Fantasmas del pasado En algún punto, “Spectre” ofrece paralelismos con “Misión: Imposible - Nación Secreta”, que salió hace unos meses, pero también hay ciertos contrapuntos. Parecería ser que la batalla de los espías es por su supervivencia, tanto biológica (como siempre) como conceptual. Si Ethan Hunt tenía que enfrentarse a una agencia de inteligencia sin país, James Bond acá tiene que luchar contra una organización que está atrás de una iniciativa global por unir la inteligencia de los principales países. También ambos se ven atrapados en un proceso de reestructuración de los servicios, que los convierte en “obsoletos”, y deberán estar clandestinos y por su cuenta durante más o menos tiempo. En el caso de Bond, la cosa se potencia, porque la tensión conceptual entre el agente de smoking (prototipo del field agent de otros tiempos, especialmente de la primera etapa de la Guerra Fría) y la inteligencia de la era de los satélites, los drones y las escuchas de telecomunicaciones alcanza altos niveles de contraste. Desde el pasado La historia nos lleva a México, durante el Día de los Muertos: Bond está por la suya siguiendo a un tal Marco Sciarra, que planea volar un estadio. La confrontación subsiguiente hace explotar la bomba, evitando una tragedia mayor pero generando el suficiente revuelo como para que surjan cuestionamientos (como le pasa a Hunt tras los hechos del Kremlin de la penúltima película). Acá también hay que remitirse a sucesos anteriores: tras la muerte de M en “Skyfall”, Gareth Mallory es el nuevo M, haciendo equilibrio en una fusión entre el MI6 y el MI5. La reestructuración de la inteligencia británica es comandada por el nuevo C, un muchacho con aspecto de burócrata instalado en un flamante edificio (tras la destrucción de la central anterior) pagado por “aportes privados”. En realidad, Sciarra es una punta a seguir que dejó la antigua M, que lo mate y que no se pierda su funeral. El funeral lo lleva a Roma, a conocer a su viuda, Lucía, y entre ella y el anillo del muerto con un pulpito lo arrastrarán a una reunión donde se discute el futuro del mundo. “Spectre” cierra un arco que abarca las cuatro películas en las que que Daniel Craig vistió el manto de 007: todos los villanos enfrentados en esta etapa remiten a la organización Spectre, que no por nada tiene a un pulpo como símbolo. En realidad, es un relanzamiento de la organización de películas de la era clásica del personaje, y de su líder Ernst Stavro Blofeld, ahora alguien del pasado del espía británico. Altos y bajos El mejor costado de “Spectre” pasa por la relectura “humana” que del personaje se ha hecho en este ciclo. Esta incluye su afición al alcohol, la pérdida de sus padres, la ausencia de vida personal (a pesar de sus consabidos amoríos), y entre medio de eso su relación con el amor, de la pérdida de Vesper Lynd (en “Casino Royale”) al encuentro ahora de Madeleine Swann, una nueva oportunidad, que lo pondrá en la toma de opciones. Pero también tiene un buen punto en la combinación de eso con la casi parodia al Bond clásico: su aplomo en situaciones catastróficas, en impecable traje con corbata o smoking blanco, su facilidad para llevarse una mujer a la cama en el momento más inverosímil o el villano que se toma el trabajo de explicar todo antes de tratar de matarlo de una forma aparatosa; todo eso sumado a varios guiños a los seguidores de la franquicia. Y la música es un acierto: desde la “bondesca” banda sonora compuesta por Thomas Newman (no pasa desapercibida, a diferencia de muchos scores de los últimos tiempos), a la canción “Writing's On The Wall” de Sam Smith (rara para la serie, y acompañada por una vistosa secuencia de créditos), pasando por la obra sacra cantada por el contratenor Andreas Scholl, en la escena de Lucía. ¿Qué le podemos reprochar a la cinta dirigida por Sam Mendes? Que queda un poco atrapada en tópicos del renacido género de espías e inteligencia marginal, tanto en temas como en estructuras narrativas: primera misión que tira la información, vuelta a casa a procesarla pero hay problemas (conspiración, infiltración); nueva partida con destino incierto, que lleva a jugar a un “¿Dónde está Carmen Sandiego?” por diversos países; tener en alguno de esos lugares una persecución automovilística digna de “El transportador” o “Rápido y furioso”, y de ahí al clímax final, con el héroe entero o a pedazos. Trazo firme Mientras se debate entre si dejar el personaje o estar para su 25ª aparición, Daniel Craig se expande en su Bond, sabedor de que en su etapa le aflojó el moño al agente de Su Majestad, y seguramente se divierte entre lo descontracturado y lo pomposo. Como contracara está el ya consagrado Christoph Waltz como Blofeld, ideal para un villano inverosímil, apelando a los mismos recursos expresivos que usó en su consagratorio Hans Landa de “Bastardos sin gloria”. La Madeleine de Léa Seydoux se encarama como una “chica Bond” en toda la regla, con su estampa de damisela combativa y con un halo de sensualidad (aunque no muestre nada; total, nada puede hacer más fuerte que lo que mostró en “La vida de Adèle”): ¿será ésta la definitiva? En el equipo, Ralph Fiennes le pone el cuerpo al nuevo M: después de tanto villano, el inglés puede interpretar sin problemas a “uno de los buenos” que al mismo tiempo tenga pasta de burócrata para lidiar administrativamente; será duro con James, pero es el que más lo defiende como concepto, junto con alguna idea de democracia. Como contracara le pusieron a Andrew Scott como C, un tinterillo con ínfulas. Ben Whishaw como Q (el armero/asistente tecnológico, sin caer en el estereotipo del nerd) y Naomie Harris como Eve Moneypenny (ex agente devenida en asistente del jefe, con algún atisbo de tensión con el protagonista) completan con solvencia el equipo. Monica Bellucci tiene oportunidad para desplegar su sensualidad como Lucía Sciarra y, a los 50 años, convertirse en la actriz de mayor edad en interpretar a una “chica Bond”. Dave Bautista, en el otro extremo, es el encargado de ponerle su voluminoso cuerpo a Mr. Hinx, el sicario bruto. Y los mexicanos no nos dejarían pasar Stephanie Sigman como Estrella, una especie de “chica Bond por un ratito”.
