Cazafantasmas al ataque Esto es un reboot, es decir un relanzamiento, como ya se hicieron varios (El Hombre Araña, Batman, Superman). No se trata de remakes, sino de volver a usar una marca. Este caso es extraño: hay muchas referencias a la película de 1984 y a la vez hay una actualización, con la presencia de Internet, y un cambio que genera una alarmante polémica: ahora quienes cazan fantasmas son cuatro mujeres. Esto ha motivado un masivo boicot previo en los EE.UU., un poco desde ese lugar nostálgico de "no toquen a los mitos venerables de los 80", y otro poco -o mucho- desde el oprobioso "las mujeres no deben hacer cosas de hombres", como protagonizar películas, como ser Cazafantasmas (es significativo que en la Argentina la película de 1984 fuera lanzada como Los cazafantasmas y ésta se llame Cazafantasmas). Más allá de patetismos cavernarios, aquí tenemos esta nueva película, 32 años después de la original y 27 años después de la secuela. Y esta Cazafantasmas es una comedia liviana con mucho encanto, con dos de las mejores comediantes actuales, Melissa McCarthy y Kristen Wiig, enfrentándose a lo paranormal, con dirección de uno de los mejores especialistas en comedia de este siglo, Paul Feig (Damas en guerra, Chicas armadas y peligrosas, Spy). Y también un producto narrativamente tenue, con escasos climas: hay algo un poco inestable en las situaciones, que podrían tener incluso un ordenamiento temporal diferente y no sufrir en demasía. Si hay mayor fluidez en la línea argumental relacionada con el poder político es porque hay algún tipo de relación causal entre un suceso y otro, y los chistes encastran en una narrativa, son más lógicos, y lo mismo sucede con la aparición inicial en el museo Aldridge. En esos momentos la película adopta formas menos riesgosas, menos a la intemperie. En ocasiones Feig deja un poco solos a sus personajes, a merced de sus gestos, de su performance cómica, y en ese sentido hay desniveles en el cuarteto protagónico, porque Leslie Jones y Kate McKinnon tienen un nivel de intensidad cómica más televisivo que cinematográfico, más enfático que McCarthy y Wiig. Hay menos gracia aquí que en Damas en guerra, menos cohesión, y la visita no del todo decidida al tono relajado de las comedias de Ivan Reitman de los 80 se queda a mitad de camino. De todos modos, aun con todos sus defectos y con las locaciones de Boston queriendo ser infructuosamente Nueva York, la cantidad de talento pasado y presente citado para la ocasión hace que la dimensión festiva se imponga a la dimensión fallida.
Stephen Frears recrea con maestría el mundo feliz de una figura inigualable Quinta película seguida de Stephen Frears basada en hechos reales luego de Lay the Favorite, Muhammad Ali's Greatest Fight, Philomena y The Program (sólo Philomena se estrenó en cines en la Argentina). Más allá de algún desliz como Negocios entrañables, Frears es uno de los más confiables directores europeos en actividad, con picos en su carrera como Alta fidelidad, La reina y Relaciones peligrosas, y no defrauda en absoluto en Florence. Dicho con mayor justicia, Frears hace una película de un brillo especial, hasta anacrónico en el mejor sentido posible, con una historia llena de riesgos: nos cuenta sobre Florence Foster Jenkins, dama de alta sociedad y animadora cultural en la Nueva York de fines de la Segunda Guerra Mundial. 1944: el año anterior a que todo fuera distinto, del fin de la guerra y del inicio de un notable período de aceleración de cambios en la sociedad occidental. Pero todavía estamos en el mundo previo, el de Florence, el del mecenazgo extravagante, noble, lúdico y un poco caprichoso; el mundo de ella y su marido St. Clair Bayfield, un lazo especial, respetuoso de la historia dolorosa de Florence, que Frears cuenta sin caer jamás en ninguna crueldad, en ningún patetismo. Como dice St. Clair, su mundo es uno feliz. Florence es una película sobre un microclima con sus propias reglas de etiqueta, que incluyen comer mucha ensalada de papas y disimular de la manera más ingeniosa y elegante posible que Foster Jenkins canta muy mal. Sin embargo, hay algo claro: no es cualquier tipo de mal canto, es un mal canto único, proveniente del deseo, hasta carismático, refrendado por la historia real. Los detalles históricos de los créditos