no deja de pensar en la humana. Todos se dan cuenta, su festejante Lady Sif y el propio Odín, que un poco le recomienda que le de bola a la guerrera. El destino vuelve a meter la cola porque se aproxima una alineación entre los mundos, gracias a la cual se abren pasajes entre los mundos, y Jane se trae consigo el Aether, una sustancia poderosa y maligna que el Elfo Oscuro Malekith quiso usar tiempo atrás para devolver la oscuridad al universo, sólo para ser derrotado por el padre de Odín y privado de esa arma. Pero cuando se reactiva el Aether, Malekith va en su búsqueda, con consecuencias inesperadas. Así Thor deberá desafiar la autoridad de Odín y unir fuerzas con el condenado Loki para detener a Malekith y salvar al universo, que es más vulnerable durante esa alineación. El tono general del relato y la estética está en la línea del primer filme, aunque los Elfos Oscuros están más en la línea de los enemigos de “Los Vengadores” (más como personajes de ciencia ficción, con naves y vestuario tecnológico), por lo que veremos también a los asgardianos luchando con barcos volantes (algo que está en la mitología nórdica) pero usando artillería antiaérea. Como contraparte de estos villanos, los asgardianos recuerdan un poco más a los elfos tolkienianos (bien de fantasía épica), desde el aspecto de sus soldados al dilema de la relación de Thor con una humana de breve vida (sumado a la majestuosidad de su mundo). Entremedio, y relacionado con esto último, el dilema del héroe como heredero del trono: si Loki lo deseaba desesperadamente, Thor prefiere ser un campeón desde el llano (y tangencialmente esquivar la soledad del poder, en más de un sentido). De mayor a menor Si la primera de Thor tenía ribetes de drama shakespeariano (y la presencia de Kenneth Branagh en la dirección apuntaba a esto), esta secuela se termina convirtiendo en una especie de road movie entre los mundos, en los que la amenaza pasa trágicamente por Asgard, pero termina en una batalla crucial en la Tierra, que puede definir el destino de todo, aunque el despliegue de la batalla en sí es mucho menos vistosa que el regodeo de “Los Vengadores”. Alan Taylor maneja bien el crescendo en la historia y los contrapuntos estéticos y mundanos entre Asgard y la Tierra (Midgard). El juego de misterios y traiciones quedará para las habituales escenas intra y post créditos, que sirven además como puentes entre la interconectada experiencia de películas de personajes de la Marvel (en busca de remedar a una escala acotada el funcionamiento del Universo Marvel como un todo). Así que hay mucho espacio para peleas espectaculares, en las que el Dios del Trueno cobrará de lo lindo. Presencias Chris Hemsworth construye un Thor más oscuro, abrumado primero por la ausencia de Jane y luego por un dolor más profundo. Si en Rush demostró que además de bonito es un actor capaz de expresar dramatismo (luego de protagonizar picantes diálogos humorísticos con Robert Downey Jr. y Mark Ruffalo en la reunión superheróica), acá puede combinar sus dotes con las de héroe de acción. Si el héroe es un grandote, qué mejor que ponerle una damisela chiquitita, y esa es la función de Natalie Portman, comodísima en el papel de la un poco alocada Jane. Tom Hiddleston seguramente se divierte muchísimo en la piel del sarcástico e inmoral Loki, y a Anthony Hopkins sólo le basta su presencia para hacer un imponente Odín. Rene Russo construye a una Frigga que combina piedad con dureza. De los otros asgardianos, los que más se lucen son Idris Elba como Heimdall y Jaimie Alexander como Sif. Mientras Christopher Eccleston hace un Malekith bastante inexpresivo, los humanos meten el costado más humorístico: Kat Dennings (la exótica pasante Darcy Lewis) y Stellan Skarsgård (el doctor Erik Selvig, un poco “pirucho” desde que Loki entró en su mente). Las puertas quedarán abiertas para la continuidad, así que el martillo volverá a volar dentro de poco.
Con la muerte en cada curva Hubo una época dorada en la Fórmula 1 en la que las motores alcanzaron su máximo potencial, dejando muy atrás a las medidas de seguridad. Entre los ‘70 y los ‘80 (algunos podrán pensar que esa era terminó el 1º de mayo de 1994, con la muerte de Ayrton Senna da Silva) los pilotos eran unos aventureros que se jugaban la vida en cada vuelta, en cada chicana, volando en una máquina a 272 kilómetros por hora que en cualquier momento podía perder agarre y estrellarse, incluso en las pruebas de clasificación. ¿Qué clase de hombres son capaces de batirse con la muerte a cambio de un instante de gloria? Ron Howard se encontró con una historia real de esas que tanto gustan (con guión de Peter Morgan, con quien ya trabajó en “Frost/Nixon”), incluso de las que obligan a los actores a ver cómo se movían los personajes en material documental. Una rivalidad alentada por las circunstancias, por la prensa, pero que pudo convertirse en un duelo de caballeros. El piloto británico James Hunt era mujeriego, amigo de las fiestas y los excesos, impulsivo, vivía de instante en instante, sabiendo que podía morir al día siguiente. El austríaco Niki Lauda era metódico, exigente, cuidadoso, calculador de los riesgos y de su capacidad para afrontarlos. Uno murió a los 45 años de un ataque al corazón, el otro está vivo y coleando a pesar de su mítico accidente. ¿Qué podían tener en común? Ambos eran herederos de familias ricas a las que abandonaron para dedicarse al automovilismo, lo único que les interesaba hacer en su vida. Con su límite de sacrificio: uno era incapaz de sostener un matrimonio; el otro pensaba que “la felicidad es tu mayor enemigo. Te debilita. Pone dudas en tu mente. De pronto, tienes algo que perder”. El relato El guión de “Rush: pasión y gloria” va construyendo el devenir de esa rivalidad deportiva desde la Fórmula 3 hasta la máxima categoría. Terminando 1975, Lauda se corona campeón con Ferrari y Hunt se queda sin escudería. Así llegan al crucial 1976: Hunt consigue entrar a McLaren y así igualar el poderío mecánico de los cavallini rampanti de Maranello. Todo estaba dado para un duelo equitativo, hasta la carrera de Nürburgring y el Ferrari en llamas, una carrera que Lauda no quería correr y que Hunt necesitaba para achicar diferencias en el campeonato. Y de allí a la definición del título, con un Lauda desfigurado pero recuperado notablemente, en parte debido a la necesidad de volver a confrontar. Otra de las inteligencias del guión reside en la construcción de cada una de las personalidades a través de los diálogos y los monólogos interiores, con los personajes presentándose a sí mismos