Un humilde film de género Las películas de epidemias, como las de submarinos, suelen tener una calidad en promedio superior a la de films de suspenso con otras temáticas. La siguiente es una afirmación basada en la experiencia. Algunos brillantes y otros sorprendentemente eficientes títulos como Epidemia de Wolfgang Petersen, Contagio de Steven Soderbergh, The Crazies (acá La epidemia) de Breck Eisner y Guerra mundial Z de Marc Forster, por poner algunos ejemplos, nos ayudan en esta argumentación. Una película más pequeña, un producto de escasas ambiciones y con muchas más limitaciones como Viral constituye un agregado modesto a la lista en cuestión. Hay un parásito contagioso, hay noticias de China y hay dos hermanas que recién se han mudado a un nuevo pueblo y un nuevo colegio, con su padre profesor de biología. La descripción del lugar y la presentación de los personajes y su vida se realiza con velocidad, ahorro narrativo y diálogos con filo, y con buena integración de las noticias vía redes sociales y de los usos del smartphone. Las hermanas son creíbles en su vínculo y el desarrollo del conflicto viral-terrorífico se presenta sin abundar en recursos facilistas. El pueblo aislado, la ley marcial, la propagación del contagio, se ponen en escena de maneras probadas una y mil veces, pero sin desgano: hay cierta nobleza en la forma de encarar este producto de espíritu clase b. No se busca que Viral sea memorable, apenas que sea una (otra) película de género: en su carencia absoluta de pretensiones está uno de sus encantos. Por supuesto, su vuelo es rasante y con el paso de los minutos eso se nota porque la lógica empieza a resentirse. Sin embargo, no se estira la acción y el tramo final se resuelve con una economía de recursos nada desdeñable. Tal vez para Viral no se aplique ese lugar común defensor de la austeridad y el minimalismo artísticos: en este caso menos no es más, pero al menos no es menos. Eso sí, en la suma tenemos unos parásitos asquerosos y sangre escupida en modo explosivo, pero esos elementos son parte sustancial del juego.
El lado oscuro de la vida común Es llamativo: mucha gente confiesa detestar las comedias musicales clásicas porque se canta, se baila y todo sale bien. Sin embargo, rara vez espectadores o críticos manifiestan objeciones serias a los reversos actuales de las comedias musicales clásicas, estos dramas realistas europeos en los que todo sale mal, incluso al precio de sacrificar la verosimilitud y caer en el ridículo. Y lo de "realistas" debería aclararse: hay películas que reciben premios y son elogiadas por su utilización del estilo audiovisual de los hermanos Dardenne (Rosetta, El hijo, El niño): mayormente cámara en mano, cercana a los personajes, muchas veces a sus espaldas, locaciones nada glamorosas, escasez o ausencia de música por fuera del universo registrado. Pero el realismo que profesa una película como la búlgara La lección incluye un perverso sistema de detalles negativos que se van enlazando con lógica programática y en ocasiones más arbitraria y artera que el uso indiscriminado de efectos especiales en las superproducciones más irreflexivas. La lección usa y abusa del efecto especial "el mundo es horrible" e incurre en recursos inadmisibles por fáciles y arbitrarios, como el auto que no arranca justo cuando hay que salir corriendo a pagar una suma ínfima y también arbitraria que se agregó a último momento para lograr tensión artificial. Y hay más situaciones objetables en esa secuencia -puesta para generar tensión allí donde no surge de la construcción narrativa- del centro de La lección, al que se llega luego de mostrarnos a la protagonista en circunstancias grises, feas y sin salida (maestra que intenta descubrir cuál de sus apáticos alumnos roba, con otro trabajo en el que no le pagan, marido inservible y que le oculta la situación financiera de la casa). Ella es rígida, terca, obcecada -hasta el punto de hacernos dudar de su sensatez-, tiene resentimientos familiares y rechaza soluciones que tiene a mano. Sus ideas de justicia y rectitud son inaplicables en un contexto de crisis moral y económica de un país como Bulgaria en su derrotero poscomunista (y en casi cualquier otro contexto). No entraremos en detalles para no arruinar el planteo de la película, porque parte de su propuesta es sorprender en su determinismo miserabilista y sin hacer de la obcecación una épica. Pero hay que apuntar que sobre el final debilita su propia lógica con una acción que no se anima a filmar de manera frontal, tal vez porque es muy difícil de resolver con sus propias coordenadas. Sí, ésta es una película de apariencia audiovisual coherente que plantea al menos dos interpretaciones de su título, cuya actriz protagónica no se sale de su tono severo y parco, y que confirma que los Dardenne mal procesados pueden ser también -sin que esto implique una opinión específica sobre su obra- una influencia tóxica.
