Antes de remontar al cielo Lorena Muñoz tiene la virtud de acertar con los tiempos. Junto a Sergio Wolf llegaron a tiempo para encontrar a Ada Falcón poco antes de su muerte y confrontarla con su pasado, en “Yo no sé qué me han hecho tus ojos”. En su siguiente documental, “Los próximos pasados”, mostró la historia del “Ejercicio plástico”, el mural de 360 grados de David Alfaro Siqueiros, antes de que termine de destruirse arrumbado en contenedores oxidados (lo que fue parte del impulso a que el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner rescatara la obra para el Museo del Bicentenario, y que no se la lleven a México). También se hizo tiempo para casarse con Benjamín Ávila y colaborar con él en “Infancia clandestina”, una de las dos películas (junto con “Wakolda”, de Lucía Puenzo) donde Natalia Oreiro demostró que la única paquita no rubia de la historia era una actriz de fuste. Ahora Muñoz vuelve a ser el centro de una alineación de planetas, y logró estrenar “Gilda, no me arrepiento de este amor” en el vigésimo aniversario de la muerte de la cantante. Y logra una pieza que no tiene nada que envidiarle a tantos biopics que nos envían desde las factorías hollywoodenses (el show en la cárcel es más extremo que en “Johnny y June”). Aquella mujer La consigna fue encontrarse con la Gilda viviente, levantando su carrera sin mitografías, sólo a fuerza de sus canciones y de una química que se generaba en el escenario. Pero antes de eso, salir a buscar a Miriam Alejandra Bianchi, la maestra jardinera insatisfecha que un día decide ir a una prueba para cantantes tropicales. Tematizar ahí el ADN musical heredado de un padre fallecido, y la lucha de todo artista entre la realización de sus sueños y el sostenimiento de la vida que el sistema le ha preparado (el matrimonio, los hijos, el trabajo). Curiosamente, la muerte encontró a Gilda junto a su hija y su madre, justo cuando parecía que había armonizado los mundos. Y esa tensión también se expresa entre las dos figuras masculinas (fuera del padre ausente) que signaron su vida: Raúl Cagnin, el marido al que amó, su anclaje al mundo cotidiano; y Juan Carlos “Toti” Giménez, su descubridor, socio y después algo más, el que la introdujo al mundo áspero y difícil de la bailanta porteña. Ambiente en el que Gilda venía a romper, y la película se encarga de mostrar, con mayor o menor énfasis, en qué aspectos: muy flaca y angelical en un mundo de artistas sexualizadas; autora de sus canciones, en una industria de repertorios impuestos; centro de la atención, aun en lugares donde se esperaba que la gente fuera a bailar; y rebelde contra los contratos leoninos y la “mano pesada” del submundo tropical. Y capaz de hacer sentir a cada espectador que le estaba hablando a él: por ahí está la base de la santidad, aunque aquí apenas se muestre en un par de pinceladas. El verosímil En su primera ficción como directora, Muñoz logra una panoplia de recursos interesante. Por un lado recurre a la combinación de cámara en mano en planos cortos con una fotografía naturalista en las tomas diurnas (lo que genera luces y sombras), algo que se está imponiendo como estética verista para los filmes “basados en hechos reales” (Pablo Trapero hizo lo mismo en “El clan”). Pero eso lo combina con la toma interna-cenital de la escena de apertura (la salida de un féretro de un coche fúnebre), los colores expresionistas del mundo de la noche, y la cámara abierta para que entre toda la banda con el público, por ejemplo. En cuanto a la narrativa, hay un cuidado en las elipsis, con saltos precisos, retratando momentos clave en la espiral ascendente de la carrera de Bianchi, combinados con flashbacks para abordar la infancia y adolescencia del personaje. Y por supuesto, se introducen de a una todas esas canciones que convirtieron a Miriam en la inesperada estrella de la cumbia. Esa búsqueda del verismo está en la participación de los músicos sobrevivientes de la banda interpretándose a sí mismos (y tocando en la banda sonora), y en la invitación a fans de Gilda a ser extras. Los rostros abajo del escenario son de verdad, como reales son los lugares de las actuaciones: nada hay de glamour agregado, pero tampoco de énfasis en estéticas “marginales”, como ha trabajado cierto cine nacional. Por supuesto, fiel a su formación, la directora realizó previamente un extenso trabajo de documentación, lo que redunda en una cuidada reproducción de una época reciente (lo más difícil; alguno afirmará que los amplificadores Wenstone ganaron presencia años después), la reproducción de los looks (ver reconstruida la sesión del póster más famoso, el del tocado de flores, es un gran impacto) y material para que la protagonista arranque a trabajar. Cuerpo y alma Natalia Oreiro también ha acertado aquí en los tiempos. Años atrás protagonizó una novela llamada “Corazón valiente”, y en esa ocasión grabó una versión rockera de dicho tema. En aquel entonces tuvo que ponerse en forma para interpretar a una boxeadora, y hoy llega con la edad justa y bastante flaca para interpretar a uno de los mitos populares argentinos (algunos hablan de que existió la posibilidad en la década pasada, más justo es hoy). Desde su primera escena (atándose el pelo frente al espejo, rulos y flequillo, el guardapolvos de jardinera y la mirada triste) vemos en ella el physique du rôle en el corte del rostro y la estatura (algún purista dirá que Gilda tenía los labios más gruesos). Sí, además baila y puede sacar los pasos, y cantar todos los temas. Pero la cosa va más allá: realmente hay que hacer un esfuerzo por momentos en recordar que la que está frente a nosotros es Oreiro, a quien no dejamos de ver en pantalla desde aquella publicidad de tampones de hace más de 25 años. Es un mérito para cualquier actor célebre desaparecer detrás de la máscara del personaje, y Natalia lo logra holgadamente. Compañeros de ruta Javier Drolas llegó sin tanta prosapia en el cine para ponerle el cuerpo a un Toti enamorado, un poco raro él también para el ambiente. Del otro lado, Lautaro Delgado (Lady Di en “Kryptonita”) construye un Raúl terrenal y celoso, pero en un punto comprensible. Susana Pampín logra en su Tita Scioli la imagen de la madre un poco opresiva, guardiana del mandato y contracara de la libertad que representa el Omar Bianchi de Daniel Melingo, que interactúa en los flashbacks con Ángela Torres como la Miriam adolescente. En el lado oscuro, sobresale la presencia contundente de Roly Serrano como el Tigre Almada, caudillo de la movida que trata de mantener cautiva a Gilda, con el Waldo de Daniel Valenzuela como un secuaz temible (un personaje que le sale de taquito). Más allá del aporte en la música original de Pedro Onetto, Guillermo Beresñak lidera la producción para que Oreiro, Torres, Melingo, Ricardo Mollo (todo queda en familia) y los músicos originales reconstruyan buenas versiones de los clásicos de Gilda y alguna otra canción solidaria con el relato. Con eso y poco más, Lorena Muñoz logra dar con una carnadura, con la mujer antes de la santa, antes de la leyenda: antes de remontar al cielo.
