Amores (sobrenaturales) que matan Mientras el ambiente cinematográfico estaba pendiente de la temporada de premios, la noticia de que un filme de terror hispano-canadiense, dirigido por un argentino, estaba asaltando las taquillas estadounidenses, fue una sorpresa. Sorpresa que trajo a la memoria cuando Alejandro Amenábar atacó con “Los otros”, que pese al rostro de Nicole Kidman, Fionulla Flanaggan y el resto de elenco, había sido realizada enteramente en España. Y que comenzó a explicarse al ver que su productor ejecutivo era Guillermo del Toro, el mexicano que rodó en España “El laberinto del fauno” y produjo “El orfanato” de Juan Antonio Bayona. Y que se explica más cuando se la vincula con el trabajo de los catalanes Jaume Balagueró (“La séptima víctima”, “[Rec]” y “[Rec] ²”, “Mientras duermes”) y Jaume Collet-Serra (“La casa de cera”, “La huérfana”) quienes también han empezado a trabajar en inglés y con actores anglosajones de prestigio. Lo novedoso es la aparición del director argentino Andrés Muschietti, director publicitario que debuta en el largometraje con esta producción (tras haber participado como asistente o colaborador en un par de filmes argentinos, rodar un par de cortos y asistente de producción local en “Evita”). A la sazón, junto a Neil Cross y su hermana Bárbara, adaptó uno de esos cortos que los Muschietti hicieron en castellano. Para ello armaron un elenco estelarizado por la ascendente Jessica Chastain (nominada al Oscar por “La hora más oscura”) y Nikolaj Coster-Waldau (conocido por la serie “Game of Thrones”). Todo en familia La historia es la siguiente: Jeffrey Desange, un financista, asesina a dos colegas, va a la casa de su ex mujer, la ejecuta también y se larga con sus dos hijas, la casi bebé Lilly y la más mayorcita Victoria. Disparado sin rumbo por un camino nevado, patina y se estrella en un árbol fuera de la ruta. De allí parte con las niñas para refugiarse en una cabaña. Cuando está a punto de matar a Victoria, una presencia voladora se lo lleva. Las nenas quedan solas... pero alguien les acerca una cereza. Cinco años después, Lucas, el hermano de Jeffrey, sigue buscando alguna pista. Cuando se está quedando sin dinero los rastreadores que contrató encuentran el auto, la cabaña y a sus sobrinas, que se han convertido en seres casi animales; especialmente Lilly, que era muy pequeña cuando se alejó de la sociedad. El doctor Dreyfuss intenta integrarlas, para lo cual Lucas debe mudarse a una casa que le darán los servicios sociales y cambiar un poco de vida, a cambio de la tenencia de las niñas. A la que no le gusta la idea es a su novia Annabel, quien hasta el momento era feliz tocando el bajo en su banda punk, y ahora debe convertise en madre adoptiva de dos dulces monstruitos. Pero las nenas tienen otra “Mamá” dando vueltas... Y hasta acá contamos, ya que este punto comienza a ponerse buena la cosa. Chicas feroces Chastain se luce desde la propia imagen: con el pelo corto y oscuro de Annabel (que resalta la inusual belleza de sus afilados rasgos), su piel pálida surcada por tatuajes y sus remeraws de Ramones, Misfits y Karl Marx (a ningún director estadounidense se le hubiese ocurrido), transmite una imagen más cercana a la Lisbeth Salander de la trilogía “Millenium” que a la hierática y pulcra Maya de “La hora más oscura”. Y no es cabeza de afiche sólo por su actual celebridad: es la encargada de llevar el mayor peso dramático del filme... por lo menos por la parte de los adultos. Coster-Waldau acompaña bien, en un doble rol inteligentemente bien asignado: interpreta tanto al enloquecido padre de las niñas como al atribulado Lucas. Pero la película no funcionaría sin el trabajo magnífico que se logra desde la dirección actoral con las dos pequeñas protagonistas: Megan Charpentier como la semisalvaje Victoria e Isabelle Nélisse como la bestial Lilly, que ya da miedo por sí misma, aunque no hubiese nada más sobrenatural en el filme. A la japonesa Que lo hay, y bastante: Muschietti apuesta por una estética orientada al cine de terror nipón (“La llamada”, “El grito”), con sus fantasmas de largas cabelleras, manchas en la pared, invasiones de insectos, pasillos de hospital con luces parpadeantes y algunas otras imágenes que por ahí caen un poco en el cliché pero siguen funcionando. Especialmente cuando se sugiere más de lo que se muestra (el ropero entreabierto, Lilly jugando con alguien que no es su hermana), o cuando aparecen flashes del fantasma, o cuando se mezclan el sueño y la vigilia. Valga destacar también la secuencia de títulos, que relata con el estilo de dibujo de las nenas el proceso que va desde que se quedaron “solas” hasta que son encontradas, con su adopción de la postura cuadrúpeda, en un marco de inocencia que contrasta con lo temible del trasfondo. Sin ser demasiado terrorífica, y sin inventar nada explosivamente novedoso, la ópera prima de Muschietti logra sus objetivos, metiéndonos de lleno en su visión particular de lo ultraterreno.