y definiéndose a través de ideas fuerza. Howard sabe traducir eso en un relato lleno de intensidad, con la mano de un verdadero piloto: sabiendo cuándo apretar el acelerador, para dar fuerza en los momentos importantes, construyendo el crescendo del tramo final del torneo y “rebajando” para dar calma en conversaciones clave, especialmente en el final. Los rostros Otra de las fuertes apuestas está en el elenco: había que elegir dos duplas, porque la idea también era mostrar a las igualmente contrapuestas esposas de los corredores. La pareja anglosajona se conformó con dos celebridades de los últimos tiempos, que aúnan belleza física y solvencia actoral: Chris Hemsworth (el Thor de las últimas películas) le pone humor y galantería a su Hunt, agregándole sus aspectos más oscuros. Olivia Wilde (la “13” de “Dr. House”) se pone en la piel de Suzy Miller, bonita y madura al lado del bribón. Por el lado de la pareja germánica, se recurrió a quienes tal vez sean dos de las figuras más destacadas del cine alemán de la última década: Daniel Brühl (Good Bye Lenin!, Los Edukadores) torna querible al asocial y maniático Lauda (con el agregado de los característicos dientes del piloto), y Alexandra Maria Lara (“La caída”) encarna sutilmente el acompañamiento y la fuerza de su esposa Marlene. Fuera de esas presencias (y de la tensión hasta física entre los protagonistas, contrapuestos hasta en estatura y rasgos), una de las actuaciones principales es la de Pierfrancesco Favino como Clay Regazzoni (compañero de Lauda en BRM y Ferrari) y, sumando todo su britanismo, Julian Rhind-Tutt como Anthony “Bubbles” Horsley y Christian McKay como Lord Hesketh, diseñador y dueño de la primera escudería de Hunt en la F1. La buena elección del casting y el trabajo de caracterización han logrado buenos resultados en los parecidos; todo basado en una documentación que los observadores podrán notar en vestimentas “públicas” (publicidades, bodas, etc.). Inmersión Pero todo esto no cerraría sin la maestría con la que Howard rueda las escenas de carrera, combinando diversos recursos orientados a transmitir sensaciones físicas: imágenes reales de archivo (o ficcionales que las imitan), el relato de los comentaristas en varios idiomas, la lluvia en cámara lenta, cayendo sobre los alerones y los espectadores; también la visión subjetiva con el cristal empañado, y el segundo de claridad congelado en el que el habilidoso puede esquivar un auto accidentado; o las tomas “artificiales” (un recurso que se viene usando en cine y televisión) en las que se puede ver el fuego de la ignición y el trabajo de los pistones en movimiento. El resultado es cinestésico y envolvente, una sensación mucho más profunda que la de la camarita que hoy pueden portar los coches en las transmisiones. Como dato curioso, se recuerda quién fue el piloto contratado por Ferrari casi desde los mismos boxes de Nürburgring, cuando no había muchas chances de que Lauda volviese: un tal Carlos Reutemann. Estaba listo para debutar en Monza como compañero de Regazzoni, pero Niki reapareció a reclamar su lugar. Ese día corrieron los tres, pero Niki cumplió la promesa de superar al santafesino.
La tristeza de los niños ricos “Por el hambre de los niños pobres, y por la tristeza de los niños ricos”. Así decía un ininteligible eslogan de la campaña de Carlos Saúl Menem en 1989 (a menos que pensemos que estaba diciendo que iba a trabajar por el hambre de los pobres, inmediatamente, y la tristeza de algunos ricos, al hundirse en 2001). Siempre fue una frase sugestiva: ¿Qué puede causar la tristeza de los niños ricos? ¿Qué les falta? ¿Cuál es su vacío? Una de las características de Sofia Coppola es su honestidad intelectual. Hija, sobrina, nieta y hermana de figuras del show business, siempre abordó las angustias de aquellos que están “encerrados” entre palacios y hoteles cinco estrellas: lo hizo en “Perdidos en Tokio”, en “María Antonieta” y en “Somewhere”. Ése es su mundo, entre hoteles, aviones, estrellas de cine y paparazzi. Ladrones deluxe Como Truman Capote con los asesinos de la familia Clutter, Coppola encontró los protagonistas de su último filme en un artículo periodístico: “The suspect wore louboutins”, publicado por Nancy Jo Sales en Vanity Fair. ¿Quiénes son? Cinco chicos ricos de Calabasas, California, en esos suburbios de Los Ángeles en los que uno sólo puede andar cómodo si es con movilidad propia. Marc es un chico gay y retraído que llega a una nueva escuela para expulsados de otros lados (aunque nadie es pobre). Allí se hace amigo de Rebecca, una jovencita de ascendencia asiática y familia ausente, siempre acompañada por la rubia y superficial Chloe. Becca ya tiene alguna experiencia en meterse en casas de personajes de la farándula, que tienen cámaras pero no alarmas y parecen no darse cuenta de las intrusiones. La idea es cometer robos “inocentes”, saqueando carteras, zapatos, joyas y otros bienes suntuarios, y dinero que gastan en más lujos y vicios (clubes nocturnos, alcohol, marihuana, cocaína), como cualquier hijo de vecino pero con más glamour. En la aventura, involucran a Nicki y su amiga Sam, adoptada por la familia de Nicki ya que sus padres son alcohólicos y drogadictos; ellas no van a la escuela, son educadas en casa por Laurie, la madre. El engolosinamiento y la facilidad de cruzar Google Maps con la agenda de las estrellas los llevan a confiarse demasiado, aunque parecen no ser muy conscientes de que están delinquiendo: a lo sumo es una travesura, una manera de acercarse a esas figuras que están a metros de ellos pero inalcanzables (Kirsten Dunst, la “María Antonieta” de Coppola, y la muy robada Paris Hilton tienen sus cameos). ¿Por qué ellas no van a compartir sus carteras y zapatos de Chanel, Christian Louboutin, Manolo Blahnik o Hervé Léger? Si, como dice Marc, esas estrellas “tienen el estilo que todo el mundo quiere tener”. Vulnerables Algunos dicen que no es lo mejor de la realizadora, pero lo que no pueden negar es que pone su mano para hacer lucir el relato. Una de sus habilidades es usar diferentes recursos para retratar el clima de la escena (en “Perdidos en Tokio” lograba plasmar los estados de ánimos del protagonista, y en “María Antonieta” jugaba con la música antigua y moderna). Así, la cámara en mano bien granulada se cruza con las tomas de calidad desde aparejos; los planos deliberadamente cercanos con los planos secuencia panorámicos (el robo a Audrina Patridge está muy bien resuelto). La escena donde se conduce de noche por Mullholland Drive (límite y camino entre el valle y el “Olimpo”) sirve además