Todo por un sueño (o dos) Damien Chazelle ha logrado, a los 32 años, lo que pocos pueden decir en el ecosistema hollywoodense: hacer dos películas personalísimas, como “Whiplash” (basadas en algunas experiencias personales) y ahora “La La Land”, subtitulada aquí como “Una historia de amor”, aunque en los sobreimpresos traducidos figura como “La ciudad de las estrellas”. Y la verdad es que habla de las dos cosas: cuenta una historia entre una aspirante a actriz y un pianista de jazz con ganas de tener un club, situada en Los Ángeles. En la misma “LA” de “Sunset Boulevard”, de “Mulholland Drive”, un terreno que nos resulta conocido, por cómo se ha contado a sí mismo (“Los Angeles Plays Itself”, tituló Simcha Jacobovici su documental). Y la idea de ascenso, apoteosis, crisis y resolución de un romance también la tenemos presente (Woody Allen hizo su última magia al respecto en “Café Society”). Es que Chazelle mete todo lo que conocemos en la minipimer, incluyendo los grandes musicales de la historia del cine: ya se han encargado editores en redes sociales de demostrar que “La La Land” vendría a ser al género lo que “Stranger Things” al cine de los ‘80, poniendo cuadro por cuadro referencias a “Un americano en París”, “Amor sin barreras”, “Cantando bajo la lluvia” (tres referencias inocultables), “Grease”, “Sweet Charity” y muchas más. Pero la amalgama es perfecta, al punto en que (cuando nos sacamos la maña) no vemos las costuras, sino un producto homogéneo, nuevo, que al mismo tiempo nos trae las más diversas resonancias. Un producto que puede ser muy cerebral (coreografiado al extremo) y al mismo tiempo extremadamente emotivo. Lenguajes Aclaremos por decir que “La La Land” es más de una película a la vez. Por un lado tenemos, desde la escena de masas que abre el relato, el musical clásico, con música extradiegética (externa y no realista), imaginería fantástica y sabor a Broadway. Ese filón, que enmarca la épica romántica, cuenta con una paleta de colores plenos en los vestuarios, a lo “Amor sin barreras” o “Un americano en París” (ese amarillo canario..., quizás es la paleta más definida desde “Moulin Rouge” o “La invención de Hugo Cabret”); también con contraposiciones equilibradas (verde/ocre, azules/violetas). La fotografía de Linus Sandgren se luce en los atardeceres irreales, en la “noche americana” de luz intensa, en las transiciones que recortan la figura del fondo con sombras y luz cenital (Chazelle juega también para eso con los extras estáticos o con movimientos acotados, casi al estilo +del circo de “Un gran pez”). Esa película está rodada en planos secuencia de steadycam ascendentes y descendentes, para mostrar que lo que se baila no está pinchado, al mismo tiempo que se le da “aire” a ese mundo. Del otro lado hay una película “verista”: la música es diegética (tocada dentro de la ficción) con un tratamiento del jazz muy Woody Allen, pero con personajes mucho más prosaicos, terrenales: es la dinámica estética con la que se narra la parte más tensa, la de los sueños demorados y sus realizaciones diferenciales. Esa transcurre en lugares más cerrados, con planos cortos, en muchos casos, con cámara en mano. Una y otra dinámica se intercalan para contar la historia de Mia y Sebastian, con el ritmo zen del paso de las estaciones (el “mono no aware” de los japoneses, esa percepción del fluir del tiempo). Veremos cómo empiezan a conocerse, a involucrarse, a enseñarse cosas mutuamente, hasta que la realidad los ponga en la encrucijada. Por supuesto que la terrenalidad le ganará terreno paulatinamente a la magia, hasta que ésta vuelva de la manera más inesperada en el epílogo: casi un homenaje a “Mulholland Drive” (David Lynch se estará riendo por el travelling hacia la campana de la trompeta), donde se revisitan los hechos de la historia, cómo hubiesen resultado si hubiesen pasado de otro modo, con la mayor cantidad de homenajes (los decorados expresionistas de “Un americano en París”, “El globo rojo”, y así) y el paralelo repaso a la banda sonora. Partituras Y aquí tenemos que hablar de la música, protagonista y estructurante del relato, de las actuaciones, de las coreografías de Mandy Moore (no es la cantante). Justin Hurwitz también trabaja aquí, de la mano de los letristas Benj Pasek y Justin Paul, dos o tres líneas que se interconectan: la del musical clásico, la del jazz de los tiempos del bebop y un score incidental que habla y retoma los motivos de la obra. La historia abre con “Another Day of Sun”, ese himno de los soñadores con música latina a lo “Amor sin barreras”, en una escena impactante que podría no estar (pero por suerte está). Junto con la “greasera” “Someone in the Crowd”, a cargo de Emma Stone y sus compañeras de cuarto (Callie Hernández, Sonoya Mizuno y Jessica Rothe), son las grandes canciones grupales de musical. Pero el tema principal sin duda es “City of Stars”, en la versión de Ryan Gosling, luego en la de ambos protagonistas, retornado en los créditos en la voz de Stone: una melodía sencilla que se despliega algo cansina sobre un basso ostinato en el piano, que admite ser silbada y tarareada. Como no hay tercero en discordia (pongámosle, al menos en términos épicos) no hay un tema en oposición (eso pensaría Sir Andrew Lloyd Webber), el segundo motivo es una melodía instrumental, el “Mia & Sebastian's Theme”, presentado como un ejercicio pianístico un poco decimonónico que se convierte en un vals en “Planetarium”, la escena más celestial de la obra (y una clara referencia a “Moulin Rouge”) y vuelve a aparecer en la despedida. La dupla también se explaya en “A Lovely Night”, el tema de la escena de tap, con referencias a “Cantando bajo la lluvia”, un desarrollo sobre la infatuación y el coqueteo con el Valle de fondo. “Audition (The Fools Who Dream)”, es una típical canción emocional de musical, en la familia del “Tomorrow” de “Annie”, donde Stone puede pasar del susurro a la voz en cuello, y decir mucho del cuello para arriba, el cuerpo quieto. Aportando desde afuera está “Start a Fire”, compuesta y cantada por el músico John Legend, que acá reporta con soltura como uno de los intérpretes secundarios, además de ser uno de los productores ejecutivos. Y la única referencia exterior es “Take on Me”, de A-Ha, en una escena de fiesta. Intérpretes Pero veníamos hablando de Gosling y Stone. Y es que sin ellos, sin su química, su densidad actoral, y al mismo tiempo sus recursos de cantantes y bailarines (no hay estallidos de virtuosismo en esos rubros, pero son eficientes y emotivos), todo este edificio se caería. Él es un actor dramático con pasta de comediante ácido (por eso pudo hacer “Blue Valentine” y “La gran apuesta”), con lo que puede construir una estampa de simpático perdedor de sonrisa estoica, encantador para el ojo de la damisela (la ficticia y la de la platea). Y ella dispone de una batería de recursos expresivos, con un rostro que llena la pantalla de belleza peculiar (los ojos grandes, el anguloso puente de la nariz, la boca ancha), con una dicción y una gestualidad que le son características (“Magia a la luz de la Luna”, “Birdman”). La historia de la pareja se puede sintetizar en tres miradas y dos mohínes (ésta es una exageración, amigo lector, no haga caso). El resto acompaña: entre ellos Rosemarie DeWitt como Laura (amiga de Sebastian), Finn Wittrock (ex novio de Mia); como curiosidades, las presencias de J. K. Simmons (el duro profesor de “Whiplash”) en un rol paródicamente estricto, y Tom Everett Scott (aquel baterista con vocación de jazzista en “Eso que tú haces”) en un papel que no explicaremos aquí. Pero como las grandes historias de amor, “La La Land” es un baile y una canción de a dos: los dos que forjaron el vínculo más allá de las coyunturas. Y eso, en algún lugar, dura para siempre.
