Completando al Profesor Tanto las cuatro novelas que publicó en vida (“El Hobbit” y la trilogía de “El Señor de los Anillos”) como las dos que le publicó en vida su hijo Christopher (“El Silmarillion” y “Los hijos de Húrin”) son apenas la pequeña punta del iceberg del legendarium construido a lo largo de décadas por el profesor de Cambridge John Ronald Reuel Tolkien, integrante del grupo de los inklings: académicos gustosos de la fantasía y las mitologías propias y ajenas, como Clive Staples Lewis, creador de “Las crónicas de Narnia”. Entre la primera posguerra mundial y su muerte en 1973, “El Profesor” (como le llaman sus fans) cumplió el sueño que Jorge Luis Borges plasmó en “Tlön, Ukbar, Orbis Tertius”: un mundo ficticio con sus propias lenguas, geografía, incluso con su propio génesis del mundo (tal vez el más bello: “La Ainulindalë o Música de los Ainur”). En ese transcurso fue gestando versiones de linajes y personajes, algunos definidos tardíamente (como Lady Galadriel, “terminada” durante la escritura de “El Señor de los Anillos”). Todas esas versiones se recopilan en la “Historia de la Tierra Media”, material de consulta para fanáticos. El origen Entre medio, alguna lectura compartida con los inklings lo estimuló a escribir un cuento para sus hijos, donde una criatura de una especie mediana (cuyo origen y linaje nunca había explorado) que vivía en un agujero en el suelo pero parecía un señor británico del mundo rural salía a vivir una gran aventura junto a un mago y 13 dwarves (raza cuyo nombre siempre se traduce como “enanos”), para enfrentar un dragón, y conocer elfos, y enfrentar temibles orcos, que ese cuento son llamados trasgos (goblins). Justamente: tal vez porque era originalmente un cuento infantil, o porque no lo veía tan comprometido con el legendarium; o quizás después, cuando un editor descubrió el material y decidió publicarlo, Tolkien “lavó” ese material de referencias a su mundo fantástico: Thranduil (padre de Legolas) aparece mencionado como “Rey Elfo”, Lord Elrond tiene una aparición menor, su pueblo aparece menos glamoroso, no hay lenguas extrañas, Gandalf es un vejete no tan poderoso (no un maia llamado Mithrandir ni Olórin) y así. Sólo queda una aventura desnuda de una compañía algo alocada, que arranca humorística y termina con ribetes trágicos; que va “de la sartén al fuego”, como dice en el texto, de un conflicto al otro, y finaliza con un giro argumental extraño pero justificado en ese contexto. Ampliación Ese es el material sobre el que trabajó Peter Jackson para concretar su adaptación de “El Hobbit”, 11 años después de su monumental versión de “El Señor de los Anillos”. Pero aquí la operación fue la inversa: si aquel relato era un trilogía que había que “hacer entrar” en tres películas de tres horas (desmesura del autor: su “King Kong” dura lo mismo, y eso que el mono de marras no aparecía hasta la mitad), aquí decidió expandir la novela original a una trilogía de tres horas cada parte. ¿Pero expandirla hacia dónde? Hacia la esencia del autor. Jackson tolkieniza “El Hobbit”: lo llena de relatos, de nombres, de referencias. Los elfos lucen en todo su esplendor y hablan sindarin todo el tiempo, aparece Radagast el Pardo (casi uno de los Brujos de la Tierra de la “Saga de los Confines” de Liliana Bodoc) para introducir la subtrama del “Nigromante” (de importancia para lo que vendrá después, es decir, los sucesos de “El Señor de los Anillos”), que reúne al Concilio Blanco con Gandalf, Elrond, Saruman el Blanco y Lady Galadriel. La estética está determinada por los ilustradores oficiales, Alan Lee y John Howe, y la música de Howard Shore le da un particular sabor irlandés a hobbits y enanos. Sin respiro Otra expansión es la aventura: Jackson y sus coguionistas habituales, Fran Walsh y Philippa Boyens, más Guillermo del Toro (quien iba a ser el director en un momento), explotan a más no poder el espíritu del libro, en el que la compañía liderada por Thorin Escudo de Roble se la pasa siendo capturada, escapando, siendo aplastados, cayendo en abismos o siendo rescatados a último momento por fuerzas benefactoras. Como en “King Kong”, el neozelandés estira las escenas de lucha o de persecución hasta que el espectador dice “basta, ya está, que se salven y listo” (cambiando un poco las situaciones con respecto a la novela). Y por supuesto, esa desmesura narrativa se plasma en desmesura visual: con los últimos adelantos técnicos desarrollados por su compañía Weta Digital, Jackson vuelve a levantar el rasero. Filmada a 48 cuadros por segundo, el doble de lo habitual (versión que se puede ver en los cines), en 3D, con renovados recursos de animación digitalizada y una fotografía luminosa (y seguramente muy retocada digitalmente), genera una sensación hiperrealista que llama la atención al principio (durante la secuencia previa, por ejemplo, con Frodo y Bilbo viejo) pero después uno termina acostumbrándose: es el caso de las expresiones faciales de Gollum, bajo cuya textura digital se esconde nuevamente el actor Andy Serkis (también director de segunda unidad). Hay algunos cambios en la historia, para reforzar el enfrentamiento entre Azog el Trasgo, matador de Thror, Rey bajo la Montaña y el nieto de éste, Thorin (en la novela original aparece su hijo Bolg). Rostros de fantasía Por supuesto, todo esto no se podría hacer sin un elenco de hierro que pueda actuar como un ensamble perfecto: ahí están Graham McTavish (Dwalin), William Kircher (Bifur), James Nesbitt (Bofur), Stephen Hunter (Bombur), Dean O’Gorman (Fili), Aidan Turner (Kili), John Callen (Oin), Peter Hambleton (Gloin), Jed Brophy (Nori), Mark Hadlow (Dori), Adam Brown (Ori) y Sylvester McCoy (Radagast). Ken Stott luce como el viejo Balin, y Richard Armitage está perfecto como Thorin (el momento de su canción es sublime). Por supuesto, Martin Freeman parece la elección ideal para Bilbo. Y allí está también Ian McKellen: imposible imaginarse ya un Gandalf con otras facciones y gestualidad. Entre los cameos, además de Serkis vuelven Ian Holm (Bilbo anciano) y Elijah Wood como Frodo. El veterano Christopher Lee vuelve a ser Saruman y Hugo Weaving impacta sólo con su entrada, en la piel de Elrond el Medio Elfo. Y los pocos minutos en que aparece Cate Blanchett como Galadriel (conocida como Nerwen Alatáriel, hija de Finarfin, en las Tierras imperecederas de Aman) justifican las tres horas de película. Y esto es sólo el principio: la narración llega hasta el refugio de las águilas y la visión lejana de la Montaña Solitaria, donde duerme el temible Smaug. La aventura recién comienza.