de homenaje a David Lynch. El elenco está, desde el vamos, a la altura del desafío. Israel Broussard se luce verdaderamente como el vulnerable Marc Hall, él también a su manera una víctima de Rebecca Ahn, interpretada por una Katie Chang fresca pero oscura y manipuladora. Claire Julien le pone el cuerpo a la bonita y hueca Chloe, a la que le gusta tanto la fiesta como a la bella y un poco descerebrada Sam, en la blanquísima piel de Taissa Farmiga (la hermanita de la célebre Vera). A la juvenil Emma Watson (que ya no es adolescente, pero fue casteada por su babyface), la directora le reservó el personaje de Nicki Moore, la que más clara la tiene a la hora de buscar la fama: seguramente Emma se divirtió muchísimo en su adorable e inconsciente personaje (para los que gusten googlear, los nombres reales son Rachel Lee, Nick Prugo, Courtney Ames, Alexis Neiers y Tess Taylor, respectivamente). Leslie Mann como la vacua madre de Nicki es la principal representante del mundo adulto, ignorante de las travesuras y repartiendo anfetaminas como confites. Por su parte, Gavin Rossdale le pone rostro a Ricky, el bolichero-negociante que se enreda con las chicas y sus asuntos. Con esas herramientas, Coppola puede contar a sus anchas su moderno cuento de solitarios acompañados, de pudientes insatisfechos, de prisioneros del lujo. La otra cara del capitalismo.
Un salto de fe en el vacío “En el espacio nadie puede oírte gritar” era la frase con la que se publicitaba “Alien, el octavo pasajero”, en 1979. Pero curiosamente la primera de la saga de la teniente Ripley pasaba mayormente en los interiores cerrados de la nave Nostromo. Mucho se ha filmado antes y después sobre el espacio, desde “De la Tierra a la Luna” de Georges Méliès con su satélite con cara, a aquellos seriales donde Flash Gordon cruzaba de una nave a la otra a través de una soga. Se sabe que fuera del planeta no hay gravedad, que sin un traje la posibilidad de supervivencia es nula, y que los conceptos de “arriba” y “abajo” no son válidos. Pero saber la teoría no implica conocer la desesperación de sentirlo. Y volviendo a la frase del principio, en ausencia de atmósfera la mayor catástrofe puede pasar en el más absoluto silencio, a diferencia de tantas sonoras explosiones intergalácticas que nos ha regalado el cine. Por todo lo antedicho, “Gravedad”, dirigida con mano maestra por Alfonso Cuarón y coescrita con su hijo Jonás, revoluciona todo lo que se ha filmado sobre el espacio anteriormente. Sí, es un filme que recurre necesariamente a los efectos especiales, pero la innovación no está en el recurso técnico sino en la cabeza del director. Accidente La historia es más bien simple y poco se puede contar aquí sin deschavar puntos de inflexión en el relato. Cuarón introduce a los personajes directamente, porque ya habrá tiempo de saber más de ellos: la doctora Ryan Stone, que está equipando al telescopio espacial Hubble con un scanner que se usa en medicina, descompuesta en su primer viaje espacial; y el veterano astronauta Matt Kowalski, en su última misión, sabiendo que por 75 minutos no pasará el récord en caminatas espaciales de un mítico cosmonauta ruso. Llegaron en un transbordador (cosa curiosa: Estados Unidos no tiene ninguno en servicio activo) y bromean con el control de misión en Huston hasta que les avisan de algo que no es gracioso: los rusos, queriendo deshacerse de un viejo satélite, lo han hecho estallar, lo que detona una reacción en cadena que va destruyendo otros y generando una nube de chatarra que se mueve a gran velocidad, arrasando con todo y dejándolos incomunicados. Cuando finalmente reciban el impacto, los contrapuestos compañeros se verán en la necesidad de buscar una forma de volver a la Tierra, pero ¿dónde buscar refugio en la inmensidad y el vacío, cuando el oxígeno escasea y todo da vueltas? Recursos visuales Hasta ahí se puede contar. El resto, igual, se puede sintetizar en una palabra: sobrevivir. Pero como la vida humana es mucho más que supervivencia, aparecerá (sin moralinas, y con algún recurso sorpresivo) la cuestión del sentido de la vida, del para qué salvarse, más allá del impulso biológico. Lo que sí podemos contar es la panoplia de recursos estéticos: el “casi silencio” (hay discreta música incidental) fuera de las voces transmitidas por la radio y la vibración de los cascos: algo particularmente chocante cuando los ojos nos muestran que está pasando algo grande. Y el uso de los diferentes puntos de vista: no es lo mismo un cuerpo rotando en un eje sobre la cintura visto desde una cámara fija en el planeta, que ese cuerpo fijo en la pantalla y el perfil de la Tierra girando enloquecedoramente alrededor; tampoco es lo mismo el primer plano de un rostro, bastante tranquilizador aunque en la visera se refleje ese ir y venir de la imagen planetaria, que la cámara dentro del casco, con la visión del ocupante empañada por la hiperventilación. Detrás de la visera En el medio de tanto despliegue, dos actores de fuste para reforzar el verosímil: George Clooney como el veterano Kowalski, acostumbrado a ese entorno hostil, y Sandra Bullock como la inexperta Stone, con la que el espectador empatiza rápidamente, ya que todo eso le resulta ajeno. Es todo un mérito la forma en que transmiten la desesperación, la esperanza, las ganas de vivir, cuando se está rodando en un ambiente incompleto (mucho se agregará después digitalmente) y en buena parte del metraje con un casco puesto. Si pudiésemos despegarnos de toda la puesta visual, veríamos dos personajes construyendo una relación y revelándose mutuamente sus sentimientos, como les gusta a los dramaturgos catalanes. Soledad “El primer impacto rajó la nave como si fuera un gigantesco abrelatas. Los hombres fueron arrojados al espacio, retorciéndose como una docena de peces fulgurantes. Se diseminaron en un mar oscuro mientras la nave, convertida en un millón de fragmentos, proseguía su ruta semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol perdido. (...) Voces aterrorizadas, niños perdidos en una noche fría. (...) —Stone, soy Hollis. ¿Dónde estás? —¿Cómo voy a saberlo? Arriba, abajo... Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy cayendo! Caían. Caían, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y plateados. (...) Y ahora en vez de hombres eran sólo voces”. Así comienza “Calidoscopio”, uno de los cuentos que Ray Bradbury recopiló en “El hombre ilustrado”. ¿Habrá sentido el autor realmente esas sensaciones? Nunca lo sabremos. Pero de seguro el viejo Ray se hubiese sentido fascinado con “Gravedad” y su pacífica soledad.