Doña Clara y sus dos batallas El comienzo de “Aquarius” es una declaración de principios: se nos dice que es 1980, y vemos al personaje protagónico acompañado por sus hijos, su hermano y la novia de éste. Llegan a la playa en auto y escuchan “Another one bites the dust” de Queen. “¡Sacrilegio!”, gritarán algunos: las referencias musicales brasileñas vendrán (María Bethânia y Elis Regina entre los nombres; Gilberto Gil con su célebre “Toda menina bahiana”, Alcione y Roberto Carlos entre las escuchadas), pero ese golpe de cosmopolitismo rompe esquemas, como también el hecho de que ese flasback será el único de la cinta (hay un “subflashback”, cosas de la narrativa). Su función es plantear algunas características del personaje que condicionarán su vida posterior, y hasta establecer algún “linaje” (tía Lúcia) que determine su carácter posterior, pero eso es sólo un esbozo, un guiño al espectador. Si nos adentramos así en el análisis es porque “Aquarius” es en buena medida una cinta de climas, de gestos, de silencios incómodos, de personajes definidos en su humanidad. Empezando por Clara, el personaje central de la historia, a quien como dijimos veremos ya en la madurez por el resto del metraje, en la piel de la mítica Sônia Braga. Clara es una viuda en sus 65 años, última moradora del edificio Aquarius, una vieja construcción frente a la playa de Boa Viagem, en la “zona rica” de Recife. Periodista retirada con un pasar tranquilo, autora de un libro sobre Heitor Villa-Lobos, vive sola, acompañada por su empleada doméstica y un sobrino más cercano que sus hijos. Su vida parece moverse entre la playa vecina y la música que la acompañó toda su vida, desde su gran colección de vinilos. Sobreviviente Pero Clara libra batallas en dos frentes. El “doméstico” (en el sentido militar) tiene que ver con el paso del tiempo: la soledad afectiva después de la larga viudez, la distancia con unos hijos que pueden llegar a reprocharle alguna ausencia por su dedicación profesional. Pero el paso del tiempo también es sobrevida: ya en 1980 nos enteramos de que se salvó de un cáncer, y en el presente vemos las secuelas que ella trata de que no se conviertan en un trauma. Porque todavía, quizás por esa supervivencia, es una mujer intensa que quiere gustar, que quiere seducir, que quiere bailar y brindar con sus amigos. En eso sí es muy brasileña y nordestina: en latitudes tropicales, “doña Clara” mantiene alejados los cuarteles de invierno. Pero hay otro conflicto que también se vuelve doméstico, en un sentido más literal. La compañía constructora Bomfim (“buen fin”, valga toda la ironía) ha comprado todos los otros departamentos, con el objetivo de demoler la construcción y hacer un negocio inmobiliario a gran escala. Hasta ahora Clara ha logrado resistir los embates para que abandone su domicilio (en el que crió a sus hijos), incluso con ofertas tentadoras, un poco por simple negación. Pero la escalada se pondrá cada vez más caliente, involucrando aprietes de ex vecinos, chantaje emocional a través de su hija Ana Paula, usos indebidos de los inmuebles, y otras cosas que no contaremos para no deschavar la historia. Sólo contaremos que en otro gesto de ruptura, y sin perder los tiempos narrativos, habrá un cierto viraje al thriller, con la protagonista preparando su estrategia de contraataque. El relato está dividido en tres partes: “El cabello de Clara”, “El amor de Clara” y “El cáncer de Clara”. Lo cual incluye su propio juego: no es que cada subtítulo determine necesariamente un momento específico, y las palabras abren la polisemia: no sólo en el amplio caso del amor, sino también en todo lo que puede ser un cáncer. El cabello en todo caso es un emblema: el pelo larguísimo de la heroína es tematizado a través del juego de rodetes y las infaltables hebillas; de sujetarlo y soltarlo. En ese manejo desdeñoso de su capital capilar, Clara esconde el trofeo de la victoria sobre la cruel enfermedad y su no menos cruento tratamiento.
Dilemas morales en el vacío “Pasajeros” retoma varios tópicos de la ciencia ficción en sus diversos subgéneros y registros: hay un náufrago espacial (Matt Damon le puso la piel al personaje creado por Andy Weir en “Misión rescate”, de la mano de Ridley Scott); el encierro espacial (“nadie te oirá gritar en el espacio”, decía el slogan de “Alien, el octavo pasajero”, de... Ridley Scott); las naves frágiles, rotativas y toroidales de las viejas portadas de las antologías, recuperadas en varias cintas de los últimos tiempos; el tema del último sobreviviente que anda croto y se sirve de lo de los demás (a lo “Soy leyenda”); la omnipresencia de una empresa privada, con sus avisos asépticos y sus hologramas con cara de azafata (como en el ciclo noventoso de Paul Verhoeven: “Robocop”, “El vengador del futuro” y “Starship Troopers”); pantallas aéreas y tablets traslúcidas (muy vistas, alguno dirá: “El juego de Ender”); hasta alguna caminata espacial aventurera y arriesgada (con “Gravedad” de Alfonso Cuarón como cima, y “Misión rescate” de nuevo, ya que estamos). Y un viejo tema de la literatura de anticipación: los viajes en animación suspendida, con sus pasajeros al margen del tiempo (fuera de este tema, “Interestelar”, de Christopher Nolan, trabajó la angustia del partir para nunca volver a ver a los propios). La combinación que hace el guión de Jon Spaihts (la mejor parte de su trabajo) es uno de los puntos álgidos de la cinta. La otra potencia del filme es el exquisito edificio visual que Morten Tyldum (“El código Enigma”) construyó, apoyándose en la fotografía de Rodrigo Prieto (más conocido por trabajos “al aire libre”, como “Babel” o “21 gramos”) y el diseño de producción a cargo de Guy Hendrix Dyas, responsable de crear la nave Avalon, el mundo autocontenido donde se desarrollará la historia. Tanto desde el adentro, en sus segmentos de servicio y residenciales (¡esa piscina!), como su elegante vista exterior: tres grandes arcos inclinados que al girar parecen una espiral de ADN triple, con un delgado eje central. Tyldum se permite jugar con tomas que unen interior y exterior, para que nunca el espectador pierda su contacto con esa realidad perdida en el espacio. Después viene la historia, que arranca lineal y tendrá su clímax de aventura y romance. Pero antes deberá atravesar por una crisis moral, que no está mal que esté en la historia pero que dará para el debate sobre qué hace el propio relato con eso. El mayor pecado El dilema es de proporciones bíblicas porque para el judeocristianismo, como para todas las grandes religiones, no hay mayor pecado (y fundante) que el arrogarse el hombre las prerrogativas de la divinidad. “Y dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él. (...) Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre” (Génesis, 2:18-23). Entonces pensémoslo así: ¿Qué pasaría si Adán se hubiese tomado el atrevimiento de hacerse su propia Eva, ante la expectativa de la soledad? El lector se enojará aquí con nosotros porque nos veremos en la obligación de contar cosas que cree que no debe saber, pero el problema está en el primer ratito de la cinta: lo sabemos todos, menos quien debe saberlo... al principio al menos. Vamos a la historia: la Avalon es una nave silenciosa, en piloto automático, con 238 tripulantes y 5.000 pasajeros, en un viaje de 120 años en hibernación hasta la colonia Homestead II (Homestead es la compañía que fleta los viajes y el emprendimiento colonizador). La colisión con una nube de meteoritos produce algunos fallos, entre ellos el despertar anticipado del mecánico Jim Preston, que descubre que sólo pasaron 30 años, o sea que faltan unos 90 y monedas para llegar a destino. Jim atraviesa más o menos en orden las etapas del duelo de Elisabeth Kübler-Ross (negación, ira, negociación, depresión y aceptación) mientras trata de volver a dormirse. Resignado, ya medio rayado, sólo acompañado por las máquinas destinadas a servir a los pasajeros cuando despierten (especialmente un barman humanoide), pensando en matarse, le sucede lo impensado: queda impactado por la belleza de una pasajera, Aurora Lane. Después de averiguar y obsesionarse más, hace lo abominable: la despierta, la condena a pasar el resto de su vida atada a él y morir sin tocar destino. Pero ella no lo sabe (todavía). Después vendrán una serie de giros argumentales en torno a un peligro en ciernes, que los pondrán al límite y quizás vengan a cuento de tratar de encontrar algún asidero ético, en términos de “destino” o “realización”, al menos en lo que respecta al personaje femenino. Porque es ella la que hace movimientos del espíritu, quizás bajo coerción, quizás improbables (hay debates sobre esto): él en el fondo es un egoísta, con algún tipo de desorden de la personalidad (sabe que está mal lo que hace mientras lo hace, pero lo hace igual). La evolución de Eva Sobre estos esquemas se mueve la dupla protagónica: tal vez por eso Jennifer Lawrence es la primera en ser anunciada (o porque está al alza en el Hollywood global). De movida, está tan bella como siempre, con sus armónicas curvas naturales repartidas en un metro 75 cubierto de pecas y lunares, con sus ojos almendrados y sus labios trémulos. Todos esto viene a cuento de que es una musa creíble para la obsesión de un solitario. Pero Lawrence es fundamentalmente una actriz de carácter, y en el margen que le deja puede jugar en diferentes registros: el desahucio, el romance, el dolor de la traición, los sentimientos sinceros. A su lado, Chris Pratt también es dueño de un atractivo físico a juego, pero no lo necesita: a fin de cuentas, él tomo la decisión y podría ser fulero, es el único hombre disponible en años luz a la redonda. Pero también luce algo más rígido: quizás porque Jim está inalterable en su psicosis, o porque es un hombre de acciones más que de sentimientos. Cierran el escueto elenco principal Michael Sheen como el bartender de fierro, Lawrence Fishburne como un tercero en discordia que dejaremos en misterio, Hacia el final habrá más giros, y seguramente varios de los que atraviesan esos momentos los escribirían distinto. Pero en el fondo el cuento funciona: como dijimos, Tyldum y su tropa supieron construir una casita en el vacío: más de los que muchos pueden soñar.
