Atentado a la infancia A pesar de que pasó poco más de una década, los atentados del 11-S siguen estando tan cerca y pegando tan fuerte como en el día de su colisión global, cuando la masacre terrorista llegó a infiltrarse de alguna manera u otra en la memoria colectiva e individual del planeta. Y por eso incomoda tanto el pujante melodrama que Stephen Daldry traza como intersección emocional entre la caída de las Torres, la caída de una familia (la de un padre que muere en el atentado) y la de una comunidad (Nueva York y sus habitantes) que trata de superar el hecho como puede. Dedo en la llaga de la Zona Cero que escarba a través de recurrentes golpes de efecto como la secuencia de un hombre (¿Tom Hanks?) que se arroja una y otra vez al vacío, las grabaciones en un contestador automático de dicha víctima antes de serlo, los pellizcos que su hijo se inflige a sí mismo, los llantos de su madre, la apariencia desconsolada de los sobrevivientes. Pero si bien Tan fuerte, tan cerca lleva la etiqueta “Drama” impresa con mayúsculas igual que el “Black” que Thomas Schell/Hanks le deja a su hijo junto a una llave como ambiguo mensaje póstumo, también es cierto que el filme se salva de ser un mero atentado sensiblero gracias a los excéntricos detalles de la trama (todos aquellos papelitos y juegos de ingenio y ocurrencias del autista-pero-lúcido niño protagonista Oskar Schell), la enorme actuación de Thomas Horn como el mismo Oskar, una narración ágil y estudiadamente clásica y una visión esteticista y naíf de la cruda realidad a lo Amélie que sí, puede que resulte un tanto empalagosa, pero así y todo funciona como equilibrio y cicatrizante oportuno para tanta lágrima y grito de dolor. Y es que queda claro que para Daldry y su cristalina perspectiva piadosa todos los habitantes de Nueva York (y del universo) son iguales y desclasados ante la muerte (“todos perdimos a alguien”, reconoce Oskar hacia el final), y por eso el terrorismo en definitiva importa poco y la cuestión pasa más por la aceptación de la muerte de un ser querido; aquél que para Oskar significaba un cable a tierra hacia un mundo que puede ordenarse en nombres, mapas y cifras. Por eso, Tan fuerte… se asume desconsoladamente autista y fabuladora y escapista y sin lugar a filtraciones exteriores, con los riesgos (ingenuos) que tal gesto entraña. Entonces, ver a Oskar como una versión más Oscarizable (¿Oskarizable?) y menos oscura y entrañable pero igual de caprichosa y precoz del Max disfrazado de lobo de Donde viven los monstruos; y cuyo entorno lacrimógeno consigue paradójicamente que su misión detectivesca no pegue del todo: ni tan fuerte, ni tan cerca.
Un nuevo comienzo Tras protagonizar filmes cruciales del cine francés reciente como Las canciones de amor o Los amantes regulares, la bella y esbelta Clotilde Hesme asume en El amor de Tony el rol de Angèle, heroína punky que, al pedalear en su bici exhibiendo toda su dignidad solitaria ante la cámara, remite a íconos desconsoladoramente frontales y semejantes como la Lucía motorizada de Lucía y el sexo o la Lola con tracción a sangre de Corre, Lola, corre. En este caso, la misión acalladamente desesperada que convoca a la joven es el reencuentro con su hijo, a quien no ve desde su estadía en prisión y del que un lejano y vago accidente en el que murió su esposo amenaza con alejarla. Pero allí también está el sencillo y robusto Tony (Grégory Gadebois), un pescador que acaba de perder a su padre en altamar y con el que Angèle inicia un ambiguo vínculo laboral–amoroso, a partir del cual su vida luchará por encauzarse. Planteo de ausencias, batallas y pesares íntimos que la debutante Alix Delaporte narra de manera tenue, sosegada y naturalista, extrayendo resultados gigantes de una historia en principio pequeña y de modestísimas intenciones. Así, planos a primera vista “de relleno” como el de gaviotas sobrevolando un muelle o el de una barcaza de pescadores internándose en el mar son tan decisivos como aquellos en los que Angèle habla con su hijo o aprende a clasificar pescados o besa por primera vez a Tony, en una escena conmovedora por su realismo y simplicidad: lo que Delaporte pretende es componer una entereza estética de sobriedad moral que habla a través de sus personajes: así como ningún instante del relato se superpone sobre otro, así también sus criaturas acarrean un estigma y merecen otra chance, aunque sean caóticas y problemáticas como la madre soltera (y viuda) Angèle. Hacia el final, Tony le dice a Yohan, el hijo de Angèle, mientras le enseña un cangrejo: “si lo agarrás por la espalda, no pasa nada”; El amor de Tony trata sobre la superación de los miedos, la convivencia entre distintos y el mirar a la cámara de frente y con valentía, sin pestañear.
