Thriller divertido y con estilo Una película que incluye la explosión de una bomba en París, que atrasó su lanzamiento por los atentados de noviembre 2015, y luego terminó estrenándose el 13 de julio de 2016 con el título de Día de la Bastilla. Horas después, se produjo el ataque de Niza. Más allá de estas coincidencias trágicas y de que la película toma el miedo y la persecución al terrorismo como uno de sus temas, Atentado en París trata de una investigación policial que incluye corrupción política, un agente de la CIA y un carterista que deben unirse por las circunstancias. La película empieza con una secuencia que nos pone a tono con lo que vendrá: el carterista hace un raid de teléfonos y billeteras en Montmartre, mientras aprovecha que una chica baja las escaleras del Sacré Coeur desnuda. Esto es un disparate festivo y muy divertido, a pesar de los temas mortuorios; un thriller de esos en los que no importa tanto la lógica del argumento como la eficacia del clima general, y que brilla en la inteligibilidad de los golpes, tiros y persecuciones. Los condimentos estilísticos del director parecen incluir a Michael Mann, las de Bourne y hasta el imaginario bessoniano -no bressoniano, por más carterista que haya- de Subway. Se habla más inglés del que se habló jamás en París, los malos son desalmados y el agente con pasado complicado es el actor inglés Idris Elba, que lleva con mucho carisma el peso de hacer de taciturno, honorable y pocas pulgas.
Un náufrago muy deslucido De la gente que hizo Vamos a la luna, Las aventuras de Sammy (las dos) y Trueno y la casa mágica. Esto es, de los belgas y franceses que hicieron esas películas, mejores que la que toca en suerte esta semana. Porque, si bien no pasaban de ser narraciones más o menos estándar con algo de humor parcialmente acertado con una animación digital bastante decorosa, esas películas tenían bastante más atractivo que esta Robinson Crusoe, aquí retitulada con el agregado de la vieja plaga local de "las locuras de". En esta ocasión tenemos al náufrago más famoso, y a su plétora de animales comandados por el loro Tuesday-Mak, y a unos piratas, y la narración -en flashback- de la llegada de Crusoe a la isla, la desconfianza de los bichos, el reconocimiento del terreno y de las intenciones de cada uno. Y unos forzados villanos felinos con el pelaje bastante engrasado. Nada se sale de la obviedad, pero ése no es el problema principal: lo que hunde a esta película es la absoluta falta de brío, de ritmo, de movimiento para la aventura. Una puesta en escena que centraliza la acción, que no juega con lo que está fuera de lo encuadrado (o diseñado), que no usa el espacio más allá de dos o tres momentos (al principio y al final), cuando las persecuciones tienen un mínimo de continuidad. Sí, unos cuantos bichos ostentan un lindo diseño, pero hablan demasiado y lo hacen menos para el humor que para la explicación constante, acción que también acomete la omnipresente música.
Suspenso endeble y tramposo Basado en un best seller, este thriller del director Tate Taylor (The Help - Historias cruzadas) muestra sus debilidades desde el inicio, abrumadoramente explicativo, en el que se nos cuenta cómo es cada personaje, qué le pasó antes y por qué está como está, como si nos estuvieran preparando para un gran misterio. Una mujer alcohólica abandonada por su marido está obsesionada por la vida de su ex con su nueva mujer; otra tiene un pasado tortuoso que la vuelve una insatisfecha constante. Hay una desaparición, y un psiquiatra y una mujer policía, y conexiones entre ellos. Se nos ofrecen diversos puntos de vista, saltos temporales constantes -quizá para disfrazar la incapacidad para construir climas de suspenso-, inconsistencias múltiples y el posible descubrimiento de la resolución por la mitad (si uno no leyó el libro pero vio unos cuantos policiales). La violencia de género se plantea con un maniqueísmo y un didactismo casi risibles. La información que se brinda es visualmente tramposa y la resolución se despliega con métodos mentales por lo menos discutibles. Un cine que mira de lejos referencias como De Palma y Hitchcock, desde muy lejos y sin observar bien, como desde la ventanilla de un tren. Las actrices protagonistas tienen carisma, fotogenia y dignidad gestual, sobre todo Haley Bennett (Emily Blunt carga con un maquillaje que subraya sin matices su estado de ánimo), y los actores están condenados, tal vez por el trazado de sus personajes, a una pétrea unidimensionalidad.