En el filo de la moneda En otras ocasiones no tan lejanas en el tiempo, hemos comentado en estas páginas sobre cierto reverdecer de las películas de espías, recuperando el vigor que supieron tener en otros tiempos. Las hay de todo tipo, desde franquicias históricas como “Misión: Imposible” y el infatigable James Bond (pronto a regresar) a renacimientos como Jack Ryan y “El agente de Cipol”. Más allá del tono más o menos verídico o aventurero, todas buscan recuperar la figura del espía clásico en el terreno, figura que la historia reemplazó (como tuvo que hacerlo después el cine) por el analista de la era de la inteligencia electrónica. En la entretenida “El agente de Cipol”, Guy Ritchie reconstruía vívidamente la Berlín dividida de los ‘60, mientras que “El Topo” de Tomas Alfredson mostraba el mundo de la inteligencia durante la Guerra Fría, con aquellos espías estadounidenses que cantaban el himno soviético en Navidad. Es que si la Segunda Guerra Mundial fue “la madre de todas las guerras”, las que más historias por contar sigue dando, las primeras décadas de la Guerra Fría fueron la época más mítica del espionaje, donde las dos potencias plantaban espías y podía haber “bajas colaterales” como el matrimonio Rosenberg, o destaparse agentes dobles como “Los cinco de Cambridge”. Steven Spielberg vuelve a meterse con la historia, y en buena medida desde la misma perspectiva que lo hizo en “La lista de Schindler”, “Múnich” y “Lincoln”: es decir, desde la mirada de un hombre llevado por las circunstancias a situaciones extraordinarias. En ese sentido, el James B. Donovan de “Puente de espías” se parece más a Oskar Schindler: es un padre de familia que se ve llevado a lo más álgido de la contienda secreta entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Defensor La historia transcurre entre los años 1957 y 1962, aunque la espiral dramática se terminará centrando en un par de semanas de ese último año. Todo comienza cuando el supuesto pintor Rudolf Ivanovich Abel (no era su nombre real) es atrapado por el FBI, y se decide buscarle un abogado, para demostrar que Estados Unidos es la tierra de los juicios justos, aunque todos quieran ejecutarlo lo antes posible. La Barra (Colegio) de Abogados de Nueva York le propone la tarea a Donovan, que por ese entonces se especializaba en seguros. Fue como una especie de condecoración de plomo: un gran honor pero con una carga social negativa. Sin poder negarse, Donovan se involucra tanto en la defensa del espía que empieza a hacerlo muy bien, buscando un juicio justo en serio. Paralelamente, se nos introduce a Francis Gary Powers, un piloto de aviones espía que más tarde fue derribado sobre territorio soviético, y por ahí aparecerá un jugador menor: el guión escrito por Matt Charman junto a los célebres hermanos Ethan y Joel Coen nos propone entre las historias paralelas la de Frederic Pryor, un estudiante de intercambio que quedó atrapado en plena construcción del Muro de Berlín y acusado de espionaje. Antes de darse cuenta, Donovan se convierte en agente “independiente” para canjear espía por piloto, con el estudiante en la negociación y la aparición de una tercera pata: la República Democrática Alemana, que necesita reconocimiento internacional del Occidente y pararse mejor frente al gigante rojo. La película gana en la combinación de recursos (los “fundidos narrativos”, como cuando el juez dice “de pie” y vemos a una clase de primaria pararse), que permite ir abriendo todas las historias, con la puntillosa reconstrucción visual de época, con especial lucimiento para la Berlín dividida con su Muro, su Checkpoint Charlie y su puente Glienicke (la unión de Berlín Occidental con la Postdam comunista), unos pocos metros de no man’s land donde podían interactuar en las sombras los mismos que podían volarse mutuamente en el fuego nuclear. Y también hay pinceladas de aquella Generación Silenciosa criando a los Baby Boomers con el miedo al hongo atómico y sus instructivos de supervivencia. Registros Quizás Tom Hanks abuse un poco aquí de su archiconocido repertorio expresivo, pero se las arregla muy bien para sostener un relato que sí o sí debe girar en torno suyo, como el abogado que no entiende mucho qué pasa (ni los riesgos que toma) pero que usa su capacidad en los arreglos extrajudiciales para negociar a tres bandas entre potencias hostiles. Mark Rylance construye un Abel de gestos parcos y medidos, mientras que a Austin Stowell le toca bancarse la sufrida situación de Powers. Amy Ryan luce “terrenal” como Mary Donovan, la esposa del abogado, su ancla en el mundo real. Sebastian Koch (uno de los actores alemanes adoptados por el cine angloparlante) pone toda su aspereza en su Wolfgang Vogel, abogado y mediador de la RDA, contracara del más parismonioso Ivan Schischkin, negociador de la KGB, interpretado por Mikhail Gorevoy. Y por supuesto, el eterno Alan Alda tiene sus minutos del lucimiento como Thomas Watters Jr., cabeza del estudio donde ejerce Donovan. No lo vamos a contar aquí, pero algunas monedas especiales tienen mucha importancia en la historia del espía y del piloto: quizás porque son una metáfora del mundo bifronte de aquellos años, donde algunos pocos debieron moverse en el filo de la moneda para evitar que el mundo se jugara a cara o cruz.
La leyenda del elegido Desde hace un tiempo, un súbito revisionismo parece haberse metido con el corpus de los “cuentos clásicos”, un territorio que va de los “cuentos de hadas” nacidos y transfigurados en el acervo folclórico de varias culturas (materia prima de recopiladores como los hermanos Grimm, y de formalistas rusos) a complejas fantasías “de autor”, como las obras cumbres de L. Frank Baum, Lewis Carroll y James Matthew Barrie. Ese revisionismo se da en el terreno de la cinematografía, quizás porque fue en ese terreno donde Walt Disney cristalizó las versiones de esas historias que se volvieron canónicas para la era de la industrial cultural (y la “mistificación de masas”, diría T.W. Adorno). El adagio antropológico de que “el mito son todas sus versiones” parecería estrellarse contra esas “solidificaciones”, pero bajo esa consigna se legitiman también las relecturas cinematográficas. Sin dejar de nombrar a “Blancanieves y el Cazador” (plagada de referencias cruzadas de cinematografías varias), debemos destacar las precuelas y secuelas que la propia empresa Disney fogoneó de sus propios clásicos, como “Maléfica” (lectura ampliada y revisada de “La Bella Durmiente”) y “Alicia en el País de las Maravillas” (en su regreso adolescente); y ajenos como “Oz: El poderoso” (precuela a “El mago de Oz”). En estas se muestran continuidades y procedencias que amplían esos relatos fijados, y empezamos a ver que muchas cosas no son como creíamos. Huérfano british En cuanto a nuestro buen Peter Pan, tuvo su gran revisión en la llamada “Peter Pan 2000”, de P.J. Hogan, que encaró al hueso de la oscuridad de Barrie (Garfio es el mismo actor que el papá de Wendy, como pedía el autor; el conflicto de la pubertad, cuando la niña es tentada por los piratas). Del otro lado, Steven Spielberg apuntó a la melancolía y la sensación del tiempo perdido en “Hook”. El guión de Jason Fuchs para la nueva “Peter Pan” (“Pan” a secas en el original) es una precuela, aunque quizás no tenga tantas pretensiones reinterpretativas. Pero sí