Rumbo a Hawaii Esta comedia que dice ser sobre dos hermanos inmaduros y desaforados comienza con el enésimo montaje de fiestas de la comedia hollywoodense reciente. El "fiestismo" como narrativa abusada y como montaje prefabricado es a estas alturas una estandarización, un lugar común, que se puede plasmar con más o menos gracia pero que parte de imágenes gastadas, casi transparentes. Sin embargo, luego de esa secuencia de apertura esta ópera prima cinematográfica del director televisivo Szymanski procede a desarmar con astucia la lógica de la fiesta. Con forma de cine, esa de ir más allá de la superficie, aunque sea mediante imágenes "de Internet" que vemos lo que quedó afuera del montaje fiestero. Mike y Dave: los busca novias apuesta al humor basado en referencias sexuales, drogas y piruetas descerebradas diversas, y oscila constantemente entre la euforia y los riesgos constantes de fracaso, tanto en sus temas como en sus formas. Los dos hermanos, por imposición y hartazgo familiar, están obligados a llevar dos chicas "presentables" a la boda de su hermana en Hawaii. Por supuesto, las chicas que van son dignas oponentes. El fantasma de Los rompebodas está, y se intenta conjurar con una mención clara. Pero si esa película con Owen Wilson y Vince Vaughn tenía una estructura más parecida a lo que supimos conocer como comedia cinematográfica (aún con la renovación acaecida en los noventa), aquí la narrativa es más laxa y notoriamente despareja, y no parece importarle demasiado diluir chispazos de genialidad en timing con frenos -el clásico de no desnudar al cuarteto protagonista- o con música redundante. Los chistes que funcionan no se ven venir, no se adivinan: provienen de alguna salvajada bien planteada, algún hallazgo situacional, algún gesto que se desmadra, alguna deformidad actoral que encaja por osadía gestual. Y los que no funcionan se diluyen en una liviandad que a veces se ve traicionada por algún sentimentalismo que acecha pero que, como todo aquí, es de tranco corto y fantochesco. El cuarteto protagonista integrado por Aubrey Plaza, Anna Kendrick, Zac Efron y Adam Devine juega a una actuación nada sólida, pero esto no se señala como un error: sus personajes no tienen ninguna posibilidad de ostentar personalidades memorables. El film se anima a proponer seres de ficción apenas por encima -o incluso por debajo- de una línea de flotación intelectual media: los personajes no responden nunca de manera brillante. De hecho, suelen dialogar de manera bastante idiota. Estas criaturas ficcionales están en un nivel de realidad más palpable que -por ejemplo- los personajes de Anchorman, ejemplo de humor sublime a partir de la idiotez, pero con lunáticos artificiales. Hay algo, quizás, de verdad generacional con estos jóvenes que no saben ni siquiera cómo ser snobs a pesar de tener grandes oportunidades para serlo. Y hay algo de mentira en el título de esta comedia con averías pero singular: los protagonistas no son los hombres. La fuerza, la decisión, el motor, son las mujeres. Y también son ellas las que profieren los mejores diálogos sexuales.