El año en que fuimos infinitos “Escribe sobre nosotros”. Ése es el mandato que Patrick y Sam, hermanastros por matrimonio de sus padres pero más que hermanos en su mutuo afecto y complicidad, le dan a Charlie. Charlie, el novato con pasado oscuro que cuenta los días que le tomará atravesar los tres años de high school. El mismo freshman que por una picardía de Patrick entrará al mundo de estos seniors, es decir, alumnos del último año. Sin mucho esfuerzo podemos recordar que es el mismo mandato que Chris (River Phoenix) le daba a Gordie (Will Wheaton) en “Cuenta conmigo”: “Escribe sobre nosotros”. Y eso hizo Stephen Chbosky: escribió “The Perks of Being a Wallflower”, una novela sobre un alter ego llamado Charlie Kelmeckis, que también pinta para escritor. Y él mismo, guionista y productor, eligió para su segundo proyecto como director (el primero es de 1995) adaptar este relato de iniciación, de coming-of-age. Un año en la vida Estamos en 1991, en Pittsburgh, Pennsylvania. Pero la rabia de “Smells Like Teen Spirit” (“Huele como espíritu adolescente”) de Nirvana no ha explotado todavía, y hay más de The Smiths que de grunge (sólo al final se hablará de “los músicos de Seattle”). Todavía es la high school de la “trilogía Ringwald” de John Hughes: “16 velas”, “El club de los cinco” y “La chica de rosa”, aunque con la inocencia perdida y el cinismo de “La joven vida de Juno”. Es una historia de solitarios que se acompañan en la pared del fondo de un baile, de “raros” que construyen su propio mundo por fuera de los quarterbacks y las porristas. Y lo hacen alegremente, quizás porque en algún punto intuyen lo que los seguidores de Krishnamurti repiten de memoria: “No es signo de buena salud mental amoldarse perfectamente a una sociedad enferma”. “Bienvenido a la isla de los juguetes abandonados”, dirá Sam en la primera fiesta de Charlie. El profesor que se convierte en mentor, la relación con los padres, los secretos del pasado de Charlie, dosificados a lo largo del relato; el pasado de Sam, la afirmación identitaria de Patrick; la primera novia y el primer amor verdadero (que no necesariamente van de la mano), y una galería de atractivos personajes son los condimentos del proceso de evolución y autoconciencia del protagonista a lo largo de su primer año de secundaria. Todo esto cruzado por una promesa: sus amigos partirán inevitablemente a la universidad, y el grupo se romperá. Las frases La puesta visual va por el lado del cine independiente americano, con bastante cámara en mano y una fotografía (a cargo de Andrew Dunn) que se granula más por momentos; pero es una puesta luminosa y agradable, que evita caer en la oscuridad (para eso está la historia). La música elegida construye a la vez una referencia de época y una marca de identidad: no por nada “Asleep” de The Smiths es la canción favorita de Charlie, y “Héroes” de David Bowie sea la “canción del túnel”: “Podemos ser héroes sólo por un día, podemos ser nosotros sólo por un día”. Pero tal vez Chbosky sea consciente de que los verdaderos clásicos del cine lo son por las frases que legan. Y allí están los diálogos perfectos, los conceptos afilados en las charlas con el profesor Anderson, con Sam y Patrick, en las cartas al amigo imaginario (resabio de la estructura epistolar de la novela original). “Ya sé que todo va a ser historias algún día. Y nuestras imágenes se convertirán en fotografías antiguas. Todos vamos a ser mamá o papá de alguien. Pero ahora estos momentos no son historias. Esto está sucediendo, estoy aquí y estoy mirando. Y ella es tan hermosa”. El rostro del amor Porque claro, hay una dama, entre los muchachos. Porque si Logan Lerman tiene todos los tics y recursos del perfecto perdedor, en la escuela de Michael Cera (“Juno”, “Superbad”), y si Ezra Miller sería un perfecto “Duckie” en una remake actualizada de “La chica de rosa” (Jon Cryer fue el original), acá no están ni la inocente Molly Ringwald de los filmes de Hughes, ni la ácida Ellen Page de “Juno”. Emma Watson es vulnerable, fuerte, madura, iniciática, adorable; y es el rostro que cualquiera podría ponerle al amor de su vida a los 16 años (y tal vez después también). Entre los secundarios se lucen Mae Whitman (una especie de pequeña Stockard Channing), como Mary Elizabeth, Erin Wilhelmi como Alice y Adam Hagenbuch como Bob: los tres amigos que completan el grupete de andanzas. El galán serio Dylan McDermott (padre), la televisiva Kate Walsh (madre), Nina Dobrev (hermana mayor Candace) y Zane Holtz (hermano Chris) integran la curiosamente normal familia de Charlie. Paul Rudd tiene algunos momentos muy interesantes como Mr. Anderson (Bill en el libro), el profesor de inglés que estimula la veta literaria del protagonista. Melanie Lynskey hace pequeñas apariciones como la tía Helen (personaje clave en la historia personal de Charlie) y Joan Cusack tiene un pequeño rol como la doctora Burton (ya que estamos, ella fue una de las chicas raras en 16 velas; cómo pasa el tiempo). Finalente, la jovencita Emily Callaway tiene momentos humorísticos como la compañera mala del curso de Charlie. En fin: lucimiento para las directoras de casting, Venus Kanani y Mary Vernieu. Recuerdos en presente Con esos actores Chbosky construye una película de momentos irrepetibles e imágenes para el recuerdo (las secuencias del túnel, por ejemplo). “Hay personas que se olvidan de lo que se siente al tener 16 años al cumplir los 17”, dice el personaje, y el creador demuestra que no es de los que olvidan. Que recuerda lo que fue ser una flor en el empapelado (lo que dice el título original) y cómo empezar a ser protagonista. Y ese momento en el que uno se da cuenta de que está vivo, de que está viviendo las memorias del futuro: ese momento en que uno puede ser infinito.