busca ampliar ese universo que se nos aparecía estático, dotarlo de una historia y un devenir, y mostrarnos que todo tiene un origen y que los enemigos alguna vez estuvieron del mismo lado. Lo que le da aire a esta versión es la magnificente puesta visual guiada por la mirada de Joe Wright: sabemos que nadie mejor que él para rodar cintas bien inglesas (pensemos en sus logradas “Orgullo y prejuicio” y “Expiación, deseo y pecado”), y eso explota en el tramo inicial. Se nos cuenta de un pequeño Peter abandonado por su madre en un orfanato de monjas, y lo vemos ya crecido en tiempos de la Segunda Guerra: conocemos ese universo “so british”, que va desde el acervo de los huérfanos de Dickens hasta el clima opresivo que la escuela tiene para Pink en “The Wall”, un mundo de castigos físicos y adultos horripilantes. Alguien podrá vincular la dicotomía entre esto y “lo que viene” con “Las Crónicas de Narnia” (y la caída de la bomba de la Luftwaffe recordará a “El espinazo del Diablo”, si nos ponemos estrictos). Universo visual Pero el pequeño tiene un colgante de una siringa (la “flauta de Pan”, de la que sale el nombre) y una misteriosa carta de su madre que le dice que es especial. Tendrá que probar esto cuando junto a otros niños del orfanato sea capturado por un barco pirata volador (la secuencia aérea es loable) y llevado a Nunca Jamás (Neverland), una isla flotante sobre vastos océanos; un terreno que en su planteo estético nos lleva también a imaginarios conocidos: sus selvas (y sus “antigravedades”) recuerdan a la Pandora de “Avatar” (que alguno podría vincular a la Endor de “El regreso del Jedi”), sus cielos de fantasía a la de “Oz: El poderoso”, y las minas al mundo de “Mad Max”, incluyendo la presencia de música (homenajes a Nirvana y The Ramones) y la megalomanía del jefe. Porque los chicos son capturados por Barbanegra, un pirata que los hace trabajar en canteras de pixum (un cristal de hadas), donde Peter descubre que es parte de una profecía y que su madre era de Nunca Jamás. Para escapar de allí se aliará con una especie de Indiana Jones individualista, James Hook (Garfio), que se supone devendrá en su futuro enemigo. En el pedazo de camino que los une junto con Smee (un cómplice del aventurero), encontrarán a los salvajes y a la temible Tiger Lily (Tigrilla): ya no son indios de las planicies sino una tribu multiracial e indómita. Juntos tendrán que armar un equipo para salvar al País de las Hadas y derrotar definitivamente a Barbanegra. Fetiches De alguna forma, Wright construye como figura fetiche a la versátil Rooney Mara, como la renovada Tiger Lily (que ya no es una indiecita indefensa sino una guerrera exótica, con vestuarios y tocados vistosos y la panza al aire (seguramente unos años atrás el papel hubiese ido para Keira Knightley. El otro personaje paradigmático es el Barbanegra de Hugh Jackman, con todos los atributos “de cuento” que asociaríamos a Garfio. Y por supuesto suma Levi Miller como Peter: sin el niño apropiado, la película no tendría sentido. Garrett Hedlund pilotea convencionalmente su “egoísta devenido héroe”, registro que ya hizo Harrison Ford con Han Solo. Los acompaña en el “rol bufo” Adeel Akhtar, como Sam Smiegel, un futuro señor Smee con onda de judío neoyorquino. Entre algunas apariciones relevantes están Kathy Burke como la detestable Madre Barnabas, la corpulencia de Nonso Anozie (Xaro Xhoan Daxos en “Game of Thrones”) como el pirata Bishop, un poquito de Amanda Seyfried como Mary (mamá de Peter) y la belleza intrigante de Cara Delevingne como las sirenas. El círculo no está cerrado: todavía queda mucho por contar, hasta que los hermanitos Darling entren a la vida de Peter.
Dueño de un mundo Marte siempre estuvo allí. La ciencia ficción, desde sus orígenes más distantes, siempre miró con ojos especiales al cercano planeta rojo: tan próximo, tan enigmático. Siempre seco, pero con sospechosos canales que muchos imaginaron de agua fluida, que en verdad no eran, aunque ahora parece que sí se descubrió agua líquida, así que podemos volver a soñar muchas cosas. H.G. Wells imaginó marcianos invadiéndonos por recursos y muriendo por nuestros gérmenes. Emilio Salgari los concibió en su única novela futurista. Fueron cerebros malignos en las estampas de “¡Marte ataca!” (llevadas al cine mucho después), y fueron ellos los invadidos en “Yo, cyborg”, la historieta argentina escrita por Alfredo Grassi con los dibujos de Lucho Olivera. Pero fue Ray Bradbury quien se llevó las palmas, cuando empezó a escribir el ciclo de relatos que se iría transformando en “Crónicas marcianas”, con su proceso de eliminación de la raza nativa y su sustitución final por la nuestra (“Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá. Los marcianos les devolvieron una larga, larga mirada silenciosa desde el agua ondulada...”). Todo esto a cuento de que “Misión rescate” se llama originalmente “The Martian” (“El marciano”). Se basa en la novela homónima de Andy Weir que varios ven como un gran remanso en la ciencia ficción más “dura”, en un mundo donde las sagas distópicas juveniles (“Los Juegos del Hambre”, “Divergente”, “Maze Runner”) tratan de pelearle espacio a la fantasía épica. Acá no hay eso, ni space opera a lo “Dune”: esto es ciencia ficción espacial “cortoplacista” (es decir, ubicada en el futuro cercano), buscando contar una buena aventura. Sobreviviente Volvamos al tema del marciano, porque la historia habla del primer marciano a la fuerza. Vamos a la historia: la misión Ares III debe abandonar Marte antes de lo previsto, debido a una gran tormenta de viento y polvo. La tripulación corre hacia el vehículo de despegue y en el camino al astronauta Mark Watney lo golpea una antena y sale volando. Las señales de su traje se apagan. Conclusión: la tripulación toma la decisión de despegar sin él, dándolo por muerto. La cuestión es que Watney no murió. Cuando despierta, va al refugio a curarse, y una vez recompuesto empieza a caer en la cuenta de que está vivo pero solo en todo un planeta vacío, y toda la ayuda posible está a millones de kilómetros. Miquel Barceló, prologuista de la edición española, comparó su historia con la de “La isla misteriosa” de Julius Verne (por el uso del ingenio para la supervivencia); más acá, al público le resultará más familiar la historia de “Náufrago”, de Robert Zemeckis, que nos remontó al Robinson Crusoe de Daniel Defoe: el hombre abandonado de la humanidad que no se rinde en territorio salvaje, ni cede ante la locura de la soledad. Claro, Weir le agrega a esta idea el hecho de la hostilidad biológica que el planeta rojo le plantea al náufrago, por lo que deberá luchar a la vez para procurarse comida y agua, gracias a sus conocimientos botánicos. Y mientras tanto, ponerse en contacto de alguna forma con la humanidad, que tendrá que ver cómo lo rescata. Pirata y colono Ridley Scott siempre ha sido respetuoso en su manera de encarar la ciencia ficción, abordando proyectos que no son para lucir efectos sino para contar cosas sobre el alma humana (que de eso se trató siempre la buena ciencia ficción). De paso, acá puede correrse un poco del gótico terrorífico o existencialista de “Alien, el octavo pasajero”, “Blade Runner” y “Prometheus”, sus principales obras en el género. Marte a los ojos de Scott es un lugar bello, una terra incognita por conquistar. Watley