nos hacen pensar que Frears no exageró nada. Frears se enmarca en la comedia clásica hollywoodense para contar una historia agridulce, en un tono que se ubica en una complicada cornisa y que el inglés sabe manejar con una destreza impecable, con una particular prestancia. Frears cuenta amores de distintos alcances, lealtades ya dadas y otras que se construyen, y emociona mientras nos reímos cada vez más junto con los personajes, porque entendemos y hasta abrazamos el juego de ese mundo. Frears narra y a la vez describe sin detenerse jamás, su cine huye del quietismo. Y para conseguir esa velocidad amable y para escapar de cualquier obviedad enfática sin perder comunicabilidad cuenta con un elenco al que llamar de lujo y en pleno uso de gracia cinematográfica es caer en un understatement. Meryl Streep ya no es una actriz, son capas y capas de sabiduría actoral; Hugh Grant demuestra una vez más que es el heredero del Cary con su mismo apellido; Rebecca Ferguson repite el encanto de la última Misión: imposible y Simon Helberg (The Big Bang Theory) juega el papel más desafiante, el que cambia durante el relato, el que acompaña nuestra mirada, el novato que llega a ese mundo. Por último, como Frears maneja las claves simbólicas con seguridad, la línea del relato del periodista que quiere "decir la verdad" -de rica ambigüedad- puede permitirse remitir con claridad a El ciudadano. Además, el periodista en cuestión es interpretado por Christian McKay, quien hizo de Orson Welles en Me and Orson Welles, de Richard Linklater.
Dos películas excelentes que están en cartel transcurren en el mismo año: 1977. Y ambas tienen directores tan capaces que pueden incluso recrear un aire de época mucho más allá de los decorados. Son películas actuales, no anacronismos nostálgicos ni ejercicios de estilo oxidados, pero sí tienen el encanto, el poderío del cine de los setenta. Estos milagros se materializan bajo la dirección de James Wan y Shane Black, que ya habían demostrado varias veces su valía en sus carreras. No es sorpresa entonces que El conjuro 2 y The Nice Guys (bueh, acá le dicen Dos tipos peligrosos) sean así de tersas, de excepcionales, de emocionantes. En ellas está el espíritu del cine, que todavía no se rinde. En El conjuro 2 Wan repite el esquema narrativo de la uno, vuelve a hacer una de terror sin trampas, sin golpes arteros, con una construcción sobria del miedo. Cada secuencia va un poco más allá, construye no sólo la amenaza del mal sino, y sobre todo, la empatía con los personajes, con la familia amenazada y también, y esta vez con mayor importancia, con la pareja de investigadores, los Warren. Lorraine (Vera Farmiga) y Ed (Patrick Wilson) tienen química evidente. Se prueba durante todo el relato, desde el principio, cuando Lorraine empieza con las premoniciones que amenazan a su marido, cuando ambos charlan por separado con la chica que sufre el acoso sobrenatural y le dicen la misma frase, al modo del cine clásico, con ese aplomo, con esa confianza en la ficción. Porque de eso hablamos, entre otras cosas, al hablar del cine americano de los setenta: un cine que tenía a mano la sabiduría clásica, la capacidad narrativa asentada, un modo de producción decantado y a la vez pasado por una crisis de identidad como la de los sesenta y una nueva generación de cineastas que ya pudieron entender ese período de gloria y supieron apropiarse de él de forma personal, con miradas singulares. Y cuando Ed le canta a Lorraine “Can’t Help Falling in Love” se evidencia esa ganancia de las grandes películas, ese ir más allá: la película de terror que también puede operar de manera brillante como película romántica, con un arrebato emocional al que se llega sin necesidad de forzar situaciones ni dar grandes golpes. En El conjuro 2 el relato fluye con tal convicción que Wan se permite, otra vez, la rareza argumental de la 1. Esta es una película de terror en la que, a diferencia de lo que pasa en el género… No, como estamos en el siglo XXI no vamos a incurrir en eso del spoiler, que tanto preocupa a tanta gente. Wan hace una película que sigue enseñanzas que están ahí para ser aprendidas y utilizadas, pero la mayoría del terror contemporáneo prefiere rapiñar otro tipo de recursos, de mucho menor valía, de raíces mucho menos nobles. Shane Black, uno