Un salto de fe y coraje Sin dudas, la Segunda Guerra Mundial ha sido la madre de todas las guerras. Fue una contienda verdaderamente global, que empezó con la última carga de caballería y terminó con las primeras bombas atómicas. Por eso, es que ha brindado las más diversas perspectivas, incluyendo las más alejadas (aparentemente) del campo de batalla: desde “La lista de Schindler”, de Steven Spielberg; “El pianista”, de Roman Polanski, y “El tren de la vida”, de Radu Mihaileanu (por citar sólo tres miradas sobre la Shoá); “La caída de Oliver Hirschbiegel” (la guerra vista desde el aislado búnker hitleriano); “El código Enigma” (el desciframiento del código usado por Alemania); y sumamos aquí aportes de dos viejos camaradas: “La tumba de las luciérnagas” de Isao Takahata (la tragedia personal de dos huérfanos japoneses) y “El viento se levanta” de Hayao Miyazaki (sobre Jiro Horikoshi, creador del caza Mitsubishi A6M Zero). Quizás porque el campo de batalla estuvo en todas partes. Dicho lo anterior, no podemos negar que la mayor potencia narrativa quizás esté en el retrato de los combates: en buena medida porque en ese conflicto se actualizó la dinámica de la narrativa bélica, que tuvo como patriarca a un Stephen Crane de 25 años cuando escribió su célebre novela “La roja insignia del coraje”: la historia de un conscripto en la batalla de Chancellorsville, en la guerra civil estadounidense, donde no se ve ni siquiera qué hay del otro lado (desde donde vienen los tiros). Mucha agua ha pasado desde los alemanes silbadores de la serie “Combate”: “Rescatando al soldado Ryan” (Spielberg otra vez), “La delgada línea roja” (Terrence Malick), “Corazones de hierro” de David Ayer y el magistral díptico de Clint Eastwood (“La conquista del honor” y “Cartas de Iwo Jima”) son algunas de las cumbres más recientes en esta narrativa. Viendo el intento de Eastwood sobre la “guerra moderna” (“Francotirador”) vemos el porqué de la fascinación que nos genera aquella vieja contienda. Al rescate Y ahí es donde Mel Gibson agarra la silla de director para abordar un guión que a Eastwood, últimamente a la pesca de héroes, le hubiese encantado filmar. Y el buen Mel nos sorprende nuevamente, porque en su corta filmografía cada cinta tiene alguna rareza: “Corazón valiente” se metía con un legendario rebelde escocés; “La pasión de Cristo” pegó un salto al ser hablada en arameo y latín (y por regodearse en el sufrimiento de Jesús), y “Apocalypto” fue una extraña odisea precolombina en lenguas mayas. Acá, el (bastante preconciliar) católico Gibson se engancha en la historia de un adventista del Séptimo Día, quizás por su manera de vivir la fe, o porque le permitió combinar pacifismo y tiros en una sola obra. La cinta relata la historia de Desmond T. Doss, un adventista (real, murió en 2006), atrapado en una encrucijada: toda su generación se alista para ir a combatir en el Pacífico, pero él, por su fe y una serie de episodios personales que nos serán oportunamente develados, ha decidido abrazar el Sexto Mandamiento a rajatabla: “No matarás”. Nunca, bajo ningún concepto. Así que decidió ir como médico de batalla, pero sin tocar un fusil. Así, pasaremos la ordalía a la que lo someten para que abandone la milicia, hasta que se le cumpla el sueño y pruebe su heroísmo en una escaramuza episódica para la lógica de la guerra, aunque decisiva en la toma de Okinawa: la conquista del acantilado llamado Hacksaw Ridge, que le da título original al filme. Así, veremos como el buen Desmond se la juega por salvar y evacuar a todos los hombres posibles, incluyendo a los mismos que abusaron de él, como el sargento Howell, el duro capitán Glover y el agrio soldado Smitty Riker. Ellos forman parte de otro tópico del cine bélico: definirnos la unidad, el pelotón, como una comunidad de individualidades (el campesino, el soberbio, el galán, el estudioso, el inmigrante) que conviven en pos del objetivo; pero acá la idea es darle carnadura humana a la compañía del héroe de la jornada. Están los que morirán de entrada, los que lo harán más tarde, y los que serán salvados. Porque ésa es otra apuesta de Gibson: mostrar la banalidad en medio de ese encontronazo donde (como decíamos con respecto a Crane) al principio no se ve quién está del otro lado del humo, y cuando silban las balas siempre alguno la liga de refilón, de casualidad, o cae cuando casi se ponía a cubierto, y así... Por lo demás, el relato tiene un crescendo hasta un preclímax, el momento estelar del héroe y un segundo crescendo hacia la toma final de la posición. Es la dinámica de la guerra isleña (asalto, repliegue y nuevo asalto hasta la toma) lo que la emparenta con “La delgada línea roja” y “La conquista del honor”, además de una narrativa visual que nada tiene que envidiarles: al final, la historia del pacifista es una de las más intensas películas bélicas de los últimos tiempos. El creyente Andrew Garfield está acostumbrado a interpretar personajes socialmente torpes, así que el tímido pero decidido Doss (que era flaco como él) no le queda nada mal. El carácter bonachón que le imprime construye buenas químicas con sus contrapartes. Como la suculenta Teresa Palmer (una mezcla de Scarlett Scarlett Johansson y Rachel MacAdams), en la piel de Dorothy Schutte, su novia y luego esposa, o Hugo Weaving en una muy lograda actuación como Tom Doss (el padre alcohólico que vio morir a sus amigos en la Primera Guerra). También los convincentes y habitualmente eficientes Sam Worthington (Glover) y Vince Vaughn (Howell), y un interesante Luke Bracey (Smitty), que pasan del desprecio a la admiración. Por ahí también se luce Rachel Griffiths como la sacrificada Bertha, madre del muchacho vuelto hombre. Después hay buena acompañamiento en las participaciones de la soldadesca (Luke Pegler, Richard Pyros, Ben Mingay, Firass Dirani, Jacob Warner, Goran D. Kleut, Harry Greenwood, Damien Thomlinson, Ori Pfeffer), con varios australianos entre ellos: el buen Mel volvió a casa y rodó en Nueva Gales del Sur con algunos connacionales. Gibson nos da sorpresas, decíamos. Aquí el viejo héroe de acción encuentra al buenazo en medio de la violencia, al creyente entre la desazón, a la paz de espíritu en el corazón de la guerra. Una historia digna de contar.