es el primer marciano y a pesar de todo disfruta ser el primero en pisar cada cráter, cada montaña, dar por colonizado un mundo por haber cultivado en él, pensarse más como pirata en aguas internacionales que como un náufrago. Allí, donde la novela recurre a la bitácora de misión, Scott apela al registro de video en camaritas estilo GoPro, lo que permite el monólogo del protagonista sin que quede tan loco, aunque también se muestre eso: la liviandad de cosas (peligrosas o no) de quien vuelve cotidianas circunstancias extraordinarias. Quizás porque ésa no es la locura, sino la única cordura posible. Los principales apoyos del realizador están en el guionista Drew Goddard (quizás haya un exceso de corrección política en el final), y en la puesta visual comandada por el diseñador de producción Arthur Max, que permite recrear ese mundo extraño. Los segmentos espaciales tienen algo de “Gravedad”, pero ¿cómo una película post “Gravedad” no tendría algo de ella? Solo y acompañado Matt Damon se lleva todas las palmas, porque si él no nos hiciera creíble a Watney, la película se desplomaría. El resto del elenco es gente eficientísima, con más o menos oportunidades de lucirse. Empezando por los compañeros de misión: Jessica Chastain (comandante Lewis), el ascendente Michael Peña (Martínez), Kate Mara (Johanssen; una actriz que todavía puede explotar como su hermanita Rooney), Sebastian Stan (Beck) y Aksel Hennie (Vogel). Y el equipo de la Nasa: Jeff Daniels (Teddy Sanders), Chiwetel Ejiofor (Vincent Kapoor), Sean Bean (Mitch Henderson) y Kristen Wiig (Annie Montrose; encantador ver en un papel dramático a una comediante de su fuste). Y podríamos seguir. La vieja ciencia ficción sigue dando pelea: “El futuro llegó hace rato”, y en buena medida gracias a ella. Que siga abriendo mundos, allende la estratósfera.
Segundas oportunidades El nombre de Nancy Meyers está indefectiblemente asociado a la comedia romántica, pero más que centrarse en los típicos treintañeros con problemas afectivos (aunque fue la responsable de “El descanso”), suele darle buenos momentos de protagonismo a generaciones mayores, como lo fue en “Alguien tiene que ceder” (y su esgrima actoral entre Jack Nicholson y Diane Keaton). En “Pasante de moda” la apuesta es el cruce generacional pero no en clave romántica, aunque los problemas afectivos de cada etapa están tematizados. De nuevo al ruedo Ben Whittaker es un viudo jubilado todavía vigoroso a sus 70 años. Ya probó viajar y hacer todos los cursos posibles, pero quiere otra cosa, alguna experiencia que lo desafíe. De casualidad, se entera de que una empresa que vende ropa por Internet está tomando pasantes seniors (una forma de llamar a los abueletes en Estados Unidos); lo que no sabe es que es un programa de vínculo con la sociedad más que algo en serio, y no es una cosa que entusiasme a la fundadora de la empresa, la sobrepasada Jules Ostin, con quien (encima) le tocará trabajar directamente. De a poco, Ben (que tuvo experiencia empresarial) empieza a ganarse el aprecio de sus compañeros con valores que no pasan de moda aún en la era de las oficinas informales y digitalizadas (Apple habrá puesto su buen dinero en esta película): paciencia, buena predisposición, buena presencia, la sabiduría social que los niños grandes de la empresa no tienen, y la humildad suficiente para empezar de cero: Ben se toma todo como una experiencia más, un aprendizaje que la vida le depara. Más difícil es entrar en el mundo de Jules, enloquecida por el éxito de su empresa en un año y medio, y por estar en todos los detalles: le han hecho fama de dura y de que no le presta atención a nadie, pero en realidad es una muchacha sobreexigida que necesita apoyarse en alguien, y en algún momento descubrirá en el hombre mayor un hombro donde apoyarse y tener un poco de remanso: uno de los ejes de la historia está en la búsqueda del CEO que tome el comando de la hipertrofiada empresa, a riesgo de perder el toque personal de la chica. Formato sin imposiciones Quizás una de las gracias de esta cinta es cómo manejar los tópicos de la comedia romántica sin serlo en sentido estricto, pues la pareja protagónica no está unida por un interés romántico, sino que hay un vínculo entre paternal y amistoso entre el hombre mayor y la muchacha. Pero allí está la ciudad de Nueva York, declarada capital de la comedia romántica por la extinta Nora Ephron: una ciudad donde lo majestuoso se combina con lo pedestre (¿alguien podría imaginarse una obra del género en Los Ángeles, un conglomerado de autopistas?), y donde el pasado edilicio se recicla en lo nuevo (algo se hablará de eso). También hay un viaje como punto de inflexión en el entramado de relaciones y en la resolución de la trama, y una apelación a las segundas oportunidades. Porque por ahí va la cosa. También se trata con respeto el tema de las segundas oportunidades en el amor para los adultos mayores: por supuesto que el simpático señor de traje encontrará una damisela todavía de buen ver y poco rollo (no hay tanto tiempo que perder a esa altura, parecería). Del otro lado, Jules enfrenta una crisis matrimonial producto de su éxito en los negocios, que la hará barajar y dar de nuevo. Pura química Con todo esto queda claro que es una comedia romántica sin que los protagonistas se enamoren, aunque el amor esté por ahí. Pero hay otra regla que se cumple: la dupla protagónica tiene que ser admirable para su género y adorable para el opuesto; el hombre tiene que ser galante pero sensible y la chica fuerte pero frágil y “abrazable”. A estas alturas, ya conocemos casi de memoria el repertorio expresivo de Robert De Niro, pero no nos cansamos de él; y acá menos, porque su personaje es sosegado, seguro pero no impulsivo, la contracara del viudo amargado que interpretó en “Último viaje a Las Vegas”, donde descargaba varios de sus tics (también se reía de ellos, valga la aclaración). Podría decirse que es el abuelo que muchos querrían tener, e incluso un galán para varias señoras de la platea. Como contrapartida, a Anne Hathaway le seguimos encontrando matices: lejos de la descomunal interpretación de Fantine en “Los miserables”, la chica que nos llamó la atención como Meghan en la serie “Get Real” hace unos tres lustros, antes de “Diario de la princesa” (de ahí salió también Jesse Eisenberg) ya había demostrado sus dotes para el género en “Del amor y otras drogas” y sí, hay consenso en que es bonita incluso cuando llora. De los secundarios, hay que destacar a Adam DeVine (Jason), Zack Pearlman (Davis) y Jason Orley (Lewis), los adolescentes tardíos de la empresa, responsables de los pases de comedia a lo Seth Rogen. Rene Russo se pone en la piel de Fiona, el interés romántico de Ben, lo que la posiciona como una bella señora de las seis décadas (aunque sin tanta potencia como la Mary Steenburgen de “Último viaje a Las Vegas”). Acompañan en el elenco Christina Scherer (Becky, la también exigida secretaria de Jules), Anders Holm (Matt, el marido de la protagonista: un personaje que necesitaría más gancho, a pedir de la historia) y Andrew Rannells (Cameron, el número dos de About The Fit). La frutilla del postre es JoJo Kushner, adorable niñita que interpreta a Paige, la hija de Jules y Matt: ¿cómo consiguen estos niños actores tan sueltos? Por acá todavía extrañan a Marcelo Marcote.