de los creadores fundamentales de Hollywood de las últimas tres décadas -ojalá fuera más prolífico con este nivel de calidad- presenta en The Nice Guys el nada corriente logro de una comedia policial en la que los elementos no solo no se repelen sino que congenian. Para eso, dispone un casting sorprendente: Russell Crowe ya ha dado muchas muestras de que puede funcionar en este perfil, pero lo de Ryan Gosling es una revelación cómica, una consagración; y la chica Australiana Angourie Rice tiene un potencial innegable, un carisma descomunal. The Nice Guys es, además, una película de extraordinaria inteligencia para plantear temas de los setenta con corrosión, con momentos desopilantes como el de los “muertos” de la protesta. O esa capacidad para desparramar muertes sin prolegómenos, de forma seca y brutal. El modo seco, crujiente, claro, directo de la entrada de los chistes, esa velocidad, ese timing, están en toda la película, hasta el final, sin reblandecimientos. Por último, The Nice Guys se permite poner como objeto fundamental de una trama a puro MacGuffin a una lata de celuloide. Esta tercera película de Black como director podría haber sido un gran éxito hace treinta o cuarenta años -porque las comedias podían serlo- y hoy en día es un producto de mediano alcance que no tiene chances de triunfo frente a los éxitos globales como las series de superhéroes, las adaptaciones de best sellers e incluso las felices excepciones del terror como El conjuro. Tampoco frente a los productos animados más teledirigidos, como por ejemplo esa secuela inadmisible por haragana, por explicativa, por inane, por artera, por una molicie narrativa de la que recién se despierta en los últimos 15 minutos. Una de esas secuelas animadas que antes se admitían como productos televisivos y ahora se lanzan globalmente e inundan las pantallas (que les quedan) grandes. Esas cosas como Buscando a Dory, que olvidaron el juego y el placer del cine en aras de la repetición machacona de naderías.
Post-cine de superacción Cruce de caminos: el del cineasta Duncan Jones, hijo de David Bowie, con el del videojuego Warcraft. Jones ha declarado que le gusta el juego y que se propuso para dirigir la adaptación cinematográfica. La carrera de Jones venía bien aspectada, con En la luna y Ocho minutos antes de morir, dos films ambiciosos y de concordia entre crítica y público. No ha sucedido lo mismo con esta producción global, en la que primero figura China entre los países aportantes. La crítica en general la ha tratado con desprecio, pero el público fan del juego la ha defendido. En productos como Warcraft suelen darse esos cruces y desavenencias: fantasía de orcos gigantes, magos, enanos, hechiceros y humanos, luchas, personajes y situaciones pomposas. También hipogrifos, lobos que funcionan como caballos, imaginario diverso del juego y pretendidos lazos con sagas exitosas como El hobbit y El señor de los anillos más el medievalismo de Game of Thrones. Explicaciones, caras compungidas, peleas, absorciones de energía (visualmente muy efectivas), referencias al Moisés bíblico con un bebe orco, traiciones, rayos, sacrificios y luces de poder. Jones es un cineasta cabal y desarrolla una película basada en un videojuego sin confusión visual, con lógica narrativa y con magníficas peleas, muy aptas para el lanzamiento en Imax. Sin embargo, a diferencia de otras adaptaciones de videojuegos, como Resident Evil, aquí el atractivo para los profanos es escaso, porque el interés por los personajes y sus situaciones está muy atado a la base de fans y se apela menos a resortes cinematográficos clásicos que a esos factores de venta de "marca previa" que tanto contaminan el cine de hoy. O quizá mejor decir "productos de hoy", resultados de cruces, de aprovechamientos de tecnología, un poco fuera del género de aventuras más entrañable y emocionante, un poco falsos, como esos colmillos que usa Paula Patton, un poco vulgarmente lujosos, con 160 millones de dólares invertidos en buena medida en efectos deslumbrantes y con Glenn Close en un papelito. Estamos en época de encrucijadas, de la entrada de China como jugador cada vez más presente en el cine global, con películas a medio camino entre lo monstruoso y lo efectivo. Cine un tanto frankensteiniano, quizás algo así como post-cine.