Antiguos héroes olvidados “Jodorowsky’s Dune”, de Frank Pavich, dejó bien en claro los aportes que el fallido proyecto del historietista, escritor y cineasta chileno de adaptar la novela de Frank Herbert hizo a la industria del cine (introducir a Moebius y H.R. Giger al diseño para cine, la visión del robot al estilo Terminator, etc.). Una de esas cosas es la de crear una historia en la que desde un pequeño planeta desértico se sacuda a la galaxia toda. Y es también muy bíblico poner un personaje que revolucione todo desde un desierto en los márgenes (Slavoj Zizek dijo que la historia de Anakin Skywalker y su devenir en Darth Vader es el cristianismo visto desde el paganismo panteísta: el Mesías viene a dividir, y por eso deviene villano). Como sea, George Lucas mostró en 1977 un universo inocente de space opera (ese género de la ciencia ficción con un pie en la fantasía épica), donde la tecnología convive con los agrestes paisajes de planetas vacíos y olvidados, donde el ingenio se aplica a hacer funcionar un sable de luz para ser utilizado por monjes guerreros. Sí, en los episodios I a III se hizo foco en el populoso Coruscant (capital histórica de la República) y en el elegante Naboo, pero todo comenzaba otra vez (pero antes) con un huérfano en un desierto. Y en la nueva etapa post Lucas, liderada por J.J. Abrams, parece que no van a faltar huérfanos y desiertos. “Rogue One: Una historia de Star Wars” podrá tener sus propias inocencias, pero viene a llenar una de “Episodio IV: Una nueva esperanza” (la “Star Wars” original, para los viejos). ¿Cómo era eso de que un piloto habilidoso podía hacer volar toda la Estrella de la Muerte de un solo tiro? Todo gracias a unos planos que la rebelde Leia Organa, senadora por Alderaan (pronta a quedarse sin circunscripción gracias a la fatídica esfera) tenía que hacer llegar a la Alianza Rebelde. Quebrados Esta nueva película no tiene créditos en fuga ni marchas triunfales en su comienzo. No es un “episodio” siquiera. Y eso ya nos dice algo de todos sus personajes: no los conocemos, no tienen halo de leyenda, son protagonistas de una pequeña historia en el contexto de la guerra entre los rebeldes y el imperio. Apenas los conocemos los vemos rotos, quebrados, pasta de un sacrificio redentor en pos de un futuro mejor para futuras generaciones (“para todos la luz, para todos todo; para nosotros la alegre rebeldía, para nosotros nada”, decía el subcomandante Marcos). De entrada se nos mete en el destino de Galen Erso y su familia, compuesta por su esposa Lyra y su hija Jyn. Galen es un científico imperial que desertó y se fue de granjero a un mundo árido, hasta que su ex jefe, Orson Krennic, trata de forzarlo a retomar su trabajo en la Estrella de la Muerte, que está estancada, de tal suerte que Lyra muere, él es secuestrado y Jyn termina rescatada por Saw Gerrera, un rebelde cercano a la familia que la criará. Años después, Jyn es una forajida y presidiaria, rescatada por la Alianza por un motivo: Galen ha mandado un piloto a Saw con una información valiosa, y ella es la única que puede ganarse la confianza del renegado, hoy en disidencia con la conducción rebelde. Por eso la mandan a Jetha, una luna con un viejo templo de los tiempo de los Jedi (de donde el Imperio roba los cristales Kyber, base de los lightsabers, para la nueva arma planetaria), junto al capitán Cassian Andor de la Inteligencia rebelde y K-2SO, un androide imperial reprogramado que tiene problemas para callarse. Pero no es el más fallado. Jyn lleva años lejos de “la causa” de Saw y sus padres, yendo por la propia. Cassian vivió toda su vida por esa causa, y en su nombre cometió asesinatos y “cosas terribles”. “Hay diferentes tipos de prisiones. Usted parece llevar la suya consigo”, le dirá el ex Guardián de los Whills Chirrut ×mwe, un prototípico monje ciego armado con un palo (“Zatoichi”, dijo alguno por ahí, aunque ese no era monje), firme creyente en la Fuerza y antiguo responsable del templo, amigo de Baze Malbus, otro ex Guardián ahora descreído después de haberlo perdido todo (con más aspecto de mercenario que de otra cosa). Si los juntamos con el piloto desertor, Bodhi Rook, tenemos un óptimo equipo de antihéroes. Espías y soldados La primera parte de la historia es una especie de cinta de James Bond o de “Misión: Imposible”, yendo de planeta en planeta para conocer la debilidad secreta de la fortaleza imperial, para llegar a un clímax final, con la conformación de la tripulación Rogue One del título (“rogue” se puede traducir como el que va por libre, una unidad solitaria y desobediente), con una mezcla entre “La patrulla salvaje” y la Batalla de Yavin del “Episodio IV”. En el medio, también vemos las internas imperiales, con los choques entre Krennic y... el gobernador Tarkin. Sí: con la misma tecnología de reconstrucción digital a partir de imágenes de archivo usada en “Terminator Génesis”, y con el apoyo de la familia, lograron resucitar a sir Peter Cushing sobre el cuerpo y la voz del actor Guy Henry para que el Grand Moff Wilhuff Tarkin haga nuevamente (pero antes) de las suyas (hay otro caso de reconstrucción facial, pero no lo vamos a contar acá). Lo que sí vamos a mencionar (ya ha trascendido) es la aparición de Darth Vader, interpretado vocalmente como siempre por el veterano James Earl Jones (varios actores se pusieron la máscara). Al principio parece simple fanservice, terciando en la disputa de los antedichos desde Mustafar (el mismo planeta donde Obi Wan Kenobi lo quemó), pero sobre el final tiene una escena especial. Para el otro lado, el regreso de Genevieve O’Reilly como la senadora Mon Mothma (coordinadora de la Alianza) y de Jimmy Smits como Bail Organa (padre adoptivo de Leia) vienen a dar unidad con los Episodios I a III, así que el redondeo es hacia atrás y hacia adelante. Forajidos y burócratas Ya empezamos a nombrar intérpretes, así que metámonos en el elenco. Felicity Jones (nominada al Oscar por “La teoría del todo”, y la Felicia Hardy de la última “Spider-Man”) es un buen hallazgo: una belleza terrenal, pequeñita (1,59) y con adorables paletas en la dentadura (Beau Gadsdon, que junto a su hermana Dolly hace las versiones pequeñas de Jyn, también las tiene). No tiene el raro glamour desértico de la Rey que Daisy Ridley puso en “Episodio VIII: El despertar de la Fuerza”; su fuerza está en su pasta de heroína trágica, y la potencia que le pone la actriz al personaje. Lo mismo que Diego Luna como Cassian: entre ellos está lo mejor de las actuaciones, un rubro donde siempre se le pegó a la franquicia. Junto a ellos se luce Alan Tudyk como K-2SO: es el principal actor del mundo en captura del movimiento, así que le debemos un nuevo robot en su haber. También Donnie Yen como Chirrut, Wen Jiang como Baze y Riz Ahmed como Bodhi. Del lado opuesto, Ben Mendelsohn le da algunos buenos momentos a su Krennic, que en fondo es un burócrata mediocre sin la grandeza de un villano como Tarkin. Forest Whitaker le da vida a Saw Gerrera, personaje que apareció en las series animadas (lo que también confirma el canon), pero su interpertación de este rebelde con espíritu de bandido rural está un poco por debajo de las expectativas: le faltan algunos matices, y habla como una versión afónica de su Idi Amin de “El último rey de Escocia”. El celebrado Mads Mikkelsen se sale de los roles de villano para poner sus peculiares rasgos al servicio de Galen Erso, aunque no tiene tanto margen para explotarlo. Alistair Petrie se suma al elenco como el general Draven, el jefe de Cassian tan pragmático como él: la Alianza Rebelde no está hecha sólo de soñadores e idealistas. Podemos destacar aquí también los minutos de metraje de Valene Kane como Lyra Erso; después hay mucha participación coral, y cameos, por supuesto. De antes y de ahora Cameos que se funden con la miríada de referencias ocultas, con la combinación de batallas estelares al estilo clásico (más referencias) con los planos cortos a cámara en mano, enfatizando los momentos de actuación pura. Combinación como la que hace Michael Giacchino en la música: el autor del nuevo score crea nuevas marchas marciales y motivos sutiles, aunque sin la predominancia de los leitmotivs de John Williams. Los cuales se hacen presentes y se funden con la nueva partitura: especialmente el “Tema de la Fuerza” (“Binary Sunset”) y el “Tema del Lado Oscuro” (la célebre “Marcha Imperial”). Así, el equipo creativo (Gareth Edwards en la dirección, Chris Weitz y Tony Gilroy en la historia y John Knoll y Gary Whitta en el guión final) entrega una historia “realista” en este universo épico. Como en casi todas las revoluciones, quienes sólo conocen el régimen que pretenden derribar son unos expatriados del tiempo, que sólo pertenecen al momento que les tocó vivir. Quizás, si la revolución triunfa, algún día consagre un monumento a aquellos héroes olvidados que lo dieron todo por una buena causa.