El hombre que renegaba de la fe Un señor de 38 años a medio cocer. O, como se solía decir, que le falta un golpe de horno en determinación, estudios, trabajos, relaciones familiares y de pareja, y que vive como si fuera a ser eterno. Pero pensemos un momento: quizás este señor tenga razón y la suya sea la manera sabia de encarar este mundo. Aclaremos: Gonzalo, el señor aparentemente gris en cuestión, quiere ser apóstata, es decir, renunciar a la Iglesia Católica. Pero el trámite, como todo trámite en la tradición hispana, no es fácil. Es más bien un engorro: hay instancias administrativas insoportables, y el intento, los intentos, las perseverantes persuasiones para convencer al que quiere irse del rebaño de que se quede. Sin embargo, no se trata de una película sobre la iglesia y la fe; o sí, pero no solamente. El apóstata, tercera película del uruguayo Federico Veiroj, el de Acné y La vida útil, está centrada en un personaje masculino, como esas dos obras previas. Gonzalo no es inmediatamente atractivo, pero es un personaje que brega, que avanza en ambientes en los que el absurdo acecha. Gonzalo se mueve con extrañas maneras, con algo así como una resignación desafiante, con una forma entre etérea y terrenal de llevar adelante sus luchas, tanto las (no) religiosas como las académicas o familiares. Gonzalo puede fracasar, pero mientras tanto camina el mundo con una extraña manera de ser irresistible, con cierta inopinada aristocracia vital sin dejar de ser un poco zaparrastroso. En ese logro de presentar un personaje así de fuerte brillan tanto el actor Álvaro Ogalla como Veiroj. Ogalla, de presencia física nada liviana, se hace liviano al andar, como si sus pisadas no tuvieran mucha fuerza. Sin embargo, a la vez, parece pertrecharse de capas de resiliencia imposibles de notar pero que actúan y reaccionan frente al mundo de maneras sinuosas. Y Veiroj, por su parte, rodea a su personaje con, y extrae de él, un tono singular, que se relaciona con una película de Marco Ferreri como La audiencia y una de Marco Bellocchio como La hora de la religión, pero que además recupera enseñanzas de Luis Buñuel y hasta de Luis García Berlanga. Indefinición a favor de la fluidez, personajes hábiles y no transparentes, realismo extrañado, la notable fotogenia de una actriz más que apta para el cine como Bárbara Lennie, el aire de sátira volátil, los sueños disruptivos: la fascinación sin estruendos que puede provocar El apóstata es propia de una película extraña y osada. Un poco como Kiarostami en Copia certificada, Veiroj hace su primera película en Europa y le recuerda sutil y ladinamente al cine europeo algunos de los ingredientes que usaban los grandes maestros del continente.
Una película de terror Exorcismos. Sacerdotes. Una chica estresada laboralmente tiene que viajar de Estados Unidos a Singapur porque le avisan que su hermana se ha suicidado (el mail del comunicado y la recepción en el aeropuerto deberían figurar en la historia universal de la infamia cinematográfica). Está la sobrina huérfana de madre. Está el viudo. Hay más curas. Una enfermedad familiar. Explicaciones inviables. La promesa del regreso de la muerta. La torre de Babel. Algo de vísceras y asquerosidades. Un telescopio con poderes y gran capacidad de reencuadre. Sueños. Espectros. Mensajes en tablets e informaciones con cámaras web "accidentalmente encendidas" o cámaras de monitoreo de bebés que pueden pasar de un plano general a un primer plano. Los elementos risibles se acumulan y nos van aplastando en nuestra butaca, sede mundial del desconcierto durante una hora y media. Espíritus que escriben y dialogan en pizarras infantiles. Claro, demonios. Actores endemoniados, o simplemente imposibles. Mensajes del más allá en forma de muñecas que saltan en camas elásticas, vajilla entrelazada y molestas sábanas que se descuelgan de las sogas y habrá que lavar otra vez.Un inopinado traje de buzo. Posesiones. ¡Demonios! Insistente luz que entra por las ventanas, tal vez como motivo visual. Y símbolos y misterios que se cruzan con grosera arbitrariedad. Y diálogos inenarrables, y anagramas. Planos que empiezan desde arriba o desde abajo porque sí y otras delicias de una puesta en escena en la que cada plano no logra disimular una precariedad insufrible, un analfabetismo audiovisual desesperante. De terror, pero no por el género.
En El pulso hay celulares y zombis, pero no el mejor Stephen King Adaptación de Stephen King protagonizada por John Cusack y Samuel L. Jackson, como otra -mejor- adaptación de King de hace nueve años, 1408. El pulso es ciencia ficción apocalíptica con algo de terror: un virus se propaga a partir de los celulares y deja a la gente convertida en algo así como zombis agresivos. Sobrevivientes, entre ellos los personajes de Cusack y Jackson, tratan de avanzar, de sobrevivir, de encontrar familiares. Al principio la película establece, mediante un montaje descriptivo, que estamos todo el día hablando por celular -cosa que a estas alturas no es tan así, se trata más de mirar la pantalla-, pero la crítica social no avanza mucho, más allá de algunas elucubraciones sobre el comportamiento gregario/colectivo. No abunda la fluidez, esa característica con la que se han lucido algunas de las muchas adaptaciones de King como Misery, Sueños de libertad, Cuenta conmigo y La niebla. Cusack actúa sin brillo, como si fuera un trámite -la proliferación de películas irrelevantes en su carrera quizá lo esté afectando- y la sucesión escasamente cohesiva de peligros y explicaciones sobre lo que está ocurriendo nunca termina de armar tensión. El pulso es un relato solemne de destino sombrío y que no ofrece demasiada conexión con los personajes, lo que suele suceder cuando la narrativa está tan desinflada de deseo y emociones, cuando el desgano abunda, incluso en los efectos visuales. El veterano Stacy Keach -con papeles memorables desde principios de los 70 en El juez del patíbulo de John Huston hasta hace poco en Nebraska de Alexander Payne- le pone un poco más de entusiasmo, u oficio, a su papel. O al menos recuerda épocas en las que no había tantas películas con forma y concepto de piloto televisivo.