El derecho a la salud, allende las nubes Por esos alineamientos de los astros, “Elysium” se estrenó en el marco de la más virulenta batalla por el “Obamacare”, el proyecto de salud del presidente estadounidense, tan combatido por los republicanos (especialmente por los ultraconservadores del Tea Party) que no dudaron en provocar el cierre del gobierno. No habría mejor marco, porque Neill Blomkamp (creador de la destacada “Sector 9”), hábil a la hora de construir relatos de ciencia ficción, aprovecha el género para reflexionar sobre el presente y la condición humana (que siempre fue de lo más interesante que ha tenido la ciencia ficción). En este caso, la metáfora es bastante directa. En el siglo que viene, el mundo está contaminado y superpoblado. La ciudad de Los Ángeles es como la Villa 31 elevada a la enésima potencia, y es ya bilingüe de tanto latino que se ha radicado ahí. Mientras tanto, los ricos se han ido a vivir a Elysium, una estación espacial con forma de Toro de Stanford (una figura basada en dos anillos concéntricos con un núcleo, teorizada en dicha universidad para la vida en el espacio), donde se han hecho un mundo que parece Beverly Hills y donde, entre otros lujos, tienen las MedBays, un dispositivo que cura o regenera cualquier tejido orgánico. Así, la enfermedad y la muerte son esquivas a los pudientes “ciudadanos”, mientras que abajo la gente se apiña en atestados hospitales a ver si los arreglan un poco “a la antigua”, o en algunos casos tratan de entrar clandestinamente (a riesgo de que los maten) a la estación, al menos el tiempo suficiente como para conseguir usar una MedBay. En ese contexto se crió Max Da Costa, en un orfanato de monjas, donde conoció a Frey, una niña de la que se hizo muy amigo. Años después, Max es un ex ladrón que trabaja en Armadyne, una de las fábricas que provee robots al poder de Elysium. El mismo día en que se reencuentra con Frey, sufre un accidente y recibe una dosis letal de radiación. Sólo una MedBay podría salvarlo antes de que muera en cinco días. Así, se compromete con su ex jefe para cometer un delito a cambio de un viaje clandestino. La idea era robarle información del cerebro al director de Armadyne, justo cuando acababa de encriptar un código de reinicio al sistema del Elysium, a pedido de la golpista secretaria de Defensa Delacourt (que no tiene nada que envidiarle a Sarah Palin, Michelle Bachmann u otras elegantes “halconas” republicanas). Poseedor de esa información clave, Max se convertirá en la piedra de toque de un posible cambio en el curso de las cosas, entre su propia desesperación y expectativas más elevadas. Construir un mundo Blomkamp mismo es un conocedor del mundo de los efectos especiales, por lo que sabe sacarle el mejor provecho a los mismos, desde el manejo de los presupuestos al diseño de armas y artefactos. A pesar de contar con el apoyo de los más renombrados estudios (Industrial Light & Magic, fundado por George Lucas, y Weta Workshop, de Peter Jackson), no hay un abuso de la digitalidad (aunque las vistas espaciales de la estación son magnificentes). Como en “Sector 9”, elige esas tensiones entre el elemento futurista (un traje, una nave) en un contexto de fotografía “sucia”, que retrata el mundo salvaje y terrenal (el mundo de “arriba”, por el contrario, es prístino, luminoso, aséptico). Además logra un buen balance entre la metáfora que quiere mostrar, la ciencia ficción especulativa (la construcción de un mundo futurista con sus reglas de funcionamiento) y el relato, que se desenvuelve complejo y atrapante en menos de dos horas, y a la vez pleno de acción y violencia, para los que gustan de las aventuras. A lo sumo, entre las críticas que se le pueden hacer estarían cierto final abierto (cuyas interesantes implicancias quedan afuera del relato) lo que en sí no debería ser necesariamente un problema; y una carencia a la hora de la especulación: ¿cómo se sustentaría ese mundo si todos son inmortales y a la vez tienen hijos? ¿Por qué todos parecen tener diferentes edades? (Andrew Niccol exploró esas potencialidades en “El precio del mañana”, una sociedad donde todos se anclaron en los 25 años). Personajes fuertes El guionista y director sudafricano gusta de apostar a los personajes y las actuaciones, aunque el contexto visual se luzca. Así, se apoya en un buen trabajo de Matt Damon como Max, irónico, gastado, con mucho sufrimiento físico, pero sin grandilocuencias de héroe. Lo acompaña la siempre llamativa Alice Braga como Frey, la bonita morocha (como su tía Sonia) que vendría a ser el interés romántico que no está destinado a ser. Diego Luna también es de la partida de “los buenos”, en un papel un poco breve pero correcto, y Wagner Moura como el ambiguo Spider. Del otro lado, florecen los villanos, que tienen para hacer dulce. Jodie Foster seguro se divirtió en componer a la fría secretaria Delacourt, capaz de ordenar 49 muertes mientras toma champagne enfundada en trajecitos Armani (auténticos). Y Sharlto Copley (el mismo de “Sector 9”) convenció al director de que le reescriba el papel de Krueger para él, convirtiéndolo en un mercenario sudafricano: sucio, feo y malo (el reverso oscuro de los asépticos burócratas de la exclusión), y al personaje, en una máquina graciosamente brutal, con su marcado acento afrikaner y expresiones en afrikaans. William Fichtner como un estirado y detestable John Carlyle completa el equipo. Entre todos mueven los hilos de una fábula futurista que dice mucho de nuestro tiempo, y alerta sobre los caminos que puedan llevar a la máxima desigualdad.