El extraño mundo de Tim No hace falta ahondar en la biografía de Tim Burton, o en los elementos autobiográficos en su obra (que los hay también en la cinta que hoy nos ocupa) para saber que ha sido un chico raro. Uno de esos que seguramente no se asimilaba bien en su entorno social. O cuando menos, uno de esos que cuando hace un chiste con su peculiar humor ve que la mayoría no se ríe, a lo sumo alguno esboza alguna tímida sonrisa. Pero un buen día, esos chicos crecen, algunos se dedican a alguna actividad artística y, si el destino los pone en la industria cultural de masas, logra llegar a otros chicos que también se sienten solos, pero ellos sí entienden los chistes y los guiños, y así la química se produce. Entonces el primer chico raro pasa a ser un “autor de culto”. Vuelta atrás “Frankenweenie” es una revancha para Burton, a quien en su época de “creativo experimental” para la Disney (en 1984) le costó el puesto el realizar un cortometraje en blanco y negro sobre un chico raro y brillante, que decide resucitar a su perro muerto en un accidente. Porque la versión 2012, realizada con la técnica del stop motion (básicamente, muñecos manipulados a 24 tomas por segundo de movimiento) y con la estética escuálida que mostró en “El extraño mundo de Jack” y “El cadáver de la novia”, está producida por... la Disney. Pero ya desde antes de los créditos empieza la situación: la imagen del Magic Kingdom pasa de los azules rutilantes al gótico blanco y negro. Porque es la faceta más gótica de Burton la que fluye aquí, gótica como una búsqueda de la belleza en la oscuridad, en un lugar alejado del canon, pero también como parodia de lo macabro: refléjese en el Cementerio de Animales (¿Stephen King?) de New Holland, creíble escenario de la Gotham City de las dos cintas que el realizador hizo sobre Batman. Esto no es casual: este retorno al origen desanda la senda de la filmografía de este autor, tal vez por las marcas que su vida ha dejado en ella. Por caso, el pueblo suburbano de New Holland se parece mucho a aquel otro pueblo de veredas anchas frente a los chalecitos de posguerra de “El joven manos de tijera”, un reflejo de Burbank (en el condado de Los Ángeles), el lugar donde Burton se crió y, como el protagonista Victor Frankenstien (sic), mitigó soledades experimentando filmando sus primeros experimentos. Memoria visual Por supuesto, el lugar donde se ubica esta historia es el colmo de lo raro, un lugar donde todas las noches se dispone de tormentas eléctricas como para insuflarle vida a los muertos, con su letrero a lo Hollywood, y con una galería de personajes única. Baste ver el curso de la escuela de Victor: un jorobadito llamado Edgar “E” Gore (chiste con Igor, y con el género gore); una chica de ojos que impresionan, cuyo gato hace caca con forma de la inicial de la persona con la que sueña (a la que le pasará algo ese día); una oscura y algo desganada heroína, llamada Elsa Van Helsing (voz original de Winona Ryder); el tétrico Nassor, una especie de Largo de niño; Toshiaki, el japonés que tendrá que vérselas con una criatura a lo Godzilla, de su propia factura; todos ellos educados en ciencias por un oscuro docente llamado Mr. Rzykruski (voz de Martin Landau), con su cara larga a lo Vincent Price. Como se verá, un poco a la manera de Tarantino en “Kill Bill”, Burton recupera aquí su galería de influencias: los fragmentos del “Drácula” de Christopher Lee, la bata y las antorchas de la “Frankenstein” protagonizada por Boris Karloff, los mechones blancos de “La novia de Frankenstein”, el cine de monstruos de Japón. Todo para contar la historia de un niño que amaba tanto a su perro que decide violar las leyes naturales para recuperarlo. Una versión naïf de un tema que fue abordado en otra clave por Stephen King en “Cementerio de Animales”, y antes por William Wymark Jacobs en “La pata de mono” (imperdible el “episodio homenaje” en “Buffy la Cazavampiros”). Pero aquí no hay enseñanzas, no hay castigos para el “moderno Prometeo” (subtítulo de la novela “Frankenstein”, de Mery Wollstonecraft Shelley), sino que sobre el final campea la ternura al estilo de “El joven manos de tijera”. En el medio, una alocada historia de competencia entre chicos para ganar una feria de ciencias, a una edad en la que una feria de ciencias es cuestión de vida o muerte... frase que se vuelve muy literal en este caso. Compañeros de ruta Rick Heinrichs es el encargado de, como diseñador de producción, darle coherencia y el toque final a esta obra. No es casual: él produjo uno de los primeros cortos de Burton, “Vincent” (1982), sobre Vincent Price; fue director de arte de “Batman vuelve”, asesor visual de “El extraño mundo de Jack” y diseñador de producción de “El planeta de los simios” y “Sombras tenebrosas”. Cualquiera diría que le ha tomado el pulso a la peculiar visión del mundo del enrulado director... John August fue el encargado de adaptar al largometraje el guión original de Leonard Ripps sobre idea de Burton, tarea de la que sale airoso. Peter Sorg da en la clave con una fotografía oscura pero no opresiva, el toque justo entre lo inocente y lo macabro. Lo mismo hace Danny Elfman desde la música, la misma que cae como una neblina sonora en los filmes burtonianos para sacarnos de la modorra cotidiana y adentrarnos en un gótico mundo de ensueño. Valga además el dato nerd de que seguramente tiene el récord de colaboraciones con el director (“Beetlejuice, “Batman”, “Batman vuelve”, “La leyenda del Jinete sin Cabeza”, “El joven manos de tijera”, “El extraño mundo de Jack”, “¡Marte ataca!”, “El planeta de los simios”, “Charlie y la fábrica de chocolate”, “El cadáver de la novia”, “Alicia en el País de las Maravillas” y “Sombras tenebrosas”). Reconozcamos también un rescate: en la recomendable versión subtitulada (que permite disfrutar de las voces originales, varias de ellas interpretadas por Catherine O’Hara y Martin Short) se puede apreciar la reivindicación de Winona Ryder, aquella que antes de robar calzones protagonizó una de las escenas más bellas del cine americano de las últimas tres décadas: esa en la que danza extasiada bajo la nevisca creada por Edward Scissorhands al esculpir en el hielo. Porque la belleza a veces es un chispazo en medio de las sombras.
Un paso adelante de la muerte En el principio está la incorrección política. Ya el tema “Irán” podría serlo en estos tiempos de tensión con el gigante persa, pero aquí se va más allá. Si en “Juego de poder” (“Charlie Wilson’s War”) al final se reconocía que la desidia y la “desinversión” de los servicios que habían gastado millones de dólares para financiar la resistencia antisoviética en Afganistán terminó entregando el país al fanatismo del Talibán (literalmente, el Consejo de Estudiantes de la ley coránica), en “Argo” hay una introducción que cuenta cómo la CIA y el MI6 británico organizaron el derrocamiento del primer ministro laico Mohammad Mossadegh, por haber nacionalizado el petróleo, y estableció una dictadura monárquica en cabeza del sha Mohammad Reza Pahlevi. Fue la opresión del sha y su policía especial, la Savak, los que forzaron una revolución que desgraciadamente ya no fue laica sino islámica, chiita y fanática, encabezada por el ayatolá Ruhollah Khomeini. Ante el asilo al sha de parte de Estados Unidos, los revolucionarios invadieron la embajada de ese país en Teherán, tomando al personal como rehenes, en una crisis que golpeó duramente al gobierno de Jimmy Carter. Pero no todos fueron apresados: seis empleados lograron ganar la calle y alcanzar la residencia del embajador canadiense, sin posibilidades de salir vivos del país (los muchachos de Khomeini no eran más modosos que los de la Savak). Al rescate Ahí empieza la historia de “Argo”, que relata hechos parcialmente desconocidos hasta que la administración Clinton los desclasificó en 1997 y pudo devolverle su medalla al héroe de la jornada, Antonio J. Méndez. En un momento crítico, en el que el aparato del Estado se debatía entre solucionar el problema mayor y visible de la crisis de rehenes, y el todavía oculto de los seis refugiados, nadie acertaba a dar una solución para estos últimos que no sonara impracticable e inverosímil. Hasta que Tony Méndez (un especialista en “extracciones”) propuso la más inverosímil de todas: montar una falsa productora de cine que pretendiera hacer una falsa película de ciencia ficción space opera, con desiertos y túnicas (hacía dos años que George Lucas había revolucionado el género con “Star wars”, y florecían las réplicas “clase B”). Con esa excusa, pretende ingresar a Irán como productor, acreditar a los refugiados como un equipo de producción canadiense, y sacarlos de allí con pasaportes falsos. Así comienza una carrera contrarreloj internacional, entre cables secretos, llamadas telefónicas y persecuciones en el terreno, que inevitablemente ponen al espectador a “hacer fuerza” para que el grupo de diplomáticos y su salvador puedan escurrirse de las garras de los temidos Guardias Revolucionarios, tensión que va creciendo hasta un final sin aliento. Reconstrucción Todo esto se basa en el guión que Chris Terrio escribió sobre el artículo Joshuah Bearman “Escape from Tehran”, pero no podría concretarse sin la maestría de Ben Affleck en la dirección, posiblemente en su mejor trabajo hasta la fecha (y miren que “Desapareció una noche” estaba muy bien lograda). A la dosificación del ritmo narrativo se suma el trabajo de cámaras y fotografía (a cargo de Rodrigo Prieto), que