Un espía y medio: la revancha del perdedor En un contexto en el que muchas comedias de Hollywood -incluso las exitosas en el Norte- no se estrenan en los cines locales, es llamativo el lanzamiento de Un espía y medio. Kevin Hart es una megaestrella en Estados Unidos, pero no aquí. Dwayne Johnson -antes conocido como The Rock- sería el factor de venta, porque si bien Rawson Marshall Thurber tiene un par de buenos antecedentes como Cuestión de pelotas y ¿Quién *&$%! son los Miller?, no es este un caso de director de los que se resaltan en los afiches. Un espía y medio es una de esas difíciles comedias que mezclan humor y acción, de la variante en la que se ven debilitados los dos elementos. La trama de acción y traiciones no logra ser ni verosímil ni llega a ser lo suficientemente libre y delirante, y la mayoría de las secuencias de persecuciones y enfrentamientos tiene que explicarse con diálogos, antes o después de cada evento atado a revelaciones de espionaje o traiciones, lo que lleva a una progresiva lentificación del ritmo y la caída del interés. Hart hace de uno de esos personajes de tipología fundamental del cine americano: el underachiever, el que "daba para más". Calvin Joyner (Hart) fue el alumno destacado del secundario, el que probablemente iba a triunfar en la vida. Veinte años después, las cosas no le han salido como esperaba, y antes de la fiesta de reunión por el vigésimo aniversario reaparece el compañero del que se mofaban, ahora con un físico privilegiado, otro nombre y un trabajo en la CIA (Johnson). A partir de esa reunión, sobre todo en los momentos iniciales del encuentro, se suceden algunos chistes con algo de eficacia. Por su parte, Johnson no es malo para la comedia y hasta gobierna una noción de timing poco ortodoxa, pero con cierta gracia que surge, entre otras fuentes, de la contradicción que se plantea entre su físico gigantesco y su sonrisa franca, que puede ser casi angelical. Johnson, dueño de un potente carisma -cualidad muchas veces inefable, intransferible-, es más grande que esta comedia un tanto anémica que explica demasiado, con el tan extendido y molesto mal del énfasis musical, que permite entender el tono de lo que sucede en la pantalla sin necesidad de mirarla.
Grandes emociones Luego de la burocrática Buscando a Dory y la apenas eficiente La vida secreta de tus mascotas -Pixar debería recuperar su arte, la marca ya está clara; Illumination nunca tuvo la gloria de Pixar-, Mi amigo el dragón aparecía, temible, como un caso más de mucho despliegue publicitario y poco cine. Pero algunas recomendaciones efusivas de gente que valora el cine y no sólo los eventos, los acontecimientos inflados, me hicieron ir. Y Mi amigo el dragón es la recuperación del cine para niños -bah, apto y recomendable para todos- en formato grande, la película que debería contagiar al resto, la que debería señalar el camino. No lo va a hacer, pero mientras la vemos creemos, esperanzados, que todo va a mejorar, también las películas (y hasta el comportamiento del público en el cine, pero ese es otro tema). Entre gente revolviendo lo más ruidosamente posible pochoclos, Mi amigo el dragón se juega y comienza con una extraordinaria economía narrativa y simbólica. El fin de una familia, de la protección frente al mundo, el inicio de la lectura, un accidente fuera de campo, el peligro, el contacto con el dragón, que se define como personaje en apenas segundos. Títulos, ya estamos adentro. Los personajes se miran, saben mirarse, saben contar historias, otros saben escucharlas: Robert Redford en modo confiable, de vuelta de todo, como mensajero de la sabiduría acumulada en décadas, en otras décadas, que en esta película -y no en las banalidades de Truth- encuentra su verdadero hogar. Bryce Dallas Howard con sonrisa franca, mirada demoledora y un físico de belleza más contundente que nunca: calidez maternal y erotismo inmediato vestida hasta el cuello. Las buenas películas brindan dimensiones diversas