Criminales en la era de la inocencia Las películas “basadas en historias verdaderas” suelen tener cierto atractivo, y más todavía cuando se trata de casos policiales, como lo demostró Pablo Trapero con el éxito de “El clan”. Al parecido podría decirse sobre “El secuestro de Mr. Heineken”, que fue el caso más resonante de los ‘80 en Holanda: no por una truculencia similar a la de Arquímedes Puccio, sino por la relevancia de la víctima y el rescate pagado (35 millones de florines, que serían unos 16 millones de euros). Y también por lo inesperado, ya que a diferencia del mencionado secuestrador argentino (ex integrante del Batallón 601 de Inteligencia), el cervecero fue capturado por un grupo de jóvenes “normales” en Holanda, un país donde uno podría esperar que “no pase nada”: empezando por el propio Alfred Heineken, que salía por la puerta de su casa en Amsterdam, sin más compañía que la de su chofer. El costo de dinero Es 1982, la era del eje Reagan-Thatcher, y Holanda se encuentra golpeada por la recesión. Cuatro jóvenes (los cuñados Cor Van Hout y Willem Holleeder, junto a sus amigos Jan “Cat” Boellard y Frans “Spikes” Meijer) no pueden obtener un crédito, supuestamente para reflotar un emprendimiento, y encima tienen una propiedad tomada por okupas punks a los que no pueden desalojar. Quizás sea lo más llamativo para el público no europeo: que el intento de desalojarlos a las piñas termine con ellos presos y pagando los daños (“dice que seríamos unos héroes en Texas”). De a poco les va cayendo la ficha: la forma de hacer plata y cambiar sus vidas es con un secuestro extorsivo de un tipo muy rico que vive cerca, casi servido en bandeja. De paso, Holledeer odia a Alfred Heineken por haber despedido a su padre. Entonces se abocan al plan, sumando al juvenil Martin “Brakes” Erkamps a la banda. A partir de ahí, se nos contará el proceso de preparación del secuestro, su desarrollo logístico y la captura propiamente dicha. Mientras la primera parte es fuertemente empática con el grupete que prepara la “misión”, a partir de que caigan el empresario (un señor aparentemente vivaracho, que los manipula bastante) y su traumatizado chofer, veremos el desmoronamiento del grupo, que tendrá sus altos y sus bajos, su logro y su caída. Es probable que eso se apoye en el hecho de que el guión se basa en la novela que el periodista Peter R. de Vries escribió a partir de su investigación sobre el tema, que incluyó entrevistas con Van Hout y Holleeder. Retrato de época A veces, nos ponemos repetitivos en estas páginas, pero más de una vez hemos destacado la forma en que Darren Aronofsky metió en “El luchador” una estética despojada, de cámara en mano e iluminación “naturalista” que tomó de los hermanos Dardenne, que David O. Russell puso en “El ganador” y cintas posteriores, y que de ahí empezó a extenderse en el cine de Hollywood. Bueno: parece que esa estética funciona muy bien para las “historias reales”. Es interesante que esa estética vuelve ahora a Europa, ya que el director es el sueco Daniel Alfredson, que tiene cierta mano para volver entretenidas las películas de corte policial: recordemos que le puso bastante onda a la segunda y tercera parte de la trilogía “Millennium”, que no fueron tan felices en la adaptación de los libros. Aquí, no permite que el relato decaiga, aunque algunos críticos han apuntado cierta previsibilidad del relato (no sería raro tratándose de hechos históricos). Otro de los puntos fuertes de la cinta es la reconstrucción de época, empezando por las locaciones que trascendieron Amsterdam para sumar Bruselas y Amberes en Bélgica (algunos tramos se rodaron en Nueva Orleans). También la parte de vehículos, tecnología, y la “inocencia” de su tiempo. Recurriendo a una fuerte base en la cinematografía holandesa, el clima general es bien europeo, aunque los protagonistas sean anglosajones (pero hay varios holandeses en el elenco). Un detalle es que todos los textos (diarios, graffitis, carteles) están en neerlandés, evitando una tentación habitual en el cine internacional/hollywoodense. Cuarteto ampliado En el plano de las actuaciones, la cinta funciona gracias a las performances de Jim Sturgess (un Van Hout lleno de dudas y en tensión interior), Sam Worthington (Holleeder, el más duro, el que se rinde al lado oscuro) y Ryan Kwanten (Boellard, buenazo en su interpretación), los cerebros de la operación. Anthony Hopkins cierra el cuarteto central con un Freddy Heineken que no lo obliga a esforzarse demasiado; ya con su presencia, y con dos o tres gestos magnánimos, le basta para construirlo como imbatible. El holandés Mark van Eeuwen como Meijer le aporta cierta ambigüedad al personaje más oscuro del equipo, y una estampa que lo convierte en una especie de Michael Caine joven. Thomas Cocquerel pone lo suyo como Erkamps, y la bonita Jemima West tiene algunos minutos de metraje como Sonja Holleeder, la hermana de Willem y esposa embarazada de Cor. El final, como suele ocurrir en estos casos, nos cuenta con placas de texto el devenir de los distintos personajes. Alguno se dedicó definitivamente al crimen, y del otro lado otro creó una agencia de seguridad privada: para el país de los tulipanes la era de la inocencia había terminado.