La ética libertaria y el espíritu de Thoreau A Henry David Thoreau se lo conoce por dos obras. En “La desobediencia civil” (texto de cabecera de Mohandas Karamchand Ghandi, el Mahatma) trabajó sobre la idea de que el gobierno no debe tener más poder que el que los ciudadanos estén dispuestos a concederle, en la línea del liberalismo libertario, la de la “propiedad de uno mismo” y el “derecho a ser dejado solo” (“right to be let alone”, en “El derecho a la privacidad”, de Louis Brandeis y Samuel Warren). En otro orden de cosas, escribió “Walden”, una obra que relata su experiencia de dos años viviendo en un bosque cerca de Walden Pond, Massachusetts. Desde entonces, una y otra cosa se mezclan en el imaginario estadounidense, y los salvajes bosques de América del Norte se suelen presentar tentadores para quienes buscan desertar de una sociedad más o menos alienante o expulsiva (Sean Penn dirigió “Into the Wild” sobre la vida de Christopher McCandless, el viajero que quiso abandonar la sociedad y murió en la naturaleza): “Para los fugitivos. Para los que parten. Un conjunto de lugares donde sustraerse al imperio de una civilización que camina hacia el precipicio” (Tiqqun, “Llamamiento”). Hija de las doctrinas de John Locke y el puritanismo calvinista, la “cultura americana” es a la vez la madre de las libertades individuales y su opuesto: “Para que degenerase había que trasladar el acento de sus valores espirituales a los materiales”, lo que llevaría al “individualismo amoral, predispuesto a la subversión, al egoísmo, al retorno a estados inferiores de la evolución de la especie; otra reside en esa interpretación de la vida que intenta despersonalizar al hombre en un colectivismo atomizador” (Juan Domingo Perón, “La comunidad organizada”). O sea: la “cultura americana” es la madre de Donald Trump y el Tea Party, como también de Noam Chomsky y Naomi Klein (que es canadiense, ya sabemos). Viaje iniciático Toda la parrafada pretendidamente sesuda que nos antecede viene a poner la clave de lectura del segundo largometraje como director (y el primero con figuras actorales de peso) de Matt Ross, conocido por la serie “Big Love”; quien logra tejer unos cruces interesantes en los registros, entre la sátira, la crítica abierta a las sociedades modernas y a sus desertores, cierto clima entre el cine de Wes Anderson y el de Jason Reitman y el drama familiar más o menos clásico. Ben Cash es un padre de familia un tanto peculiar. Junto a su esposa Leslie, educada en la universidad como él, decidieron formar una familia cada vez más alejada de la sociedad: empezaron en una granja y terminaron en una casa en medio del bosque, en el Estado de Washington. Allí educaron a seis hijos: Bodevan (“Bo”, el mayor), Kielyr y Vespyr (dos adolescentes coloradas que parecen mellizas), Rellian (un preadolescente con carácter) y los pequeños Zaja y Nai (niña y niño, rubiecitos y simpáticos). Todos con nombres inventados para ser únicos, criados entre la supervivencia en la naturaleza y lo mejor de la civilización: la música de Bach, la literatura de Nabokov y Dostoyevski, la física teórica, la teoría política y varios idiomas. Todos emergentes de un mundo que desconocen más allá de los libros. La cosa es que Leslie ya no vive allí. Conforme pasan algunos minutos, nos iremos enterando de que volvió a la “civilización” para tratar un trastorno bipolar que la iba dominando, poniéndose al cuidado de sus padres, Jack y Abigail, conservadores y pudientes. Finalmente, Ben se entera de que Leslie se suicidó, y que sus padres la sepultarán, contradiciendo su última voluntad. Un poco por impedirlo, y un poco por la presión de los chicos por despedirse de su madre, el patriarca termina organizando una excursión en la que la pibada conocerá a la familia de su tía Harper (la hermana de Ben) y a sus conflictivos abuelos maternos (que odian a su padre). Pero también se convertirá en un viaje iniciático a la inversa, como el que hacen algunos amish: en la ciudad conocerán el consumismo, la obesidad endémica, la cultura de masas, pero también la tentación de pertenecer a algún sitio: la voluntad del mayor es estudiar en una universidad, y la del otro varón de ser más “comunes”. ¿Sirve el conocimiento abstracto sobre un mundo en el que no vivimos? ¿Podemos generar los anticuerpos (metafóricos) si estamos afuera de ese mundo? ¿Debemos privarnos de los elementos evolucionados del mismo? Esos dilemas atravesará la familia Cash, en un periplo que combina emoción, tensión y humor de diferentes tenores. Personalidades Más allá del ritmo tranquilo, con su progresión, clímax y resolución (argumental y filosófica), aplicado por Ross, el que hace funcionar la máquina es Viggo Mortensen. El hincha de San Lorenzo tiene esa voz rara y esa facilidad para transmitir en el silencio que usó en sus colaboraciones con David Cronenberg, pero es también capaz de reírse y cantar. Y mete su aporte “argento” también: Ben Cash, entre sus costumbres extrasistémicas, toma mate. Como oponente, de estampa temible y carnadura humana, dueño de gran economía de recursos, aparece el veterano Frank Langella en la piel de Jack. Pero el principal contrapeso está en los chicos: George MacKay (un Bodevan en plena revolución hormonal), Samantha Isler y Annalise Basso (las intensas Kielyr y Vespyr), Nicholas Hamilton (el temperamental Rellian), Shree Crooks (la adorable Zaja) y Charlie Shotwell (Nai, el de las preguntas). Kathryn Hahn le aporta a su Harper todo el amor de hermana y la mejor onda de ama de casa americana, mientras que Steve Zahn le pone el cuerpo a Dave, su bonachón marido; Elijah Stevenson y Teddy Van Ee completan la familia como Justin y Jackson, los pelmazos hijos de la pareja. Completan el reparto Trin Miller (Leslie en recuerdos y sueños), Ann Dowd (Abigail), la promisoria Erin Moriarty, con alguna andadura en la serie “Jessica Jones” (aquí como Claire, un interés de Bo) y Missi Pyle (Ellen, madre de la chica). Como dijimos, el final tiene su lección, en la que no ahondaremos. Quizás podamos decir que si bien “no es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma” (Jiddu Krishnamurti), el espacio de libertad viaja con nosotros, y el cambio sólo se pueda aplicar sobre un mundo que hagamos propio.
Héroe exprés para un pueblo necesitado ¿Qué tiene en común el capitán Sullenberger con el viejo conservador de “Gran Torino”, con el Chris Kyle de “Francotirador”, con los marines de “La conquista del honor”, con la Christine Collins de “El sustituto” (estos tres, personales del mundo real, como en esta nueva entrega), incluso con la boxeadora tardía de “Million Dollar Baby”? En todos los casos, se trata de personas comunes, estadounidenses promedio (o lo que el viejo Clint entiende como tal): gente del interior de Estados Unidos, esposos y padres de alguien en la mayoría de los casos, con un paso por las Fuerzas Armadas, sin estudios universitarios ni trabajos respetables. Se nos viene aquí el concepto de Bloom, que Tiqqun define como “ese ser que vive ‘en el interior más general’, en quien toda diferencia sustancial con los demás hombres ha sido efectivamente abolida, quien es cualquiera incluso en el deseo de singularizarse, pero que no lo sabe”. Léase: todo lo que tiene de singular es parecido al del vecino. Pero todos ellos se distinguen por algo: por una decisión personal, una epifanía, o un “acto de Dios” (o sea, una circunstancia del destino) se convierten en héroes, o en mártires, o en individuos admirables. Y cuando ello sucede, el sistema (la sociedad, el Estado, los altos mandos) suelen confrontarlos, en muchos casos porque los necesitan singulares pero no tanto. Alguien dijo por ahí que Eastwood tiene un personaje fetiche, el cowboy, al que va vistiendo con diferentes trajes. Pero esta hipótesis no sería tan apropiada, en la medida en que el cowboy es un personaje intrínsecamente épico (y más en el spaghetti western, donde se recibió de vaquero: para los italianos, el oeste es una especie de Tierra Media más que un período civilizatorio). Además, el “cowboy bueno” es un personaje sistémico: es un integrante de la “barbarie” ganadera que se pone del lado de la “civilización” de los granjeros. Volviendo: Eastwood nos habla de que el héroe no es épico hasta que le toca, que el héroe puede estar adentro de cada uno de nosotros. Arriba y abajo Metámonos un poco en la historia. Chesley “Sully” Sullenberger era el capitán del vuelo 1549 de US Airways, un vuelo de cabotaje desde el aeropuerto de LaGuardia (Nueva York) hasta Charlotte (Carolina del Norte), que despegó en la siesta del 15 de enero de 2009 y a poco de salir se llevó puesta una bandada de aves que destruyó los dos motores del Airbus A320, obligando a una solución heterodoxa: sin poder llegar a ninguna pista cercana, Sullenberger (ayudado por el primer oficial Jeff Skiles) logró acuatizar en el río Hudson, salvando a todo el pasaje y la tripulación. Esto fue célebre, y si el espectador no lo recuerda igual lo sabe a los cinco minutos del metraje. Lo que aborda después el guión firmado por Todd Komarnicki, basado en el libro del propio piloto junto a Jeffrey Zaslow, es la ordalía por la que tienen que pasar Sully y Skiles, a manos de todos los interesados en demostrar que no son héroes, que pusieron en riesgo las vidas de todos, y que si hubiesen hecho esto o