contrapone el “tranquilo” mundo de la agencia con el candente de la situación “in the field”. Si las escenas de los espías y funcionarios en traje y corbata se filman en planos generales y quietos, con colores más grises y fríos, las del peligro inminente se capturan con cámara en movimiento, planos cercanos y colores más calientes, capturando el extrañamiento de un entorno hostil y de lengua diferente. Para poner una comparación necesariamente odiosa: un cruce entre la atmósfera de “El topo”, de Tomas Alfredson, y “Carlos”, de Olivier Assayas. Acompaña esto la música de Alexandre Desplat, que recurre a instrumentos típicos como el oud (el laúd árabe) y las tarbukas y otras percusiones étnicas, a fin de reforzar el clima de Medio Oriente. Pero todo esto se completa con una minuciosa reconstrucción de época (el diseño de producción corresponde a Sharon Seymour), incluyendo secuencias calcadas de fotos y documentales de esa fecha (y la inclusión de metraje real). La secuencia de títulos finales sirve para demostrar paralelismos entre lo reconstruido y lo testimonial, y algo más sorprendente: la similitud física (el elenco fue reclutado por Lora Kennedy) entre los actores y los personajes históricos que interpretan, apoyados en una buena caracterización. Encarnaciones Quizás la parte actoral-interpretativa es la que menos se puede lucir en un filme de precisión, y con un elenco necesariamente numeroso. El propio Affleck está correcto como el circunspecto y atribulado Méndez, acompañado por Bryan Cranston como su superior Jack O’Donnell y la escueta pero entrañable presencia de Alan Arkin como el director Lester Siegel y John Goodman, como John Chambers, ganador del Oscar por el maquillaje de “El planeta de los simios” y cómplice principal de Méndez en el engaño. También tiene su momento Kyle Chandler, un actor interesante que poco aparece por aquí como Hamilton Jordan, el chief of staff del presidente Carter. Acompañan Victor Garber como el embajador canadiense Ken Taylor, Page Leong como su esposa Pat y Sheila Vand como el ama de llaves Sahar, claves en la historia. Los seis refugiados son Tate Donovan (Bob Anders), Clea DuVall (Cora Lijek), Scoot McNairy (Joe Stafford), Rory Cochrane (Lee Schatz), Christopher Denham (Mark Lijek) y Kerry Bishé (Kathy Stafford). Ya se está hablando de esta cinta como candidata al Oscar, y posiblemente esté al menos entre los aspirantes: la Academia ama las historias verídicas. También quizás, ame la combinación de autocrítica política con reconocimiento al heroísmo de los agentes de a pie. Pero seguramente los académicos no podrán soslayar ni la calidad de la realización, ni la nostalgia que genera el estilo de intriga internacional y las humoradas sobre Hollywood, reflejos de una era mucho más acabada que la herencia de la Revolución iraní.
Destino: trampa de ida y vuelta En lo que respecta a teorías sobre viajes en el tiempo, hay básicamente dos. Una la podríamos llamar la “Teoría de la mariposa”, que Ray Bradbury se encargó de plasmar en su cuento “El ruido de un trueno”: si alguien viaja al pasado y altera algún elemento, cuando regrese a lo que cree es su presente estará más o menos alterado, pues ha cambiado la línea histórica. Eso sí: el viajero se mantendría inalterable, puesto que su viaje lo preservaría de la paradoja temporal. La teoría rival es la que Isaac Asimov mostró en su cuento “La carrera de la Reina Roja”: en ésta el tiempo es circular y, por más que un viajero en el tiempo quisiese intervenir cambiando la historia, sólo lograría hacer cosas que ya han sucedido. Se parece un poco a la tragedia griega: cuanto más se trata de alejarse del destino, más se va hacia él. La primera teoría suele ser la más popular (de hecho se hicieron dos películas llamadas “El efecto mariposa”). La segunda es menos común, con algunas excepciones como el capítulo de “La dimensión desconocida sobre la agente que busca matar al bebé Hitler, y por supuesto la saga de “Terminator”, aunque con algunas contradicciones que se subsanaron a medias en la tercera entrega. También se habla por ahí de “teoría del Multiverso” (creación de futuros paralelos) contra una de futuro simple. “Looper” parece inscribirse en la “Teoría de la mariposa”, aunque con un giro particular: el viajero del tiempo es alterado por los cambios que hubiera sufrido a partir de variantes introducidas en la vida de su “yo” más joven, tanto física como mentalmente (a nivel de sus recuerdos). Como verá, es una de esas películas que complican la cabeza de muchos espectadores (y de unos cuantos críticos), por lo que es probable que quienes se marearon con los filmes de Christopher Nolan como “Memento” o “El origen”, o incluso con la más reciente “El vengador del futuro”, se enrosquen definitivamente. Por su parte, los foros rebosan de geeks que fuerzan interpretaciones más alocadas de las esperables. La trama La cosa es así: allá por la década del 2070 se inventa (se inventará) el viaje al pasado. Los mafiosos de entonces lo usan de una peculiar manera. Como no pueden deshacerse de los cuerpos de su tiempo, organizan -a través de un enviado- una asociación de ejecutores -en la década de los 2040- que reciben a las víctimas encapuchadas, las matan y las desaparecen. A cambio, con el cuerpo reciben un pack de lingotes de plata. Pero hay una trampa: los jefes del futuro también se encargan de deshacerse de estos sicarios, así que un día los agarran y los mandan para que su propio yo más joven los elimine. Como nadie levanta la capucha, se enteran porque esta vez los lingotes son de oro: ese día termina su contrato, comienzan a aprovechar esa riqueza para disfrutar los próximos 30 años, hasta que los agarren y los manden de vuelta. Así se cierra el bucle (loop en inglés, por lo que se los llama loopers). Esto pasa en Kansas en 2044, donde la zona rural de siempre convive con una megalópolis llena de indigentes, linyeras, huérfanos y prostitutas: más o menos como será la cosa si Ben Shalom Bernanke sigue algunos años más al frente de la Reserva Federal y si los republicanos ganan un par de elecciones en el medio, dirían las malas lenguas (en este contexto se explica mejor que alguien quiera dinero fácil a cambio de morir en tres décadas). Vemos que a un grupo de loopers les está tocando cerrar su círculo, y Joe ve qué pasa cuando a su amigo Seth se le complica la cosa. Hasta que a Joe, uno de ellos (vendido por su madre a unos mendigos, devenido en ratero y “redimido” como looper drogadicto por Abe, el mafioso venido del futuro) le toca enfrentarse con su yo del futuro, que viene liberado, lo reduce y se escapa. Acá viene el problema: porque vemos la primera versión, en la que Joe se “autoeliminó”, vivió su tiempo y regresó al pasado en modo diferente, alterando el bucle. Su idea es cargarse a la versión bisoña del capomafia del futuro el Rainmaiker (“el que hace llover”), nombre aborigen chamánico que explica “algo”, aquí perdido al ser traducido como “Maestro de la Destrucción”. Mientras tanto, el joven Joe quiere en principio cerrar el círculo y recuperar su vida. Unos números y un mapa los reunirá en una granja de Kansas, como la de Dorothy en “El mago de Oz”, o como la de los Clutter en “A sangre fría”. Allí viven una madre soltera con su hijo, y allí se decidirá el futuro. El narrador Rian Johnson, realizador venido del cine independiente, llega a este filme parcialmente gracias a la producción de Joseph Gordon-Levitt, uno de sus protagonistas. Y escribe un guión complejo, bastante bien logrado pero que, como es de esperar, deja algunas inconsistencias (que se pueden explicar por hacer “trampa” moviéndose entre diferentes teorías). Sin quemar mucho la historia: si se cambia el futuro, de dónde viene la “Organización looper”, debería cambiar ésta desde el tiempo en que apareció (pongámosle la década de 2030, por lo menos, por lo que ya este presente sería distinto... y ya no sé en qué teoría estamos). De todos modos, el relato se sostiene sin fisuras, y logra sostener el suspenso y el crescendo narrativo a pesar del barullo temporal, con un buen recurso de los recursos cinematográficos. Los rostros En cuanto al elenco, se lucen Gordon-Levitt y Bruce Willis como los dos Joe, el joven y el viejo. Su parecido físico se acrecienta gracias a que ambos tienen “rostros sin tiempo”: uno parece más grande de lo que es, y el otro está igual hace años. Y ambos actores hacen creíbles las motivaciones de dos que son el mismo pero tienen vivencias distintas. El resto del elenco está para acompañarlos a ellos: Emily Blunt como la madre soltera redimida Sara, entre tierna y todo lo seductora que debe ser; Noah Segan está muy bien como Kid Blue, el pistolero más patético; el veterano Jeff Daniels compone a Abe casi sin esfuerzo; el niño Pierce Gagnon sorprende con su interpretación de Cid, otro de esos niños que dan miedito porque parecen viejos, en la escuela de la ahora crecida Dakota Fanning. La calificada Piper Perabo apenas puede mostrar su flaca suculencia como la prostituta Suzie, pero eso no es poco. Paul Dano como Seth, Summer Qing como la esposa del viejo Joe y Tracie Thoms (“la negrita de ‘Cold Case’”, para el telespectador) como la mesera Beatrix completan la alineación. Así se cierra otro círculo: una película que es redonda cuando comienzan a pasar los créditos, pero que abre el debate y las dudas después, que gusta en el momento y crece al discutirla con amigos o desconocidos. ¿Qué más puede pedir una película?