Una ilusión para volver a creer Es muy difícil meterse con un clásico muy arraigado en el imaginario popular, sobre todo cuando una película canónica viene a sumarse a un clásico de la literatura, especialmente cuando se trata de mitos fantásticos decimonónicos destinados a los niños (parecería ser que el terreno de la cultura infantil es más propicio para grabarse en el inconsciente colectivo). Así, la empresa Disney ha propiciado con los años la vuelta en acción real sobre un par de sus mitos animados: si en “Hook” Steven Spielberg mostraba a un Peter Pan adulto que regresa a Nunca Jamás, en una visita nostálgica e inocente sobre la pérdida de parte del universo de James Matthew Barrie, más recientemente Tim Burton volvió a llevar a la ya adolescente Alicia a un País de las Maravillas que había olvidado, en una lectura peculiar pero bastante fiel al universo de Lewis Carroll. Pero en algún momento se le animó también al mundo creado por L. Frank Baum, grabado en las cabezas de generaciones enteras a través de “El Mago de Oz”, filme rodado en 1939 por la Metro- Goldwyn Mayer, con Victor Fleming como director firmante (aunque se dice que pasaron por la silla Richard Thorpe, George Cukor, Norman Taurog, King Vidor y el productor Mervyn LeRoy), estelarizada por una jovencísima Judy Garland, cantando el mítico “Over the Rainbow”. Con las restricciones del caso, ya que no poseen derechos sobre los elementos del filme de la Metro, hicieron la secuela “Oz, un mundo fantástico” (“Return to Oz”), con una pequeña Fairuza Balk como Dorothy, basados en las dos secuelas de Baum. No les fue tan bien entonces, pero ahora el estudio del viejo y controvertido Walt volvió a la carga, esta vez con una precuela que retoma elementos ya contados. Una que sabíamos todos Porque “Oz: El poderoso” se basa en lo que ya sabemos del Mago: que era un mago de feria estadounidense que llegó en un globo aerostático al mundo de Oz, que no tiene poderes reales sino que usa una maquinaria para aparecer como un rostro etéreo, y que se dedicó a eso para enfrentar a las Brujas Malas del Este y el Oeste, con ayuda de Glinda, la Bruja Buena del Sur. Contando con las mismas limitaciones que antes (Warner Brothers, propietaria actual de los derechos, discutió hasta el tono de verde que podía tener la Bruja del Oeste, o si podía o no tener verruga). Volviendo sobre las novelas originales, pero forzando los límites impuestos hasta donde dé, el director Sam Raimi y los guionistas Mitchell Kapner y David Lindsay-Abaire construyen una historia que cuenta todo lo que no sabemos sobre Diggs. Que es poco más que un mago de circo, chanta y charlatán como él solo, seductor serial de mujeres a veces comprometidas, aunque sólo una parece haberle movido algo, una tal Annie, que lo pondrá en la disyuntiva: se casará con otro si él no se juega por ella. Un marido celoso le dará la oportunidad de escapar, cuando es su propio miedo al compromiso el que lo lleva a esquivar el bulto: además, no quiere ser un hombre bueno, sino un hombre “grande”, como Houdini o Edison. Así se sube al globo que entra en un tornado “familiar”, que lo transportará a un mundo mágico, con su camino amarillo y su profecía de un paladín caído del cielo. Diggs sólo piensa en ser rico y rey, y se deja convencer por la bella bruja Evanora y su hermana Theodora, enamorada de él. Para eso le encargarán destruir a una tercera bruja, que no es otra que Glinda. Allí, comenzará la verdadera historia, que tendrá un clímax y una batalla final, pero eso el espectador podrá descubrirlo por sí mismo. Juego de espejos Una de las claves del guión de Kapner y Lindsay-Abaire está en las simetrías con el filme del ‘39. Una de ellas por ejemplo radica en el comienzo en blanco y negro para mostrar “el mundo real” y el color para ilustrar el más vistoso mundo de Oz (aquí se agrega además el ancho de pantalla). Por supuesto que en el clásico de Victor Fleming ese recurso tenía una doble función: además de mostrar más crudamente esa Kansas rural atravesada por la Gran Depresión, sorprendía al espectador con la nueva paleta del Technicolor; algo que Sam Raimi hace hoy explotando todos los recursos del 3D y las posibilidades del mundo digital, construyendo un mundo a medio camino entre el del filme original y el gótico luminoso de la “Alicia” de Burton, aunque (ya desde los créditos) hay cierta imaginería a lo Meliés, con el sabor de “La invención de Hugo Cabret”. Como Dorothy también, Oscar va a ir armando su compañía (Finley y la Chica de Porcelana) mientras trata de cumplir su misión, que va cambiando con el transcurso de la historia. Una semejanza clave está en el recurso de repetir los rostros (aunque en el caso de los personajes generados digitalmente se trate de las voces, y en el caso de Frank/Finley, las relaciones) de nuestro mundo en el de personajes de Oz. Aquí también es más un homenaje, porque en “El Mago de Oz” podía prestarse para una interpretación en clave de “fuga psicogénica” del relato (tal vez el primer caso en el cine): Dorothy “escapando” de su vida de huérfana pobre inventándose un mundo maravilloso con los pocos rostros que conoce (Barrie se había adelantado, cuando pedía que en las representaciones teatrales de “Peter Pan” el señor Darling y el Capitán Garfio fueran el mismo actor). Aunque quizás algo se traigan entre manos Kapner y Lindsay-Abaire, en la simetría entre el rostro de Glinda y Annie, quien se casará con un tal John Gale. Glinda era uno de los personajes que no tenía “reflejo” en el mundo de la huérfana Dorothy, y pensarla ahora quizás como el espejo de su madre ausente tal vez explicaría algo de la relación entre ambas... De igual manera, y al mismo tiempo en que se terminan de atar todos los cabos del “Oz que conocemos”, se concreta la concesión de los regalos alegóricos, de manos de “el Mago que no puede conceder deseos”. El viejo sueño James Franco se luce como el descarado y estafador Diggs, aunque Michelle Williams se roba la película como Glinda, la adorable bruja buena (aunque más aguerrida de lo que parece) y como Annie. Completan el triunvirato Mila Kunis como la inocente y poderosa Theodora, y Rachel Weisz como la encantadora pero temible Evanora. Zach Braff le pone el cuerpo brevemente al asistente Frank, pero la mayor parte del tiempo la voz al mono alado Finley, mientras que Joey King hace lo propio como la chica en silla de ruedas y la Chica de Porcelana, respectivamente; en ambos casos, apoyados en un gran trabajo de los animadores digitales y los titiriteros que controlan movimientos. El veterano Bill Cobbs aporta sabiduría como el Master Tinker, y el pequeño Tony Cox tiene sus momentos como el heraldo munchkin Knuck. El resto es un trabajo colectivo de construcción y expansión de un imaginario muy caro al público estadounidense, tal vez por ser una de sus primeras fábulas propias pero también por ser una pieza clave en el firmamento del Hollywood de la era dorada que, como mostraron Simcha Jacobovici y Stuart Samuels (en el documental “Hollywoodism: Jews, Movies and the American Dream”), es el basamento del Sueño Americano. Y tal vez, como en la Gran Depresión, es necesario un Mago que devuelva la fe y que haya un mundo mejor sobre el arco iris: bienvenido sea.