Cine español, con letras mayúsculas El gran cine nos pone frente a problemas. Durante la película, por la incertidumbre: ¿el cineasta traicionará nuestra confianza, cada vez mayor, frente a la obra en curso? Después de la película, a los críticos nos enfrenta a cuestiones prosaicas: ¿cómo hacer para transmitir el entusiasmo? Y, en particular Julieta de Almodóvar, nos pone frente a una disyuntiva habitual, pero en este caso intensificada: ¿cómo hacer para no traicionar al film contando el argumento? O -claro- parte del argumento. No deberíamos. Julieta es una película que descubre, mediante capas de tiempo, de emociones, de peripecias, a su protagonista y sus circunstancias. Ni siquiera deberíamos decir que el personaje central de este melodrama esplendoroso de un cineasta en pleno uso de sus facultades está interpretado por dos actrices, en diversos tiempos: las debutantes para el cine de Almodóvar Emma Suárez y Adriana Ugarte. Al principio no nos impresionan como parecidas, pero el relato y el ojo del director/autor consigue que las veamos como lógica continuidad y antecesora. Hay un pensamiento sobre la identidad del personaje que va más allá del mero parecido, va hacia lo esencial. El pase de Ugarte a Suárez en una misma secuencia es de una brillantez cinematográfica inusual. Basada con libertad en tres relatos de Alice Munro, Julieta se cuenta -película y personaje, que se confiesa escribiendo- desde un presente en movimiento, hacia su pasado, desde una rubia y un tren hitchcockianos que no funcionan como citas sino como textura, porque Almodóvar maneja sus propios medios de locomoción cinematográfica y, más que nunca en su carrera, no depende de ninguna demostración de elegancia ni de ninguna provocación ni de ningún guiño freak. Almodóvar narra como pocos otros directores contemporáneos. Con aplomo, con confianza, con tersura, convencido del poder del cine y de su legado. Con la capacidad para elegir, o disponer, o provocar un instante felizmente baziniano como el de Lorenzo (Darío Grandinetti) cerrando dos veces la puerta del taxi. Almodóvar narra con respeto, decide trabajar mayormente en off cuando se adentra en los grandes dolores, en los mayores desgarros, esos que no debemos contar acá. Debería bastar con decir que Julieta es una de las mejores películas de un cineasta que tuvo su período extraviado pero ya volvió, para hacer cine español no con marcas para turistas cinematográficos sino para hacer cine desde su voz, que es española, madrileña y también de adopción temporal gallega, territorio que le sienta muy bien y le permite ubicar a sus personajes en esa casa que mira al mar y se mete en él. Al principio, la música es de intriga, pero ese tinte se va abandonando cuando ya sabemos que cada vez hay menos lugar para interrogantes, cuando ya tenemos la certeza de que no habrá espacio para acercarse al misterio de estas vidas, cuando no haya más opción que abrazar a Julieta y saber que apostar por el mundo -amores, hijos, trabajo, amistades, movimiento- conlleva el riesgo del dolor y su recurrencia. La cita a Átame en el plano del coche es una declaración, la certeza de Almodóvar acerca de la validez de esa apuesta vital. Drama sin comedia no significa, en este caso, drama sin calidez: además de enormemente placentera por su hechura de una rara perfección que combina sin ripios lo clásico, lo moderno y lo autoral, Julieta es una película entrañable.
Dos películas excelentes que están en cartel transcurren en el mismo año: 1977. Y ambas tienen directores tan capaces que pueden incluso recrear un aire de época mucho más allá de los decorados. Son películas actuales, no anacronismos nostálgicos ni ejercicios de estilo oxidados, pero sí tienen el encanto, el poderío del cine de los setenta. Estos milagros se materializan bajo la dirección de James Wan y Shane Black, que ya habían demostrado varias veces su valía en sus carreras. No es sorpresa entonces que El conjuro 2 y The Nice Guys (bueh, acá le dicen Dos tipos peligrosos) sean así de tersas, de excepcionales, de emocionantes. En ellas está el espíritu del cine, que todavía no se rinde. En El conjuro 2 Wan repite el esquema narrativo de la uno, vuelve a hacer una de terror sin trampas, sin golpes arteros, con una construcción sobria del miedo. Cada secuencia va un poco más allá, construye no sólo la amenaza del mal sino, y sobre todo, la empatía con los personajes, con la familia amenazada y también, y esta vez con mayor importancia, con la pareja de investigadores, los Warren. Lorraine (Vera Farmiga) y Ed (Patrick Wilson) tienen química evidente. Se prueba durante todo el relato, desde el principio, cuando Lorraine empieza con las premoniciones que amenazan a su marido, cuando ambos charlan por separado con la chica que sufre el acoso sobrenatural y le dicen la misma frase, al modo del cine clásico, con ese aplomo, con esa confianza en la ficción. Porque de eso hablamos, entre otras cosas, al hablar del cine americano de los setenta: un cine que tenía a mano la sabiduría clásica, la