La trama del poder Recubierto de varias capas de modestia, pudor y elegancia, Secretos de estado es en realidad un filme ambicioso, agudo, maduro y consistente, que llama más que nada la atención por su “enfriamiento” narrativo, una línea de intensidad continua que nunca cae en los abismos de la morosidad ni en facilismos efectistas, y que por eso logra un dinamismo sonámbulo, hipnótico. Proeza que ya ostentaba Buenas noches y buena suerte (2005), segundo opus de George Clooney como director, que ahora en Secretos de estado (cuarto en su CV) alcanza una “síntesis” de la mano de un elenco virtuoso y aceitadísimo: el mismo Clooney como candidato demócrata de las primarias presidencialistas en Ohio, Ryan Gosling encarnando al idealista secretario de jefe de prensa del ascendente político, y los siempre preciados alfiles secundarios Phillip Seymour Hoffmann (asesor del candidato) y Paul Giamatti (opositor en las internas). Piezas de un tablero político delimitado por finísimas alianzas, traiciones y estrategias contrainformativas de la que también forma parte una periodista sin escrúpulos (Marisa Tomei) y una pasante de la campaña demócrata (Evan Rachel Wood), quien jugará un rol decisivo en el desenlace de esas fuerzas en pugna. Así, en un principio Secretos de estado semeja un filme un tanto cínico y desencantado acerca de la política y sus miserias y hasta de su lado “oscuro”, acentuado en la figura siniestra de Mike Morris, el candidato “progre” que encarna Clooney y que puede pasar de la amplia sonrisa al gesto marcial en un microsegundo. Pero lo cierto es que la lúcida película de Clooney es también parte de la tendencia del “detrás de” que marca antecedentes cercanas como La red social o El juego de la fortuna, en las que el universo en cuestión nunca es realmente el núcleo del relato (no lo es Facebook, no lo es el béisbol y en Secretos de estado tampoco lo es la política): la “gente” es invisible, los discursos se oyen de fondo o se entrecortan, los planos no paran de exhibir a microfonistas y asesores. Y de allí la recurrente comparación del personaje de Ryan Gosling (el auténtico protagonista del filme, escindido entre la devoción incondicional hacia Morris y la capacidad de manipular a todo el mundo con su sangre fría) con el Esteban Lamothe de El estudiante: el centro de Secretos de estado es el choque entre idealismo y realidad, base del clasicismo más recóndito que Clooney sabe reinventar y poner al servicio de una trama tan sobria e impecable como él.