Terror en las ruinas imperiales Desde hace unos años, las iniciativas más o menos novedosas, sea en temática o en modos de producción, parecen darse en el terreno del terror o el thriller. Allí están “La bruja” de Robert Eggers (premiada en Sundance) o “Avenida Cloverfield 10” de Dan Trachtenberg (apadrinada por J.J. Abrams), al menos en los últimos tiempos (corridos un poco del género, podemos pensar en “Hardcore: Misión extrema”, el experimento en primera persona de Ilya Naishuller, apadrinado por Sharlto Copley); y directores hispanos como el argentino Andrés Muschietti (“Mamá”), y españoles como el catalán Jaume Collet-Serra (“La casa de cera”, “La huérfana”) y Rodrigo Cortés (“Enterrado”) que, siguiendo la senda creada por Alejandro Amenábar con “Los otros”, rodaron con actores anglosajones y en inglés (Jaume Balagueró hizo “REC” y “Mientras duermes” en español y con actores españoles). El uruguayo Fede Álvarez viene para sumarse a esa línea con “No respires”: una producción que suma una idea original, la producción ejecutiva de Sam Raimi, actores y ambientación estadounidenses y la posibilidad de filmar en Hungría, en este camino de la “Hollywood global” (fuera de la escala de locaciones que ocupan, por ejemplo, series como “Game of Thrones”). A partir de su premisa inicial, Álvarez apuesta a un relato intenso y psicológico que mantenga al espectador atornillado a la butaca, con algunas vueltas de timón sorpresivas. Trasfondo político Si en “Avenida Cloverfield 10” latía una pregunta como: “¿Qué pasa si caemos en las garras de un psicópata que tiene razón en su visión de las cosas?”, acá una de las consignas podría ser: “¿Qué resulta del choque de unos héroes políticamente incorrectos con una víctima que resulta (en términos “morales”) peor que ellos?” Eso sumado al hecho de que obviamente la víctima inofensiva tiene que, para que el cuento funcione, ser mucho más de lo que parece. Lo que suma interés es el trasfondo. Así como en un filme de toma de rehenes como “El maestro del dinero” veíamos la posibilidad de hacer una lectura política, “No respires” hace lo propio en su planteo de la situación inicial; y es muy curioso que sea un uruguayo el que logre como al pasar, como si no fuera lo central (se supone que no lo es, en una cinta de suspenso, violencia y miedito), mostrar una foto de los Estados Unidos del presente. Contemos la parte que se puede contar, que es la que habla de todo eso. Estamos en Detroit, la otrora capital automotriz hoy devastada por la globalización de los empleos, llena de fábricas y casas abandonadas, “white trashes” (“basuras blancas”, apelativo estadounidense para los anglosajones pobres) desocupados y sin destino y veteranos lisiados sobrevivientes de las campañas imperiales de la era Bush. Money (que parece medio latino, y tiene contacto con un delincuente llamado Raúl) y Alex (hijo de un empledo de seguridad, que está muy pendiente de la legislación penal) integran una bandita con una chica llamada Rocky. La muchacha es madre soltera de una niña todavía inocente, hija de un padre que la abandonó y de una madre detestable que además trae los tipos que se levanta. Rocky sale con Money, pero Alex le tiene echado el ojo. Cuando se dan cuenta de que los robos de poca monta que logran gracias a datos de Raúl y las llaves y claves del padre de Alex no les van a servir para escapar, deciden dar un golpe definitivo: robar la casa (solitaria en un barrio vacío) de un veterano de guerra que cobró una indemnización porque su hija murió en un accidente. Y el viejo es ciego: papita pa’l loro. O eso es lo que creen ellos. Vibrar y pensar Ahí estallará el conflicto entre los tres intrusos y el señor, que como se irá imaginando el lector está más cerca de Daredevil que de Ray Charles. Y ahí Álvarez recurre a toda una batería de recursos que tienen su clímax en la estética de los visores de luz residual (“El silencio de los inocentes” fue probablemente su debut cinematográfico), para cierto momento de oscuridad donde el ciego gana ventaja (y aprovechando que esa imagen grisácea tiene su propio dramatismo). Después viene una retahíla de elementos que nunca fallan, entre la sorpresa y aquello que se puede anticipar unos segundos antes. La parte actoral también se basa en recursos mínimos, con el obvio cuarteto en los roles centrales. Para el rol de Rocky, Álvarez apostó por lo conocido y convocó a Jane Levy, quien fuera protagonista de su primer largometraje (“Posesión infernal”, donde también estuvieron el coguionista Rolo Sayagués, el director de fotografía Pedro Luque, ambos uruguayos, junto al compositor Roque Baños), así que está bastante ducha como damisela sufrida y en peligro permanente. Dylan Minette, uno que viene más o menos en ascenso (y también probó el terror), tramita con estoicismo a Alex, el más sensible del grupo de malandrines. Daniel Zovatto viene de “Te sigue”, y construye fácilmente un Money entre lumpen y prepotente: el tipo que a los cinco minutos sabés que la va a pasar mal en una película de estas. Finalmente, Stephen Lang fue elegido para interpretar al ciego: el villano de “Avatar” se la ha pasado haciendo de militar, y tiene el physique du rôle ideal para una actuación que es más bien física (un hombre maduro pero aguerrido y firme). Con esos recursos austeros Álvarez construye una cinta que será del gusto de los seguidores del terror y el suspenso, y al mismo tiempo se permite hablar de otras cosas. ¿Quiénes son los héroes en la sociedad estadounidense: un psicópata que “peleó por el país” o los excluidos del Imperio en su propia sede? ¿Qué opción elegir, cuando se nos ofrece la justicia para otros o la posibilidad de redención propia? ¿Qué cosas pueden hacerse por los hijos? Si todo esto logra meterse en un relato para revolear pochoclo al techo, nos habrán hecho pensar mientras nos entretenemos... y eso es un mérito para la obra.
La llamada de lo desconocido La tercera entrega de la relanzada franquicia de “Star Trek” tenía que tener gusto a nostalgia, debido a dos pérdidas que sufrió el elenco. Antes del rodaje falleció Leonard Nimoy, el Spock original encargado de unir los dos flujos temporales: el creado por Gene Roddenberry desde la mítica serie de 1966 y el nuevo, desarrollado por J.J. Abrams a partir de la primera entrega, en 2009. El pasado 19 de junio murió en un accidente Anton Yelchin, el nuevo Pavel Chekhov, antes de ver estrenada la cinta. A ellos dos está dedicada la película, y la falta del primero resultó una de las claves de la narración. Pero la gran determinante resultó ser el pase de Abrams a la otra gran escudería espacial, “Star Wars”, dejando a Justin Lin (asociado a la saga “Rápido y furioso” desde “Tokio Drift”) en la dirección y a Simon Pegg (que interpreta a Montgomery Scott) en el guión junto a Doug Jung, reemplazando a Roberto Orci, Alex Kurtzman y Damon Lindelof, que trabajaron en las dos entregas anteriores. Y el cambio se nota: si el relanzamiento tuvo una estructura un poco a lo “Star Wars” y la segunda se volvió más oscura (se subtitulaba precisamente “En la oscuridad”) y menos viajera, el tercer mojón de la nueva saga, merced a cierto fanatismo de los guionistas, está lleno de guiños y homenajes al elenco original y sus andanzas: cierta imagen de un grupo (no casualmente de los últimas aventuras, de los tiempos de “Star Trek V: La última frontera” o “Star Trek VI: Aquel país desconocido”), del cual quedan pocos sobrevivientes; la familia del nuevo Hikari Sulu como tributo a la salida del clóset de George Takei; y una apuesta por cierta ingenuidad general y unos intensos diálogos entre la tríada protagónica: el impulsivo Kirk, el generalmente analítico Spock (en lucha con su parte humana) y el temperamental doctor McCoy. En crisis La historia se sitúa a poco menos de tres años del viaje de cinco de la USS Enterprise, cuando se decidió el reabastecimiento en Yorktown, una base espacial neutral (cuya estructura urbana recuerda al toroide de “Elysium”, pero enroscado), donde además pueden reencontrarse con familiares y noticias. Allí, Spock (que ya venía en crisis en su relación con Nyota Uhura) se entera de la muerte del embajador Spock (su otro yo de un futuro alternativo), lo que lo termina de acercar a la idea de seguir su tarea de reconstrucción en Nuevo Vulcano. Por su parte, James Tiberius Kirk, que se metió a la Flota para demostrar que estaba a la altura de su padre, empieza a ver palidecer su entusiasmo y especular con quedarse en la base. En ese momento, llega una alienígena no identificada, que dice que su nave fue atacada dentro de una nebulosa. Allá parte el Enterprise para ver qué onda, cuando es atacado en una trampa por Krall, un extraño ser que parece albergar un particular odio por la Federación y su idea de armonía y felicidad intergaláctica. La nave cae en desgracia y Kirk, Spock, McCoy, Scotty y Chekov deben rescatar a su tripulación, haciendo alianza con Jaylah, la chica bonita y blanquecina que sale en todas las promociones. Clásico y moderno Y hasta ahí vamos a contar: lo que sigue es una serie de volantazos argumentales, revelaciones, un primer clímax espacial y una pelea final. Lo que podemos decir es que Pegg y Jung reforzaron los puntales de la saga original: la aventura, el lanzarse a lo desconocido, el protagonismo de los oficiales en la acción física y la defensa a ultranza del credo de la Federación (Roddenberry mandó un guiño cuando puso, en los convulsionados 60, a un ruso, un japonés y una africana en el puente, junto al primer oficial vulcano y los anglosajones del caso). El vínculo con las narrativas actuales está en el esfuerzo de Lin, que pone su sapiencia para contar a velocidad de vértigo una sucesión de hechos y su especialidad para la acción, allí donde el héroe se juega la vida en un salto, en un manotazo al borde de un precipicio. Acostumbrado a narrar con música actual, en este caso convive con la muy presente banda sonora orquestal de Michael Giacchino, aunque con revancha en el uso de hip hop de los 90 en dos ocasiones (en especial una: no se usaba la música como arma desde que Linn Minmei le cantó a los Zentraedis en “Macross/Robotech”). Los de siempre Uno de los aciertos de la serie original fue dar con un elenco memorable y fundamentalmente querible, capaces de sostener sus personajes cuando ya estaban envejecidos y gordos (el Scotty de un grueso James Doohan chocándose un caño en “Star Trek V” era un chiste sobre eso). Parte del legado de Abrams a sus continuadores fue apuntar a generar un cast firme y asimilable. Así, el Kirk de Chris Pine tiene un aire de carilindo ganador y heroico como sin proponérselo, más lanzado que el primer William Shatner. Zachary Quinto, uno de los actores más reconocidos del elenco, ha encontrado un punto justo para Spock, turbulento bajo la superficie. Karl Urban, lejos del Eomer de “El Señor de los Anillos” con el que se hizo conocido, aprovecha todo lo que puede para ocupar el rol bufo de “Bones” McCoy, siempre tratando de “sacar” a Spock. Zoe Saldana sigue siendo intensa como Uhura, a pesar de que quizás en ésta no tenga tantas escenas para lucirse. El que sí las tiene es el propio Pegg como Scotty, con algunos pases de comedia británica. Completan ese staff John Cho como un Sulu más osado de lo que parece, y por supuesto Anton Yelchin como un Chekov algo tímido y juvenil, un rol que seguramente no será reemplazado en próximas secuelas. Otras caras Fuera del “núcleo duro”, Idris Elba le pone el cuerpo a Krall, e incluso progresivamente su rostro (ahí hay uno de los secretos), un villano que arranca siendo unidimensional pero gana espesor con el correr del metraje. Y Sofia Boutella se explaya a sus anchas como Jaylah: un poco bruta, un poco mortal y un poco traumatizada (algún trekkie duro dirá que no es tan impactante como la Ilia de Persis Khambatta en la primera película de 1979, pero otro dirá que puede ser un rol recurrente como la Saavik de Kirsty Alley y Robin Curtis: a los trekkies les gusta discutir ese tipo de cosas). Joe Taslim aporta una actuación puramente física como Manas, el ladero de Krall y némesis de Jaylah, mientras que Lydia Wilson se pone bajo la piel (literalmente) de Kalara, la supuesta víctima intergaláctica. Deep Roy (aquel que le puso la cara a los Oompa Loompas de “Charlie y la fábrica de chocolate”) sólo aporta su físico al ingeniero asistente Keenser, mientras que Melissa Roxburgh tiene algunos minutos como la alférez Syl. Por último, la veterana Shohreh Aghdashloo hace una aparición como la comodoro Paris, responsable de la base Yorktown (y zafando de hacer de señora iraní por una vez). Quizás no estemos ante la cinta más vistosa en lo que va de la nueva saga, pero lo que se transmite es la voluntad de que sea una verdadera saga, y de recuperar aquella inocencia de antes, cuando todo era más sencillo. Antes, aunque sea en el futuro.
Las horas muertas Basta con quedarse hasta el final y ver las dedicatorias y los agradecimientos, pero poca gente se queda (y menos en funciones nocturnas); incluso la leyenda de que “cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia”. Ahí, la película se abre como una flor para liberar una fragancia intuida. Pero si no queda como opción acceder a las múltiples entrevistas que Ariel Rotter brindó cuando “La luz incidente” llegó al Festival Internacional de Cine de Toronto. Parece que el dato biográfico es éste: Rotter creció como hijo del segundo (y fugaz) matrimonio de su madre, viuda a su vez (siendo muy joven) del padre de sus hermanas mayores. El universo del niño que devendría cineasta tuvo entonces poca presencia paterna y un universo femenino integrado por las hermanas, la madre, su abuela y la otra abuela, la de las nenas, la madre de ese que no tenía categoría, porque no se puede ser padrastro retroactivamente. Ese que lo miraba desde un portarretratos venerado junto al otro, al del tío materno fallecido en el mismo accidente: los dos hombres venerados por ese gineceo (podríamos pensar, en un exceso de psicologismo, sobre la autopercepción del niño como único aporte de las segundas nupcias), en un ámbito anclado en el pasado. El ejercicio resultante tendría entonces algunos vínculos con el esfuerzo de Javier Daulte en su obra “Nunca estuviste tan adorable” (revisitada en las tablas santafesinas por Mari Delgado bajo el título “Quiero tener tu mano”), al menos en la vocación de reconstruir la historia familiar de la que uno es producto (dejamos al espectador el desafío de encontrar el cameo de Daulte en la película que nos ocupa). Pero mientras Daulte pensó su obra como una saga generacional, diacrónica, Rotter elige un corte casi sincrónico: un período en el tiempo que convive con los fantasmas de un pasado que se va reconstruyendo con el paso del metraje. Progresión Entonces, empezamos a comprender cosas. Como la lenta introducción de los personajes de la cinta y su mundo. La primera conversación de Luisa, la protagonista, y su madre, casi banal, ubicada en un departamento vintage, como las casas de las abuelas cuando éramos chicos: ambientes grandes, lámparas antiguas, cuadros ovalados, aparador con licores. Y la luz que entra por las ventanas en horas de la siesta o de la primera tarde: ésa es la verdadera luz incidente, omnipresente en una cinta rodada casi toda en interiores con ventanas abiertas a esa luz diurna, en esas horas muertas vespertinas que son más terribles cuando uno no quiere ver nada del mundo. Y más aún en el particular blanco y negro que logra la fotografía de Guillermo Nieto. Rotter introduce al personaje masculino, Ernesto (simpático pero algo torpe en lo relacional, y acostumbrado a manejar los tiempos), antes de mostrar el anillo de Luisa y a sus mellizas. Y recién ahí una escena aparentemente menor, en una oficina, aporta al espectador no sólo algunos datos específicos, sino que la tecnología del lugar termina de situarnos temporalmente (buen trabajo de dirección de arte de Ailí Chen, también esposa del realizador, o sea parte involucrada en la saga familiar). Y cuando entendemos la época, se nos abre también esa tensión entre el duelo de Luisa, su depresión callada y la presión familiar (hasta de su suegra) por que “rehaga su vida”; porque una mujer joven no puede no ser esposa y la aparición de un candidato dispuesto a “hacerse cargo” de las hijas es una oportunidad imposible de rechazar, aunque Luisa no quiere que las pequeñas pierdan registro de ese padre al que no pudieron conocer y disfrutar. Y eso es un hecho poco habitual en el cine argentino: una ambientación epocal sólo en usos y costumbres, sin marcas de historia política (otra cosa que lo acerca a Daulte). Silencios Por todo esto, “La luz incidente” es una película de silencios, de lo no dicho, de sobreentendidos en las miradas. Y eso requiere intérpretes a la altura. Empezando por el peso específico de Érica Rivas, lejos de su explosión en “Relatos salvajes”. Como Santiago Loza con Valeria Bertuccelli en “Extraño” (que tenía el mismo protagonista que “El otro”, la premiada cinta de Rotter: Julio Chávez, un maestro de la parquedad), aquí el cineasta logra extraer hondura dramática en recursos mínimos de la actriz, que llena la pantalla con su angustia y su look Audrey Hepburn (el rodete o la colita altos, el tapadito cruzado). Susana Pampín (que viene de hacer de madre de Gilda) se acopla al registro, al igual que Rosana Vezzoni como Mary (la empleada doméstica) y una Elvira Onetto al límite del mutismo como Nelly, la suegra de Luisa; ahí se inserta y la simpatía sin palabras de Greta y Lupe Cura como Julia y María, las nenas. La nota discordante la aporta Marcelo Subiotto como Ernesto: locuaz, un poco ganador, lleno de predicados sobre cómo deben ser las cosas. La otra cosa que corta los silencios es la música de jazz, compuesta (salvo un par de clásicos) e interpretada por el trompetista Mariano Loiácono, que además aparece en escena junto a su tropa: Jerónimo Carmona, en contrabajo; Pablo Raposo, en piano; Eloy Michelini, en batería, y Julia Moscardini, en voz. Con esas herramientas, el director (supervisado en guión por el histórico Jorge Goldenberg, una de las glorias de la Escuela de Cine de Santa Fe) construye un relato que no es fácil de entrada, pero que fluye apenas nos dejamos atravesar por la angustia de Luisa, los tironeos que sufre, las cosas de las que está segura. Y sí, hay una especie de tabú para Rotter: él mismo. Quizás haya otro tiempo, y otras películas, para seguir saldando deudas.