aquello podrían haber llegado a alguno de los aeropuertos cercanos. Fundamentalmente, para cubrirse legalmente (la aerolínea, el fabricante, la Junta Nacional de Transporte). En esta parte el relato, se pone minucioso a la hora de mostrar la serie de pruebas técnicas, simulaciones y evaluaciones de desempeño (no es difícil imaginar al piloto y cineasta Enrique Piñeyro mascando pochoclo y buscando aciertos y desaciertos), pero se distiende al dosificar información sobre los 208 segundos clave, volviendo siempre desde otro ángulo, o enfatizando otro aspecto. La contracara de estas audiencias con severidad de juicio sumarísimo está afuera, en la calle. En medio de la incomodidad notoria que la Gran Manzana le genera al capitán texano, recibe las muestras de admiración y apoyo de “la gente de a pie”, del “hombre común”, que anda necesitado de héroes y buenas noticias: en plena crisis de las subprimes (que incluso afectó a Sully a nivel inmobiliario, al mismo tiempo en que teme perder su pensión), cuando el sistema financiero entregó a un malandrín de segunda como Bernard Madoff como “buey de piraña” (una cabeza de turco para esconder las tropelías mayores) y las últimas noticias sobre aviones habían tenido que ver con las Torres Gemelas, que “uno como nosotros” haya hecho lo extraordinario era un bálsamo para los corazones. Algunos plantean que subyace un alegato a favor de Donald Trump, en el sentido de que los “villanos” que atacan a Sully son la burocracia y los medios de comunicación. Sería muy arriesgado decir eso; lo que sí podemos afirmar es que en la visión de la cinta, Sully no es antisistema, sino que el sistema vendría a ser anti Sully. Quizás es lo que alguna vez han sentido varios de aquellos que votaron por el magnate: que la cosa era contra ellos. En el orden específico de la realización, vale destacar el cuidado trabajo de diseño de producción, a la hora de documentarse y reconstruir los detalles: la estética de los aviones, los uniformes, la caracterización física de los personajes; y sale airoso en uno de los desafíos que tiene el cine cuando reconstruye historias de pocos años a esta parte, el cual tiene que ver con la cuestión tecnológica: los celulares, los grabadores de microcasete de los periodistas, los televisores de tubo cediéndole su lugar a las pantallas planas. El indicado Más allá del chiste que han hecho varios de que nadie quiere volar con Tom Hanks, por haber sufrido varios accidentes de ficción, su elección tiene que ver con otra cosa. Mientras que otro Tom (Thomas Cruise Mapother IV), contemporáneo suyo, ha construido una imagen del héroe que siempre está a la vanguardia (con Ethan Hunt como personaje emblemático), Hanks tiene una parte de su carrera abocada a representar a personajes ordinarios en circunstancias extraordinarias: “Náufrago”, “La terminal”, “Capitán Phillips” (otro incidente real, con un capitán de un buque de carga) o “Puente de espías” (una intervención del verídico abogado James B. Donovan en la Guerra Fría); además, tiene mucho kilometraje interpretando a personajes históricos en general. En este caso, de la mano de la caracterización (el pelo blanco, el bigote) está eficiente, con ese toque de estoicismo con el que suele interpretar a personajes que soportan más que enfrentar su circunstancia. En el caso de Aaron Eckhart, su actuación es bastante precisa, sin excesos, y quien vea al Skiles verdadero luego tendrá la oportunidad de apreciar una semblanza física respetable. El resto del elenco acompaña, destacándose entre ellos Laura Linney (como Lorraine, la esposa del capitán, que trata de aterrizarlo a la distancia) y las azafatas: Molly Hagan (Doreen Welsh), Jane Gabbert (Sheila Dail) y Ann Cusack (Donna Dent). Algo de tensión agregan los investigadores Mike O’Malley (el “malo”) y Anna Gunn (la “buena”), junto al áspero Jamey Sheridan. Como yapa hay una aparición de Michael Rapaport como el bartender Pete (el toque neoyorquino), Katie Couric entrevistando esta vez para la ficción, y la aparición de Vincent Lombardi (el capitán del primer ferry que salió al rescate) también haciendo de sí mismo. A los 86 años, el viejo Clint sigue teniendo el pulso firme para la narración cinematográfica, y con el olfato listo para buscarle héroes al pueblo estadounidense... algo mejor que su olfato político.
Mundo visual con vida propia El Marvel Cinematic Universe (MCU) se va consolidando como proyecto a largo plazo, y como una definitiva segunda vida audiovisual para varias de las franquicias de la Casa de las Ideas; licencias del pasado los obligaron a prescindir de algunos personajes gloriosos (X-Men, Spider-Man hasta hace poco, Los Cuatro Fantásticos), por lo cual la apuesta fue hacia adentro: hacer popular el Universo Marvel que le gusta a los marvelianos. Así personajes como Iron-Man, Thor, Ant-Man, Capitán América y Vengadores históricos como Visión, Hawkeye, Viuda Negra y Bruja Escarlata (Hulk siempre tuvo su popularidad) se convirtieron en las estrellas de una historia que se mueve por ciclos, que rematan en una cinta de Los Vengadores (en acuerdo con Netflix, están haciendo algo parecido con sus “vigilantes”, que se van cruzando en series propias y ajenas: Daredevil, Jessica Jones, Luke Cage, Elektra, Punisher y Puño de Hierro). Al mismo tiempo, y manteniendo la unidad, los cerebros detrás del grupo han apostado por diferentes perfiles en cuanto a directores. Así, Kenneth Branagh llegó a “Thor” para poner el clima de drama shakespeareano; Peyton Reed (el de “Durmiendo con mi ex”, “Sí, señor” y la mítica cinta de porristas “Bring It On”) le puso el tono de comedia a “Ant-Man”, de la mano del protagonista Paul Rudd (que participó del guión); Jon Favreau (cercano al cine de acción) dirigió las dos primeras “Iron-Man”; y Joss Whedon (el cerebro que se adelantó una década con “Buffy la Cazavampiros”, y que se dio el gusto de participar en “Máxima velocidad” y “Toy Story”) quedó para dirigir las dos primeras “Los Vengadores” y agregar escenas escondidas aquí y allá, para dar sentido al conjunto. Aprendiz de maestro Dicha la parrafada anterior (ya podemos ver esas líneas de trabajo después de dos ciclos), vamos al punto: el personaje poco conocido, al menos hasta ahora, elegido para arrancar la etapa que rematará en “Los Vengadores 3” es el Doctor Strange, el maestro místico de la Marvel. E1 - DOCTOR STRANGE.jpg Y querían para llevar a cabo el proyecto a un director de terror (no malo, sino del género). Intentaron con Fede Álvarez, el que hace poco se lució con la sorprendente “No respires”; ante la negativa, fueron por Scott Derrickson, realizador de cintas muy “del palo” como “El exorcismo de Emily Rose”, “Líbranos del Mal” y la intensa “Sinister”. Pero acá Derrickson sorprende, porque pega el salto de la oscuridad como herramienta a un despliegue visual con pocos precedentes, con todas las luces y sombras que hagan falta. Vamos a la historia. Stephen Strange (sí, el apellido ya tiene chiste, que las ediciones españolas mataban como “Stephen Extraño”) es un magistral neurocirujano, con un ego sobredimensionado y un humor particular. Es una especie de Tony Stark del arte de curar: millonario, famoso, se mueve para la gloria personal. Pero como a Tony, también le llega su epifanía trágica: un accidente de auto acaba con la estabilidad de sus precisas manos. Sin solución para su problema, creyendo que su vida está terminada, un fisioterapeuta le cuenta de un caso milagroso de rehabilitación. Al final logra dar con el recuperado, que lo envía a investigar a Kamar-Taj, un lugar cerca de Katmandú, en Nepal. Allí llega a un templo místico liderado por Ancestral (The Ancient One) un personaje que aquí apostaron a cambiar de sexo, de hombre a mujer peladita, secundada por el maestro Mordo. En medio de su propia crisis (que derivará en la trama de la película) deciden aceptar a Strange, porque ven un potencial en él. Así, el que fue a curarse se verá metido en una guerra multidimensional contra el hechicero Kaecilius y el peligro que quiere conjurar sobre nuestras ignorantes cabecitas. Todas las dimensiones ¿Cómo contar visualmente las andanzas de unos maestros en el arte de moverse entre las dimensiones y los planos de la existencia? Derrickson se apoya en el diseño de producción de Charles Wood, la dirección de arte encabezada por Ray Chan y la fotografía de Ben Davis para hacer explotar un mundo visual vivo, en movimiento. Por encima de la estática grandilocuencia del Asgard de “Thor”, y sin nada que envidiar a la lección cinemática de los planos secuencia de “Los Vengadores 2” (punto para Whedon), el equipo creativo de “Doctor Strange” se luce especialmente en la “dimensión espejo”, donde los hechiceros alteran la realidad sin modificar nuestro plano: así, molduras, parquets, columnas y paredes se mueven como si fueran la versión animada de los grabados de M.C. Escher, el artista holandés que supo jugar con tramas y perspectivas para que se confundan figura y fondo, adentro y afuera, arriba y abajo. Porque también se perderá el arriba y abajo, con alguna influencia visual de “El origen” de Christopher Nolan, con sus ciudades plegadas sobre sí mismas; y también hay algo de “Interestelar”, otra apuesta de Nolan, en la concepción del Multiverso, con su particular paleta de colores. También, en el clímax (extraño formato