Redención asistida Nuevamente, el doblaje de un título fílmico no le hace justicia al original, y hay que comenzar por allí para explicar mejor de qué se trata Historias cruzadas; The Help, tal su nombre en inglés, señala tanto al servicio doméstico brindado por extensas generaciones de mujeres negras en hogares blancos en el históricamente racista sur estadounidense, como al libro homónimo que escribe la valiente Skeeter Phelan (Emma Stone), recopilando los testimonios de explotación y humillación narrados por las mucamas afroamericanas de la localidad de Jackson (Mississippi) en la década de 1960, en plena batalla social por la expansión de derechos civiles. Y es esa conmovedora y solitaria "ayuda" ("Help", también, en inglés) la que le presta la joven periodista blanca en ciernes a la comunidad femenina negra mientras se inicia en un periódico local, soñando con un mejor puesto en Nueva York, desde donde le encargan el libro en cuestión. Cruzada antirracista que busca hacer de la película, además de un relato clásico, un rotundo mensaje, tal vez demasiado remarcado. Por eso, el filme es progresista en su contenido pero conservador en sus medios, incluso a veces ingenuo, con una historia que varía entre el modesto retrato costumbrista con cuidada fotografía sureña y cierta exageración de telenovela (¿cinenovela?), más que nada en el personaje cruel e híper-racista de Hilly Holbrook (Bryce Dallas Howard), archi-enemiga aristocrática de la más intelectual y justa y humilde Skeeter. En ese sentido, Historias cruzadas adolece de una larga lista de estereotipos y clichés puestos en función de sus intenciones pedagógicas, si bien también es cierto que el filme es noble en algunas escenas y personajes, como el de la encantadora y graciosa Minny Jackson (Octavia Spencer), que con la humanidad de sus expresiones supera la ternura racial a la que apunta su rol. Aunque la mayor proeza yace en la dignidad protagónica de Emma Stone, superpuesta sobre la dignidad moral del filme al ponerse éste al hombro y sostenerlo en su transcurso, exhibiendo una solidez hasta ahora ejercitada en los terrenos más incorrectos de la comedia norteamericana, como en Se dice de mí y Loco y estúpido amor. Stone, sí, es la gran ayuda.
Una adaptación sin parpadear Pocas veces los géneros de acción y aventura han sido tomados de forma tan literal como en Las aventuras de Tintín. Más allá del parecido o "traición" frente al original de Hergé (Tintín siempre fue 2D y era inevitable que el tránsito de dimensión lo modificara, para detrimento de sus fanáticos), el filme de Spielberg/Jackson semeja una montaña rusa de ambientaciones e imaginarios sin respiro (avionetas sobrevolando desiertos, barcos de piratas batallando sobre océanos enfebrecidos, motonetas a lo Indiana Jones surcando convulsionados pueblos exóticos) que no permite deslices o paralelismos argumentales, es un todo vertiginoso y fugaz. Tanto es así que el único fundido a negro está en el final. En otros momentos del filme, el paso de una escena a otra ocurre mediante curiosas mutaciones: un mar oscuro se convierte en un diminuto charco de agua en la más amable ciudad, dos manos se entrelazan para formar una serie de dunas del Sahara. El recurso funciona deliberadamente para no cortar, para no frenar esa unidireccionalidad que persigue su objetivo como un disparo del arma vintage de Tintín. Y es que la historia de la película puede ser resumida en pocas líneas: Tintín descubre una maqueta de un barco antiguo en una feria de chucherías, para caer en la cuenta más tarde de que ésta esconde un misterioso trozo de pergamino. De allí a saber que existen dos maquetas más que completan el enigma de un tesoro oculto habrá poco trecho, y por supuesto el filme se concentrará enteramente en la disputa que enfrenta a Tintín y su compinche el borrachín capitán Haddock (Andy "Gollum" Serkis, en el personaje más humano y atractivo de la cinta) contra el maníaco y refinado Sakharine por hacerse con el ansiado botín escondido. Simpleza de conjunto y complejidad en los detalles (gran parte del ingenio de la película está puesto en los objetos de fondo que de repente se vuelven eficaces herramientas de lucha o de transporte, en los bellos y cuidadísimos decorados, en los gags y breves intromisiones que protagonizan Milú y los agentes Hernández y Fernández) que acerca Las aventuras de Tintín más a un videojuego pasapantallas de última generación que a una cándida recreación "retro" del mito. Por eso, la comparación con Indiana Jones es anecdótica: Tintín es un remix de aquél. Aun así y a pesar de que cierta ambigüedad histórica acreciente la sensación de estar ante una plataforma tecnológica de vanguardia, para la cual el argumento es sólo una excusa de "desarrollo", es tal la soberbia visual y sonora, la majestuosidad y virtuosismo del filme, que uno no puede dejar de pensar que, más allá de la copia fiel o infiel del reportero belga, Spielberg/Jackson se tomaron la adaptación con sumo respeto, y eso siempre es celebrable.