Algunos sentimientos nunca cambian Woody Allen ya se había metido con la década del ‘30 no hace tanto: con la celebrada “Medianoche en París” y con “Magia a la luz de la Luna” (en realidad ambientada en el ‘28), pero esos acercamientos tenían que ver con una Europa de entreguerras, años de libertad en los cabarets y en las mansiones de la alta sociedad. En “Café Society”, Allen vuelve a trasladar la acción a Estados Unidos (lo había hecho en “Triste y melancólico” del ‘99, en los años aciagos antes del “renacimiento” con “Match Point”), a caballo entre la Los Ángeles de la era dorada de Hollywood y su studio system, y su infaltable Nueva York. En realidad podríamos decir que son dos películas en una, y que cada ciudad es el eje de cada tramo en la vida de Bobby Dorfman, cada uno con su tono particular. Todo para narrar una historia que apela tanto a la comedia (de a pinceladas precisas), el culebrón (el triángulo amoroso, los que no saben y los que se dan cuenta) con elementos de la novela de educación sentimental dieciochesca (la experiencia que marca a fuego una subjetividad) y alguna referencia a “El gran Gatsby” (el muchacho que se abre paso en la gran sociedad y logra algún éxito, al costo de la derrota afectiva). El cruce también es de clase, entre la experiencia proletaria de su niñez y la bohemia burguesa de artistas y farsantes que ha sabido retratar como nadie en su obra (especialmente en el tramo de madurez). Iniciaciones Bobby Dorman es un muchacho judío de Nueva York, en la época en que Allen nació (es del ‘35), así que el realizador puede contar algo de lo que alcanzó a percibir en su infancia (como Borges con los malevos que habían desaparecido años atrás): aquellas familias judías que se repartían entre una clase trabajadora y esforzada y algunos muchachos que vieron la salida en el ambiente de las calles, junto a otros muchachones italianos e irlandeses. Menor de tres hermanos (un pandillero digno de Scorsese y una maestra casada con un intelectual comunista), Bobby sueña otra cosa, y la factoría de sueños por aquel entonces era Hollywood, en una época en que Greta Garbo y Errol Flynn todavía se codeaban con Hedi Lamarr y Barbara Stanwyck (claramente estamos en el ‘35, el año de estreno de “Woman in Red”). Así que se va a la costa californiana para emplearse con su tío materno Phil Stern, agente de estrellas de cine, quien se compromete finalmente a ocuparse de él. A cargo de su ambientación queda Vonnie (Veronica), secretaria de Phil, de quien el muchacho se enamora al instante, a pesar de que ella está con otro. No contaremos mucho de esa parte aquí, pero sí diremos algo de los largos años en el medio, las vidas separadas, la despampanante mujer ideal (también llamada Veronica) que llega a la vida de Bobby (devenido en gerente de un club nocturno financiado por su hermano Ben) para hacer una vida con él, nunca suficiente para llenar el vacío. Atmósferas “Algunos sentimientos nunca cambian”, le dice Bobby a Vonnie a la vuelta de los años, en un diálogo hermano del “siempre nos quedará París” de “Casablanca”, en un filme lleno de diálogos propios del cine clásico estadounidense. Y no es el único elemento clásico que aflora: la reconstrucción de época es impresionante, a pesar de que Allen evita mostrar estudios y decorados, el lado “duro” de la industria, como hicieron los Coen en “¡Salve, César!”: prefiere recorrer el reverso, el mundo de las cócteles en Beverly Hills, con ejecutivos tomando champagne en copas Pompadour a la vera de una piscina, en mansiones de ensueño (la fotografía de Vittorio Storaro las hace lucir, como lo hace también en las conversaciones a la luz de una vela); pero también el Alí Babá Motel donde se aloja el protagonista, una estética que el espectador avezado reconocerá cercano al departamento de Betty en “Mullholland Drive” de David Lynch (que a su vez jugaba con el homenaje, desde el mismo título, a “Sunset Boulevard” de Billy Wilder). Allen nos tiene acostumbrado a que suene smooth jazz, dixieland, ragtime o manouche cuando vemos esos parcos créditos de apertura en tipografía Windsor, blancos sobre negro. Pero cuando puede tematiza al jazz: si en “Triste y melancólico” Django Reinhardt era la figura a admirar, y en “Magia a la luz de la Luna” se homenajeaba a las canciones de Bertolt Brecht y Kurt Weill (con Ute Lemper como cantante), acá hay un homenaje a las canciones de amor desolado de Rodgers y Hart (“finalmente Rodgers y Hart tenían razón”, se dice por ahí), que aparecen tanto en “selectas grabaciones” como interpretadas por la orquesta del club Les Tropiques con su cantante al estilo Anita O'Day: épocas del jazz llenas de inocencia y anteriores a ciertos desatinos que hoy se engloban bajo esas cuatro letras. Por supuesto, también está el jazz instrumental de los pequeños boliches neoyorquinos, en tanto venos en el protagonista un alter ego del realizador. Alquimia Porque justamente no se puede pensar una película del buen Woody sin el elenco, parte central de la alquimia de cada mojón en su carrera. Y la construcción del alter ego es un elemento clave: si en “Que la cosa funcione” era el Larry David de “Curb your enthusiasm” la identificación de lo viejo, cínico y cascarrabias que se esconde en Allen, para “Café Society” encontró en Jesse Eisenberg una versión juvenil de sí mismo: un muchachito judío, atolondrado, con tics y manías y diálogos disparatados (el encuentro de Bobby con la prostituta debutante es un pase de comedia elegante, con Anna Camp en el rol de Candy). Pero Eisenberg hace crecer a su personaje en dramatismo y síntesis, con el correr de la historia. Por supuesto no puede faltar una musa para enamorar al héroe (previo enamorar al director, obvio) para enamorar también al espectador. Y allí está Kristen Stewart, con su pollerita de playa y sus sandalias con zoquetes, con sus dientes a la vista y su voz grave y afónica de estrella de cine clásico, en excelente química con su partenaire (la misma frescura original, el mismo minimalismo expresivo hacia el final). El esplendor de Blake Lively como la segunda Veronica (realmente brilla en la pantalla, como su sonrisa) viene a reforzar el vacío, todo lo que su personaje no podrá ser. Steve Carell ya demostró que es un gran actor más allá del comediante, y aquí le sobra para construir a Phil como un antagonista querible, con las expresiones justas. Corey Stoll con pelo agregado construye a un Ben humano y casi simpático; mientras que Parker Posey como Rad, secundada por Paul Schneider como su esposo Steve, le dan vida a los amigos facilitadores de Bobby. El resto de la familia Dorfman tiene algunos buenos pasajes en cuanto al humor de la colectividad: ellos son Ken Stott (Marty, el padre), Jeannie Berlin (Rose, la madre), Sari Lennick (Evelyn, la hermana) y Stephen Kunken (Leonard, el cuñado). Allen dijo alguna vez que produciendo un filme al año, por la “teoría cuantitativa”, llegue en algún momento a hacer algo trascendente y Café Society tal vez sea una de las candidatas al puesto. A fin de cuentas ya nació clásica, y con temáticas eternas.