No hay camino, sino estelas en la mar Freddie Quell es un veterano de la Marina de la II Guerra, con una serie de problemas psicológicos y familiares que vienen de antes de los traumas bélicos. Aunque los doctores de la fuerza le prometan como a los demás las posibilidades de la reinserción en la sociedad, su personalidad errática, violenta y por momentos hipersexuada, su afición a destilar y consumir bebidas alcohólicas destiladas de las peores toxinas, y hasta su presencia física rara y algo bestial le impiden aferrarse a algo o alguien. Hasta que un día se mete borracho en un barco, clamando por trabajo. Allí conoce a Lancaster Dodd, quien se le presenta como “un escritor, un médico, un físico nuclear y un filósofo teórico. Pero por encima de todo, soy un hombre, un hombre irremediablemente curioso, igual que tú”. Dodd es el fundador de “La Causa”, una especie de secta pretendidamente científica cuya terapia principal es la recuperación de recuerdos de vidas pasadas a fin de desactivar traumas y “programas” que afectan la actual encarnación. Rápidamente, el “maestro” encuentra en Freddie un conejillo de Indias interesantísimo para poner a prueba sus técnicas, y Freddie encontrará en “La Causa” algo parecido a una pertenencia, lo que lo llevará a convertirse por momentos en matón, y de alguna forma lo ayudará a lidiar con algunas cosas no resueltas (ir a buscar a alguien de su pasado, fundamentalmente). Pero en algún momento llegará el distanciamiento, fogoneado por algunos seguidores de “La Causa”, especialmente Peggy, la joven y dura esposa de Dodd. Redenciones Paul Thomas Anderson se mete sin referencias “directas” (alguno dijo: “Como el Charles Foster Kane de Orson Welles está inspirado en William Randolph Hearst”) con la Iglesia de la Cienciología de L. Ron Hubbard. No sólo por el personaje del “maestro”, sino por la terapia de vidas pasadas, el diálogo con un “auditor” y la búsqueda de programas condicionantes -“engramas”, para los cienciólogos-. (De seguro, a Tom Cruise y John Travolta esta película les resultará poco graciosa). El director y guionista ha reconocido que tomó entre sus influencias el documental “Let there be light”, que John Huston hizo sobre la rehabilitación de soldados. Esto puede ser para toda la primera secuencia de la vida militar y post-bélica, pero aclaramos (sin contar demasiado) que los problemas de Freddie distan de haber comenzado con la guerra, y que lo más probable (como se ve un poco en las escenas del comienzo) es que haya atravesado esa experiencia como todas las otras de su vida. Por lo demás, si el espectador espera encontrar un argumento que lleve a alguna parte, quizás se sienta decepcionado: la historia, con un ritmo algo moroso, pasa por la contradicción dialéctica entre “redentor” e irredento, y quizás el final lo deje con cierto gusto a poco. Pero quizás es la forma que encuentra el autor de reflejar “un fragmento de vida”, la materia prima de la existencia, la sucesión de eventos que la conforman. “Si encuentras una manera de vivir sin servir a un master (amo/maestro), cualquier master, deja que el resto de nosotros lo sepamos, ¿quieres? Porque serías la primera persona en la historia del mundo”, le dice el “maestro” a Frankie, desde cierto sincero interés en ayudar (a su manera) a quien anda por el mundo como “bola sin manija”, tanto desde la perspectiva de “La Causa” como desde la del pensamiento ordinario de la sociedad. Y tal vez ésa sea la forma de Frankie de hacerlo, seguramente sin pretenderlo... pero tampoco es un camino que pueda traer felicidad... o sí: tendríamos que ver un poco más de metraje después del final, para saberlo... Lecciones actorales Donde Anderson muestra maestría es en la elección del elenco, especialmente en los dos roles protagónicos. Joaquin Phoenix da cátedra como Freddie, a través de un trabajo corporal pleno: la postura encorvada y algo ladeada; una forma de hablar ladeada que saca partido de la cicatriz de su labio leporino; la mirada bestial, llena de furia y traumas contenidos; las explosiones de furia con fuerza descomunal (se suponía que en la escena de la celda, el inodoro no debía romperse); la capacidad de sostener unos diálogos de gran complejidad. Del otro lado del mostrador, está Philip Seymour Hoffman, uno de los actores fetiche del director: su Dodd es una mezcla de piedad, charlatanería, encanto, soberbia y por momentos cierta sumisión a Peggy, que por cierto está en las buenas manos de Amy Adams, quien ya había demostrado que era una actriz gigantesca en “El ganador”, capaz de hacer los personajes más duros. Peggy es un halcón detrás de los modales suaves y los vestidos recatados: sólo hay que saber ver a través de sus ojos. Por lo demás, la puesta visual, más allá de la delicada reconstrucción de época de la dirección de arte, pone el rodaje al servicio de esas actuaciones: primeros planos para los diálogos, para capturar mejor esos rostros; planos generales para las escenas más físicas; tomas luminosas para las escenas del mar; y la estela del barco que se repite en todos los viajes, tal vez una imagen del tránsito vital y una estela que se deshace rápidamente. Así, concreta Anderson uno de sus proyectos más personales, y quizás por eso menos tenido en cuenta por los premios y el público. Y eso también es parte de la vida.
Detrás de las máscaras Billy Taggart es un policía irish catholic (como el que ya había interpretado Mark Wahlberg en “Los Infiltrados”) vigilante del Bolton Village, una urbanización habitada mayoritariamente por negros y latinos (el mural en el que se ven a Martin Luther King Jr. y la Madre Teresa es bastante notorio). Como buen católico, se lleva bien con los hispanos, y estuvo a cargo de perseguir a Mikey Tavárez, acusado de ser el violador de la adolescente portorriqueña Yasenia Barea pero absuelto por esas cosas de los procedimientos. El día en que un enfrentamiento armado terminó con la muerte del delincuente, fue Billy quien compareció ante la Justicia, pero aunque evitó el cargo de asesinato debió retirarse de la policía, con un apretón de manos del alcalde Nicholas Hostetler, quien le promete no olvidarse de él. Siete años después, Billy es un detective privado con estrecheces económicas, debido a sus muchos acreedores: apenas puede sostener la oficina y su secretaria Katy Bradshaw, encargada de tratar de cobrar a los morosos: una bonita jovenzuela que en el fondo lo mira con otros ojos. Mientras tanto, él comparte sus días con su novia Natalie Barrow, promisoria actriz de ascendencia latina. Hasta que un buen día recibe una llamada inesperada: el alcalde Hostetler, quien está peleando su reelección contra el concejal Jack Valliant (curiosamente el destino de Bolton Village es parte de los temas de campaña), lo convoca para una tarea muy especial, confidencial y excelentemente remunerada: descubrir