Terrorismo familiar Secuela diferida (en tiempo, actores, perspectiva) de Felicidad (1998), su filme más conocido, La vida en tiempos difíciles es también una secuela del mismo Todd Solondz que, más de diez años después, amaga con subirse a un peldaño autoral más serio, maduro o reflexivo. Pero a no confundirse: allí siguen presentes las mismas taras del cáustico enfant terrible del cine indie estadounidense, al que sólo Larry Clark emula en ánimos provocadores: el abuso infantil, la disfuncionalidad familiar y el nihilismo de suburbio se conjugan en su obra con un cínico e incómodo humor de la mano de seres estereotipados, marionetas de un ventrílocuo corrosivo. De hecho, esa es el cuestionamiento que no resiste ningún filme Solondz: la subversión que el realizador despliega no sólo sobre los clichés de la clase media, sino sobre el mismo cine de familia y sus empalagosas escenas (que en La vida… reaparece en el diálogo que el pequeño Timmy de mirada tierna mantiene con su madre sobre cómo su nuevo novio la hace “mojar”), lleva al peligro del golpe bajo facilista, del reírse de y no con (o a pesar de) los personajes y al peligro aún mayor de que mundo caricaturizado y chiste caricaturesco se fundan en uno solo. Aunque como se dijo antes, aquí Solondz ensaya una inclinación en la que emergen intenciones humanistas o al menos redentoras: hacia el final, el filme gira cada vez más en torno a la disyuntiva entre el olvido y el perdón, asociando en un gesto un tanto torpe a los ataques terroristas con el abuso infantil, cuestión que aflora en el reencuentro entre el enfermo Bill padre (Ciarán Hinds) y el sufrido Bill hijo (Chris Marquette), mientras el menor Timmy (Dylan Riley Snyder) se prepara para su bar mitzvah, a la vez que intenta comprender tanto malestar. Y ahí también están la amargada Helen (Ally Sheedy), la aniñada Joy (Shirley Henderson) y sus novios fantasmas y la comprensiva Trish (Allison Janney), la mujer de Bill ahora con domicilio en Florida, dispuesta a rehacer su vida. Hermanas que también integran ese caleidoscopio de “vidas cruzadas” que avanzan en el filme a la manera de sketches, más en sentido horizontal que vertical, con un Solondz que parece intentar hacer mutar su farsa maliciosa en una más atenuada comedia dramática, con el acento puesto en la expiación. Pero el resultado es vacío: sacando alguna que otra escena poderosa como el cara a cara entre ambos Bill o la actuación estupenda de Janney, uno termina sin saber qué hacer con el filme, si olvidarlo o perdonarlo.
Calzados firmes sobre tierras movedizas Como todo felino que se precie, El Gato con Botas -filme y personaje extraído por DreamWorks de la franquicia del ogro Shrek antes que ésta se extendiera sin mayores repercusiones- puede atisbarse como una entidad de carácter escurridizo, por momentos sigilosa, de a ratos trepidante, que pierde gracia en aquellos momentos en que el sentimentalismo y la fidelidad (más propios del universo canino) intentan trazar un "mensaje" y añadir algo de drama serio. Y es que a pesar de sus picardías delictivas, las que le hacen merecer los motes de "forajido", "bandido" o outsider, el Gato con Botas termina siendo el único faro de verdad (de coherencia moral, digamos) en un mundo en el que todo parece quebradizo y falto de confianza: no sólo los malos son "malos" (la pareja formada por los grotescos Jack y Jill, que persiguen al ganso de los huevos de oro con la misma osadía que el Gato), sino que los mismos compinches del héroe, el huevo histriónico Humpty Dumpty y la misteriosa Kitty Garras Suaves, demuestran pertenecer más a un "afuera" hostil que a la amistad o el romance devoto, respectivamente. Y tal vez ese sea el mayor atractivo de este filme bastante oscuro (todo lo oscuro que puede serlo DreamWorks, sin alcanzar extremos burtonianos), en el sentido de los entornos periféricos y la sensación de amenaza constante que sufre el Gato, pero también por sus protagonistas: Kitty semeja una Gatúbela sensual y tramposa cercana a Michelle Pfeiffer (aunque su voz rasposa pertenezca a Salma Hayek), y Humpty Dumpty se erige como uno de los personajes ATP más tenebrosos de los últimos tiempos, con su seguidilla de tics y expresiones faciales alteradas por la culpa, la envidia y las ansias de venganza contra su hermano Gato. Lo que no ayuda del todo es la forzada división tripartita del filme: la persecución inicial, sin dudas lo mejor de la cinta; la búsqueda de las habichuelas y el ascenso hasta el castillo en el cielo donde se pasea el preciado ganso; y el enfrentamiento final con la madre del mismo, una torpe Mamá Ganso símil Godzilla emplumado que arrasa con todo lo que se le cruce. Esa división pone trabas y le quita celeridad a las escenas vertiginosas asistidas por la profundidad del 3D. A su vez, tampoco aportan demasiado los contados gags (la voz de Antonio Banderas?, una parodia en sí misma, también cansa a la larga, aunque sea una de las claves de la personalidad del Gato) en un filme bastante amargo y sombrío como para despertar la carcajada; y el híbrido cuento-de-hadas-contemporáneo (ahora mixturado con un brumoso imaginario "hispano" de aires western) resulta un recurso ya demasiado recurrente en DreamWorks, aunque El Gato con Botas remonte bastante desde las últimas secuelas de su madre Shrek.