Histeria teen en el inframundo Con “Cazadores de Sombras: Ciudad de Hueso” arranca una nueva saga juvenil, de las que nacen en los libros (en este caso de la autora Cassandra Clare), como las que arrancaron con “Crepúsculo” y sirven para poner jóvenes bonitos de ambos sexos en pantalla: después vinieron “Soy el Número Cuatro”, “Percy Jackson” y demás (entre esos productos descolló “Los Juegos del Hambre”, destacada creación de Suzanne Collins, cuya segunda parte está cerca del estreno: chicos lindos pero con profundidad). En cuanto al filme que venimos a comentar, podríamos decir que está muy bien llevado, que atrapa al espectador y genera empatía con los protagonistas, gentileza seguramente del elenco, de la dirección de Harald Zwart y el guión de Jessica Postigo Paquette. El problema es la repetición de tópicos demasiado vistos en la industria cultural de nuestro tiempo. Preparemos la sopa: un submundo fantástico oculto para la gente común como en “Harry Potter”; una guerra eterna en ese contexto, como en “Inframundo” (y lo que ya parece normal: que hombres lobo y vampiros no se quieran); un ambiente de histeria y trío adolescente entre seres sobrenaturales, como en “Crepúsculo”; una heroína elegida que parece frágil pero trae sorpresas, como en “Buffy la Cazavampiros” (que de paso se le adelantó a los crepusculares en lo antedicho); un villano con una relación familiar a lo “Star Wars” (Anakin-Luke-Leia); y condimentamos con una estética gótica con cuero, botas, sobretodos y borcegos, como en varios de los productos mencionados. También tenemos alguna canción comercializable que irrumpe en un lugar previsible, como cuando el sello Wind Up metía a sus artistas en películas como “Daredevil” o “Elektra”. Una chica especial La cosa va más o menos así: Clary Fray es una chica un poco rara que vive con su mamá, Jocelyn, una pintora viuda, y Luke, el compañero de ésta. Tiene un amigo más raro llamado Simon, el típico amiguito que bebe los vientos sin que la chica se dé cuenta. Ella empieza a preocuparse porque hace mucho un dibujito, que pone nerviosa a su mamá. El día de su cumpleaños llega a la puerta de un boliche en el que ve el chirimbolo misterioso... pero sólo lo ve ella. Un muchacho dice que la dejen pasar, sólo para ver cómo un grupete de jóvenes ejecuta al que la hizo entrar. Mientras tanto, su casa es atacada, con consecuencias que cambiarán todo el contexto. Nos enteraremos con Clary de la existencia de los Cazadores de Sombras, una orden que lucha con los demonios del mundo, descendientes de cruzados que bebieron la sangre del ángel Raziel de un cáliz mítico llamado Copa Mortal. En ese mundo se meterá de la mano de Jace, un guerrero algo metrosexual que se hace el distante todo el tiempo. Ahí ya está cantado el trío conflictivo, a los que se sumarán otros que incluirán atracciones entre muchachitos, como para ponerle un poco más de exotismo o mostrar lo que hemos avanzado (o porque parece que cierto franeleo entre galanes llama la atención a algunas espectadoras). Mientras Clary descubre su verdadera identidad se iniciará una lucha por la Copa Mortal, a través de la cual se cruzará con diversas especies sobrenaturales (de las cuales no se explica tanto) y enfrentará al verdadero villano, que por supuesto es alguien que se entregó al Lado Oscuro. En el medio, algún besito, ninguna concreción de la pulsión sexual y el descubrimiento de que la música de Johann Sebastian Bach pone como locos a los demonios (en particular “Las Variaciones Goldberg”, BWV 988 en el catálogo). Gente linda Destacadas ya las virtudes de la realización, el diseño de producción a cargo de François Séguin y la banda sonora (con Demi Lovato como el nombre más fulgurante), el atractivo obviamente pasa por la gente linda del elenco, que le pone su onda para que todo funcione. Lily Jane Collins, retoño del peladito Phil, da muy bien para heroína categoría mosca (por cierto: tiene una onda a hermanita menor de Eliza Dushku, la Faith de “Buffy”). Sus pretendientes serán Jamie Campbell Bower como el lánguido Jace y Robert Sheehan como el mundano Simon. Kevin Zegers (Alec), Jemima West (Isabelle) y Godfrey Gao (el hechicero Magnus Bane) son los otros muchachos que completan la fauna. Los adultos parecen los hermanos mayores más que los padres: allí están Lena Headey (Jocelyn), Aidan Turner (Luke) y un irreconocible Jonathan Rhys Meyers (el oscuro Valentine). Por encima de esa edad, sólo CCH Pounder (la peculiar vecina Dorothea) y Jared Harris (Hodge, el jefe de los Cazadores), con unos personajes bien secundarios. En definitiva: una nueva saga adolescente con poco trasfondo y mucho ya visto. Pero dicen por ahí que la magia del amor es poder vivir como nuevo aquello por lo que ya hemos pasado...