Burton tropieza con problemas narrativos Promesa de historia tenebrosa y fantástica centrada en una casa antigua en una isla de Gales, ése es el camino de Miss Peregrine mientras todavía no aparece Miss Peregrine. Un chico que no se adapta a su entorno "normal" en Florida (otra vez la oposición habitual y tal vez gastada en Burton), un abuelo que siempre le ha contado historias maravillosas y apariciones de seres intrigantes. La película cumple con las explicaciones y despliega un mundo de fantasía amplio y fascinante, en su extravagante cruce de algo así como una filial de X-Men infantil y adolescente y Harry Potter, con un poco de El ejército de las sombras de Sam Raimi y hasta Hechizo del tiempo, más toques del adorado librito de Burton La melancólica muerte de Chico Ostra y otras historias. Una mezcla potencialmente fascinante y mientras se va descubriendo el mundo y sus coordenadas, el director evidencia que está en lo suyo, en el diseño de personajes, en la cámara asombrada ante territorios y criaturas fuera de lo común. Ahora bien, cuando la película tiene que avanzar en la narrativa de acción y enfrentamiento estamos -otra vez- ante el punto más débil de Burton. Cada vez parece costarle más contar acciones, incluso las más sencillas, por lo que la película se resiente progresivamente, y mucho. Tal vez por eso, con esa conciencia, el relato dispone una estructura inusual, en la que recién en el último cuarto se terminan de plantear el problema, el conflicto y las coordenadas del mundo misterioso, y se disponen los elementos para la acción, que nunca llega a tensión. De todas maneras, esa errancia narrativa, que permite algo de mayor despliegue de la especialidad de Burton, termina desdibujando a algunos personajes y actores, que parecen meras piezas para el trazado de explicaciones, por ejemplo los de Rupert Everett y Judi Dench. La película necesita un amplio mapeo de su territorio, establecer más y más coordenadas, como si sintiera demasiado el peso de la novela, o como si preparara todo esto como el inicio de una franquicia. Así, cuando los mellizos entran en acción, recién al final, uno se pregunta por qué no lo hicieron antes. Y como esa hay muchas otras inconsistencias narrativas, que deben encauzarse con más y más aclaraciones (de poderes, de lógicas, etcétera). Fascinaciones y maravillas quedan a mitad de camino porque su imbricación con la acción y el suspenso está hecha casi con desdén. Así, por más deslumbramiento visual y ganas de volar fantásticamente, notamos la ausencia de emoción, porque no hay construcción progresiva y sólida. Burton se ha conformado con ser un filtro peculiar, un brillante diseño personalizado, y la narrativa de su cine ha salido lastimada.