en la semana que falta para los comicios quién es el amante de su esposa Cathleen. Billy acepta la tarea, pero en el camino descubrirá que nada va siendo lo que parece: ni lo que hace la esposa, ni las intenciones del alcalde, ni lo que parece ser el rival, ni lo que se discute en campaña. En el camino correrá la sangre, los perseguidores serán los perseguidos y pasarán muchas cosas más, que no contaremos para no perjudicar al potencial espectador. Policial negro Brian Tucker firma el guión, aparentemente el primero en las grandes ligas cinematográficas. Y se luce bastante con él, construyendo una trama de mascaradas y mentiras, que el desarrollo de la historia va pelando como las capas de una cebolla y reservando siempre una sorpresa a la vuelta de la esquina. Se trata esencialmente de un policial negro clásico, con su detective privado en tensión con la policía (a su vez ex policía, como muchas veces en el género), encargado de vigilar las miserias de la gente pudiente; y también con su mirada desencantada de la política, la justicia y el sistema en general, pero cercano al sufrimiento de la gente humilde, de los inmigrantes, víctimas a la vez de la angurria de los ricos y del delito de los de su misma condición. En ese contexto, las nociones de justicia y reparación se vuelven difusas, complicadas, en manos de personajes esencialmente humanos, que aman, odian, pecan, pero tratan de todos modos de hacer lo correcto, a pesar de sus limitaciones y errores. Esa narración no sería posible sin el prolijo trabajo de dirección de Allen Hughes, más conocido por los trabajos que ha hecho en dupla con su hermano Albert. Aquí se encarga de desplegar la historia con el ritmo narrativo justo, dosificando las intensidades para que la trama misma se luzca: para ello juega con los planos más cerrados o más abiertos, con la cámara más o menos movediza, según lo requiera la escena. También se apoya en la fotografía de Ben Seresin para convertir a Nueva York en una ciudad fría, invernal, un tanto desolada, aun en las tomas aéreas que la muestra más inocente que lo que se ve al nivel de la calle (un poco como la Gotham de Batman). La música de Atticus Ross, Leopold Ross y Claudia Sarne acompaña muy bien el sentido de la película, con sus sonoridades entre clásicas y actuales. Rostros ocultos Si los personajes son tan humanos e importantes, los actores son un engranaje clave en el funcionamiento de esta maquinaria. Especialmente, el duelo actoral entre el siempre austero y correcto Wahlberg y el habitualmente convincente Russell Crowe como Hostetler. Si uno es el rostro de la desposesión, el héroe irredento de los de abajo, el otro es el perfecto animal político, el que respira el poder y se alimenta de él. Catherine Zeta-Jones está cómoda en su personaje de Cathleen Hostetler, una intrigante señora bien que también trata de hacer lo correcto, a su manera. Jeffrey Wright consigue lo suyo como el jefe y luego comisionado de policía Carl Fairbanks, laberíntico personaje detrás de un rostro con mínimas expresiones. Barry Pepper está correcto como Jack Valliant, un político con buenas intenciones pero con algunas limitaciones y secretos. Y Kyle Chandler se escapa por un rato del cine de espionaje (estuvo en “Argo” y en “La hora más oscura”, no es poco) para construir un breve pero clave personaje: Paul Andrews, jefe de campaña de Valliant, otro de los que guardan secretos y la clave que organizará la pesquisa central. Y en este juego de opuestos debemos incluir a las dos damiselas que rodean a Billy. Es que si la sugestiva Natalie Martínez (hija de cubanos de Miami) encarna a la atractiva Natalie Barrow, la chica humilde que empieza a oler el éxito y comienza a ver en crisis su relación con alguien a quien la ata un pasado triste y una especie de deuda moral, la bonita israelí Alona Tal le pone el cuerpo a Katy Bradshaw, la secretaria que Billy ve como una niña pero que tal vez sea la mujer mejor plantada que conozca. Todos ellos son los rostros de una ciudad que gusta de las máscaras, más allá de que algunos puedan a veces cortar los piolines... aunque pagando los costos.
Piloto del destino “El vuelo” es una película bastante inclasificable que podría pensarse de muchas maneras. Una de ellas es verla como un homenaje al fallecido Tony Scott: al hermanito de Ridley le gustaba trabajar con Denzel Washington y ponerlo a construir antihéroes, personajes que salvan el día pero que tienen facetas reprochables: las dos últimas películas de Scott fueron “Rescate del Metro 123” e “Imparable”, en las que el actor interpreta a un controlador de trenes y a un maquinista, respectivamente. Alguno dirá también que desde “Blow” de Ted Demme que no se tomaba cocaína con tanta displicencia en un filme. Pero otra forma de ver este regreso de Robert Zemeckis al cine de acción real es como un cruce de géneros y de diferentes climas. Porque en ella se juntan la catástrofe aérea, algo de “película de tribunal”, historias convergentes un poco a lo “Más allá de la vida”, mucho de “filme de superación (o no) con minita vulnerable que buscar redimir al protagonista” (pensemos en “El luchador”, “El ganador”, o incluso en “El lado luminoso de la vida”) hasta escenas risibles más propias de una de las “¿Qué pasó ayer?”, aunque insertas en un trasfondo de tragedia personal con pocas salidas. El peor héroe El planteo central del relato (con guión de John Gatins) podría resumirse así: ¿Qué pasa si el piloto que logra un casi imposible aterrizaje de emergencia (que según las simulaciones nadie más podría haber hecho), salvando innumerables vidas, está intoxicado de alcohol y cocaína, después de una noche de sexo y marihuana? ¿Es menos héroe, menos hábil, menos meritorio? ¿Cómo debe juzgárselo, y cómo debe juzgarse a sí mismo? Ésas son las tribulaciones por las que debe pasar Whip Whitaker, el héroe que la televisión busca, pero también un alcohólico que ha perdido a su familia en la negación de su problema. Escapar para adelante siempre es una salida, hasta que una situación límite lo pondrá frente a frente consigo mismo. Zemeckis usa toda su expertise para manejar justamente todos esos tiempos diferentes: desde el casi inocuo inicio a la tensión del accidente, para pasar a la lucha interior del protagonista (aparejada a la larga investigación de los hechos) y un crescendo que se resolverán en el final. Pero nada de esto podría hacer sin el descomunal trabajo de Washington, tal vez uno de los mejores de su carrera (y por el que está nuevamente nominado por la Academia). Desde su ya célebre risa socarrona entre dientes, hasta un mínimo temblor en la mandíbula inferior, es su sumatoria de pequeños y grandes recursos interpretativos lo que anima todo el filme: la blandura de la borrachera y la rigidez del clorhidrato blanco, los recursos del negador y la grandeza del que no quiere