Una carrera contra el mito Durante la era de oro del Studio System hollywoodense, se bautizó como sword & sandal (espada y sandalia) al conjunto de películas ambientadas en la Edad Antigua, donde recalaron las cintas de mitología y, obviamente, las bíblicas, esas que se pasaban en Semana Santa hasta no hace tanto. Charlton Heston se convirtió en la cara más recordada del género, como Moisés en “Los diez mandamientos” y como Judá Ben-Hur en, justamente, “Ben-Hur”: cinta mitológica que retuvo durante décadas el récord de 11 Oscar (hasta la llegada de “Danza con lobos”) basada en una química especial: un buen libro (de Lewis Wallace), la dirección de William Wyler, un esfuerzo de producción increíble para la época (murió gente para hacer la batalla de galeras, y la carrera de cuádrigas se convirtió en un emblema), y la cara de Heston, antes de convertirse en un lobbista de la Asociación Nacional del Rifle (su caída en desgracia también fue en pantalla, en “Bowling for Columbine”). Mientras tanto, los italianos no quisieron quedarse atrás, como legítimos descendientes de la Roma clásica, y desarrollaron el género péplum, que toma su nombre de una antigua túnica griega: Cinecittà se convirtió así en la sede de realización de todo tipo de productos, muchos de clase B. Bueno, la cosa es así: a la vuelta de los años, a alguien se le ocurrió volver a filmar un clásico (con Moisés se ha hecho hasta una serie brasileña, pero como está en la Biblia nadie se puede arrogar el canon), usando la estructura de Cinecittà. Sería bueno saber cómo cae una idea así: ¿a alguien se le ocurrirá filmar “Lo que el viento se llevó”? De todos modos la realización del kazajo Timur Bekmambetov es bastante irreprochable desde lo visual (es rara la cámara en mano para los planos cortos en una película del rubro), y la carrera de cuádrigas está vistosa, con los recursos de nuestro tiempo. Carros y cruces Ahí podríamos empezar: “la carrera es importante”, dijo alguno, entonces ya la primera escena nos ubica ahí de entrada y después nos vamos en flashback al origen de conflicto, y por supuesto se enfatiza el concepto de duelo, como si fuera una película de “Rocky”: el punto de partida es también un punto de llegada. Otro eje está puesto en la cuestión religiosa. En el filme de 1959 (que se presentaba como “Una historia de Cristo”, subtítulo de la novela), Jesús tenía dos cameos; después su participación era indirecta. Acá aparece un montón, trabaja la madera y da varios discursos sobre el amor y la compasión, un poco lavados: algo lejos del Cristo que dijo: “No he venido a traer la paz sino la espada”, que sí podría asustar a alguien. Como Pilatos, que en esta nueva versión parece más un CEO de una multinacional (“quieren sangre, ya son todos romanos”) que a un burócrata colonial. Porque los romanos son malos y algo esquemáticos: uno esperaría más revisionismo en esos aspectos, a esta altura de la historia. La crucifixión es un poco recargada, y los que hayan visto “¡Salve César!” de los hermanos Coen esbozarán una sonrisa. Pero las alusiones no terminan ahí: Ben-Hur tiene un aspecto “crístico” durante la mayor parte de la película, hasta que se corta el pelo como Emiliano Brancciari de No Te Va Gustar para la carrera. Hay alguna otra alegoría por ahí, ingeniosa quizás, pero se pone más gruesa cuando se cambia el destino de Messala en aras de las enseñanzas del hijo de María. Para el que no conoce la historia, repasémosla un poco. Judá Ben-Hur y Messala Severo son amigos de la infancia, acá el segundo como un hermano adoptivo: se desarrolla la historia de ambos, el amor del romano por Tirsa, la hermana del hebreo un príncipe bonachón, que en esta versión es un poco más individualista al principio. Messala se va a buscar gloria en la guerra para poder aspirar a la chica, pero cuando vuelve ya es un tribuno romano al servicio de Pilatos. A Tirsa la ponen cerca de los zelotes, la resistencia judía, y lo que en la cinta de Wyler era un accidente (lo que condena a la casa de Hur y al muchacho a remar en una galera por años) acá es la participación activa de un zelote que será alguien importante en la vida de Jesús. El otro cambio es la eliminación de la trama de Quinto Arrio, el “romano bueno” que adoptaba como hijo a Judá (acá la terminan mal y pronto) para acrecentar la del jeque Ilderim, que lo impulsa como campeón en la carrera donde el héroe buscará la venganza. Caras globales Una de las ventajas del cine de la era de la industria cultural global, es el acceso a castings más diversos en lo étnico: Heston, rubio y de ojos celestes, era parte de la norma, y Yul Brinner u Omar Sharif eran de lo más exótico que había. Bekmambetov recurre entonces a un elenco que va por ese lado, además de incluir varios nombres televisivos. Jack Huston (nieto de John) se pone en la piel del protagonista, tarea difícil en la comparación, y saca un empate (parece que la primera opción era Tom Hiddleston, menos galán y de más edad). Algo parecido puede decirse de Toby Kebbell (un habitué en películas “exóticas”) como Messala: la rema bastante. Las mujeres de la familia son elecciones acertadas: la israelí Ayelet Zurer (Vanessa en “Daredevil”) es firme como Naomi, la matriarca, y Sofia Black D’Elía es querible como Tirsa (alguien dijo por ahí que la querían a la también israelí Gal Gadot, la nueva Mujer Maravilla). Pero la más multidimensional es la iraní-británica-estadounidense Nazanin Boniadi (Fara Sherazi en “Homeland”) en el rol de Esther, la esposa del héroe, bondadosa pero inflexible, la más creyente en el carpintero. La convocatoria a Morgan Freeman para interpretar a Ilderim parece sustanciar la teoría de Alejandro Dolina: Freeman es la fija cuando hay que poner un sabio, o un científico que resuelva un entuerto; así que su personaje le sale de taquito. El brasileño Rodrigo Santoro da un giro al interpretar a Jesús, después del Jerjes de “300”: le toca la mejor parte, y no sufrir tanto como Jim Caviezel. Pilou Asbæk, el Euron Greyjoy de “Game of Thrones”, construye un Poncio Pilatos más impactante que profundo (también se habló de Pedro Pascal, Oberyn Martell para el papel; como dato, siguiendo la regla tácita de que hay que tener dos actores de GoT, James Cosmo, alias Jeor Mormont, interpreta aquí el no-personaje de Quinto Arrio). En conclusión: querer volver a contar un clásico con los lenguajes de nuestro tiempo no garantiza el éxito. Y los clásicos, los verdaderos, tampoco lo necesitan.