Unos viejitos que se defienden (a los tiros) Antes de empezar, vayamos a las aclaraciones. Más allá de ser una secuela (lo que implica que la mayoría de los personajes ya han sido presentados en la primera), la clave de comprensión y disfrute de esta película es haber visto el cine de acción de los 80 y principios de los 90. Es probable que si el posible espectador no haya visto ninguna “Rambo”, ninguna “Retroceder nunca, rendirse jamás” o ninguna “Duro de matar”; ni “Commando”, “Red Scorpion”, “Octagon”, “Kickboxer” las dos primeras “Terminator” y alguna más recientes como la saga de “El Transportador”; o alguna serie como “Brigada A”, no entenderá demasiado de qué la va. Y tampoco reconocerá a varias de las caras que aparezcan aquí, envejecidas: los rostros de héroes y villanos de antaño. Vengadores conocidos La historia es la siguiente: tras una misión de rutina en la que Los Indestructibles le salvan el pellejo a su competidor Trench (Arnold Schwarzenegger), el agente Church (Bruce Willis) extorsiona a Barney Ross (Sylvester Stallone), el líder del grupo. Todo a causa de los sucesos de la primera parte, en la que murió un agente gubernamental (aunque estaba corrompido). La forma de quedar a mano es rescatar una caja fuerte de un avión que cayó en Albania. Para esto, deben trabajar con una agente especial llamada Maggie Chang, una brisa de estrógenos entre tanta testosterona, aunque sea una chica de armas llevar. Pero lo que debía también ser una misión de rutina se complica cuando un grupo los sobrepasa en potencia de fuego y les roba el contenido de la caja (una valiosa información), tras lo cual su líder de nombre bien explícito, Villain (Jean-Claude Van Damme) mata al miembro más joven del grupo, Bill The Kid (el bonito Liam Hemsworth), justo cuando estaba a punto de retirarse de esa vida agitada para irse con su novia. La misión se convierte entonces en venganza personal, lo que de todos modos le conviene a todos, porque el destino del mundo puede jugarse en esa acción, que los llevará a algún lugar perdido dentro de la ex Unión Soviética y que contará con la participación de Trench y Church (que saldrá de su rol pasivo para empuñar las armas y divertirse) y la aparición de Booker, el luchador solitario (Chuck Norris). Por supuesto, todo con muchas explosiones, tiros, salpicaduras de sangre, decapitaciones inverosímiles y diálogos que lo son aun más (al menos en medio de una refriega.) Autoparodia con cariño De todos modos, más allá de que hay un argumento convencional, lo interesante está en otro lado. Porque este filme es la versión ampliada de la primera parte, una humorada sobre un cine de culto, riéndose de su propia inverosimilitud y de los años transcurridos: sobre un avión que está para un museo, dirán “¿Acaso no lo estamos todos?”. O que Schwarzenegger pueda decir “I’ll be back” (una frase clave de “Terminator 2”) y Willis le responda “Ya volviste demasiado, voy yo”. Especial atención para las apariciones de Booker/Norris, en las que se permiten bromear sobre su carrera y con los “Chuck Norris facts”, los míticos hechos que se le atribuyen en Internet: —Oímos que eras un “lobo solitario” (por su filme de 1983 “Lone Wolf McQuade”). —También oímos que te había mordido una cobra. —Tras cinco días de dura agonía... la cobra murió. Por supuesto, sus inverosímiles ataques salvadores cuentan con la música de Ennio Morricone de “Lo bueno, lo malo y lo feo” (Arnold contará casi imperceptiblemente con el “chachachan, chachan chan”, de “Terminator”). Van Damme no tiene un personaje humorístico, pero se dará el gusto de tirar algunas de las patadas voladoras circulares que lo hicieron famoso. Todo termina convirtiéndose en un “rescate emotivo”, como se llamaba un programa argentino que apuntaba a las series y películas de culto. Aquí se apunta a lo mismo, desde una especie de autoparodia respetuosa, a un cine que se volvió de culto para una generación que creció con vengadores solitarios, renegados y peleadores de sentimientos nobles pero que no dudaban en decapitar a un rival sin siquiera transpirar. Esa es la genialidad de esta saga impulsada por el propio Stallone: no pretender ninguna pomposidad, reunir a un grupo de viejas glorias, cosa que hubiera sido imposible dos décadas atrás, para reírse de sí mismos y de los mitos que generaron. Y por supuesto, está el placer de disfrutar de un festival de violencia a la antigua, de “una de tiros”, como se decía antaño. Factura global La dirección recayó en Simon West, afiatado como director y productor de cine de aventuras (“Con Air”, “Tomb Raider”, incluso algún drama como “La hija del general”), con guión de Richard Wenk y Stallone sobre historia de Ken Kaufman, David Agosto y Wenk. Ellos dieron forma de “película normal” a este “festival de la exageración, como dirían Los Violadores. A las divertidas actuaciones de los mencionados, se suman Jason Statham (Lee Christmas), el mejor actor de los peleadores actuales, buen contrapunto de Stallone; Dolph Lundgren como Gunner Jensen, el sueco inestable, académico y rústico a la vez. Junto a ellos se destacan la frescura de Nan Yu como Maggie y la de Hemsworth, aunque por razones explicadas más arriba aparece poco. También poco aparece el héroe chino Jet Li como Yin Yang, el bufón natural del grupo.Terry Crews (Hale Caesar) y Randy Couture (Toll Road) completan el equipo de mercenarios. Valga destacar el carácter globalizado de este filme hollywoodense: filmado en Bulgaria (por las locaciones eslavas, pero también donde se hace de manera barata un cine de terror como la saga Hostel, por ejemplo), con la música grabada por una orquesta de ese país (eso sí es más habitual desde hace años, la Filarmónica de Praga le lleva ventaja), pero también con posproducción búlgara, india y mexicana. Tercerización que habla del nivel de varias cinematografías a nivel mundial... y de sus costos menores en relación a Estados Unidos. Así que ya lo saben: los que quieran reflexiones sobre el coraje a lo Stephen Crane, o sobre el valor de la vida, ni se acerque a este filme. Ahora, quien esté dispuesto a relamerse con una combinación de chiste y puñalada, a celebrar como cuando éramos chicos la explosión de una cabeza o el abatimiento de un escuadrón completo con un cargador que no se acaba nunca... ésta es su película.