ensuciar a quien quiso, todo está allí. Redentores Kelly Reilly no se queda atrás: la inglesa viste con soltura la piel de Nicole, alcohólica y heroinómana como un pasado de mucho dolor, que de todos modos tiene más clara las cosas en su vida que Whip, cuya redención buscará. A ella le toca el rol de antiheroína frágil pero decidida, y en su interpretación pone todas las marcas de quien (aun sobrio) ha pasado por el exceso y ha visto la muerte a los ojos. Lo de John Goodman es imperdible, en su caracterización de Harling Mays, proveedor de todos los vicios de Whip. Ya con verlo entrar diciendo que está “en la lista”, escuchando a los Rolling Stones, cambia el tono del relato, y su escena del “rescate” está más para una comedia descontrolada a lo Todd Phillips o Judd Apatow que para un drama: tal vez porque lo bizarro se inserta sin problemas en la tragedia... Como contrapartida está Don Cheadle como el abogado Hugh Lang, casi un personaje de la vieja serie “Ally McBeal”: en la era en que un jurista negro egresado de Harvard gobierna Estados Unidos, Cheadle compone a un abogado afroamericano de modales primorosos, traje y zapatos impolutos y guantes de cuero. No por que le toque jugar con menos cartas Bruce Greenwood es menos actor: su Charlie Anderson del sindicato de pilotos (uno de los pocos amigos saludables de Whip) es mesurado, un creíble puntal para un edificio en ruinas. Como complementarios, podemos destacar la presencia de Tamara Tunie como la comisaria de a bordo Margaret Thomason, el pequeño pero humano papel de Melissa Leo (aquella detestable madre de “El ganador”) como la investigadora del accidente Ellen Block, y a la escultural Nadine Velázquez como la azafata Katerina “Trina” Márquez, compañera de juergas de Whip y a fin de cuentas por quien el piloto cederá a su destino. Porque el destino es un tema subyacente todo el tiempo. No a la manera inexorable de las “Destino final”, pero sí por momentos como designio divino. Y en buena medida a la manera griega: cuanto más busca el héroe escapar a lo que le está destinado, más se acerca a cumplirlo. A fin de cuentas, ése es el insumo básico de la tragedia
El derecho a la felicidad Un bipolar que descubrió su enfermedad tras golpear al amante de su esposa y que no asume el fin de la relación (ni ante la restricción judicial); una viuda joven que purga su soledad como “chica fácil” que pasa de mano en mano por los compañeros de trabajo (podría decir, como Shirley Manson en “Cup of Coffee”: “Y me entrego a cualquiera que quiera llevarme a casa”). ¿Qué peores perdedores afectivos, a los ojos de nuestra sociedad, se podrían cruzar? Si hasta parecen personajes de un tango de Celedonio Flores. ¿Qué mejor tema para entrar en confianza que el charlar sobre medicación psicotrópica? David O. Russell adaptó en “El lado luminoso de la vida” (“Silver Linings Playbook”), como director y guionista, la primera novela de Matthew Quick, dando como resultado un raro experimento de atípica comedia romántica. Así de prepo, como decíamos en el párrafo anterior, se cruzan en la vida Pat Solitano Jr., sacado por su madre contra la indicación de los médicos de la institución psiquiátrica donde lo recluyeron tras un feroz incidente contra el amante de su esposa. Una cena con amigos, una tal Tiffany Maxwell con la que intercambia palabras sin filtros, escarceos, salidas a correr, favores... Todo dado para que surja algo entre ellos, salvo porque uno sabe lo que quiere y el otro no. Todo dependerá de alguna alineación de los astros, de esas en las que parece creer Pat Sr., el traumatizante padre del joven Pat, que literalmente apuesta todo a la suerte de su hijo. En movimiento Cuando Russell se hizo cargo de la dirección de “El ganador”, tras el ofrecimiento a Darren Aronofsky (que venía de hacer “El luchador”), la cual rechazó para ir a filmar “El cisne negro”, dijimos en estas líneas que el sustituto había optado por rodar como lo hubiese hecho Aronofsky: con el modo en que éste estilizó la cámara en mano, con muchos planos y contraplanos cortos, granulada y con iluminación naturalista de los hermanos Dardenne. Pero en “El lado luminoso de la vida” Russell demuestra que cree en esa estética, o que al menos la ha hecho propia. Porque en ella basa toda su puesta visual, y aunque en algunas escenas los planos cerrados y el movimiento sean excesivos para lo que está pasando, logra momentos de gran intensidad en las corridas (en las que pasa mucho) y los momentos de violencia; pero también (como Aronofsky en “El cisne negro” explota esa movilidad grácilmente en la escena del baile final, explotando los puntos de vista de cada danzarín y envolviendo al espectador en su movimientos. Y por supuesto, el recurso sirve también para recorrer los feroces ojos verdes, los labios trémulos, el cuerpo enjuto pero curvilíneo y cada lunar de Jennifer Lawrence: el director y la musa se encuentran al fin, como en “El fantasma de la ópera”. Los rostros justos Y así logra una de las claves de la comedia romántica: una heroína que enamore a los hombres y genere empatía y admiración en las mujeres. Porque seamos claros: Lawrence paga la película. Es una intérprete ideal para combinar vulnerabilidad y fiereza, algo que ya mostró en “Los juegos del hambre” y que aquí le sirve para llevar a un nuevo nivel el perfil de “heroína pelotazo” (que tuvo su punto alto en Sandra Bullock), contraria a la chica “perfecta pero sola” (con Meg Ryan como estandarte), los dos paradigmas del género. Por su parte, Bradley Cooper aprovecha todo su encanto natural para dotar de simpatía a su segundo personaje complejo (después de “Sin límites”), y darle su catadura humana. Eso acompaña muy bien otro de los logros del filme: como Edgar Allan Poe en “El corazón delator”, permite mostrar al “loco” desde la lógica de su propio desorden, de tal forma que el espectador pueda comprender lo que está viviendo (si no, no habría empatía posible). Porque el “loco” (como dijo el buen Michel Foucault) es el ignorado, la palabra vedada, la cárcel social por fuera de la prisión de su propia cabeza. Momentos y personajes Entre los secundarios, Robert De Niro le da matices a su personaje, ese padre complejo, obsesivo compulsivo, que siempre mostró preferencias por su hijo mayor y embarcador de toda su familia en el fanatismo por los Philadelphia Eagles... sin dejar de ser De Niro. Jacki Weaver como Dolores (la madre de Pat), Chris Tucker como el “especial” Danny y Anupam Kher como el terapeuta Cliff Patel completan un elenco prolijo, que cuenta con diálogos ingeniosos, momentos emotivos y pases de comedia. Como buena comedia romántica que es a fin de cuentas, este filme trata de demostrar que encontrar el amor salva y redime. Pero va más allá: hasta estos muñecos de trapo descosidos tienen derecho a la felicidad. Si ellos pueden, hay esperanzas para todos.