Un truco que se reinventa La primera película de la saga, dirigida por el francés Louis Leterrier (elegido por Luc Besson para arrancar la saga de “El Transportado”), tenía una fórmula: un relato trepidante, un equipo de personalidades contrapuestas de justicieros, una chica de armas tomar, un ilusionismo espectacular que se justificaba en el ego de los magos (que siempre solucionaban las cosas de la manera más complicada), la existencia de cerebros en las sombras y revelaciones hacia el final, donde varios no eran lo que parecían. En la segunda entrega, Leterrier se pasó a la producción y cedió el sillón a Jon M. Chu (que filmó un par de cintas de franquicias), en el primero de una serie de cambios en el staff: Ed Solomon sigue en el screenplay y firma la historia junto a Peter Chiarelli, reemplazando a Boaz Yakin y Edward Ricourt, que habían escrito la primera. En pantalla, lo que se echa en falta es la presencia de Isla Fisher como Henley Reeves -la cuarta “Jineta”-, debido a problemas de agenda con otros proyectos. Así que hubo que forzar su reemplazo por Lula May, una ilusionista de humor peculiar, como parte de la situación en la que se encuentran los Jinetes. En problemas La cosa viene más o menos así: han pasado 18 meses desde los sucesos de la entrega original. J. Daniel Atlas se impacienta por un retorno, y su ego lo hace desafiar interiormente el liderazgo de Dylan Rhodes, el agente del FBI que es el líder secreto del grupo; se dice que Henley lo abandonó y pidió salirse del grupo, y que Dylan sume a Lula no parece mejorar el cuadro. Jack Wilder, el joven del grupo, sigue fingiendo su muerte, y aprende hipnotismo de Merritt Mc Kinney. Finalmente, Rhodes, intermediario con la sociedad secreta llamada El Ojo, trae una nueva misión: desenmascarar a un magnate que está por lanzar una línea de celulares que en realidad sirven para robar información de los usuarios. Danny, Lula y Merritt hacen su aparición (con Jack disfrazado), pero alguien hackea las pantallas, los denuncia al FBI y desenmascara a Dylan y a Jack. Así, los Cuatro Jinetes terminan en Macao, a merced de Walter Mabry, joven magnate que también fingió su muerte, ex socio del que estaban deschavando, que quiere recuperar un chip de su rival, un dispositivo que sirve para crackear toda seguridad informática, y quiere usar las habilidades de los magos para obtenerlo. Mientras, Dylan quiere pistas y va a ver a Thaddeus Bradley, el desenmascarador de ilusionistas que llevó a su padre al incidente fatal y a quien habían puesto en la cárcel en la película anterior. En el borde A partir de allí, arranca una sucesión de engaños en uno y otro sentido, un clímax en Londres y ciertas revelaciones sorprendentes en el final donde también algunos demuestran ser otra cosa. O sea, todo más o menos dentro de la fórmula. Por ahí, el problema es que ya la conocemos y, como en los trucos de los magos, hay que redoblar la apuesta para sorprender con un truco ya visto. Quizás por eso, los guionistas están más al límite del exceso: los problemas tienen que ser más grandes, al igual que las resoluciones; los volantazos argumentales tienen que ser más pronunciados; los secretos develados tienen que ser más sorprendentes. El cambio de chica se nota un poco forzado, a pesar de que hay indicios de que Henley pueda volver. En todo caso, lo interesante del guión está en poner a los protagonistas a la defensiva, perseguidos desde todos lados y engatusados por otros. En lo que respecta a la realización, Chu cumple bastante eficientemente con el objetivo de una narración trepidante, que mantenga altas la tensión y la suspensión de la incredulidad. Se ve que convenció a varios, porque ya suena como director de una tercera entrega. Identidades En cuanto al elenco, los que repiten ya venían elegidos por su perfil: el Atlas de Jesse Eisemberg es egomaníaco y controlador, entre el Mark Zuckerberg de “Red social” y el Lex Luthor de “Batman vs. Superman”. El Rhodes de Mark Ruffalo es buenazo y entrañable como el Mike Rezendes de “En primera plana” o el Bruce Banner de “Los Vengadores”. Woody Harrelson como Merritt se mueve entre una línea medio tontorrona, que viene trabajando desde “Cheers”, y el cinismo de personajes como Haimitch en “Los Juegos del Hambre” (tiene varios momentos entretenidos cuando interpreta a Chase, el detestable gemelo de Merritt). Y como dijimos hace unos días en estas páginas al reseñar la remake de “Ben-Hur”, se cumple otra vez la teoría dolineana: el Bradley de Morgan Freeman termina siendo el más vivo de la película. Dave Franco como Jack sigue explotando su onda de “el pendejito del grupo” (y la onda “soy más lindo que mi hermano James, pero menos langa”). Vuelve también David Warshofsky como el envenenado agente Cowan. Y el último en reaparecer es Michael Cain como Arthur Tressler, pero no tiene mucho margen para desplegarse. De los nuevos, la más importante es Lizzie Caplan como Lula, y aunque explota menos el costado hot que Fisher (justo ella, que interpretó a Virginia Johnson en “Masters of Sex”), está muy bien como chica de armas tomar, teniendo que convencer a todos esos muchachones de que es parte del equipo. Del otro lado, Daniel Radcliffe se pone en la piel de villano algo insoportable como Mabry, y parece disfrutarlo. A ellos se les suman Jay Chou como Li y Tsai Chin como su abuela, los encargados de la tienda de magia, y Sanaa Lathan como la subdirectora del FBI, Natalie Austin, nueva contracara de Rhodes. Las cartas están echadas: la película funciona y entretiene, pero le cuesta alcanzar a su predecesora. ¿Podrán hacer algo todavía más grande para la tercera, para que siga funcionando? De lo contrario, es posible que al truco se le empiecen a ver los piolines.