capacidad narrativa asentada, un modo de producción decantado y a la vez pasado por una crisis de identidad como la de los sesenta y una nueva generación de cineastas que ya pudieron entender ese período de gloria y supieron apropiarse de él de forma personal, con miradas singulares. Y cuando Ed le canta a Lorraine “Can’t Help Falling in Love” se evidencia esa ganancia de las grandes películas, ese ir más allá: la película de terror que también puede operar de manera brillante como película romántica, con un arrebato emocional al que se llega sin necesidad de forzar situaciones ni dar grandes golpes. En El conjuro 2 el relato fluye con tal convicción que Wan se permite, otra vez, la rareza argumental de la 1. Esta es una película de terror en la que, a diferencia de lo que pasa en el género… No, como estamos en el siglo XXI no vamos a incurrir en eso del spoiler, que tanto preocupa a tanta gente. Wan hace una película que sigue enseñanzas que están ahí para ser aprendidas y utilizadas, pero la mayoría del terror contemporáneo prefiere rapiñar otro tipo de recursos, de mucho menor valía, de raíces mucho menos nobles. Shane Black, uno de los creadores fundamentales de Hollywood de las últimas tres décadas -ojalá fuera más prolífico con este nivel de calidad- presenta en The Nice Guys el nada corriente logro de una comedia policial en la que los elementos no solo no se repelen sino que congenian. Para eso, dispone un casting sorprendente: Russell Crowe ya ha dado muchas muestras de que puede funcionar en este perfil, pero lo de Ryan Gosling es una revelación cómica, una consagración; y la chica Australiana Angourie Rice tiene un potencial innegable, un carisma descomunal. The Nice Guys es, además, una película de extraordinaria inteligencia para plantear temas de los setenta con corrosión, con momentos desopilantes como el de los “muertos” de la protesta. O esa capacidad para desparramar muertes sin prolegómenos, de forma seca y brutal. El modo seco, crujiente, claro, directo de la entrada de los chistes, esa velocidad, ese timing, están en toda la película, hasta el final, sin reblandecimientos. Por último, The Nice Guys se permite poner como objeto fundamental de una trama a puro MacGuffin a una lata de celuloide. Esta tercera película de Black como director podría haber sido un gran éxito hace treinta o cuarenta años -porque las comedias podían serlo- y hoy en día es un producto de mediano alcance que no tiene chances de triunfo frente a los éxitos globales como las series de superhéroes, las adaptaciones de best sellers e incluso las felices excepciones del terror como El conjuro. Tampoco frente a los productos animados más teledirigidos, como por ejemplo esa secuela inadmisible por haragana, por explicativa, por inane, por artera, por una molicie narrativa de la que recién se despierta en los últimos 15 minutos. Una de esas secuelas animadas que antes se admitían como productos televisivos y ahora se lanzan globalmente e inundan las pantallas (que les quedan) grandes. Esas cosas como Buscando a Dory, que olvidaron el juego y el placer del cine en aras de la repetición machacona de naderías.
Un traspaso que no se justifica Versión cinematográfica francesa de la obra de teatro de Eric Assous, que ha tenido éxito en varios países y actualmente está en cartel en Buenos Aires, protagonizada por Guillermo Francella, Jorge Marrale y Arturo Puig. En realidad lo de "versión cinematográfica" no es del todo exacto, más bien debería decirse "pretendidamente cinematográfica". Ya desde el comienzo, con un ostentoso plano que vuela sobre el mar en una película que no tiene nada que ver con el agua, nos damos cuenta de que se trata de uno de esos films que pretenden disimular su peso teatral con cotillón de falso cine: fastuosas imágenes de exteriores inconducentes, movimientos de cámara dignos de peleas de Matrix para hacer un pase de conversación de un personaje a otro, flashbacks que sobran. La tragicómica historia es la de tres amigos parisinos de buena posición económica que se reúnen con frecuencia. Una noche, uno llega con una novedad cruenta y tremenda. Y discuten, y se pasan facturas, y hablan de mujeres y de hijos, de fracasos y dolores, y aparecen las revelaciones o aparentes revelaciones de rigor. Nada que no se haya visto antes muchas veces. Conversaciones y discusiones que van creciendo en intensidad y que el director/actor y los otros actores, sobre todo Daniel Auteuil, hacen poco por convertir en cinematográficas, con gestos que la cámara amplifica y revela como excesivos todo el tiempo. La musicalización tiene algo de obsceno, y también el énfasis en las tesis acerca de cada idea o tema (fidelidad, pareja, soledad, etc.) tratado con superficialidad. Para terminar en un tono positivo, podemos recomendar alguna gran actuación cinematográfica de Auteuil en su carrera, como por ejemplo la de Un corazón en invierno, de Claude Sautet, o los consejos de André Bazin sobre cómo poner en relación el cine y el teatro en su imprescindible libro ¿Qué es el cine?