Spaghetti all’americana En la teoría de José Pablo Feinmann sobre el western “Made in USA”, el relato es un momento congelado en el proceso del pasaje de la “barbarie” a la “civilización”. La historia paradigmática en esta teoría es la que enfrenta al “vaquero bueno” (que lucha por el futuro, los granjeros, aun sabiendo cual Moisés que le está vedado ese futuro, que él pertenece al pasado) con el “vaquero malo” (que busca preservar el mundo de los ganaderos, sin vías ni rutas, y sin más autoridad ni ley que el revólver más rápido). Podríamos pensar una teoría propia para el spaghetti western: como ese mundo no es parte de su pasado reciente, de algunas generaciones atrás (Tom Mix, el primer vaquero del cine, fue vaquero en serio), para los italianos “el Oeste” es un territorio de la imaginación, eterno en el tiempo, como un mundo de épica fantástica. En ese mundo circulan cazarrecompensas y justicieros solitarios, que se enfrentan a rancheros y salteadores. Si John Ford es el emblema americano y el Duque John Wayne su fetiche, Sergio Leone es el de los italianos, con el “yankie prestado” Clint Eastwood como estandarte. La retroalimentación de Leone con Akira Kurosawa (¿quién filmó primero un duelo desde la entrepierna de los contrincantes?) fue capital en la formación de Quentin Tarantino, que la plasmó en “Kill Bill”: esos duelos demorados, con música silbada... Pero fue Sergio Corbucci con el protagónico de Franco Nero quien hizo la “Django” de 1966, un clásico del spaghetti western, con su héroe arrastrando un ataúd. De allí tomó el nombre Tarantino para su nueva realización, un punto de inflexión para la idea de western. Cruza de vertientes Porque lo que hace el peculiar director es unificar las dos escuelas del género: construye la historia de un esclavo liberto por un raro cazarrecompensas alemán, el “dentista” King Schultz, que se asocia con éste para una misión y luego para rescatar a su esposa todavía esclava. Todo esto en Texas y Mississipi, en las vísperas de la Guerra Civil (las cosas del cine hacen casi coincidir el estreno de “Django” con el de “Lincoln”). Así que ahí está la “foto fija”, que preanuncia el indetenible fin de la esclavitud y las plantaciones como la Tara de “Lo que el viento se llevó”: la lucha individual de Django vendría a ser el anticipo del fin de una economía basada en la explotación del hombre por el hombre (o en una forma arcaica de ella, diría el buen Marx). Para completar ese lado, allí están los vastos paisajes de la América feraz, con sus horizontes corridos del medio de la pantalla como mandaba Ford; y los planos generales que muestran el entorno sólo para mostrar el escenario de la acción y luego irse acercando a las figuras humanas. Pero la “sangre italiana” aporta lo suyo: el héroe solitario que viene a enfrentarse a un poderoso, el pistolero infalible, las duplas desparejas, la princesa que hay que rescatar como en un cuento: no casualmente la esposa del justiciero negro se llama Broomhilda. Por el lado estético: está el tema del argentino Luis Enríquez Bacalov de la “Django” original, muchas melodías silbadas, e incluso un tema compuesto por el mismísimo Ennio Morricone (el patriarca de las bandas sonoras del spaghetti western) junto a Elisa Toffoli, “Ancora qui”, cantado en italiano por esta última. También están las tipografías de los créditos, y desde las primeras escenas esos terrones de roca más propios de la Almería española donde filmaban los “tanos” que del sur de Estados Unidos. Un fino trabajo de fotografía mimetiza ambas estéticas con buenos resultados. Tarantino explota su estilo personalísimo en la violencia descarnada, fiel a su idea de que el cuerpo humano tiene al menos 30 litros de sangre. Nadie ahorra balas ni sadismo, ni siquiera los paladines. Los últimos 40 minutos son de antología, con un regodeo por la sangre, los balazos, la dinamita y el sufrimiento. Haciendo honor a nuestros abuelos, fanáticos de “los convoys”, estamos realmente ante “una de tiros”. Y para veneno de Spike Lee (quien criticó el tratamiento de la esclavitud), se permite la incorrección política de reírse de la gestación de las máscaras del Ku Klux Klan. Elenco estelar Al carismático y durísimo Jamie Foxx como el protagonista se le suma el siempre solvente Christoph Waltz como Schultz, un bizarro alemán hecho a su medida. Kerry Washington se suma como la sufrida Broomhilda, bonita a pesar de los latigazos y los hierros al rojo. Por el otro lado, se luce Leonardo DiCaprio como el esclavista Calvin Candie, dueño de la plantación de algodón Candyland. Pero el verdadero genio del mal está en Stephen, el mayordomo negro que tortura a su etnia, perfectamente detestable en la interpretación de Samuel L. Jackson. Siguendo el gusto del director por rescatar viejas figuras, se destaca un irreconocible Don Johnson como el esclavista Big Daddy, precursor de la razzias contra los negros, y Bruce Dern como el viejo Carrucan, antiguo dueño de la parejita romántica. Franco Nero, el Django original, tiene una escena y una charla de antología, sobre la pronunciación del nombre Django. Después, siguen los nombres: James Remar, Michael Parks, los medio hermanos Robert Carradine y Michael Bowen; y si no fuera por los créditos no se nos ocurriría buscar al veterano Russ Tamblyn y a su hija, la excepcional actriz y escritora Amber Tamblyn. Y siguen firmas... La crítica siempre busca el canto del cisne del western: puede que este sea, puede que no. Pero repetimos: es el punto de encuentro entre dos vertientes míticas. Y quizás demuestre que el género tiene cosas para dar todavía. O que al menos todavía está bueno ir a ver “una de convoys”, donde el chico bueno puede exterminar a una banda de pistoleros, quedarse con la chica linda y pitar lentamente un cigarrillo, con guitarras y silbidos de fondo.
Escenas de la vida conyugal y posmoderna Tom Tykwer, tal vez el más hollywoodense de los cineastas alemanes, estrenó en 2010, antes de meterse a filmar la reciente “Cloud Atlas” junto a los hermanos Wachowski, Tres (Drei), una película alemanísima en su formato, estética, contenidos, temáticas y estilos. Casi tres años después, sin mucha justificación de la demora, llega a las pantallas argentinas. De a tres El tema ya ha sido tratado por el cine: un trío romántico/sexual de dos hombres y una mujer, que implica una dimensión homo/bisexual que sostenga la plena unión de a tres. En este caso, la historia comienza como un “dos más uno”: Hanna y Simon son una pareja en sus tempranos 40, todavía joven pero con 20 años de convivencia (aunque sin casarse). No tienen hijos (Simon dice que uno de los dos es estéril, pero en un repaso semificticio de sus vidas Simon habla de “abortos espontáneos”; una de varias ambigüedades). Ella está en el mundo del arte y la cultura (conduce un programa de televisión) e integra un comité de bioética, donde conocerá a Adam, un experto en fecundación in vitro y desarrollo de células madre. Por su parte, Simon construye para artistas que hacen obras monumentales. Ambos son cultos, liberados, muy “europeos”, aunque a veces demasiado (cuando parecen necesitar del otro y el otro está haciendo la suya); pero esencialmente se aman. Simon sufre la muerte de su madre por cáncer y se sobrepone a un tumor él mismo. También él conocerá a Adam, descubriendo una faceta de sí mismo que desconocía. Evitando los maniqueísmos, el aparentemente inexpresivo y despojado Adam es un personaje tridimensional: de hecho tiene un hijo, la deuda pendiente de la pareja (o al menos de la mitad de la pareja, como se verá), y una insatisfacción afectiva crónica, desafiada por las circunstancias a vivir. Recursos Como es de esperar, en algún momento las cartas se tendrán que poner sobre la mesa y el “dos más uno” tendrá que resolverse en trío o en tres unidades. Pero si hacia el final el relato se torna relativamente previsible, lo ingenioso de Tykwer está en la puesta general: apertura con danza contemporánea (que preanuncia el relato), pantalla dividida, planos abiertos combinados con planos cerrados con cámara en mano (según la necesidad); “fantasmas” que se presentan como angelitos alados (¿un toque kitsch?); ensoñaciones como representaciones de películas en blanco y negro, que por cierto se cruzan con imágenes de viejas películas reales. Porque el mundo de Hanna y Simon es la versión “deustche style” de los “BoBos” (Bohemian-Bourgeois) de Woody Allen: viven entre cuadros, instalaciones con música contemporánea, un teatro más bien expresionista bien germánico (recordar las obras en “Las vidas de los otros”, o la puesta de “La visita de la vieja dama” en “La ola”). Y allí están las citas de Hermann Hesse, de Erich Fromm, “el legado alemán de posguerra”. Por su parte, Adam es de alguna manera su contrapunto: científico “duro”, con su casa sin muebles (y sin libros, dirá Hanna), es fanático del fútbol y de navegar, aunque despunta el vicio en un coro: al fin de cuentas, la música (y el canto, la música con el cuerpo) es un arte tan performativo como el deporte, y quizás todo esto sea la representación de Tykwer de la vitalidad que Adam aporta a las vidas de la pareja en la que se terminará “colando”. Vidas fluidas Todo esto ambientado en la Berlín que combina las antiguas fachadas con los edificios de vidrio y acero; los ambientes cálidos con los minimalistas y vacíos, y con los lugares peculiares como la piscina tubular climatizada pero con salida al exterior, que devendrá escenario privilegiado. En esos ámbitos las cosas se desarrollan con pasmosa naturalidad: el sexo en variadas acepciones y posturas, la infidelidad, la extirpación de un testículo en cámara, la desconexión de un paciente terminal, los ácidos comentarios sobre la pareja, una salida fuera de agenda. Los personajes de Tykwer “fluyen” por la vida, hasta enfrentar una situación fuera de lo común, un “experimento crucial”, que los desafiará a ver si pueden seguir fluyendo: el final dirá lo suyo. El director se apoya en la algo fría fotografía de Frank Griebe para narrar todo esto, aplicando la multiplicidad de recursos antes mencionados. Pero nada podría hacer sin su triunvirato de actores: la híperexpresiva Sophie Rois como Hanna, el fresco Sebastian Schipper en el complejo rol de Simon, y el siempre sonriente y algo aniñado Devid Striesow como Adam, el desprejuiciado que también encuentra lo suyo en esta conjunción cósmica. En el medio de todo habrá alegrías, tristezas y situaciones cómicas (incluso de esas que lo son para el espectador pero no para los personajes)... casi como en la vida misma.
Mirando a Dios a los ojos Decimos que un árbol o una casa o la curva muy distante de un río tienen belleza. Y por medio de la comparación sabemos qué es la fealdad al menos eso es lo que creemos. ¿Pero es comparable la belleza? ¿Es belleza aquello que se ha hecho evidente, que se ha manifestado? (...) ¿Es la belleza una mera familiaridad con lo conocido o es un estado del ser en el que puede existir o no la forma creada? (Jiddu Krishnamurti, “El arte de vivir”). Ahora que Ang Lee se llevó el Oscar al Mejor Director por “Una aventura extraordinaria” (originalmente titulada “Life of Pi”) recrudeció la pregunta de quienes sólo han visto el trailer: “¿Por qué tanto para una película sobre un pibe y un tigre en un bote? ¿Cómo sostienen dos horas con eso?” (por cierto: también ganó las estatuillas a Mejor Fotografía para Claudio Miranda, Mejor Banda Sonora para Mychael Danna y Mejores Efectos Visuales para Bill Westenhofer, Guillaume Rocheron, Erik-Jan de Boer y Donald R. Elliott). Si hasta suena como el principio de un chiste verde... Pero no: el multifacético Ang Lee construye un relato atrapante sobre el guión de David Magee, basado a su vez en la novela de Yann Martel. Y sí: el grueso de la película es sobre un pibe en un bote con un tigre... Punto crucial El título en inglés ya nos introduce en el nombre del protagonista, Pi Patel, en realidad Piscine Molitor Patel, nombre debido a la recomendación que el mejor amigo de su padre le hizo a este de la piscina pública de París, su favorita... El tiempo de la narración es el presente, cuando un escritor frustrado llega a un Pi adulto por recomendación de aquel amigo, que le dijo que había un indio en Canadá con una historia que le haría creer en Dios. Y así, en un día compartido, Pi dejará caer retazos de su vida, que comienza con el aprendizaje de centenares de decimales del número Pi (una representación de lo infinito y de lo indeterminado) para asociar su nombre a éste y despegarlo de las crueles referencias a la orina de sus compañeros de escuela. La misma vida que lo hará familiarizarse con el hinduismo de su familia, para luego meterse en el islam del barrio musulmán de su ciudad natal y engancharse con el Jesucristo del que le hablaba un sacerdote católico. “La búsqueda de Dios, de la verdad o como guste uno llamarlo y no la mera aceptación de la creencia y el dogma es la verdadera religión”, escribió el autor del epígrafe que abre este texto. Pero todo en esta historia es un crescendo hacia el momento crucial de esa vida: el naufragio del buque de cargo japonés en el que viajaba con su familia y los animales del zoológico que ésta poseía (ya había dejado atrás su patria y su primer amor) y quedando sólo en un bote salvavidas con Richard Parker, un majestuoso tigre de Bengala, con quien tendrá que aprender a convivir para salir de su odisea. Los rostros de la belleza El joven Suraj Sharma (Pi joven) es una de las herramientas clave de Lee a la hora de sostener el relato, ya que el grueso de la trama se basa en sus peripecias en solitario, y de los sentimientos que logra transmitir (la mayor parte de la participación del tigre es animación digital, lo mismo que muchas de las inclemencias y vicisitudes). De todos modos, el resto del elenco acompaña: Irrfan Khan como Pi adulto, Adil Hussain y Tabu como sus padres, Rafe Spall como el escritor y la aparición brevísima de Gérard Depardieu como el cocinero del barco (que de todos modos es importante a la hora de ciertas reconstrucciones posteriores). De todos modos, la mayor apuesta es el despliegue visual, expandido en el 3D. Desde las texturas y colores del zoológico en el comienzo, a la original Piscine Molitor (con el tío postizo Mamaji nadando como si estuviese en el cielo), el encuadre, la fotografía, la postproducción digital y los efectos especiales apuntan a una exacerbación de la belleza en todas sus formas. Lo cual explota en toda su intensidad en los largos días de soledad: el cielo estrellado arriba y abajo, al reflejarse en un día calmo (con sólo el bote quebrando la simetría), las medusas luminiscentes, la infinita locura del mar en un día de tormenta: una tormenta que puede matar, pero que no deja de fascinar a Pi, quien encuentra belleza incluso en ella, incluso después de que una tormenta así se llevó el barco y con él todo lo que conocía. Por supuesto, las escenas de naufragio recuerdan mucho a las de la “Titanic” de James Cameron, cuya empresa aportó la tecnología 3D. Y aunque acá dura mucho menos, la furia de la naturaleza se hace sentir en todo su esplendor, aunque (curiosamente) el camino para mostrarlo sea lo último en recursos digitales. Pero para que la experiencia sensorial sea completa, se luce también el trabajo de la edición sonora, y la premiada banda sonora de Danna, que crea climas especiales, particularmente en la vida cotidiana de la India, el pulso de un mundo perdido. Esencia de verdad El final (que aquí no “quemaremos”) nos introducirá de manera sutil, casi mínima, un quiebre inesperado, que resignificará todo el relato. A esa luz podemos ver cómo el guionista y el director juegan durante todo el filme con la “suspensión de la incredulidad”, un poco (salvando las distancias) a la manera en que Radu Mihaileanu lo hizo en “Tren de vida”. Justamente ese filme de Mihaileanu, junto con “La isla siniestra” de Martin Scorsese y “Sucker Punch Mundo surreal ” de Zack Snyder son algunos de los filmes que miran desde otra perspectiva la idea de la “fuga psicogénica” de David Lynch. Pero si el juego de Lynch entre “lo real” y el producto de la mente es abstruso, el de Snyder juega con su carácter explícito y el de Scorsese y Mihaileanu apuestan a la sorpresa, Lee y Magee toman este último camino pero para ir más allá, a una instancia de autoconsciencia: “¿Qué historia prefieres?” tal vez sea “la pregunta que organiza el texto”, como diría un pensador contemporáneo. Lo cual de alguna manera lleva a discutir de qué materia está hecha la realidad, especialmente cuando se lo ha perdido todo, y cuando en medio de una tormenta terrible se puede ver la belleza de la Creación, o del Universo increado: entonces es cuando se puede finalmente mirar a Dios a los ojos.