Un autodescubrimiento literal En abril de 1966 en “The magazine of fantasy & science fiction” publicó el cuento “We can remember it for you wholesale”, de Philip K. Dick. La historia en sí era una especie de chiste, una especie de caja china donde las memorias solicitadas tenían un asidero en la realidad más de una vez, con un final inesperado y grandilocuente a nivel “cósmico”. Sobre esa idea se montó la “Total recall” (acá llevó el peculiar título de “El vengador del futuro”) de 1990, dirigida por Paul Verhoeven (sobre guión de Ronald Shusett, Dan O’Bannon, Gary Goldman y Jon Povill) y protagonizada por un Arnold Schwarzenegger en alza tras “Terminator” y una Sharon Stone antes de dar el salto a “Bajos instintos”. Esta nueva versión (en la que el título local se justifica menos que en la primera) se basa lejanamente en el filme de Verhoeven, en cuanto a personajes y situaciones (como la trampa menta), pero esta vez sin viaje a Marte, ni mutantes rebeldes, ni artefactos alienígenas; en buena medida, toma elementos de otros filmes inspirados en la obra de Dick. Como por ejemplo el esquema del ciudadano común que un buen día es perseguido por los “anticuerpos” del sistema (“Minority report”), bajo la convicción de que es quien no dice ser (“El impostor”). También está la idea del lavado de memoria y las pistas dejadas previamente por el mismo sujeto para reencontrarse con quien fue (“Paycheck”). Para mayor condimento, algunos escenarios nocturnos y lluviosos, plagados de multiculturales anuncios de neón (“Blade runner”) para la Colonia. Ser o no ser El mundo que muestra Len Wiseman está devastado por una guerra bacteriológica que dejó sólo dos espacios habitables: Europa occidental (organizada como la Federación Unida de Bretaña) y Australia (convertida en la Colonia). Ambos territorios están unidos por “la Caída”, una especie de supertren subterráneo que atraviesa el planeta en unos 17 minutos, merced a pasar cerca del núcleo. Todos los días, miles de trabajadores de la Colonia se suben a este transporte para ir a “yugarla” a la FUB: uno de ellos es Douglas Quaid, quien vive una vida sin expectativas junto a su esposa Lori. Frustrado por los ascensos negados, y por sueños recurrentes de aventuras junto a otra mujer, asiste a Rekall, una compañía de implantación de memorias, especie de vacaciones virtuales. En esta versión le interesa más la parte de agente secreto (aunque Marte también está entre sus anhelos), pero los técnicos descubren que ya ha habido “toqueteo” en sus memorias. Ahí vendrán una serie de revelaciones de que no es quien cree ser, ni tampoco Lori, la identidad de la mujer del sueño y las sucesivas personas que fue previamente. Las caras Colin Farrell es un gran actor y está muy correcto en la piel del traumatizado Quaid, que es en realidad Carl Hauser, y no entienda nada aunque deba “seguir su corazón”, como le dice el líder rebelde Mattias. Jessica Biel hace lo suyo como la resistente Melina (por ser de la Resistencia, pero también por bancarse de todo), bonita y aplicada como es. Pero lo más vistoso es Kate Beckinsale como Lori, la esposa cariñosa que se revela como una súper agente mortífera, persistente y con ideas propias. La verdad es que cuando todos empezamos a pensar lo desperdiciada que está Kate en ese papel, ¡pum!, se encarga ella misma de justificar por qué está ahí (todo esto más allá de ser la esposa del director, quien también la hizo lucirse como la vampira de “Inframundo”). El resto es algo para Bryan Cranston como el canciller Cohaagen (quizás un poco encerrado en un villano medio arquetípico) y la aparición de Bill Nighy como Matthias, y varios secundarios. Mundo futuro El guión firmado por Kurt Wimmer y Mark Bomback es interesante, de buen ritmo y bien llevado por el director, más allá de que no tenga sorpresas del otro mundo. Se destaca por el sabor dickiano al que referimos previamente, y especialmente por tocar dos temas candentes en los Estados Unidos de hoy: la falta de perspectivas de ascenso social de buena parte de la población (en realidad de esto hablaba John Kenneth Galbraith en 1991; ahora directamente se están cayendo del mapa unos cuantos) y la idea de los atentados fraguados por el poder para justificar diversas represalias. El crescendo final es de manual, hasta con algunos de esos giros sorpresivos al estilo de las películas de terror, una vez que todo ya pasó. Por ahí, alguno esperaría más incertidumbre entre lo real y lo implantado... (el episodio de “Buffy la Cazavampiros” donde se mueve entre su realidad sobrenatural y una realidad “normal” en la que está loca era más intranquilizante, pongámosle). En cuanto al despliegue visual, está a la altura de las circunstancias: desde el diseño de “la Caída” y sus viajes, los sintéticos (mezcla de los robots de “La amenaza fantasma” con el uniforme de los clones en las otras de “Star Wars”), la pelea en la red de ascensores y la persecución por las autopistas de autos de levitación magnética. También el diseño de la pulcra capital de la FUB, y la caótica arquitectura de la Colonia, mezcla de Villa 31 con las Neo-Tokio post-apocalípticas del mundo “manganimero” (muy influenciadas por “Blade Runner”, justamente). Por cierto, la música de Harry Gregson-Williams le suma mucha intensidad al relato, con su percusión algo tribal. En definitiva: una historia bien contada, ninguna revelación... pero tal vez al viejo Phil le gustaría.