Beneficios de la modestia y la tradición Una película sobre un accidente en una plataforma petrolera. Caso real. 2010. Golfo de México. El mayor derrame de petróleo en la historia de Estados Unidos. Y de entrada sabemos que el protagonista no murió en el accidente porque lo escuchamos testificando en el juicio posterior. Además, hay detalles técnicos y vocabulario específico que podrían haber arruinado la película. Con estos y otros riesgos al costado del camino, Horizonte profundo sale triunfante. ¿Por qué? Veamos algunos motivos. 1.La película no se estira nunca. De hecho, su duración de 107 minutos está bastante por debajo del promedio actual de más de dos horas de las superproducciones de acción. Entonces, asistimos al accidente y a los intentos de salvación y rescate contados sin vueltas. No hay peligros agregados o situaciones en modo bucle. Entonces, seguimos la acción con interés incluso cuando no entendemos todo lo que puede pasar si la columna tal cae sobre tal torre, o si el gas y el petróleo y el lodo pasan por acá o por allá. La película sabe que tiene que ser económica para no perdernos, para no marearnos, para que sus imágenes sigan teniendo sentido, para que no nos abrume un barullo de acción, explosiones y explicaciones. 2. Para llegar a ese tramo final y no apelar a la pirotecnia de explosiones y peligros a repetición, la película decide confiar en sus personajes, darles tiempo de presentarse, de establecer sus vínculos. Así, la primera secuencia se centra en la vida y el hogar de Mike Williams (Mark Wahlberg), su interacción con su esposa Felicia (Kate Hudson) y su hija. Hay humor, confianza, y la demostración de que Kate Hudson ha madurado muy bien, también como actriz. Para presentar a un personaje interpretado por Kurt Russell las películas lo tienen fácil: lo muestran y en dos planos este animal de cine ya estableció sus coordenadas. Personaje curtido, noble, leal: Mister Jim, alguien en quien su equipo confía, y que puede sostener con hidalguía el riesgo inherente a toda película que dispone un planteo de enfrentamiento con la ambición corporativa. De todos modos, en esto tampoco falla el relato: los ejecutivos de la British Petroleum no son unidimensionales. 3. Hay en esta película, como en Misión rescate (The Martian), orgullo profesional en los trabajadores. La convicción de cumplir la labor con precisión, entereza, dedicación. En Misión rescate todo se potenciaba y se hacía más brillante por la ausencia de villanos (y por una lógica científica con más atractivo cinematográfico). Aquí los hay, lo que reduce el alcance de la lógica y el orgullo profesionales. Pero de todos modos estamos ante una película que entendió algunas de las enseñanzas de Howard Hawks. 4. Y hablando de Hawks, el director Peter Berg -que ya tenía una carrera como actor al momento de hacer su ópera prima- sigue los pasos del maestro en otro aspecto. Salvando las distancias -cosa obvia al comparar a alguien con uno de los grandes maestros del Hollywood clásico- Berg también está haciendo una carrera multigénero, yendo con asombrosa facilidad de la comedia a la acción y a otros géneros, con temas diversos y combinaciones extrañas. Tal vez en ese sentido sea más claro citar algunos ejemplos: la lograda mezcla de humor y película de súper héroe no convencional de Hancock. Y la ferocidad muy bien llevada de una ópera prima hecha para llamar la atención -pero con sustento- Malos pensamientos (Very Bad Things). A casi 20 años de esa película con Cameron Díaz y Christian Slater, Berg se confirma como un trabajador destacado de Hollywood. 5. Horizonte profundo es una de esas raras películas de gran presupuesto que no quiere destacar por ser la más explosiva, ni por mostrar más petróleo en una secuencia, ni por algún otro motivo irrelevante y patotero. Aquí hay confianza en una tradición narrativa y en las capas y capas de enseñanza de un género, y sobre esas bases se depositan los millones invertidos.