La Cruel realidad La literatura juvenil parece ser la encargada de resucitar a la vieja y cansada ciencia ficción, retomándola allí donde quedó, en su etapa tardía y distópica; en tiempos en que la fantasía parece dominarlo todo (teniendo en cuenta que J.R.R. Tolkien es una divinidad y que George R.R. Martin y J.K. Rowling parecen ser los escritores más importantes del mundo). Pero la vieja fantasciencia insiste: Suzanne Collins con “Los Juegos del Hambre”, Veronica Roth con “Divergente” y James Dashner con “Maze Runner” plantaron batalla, y el cine no resistió la tentación de llevar esos textos a la pantalla. Tienen un público asegurado y permiten poner en pantalla a héroes de ambos sexos jóvenes y bonitos (textual de un espectador: “Lo que me deprime de estas películas es que me hacen sentir muy feo”). La crítica que se le puede hacer a “Maze Runner” es que sacrifica a la heroína fuerte por un modelo “muchachero”, con una damisela que les sigue el tranco. Pero eso porque arrancamos con un Laberinto “de vagos”: ya veremos que los hay de proporción inversa (Aris fue el único varón en el suyo). Y en esta entrega aparecerá otro femenino fuerte, que viene a despuntar como una tercera en discordia; aunque la faz romántica está menos explotada que en las antedichas sagas. Seguir corriendo Eso pasa en buena medida porque no hay tiempo: aun fuera del Laberinto, Thomas y los “larchos” (shanks), deberán seguir corriendo para salvar el cuero. La historia arranca donde terminó la primera parte, con los sobrevivientes del Laberinto siendo “rescatados” por un equipo liderado por un tal Janson, a quien nadie le saldría de garante en un crédito inmobiliario. Los llevan a un refugio intermedio, antes de tener un “hogar”, pero de la mano de Aris (el chico raro del lugar, si eso fuese posible), Thomas descubre que la cosa no es tan como dicen. La opción es huir al Desierto (el Scorch del título original) para buscar al Brazo Derecho, una especie de resistencia contra la organización Cruel (sigla de Catástrofe y Ruina Universal: Experimento Letal; WCKD o Wicked, en el original). Ahí salen a un mundo a medias entre “Mad Max” y “The Walking Dead”, ya que la Llamarada, la enfermedad cuya cura busca Cruel convierte a la gente en zombies (cranks, en la jerga de la saga). Entonces, habrá que “correr o morir” en serio: ya no para ser una rata de laboratorio en un Laberinto, sino para zafar de instante en instante de monstruos, cataclismos y burócratas. Ahí es donde la película gana mucho: Wes Ball logra imponer sin abrumar una dinámica de persecución-captura-escape-persecución; a diferencia de la primera cinta, donde había que dejar establecidas muchas cosas, acá hay más lugar para la acción pura, o en todo caso, la información puede incorporarse mientras uno corre o se esconde. La paleta de recursos visuales también se amplía: desde la intensidad de los primeros planos a las ciudades derruidas a lo “Divergente”; de la lograda secuencia en el edificio caído, casi de cine catástrofe, y las escenas de desierto (incluyendo alguna toma cenital a lo “Game of Thrones”) a las batallas campales. Nuevos y conocidos Y ya que nombramos a “Game of Thrones”, quizás la mejor incorporación al elenco sea la de Aidan Gillen como Janson, cuya consigna tal vez haya sido limitarse al repertorio de tics del Petyr Baelish de la exitosa serie: le basta con su acento, con ladear la cabeza y fruncir la boca en una sonrisa taimada, algo de costado, para ser un villano eficientísimo. De paso, junto con Thomas Brodie-Sangster (Newt, uno de los “aplastados” por el protagonismo de Thomas) y Nathalie Emmanuel (Harriet) suman tres los salidos de la franquicia de HBO. Dylan O'Brien como Thomas consigue llevar el peso del relato, mientras que la Teresa de Kaya Scodelario se agúa un poco (y encima le toca hacer cosas impopulares). Del otro lado, aparece Rosa Salazar (que tuvo una aparición en “Insurgente”) como Brenda, la pandillera que ayuda a los Inmunes: su estampa funciona, pero (ya que estamos) nos quedamos con las ganas de ver a una Maisie Williams en el papel. Del resto, algo aquí y allá de veteranos como Giancarlo Esposito, Barry Pepper, Lili Collins, Alan Tudyk y el juvenil Ki Hong Lee (Minho). Patricia Clarkson regresa poquito como Ava Page, pero seguramente tendrá sus mejores momentos en la tercera entrega, cuando sobrevenga la batalla final.
El show debe continuar “Terapia en Broadway” (para una cinta llamada “She’s funny that way”) es un invento de los tituladores locales, jugando tal vez con la alleniana “Disparos sobre Broadway”. Y quizás algo tengan que ver: Peter Bogdanovich y Louise Stratten (su coguionista y ex esposa) construyen una cruza entre el Woody Allen más cómico (pero también el más humano), la sana locura y los enredos de Wes Anderson y la comedia fuerte a lo Judd Apatow o Ben Stiller. Quizás por eso el protagónico masculino esté en manos de Owen Wilson, que ha sido actor fetiche de todos ellos, y se mueve aquí entre esos tres registros. Hay también una portentosa cinefilia (a fin de cuentas, el director empezó como crítico) o una nostalgia del viejo mundo del show business, que alcanza su clímax de la mano de cierto nerd icónico del cine, que en su cameo resolverá varias de las pistas. Pero si Wilson es la piedra de toque, la piedra basal es Imogen Poots: la joven actriz británica se constituye en el centro de la operación cinematográfica, casi que podría ser una nueva musa para Woddy en el después de Scarlett Johansson (Imogen tiene cinco años menos). Ya es ideal para la narración en flashback desde la entrevista inicial (¿otro recurso alleniano?), con un rostro que se come la cámara en los primeros planos, con sus ojos azules, su boca súper expresiva (es otro estilo, pero su gestualidad es tan llamativa como la de una Toni Collette); su figura y su acento falso (es una británica haciendo de judía neoyorquina). Y cualquiera podría creerle su fanatismo por Audrey Hepburn, en especial bajo la piel de la Holliday Golightly de “Desayuno en Tiffany’s”. Detrás de las puertas Porque de eso se trata, de creer en medio de los falsos nombres y las mascaradas. Contemos apenas la punta del iceberg de esta comedia de enredos: Arnold Albertson es un director que llegó a Nueva York desde Los Ángeles para dirigir en Broadway una obra en la que actuará su esposa Delta Simmons. Llega un día antes y contrata (bajo el nombre Derek Thomas) los servicios de una escort (prostituta de alto nivel) apodada Glo Stick, con la que comparte una noche romántica antes del sexo. Después, le da 30.000 dólares para que cambie de vida. Lo que no sabe es que el protagonista de su obra, el pretencioso británico Seth Gilbert, lo ha visto con ella. El problema empezará al otro día, cuando Arnold, Delta y Seth, junto con el dramaturgo Joshua Fleet descubran que la mejor para el papel que necesitan, una joven escort, es... Izzy Finkelstein, ahora rebautizada Isabella Patterson, que no es otra que Glo. Ahí empiezan los problemas entre los que saben, los que no, las nuevas relaciones que se generan y una serie de personajes que se vinculan con los mencionados: un juez obsesionado con Izzy, su peculiar detective privado y Jane Claremont, una alocada psicóloga que los termina conociendo a todos. Sería imposible seguir narrando el crescendo de complicaciones, que por momentos disparan la risa fácil, en el