Rosa de noche El segundo filme de Javier Rebollo (Madrid, 1969) ostenta una introducción y un epílogo doméstico, de entrecasa; y en el medio un deambular nocturno y sonámbulo por un “afuera” en el que el personaje encarnado por Carmen Machi intentará transfigurarse, atravesar una experiencia definitiva, volverse “otro” (gesto que simboliza al calzarse una peluca). Por eso, la historia que se narra es circular, con preeminencia del espacio (una Madrid letárgica) por sobre la linealidad temporal, como en los casos recientes de Un mundo misterioso o Habemus Papa. Rosa le escapa a la soledad, al sinsentido, al patetismo: su vida transcurre entre el consultorio donde depila a sus clientes y su modesto departamento, donde hace zapping, atiende llamadas comerciales y convive junto a una pareja sumida en la rutina. Rebollo acentúa la monotonía de esa mísera existencia con planos desplazados o recortados, sonido ambiente y claroscuros deprimentes: impronta fotográfica que recuerda a los cuadros de Edward Hopper. En continuidad con su anterior filme, Lo que sé de Lola -al que cita literalmente en las imágenes televisivas de un 0-800 porno que también atisbaba su protagonista masculino-, Rebollo insinúa que existe una salida a esa abulia contemporánea, al menos de manera cíclica o momentánea: aunque, en este caso, el realizador español se incline más al elegante humor malicioso de un Jacques Tati y al thriller de peripecias noctámbulas á la After hours que al grotesco dosificado de su debut. Elección que hace de La mujer sin piano (mirá el trailer acá) una obra más redonda y atractiva (y graciosa) que su precedente, si bien la oscilación entre un realismo formal a lo Jaime Rosales y el pastiche autoconsciente de Almodóvar (presente en esa música barroca que asola por momentos mientras Rosa camina por veredas vacías o desayuna al final de su travesía) sigue resultando aún tanto un hallazgo como un embrollo. El nexo redentor se da en el hilarante y acertado encuentro Rosa-Radek, un inmigrante polaco de acento monocorde que compartirá hoteles y bares y vivencias y charlas desconcertantes con la protagonista, prueba apaciguadora de que la comunicación, por inusual que sea, es todavía posible en un mundo extraterrestre y pos-todo. Y, más que nada, pos-11-M, con una Madrid de fondo derruida que contrasta con la burguesía esplendorosa de Playtime, aunque comparta sus gags: Rebollo, entre los rostros caricaturescos que aguardan en estaciones y terminales, los cenicientos y apagados interiores y el estruendo precario de ringtones, semáforos y demás (al que se suma el malestar auditivo-existencial del “pito” que Rosa oye todo el tiempo), concibe una belleza de inusual sordidez. En el final, un remate insólito comprobará que Rebollo defiende lo humano, y que lo absurdo queda para esas raras noches de las que uno no vuelve siendo “otro”, pero tampoco el mismo.