Amor y libertad, en su propia eternidad Los hermanos Wachowski (Andy y Lana, antes conocida como Larry) saltaron a la fama con la trilogía de Matrix, donde además de exponer toda una nueva apuesta visual, especialmente en las peleas, iniciaron un camino de exaltación revolucionaria que continuó en la adaptación (de la que fueron guionistas) de “V de Venganza”, la novela gráfica escrita por Alan Moore, con su vengador solitario de quien los hackers de Anonymous han tomado la máscara. Si para muchos “Matrix” los perdió o los hizo pensar, “Cloud Atlas: la red invisible”, basada en una novela de David Mitchell, levanta la apuesta, con seis historias en tiempos y lugares diferentes: las islas del Pacífico en 1849, Escocia en 1936, Los Ángeles en 1973, Londres en 2012, Nueva Seúl en 2144 y una isla (que podría ser la del principio) en el “106 después de la Caída” (sería 2321). Todos los personajes están unidos por una marca de nacimiento y por una referencia a la historia anterior, un diario de viaje, una carta, un personaje repetido, una novelización, una película, un culto. Y, en la dimensión cinematográfica, por los actores que se repiten, a veces protagónicos, a veces secundarios o figurantes, pero siempre presentes: tal vez para enfatizar que son viejas almas en busca de hacer las cosas mejor la próxima vez. “Si hay un paraíso, lo imagino como una puerta”, dice Sonmi-451, uno de los personajes clave. En cada época habrá una búsqueda de libertad y oportunidades, colectiva o individual, una ruptura con las convenciones o una salvación para la humanidad. Y si contado así parece fácil, valga la aclaración de que los relatos van superpuestos (es decir, pasa un fragmento de una y luego al de otra) y ni siquiera de manera lineal dentro de cada uno. Tejiendo el tapiz Para afrontar tamaña tarea, los Wachowski sumaron esta vez al alemán Tom Tykwer (“Corre, Lola, corre”, “El perfume”), con quienes compartieron la escritura y repartieron las escenas, para terminar juntando todo eso en un trabajo de gran complejidad. Las referencias cruzadas con las historias anteriores, las reflexiones de los personajes que tienen un “mensaje” para dar, son los conectores entre los diferentes pasajes, que se van organizando como un tapiz. Si la dirección ejecuta un trabajo de gran precisión para unir todo esto en casi tres horas de no poder moverse de la butaca, acá vuelven a darse el gusto de sus escenas de violencia, desde un cuerpo cayendo al suelo hasta el comandante Hae-Joo Chang, que pelea en el futuro como el Neo de “Matrix”. La fotografía de Frank Griebe y John Toll da unidad al entramado visual. Melodías, números y nombres (sacados de libros y canciones, para el que quiera investigar) se cruzan todo el tiempo, en un detallismo poco habitual. Rostros en el tiempo A pesar de que obviamente los relatos son los protagonistas, el elenco se luce, con la particularidad ya descrita: la gran mayoría, tanto los grandes nombres como los secundarios, cumple algún papel en por lo menos tres de las épocas, aunque sea un cameo. Y otro detalle: muchos interpretan papeles del género opuesto o de una etnia diferente, lo que implica una gran exigencia para el departamento de maquillaje y prótesis. Así, Tom Hanks será el protagónico Zachry, pero también personajes importantes en cada época (como el doctor Henry Goose) y algunos roles menores, como el del actor que hace de Timothy Cavendish (el personaje de Jim Broadbent, cuyos otros roles son bastante villanescos) en su filme autobiográfico. Halle Berry se lucirá como la periodista Luisa Rey en 1973 y como Meronym en la última historia, pero también como la judía inglesa Jocasta Ayrs en 1936, y como un doctor varón y coreano en 2144 entre otros roles. Jim Sturgess será el viajero estadounidense Adam Ewing y el rebelde coreano futurista Hae-Joo Chang entre otros. Y la coreana Doona Bae, quien interpreta a la central Sonmi-451, será la muy anglosajona esposa de Ewing y una mexicana en los ‘70. Ben Whishaw tendrá como papel principal el del compositor Robert Frobisher (aunque muchos se asombraron del personaje femenino que interpreta en 2012: descúbralo usted, estimado lector). James D’Arcy interpretará al gran amor del compositor, Rufus Sixsmith, el único personaje que participa en dos tiempos, el 1936 y el 1973. Susan Sarandon tiene a su cargo cuatro secundarios (especialmente la Abadesa). Y para los villanos, Hugh Grant y especialmente Hugo Weaving (el actor fetiche de los Wachowski) son los encargados (Weaving como la enfermera Noakes es imperdible). Forjando el futuro Descubrirá el lector que poco contamos de los argumentos, lo que sería ardua tarea. Dejemos aquí un par de frases que sintetizan el espíritu de la película: “Nuestras vidas no son nuestras. Del vientre a la tumba, estamos sujetos a otros. El pasado y el presente. Y con cada delito y cada amabilidad, damos nacimiento a nuestro futuro” (Sonmi-451). “El miedo, la creencia, el amor son fenómenos que determinan el curso de nuestras vidas. Estas fuerzas empiezan mucho antes de nacemos y continúan después de que perecemos” (Isaac Sachs). “Todos tenemos que luchar y, si es necesario, morir para enseñar a la gente la verdad” (Sonmi-451). “¿Qué es un océano, pero una multitud de gotas?” (Adam Ewing).