Decisiones difíciles J.J. Abrams lo hizo de nuevo, como decía una vieja canción de Britney Spears. En 2009, cuando estrenó su primera película sobre “Star Trek”, en estas páginas decíamos que había remozado la franquicia aportándole una estética propia de “Star Wars”: estructura narrativa con primera aventura, nudo central y escena de condecoración con final abierto; estética general (batallas, nuevas razas) similares a las de las precuelas. También que con la idea de rasgar el tejido del espacio-tiempo le permitía generar una nueva realidad alternativa, y así salirse del canon que las series y las películas había creado (sobre todo con la multiplicación de series y la saga de películas posteriores a la VI, que metieron a los Borgs en el medio y cruzaron a envejecidos protagonistas con las estrellas de “La Nueva Generación”. Y que probablemente todo esto había sido un desafío a los trekkies (fanáticos talibanes de la serie). Quizás todo eso le valió a Abrams la designación de Disney (nueva propietaria de la franquicia) para dirigir el Episodio VII de “Star Wars” (algo que supuestamente no quería, porque prefería ser espectador... hasta que aceptó). En simultáneo con este dato, estrenó “Star Trek: en la oscuridad”, en la que vuelve a poner en juego los mismos condimentos, pero suma nuevos extremos: por un lado, los trekkies están contentos con que la trama tenga algunos giros que la acercan a las películas gloriosas (I a VI): una intriga que pone en peligro la relación con el imperio Klingon, Sulu haciendo de capitán (como Chekhov en “Star Trek VI: Aquel país desconocido”), y la aparición de Khan como villano en la segunda de la saga (como en “Star Trek II: La ira de Khan”). Además, la nueva aparición de Leonard Nimoy como el viejo Spock del futuro alterno, esta vez como consultor, refuerza la entidad de la saga clásica, sin perjuicio de la recanonización de la franquicia. Así que la amistad con los fans está garantizada: de yapa, unos buenos diálogos en klingon, saludito vulcano y metáforas malas del doctor McCoy son como un condimento a la cosa. Por otro lado, avanzó sobre algo que no se vio mucho en la saga: la Tierra del futuro, con sus arquitectura anacrónica, o al menos ecléctica en la combinación arquitectónica (que de todos modos es más creíble que una Tierra hecha de nuevo, salvo que haya habido una hecatombe nuclear, como en todas las Neo Tokio del animé). Con todo esto, Abrams logra inteligentemente la síntesis entre la lealtad al mito y un sabor actual: lejos estamos de la inocencia de los tiempos en los que Gene Roddenberry pensó los viajes de la USS Enterprise... Nada es lo que parece En cuanto a la historia, empieza con una intervención del Enterprise en salvar una civilización primitiva de un volcán, algo que arriesga la vida de Spock, lo que lleva a que Kirk lo salve dejando que los pobladores vean la nave y empiecen a venerarla (un guiño para los paleoufólogos herederos de Däniken). Esto viola la Primera Directriz (en realidad, lo primero tampoco estaba bien) y redunda en un castigo para los dos: Spock va como segundo oficial de otro capitán, y Kirk queda como segundo del almirante Pike, su mentor. Un atentado motorizado por un agente llamado Harrison hace que los capitanes y segundos oficiales de las naves cercanas se reúnan; en tanto, Kirk advierte que ése era el verdadero plan: reunirlos a todos para matarlos, y aunque se da cuenta tarde, logra poner en fuga a Harrison, no antes de matar a varios, incluyendo a Pike. De vuelta como capitán por muerte de su superior, recibe la misión de perseguir al terrorista... que está en Kronos, mundo madre de los Klingon. Ahí empieza la verdadera misión, que implicará descubrir imposturas varias, elegir sacrificios, luchar por salvaciones y mostrar cuánto se quieren estos amigos tan diferentes. Héroes de ahora Es interesante cómo los personajes crecen y se modernizan: el galán Chris Pine le pone el cuerpo a un James Tiberius Kirk festivo, insubordinado y mujeriego (esas chicas con cola...); Zachary Quinto está muy bien en su Spock, con su transición del contenido vulcano a la “explosión” que vivirá; Zoë Saldana como Nyota Uhura se reposiciona como el tercer personaje en discordia, por encima del doctor Leonard “Bones” McCoy (que igual tiene unos momentos humorísticos, en los que Karl Urban se puede lucir tanto como DeForest Kelley): a estas alturas, es lógico que entre tres protagonistas haya una chica (¿ley de cupo?), y mejor si es bonita. Benedict Cumberbatch como Khan impacta y da miedo: en cierta forma es su película también. Simon Pegg (Scotty), Anton Yelchin (Chekov) y John Cho (Sulu) hacen los honores a personajes que están muy grabados en la memoria, mientras que Bruce Greenwood (almirante Pike); Peter Weller (almirante Marcus) y Alice Eve (Carol Marcus) vuelven creíbles a sus personajes.
Los que miran atrás de las puertas Es muy difícil asustar con películas sobre posesiones y casas embrujadas, en una era en el que “El Exorcista” y “Poltergeist” se hicieron hace mucho tiempo. Desde entonces, se han ensayado numerosas exploraciones, con desigual suerte. En los últimos tiempos, vienen primando aquellas iniciativas basadas en teoría en casos reales (“El exorcismo de Emily Rose”, “El último exorcismo”) o en la ambigüedad de las found tapes (la saga de “Actividad paranormal”). El último fenómeno de público fue “Mamá”, del argentino Andrés Muschietti. Por esos senderos transita el guión escrito por Chad y Carey Hayes, rodado por James Wan, creador de la saga de “El juego del miedo”. Lo peculiar es que aquí se suben a una dupla de personajes históricos, que en Estados Unidos han sido parte del folclore de lo paranormal: se trata de Ed y Lorraine Warren, matrimonio de investigadores de fenómenos paranormales y autores asociados de varios casos acaecidos en casas encantadas, muy activos en los ‘50 y ‘70. Ed falleció en 2006, pero Lorraine figura en los créditos como asesora, lo que vendría a reforzar el verismo de la cuestión. De entrada, en los créditos iniciales se nos dice que Lorraine es una clarividente, mientras que Ed era el único demonólogo no ordenado como sacerdote que reconoció la Iglesia Católica. Habitantes ocultos Tras un caso con una muñeca (que sirve para mostrar su modo de trabajar y su museo de objetos encantados), el matrimonio tendrá que atender el caso de la familia Perron, un matrimonio con cinco hijas que se muda de Nueva Jersey a Harrisville, Rhode Island, a una casa antigua de madera, junto a un lago. Allí empezarán a suceder diversos hechos que implican interacción física de alguna entidad sobrenatural, que parece juguetona al principio (“espíritus chocarreros”, dirían el “El Chavo”) pero que empiezan a derivar en agresiones físicas. Los Warren deciden que deben salvar a esa familia, sin sospechar que pondrán en peligro la propia. Así arrancarán una pesquisa a su estilo, hasta que la sensibilidad de Lorraine descubre el entramado místico: cuál es el espíritu que originó todo y qué quiere, porque en realidad en la casa viven más fantasmas que gente, o más o menos. La trama transita por varios registros y tópicos: la investigación sobrenatural “seria” de los Warren; el desenmascaramiento del espíritu maléfico (que se resuelve con una visión y una consulta a un par de archivos); un terror soft que juega con los yeites del género (incluyendo la benjamina que hace amigos fantasmagóricos) pero nunca alcanza el “ah, me hice encima”; algunos chispazos de humor, algo que siempre se usa para cortar (y para que el espectador baje la guardia antes del último susto); y un clímax con un exorcismo, que no está mal pero que después de tantos filmes parece un procedimiento tan habitual como un tratamiento de conducto, al menos para el espectador avezado. Verismo Podría pensarse que es bastante difícil mostrar una época que algunos espectadores recuerdan directa o indirectamente. Todo es mérito de Julie Berghoff (diseño de producción), Geoffrey S. Grimsman (dirección de arte), Sophie Neudorfer (escenografía) y Kristin M. Burke (vestuario). John R. Leonetti aporta una fotografía con aire de foto vieja, aunque un poco más luminosa en la “tranquila” casa de los investigadores que en la “movida” casa de los Perron (donde la cámara también es bastante movida). El elenco es una de las claves de la credibilidad del relato, y tiene como puntos fuertes las actuaciones de Vera Farmiga como Lorraine, Patrick Wilson como Ed y Lili Taylor como Carolyn Perron, quienes llevan las mayores exigencias. Ron Livingston como Roger Perron cumple, y Shannon Kook como el ayudante Drew y John Brotherton como el policía Brad ponen el toque decontracté al relato. El resto pasa por las hijas: Shanley Caswell (Andrea), Hayley McFarland (Nancy), Joey King (Christine), Mackenzie Foy, (Cindy), Kyla Deaver (la pequeña April) y Sterling Jerins (Judy, la hija de los Warren). En definitiva, aunque sin innovar, el cóctel resulta atractivo, y mantiene en vilo al espectador hasta que llegue el momento de la tranquilidad, lo que la vuelve en una de las pocas películas de terror aptas para ver de noche.