La película que conecta con L’économie du couple es la argentina Hija única, de Santiago Palavecino. En esta película también hay una pareja en crisis, y con una hija (no contar más el argumento como política, y como amabilidad a una película que sabe dosificar su planteo con inteligencia y eficacia), pero sobre todo hay una casa como eje importante, una casa con campo, una estancia, que no ha sido puesta en valor. A su modo, nada directo, Hija única es también sobre economía. Es una película en la que no se revaloriza nada, no se produce riqueza, nunca: los personajes orbitan alrededor de bienes heredados, el único trabajo del que se habla es el de guionar y hacer películas pero nada parece muy concreto, así como el plan del maxikiosco; nadie parece aportar demasiado al PBI, digamos. Es una película que va al pasado y lo trae como trauma, como fuente imparable, poderosa. Pero si fuera solo una cuestión temática el atractivo de Hija única no estaríamos ante uno de los estrenos locales más seductores del año. Anomalía de director anómalo, Hija única es una de esas películas que se animan a ir contra la corriente, contra las corrientes, desde el principio: un rostro cercano, gigante en la pantalla de cine -véase en cine-, música que no se pone como compromiso o para quedar oculta, actuaciones de sobriedad ejemplar y a la vez alejadas de cualquier minimalismo o indolencia, personajes que pueden actuar movidos por repentinos enojos, o descolocarse y descolocarnos, y darle vida a una propuesta inusual y fascinante. Palavecino hace un cine argentino que no le teme a la historia, al alcance general de una visión del país, a Borges, al fantástico, al melodrama -ese prólogo con lluvia es de una osadía asombrosa-, ni al cruce con el Leonardo Favio más flamígero. Si hasta Susana Pampín, con su personaje, recuerda a La Lechiguana de Nora Cullen. Palavecino hizo una película única al procesar sin grumos varias influencias, adns diversos, múltiples. Y afirma su voz individual en un cine argentino afortunadamente cada vez más difícil de encasillar con tres o cuatro etiquetas.
Una lleva como título de estreno local Después de nosotros, y su título internacional en inglés es After Love. Pero es la denominación francesa original la que señala el camino: L’économie du couple, es decir “la economía de la pareja”. Desde ese lugar, teniendo en cuenta inversiones en todos los sentidos posibles (sentimientos, hijas, dinero, tiempo, trabajo, incluso en el sentido de cambiar completamente, e invertir roles), parte esta película sobre la separación de una pareja luego de 15 años, con ella en el lugar de fastidio, del deseo de separación, de casi el desprecio (en ese sentido, siempre volveremos al de Camille-Bardot en la película de Godard). Ella es Marie, interpretada por Bérénice Bejo, con una precisión que hasta mete miedo: flaca, tensa, en sus ojos es en donde está terminada la relación. Y en su nariz perfecta y en su grácil armonía física tal vez esté el deseo de su marido de que no se termine este matrimonio, su porfiar con la continuidad. Hay una casa como centro de todo. No solo es el centro de la acción, además es el eje de muchas discusiones: fue comprada con dinero de la familia de ella, pero él (arquitecto) la puso en valor, la puso en belleza. La discusión económica de la separación, acritud y desnudez. La casa, además, es el punto de vista narrativo de la película: todo se cuenta desde ella, no se sale. La película franco-belga del belga Joachim Lafosse es uno de los muy buenos estrenos de la semana.
Tom Cruise se boicotea a sí mismo Esta segunda parte de Jack Reacher -el "sin regreso" del título local debió haber servido como advertencia- es no solamente la peor película protagonizada por Tom Cruise: es además una demostración (extrema en este caso) de que se puede hacer una pésima secuela de una excelente película original, como la Jack Reacher de 2012 dirigida por Christopher McQuarrie. Estamos aquí ante un compendio indolente de la mayoría de los defectos identificables en el cine de acción de los últimso 35 años: diálogos pedestres, personajes que son astutos o idiotas según convenga al guión, una historia muy mal cohesionada, actores secundarios sin brillo, villanos mal trazados, persecuciones sin sentido, flashbacks groseros, relaciones forzadas del protagonista con las dos mujeres que lo rodean, frases rimbombantes para tratar de dotar de intensidad a este tinglado, música que intenta rellenar todo lo que no anda por sí mismo (que es mucho). La historia vuelve sobre el solitario Reacher, que tiene que desentrañar una intriga dentro del ejército: lo persiguen y lo quieren matar, a él y a las chicas. Lo peor de todo es lo apagado que está Tom Cruise, como si se diera cuenta de que esto es un desastre indigno incluso de un estreno directo a video de 1989. Pero, considerando que como es habitual él oficia aquí también de productor, esta película quizás entre en la historia como un autoatentado artístico y un alevoso acto mercenario por parte de una estrella que estaba en la cumbre.