Thelma y Louise en la Toscana Cine de la intensidad, Loca alegría se aventura por caminos difíciles. Las protagonistas son pacientes de una institución mental, la aristocrática y fantasiosa Beatrice y la golpeada y reservada Donatella. Entre las dos surgirá de a poco una amistad, mientras se aventuran por diversos caminos fuera de la casona en la Toscana que las retiene con un régimen no muy estricto. Cine de personajes fuertes, necesitaba de grandes actrices: Micaela Ramazzotti (Donatella) tiene el personaje más complicado, el que tiene mayores riesgos de desbarrancar, debido a la construcción de su pasado y sus acechanzas crueles. Valeria Bruni Tedeschi (Beatrice) tiene el personaje para lucirse y lo hace, y la apuesta intensa, casi incendiaria, de la película, pasa en mayor medida por ella. Su imposibilidad de detenerse, su incapacidad para dejar de hablar, los impulsos como sostén de todos sus movimientos: características que en otra actriz podrían haber hundido al personaje, con Bruni Tedeschi se convierten en las coordenadas de la eficacia. Más aún, Bruni Tedeschi aprovecha cada exceso para sostenerlo con mirada, con curvas, con brazos en alto de patrona de palacio en apuros, con inspiradas líneas de diálogo, sobre todo aquellas que dice casi al pasar (como la reprimenda a los chicos que vienen de la playa). En ellas dos, y en la apuesta habitual en la carrera de Virzì por no detenerse, por no frenar, por no pausar y a la vez por no generar ningún caos narrativo, están algunas de las fortalezas de esta película. Los principales problemas, afortunadamente pasajeros y que afectan sólo parcialmente al relato, son dos: una es la peregrina idea de pegarse a Thelma & Louise, con cita visual y todo, y la otra es una conversación entre el personal de la institución que peca de progresismo sin elaboración, algo que también se colaba en Caterina en Roma (2003), la película que al estrenarse en la Argentina llamó la atención sobre el director, junto con una retrospectiva de la Sala Lugones. Con esas películas pudimos ver la energía de Virzì para retratar a sus personajes adolescentes, el tiempo pasó y su cine pasó a temas más adultos (La prima cosa bella, El capital humano). Es reconfortante encontrar en Loca alegría personajes con un pasado combinados con esa energía y esos saltos al vacío -incluso las torpezas- del cine del director en su período de fines del siglo XX y principios del XXI.
Hombrecitos que emocionan Es cine estadounidense no significa lo mismo que cine de Hollywood. Y cine de Hollywood no significa necesariamente cine estadounidense. Algunas películas de Hollywood no tienen pertenencia ni pertinencia con lo estadounidense, son relatos globales sin anclaje cultural nacional. Y hay películas estadounidenses que son independientes de cualquier tic o cualquier rasgo -sea bueno o malo- de Hollywood, y que cuentan historias arraigadas en su territorio, que pueden mapearlo con cercanía. Con el estreno comercial de Por siempre amigos (Little Men) estamos ante el primer lanzamiento comercial de una película del cineasta independiente, y fuera de Hollywood, Ira Sachs. Y Little Men -el título local es el único error conceptual en este acontecimiento- es una de las mejores películas de este 2016, que ya recorrió festivales como Sundance, Berlín y Bafici. Decir uno de los más grandes films de 2016 quizás sea impropio: Little Men es una película de una modestia difícil de hallar, de una escala humana refulgente. Es la historia de dos adolescentes neoyorquinos -Jake y Tony-, de su amistad, de sus familias, de las relaciones entre padres e hijos, de la educación y de los cambios, de su lugar y sus vidas. Y, sobre todo, es una película sin héroes y sin villanos. Con adultos y adolescentes que se equivocan, que reaccionan de formas erróneas o acertadas, y que, como se dice en la película, tratan de amoldarse a las novedades, a las buenas y a las malas noticias. Aquellas frases que dicen los personajes y que pueden usarse como clave general de lectura nunca son un manual de instrucciones o una sentencia prescriptiva. Ésta es una película abierta, que nos permite cambiar las posibles identificaciones, que tiene la capacidad para crear personajes de gran riqueza con pocos trazos, y que nos deja conocerlos y relacionarnos con ellos y sus circunstancias de formas diversas, según nuestras propias historias de vida. Que Little Men nos invite con delicadeza y nos permita recorridos emocionales diversos no significa que sea un relato laxo o deshilachado, más bien al contrario. Siempre estamos ante algún dilema, ante alguna decisión, ante acciones y reacciones. Que una película así de fluida y hasta tensa juegue con tantas emociones, que pinte a esos pequeños hombres que son los adolescentes y que a la vez nos hable de la pequeñez y de la grandeza de los hombres, que nada de esto lo declame de forma literal sino que lo sugiera y lo integre con inapelable cohesión, que flote grácil sobre estos personajes (y sobre estos grandes actores y actrices) y que nos deje la sensación plena -feliz, para qué dar más vueltas- de que todavía pueden contarse estas historias, son todas pruebas de que el cine resiste, y también de que nos puede transformar en apenas 85 minutos.