Una mano para encontrar la salida “Amigos intocables” (“Intouchables”) es un cóctel de tres tradiciones cinematográficas muy concretas. En primer lugar, la muy francesa de las “comedias de compañeros”, en las que por ejemplo Gérard Depardieu hizo varios de sus proyectos recordados (de Pierre Richard a Jean Reno). Otra de las fuentes es también muy gala, por razones diferentes: las películas que reflejan la vida de los inmigrantes en las banlieues, esos Fonavis al estilo Lugano III repetidos hasta el infinito, como la armería de Matrix. Quizás las más recordadas sean “Entre los muros”, de Laurent Cantet, y la quizás superior (al menos en la crudeza y la sensibilidad) “Juegos de amor esquivo”, de Abdellatif Kechiche. La tercera tradición es netamente hollywoodense, y tiene que ver con la fascinación por los relatos “basados en una historia real”, que incluyan la superación de alguna situación más o menos terrible y el tranquilizador cartelito al final que diga que “Fulano hoy es exitoso y tiene una familia maravillosa”. Tal vez en esa combinación de humor, testimonio y elevación personal resida la clave del éxito del filme, que ya es la cinta francesa más vista de la historia en su país, según dicen por ahí. Dos vidas La narración empieza con un flash forward, un momento ubicado antes del final del relato. Una tensa persecución escapando de la policía sirve para presentar a los personajes centrales y también el tono de lo que se va a ver, ya que esa escena termina con la distensión de la complicidad de la atípica dupla (aunque más adelante veremos cómo se llega a ese momento). Después volvemos al pasado, para desarrollar la historia difundida hasta el hartazgo en las sinopsis que circulan por ahí. Driss Baccari es un joven negro, senegalés para más datos, que vive en un escueto departamento, superpoblado por una familia, cuyas relaciones de consanguineidad no pueden explicarse en menos de tres oraciones; inserto en una barriada donde nadie tiene ancestros que se remonten no ya a los galos (como decían los viejos libros de primaria) sino al gobierno de Giscard D’Estaing. Por lo demás, se parece más a un joven de Harlem o del Bronx: en su gusto por la música negra estadounidense (especialmente el funk de Earth, Wind & Fire) y la danza al estilo James Brown. Ex convicto, necesita tres rechazos en entrevistas laborales para pedir un subsidio de desempleo. Esa necesidad lo llevó a presentarse a una convocatoria para cuidador de un rico tetrapléjico, de nombre Philippe, fanático de la música clásica, insoportable para buena parte de su personal (los cuidadores no duran) y con muy poca conexión con la vida. La necesidad del muchacho y la intuición del hombre llevará a que ese trámite se convierta en un mes de prueba, y en el nacimiento de una relación especial: el discapacitado y viudo descubre que el atolondrado morocho no le tiene lástima, y por eso le dará su voto de confianza. En el medio habrá un intercambio, en el que los dos ganarán algo: uno se reencontrará con el interés por estar en el mundo (y no limitarse a esperar la muerte) mientras que el otro iniciará un aprendizaje que le servirá para salir de la realidad de su clase y su grupo social. Dos cuerpos Si la idea es previsible, anunciada desde el vamos, el principal motor del relato está en la potencia actoral de la pareja protagónica. En la frescura de Omar Sy como Driss, en su dualidad como personaje cálido y “entrador” en las buenas pero encallecido por la vida que le tocó en suerte. Y en la potencia de François Cluzet como Philippe, en su criatura llena de humanidad, a la cual debe encarnar con la específica limitación facial (de las cervicales 3 y 4, para ser más específicos). El resto del elenco acompaña muy bien, especialmente Anne Le Ny como Yvonne, algo así como el ama de llaves de Philippe; la colorada hiperpecosa Audrey Fleurot como Magalie, la secretaria, que guarda algún secreto para Driss; Alba Gaïa Bellugi como Elisa, la malcriada hija del millonario; y Clotilde Mollet como Marcelle, la enfermera. Dos universos Otra de las claves a las que recurren los guionistas y directores Olivier Nakache y Eric Toledano está en ciertos recursos expresivos que definen el mundo de cada uno de los personajes. En el uso de la música incidental, por ejemplo, en la que el funk acompaña a Driss y la música clásica a Philippe, para cruzarse en algún momento, como muestra del entrelazamiento de ambas vidas. La música original de Ludovico Einaudi, interviniendo entre los dos campos definidos, aporta una gran belleza sonora. Desde el punto de vista visual, el mundo de Philippe está filmado con planos más estáticos y una fotografía cálida, que realza la belleza de su mansión, los espacios cerrados, el lujo en el que sin embargo se encuentra atrapado. Por su parte, los momentos de Driss en la banlieue son retratados con cámara en mano, con planos cercanos (a lo Kechiche, a lo Dardenne), con una luz natural y fría, que destaca el gris de la simétrica barriada y la calle como espacio principal de la vida comunitaria. Como decíamos, tal vez por todo esto es que la película llega tanto a públicos diversos: porque se maneja dentro de territorios conocidos, por momentos casi al límite de caer en lo demasiado conocido, pero con una magistralidad en su concreción (actoral y de dirección) que hace imposible no involucrarse con los personajes, sufrir con ellos, reír cuando ríen, querer que tengan final feliz. Porque eso (entre otras cosas) es el cine: la fábrica de los sueños, y el sueño de poder concretarlos.
De igual a igual contra uno mismo Cuando en estas líneas reseñamos “Harry Potter y las Reliquias de la Muerte - Parte 2”, hicimos referencia a la oposición entre los paradigmas de “héroe crístico” (el cordero que se sacrifica por los demás) y “héroe órfico” (el que desafía la muerte para ganar la vida). A pesar de la discusión que Héctor Germán Oesterheld planteaba sobre el héroe colectivo en “El Eternauta”, por oposición con los solitarios superhéroes del Norte, lo cierto es que algunos de ellos (y Batman es el paradigma de esto) comparten puntos filosóficos con el último Oesterheld (reflejados en “El Eternauta II”, por ejemplo). Algo de eso podría resumirse en la (hay que reconocerlo) algo críptica frase del subcomandante Marcos: “Para todos la luz, para todos todo; para nosotros la alegre rebeldía, para nosotros nada”. Algo que podría traducirse malamente como “luchamos por el bienestar general, pero nosotros no nos beneficiaremos con ello, sólo obtendremos la escueta felicidad de seguir en la lucha”. Transfiguración Como en el caso del mago creado por J.K. Rowling, la conclusión de la saga del Murciélago corre por caminos similares. La clave de la victoria (en realidad, la victoria misma) reside en salir de la posición sacrificial para salir a luchar por la propia vida, no entendida solamente como subsistencia. Es lo que le pasa a Bruce Wayne en “Batman: El Caballero de la Noche asciende”, cierre de la trilogía sobre el vigilante nocturno gestada por Christopher Nolan. La historia se sitúa ocho años después de los sucesos del filme anterior, período en el que Batman desapareció tras asumir la muerte del admirado Harvey Dent, enloquecido en realidad por la muerte de su prometida y su desfiguración; todo para que Ciudad Gótica no se quede sin su “Caballero Blanco”, su héroe institucional inmaculado. Si como enmascarado había despreciado su propia seguridad, como ex vigilante Wayne se convierte en un ermitaño, alejado del mundo, lo que (como su mayordomo Alfred le indica) no es mucho mejor. Pero el ataque terrorista del enmascarado Bane, la crisis de las Industrias Wayne y su fascinación por la ladrona y aventurera Selina Kyle lo obligarán a salir de la catacumba y volver a vestir el manto del Murciélago para enfrentar una amenaza de proporciones colosales. De todos modos, la verdadera batalla crucial se librará en el interior del paladín: deberá abrazar el miedo a la muerte para reconectarse con la vida, para volver a tomar conciencia sobre el porqué de su infatigable lucha. Si en la recientemente estrenada “El sorprendente Hombre Araña” el dilema del enmascarado consistía en salir del egoísmo (venganza de su tío asesinado) hacia el altruismo (defensa de la comunidad), en “El Caballero de la Noche asciende” la clave es pasar del altruismo total (abandono de la vida personal) a un egoísmo que permita reencontrarse con motivos por los cuales luchar. Vericuetos El guión firmado por Christopher y Jonathan Nolan (sobre historia de Christopher Nolan y David S. Goyer) es tal vez el más oscuro y profundo de su trilogía, sin sacrificar acción y ritmo narrativo. Meter todo eso en un filme le consume dos horas 45 minutos, pero que no se sufren. De todos modos por momentos parece que no alcanza para meter toda la información, por lo que tal vez sea una propuesta algo ambiciosa. De igual manera pasa con la serie de guiños para fans (la fractura que no es, alguna referencia a los filmes de Burton) cruzados con cambios en biografías para que la historia sorprenda. Pero de todos modos no le quita potencia al relato. Rostros Sin un villano fuerte como el Guasón que el extinto Heath Ledger encarnó en el filme precedente (Bane es solamente una fuerza imparable e inexpresiva, encarnada por Tom Hardy) toda la carga actoral está del lado de la ley. Christian Bale le aporta toda la oscuridad necesaria a Wayne, mientras que Gary Oldman afronta con solvencia a su comisionado Gordon. Otro tanto hace Morgan Freeman como Lucius Fox, el cerebro detrás del temerario millonario, mientras que Michael Caine vuelve a dictar cátedra en los momentos que tiene para lucirse como el mayordomo Alfred Pennyworth. Algún momento de holgura tiene Joseph Gordon-Levitt como el detective Blake, con su dilema sobre las instituciones, y Matthew Modine como el oficial Foley y su debate sobre el coraje. Pero la expectativa está puesta en las chicas, por supuesto. Anne Hathaway aporta toda la frescura de su Selina, más sedienta de redención que cualquier otra cosa, pero aventurera divertida al fin (aunque no podrá evitar las comparaciones con la Gatúbela de Michelle Pfeiffer). Por su parte Marion Cotillard sintetiza la corrección política de Miranda Tate, la contracara de Gatúbela. Luces y sombras Nada de esto funcionaría sin la puesta visual, amparada en la fotografía de Wally Pfister, el diseño de producción de Nathan Crowley y Kevin Kavanaugh y el vestuario de Lindy Hemming. La Ciudad Gótica de Nolan se constituye mucho menos gótica que la de Burton, mucho más neoyorquina que en otras versiones que la asemejan a otras ciudades de Nueva Inglaterra, y las escenas diurnas parecen primar por momentos. Entre las novedades técnicas está la aparición del vehículo aéreo de Batman, que se suma a la conocida batimoto con rotación lateral en sus ruedas, ahora en las manos de la minina atrevida. Por cierto, el final de la trilogía deja puertas abiertas, aunque nada indique que por el momento alguna vaya a ser explorada por Nolan. Quizás en algún momento otro director tenga la oportunidad de retomar el personaje, otro actor vista la capa y la máscara, y el Murciélago renazca otra vez.