Tristeza planetaria Aunque la comparación sea apropiada más que todo por cierta fotografía à la Kubrick que se dedica a registrar por momentos el inmenso cosmos y sus astros, hay que reconocer que Melancholia no tiene mucho en común con El árbol de la vida de Terrence Malick, con la que supuestamente se hermanaba; donde ésta se vuelve perorata moralista y bajada de línea mesiánica sobre el “sentido de la vida”, Melancholia se torna cuento de hadas distanciado y preciosista, un drama íntimo de ciencia ficción metafísica que sorprende por la ausencia de provocación que caracteriza a Lars von Trier. Así y todo, el abordaje “autoral” está en todos lados: en la música de Wagner, en la división del filme en dos partes marcadas, en la cámara nerviosa a lo Dogma del comienzo, en el simbolismo casi lírico de ciertos pasajes y en un perverso humor recóndito que crece cada vez más hacia el final, cuando el apocalipsis y el melodrama avanzan a la par. La historia, en su aspecto más lineal, involucra el casamiento de Justine (Kirsten Dunst), quien a pesar de sus sonrisas devela no pasarla muy bien en la celebración familiar; estado de fragilidad que Von Trier acentúa en los acertados contrastes entre el salón principal de la fiesta y los interiores apagados, sombríos, en donde la heroína se refugia y deja entrever sus ojeras y su costado depresivo. O, más precisamente, melancólico, que en su clarividencia al percibir el final de todas las cosas (del universo en general pero, en primer lugar, del burgués) la lleva a renunciar a la boda en cuestión. En la segunda mitad, donde cobra protagonismo Claire (Charlotte Gainsbourg), la hermana más realista y responsable de Justine, se da a conocer que un planeta bautizado Melancholia acecha con embestir a la Tierra. Con él, el malestar de Justine se hace a la vez realidad y metáfora: su sentido de lo irremediable se fusiona con el planeta cercano, conexión que adopta tonos extáticos cuando ella se baña desnuda con la luz del astro. “La Tierra es mala. Nadie la extrañará”, sentencia una Justine ya serena en pleno in crescendo final, mientras Claire se desespera por la vida de los suyos. La oscura comicidad y la belleza poética de Melancholia redime el patetismo de Von Trier, dotando al filme de frescura y entusiasmo. El fin, claro, es lo de menos.
La soledad como fuga Lo primero que aclara este filme de factura alemana es que la historia del protagonista (el austríaco ladrón de bancos y maratonista Johann Rettenberger) es real. Etiqueta que sirve para apuntar justamente a aquello que es tan singular en el filme, aquello que lo hace casi irreal: alguien que usa su habilidad física (socialmente aceptada y celebrada) para cometer delitos (socialmente inaceptados) a partir de un borroso y hermético determinismo de héroe trágico. Y es que toda la película respira (aspirando y exhalando, como Johann en su fuga) tragicidad: desde el romance imposible con Erika, la única persona que lo ama y que parece comprenderlo, pero aún así lo delata, hasta la cruzada autista y desesperante de Johann por las intrincadas calles de la fría y austera Viena, robando coches, asaltando bancos y deshaciéndose de todo aquel que lo estorba, anticipando el único final imaginable. De ahí el Sin escape del título (interpuesto al seco Der räuber –el ladrón– original): lo único que le queda a Johann es ir hacia adelante, correr y escapar, aunque su huida (y revuelta personal) sea siempre física, concentrada en la unicidad orgánica de ese atleta ilegal que acomete todo con el mismo espíritu, con la misma sangre fría, con una elogiable sobriedad: aquella que también ostenta el registro del filme, cuya elegancia y naturalismo consumados aleja al género policía-ladrón de sus frenéticos espejos hollywoodenses; en ese sentido, Sin escape aprovecha más la tensa adrenalina del drama que la espectacularidad pirotécnica de todo thriller policial. Desplazamiento que también se hace cabal gracias a la urbanidad acallada y a los paisajes inhóspitos y hermosos de Viena, tan lejanos del ajetreo de cualquier ciudad estadounidense; la visión de Johann abriéndose paso por parques y bosques y matorrales o a través de apaisadas autopistas hace aún más “real” esta historia real, aunque el fin de la estética sea tal vez más contundente: remarcar la irreparable soledad del protagonista, la del corredor y la del ladrón.