Me había perdido Cigüeñas. Y al ver Trolls, de la que escribí acá, tuve la necesidad de verla con premura. Así que al otro día vi la primera película animada escrita y dirigida por Nicholas Stoller, que está haciendo una carrera muy importante centrada en la comedia (Forgetting Sarah Marshall, Get Him to the Greek, The Five-Year Engagement, Buenos vecinos). El codirector es Doug Sweetland, el del corto Presto de hace unos cuantos años y con destacada trayectoria como animador para Pixar. Trolls es, antes que una película, casi la definición de lo que se entiende de manera peyorativa por producto: uno vistoso, vendible, llamativo. Y una película sin alma, sin ánima, no animada y que no se anima, que no puede armar emociones, cuyo relato es endeble probablemente porque confía demasiado en la acumulación de elementos. Pero estos elementos son meros ingredientes que apuntan a diferentes públicos y no necesariamente hacen cohesión. Los elementos de Trolls no son solidarios. La película tiene lujos en la banda sonora, colores y brillos de sobra, un 3D inoperante, y poca raigambre en las mejores tradiciones animadas (el cinismo shrekiano es un recurso agónico antes que una tradición). Cigüeñas es de Warner, y honra la historia animada de la compañía, por ejemplo con los lobos en formaciones delirantes y brillantemente cómicas. Hay secuencias con la velocidad absurda del cartoon, con humor anárquico, sin necesidad de atarse a las referencias teledirigidas hacia los adultos, con la convicción de que todavía es importante delinear personajes que vayan más allá de trazos básicos, la pasión palpable por la aventura del cine, y por la posibilidad y el placer del juego. Por la felicidad de poder jugar. Cigüeñas, además, es una de las pocas películas animadas estrenadas este año que no depende de una marca previa y no es un refrito de muchas otras fórmulas ya probadas. Cigüeñas cuenta un cuento, nada menos. Y, como decíamos, se permite y nos permite jugar.
Matemáticas fallidas Con cada nueva película hay más pruebas, se demuestra mejor el teorema: los relatos audiovisuales sobre los matemáticos son muy difíciles de hacer. Por ejemplo El código enigma (es decir The Imitation Game) y Una mente brillante, con sus modos enfáticos, con sus simplificaciones que iban más allá de las cuestiones matemáticas, lo habían probado previamente. Y si Gus van Sant había logrado un triunfo parcial con En busca del destino (Good Will Hunting) quizás se debiera, además de sus probadas armas como director, a que no trataba con material de "una vida real". Pero en este caso, el de El hombre que conocía el infinito, un director sin mayor identidad reconocible llamado Matthew Brown no logra ir más allá del biopic más adocenado, gastado en sus formas, pedestre, que incluso se queda en un bosquejo con aún menos filo que el esperable en este tipo de productos. La historia es la de Srinivasa Ramanujan, importantísima figura de las matemáticas que pasó de su India natal a Cambridge (y que tuvo una biografía fílmica de producción india en 2014). Esta película inglesa cuenta parte de su vida en Madrás y luego su carrera de un puñado de años en Cambridge, mientras intercala algunas vicisitudes de su madre y su esposa en la India. Si el módico melodrama suegra vs. nuera está contado de forma completamente convencional y sin la menor sofisticación (hasta con resoluciones risibles), en Cambridge el paquete luce un poco más decoroso, en buena medida gracias a Jeremy Irons, un actor que puede soportar airoso y hasta con elegancia las obviedades y simplificaciones de los diálogos, que explican impunemente lo que ya vemos, y resumen de manera clarividente cada situación, cada contexto (las referencias, que intentan ser contemporáneas, a la Primera Guerra Mundial sufren de exceso de sabiduría a posteriori). Dev Patel (Ramanujan), el recordado protagonista de Slumdog Millionaire, no sigue el camino de Jeremy Irons, y con los años ha ganado en intensidad anti cinematográfica, y cada uno de sus esfuerzos actorales poseen tanta información gestual que serían más útiles en una fotonovela. Como suele suceder en estas películas sobre genios matemáticos, no se suele explicar demasiado su genialidad (aunque aquí al menos se tratan brevemente las particiones), y lo que queda es la preponderancia de la música y las efusiones de brazos en alto o caídos para que nos demos cuenta de si estamos en momentos de triunfo o de derrota en el camino del conocimiento y su valoración, un tema de grandes posibilidades emocionales si se ve potenciado por un director eficaz. No es el caso, y el cine de intersección matemática suma un caso más que nos hace añorar la integración narrativa de un libro clásico como El hombre que calculaba de Malba Tahan (es decir el brasileño Júlio César de Mello y Souza, alguien que sabía de álgebra y también de la importancia del uso del disfraz y la imaginación).