de clímax para una película marveliana) alguien se acordará de “Al filo del mañana” y su loop temporal: punto para los guionistas (el realizador junto a Jon Spaihts y C. Robert Cargill). Pequeños y grandes gestos La elección de Benedict Cumberbatch como Strange es clave: con excepción de su particular actuación en “Agosto”, se ha lucido en personajes de gran ego y facetas oscuras, y su “Sherlock” televisivo agrega a eso un costado de humor inglés que le viene bien en este personaje, para dar el toque de “humor Stark” del MCU, aunque más atildado que el de Robert Downey Jr. Encuentra el punto medio entre el sabio y el novato en las nuevas artes. Tilda Swinton es otro desafío fuerte: apostaron a cambiarle el sexo a Ancestral (tuvieron que sacarle el artículo en la traducción) pero poniendo las fichas a la potencia andrógina de esta eficiente intérprete de pequeña figura, que puede decir mucho con los más mínimos gestos (el esbozo de una sonrisa, un pequeño ladeo de cabeza) y al mismo tiempo prestarse junto a sus compañeros al despliegue físico de la acción. Mads Mikkelsen como Kaecilius es una buena elección: fue Hannibal Lecter en televisión y villano de Bond (“Casino Royale”) así que sólo con su cara sin maquillar demasiado le creemos que es capaz de mandar nuestra realidad a la porra. Con Chiwetel Ejiofor lo que le cambian a Mordo (que acá no es barón) la etnia, y el intérprete logra construir un hechicero atribulado, incapaz de controlar “sus demonios”, aunque haya creído mucho tiempo que sí: acá también hay ambigüedad, aunque Mordo quiera aclarar las cosas. Rachel McAdams es una actriz de talento, pero su Christine cumple la función de anclaje terrenal del buen Stephen, como cuando pusieron a Natalie Portman como interés romántico de Thor. Christine es humana en serio, médica de vocación, y se preocupa por el doctor como nadie en el mundo. Benedict Wong (el Kublai Khan de “Marco Polo”) completa el staff principal como precisamente Wong, el bibliotecario de Kamar-Taj, vigilante de secretos rituales. “Doctor Strange” es un gran comienzo para la tercera etapa del MCU, y las taquillas lo confirman: sería el mejor debut de un personaje individual de Marvel. Mientras tanto, podemos sonarnos los nudillos: lo que viene tiene que ver con martillos y melenas rubias, mientras siguen apareciendo Gemas del Infinito. Hay un Guantelete que espera.
Antiguos nuevos héroes Ya para las dos partes en que se adaptó al cine “Harry Potter y las reliquias de la muerte”, Joanne Kathleen Rowling cambió su relación con el mundo cinematográfico, involucrándose como productora (ahora puede agregar las siglas de la Producers Guild of America a su nombre). De sólo relacionarse a través de la escritura (dijo más de una vez que la saga audiovisual del joven mago no interfirió en su escritura, salvo cuando incorporó en su cabeza la imagen de Evanna Lynch como Luna Lovegood) ahora, más suelta de cuerpo al encarar otra faceta de su mundo mágico, se animó a escribir el guión de “Animales fantásticos y dónde encontrarlos”, inspirada en un libro suyo del mismo nombre. Decimos inspirada porque en el mundo potteriano ese título corresponde a una obra enciclopédica escrita por el magizoólogo Newt Scamander, y la cinta es la primera de una (supuesta) pentalogía que narra las aventuras del investigador mientras lo elaboraba. Ambientada en 1926, no sólo es un viaje hacia el pasado del mundo mágico, sino que lateralmente acompaña la saga generacional propuesta por la autora británica: los que pasaron de niños a adolescentes a la par que Harry, Ron y Hermione, acá entran al mundo adulto con los nuevos héroes. A la americana Equipo que por supuesto está encabezado por el propio Scamander, extraño personaje con mucho de nerd: tengamos en cuenta que es científico y mago al mismo tiempo, todo un quebradero de cabeza. El buen Newt ama a las criaturas fantásticas y las estudia para poder explicárselas a su comunidad, aunque su andar antisistémico le ha valido una expulsión de Hogwarts (aunque tiene el apoyo de Albus Dumbledore para seguir investigando). Llegado a Nueva York por motivos relacionados a su trabajo, involucra sin querer a un muggle (Jacob Kowalski), que por un equívoco de comedia de enredos termina liberando algunas criaturas. Los disturbios ocasionados se mezclan con otros de una índole más ominosa, así que el magizoólogo caerá en la volteada, involucrándose con Porpentina “Tina” Goldstein, una auror suspendida en funciones al servicio del Macusa (Magical Congress of the United States of America). Porque claro, en los prosaicos Estados Unidos, no hay Ministerio de la Magia, sino una cámara legislativa y una presidente afroamericana (Seraphina Picquery); una maga puede ser judía (Goldstein), y los aurores lucir como los Intocables de Elliot Ness; y llamar no-majs (no-magos) a los muggles. En plena época de la Prohibición (como se llama todavía en Estados Unidos a la Ley Seca), las criaturas mágicas se reúnen en sus propios speakeasy, diríase que más saludables que los que funcionaron en el mundo terrenal; y la brujería es perseguida por los Segundos Salemers, proyecto de grupo persecutorio puritano heredero de los que quemaban brujas. En síntesis: parece que Rowling ha entendido bastante de qué se trata eso que llamamos Estados Unidos. Paralelamente, ya de entrada se nos cuenta con una secuencia de recortes periodísticos (ingeniosa idea para meterle información en la cabeza al espectador a alta velocidad) de las tropelías de Gellert Grindelwald, una especie de Magneto de esta franquicia: alguien que está harto de esconderse, y quiere desatar una guerra. ¿Qué tiene que ver esto con lo que veníamos contando? La mejor forma de averiguarlo es ir a ver la cinta (sí, ya sabemos que es una proyección digital pero permítanos, amigo lector, conservar la palabra para mayor riqueza del lenguaje). Lo que sí diremos es que el buenazo de Newt y la espabilada Tina, acompañados por el simpático Jacob y Queenie, la graciosa hermana legilimens (lectora de mentes) de Tina, tendrán que armar equipo cuando les tiren de todos lados. Entre dos mundos Desde el punto de vista visual, David Yates (el que llevó la mayor y más consistente parte de la saga de Harry) da un volantazo: más que un contrapunto entre el mundo muggle y el mágico, aquí apuesta al segundo insertado en el primero, con persecuciones por la Nueva York de los años ‘20: quizás porque ese mundo es para el espectador tan fantástico, y tan construido por el cine, como la Escuela Hogwarts. Stuart Craig y James Hambidge, como diseñadores de producción, tienen la tarea de liderar a los responsables estéticos para esta reconstrucción de época con el agregado hechiceril; entre las cabezas visuales destaca la de la mítica vestuarista Colleen Atwood, que a lo mejor aquí no tiene ninguna creación grandilocuente, pero juega con la paleta para que uno los identifique en un afiche a una cuadra (el abrigo azul sobre marrón de Newt, el gris de Tina, el abrigo claro de Queenie, el cuero en los sobretodos de los aurores, el negro en la ropa de Credence, entre otros). De yapa, está la música de James Newton Howard, que agrega orquestaciones abiertas y climas de aventura. Rostros A la hora de pensar en un elenco, Yates combina sorpresas con confirmaciones. La elección del ascendente Eddie Redmayne como Newt resulta precisa: el coloradito recicla en otra clave varios de los tics que explotó en “La chica danesa”: las sonrisas incómodas y el modo especial en que esquiva el contacto visual son parte de la clave de este héroe parte tímido, parte pelmazo y parte entrañable. De igual modo, recurrir a Ezra Miller como el joven Credence Barebone (clave en la historia) es un buen as en la manga: después de “Tenemos que hablar de Kevin” y “Las ventajas de ser invisible”, es número puesto para jovencito problemático, y da cosita. En otro extremo, sorprende ver a Katherine Waterston en la piel de la voluntariosa y recatada Tina, si la recordamos como la hipersensual Shasta Fay de “Puro vicio” (Rowling podría jugar un torneo de nombres contra Thomas Pynchon: Nymphadora Tonks, Bellatrix Lestrange y Luna Lovegood contra Shasta Fay Hepworth, Petunia Leeway y Japonica Fenway). Es que el papel de “rubia de New York”, de “boquita pintada”, es para la cantante Alison Sudol, que le pone onda a su Queenie. Dan Fogler usa todas sus dotes de comediante para animar a su Kowalski, el “rol bufo” de la trama, con solvencia. El resto acompaña: Colin Farrell pone facha y gravedad al agente Graves, el mismo que esconde un secreto. Carmen Ejogo es una Picquery imperativa, Samantha Morton hace de taquito a Mary Lou, la temible líder de los Segundos Salemers, Ron Perlman se divierte como el taimado Gnarlack, puesto más fulero que al natural gracias a los efectos. Hay una aparición del mítico Jon Voight como para engalanar la cosa, y dos cameos de personajes que serán claves en el futuro... Sólo diremos que Yates ya trabajó con uno de los fetiches de Tim Burton (Helena Bonham Carter) y ahora con el otro. La cosa va por el lado de Grindelwald: sabemos cómo terminó, y cómo su vida se relacionó con las de Dumbledore y Voldemort (ahora lo podemos nombrar sin miedo). Lo que resta es descubrir el camino que cruce el siglo XX en el reverso de nuestro poco fantástico mundo: el viaje no ha hecho más que comenzar.