estilo de “Mi novia Polly”, por ejemplo: quizás por eso también esté Jennifer Aniston en uno de sus registros más habituales desde la Rachel Green de “Friends”, pero no por eso menos eficiente como la terapeuta insufriblemente querible que atrajo el interés del titulador latinoamericano. Pero hay más que persecuciones y desencuentros: está el mundo de las relaciones con el paso de los años, con muchas historias atrás; las buenas intenciones realizadas de la peor manera; y está también el aura del viejo Hollywood, donde un encuentro casual convertía a una desarrapada en estrella, y si no fue tan así bueno, quedémonos con la mitología que es más linda. Como locos De las demás actuaciones, se destaca largamente la de Kathryn Hahn como Delta: pura pasión desencadenada, y la más natural en el artificio junto con Poots. Rhys Ifans como Seth tiene momentos de elegante comedia, y Will Forte le pone a Joshua su onda de torpe atildado que se hizo famosa en “Saturday Night Live”. Austin Pendleton le pone gracia al juez Pendergast (alias Doctor Doolittle) y George Morfogen interpreta al detective Harold Fleet con toques de irrealidad, más cerca de un Inspector Gadget entrado en años que de Phillip Marlowe. Por último, así como firma el guión con su bella última ex esposa (es hermana de la fallecida Dorothy Stratten) también dejó lugar en el elenco para la más rutilante de sus ex parejas, su otrora musa Cybill Shepherd, ahora devenida en estentórea madre de Izzy. Valga también mencionar a Illeana Douglas como Judy, la periodista que pondrá a Isabella a reflexionar sobre esas mitologías y la suya personal, y las apariciones de Tatum O’Neal y Poppy Delevingne (hermana de Cara, también haciendo armas actorales). Y por supuesto, ese que no vamos a nombrar para no arruinar la sorpresa, uno que ama tanto las películas como poner sangre en ellas: el que viene a demostrar que el show debe continuar y que el show business tiene recursos para seguir funcionando.
Esa alegre Guerra Fría Hace poco, ante el estreno de la última entrega de “Misión: Imposible”, reflexionábamos sobre el regreso por todo lo alto del cine de espías, en el difuso contexto del mundo multipolar en el que nos movemos (sería largo ingresar acá en el debate entre los que sostienen la concepción de “imperio global” con Estados Unidos como gendarme, postulada por Toni Negri, y quienes sostienen que la nueva geopolítica, con el alzamiento de una Rusia renacida, desafían esa visión). En ese contexto, vemos cómo en varias de las franquicias (James Bond, la citada “Misión: Imposible”) aparecen corporaciones o grupos privados con agendas autónomas como rivales para los espías que siguen al servicio de los viejos Estados nacionales (ésa es otra particularidad de nuestro tiempo: después de siglos de ser el “Cuco”, el Estado nacional pasó a ser el amigo que abaraja la vajilla que va tirando el gran elefante en el bazar: el capitalismo posfordista). Pero de igual manera que ningún conflicto bélico posterior ofreció las posibilidades narrativas que ofreció la II Guerra Mundial (desde los más diversos puntos de vista), el espionaje actual no tiene el glamour que tenía en los tiempos de la Guerra Fría: caballeros aventureros que a veces se olvidaban que estaban representando a las formas de vida y de organización social más contrapuestas del mundo, y que supieron mantener canales de contacto y agentes múltiples. Tal vez por eso, Guy Ritchie eligió, a diferencia de la actualizada saga con la música de Lalo Schiffrin, retomar a los personajes originales de la franquicia televisiva original de “El agente de Cipol” (“The Man from Uncle” en el original, que tiene más gracia porque significa “tío”), en el apogeo de la Cortina de Hierro, pero sumando terceros actores en discordia, viejos y nuevos. Unir fuerzas Como en otras cintas del ramo, el ex marido de Madonna (el mismo que relanzó a Sherlock Holmes como un vivo bárbaro en la piel de Robert Downey Jr., al tiempo que lo recuperó como opiómano) nos sopapea de entrada con una escena de extracción, en una lograda reconstrucción de la Berlín dividida de principios de los '60. El estadounidense Napoleón Solo debe extraer hacia Berlín occidental a Gabriella Teller, la hija de un ex científico del Reich que vivía en el “mundo libre” y ha desaparecido. El escape desde el rojo imperio de la Stasi viene bien hasta que se mete un ruso loco y físicamente imbatible, Illya Kuryakin (su nombre recortado fue usado como estandarte por dos juveniles raperos argentinos a principio de los '90, hoy músicos afianzados). Terminada la persecución, Solo está contento hasta que su jefe lo reúne con Kuryakin, que viene de la mano del suyo: CIA y KGB han decidido unir fuerzas para detener a los Vinciguerra, ricos empresarios navieros herederos de un viejo fascista, vinculados con los viejos nazis en las sombras. O sea: una corporación que va por su cuenta (fuera del libreto del occidente capitalista) de la mano del único enemigo que unió a soviéticos y americanos. Solo es repentista, mujeriego, bon vivant y encantador, y le debe años de servicio a la CIA por algunas picardías que se mandó en el mercado de obras de arte; Kuryakin es metódico, irascible e infatigable, y está pagando la caída en desgracia de su padre por corrupción. Gabriella termina siendo un poco el lubricante de sus personalidades, aunque esconde sus propios secretos. Y otro tanto el flemático comandante Alexander Waverly de la Inteligencia Naval británica, que viene a traerles algunas sorpresas. Ritchie elige un tono de aventura dinámica, con toques de comedia, con los que hizo andar a Sherlock Holmes. Pero agrega con maestría los registros de época: desde la Berlín partida a la Italia de los playboys y las carreras, el uso de la música original de la serie (compuesta por Jerry Goldsmith, parte de la misma generación de las obras cumbres de Schiffrin) y de canciones de artistas como Rita Pavone: la escena de Solo en el camión, viendo las desventuras de Kuryakin con el único sonido de la canción, es de antología (varias veces se juega con el tema de la interrupción sonora). Otro tanto se puede decir en cuanto al montaje visual, que recurre a la pantalla dividida, dándole un toque clásico a un recurso que explotó con la serie “24”. Hay equipo En lo que respecta a los actores, Henry Cavill (el último Superman) la tiene fácil como el fachero y siempre pícaro Solo, o al menos parece que se debe haber divertido un montón. Armie Hammer (el más reciente Llanero Solitario) logra escaparle a la macchietta con su Kuryakin, siempre al borde de la explosión. Y la Gabriella de la ascendente sueca Alicia Vikander (un cuarto finesa, parte de su rara etnicidad) seduce a personajes y espectadores con su menuda y exótica belleza, además de tener momentos logrados (cuando baila borracha, mientras Ritchie juega con el fuera de foco, y después de eso). Por lo demás, los que suman son un Hugh Grant muy clásico de sí mismo, para componer a Waverly (que promete más participación); Elizabeth Debicki como Victoria Vinciguerra, una italiana elegante, altísima y exagerada un poco a lo Donatella Versace; y Sylvester Groth como el tío Rudi, un modesto y discreto torturador nazi. El final es de ésos en los que el team up se convierte en team a secas, prometiendo más aventuras. Larga vida para la Comisión Internacional Para la Observancia de la Ley.