Película de milagros sutiles Café Society, película de milagros sutiles, es uno de esos logros gigantes que parecen fáciles: un film que simula narrar y profundizar en sus personajes como si meramente respirara; en realidad juega a simular porque sabe jugar, porque el juego lo dirige un sabio que aprendió mientras hacía, e hizo mucho. Otra vez en el cine y en el cine de Woody Allen, con una introducción que nos ubica en el Hollywood de los años treinta, década amada por el responsable de este entretenimiento sofisticado. Conocemos al protagonista, Bobby (Jesse Eisenberg), el principiante que entra a un mundo cuyas reglas desconoce, que tiene que surfear las diferencias de clase y de costa dentro de la misma familia. Películas y personajes anteriores de Allen se nos aparecen como estructuras familiares, como obsesiones, casi como retazos de sueños. La relación entre el arte y la mafia, como en Disparos sobre Broadway; la promesa de felicidad del amor que puede escurrirse, como en Manhattan; la vivacidad de la Annie Hall de Diane Keaton recuperada en la Vonnie de Kristen Stewart, y las diferencias entre Los Ángeles y Nueva York, y la eterna elección de Allen por una de las costas. Están las marcas del cine de Allen -afortunadamente no está el desdén moral y cinematográfico del período londinense-, están los diálogos, el humor; están las dudas, y está el gris de los motivos para hacer, para decir, para tomar decisiones, como en sus películas más grandes, como Crímenes y pecados. Todos tienen sus razones, el joven que llega para hacer carrera en Hollywood y se enamora, su tío el gran agente (Steve Carell), su hermano el mafioso, la propia Vonnie. Hay ocultamientos que no suenan forzados, y que revelar aquí sería atentar contra el disfrute de la película. Y el disfrute de Café Society es de esos placeres que se hacen cada vez más raros: una comedia agridulce que fluye con constante interés sin necesidad de forzar resoluciones o de ponerse terminante o maniquea. Una película en cuyos personajes creemos, incluso en aquellos más cercanos a la caricatura -el cuñado intelectual de izquierda, los mafiosos-, porque manejan deseos, inseguridades, tienen personalidades. Son personajes que interactúan entre ellos y no se recortan contra algún concepto de remake, revival o diseño de marketing. Comedia sobre Hollywood, comedia romántica, comedia sobre la finitud de la vida, comedia sobre las oportunidades, comedia de diferencias de clase y de religiones. Y también sobre la imposibilidad de la comedia y las comedias, sobre el arte y su relación con el espectáculo y la moda. Además, Café Society es una demostración esplendorosa del manejo de la luz para embellecer, y que constituye la primera colaboración entre Allen y Vittorio Storaro. Y como si todo esto fuera poco, el elenco completo debería ganar todos los premios de ensamble actoral del año. Kristen Stewart -su fotogenia debería estar asegurada en una suma astronómica- brilla y demuestra, como lo hace desde hace años, que es una actriz descomunal, que puede combinar malicia, seducción y frescura, como ya lo hizo en Adventureland. Y de yapa tenemos a los dos personajes secundarios más encantadores del año: Rad Taylor (Parker Posey) y Steve (Paul Schneider). Café Society no es una película de ruptura, sino pura tradición, personal e histórica, una gran película que no busca imponerse, quizá porque está llena de seguridades y sabiduría para poner en escena dudas, decisiones, errores y aprendizajes.