Anthropoid: la Resistencia checa, narrada a reglamento Entre las muchas situaciones y diálogos extraordinarios de Pequeños guerreros (Small Soldiers), de Joe Dante, 1998, estaba la frase "creo que la Segunda Guerra Mundial es mi guerra favorita". Una cita que, más allá de su negra comicidad, definía esa contienda como la más cinematográfica, la proveedora de los relatos más apasionantes, además de los villanos más malvados, los nazis ("Nazis, I hate those guys", memorable frase de Indiana Jones). Nada de extraordinario ni de memorable hay, por el contrario, en Anthropoid, en la que se cuenta la operación del título, el asesinato de Reinhard Heydrich, uno de los máximos jerarcas nazis y arquitecto de la "solución final de la cuestión judía" a manos de la resistencia checoslovaca. La película cuenta los planes, las discusiones sobre las órdenes del gobierno en el exilio, la desconfianza, las traiciones o intentos de, los amores, la maldad de los ocupantes alemanes, y se ve la belleza de Praga. Se habla en inglés con acento de Europa del Este y algunos diálogos son en alemán. Y no se habla en checo, a pesar de que la película es algo así como un homenaje a esos resistentes. Hay solemnidad, hay una notoria molicie narrativa, hay algún flashback innecesario y tiros filmados con flagrante impericia, y dos horas de duración que abruman sin dar casi nada a cambio más que la información de un hecho histórico. Un film vacío de deseo, en el que nadie parece haber puesto el menor entusiasmo: cine hecho a reglamento, con la peregrina idea de que los hechos se cuentan solos, por su propio peso.
Un hombre perfecto logra superar sus limitaciones a fuerza de desfachatez Deudora ferviente de Patricia Highsmith y en especial de las encarnaciones cinematográficas del señor Tom Ripley (pero el actor Pierre Niney está lejos de las potencias contenidas de Alain Delon o Matt Damon), Un hombre perfecto es un ejercicio de emulación con pocas sutilezas. Pero no sólo de sutilezas se hace el cine, incluso el subgrupo de películas efectivas. Un hombre perfecto es efectiva y segura, y hace de su convicción un paraguas contra sus chambonadas. Porque ésta es una película que cuenta la historia de un impostor aspirante a escritor que roba un manuscrito, un diario sobre la guerra de Argelia, y lo hace suyo, y cambia de vida y de clase social. Y Un hombre perfecto simula contarlo como si fuera la primera vez, como si no estuviera gastado el tema en el cine y en especial en el cine francés. Es tan impetuosa esta película que describe sin ironías el ambiente literario galo de cócteles y adulaciones galantes (que fueron ridiculizados con especial sabiduría este año por Eugène Green en Le fils de Joseph), y también las tertulias de la clase alta tradicional. Asistimos a diversos déjà vu, y con bastante frecuencia. Pero la seguridad insolente que despliega el director y guionista Yann Gozlan es tal, la capacidad para ponerle garra a sus recorridos transitados -y, por momentos, puesta en escena descaradamente vodevilesca-, que la película adquiere una fluidez que muta en ritmo sostenido. La frontalidad para encarar temas gastados, la ausencia de originalidad, la desfachatez para filmar a Ana Girardot en modo de seducción constante de jovencita hermosa y bien criada e intelectual, y fogosa y misteriosa, más otras virtudes que podrían verse como torpezas o modos irreflexivos hacen de esta película no un thriller personal europeo, sino una actualización de modos industriales largamente probados en el cine francés centrado en el crimen. Para terminar volvamos a Highsmith: el personaje protagónico, Mathieu Vasseur, es como uno de esos animales de los cuentos de Crímenes bestiales de la escritora estadounidense: ante el encierro o la amenaza reaccionará con una ferocidad que parece salir del instinto de supervivencia, aunque la supervivencia sea -en este caso- intentar aferrarse a una vida de literato de éxito que es, en sí misma, una exageración seductora e hiperbólica. Como lo es la cotidianidad de, por ejemplo, Tony Stark/Iron Man.