sin necesidad de enfatizarlas, sin hacerlas explícitas. Mi amigo el dragón es la remake de la película de 1977 con el dragón dibujo animado en modo cartoon y con colores llamativos, de la que no recuerdo casi nada más allá de que nunca estuvo entre mis favoritas de Disney de la niñez. Mi amigo el dragón siglo XXI va por otros lugares y con un dragón que no está dibujado. Es una película en la que la naturaleza -Nueva Zelanda como set de filmación- se impone, y además también es una película truffautiana, por un lado porque las referencias a L’enfant sauvage (El niño salvaje, 1970) son muy claras, pero además por la orfandad como tema, por la búsqueda de la familia sustituta (y ensamblada), y sobre todo porque la película filma con mucha más emoción y empatía a niños, mujeres y hombres reflexivos que a hombres “de acción”. Y también porque la extraordinaria música de Daniel Hart tiene algunos puntos de contacto con las memorables composiciones de Georges Delerue. Mi amigo el dragón es una película de gran lirismo que proviene de sus seguridades y no de exceso alguno, de saber beber en las fuentes clásicas modernizadas según la usina eterna del cine de los setenta; no tanto de Mi amigo el dragón 1977 sino más bien de las muchas ejemplares enseñanzas de no apurarse y tampoco pausarse en la narrativa, de la confianza en el poder de una historia contada de forma convencida y convincente. La película anterior del director David Lowery, Ain’t them Bodies Saints, era de tema malickiano (por Badlands). Y St. Nick, de 2009, conecta con Mi amigo el dragón porque trata de dos hermanos viviendo en el bosque. La salida a la naturaleza, las huidas por las rutas del país profundo, temas del cine de los setenta. Mi amigo el dragón exhibe con orgullo la seguridad de un montaje prístino (Lowery tiene gran experiencia como editor): “va a venir alguien más” dice Bryce, porque se le ocurre en ese momento, corte directo, aparece Redford en el auto, como se hizo siempre en la mejor tradición narrativa, y todo en esa línea. La banda de sonido no sólo descarta los rellenos en piloto automático y las agachadas promocionales sino que se integra en el fluir de una narrativa poderosa como pocas sin estruendo alguno. Como dijo Richard Brody en The New Yorker sobre Ain’t Them Bodies Saints, también Mi amigo el dragón fluye como una balada. Y si una película puede fluir y llegar a picos emotivos como lo hace “So Long, Marianne” de Leonard Cohen, estamos sin duda ante el poder de la magia del cine, el arte que más impactó en el siglo XX. En el XXI, mientras se duda de su poder, Mi amigo el dragón estremece y nos recuerda su grandeza incomparable. Esperamos con ansias tu Peter Pan, David Lowery.
Jason Bourne regresa en una nueva y electrizante aventura Ventajas de la serie de cinco películas Bourne: protagoniza cuatro de ellas un actor de raza, inmediatamente cinematográfico como Matt Damon , incapaz de exagerar y que sabe actuar con los hombros, el cuello y las arrugas; tres de esos cuatro films los dirige Paul Greengrass. Intersección feliz: Jason Bourne los tiene a ambos. Y agrega a Tommy Lee Jones, a Alicia Vikander y a Vincent Cassel. Vikander y Cassel son perfectamente funcionales a sus personajes, intrigante y vibrando frente a pantallas una, villanesco y lanzado como flecha al movimiento perpetuo el otro. La trama de esta Bourne, en la que Damon regresa al personaje luego de nueve años, tiene el fundamento de siempre: su pasado que vuelve, algo más que se sabe, alguna venganza, y se suman unas excusas tecnológicas que cambiarán el mundo y su vigilancia. Muchas locaciones en diferentes partes de Europa y en Washington y Langley, y secuencias de acción que llevan las persecuciones y los escapes a niveles de hipérbole demenciales. Con todo, y con algo más encima, son secuencias inteligibles incluso en su despliegue extremo y extensión desmedida, y ostentan claridad las peleas cuerpo a cuerpo y hasta los robos fugaces de credenciales