Una de tiburones. Bueno, no: de un tiburón. Como Tiburón (Jaws) de Spielberg. Y hay una rubia, como al principio de la película de Spielberg. Y agua. Y no hay más de Spielberg. Porque ese mal que acechaba de forma terrible e inopinada aquí necesita engancharse de un trauma a resolver por parte de la protagonista. Enganchar no engancha mucho, en parte porque esta película está sembrada con situaciones -y conexiones entre ellas- que pueden ser aceptables en un contexto más festivo, o más límpido. Ni uno ni otro, y entonces las sucesiones de casualidades prácticas que se ponen en escena resaltan en su arbitrariedad frente al fondo más “serio”, frente a Blake Lively mirando al horizonte con ojos de “esta situación de surf acá es muy significativa para mis emociones y mi constitución como sujeto”. Esta es una de esas películas con un poco de culpa por ser, simplemente, una de un tiburón al acecho. Quiere separarse de la simpleza tensionante de la mucho mejor Mar abierto (Open Water) de Chris Kentis. Aquí hay más, para finalmente terminar en una resta: menos potencia cinematográfica, menos suspenso, más ripios narrativos (las imágenes de otros ámbitos en otros tiempos arruinan cualquier clima, siempre incipiente y raramente logrado). Recuerden que hay spoilers, aquí vienen. Hay casi más referencias a la madre -muerta, esa del vasco Juanma Bajo Ulloa era buena- que al tiburón, y lo que vemos es una película en la que hay un pez dientudo que acecha pero que en realidad está subordinado al relato de cómo la protagonista trabaja su trauma particular (si la carrera de medicina, si su madre, si la conexión entre las dos cosas). Hay un cine de gran circulación que se ha convertido en un campo lamentablemente propicio para historias que deben resolver traumas diversos, relaciones padre-hijo pero de la variante más frontal, sin fuga, sin juego, lo más cognitivamente literal posible: y ahí se suman a esta tendencia, o mejor dicho la preceden y así preparan a las nuevas generaciones para este tipo de cine inflado con “algo importante”, la sobrevalorada Intensa Mente y la injustamente súper exitosa Buscando a Dory (las dos son parte de un camino de decadencia de Pixar que siempre estamos a la espera de que se revierta en la próxima película). Miedo profundo, Intensa Mente y Buscando a Dory son negaciones a la aventura, o especulaciones vuelteras alrededor de la aventura. Juegan como si nos vendieran grandes emociones y son la cáscara de una aventura. Pero no se juegan por la cáscara y por la superficie, que puede estar muy cerca del alma del cine (la gloriosa Misión Imposible II de John Woo era pura cáscara mítica). Aquí estamos en supuestas aventuras -dos de ellas en el mar- pero que en realidad necesitan justificar que lo son. Y de esta manera quedan expuestas como una sesión de cine en la que la culpa domina. Son películas que necesitan del movimiento pero no lo valoran, lo sienten como una deshonra que debe ser compensada con cuestiones más serias. Así, los últimos minutos de Buscando a Dory, con el frenesí de la aventura en la ruta, demuestran por contraste toda la molicie de las lecciones ñoñas que hemos recibido hasta ese momento. Miedo profundo no tiene mucho de liberación, porque el final es bien machacón con la madre, y ya desde el principio acechan las cuestiones familiares y los planos publicitarios sobre el cuerpo de Lively. Al comparar este cuerpo con los menos ostentosos pero más carnales de la escena de cama del principio de Mar abierto, notamos otra diferencia, entre el cine que narra y los almanaques que exhiben.