Los peores héroes en el mercado A principios de este año, “Batman vs. Superman: El despertar de la Justicia” demostró la voluntad de desarrollar el DC Extended Universe, la apuesta de Warner Bros. (dueña de DC Comics desde los tiempos de la Batman de Tim Burton) para enfrentar al Marvel Cinematic Universe de Disney (que hace un par de años se compró Marvel Comics, el otro emporio superheroico). Si en el MCU el eje articulador son Los Vengadores (franquicias fundacionales como X-Men o Cuatro Fantásticos están en manos de la Fox; a Spider-Man lo tiene Sony, pero llegaron a un acuerdo), en el Dceu parece que el centro lo tiene Batman (Superman está bajo tierrita) y próximamente la Liga de la Justicia, el supergrupo que aún no se ha consolidado. Mientras seguimos esperando por “La Liga de la Justicia Parte Uno”, prevista para noviembre de 2017, Warner/DC dio un volantazo interesante, con una cinta muy esperada por los nerds más recalcitrantes y al mismo tiempo apta para el ciudadano de a pie. Y ésta es “Escuadrón Suicida”, basada en la versión nacida tras el relanzamiento del Universo DC en 2011, y a su vez heredera de la que había creado John Ostrander en los ‘80: básicamente, una fuerza de tareas gubernamental que reúna a supervillanos que, bajo particulares formas de coerción, realicen misiones especiales, aprovechando de paso la falta de escrúpulos. Algo así como “Los doce del patíbulo” pero malvados o esquizoides, y mucho más poderosos. Por esas cosas de la vida a principios de este año se estrenó “Deadpool”, personaje marginal dentro de la franquicia mutante (así que está a años luz del MCU), lo que permitió a Tim Miller rodar una historia plagada de humor bizarro e incorrecto. Allí se inserta “Escuadrón Suicida” (la taquilla lo está demostrando), encontrando un punto medio. Sin la rigidez moral de los dos pilares (hasta ahora) del Dceu, el murciélago y el kryptoniano, con un poco de la incorrección política de “Deadpool” y con más hincapié en la química de los personajes que en el canon, lograron hacer la película más entretenida en lo que va del proyecto deceero, lo que no es poco. Y si en “Deadpool” el interés estaba en la excluyente personalidad del mercenario charlatán, acá todos querían ver en acción a Harley Quinn, la psiquiatra del Arkham Asylum devenida en psicótica novia del Joker (el Guasón, para los lectores veteranos), que en realidad nació en la serie televisiva que Batman tuvo en los ‘90 (de la mano de Paul Dini y Bruce Timm) para luego pasar al cómic y ganarse las simpatías de los fans (el ultracomiquero cineasta Kevin Smith bautizó a su hija Harley Quinn Smith, no es broma). Relato ligero David Ayer, quien se ganó un nombre como guionista de “Día de entrenamiento”, coescribió la primera “Rápido y furioso” y ganó chapa de director con “Corazones de hierro”, se puso al hombro el proyecto en ambos rubros. Logra introducir a los personajes y sus capturas (de la mano de Batman e incluso de Flash), y antes de que uno se dé cuenta ya planteó la crisis principal, de manera simple, para luego desarrollar la aventura y el juego de los personajes en ella. Lo que evita cierto agobio que dejan algunos filmes de superhéroes (que son como dos o tres películas juntas). Algunos dicen que está demasiado tijereteada por el estudio, pero no es demasiado molesto. Ya que estamos, hay que avisarles a los detractores que DC siempre requirió mayor suspensión de la incredulidad y que, si quieren desarrollo de personalidades, es difícil en un largometraje: hay que buscar para el lado de las series de Marvel con Netflix. Y sí, la banda sonora es peculiar: a veces tiene que ver y a veces no tanto, pero no pasa desapercibida. Se armó la gorda La historia va más o menos así: Amanda Waller trabaja en el Departamento de Defensa, y ante la proliferación de metahumanos (y el debate sobre seguridad planteado en “Batman vs. Superman”) propone desarrollar una task force con unos supermalandras que tienen capturados. Entre ellos Deadshot, el asesino a sueldo que no falla un tiro; la alocada Harley; el monstruo de las alcantarillas, Killer Croc; el ladrón australiano Capitán Boomerang; el Diablo, un latino con tatuajes de marero que genera fuego; y la joya de la corona: la bruja Encantadora, que vive en el cuerpo de la arqueóloga que la encontró, June Moone. Como Waller previó, Moone se enamoró de su custodio, Rick Flag (el soldado buenazo tipo Capitán América); a la vez, el corazón de la Encantadora está en manos de Waller, así que ésta controla a la hechicera y a la vez al novio de su contraparte humana. Pero las cosas se salen de control, la Encantadora activa a un hermano de su especie y juntos empiezan a generar un caos con un epicentro, muy al estilo de “Cazafantasmas”. Hay una misión de rescate y se activa al grupo, al que se le suma Katana, una japonesa versada justamente en esa arma, para ayudar a Flag a liderar al grupete de freaks, marginales y taraditos: suelte los pececitos en el acuario y vea cómo se comportan. De yapa, el Joker anda por ahí, con ganas de reencontrar a su pirucho amorcito. Caras y caretas Por supuesto, la mecha de la bomba es la Harley Quinn de Margot Robbie: pícara, pizpireta, letal, esquizofrénica e impredecible, con estética bling bling: adorable, aunque mejor lejos. La mejor composición, sin dudas. El resto del elenco está elegido para dar con lo que el guión quiere de cada personaje. Will Smith hace una de sus actuaciones más despojadas en años, pero su Deadshot es un padre cariñoso y toda esa cosa sentimental. El Flag de Joel Kinnaman (que sustituyó a Tom Hardy, que se fue a filmar “El renacido”, y a Jon Bernthal, que se volvió el Punisher de “Daredevil”), tiene algo del Holder de “The Killing”. El Joker de Jared Leto es un pandillero pintado que se ríe poco (Harley está más cerca del Joker de Jack Nicholson). Viola Davis hace una Waller áspera, un rol en el que se mueve cómoda. Jai Courtney no aporta demasiado como Boomerang: podrían haber puesto a Sharlto Copley y cambiarle un poco el acento. Sí es interesante lo de Jay Hernández como Diablo, uno de los que puede mostrar matices; Adewale Akinnuoye-Agbaje habla poco y ni se lo ve bajo el maquillaje de Killer Croc; Karen Fukuhara como Katana está y hace lo suyo: termina siendo un rol físico. A Cara Delevingne la llamaron por linda para hacer a June Moone y Encantadora, aunque tenga potencial. Y sí: aunque a algunos no les guste, Ben Affleck hace su cameo como Bruce Wayne/Batman. Aprovechen la brisa fresca: el año que viene vuelven los tipos serios de férrea moral para tranquilizar al mundo.
Tocar lo inalcanzable Él es judío, publicista, “cara de batata” (como le dice su suegro) y se mueve en un scooter. Ella es goy, abogada en el estudio de su papá (con vista a la Torre de los Ingleses), anda en auto y parece venir de una familia más pudiente. Él es medio raro y medio loser, y ella querible pero un poco pelotazo (en estas páginas desarrollamos alguna vez el concepto de heroína pelotazo en la comedia romántica estadounidense). Hasta ahí, si estuviésemos unos años atrás, podríamos pensar en una cinta con Ben Stiller y Sandra Bullock. Pero estamos hablando de una cinta argentina y alguno, cuando ve cajas de mudanza al principio, en un clima distendido, se preguntará si lo que viene es la contracara jocosa de “El incendio”, de Juan Schnitman. Y podría ser, al menos en el sentido en que la mudanza es el menor de los problemas. Y ya que estamos, podríamos pensar que es el encuentro del universo judeoporteño que Winograd ya abordó en tono de comedia diez años atrás en “Cara de queso -mi primer ghetto-”, donde inició su colaboración con Martín Piroyansky, y la comedia romántica argenta al estilo Juan Taratuto, a quien le encantaría tener una Lali Espósito en un elenco (el cameo de Liniers parece una sátira de las apariciones en “Me casé con un boludo”). Fantasías Pero vayamos a los bifes. El guión, de Julián Loyola y Gabriel Korenfeld (sobre idea de este último), nos cuenta las desventuras de Mateo Borisonik y Camila Boecci, novios y convivientes desde hace tiempo, enamorados, pero sin meter mucha reflexión sobre el futuro. En una salida de cuatro con Rama (compañero de trabajo de él) y su novia Paula, sale a la luz la fascinación de Mateo por la actriz Zoe del Río. Paula mete el dedo en la llaga y le pregunta si es su permitido. ¿Qué vendría a ser eso? Un famoso tan lejano que de darse la chance de conocerlo e intimar no sería considerado infidelidad. Mateo dice que sí, y que seguro que el de Camila es Joaquín Campos, ese actor fachero que se la pasa ayudando animalitos (una especie de galán bonachón al estilo Facundo Arana, pongámosle). Todo sería parte de la chacota cotidiana... hasta que, sin querer, Mateo termina evitando un robo a Zoe, la conoce y empieza a frecuentarla. Camila explota, y también tendrá, luego de