Razones para vivir En 1974, el guionista Len Wein recibió un particular encargo: resucitar junto al dibujante Dave Cockrum la única idea de Stan Lee y Jack Kirby que no se había vuelto popular: “The Uncanny X-Men”. Entre los personajes que sumó en la nueva formación, estaba uno que él mismo había creado para una historia de Hulk: un canadiense petiso, velludo, furibundo, bravucón y con garras del ficticio metal adamantium. Se hacía llamar Wolverine (glotón o carcayú, un predador de Alaska) y usaba una máscara con orejitas estilizadas. Raro personaje, pero atractivo. Cuando poco después llegaron Chris Claremont (guionista) y John Byrne (dibujante, ocasional coguionista) los mutantes alcanzaron su nivel más alto, y Wolverine no fue la excepción. Claremont le dio espesor al personaje, entendiendo las tensiones entre la bestia interior y el héroe por vocación, siempre en perpetua redención y con un amor no correspondido por Jean Eleanor Grey. Cuando surgió la posibilidad de hacer una primera miniserie sobre el personaje en solitario, con dibujos de Frank Miller (el cinéfilo lo recordará como el creador de “Sin City” y “300”), eligió Japón como escenario y la idea del “samurai fracasado”: aquel que no puede acceder al pleno control y a la conquista del honor. Y de ahí se agarraron Mark Bomback y Scott Frank para desarrollar un guión que tenía la obligación de levantar el rasero después de “X-Men Orígenes: Wolverine”, el filme que Gavin Hood dirigió en 2009 (y que decepcionó un poco a los fans). Y lo logran, recuperando el espíritu de aquella saga, y nombres familiares. Visitante Logan está más ermitaño que nunca: se siente culpable de la muerte de su amada Jean (importante haber visto “X-Men: La batalla final”), que se le aparece en sueños pidiéndole que “la acompañe” (“Tu muerte nos separa; mi muerte no nos unirá”, respondería Simone de Beauvoir ). En el frío Yukón lo encuentra Yukio, una muchachita salida de un animé de Gainax o Clamp, con su pelo fucsia y sus medias a rayas. Su misión es llevarlo a Japón para despedirse de Yashida, un rico empresario al que Logan salvó de la bomba atómica de Nagasaki, que está muriendo. Logan va y se mete en esa cultura, como Bill Murray en “Perdidos en Tokio”. Pronto descubrirá varios intereses cruzados: las intenciones del anciano, de su misteriosa doctora, de su hijo Shingen, del ministro de Justicia Noburo Mori. Todas ponen en peligro la vida de Mariko, la heredera del clan, que logra conmover el duro corazón del mutante y hacerlo aflojar con la roja Grey. Por ella luchará varias batallas épicas, con un condimento: lo han “engualichado” y sus poderes curativos empiezan a debilitarse. El guión combina intriga y acción (y un poco de romance), en una sucesión de búsquedas y persecuciones, en un entorno que desde aquella saga de Claremont y Miller se ha vuelto más familiar desde entonces, dada la presencia de la industria cultural japonesa en los últimos años. De todos modos, los fanáticos encontrarán alguna que otra inconsistencia (no está mal prestar atención a algunas premisas, de todos modos). Climas James Mangold recibió el encargo de dirigir el filme tras la baja de Hood, y cumplió con las expectativas: su experiencia que va del policial a la comedia romántica seguramente le sirvió para dosificar las intensidades necesarias. Un filme de tales características necesita de la creación de diferentes climas y ambientaciones. Meritorio trabajo entonces para Ross Emery (fotografía) y Marco Beltrami (música original, que se combina con canciones niponas) y para Yôko Narahashi, responsable de un casting que necesitó de muchos actores asiáticos, por obvias razones (fue la encargada del área en Babel, ya que estamos). El diseño de producción de François Audouy acompaña la idea, creando una amigable Tokio diurna y una pacífica Nagasaki, que contrasta con la opresiva mansión Yashida y la oscuridad de la aldea de los ninjas (buena parte se rodó en Australia, cosa curiosa). Tinta y sangre En cuanto al elenco, huelga decir que Hugh Jackman es la clave. Realmente ama a este personaje, con el que se hizo conocido: Dougray Scott tuvo que rechazarlo y recayó en manos del fachero australiano, que supo encontrarle la veta y hacer de este personaje de cómic algo tan profundo como su Jean Valjean en “Los miserables”. El resto del reparto combina figuras nuevas con otras más vistas: las juveniles Tao Okamoto y Rila Fukushima convencen como Mariko y Yukio, respectivamente. Pero el trío femenino no estaría completo sin las breves pero sugestivas apariciones de Famke Janssen como la extinta Jean. Los veteranos Haruhiko Yamanouchi y Hiroyuki Sanada tienen algún momento de lucimiento como los Yashida, padre e hijo. A la rusa Svetlana Khodchenkova le alcanza con unas miraditas y movimientos para encarnar a la villana Viper; suma también Brian Tee como el ministro Mori, y Will Yun Lee usa sus habilidades para el ninja Harada. Así se concreta un nuevo acierto para la franquicia de los mutantes de la Marvel. Ahora, a esperar a que sea Logan el que protagonice “X-Men: Días del futuro pasado”. Pero esa será otra historia.