Un paladín que vuelve a nacer Cuando Stan Lee comenzó a gestar desde la recién renombrada Marvel Comics (antes Timely/Atlas) lo que fue la denominada “Edad de Plata” de los superhéroes, tomó como premisa la idea del “héroe con debilidades”, superpoderoso pero constreñido por alguna falencia o situación. Así pensó en un millonario y genio en armadura, pero con una falla en el corazón que lo puede matar (Iron Man), o en otro caso los mutantes adolescentes perseguidos por la humanidad (los X-Men). Así nació también una de sus más célebres creaciones, Spider-Man: un alumno de secundaria (que nunca fue demasiado popular) que al ser picado por una araña radioactiva adquiere varias de sus propiedades, y debe aprender a convertirse en héroe (el “héroe por accidente”, otro tópico de “The Man” Lee). Ésa es la base del mito, y como tal, ha sido vuelto a contar en varias ocasiones por la propia Marvel, que siguiendo los pasos de la veterana DC Comics ha “recanonizado” las historias de sus personajes (incluyendo el renovado “Universo Ultimate”). Esto es lo que se decidió hacer también en el mundo cinematográfico, volviendo a contar desde cero la transformación de Peter Parker en “El sorprendente Hombre Araña”: dejando atrás la trilogía dirigida por Sam Raimi y protagonizada por Tobey Maguire, se apostó por el “fresco” Marc Webb (director habitual de videos musicales, cuenta como única experiencia en largometraje a “500 días con ella”) y por Andrew Garfield para interpretar al héroe. También se apostó por Gwen Stacy (personaje de la etapa clásica del cómic) como interés romántico en lugar de la habitual Mary Jane Watson, y al Lagarto como villano, si bien la aparición de la empresa Oscorp y el nombre de Norman Osborn anticipan la presencia del Duende Verde en la secuela. Historias conectadas El guión firmado por James Vanderbilt, Alvin Sargent y Steve Kloves, sobre historia de Vanderbilt, se mete en el brete de querer narrar muchas cosas en el tiempo limitado de una película, algo habitual en las adaptaciones sobre superhéroes, que deben contar el origen del protagonista y a la vez cerrar una aventura autoconclusiva. Salen bastante airosos, al generar un relato dinámico, en el que distintos puntos a explicar se interrelacionan: la desaparición de los padres de Peter, el contacto con la araña mutante, la búsqueda del doctor Curtis Connors por las propiedades regenerativas de los lagartos, Gwen y su padre. Así, vemos la transformación de Peter, los secretos que comienzan a dibujarse sobre su pasado, su dilema entre sus seres queridos y la responsabilidad como héroe. También su paso de vigilante vengador de la muerte de su tío (algo que el capitán le recriminará sin saberlo) a defensor de sus conciudadanos. Otra cosa a destacar es que se recupera en la persecución de los ladrones comunes al Spider-Man charlatán, bromista, a fin de cuentas un muchacho que se ha encontrado con determinadas capacidades extra: el clásico perfil de “su amigable vecino Spider-Man”. Evitadas las banderas estadounidenses y algún tono patriotero post 9/11 de la trilogía anterior, no falta alguna apelación al “heroísmo del hombre común”, en la figura de los conductores de las grúas de construcción (sólo faltó que aparezca el “Rulo”, de “Mundo grúa”). Por su parte, Webb (todo un presagio: su apellido se escribe casi igual que “telaraña” en inglés) aporta su experiencia en videoclips y comedia romántica para dosificar las intensidades entre acción, romance y humor. Teenager enmascarado Andrew Garfield construye un Peter Parker más “pavote adolescente” que “nerd”, como el de Maguire. La Gwen Stacy de Emma Stone es una chica brillante y muy segura de sí misma, algo distinta de la que encarnaba Bryce Dallas Howard en la tercera de Raimi (allí sólo una rival de la Mary Jane de Kirsten Dunst). Martin Sheen (siempre correcto, aunque por razones obvias aparezca poco) y Sally Field (de buen trabajo), por su parte, se caracterizan como unos tíos Ben y May mucho más joviales que en representaciones anteriores. Chris Zylka es un Flash Thompson un poco detestable como corresponde, pero “blando” a comparación de la imagen inicial del personaje, tal vez más parecida a la que se fue formando con el tiempo. Rhys Ifans como el atribulado doctor Connors y Denis Leary como un estricto capitán Stacy completan el elenco central. Como yapa, el habitual cameo de Stan Lee en las películas marvelianas es resuelto de manera muy original. Por supuesto, uno de los elementos clave de este filme es la puesta visual, que empieza con el traje texturado, diseño atribuido al Cirque du Soleil, y sigue con las espectaculares peleas con el Lagarto y los desplazamientos por la ciudad, apostando al vértigo de los balanceos, con gran uso de los recursos de la animación digitalizada (CGI). Así se consolida un nuevo comienzo para un mito contemporáneo, que ya promete secuela para 2014. Por supuesto, varios de los que se habían enganchado con los filmes de Raimi-Maguire-Dunst están decepcionados y hasta enojados; pero el mito está en todas sus versiones, incluso cuando pasa del imaginario popular a la industria cultural (mal que le pese al Rocambole de la escena inicial de “300 millones” de Roberto Arlt, que se jacta de ser un personaje “de autor” y no un paradigma cultural). Así que tal vez, la mejor opción sea dejarse llevar por los techos con “Spidey” y despegarse así por un rato de las terrenales complicaciones.