muchas vueltas, la oportunidad de conocer a su permitido. En el medio habrá periodismo de farándula, médicos avivados y especuladores de todo tipo, tratando de sacar alguna tajada entre la televisión basura y la contemporánea circulación viral de las cosas. Ése sería el planteo general, ingenioso y más crítico de la sociedad espectacularizada que “Me casé con un boludo”, por nombrarla de nuevo, ya que la tenemos cerca y la vio bastante gente. Podríamos criticar que llegado determinado momento la línea argumental empieza a ramificarse, complicándose en situaciones y sumando nuevos personajes, pero dentro de todo la suspensión de incredulidad ya se ha generado y el constructo funciona, gracias a la pericia de Winograd, a unos diálogos bastante afilados y a la solvencia del elenco. Chicas bien Cuando decimos elenco debemos decir, ante todo: Mariana Espósito, Lali para todo el mundo. Porque la comedia romántica no funcionaría sin una química especial de la protagonista femenina con su partenaire, con el resto del cast y, fundamentalmente, con el público. Lali enamora porque es bonita (“muy mucho”, dirían los abuelos), pero terrenal: es petisa, de voz arrabalera, y el insulto chabacano le queda bien (es un poco así afuera de la pantalla, por lo que parece). Por eso, puede decir “la puta que te parió” con el ritmo mántrico del Tano Pasman, o la respuesta infantil de “¿Qué foto? La de tu culo y mi choto” como las chicas guarras con las que fuimos a la escuela (y nos gustaban): en síntesis, putea como si fuera la nieta de Luppi, Alterio o Soriano. Y hasta tiene un momento en el que pone el canto al servicio de la escena. Y esa terrenalidad está explotada en el par opuesto que se construye con la Zoe de Liz Solari: la Indiecita explota ese costado de femme fatale inalcanzable de cartel publicitario, capaz de llevar a los hombres a perder la erección de puro perfecta. No la pusieron por histrionismo, así que cumple: verla haciendo twerking en minishort y top brilloso sin corpiño es para la antología. Ya que estamos en el tema, va una crítica sobre el tema vestuario: tal como lo expresara la gran Scarlett Johansson, una escena de sexo con el corpiño puesto es inverosímil... o es poco erótica, dentro y fuera de la pantalla. Galanes y perdedores Del lado masculino, Piroyansky pone todas sus armas al servicio de la faena con bastante éxito, aunque por momentos parece costarle seguirle el ritmo a Lali. O quizás porque está un poco corrido de registro, al trabajar la comedia desde un tono más cercano al del Nuevo Cine Argentino, entre los silencios y la cara de nada (él mismo dirigió un par de cintas en esa tónica). En el caso de Benjamín Vicuña, se aviene a reírse de sí mismo, de su condición de galán, para interpretar a un ídolo careta y vacío atrás de la fachada; como en el caso de Solari, el peso dramático no está en él, pero cumple. Entre los secundarios reporta Gastón Cocchiarale como Rama, el único por debajo de Mateo en la cadena alimentaria, en dupla con Anita Pauls como la veleidosa Paula. También Guillermo Arengo en la piel del padre de Camila, uno de los que quiere colgarse de la fama. Maruja Bustamante tiene sus altos y sus bajos como la fan de Joaquín, debido al exceso de lo que el guión le termina pidiendo a su personaje. Abel Ayala por ahí acepta cierto estereotipo de ladrón que canta cumbia, como El Kun (¿se reirá Sergio Agüero con el apodo?). Pablo Rago tiene sus apariciones como médico chantún, y Chang Sung Kim cumple la función de jefe malo y picaresco de las películas de los Sofovich, como Marcos Zucker en “Departamento compartido”, por poner un ejemplo. En síntesis: una película entretenida, una comedia romántica y bizarra de los tiempos de las redes sociales... y de las careteadas sin tiempo.
Creer en la hora mágica Steven Spielberg es Hollywood en estado puro. Es productivo a nivel industrial pero en registros contrapuestos. Puede estrenar “Las aventuras de Tintín” y “Caballo de guerra” en el mismo año, o pasar de “Puente de espías” a “El buen amigo gigante”, el filme que nos ocupa. Donde se permite jugar con la más pura imaginería británica, a la que hace honores sin pasarse de pomposo; algo que tal vez un británico no lograría. Imaginería que va del universo fantástico al humor inglés: se funden aquí la orfandad de las novelas de Charles Dickens (homenaje explícito en la lectura de “Nicholas Nickelby”); la escapada fantástica a lo “Peter Pan” (la Sophie en camisón y descalza recuerda a la Wendy de la memorable versión de J.P. Hogan); la convivencia de fantástico y cotidiano contemporáneo de Harry Potter; los firuletes idiomáticos a lo Lewis Carroll; y unos gigantes que podrían haber salido de un sueño de los Monty Python (con su aspecto de bárbaros escoceses o irlandeses). Quizás por tener como base una obra de Roald Dahl, autor del siglo XX que vendría a ser un puente entre la era de Carroll y James Matthew Barrie y los tiempos de J.K. Rowling. Carne de cuento Con esos elementos construye Spielberg una película bastante atípica: así es que ha enamorado o disgustado a crítica y público, según puedan “entrar” en ella o no. Atípica en buena medida porque no tiene una estructura narrativa convencional: tiene un comienzo de antología, un segmento medio de gran poesía visual (la Tierra de los Sueños y su entrada por el reverso espejado en el lago), y un remate un poco alocado y humorístico. En algún punto, es como esos cuentos estirados que los niños siempre adoraron escuchar: como una agregación de peripecias y encuentros más que un crescendo dramático (“El Hobbit” de Tolkien funciona de ese modo, al menos en parte, como así también la “Alicia” de Carroll), donde en el fondo sabemos que a nuestros héroes no les pasará nada grave y lo interesante está en la finta o el subterfugio. Así, algunos pueden decepcionarse o ver una visión del imperialismo británico cuando en realidad es un juego de anacronismo, con la reina británica, los guardias con su traje típico, los generales bigotudos y estereotipados y la flema cortesana. Un poco raro todo, al menos para el estándar de la Disney. Contemos un poco de qué se trata. Sophie es una huérfana que vive en un orfanato decimonónico, pero más acá (hay claves de que serían los ‘80). Insomne, merodea por los pasillos a las tres de la mañana, “la hora mágica”, cuando todos duermen y se supone que criaturas inimaginables andan por allí. Y es cierto: Sophie ve a un gigante, que ante la duda de que lo descubra tira el manotazo y se la lleva a su casa en la Tierra de los Gigantes. Donde en realidad él es pequeño y civilizado (pacífico y bonachón como Bilbo Bolsón, pero grande), rodeado de una banda de gigantones brutos y roñosos, que gustan de comer niños y jugar al rugby con su débil vecino como balón. Mientras trata de proteger a la ingeniosa niñita de sus coterráneos, el Buen Amigo Gigante (Big Friendly Giant, o BFG) le muestra su trabajo capturando sueños de la Tierra de los Sueños y trayéndolos a nuestro mundo. Juntos, tendrán que urdir un plan un poco bizarro para detener a los salvajes. Suma de talentos El buen Steven armó un equipo ganador para esta apuesta. Contó con la guionista Melissa Mathison (con quien trabajó en “ET”), que murió antes de terminar el filme, que le está dedicado. La música está a cargo del indiscutido John Williams (autor de grandes himnos del cine, que aquí está sutil en su tarea) y el director de fotografía Janusz Kaminski, otro habitual, artífice de la lograda estética de los primeros 20 minutos (cuando todavía se trata de luces y sombras). Y sumó al staff de Weta Digital, que trajo la carta ganadora: la captura de movimiento, que permite meter al actor en un cuerpo animado digitalmente, lo que refuerza el verismo de lo que se ve. Porque el BFG (o BAG, según las siglas de un doblaje algo insufrible) es eminentemente Mark Rylance en toda su gestualidad: más allá de las orejas o una figura esmirriada, están sus rasgos y expresiones (algunos ven a Robin Williams, que fue candidato al rol), en un personaje totalmente diferente al Rudolph Abel de “Puente de espías”: Spielberg repite actor pero con sorpresas. Del otro lado está Ruby Barnhill como Sophie, una avispada muchachita, que tiene el desafío de actuar a pantalla verde casi toda la película (para poder ser montada en escenas creadas en CGI, como un movido planito secuencia en la captura de los gigantes). Del resto del elenco podemos destacar a Penelope Wilton como la reina, Jemaine Clement como el taimado Fleshlumpeater, líder de los gigantes, y por ahí está Rafe Spall como el atildado señor Tibbs. Mención aparte para Rebecca Hall, que compone una Mary que no transita el tono pomposo de la corte, y cuyo realismo sirve como parte del juego abierto en el final... que no explicitaremos aquí. Quien quiera creer, que crea: de esa magia están hechos los cuentos.