El fútbol como la vida misma Se cuenta que Gastón Gorali leyó “Memorias de un wing derecho” de Fontanarrosa, cuento en el que se implica la vida consciente de un jugador de metegol. De ahí tomó la idea que compartió con Juan José Campanella, quien se enganchó con la posibilidad de llevar sus temáticas propias al mundo de la animación. La definición final llegó al trabajar los conceptos junto al escritor Eduardo Sacheri y el productor Axel Kuschevatzky, partícipes del éxito de “El secreto de sus ojos”. Después vino la dura parte de la concreción, que demandó años de trabajo. Y el producto final es el resultado de todo eso. Gorali pudo concretar la idea de una película infantil como las estadounidenses: es decir, que sea atractiva al público adulto desde la misma historia, capaz de aunar épica, humor, romanticismo soft y personajes atractivos, y desde ciertos guiños (hay homenajes a “2001, odisea del espacio”, “Apocalipsis Now” y los spaghetti western de Sergio Leone, además de referencias a la saga de “Toy Story”). Por otro lado, el universo campanelliano aflora en todo su esplendor, en la defensa del pueblo tranquilo con las pequeñas vidas de sus habitantes, la estética de los viejos parques de diversiones, el bar con sus parroquianos envejeciendo dentro. Todo eso amenazado por el “progreso”, lo urbano, el personaje exitoso (curiosamente, el hijo más célebre del pueblo). Y Fontanarrosa seguramente se engancharía con la épica futbolística que plantea el enfrentamiento final: una épica más cercana al “los de afuera son de palo” de Obdulio Varela en el “Maracanazo” o a Maradona esquivando nigerianos con el tobillo destrozado que a la gambeta perfecta de Messi o la comba balística de David Beckham. El fútbol entendido como metáfora de la vida y no como un juego de PlayStation. Venganza La historia es esencialmente simple, enmarcada como flashback de un padre que le cuenta una historia a su hijo. Arranca en un pequeño pueblo indeterminado con el pequeño Amadeo, un niño enamorado de la bonita Laura, quien estimula un duelo al metegol (única pasión y talento del muchacho) contra Ezequiel, un gamberro con ínfulas de habilidoso con la pelota. Tras la derrota a manos de Amadeo, clama venganza contra el pueblo, y es convocado por un señor con pinta de empresario chanta. El tiempo pasa, Laura quiere irse a la ciudad a estudiar arte, mientras que Amadeo sigue trabajando en el bar y sólo preocupado por su metegol. Con Laura no han pasado de la amistad. Pero todo esto se rompe cuando irrumpe Ezequiel, ahora convertido en el Grosso, el mejor jugador del mundo y millonario (que recuerda al imaginario de cracks fanfarrones como Cristiano Ronaldo, por poner un nombre), que vuelve para vengar la afrenta de la niñez. Como la Kläri Wäscher /Claire Zachanassian de “La visita de la vieja dama” de Friedrich Dürrenmatt, el Grosso se compra el pueblo (para convertirlo en un lugar de culto a sí mismo) y buscará la venganza personal con Amadeo. Éste recibirá la inesperada colaboración de los jugadorcillos del metegol, que lo ayudarán a salvar a Laura y a disputar el destino del pueblo. Factura visual Con 20 millones de dólares de inversión, “Metegol” es la película argentina más cara de la historia. Pero poco tiene para envidiarle a las superproducciones animadas de DreamWorks o Pixar, que suelen costar bastante veces más. La factura visual impresiona desde las texturas, la espacialidad tridimensional (desde el primer juego con el metegol “estático” a los vastos interiores de la casa del Grosso; uno recuerda cuando el baile de “La Bella y la Bestia” era lo último en animación) y el dinamismo de las escenas (el basurero, el parque de diversiones, la batalla en el laboratorio, el partido final). En cuanto al diseño de personajes, uno de los elementos clave del cine de animación, tiene sus fluctuaciones. Como en otras producciones de este tipo, los personajes “reales” lucen un poco menos que los muñequitos; sabiamente, el equipo creativo escapa proponiendo una construcción no realista de los mismos, exagerando la escualidez, la obesidad, la baja estatura, el físico torneado y otras características definitorias. La genialidad está por el lado de las figurillas de plomo: hechas a base de un modelo básico, Amadeo los ha personalizado con virulanas, hebras y demás (los otros, los “granates”, tienen una caracterización más pobre). Con voz propia Una ventaja de la versión argentina es que la animación trabajó sobre las voces locales, mientras que en otros países se la verá doblada encima. De yapa, pudieron poner gestos recuperados por la animación. Así se lucieron entre los muñequitos Pablo Rago (el Capi, optimista como el Oliver Atom de “Los Supercampeones” y con frases hechas de jugador estándar), Fabián Gianola (Beto, el insoportable que habla en tercera persona de sí mismo, de melena a lo Valderrama), Horacio Fontova (como el Loco, un new age con pinta de Leopoldo Jacinto Luque) y Miguel Ángel Rodríguez (Capitán Liso). Los protagónicos (Amadeo y Laura) fueron confiados a los poco conocidos David Masajnik y Lucía Maciel, que están correctos, al igual que Diego Ramos (Grosso). Ernesto Claudio (cura), Marcos Mundstock (Ermitaño) y Coco Sily (Mánager) tienen sus momentos personales. Así se cierra un relato de mística deportiva, un recupero de lo que el fútbol fue en tiempos menos sponsoreados, y la evidencia de que se puede madurar sin perder el espíritu de niño: “Creer para ver”.