Fuera del mundo Tim Burton tiene la particularidad de hacer propios proyectos de formato más comercial, o donde se hace cargo de historias ajenas. Quizás las dos cintas que realizó sobre Batman hayan sido suficientes para afirmarlo, allá lejos y hace tiempo. Pero el cineasta fue expandiendo su universo estético y temático, con las recurrencias del caso. Y en Miss Peregrine y los niños peculiares vuelve a insistir, empatizando con algunos aspectos de la novela de Ransom Riggs, con los cambios del caso (Jane Goldman fue la encargada del guión). Porque si bien está ese espíritu de literatura juvenil a lo “Harry Potter” (alguno dirá que muggles vs. magia es un poco burtoniano), también podemos encontrar tópicos que nos resultarán familiares de trabajos anteriores como “Un gran pez” (que se basaba en una novela de Daniel Wallace, aunque para todos sea Burton en estado puro), “Charlie y la fábrica de chocolate” y “Alicia en el país de las maravillas” (el buen Tim ameritaría tener un “Peter Pan” en su filmografía, ¿no?) y hasta “El joven manos de tijera” (también hace mucho, parece mentira). Algunos de estos temas son: la contraposición del mundo de los niños con el de los adultos (pero con una definición de lo infantil que no es la habitual), del terreno de la fantasía (con cierto sabor gótico, casi siempre) y el mundo cotidiano (y la falta de crédito a los relatos sobre ese mundo), de espacios imperecederos contra el paso del tiempo, que incluye el despertar amoroso y el devenir del niño en adulto. Y vinculado a eso, cierto elemento de romanticismo decimonónico, de la “amada inmortal” rubia, pura, con vestidos claros: la escena de Winona Ryder como Kim, bailando bajo la nevisca en “El joven manos de tijera” está en la historia de la poesía cinematográfica, y la toma congelada de Alison Lohman como Sandra en “Un gran pez”, con los pochoclos en el aire, también forma parte de nuestro acervo cultural. En la cinta que nos ocupa, lograr esto llevó a un intercambio de poderes, para que la heroína sea etérea y celestial. Viejos cuentos Pero para llegar ahí tendríamos que contar un poco el argumento. La historia arranca en Florida, en el lugar menos mágico del mundo, al menos en lo que respecta a sobrenaturalidades (el “Sunshine State” tiene sus propia magia, dirán algunos). Allí vive Jake, prototipo de adolescente looser como Daniel-san. Su padre es un señor buenazo pero medio pavo, que dedica su vida al estudio de las aves, tema sobre el que nunca termina un libro, casado con una señora también muy terrenal (prototipo de la familia muggle, dirían los fans de Harry Potter). El personaje diferente es su abuelo Abe, veterano de la Segunda Guerra con el que tiene una relación especial: el anciano lo cuidó muchas noches, en las que le contó historias fantásticas de un hogar para niños especiales en el que vivió, y del que se fue cuando entró al Ejército. Historias que con el tiempo y los comentarios ajenos Jake fue desestimando. Pero todo cambia con una llamada desesperada de Abe, y cuando el nieto va al rescate, lo encuentra agonizante y sin ojos; en sus últimas palabras, alcanza a decirle de una postal y un pájaro. La postal es de una isla en Gales, donde estaba el hogar, y la terapeuta a la que sus padres lo envían para tratar el dolor apoya su idea de ir con su padre a conocer aquellas tierras. Para su desazón, el hogar fue destruido por un bombardeo alemán en la guerra, pero pronto Jake descubrirá en qué forma se han mantenido a salvo sus habitantes: su directora, Miss Alma Peregrine, es una ymbryne, una “peculiar” con el poder de crear bucles temporales, perpetuando un día para siempre. Jake conocerá así a los niños peculiares, algunos pequeños y otros adolescentes, intactos como en tiempos de su abuelo, mientras afuera el mundo siguió su curso (“Hook”, de Steven Spielberg, exploraba eso en el mundo de Peter Pan). Eso incluye a Emma Bloom, una chica más ligera que el aire, retenida por pesados zapatos; ahí vino el cambiazo: en la novela, Emma es piroquinética y aquí rota los poderes con Olive, quizás porque esa sutileza da más con el perfil de amada burtoniana. El muchacho descubre que alguna vez hubo un interés entre su abuelo y Emma, y sin quererlo empieza a tomar el lugar de Abe. Contamos todo esto a manera introductoria, porque no es más que el comienzo: el nudo de la historia tiene que ver con el peligro que acecha a los peculiares, su vínculo con la muerte de Abe y el destino al que está llamado Jake, empezando por descubrir cuál es su peculiaridad. Pero de eso sí no vamos a contar mucho. Universo propio La puesta visual se apoya en el diseño de producción Gavin Bocquet, acostumbrado a trabajar en producciones grandes, con grandes equipos de dirección de arte y varios estudios de efectos especiales. También en la fotografía de Bruno Delbonnel, que salió de Europa de la mano de “Amelie” y ya trabajó un par de veces con Burton: él termina de delimitar los espacios entre el soleado hogar estadounidense y la isla galesa con su aura de nubes y misterio. Y por supuesto en el diseño de vestuario de la ya mítica Coleen Atwood, una de las colaboradoras más antiguas del realizador, conocedora de todos sus yeites estéticos. Para la ocasión, Burton ha convocado un elenco prestigioso y adecuado al objetivo, sin recurrir a sus fetiches actores (no están ni Johnny Depp ni su esposa Helena Bonham Carter). Así convocó al eficaz Asa Butterfield (revelación de “La invención de Hugo Cabret” junto a Chloë Grace Moretz, estrenado como adolescente en “El juego de Ender”) para que se haga cargo del rol protagónico. Junto a él aparece Eva Green como Miss Peregrine: en su primer papel de “mujer adulta” (no es aquí sujeto erótico, ni la desnudan) ejerce una presencia fuerte y maternal a la vez, sin dejar de ser intrínsecamente bonita. El papel romántico lo ocupa Ella Purnell, una promisoria y cachetona muchacha, a la que vimos como la Maléfica niña, y aquí ejerce de casta heroína. Tendríamos que sumar a este lote a Chris O’Dowd, un Franklin Portman (padre de Jake) querible pero un poco pelmazo, y por supuesto a Samuel L. Jackson, que se divierte como Barron, un villano tan temible como cargado de elementos de comedia. Segundos adentro Entre los secundarios tenemos grandes nombres, como el veterano Terence Stamp (a los 78 se lo ve muy lozano) en el rol de Abe, con su característica voz rasposa y su mirada penetrante de galán. Tan de taquito lo suyo como lo de Dame Judi Dench en el rol de Miss Avocet, otra ymbryne, y la aparición de Allison Janney como una terapeuta con secretos. Sobre Rupert Everett poco agregaremos, ya que lo suyo apenas pasa de cameo. Los que conquistan al espectador son los niños peculiares, a varios de los cuales queremos seguir viendo en la pantalla: Finlay MacMillan (Enoch, el amo de marionetas), la interesante Lauren McCrostie (la piroquinética Olive), Hayden Keeler-Stone (Horace, el que proyecta sueños), Georgia Pemberton (Fiona, la que controla la vegetación), Milo Parker (Hugh, el chico de las abejas), Raffiella Chapman (Claire, la del “secretito” en la nuca), la querible Pixie Davies (Bronwyn, la pequeña fortachona), Cameron King (el invisible Millard, una presencia en la ausencia) y Joseph y Thomas Odwell (los silenciosos y encapuchados mellizos). De la novela hay secuela... así que quizás a estos “raritos” simpáticos les queden algunas aventuras por vivir.