En Trolls hay guiños que pueden dañar la emoción Hace meses que suena, en el mundo, la canción principal de Trolls: "Can't Stop the Feeling!", de Justin Timberlake , que tiene una energía notable y es altamente adictiva. Finalmente, llegó la película, y hay que decir que el hit de Timberlake es superior. Trolls, basada en los juguetes que existen desde hace décadas, es una de aventuras colorinche con lección sobre la felicidad. Y la felicidad, cuando es explicitada y verbalizada de esta manera en el cine, raramente encaja con gracia. Pero eso viene sobre el final: al principio se nos cuenta sobre estos seres tiernos y coloridos que viven felices, cantan, bailan y se abrazan. Pero hay unos monstruos malvados y feos, los Bertenos, que sólo conocen la felicidad mediante la ingesta de Trolls una vez al año. Así las cosas, los Trolls deciden escapar de su árbol y buscar otro lugar para vivir, hasta que... Hay un Troll que perdió la alegría -y el color- y es en extremo cauteloso, está la protagonista Poppy (la princesa) y más personajes definidos con certera velocidad. Y sobreviene el viaje de rescate de los amigos capturados por los Bertenos. El viaje de Poppy es imaginativo y aprovecha las posibilidades de la plétora de colores que se nos ofrece y las de un mundo que puede crear sus propias reglas. También son simpáticas las animaciones de las páginas de los libros. Y hay algunos chistes efectivos en el primer tercio, además de una cantidad casi obscena de grandes canciones de éxito de diversas décadas, usadas con gran habilidad durante toda la película. Eso sí, el 3D sobra a todas luces y hasta parece un filtro aplicado a posteriori. Pero el problema principal de Trolls no es un 3D irrelevante. Detrás de las canciones simpáticas y las voces de grandes intérpretes, y de un mundo mullido y cute, está el andamiaje que Dreamworks usa -y en ocasiones abusa- desde Shrek: el guiño para los adultos puesto a intervalos regulares y el cinismo como punto de partida. A veces sucede, como en este caso, que tanto guiño, tanta referencia para no perder a los mayores que acompañan a los niños y tanta canchereada distanciada terminan dañando las posibilidades de emoción, empatía y compromiso efectivo con los personajes. Lo que no sería tan importante si la película se jugara a pleno por el cinismo y no intentara, sobre el final, cargar las tintas sobre los sentimientos de estos seres que cantan y bailan grandes canciones y tienen mascotas sublimes como el Señor Peluche.
El mundo de hoy según Michael Moore Maestro del simplismo, Michael Moore define rápidamente toda incursión militar estadounidense posterior a la Segunda Guerra Mundial como una derrota y se dispone él mismo, provisto de una bandera de barras y estrellas, a "invadir" países en busca de mejores condiciones de vida que las que, según él, se padecen en los Estados Unidos. Va a Italia y se maravilla de los muchos días de vacaciones y el aguinaldo, va a Alemania y se maravilla con las condiciones laborales, va a Finlandia y se maravilla de las condiciones educativas (este fragmento estuvo circulando bastante en las redes sociales), en Portugal admira la política con respecto a las drogas, y hay más recorridos. Entrevista gente, mete chascarrillos a veces certeros y con gran timing (en especial en Portugal y Francia), encaja inserts arteros de catástrofes cotidianas estadounidenses y avanza con su turismo social-progresista, que se asombra ante políticas típicas de los estados de bienestar, y/o creativas y asombrosas, como el modelo nutricional escolar en Francia. Camina y reflexiona casi siempre en modo veloz y maniqueo, y apila temas en esta oferta de "descubra cómo es el mundo" pensada para un mínimo común denominador no demasiado elevado. Así las cosas, sus explicaciones sobre el pasado de Alemania -con su musicalización- son de un didactismo bastante considerable. Moore mete en un solo documental una cantidad de temas con los que cualquier documentalista más meticuloso y riguroso haría una docena. Pero eso es Moore, que ha construido un personaje carismático en su desaliño, que escapa de las argumentaciones elaboradas y de los rigores para la reflexión. Es un estadounidense que se queja de los Estados Unidos y que sale de viaje y compara todo con su tierra, con una mirada y una forma que nunca niegan su origen. Y es un tirabombas con sentido del ritmo y, a qué negarlo, de la urgencia: mientras aquí se estrena esta película presentada en Toronto el año pasado en enero, Moore acaba de anunciar su inminente película sobre Donald Trump.