y lo que sea necesario. Aquí hay un director mucho más que competente: hay alguien con estilo claro, que sabe cómo es su escritura cinematográfica. Estamos ubicados en la cámara cercana, inquieta, inestable aunque segura de Paul Greengrass, un director que encontró sus modos en Domingo sangriento (2002) y los sostuvo, y se ha convertido en un realizador insoslayable. Alguien que no solamente se destacó con tres Bourne y Capitán Phillips, fue además el responsable de la gran película sobre el 9/11: Vuelo 93, milagro de tensión e indeterminación con un tema frente al cual fracasaron muchos directores. Greengrass es un generador y distribuidor de tensión como pocos otros realizadores. Su estilo narrativo dota de atractivo a casi cualquier peripecia: en Jason Bourne hay interés y suspenso hasta en situaciones que para otros realizadores constituyen meras escenas de transición. En la progresión, en la cercanía, en la imagen que parece flotar pero nunca demasiado, en un montaje dedicado y filoso, el cine de Greengrass moldea su identidad. A diferencia de la de Bourne, el cineasta ha aprehendido por completo la suya. Sin embargo, la internalización de su pasado de forma incompleta no hace que el letal agente actúe de forma borrosa: Bourne elige con aplomo el margen, la desconfianza, la no obediencia, y es cada vez más un loner, un vaquero solitario que está mejor si puede caminar hacia el horizonte. No hay riesgos de simplismo ideológico: la rueda de la intriga y la ambición se mantiene girando sin mayores implicancias patrioteras. Este es un cine del movimiento, que va desarmando el juego del poder sin ceder a tesis sentenciosas. No es casual que los guionistas de Jason Bourne sean su director y su montajista: aquí se confía en el fragmento, su unión y su continuidad; y en el valor de estos elementos pensados de forma integral, certera, imparable, cinematográfica.
La cabaña del miedo no es más que una pobre remake Catorce años después de la Cabin Fever original, aquí lanzada directo en video, llega la remake de la historia de cinco jóvenes que alquilan una cabaña en un lago y se ven enfrentados a una enfermedad espantosa y sangrienta que convierte la piel en jirones. Más allá del éxito y de la aparición de Eli Roth como director -aunque luego su carrera no estuvo a la altura de las exageradas expectativas-, tampoco la película de 2002 fue especialmente memorable. Sí había pericia artesanal para narrar, citas más o menos bien dispuestas, cierta cinefilia procesada con decoro. Las arbitrariedades de las decisiones de los personajes, sobre todo en la segunda parte, se disimulaban un poco por algunas dosis de humor zumbón. Esta nueva versión mantiene los nombres del guión original, y casi todo el guión original. Más allá de los cambios más salientes -la reducción del humor, la eliminación de imágenes que ilustren relatos orales o imaginaciones, la conversión de la música y los golpes de efecto en recursos arteros-, los detalles modificados sólo podrán ser detectados por quienes sean fans de la primera o quienes la vean justo antes de ver la nueva. La necesidad de hacer esta remake no parece provenir de ningún otro ángulo que no sea el comercial, con el propio Roth como productor ejecutivo. Aparentemente, tampoco ese perfil fue muy logrado, a juzgar por la escasa repercusión de la película en su estreno en Estados Unidos. El director Travis Z es mucho más redundante que Roth en la disposición de la información -un personaje dice "Deliverance" por si la cita no era clara-, hace planos más faroleros y que aportan menos fluidez a la narración, disuelve la referencia a The Thing y no apuesta por la pátina levemente tarantiniana de la original. Y es más convencional a la hora de mostrar sexo y reduce la fotogenia de las protagonistas femeninas. Hay, quizás, un poco más de sangre (en los cuerpos y también vomitada), más intensidad en los gritos y más brillo en la imagen, pero eso no nos hace salir de la pobreza.