Tocar fondo y volver Las películas de boxeadores son un género en sí mismas: desde “Rocky” a “El ganador” y “Cinderella Man”, de “Toro salvaje” a “Million Dollar Baby”, hay una épica eminentemente cinematográfica plasmada en una lucha arriba y abajo del ring; una autosuperación y redención personal ganada literalmente a las piñas, en vistosas escenas llenas de sangre, sudor y dinamismo. A esto se atreve Antoine Fuqua (el que se hizo famoso con “Día de entrenamiento” e hizo una subvalorada “Rey Arturo”) en “Revancha”, una cinta que cumple con muchos de los tópicos inevitables (gloria, caída en desgracia y redención; escenas de combate realistas y sangrientas) pero al mismo tiempo se mete con aspectos menos visitados: desde la exacerbación de las secuelas del combate (el sangrado por horas, los dolores por días) hasta la soledad del ídolo: los argentinos podremos pensar en la figura de un Diego Armando Maradona (el representante que se cuelga del éxito, la esposa que le maneja vida y carrera, el entorno de amigotes, los relojes caros). Campeón caído Billy “The Great” Hope (se puede leer como ‘la gran esperanza’) es un campeón semipesado blanco, salido de un orfanato de Hell’s Kitchen; por el barrio podemos deducir que es descendiente de irlandeses, que han sido grandes boxeadores. Siempre fue de los que pegaban más de lo que se defendían, por lo que suele terminar bastante maltrecho. Su esposa Maureen, otra huérfana a la que conoció a los 12 años, sabe que quizás el retiro esté cerca, porque a ese ritmo va a terminar mal. Tras una defensa difícil pero exitosa, un boxeador colombiano llamado Miguel Escobar empieza a provocarlo para obtener una pelea. La persecución seguirá hasta terminar en un confuso episodio en el que perderá a Maureen en la peor de las formas. Tras esto vendrá la caída deportiva, económica y familiar; sólo después de tocar fondo estará listo para volver a emerger, de la mano del entrenador Tick Wills, un especialista en rescatar chicos en situación de riesgo. Por supuesto, esa recuperación atraerá a su ex representante, Jordan Mains (ahora encargado de la carrera de Escobar) a generar la pelea decisiva entre los dos púgiles: las imágenes del entrenamiento de uno y otro recuerda un poco al de la pelea Balboa-Drago de “Rocky IV”, pero sin exagerar tanto la diferencia de recursos. El tramo dedicado a la pelea final no tiene tanto que envidiarles a algunos clásicos en cuanto a la crudeza de la pelea. Fuqua mitiga algunos lugares comunes y unos cuantos golpes bajos (la relación con su hija Leila) renovándose con una cámara movediza en planos cortos, un poco al estilo de lo que hizo Darren Aronofsky en “El luchador” o David O. Russell en “El ganador”, con algunas imágenes impactantes, como la del protagonista tirado desnudo en la ducha con las medias puestas, después de perder su corona. Por el lado de la música, más allá del score de James Horner en uno de sus últimos trabajos (falleció en un accidente el pasado junio) lo más intenso es el omnipresente hip hop, que marca el ritmo y el clima del ambiente. También es omnipresente, como referencia mediática, la de HBO como dueña de derechos de transmisiones, de la mano del célebre anunciador Jimmy Lennon Jr. Póker de actores Nada de lo antedicho sería posible sin actuaciones de fuste como la de Jake Gyllenhaal en la piel de Hope; quizás en un registro diferente para él, que siempre ha hecho personajes más luminosos o más oscuros, pero siempre bastante “piolas”. Acá le toca construir un hombre inmaduro, irascible, quebrado, pero a la vez muy sensible y capaz de cambiar. No menor a este desempeño está su compromiso a la hora de preparar su cuerpo (tarea que le valió un elogio del mismísimo Arnold Schwarzenegger en “The Graham Norton Show”), de la mano de una formación boxística con el fin de dar mayor veracidad a las peleas, que no fueron precisamente indoloras, por lo que se cuenta. Del otro lado de la justa actoral está Forest Whitaker haciendo gala de una medida economía de recursos. Su personaje es el encargado de rescatar a Billy cuando todos lo abandonen, y enseñarle en lo estrictamente boxístico todo aquello que nunca supo: ser menos autodestructivo en el ring. A su vez tiene sus propias vulnerabilidades y sus límites: no es ni el irlandés duro de Clint Eastwood en “Million Dollar Baby” ni un sabelotodo como el señor Miyagi de “Karate Kid” o el Nick Nolte de “El guerrero pacífico”. En el caso de Rachel McAdams, vuelve a demostrar que es una actriz eficaz, quizás un poco escondida detrás de su bella estampa: ¿quién no querría una esposa así, con el vestido y las llamativas sandalias con las que asiste a la primera pelea? (y que se las saque para acompañarlo descalza hasta los aposentos, destacaría alguno por ahí). Lamentablemente, la historia la restringe a un tercio del metraje. Aporta lo suyo Curtis Jackson, conocido como 50 Cent en el mundo del hip hop, como un Jordan Mains de sonrisa socarrona y poco confiable, bajo el lema de “si significa dinero, significa algo”. Y de yapa tenemos la sorpresa de Oona Laurence como Leila, una niña dotada de una gestualidad creíble (cuando llora moviendo los labios, o revolea los ojos, por ejemplo). Que regresen aquí varios mitemas e imágenes conocidos no hace al cóctel menos potente, encontrándoles alguna vuelta de tuerca nueva. Quizás al box como tema en el cine, y como metáfora de lo mejor y lo peor de lo humano, le quede todavía bastante cuerda.