Rams: la historia de dos hermanos y ocho ovejas o la soledad del granjero islandés Rams: la historia de dos hermanos y ocho ovejas, tiene a uno de los más asombrosos directores de fotografía del cine actual, el noruego Sturla Brandth Grøvlen, responsable, desde la cámara, del plano secuencia -o sea del único plano- de la potente y vibrante Victoria de Sebastian Schipper. Rams, más quieta, comienza con un plano del paisaje, un paraje solitario y rural de Islandia. La dureza de las condiciones, la soledad y la topografía se definen con eficacia en la imagen. Y también con belleza rústica, árida, bañada por una luz fría, apagada, incluso en la temporada post invernal. Los encuadres narran con una facilidad y una prestancia que la progresión dramática de la película encuentra de forma esporádica. Dos hermanos solitarios, barbudos, enfrentados pertinaz, obcecadamente -como si fueran los carneros del título- se dedican a la cría de ovejas, unos bellos ejemplares que hacen competir en certámenes. Luego de una de esas competencias, aparece una enfermedad ovina neurodegenerativa y contagiosa -scrapie o tembladera, pariente del mal de "la vaca loca"- y llega la orden pública de sacrificar los animales, base de la economía de la zona. La línea de contexto, de los otros granjeros y de las políticas públicas que intentan paliar la situación a la vez que sugieren a los granjeros cambiar de actividad, asoma con timidez y no se impone. Rams resalta la soledad de una tarea actual pero que parece de otro tiempo: de ahí, quizás, el almanaque de 1978 de Gummi en una puerta de su casa, como si manejara un tiempo distinto, atrasado. Y sobre todo dispone como eje de la narración la relación entre los hermanos Gummi y Kiddi, que se cuenta con módicas dosis de humor absurdo, hierático y tragicómico, como del cine de Aki Kaurismäki, pero con menos vuelo y menos ternura, que aparece ocasionalmente en la relación de los protagonistas con sus animales. El ritmo de Rams apuesta a la parsimonia en los diálogos, a esa demora sensible en la pausa, ese tiempo para observar los movimientos y cada situación, para admirar los encuadres, para absorber esa elegancia caligráfica que muchas veces se considera un gran valor cinematográfico y consigue premios. Sin embargo, todas esas características no logran disimular del todo que la relación entre los hermanos se resuelve con uno de esos finales que pueden definirse como impactantes, o también como una conclusión rimbombante para escapar de una narrativa a esas alturas difícil de resolver.
Desparramo de mascotas Después de un pequeño y bastante lamentable corto protagonizado por los Minions con una cantidad abrumadora de chistes obvios y gastados en sucesión sin tregua, comienza La vida secreta de tus mascotas, película de Illumination Entertainment, productora de las narrativamente sólidas dos entregas de Mi villano favorito y las débiles Minions y Hop: rebelde sin Pascua. En La vida secreta de las mascotas hay una apuesta más clásica. Un relato de aventuras y aprendizaje con conexión con Toy Story, y no sólo porque las mascotas hablan entre sí cuando sus dueños no están (y también cuando están, pero éstos escuchan sólo ladridos): también el tema central de Toy Story, el disparador de la aventura, los celos, es crucial aquí. El perro Max vive con su dueña, y él vive en un idilio mascota-humano que se resquebraja cuando ella trae otro perro (peludo y gigante, y en la versión doblada con la voz de Campi). Y aparecen los celos y las peleas, la salida a la ciudad y a conocer el mundo, y a descubrir el valor de la amistad, entre ellos y con los otros amigos animales que salen a su rescate. Los perros extrañan a sus dueños, los gatos son más haraganes e inteligentes, hay fiestas, referencias a Internet y un grupo de bichos descastados que jura venganza contra los humanos. Amistad, casi un amor fou, y sobre todo chistes y más chistes: esa acumulación festiva es el mayor atractivo de la película. La mayoría de los núcleos del relato se exponían en el tráiler (¿hasta cuándo durará la moda de contar tanto en los avances?), aunque podían adivinarse fácilmente, no hay grandes sorpresas, ni argumentales ni expositivas. La iluminación de Illumination sigue tan radiante como siempre: películas que impactan al ojo con extrema claridad, un vistoso caramelo visual. La Nueva York animada (básicamente Manhattan y Brooklyn) es increíblemente colorida y fulgurante; los edificios rebosan de estilo y encanto, y la película tiene una velocidad apabullante. Ritmo, amor y primavera -u otoño, a juzgar por el color de los árboles del Central Park dibujado-, y las características de los animales caricaturizados para hacer pilas de chistes, mayormente efectivos, de buen timing o de efectividad física. La vida secreta de tus mascotas no se destaca por novedades de ninguna clase, es simplemente un producto armado, encastrado en función de explotar las gracias de los animales animados, como todos los otros grandes éxitos animados de esta temporada: Zootopia, Angry Birds, Buscando a Dory, La era de hielo.