Dos películas excelentes que están en cartel transcurren en el mismo año: 1977. Y ambas tienen directores tan capaces que pueden incluso recrear un aire de época mucho más allá de los decorados. Son películas actuales, no anacronismos nostálgicos ni ejercicios de estilo oxidados, pero sí tienen el encanto, el poderío del cine de los setenta. Estos milagros se materializan bajo la dirección de James Wan y Shane Black, que ya habían demostrado varias veces su valía en sus carreras. No es sorpresa entonces que El conjuro 2 y The Nice Guys (bueh, acá le dicen Dos tipos peligrosos) sean así de tersas, de excepcionales, de emocionantes. En ellas está el espíritu del cine, que todavía no se rinde. En El conjuro 2 Wan repite el esquema narrativo de la uno, vuelve a hacer una de terror sin trampas, sin golpes arteros, con una construcción sobria del miedo. Cada secuencia va un poco más allá, construye no sólo la amenaza del mal sino, y sobre todo, la empatía con los personajes, con la familia amenazada y también, y esta vez con mayor importancia, con la pareja de investigadores, los Warren. Lorraine (Vera Farmiga) y Ed (Patrick Wilson) tienen química evidente. Se prueba durante todo el relato, desde el principio, cuando Lorraine empieza con las premoniciones que amenazan a su marido, cuando ambos charlan por separado con la chica que sufre el acoso sobrenatural y le dicen la misma frase, al modo del cine clásico, con ese aplomo, con esa confianza en la ficción. Porque de eso hablamos, entre otras cosas, al hablar del cine americano de los setenta: un cine que tenía a mano la sabiduría clásica, la capacidad narrativa asentada, un modo de producción decantado y a la vez pasado por una crisis de identidad como la de los sesenta y una nueva generación de cineastas que ya pudieron entender ese período de gloria y supieron apropiarse de él de forma personal, con miradas singulares. Y cuando Ed le canta a Lorraine “Can’t Help Falling in Love” se evidencia esa ganancia de las grandes películas, ese ir más allá: la película de terror que también puede operar de manera brillante como película romántica, con un arrebato emocional al que se llega sin necesidad de forzar situaciones ni dar grandes golpes. En El conjuro 2 el relato fluye con tal convicción que Wan se permite, otra vez, la rareza argumental de la 1. Esta es una película de terror en la que, a diferencia de lo que pasa en el género… No, como estamos en el siglo XXI no vamos a incurrir en eso del spoiler, que tanto preocupa a tanta gente. Wan hace una película que sigue enseñanzas que están ahí para ser aprendidas y utilizadas, pero la mayoría del terror contemporáneo prefiere rapiñar otro tipo de recursos, de mucho menor valía, de raíces mucho menos nobles. Shane Black, uno de los creadores fundamentales de Hollywood de las últimas tres décadas -ojalá fuera más prolífico con este nivel de calidad- presenta en The Nice Guys el nada corriente logro de una comedia policial en la que los elementos no solo no se repelen sino que congenian. Para eso, dispone un casting sorprendente: Russell Crowe ya ha dado muchas muestras de que puede funcionar en este perfil, pero lo de Ryan Gosling es una revelación cómica, una consagración; y la chica Australiana Angourie Rice tiene un potencial innegable, un carisma descomunal. The Nice Guys es, además, una película de extraordinaria inteligencia para plantear temas de los setenta con corrosión, con momentos desopilantes como el de los “muertos” de la protesta. O esa capacidad para desparramar muertes sin prolegómenos, de forma seca y brutal. El modo seco, crujiente, claro, directo de la entrada de los chistes, esa velocidad, ese timing, están en toda la película, hasta el final, sin reblandecimientos. Por último, The Nice Guys se permite poner como objeto fundamental de una trama a puro MacGuffin a una lata de celuloide. Esta tercera película de Black como director podría haber sido un gran éxito hace treinta o cuarenta años -porque las comedias podían serlo- y hoy en día es un producto de mediano alcance que no tiene chances de triunfo frente a los éxitos globales como las series de superhéroes, las adaptaciones de best sellers e incluso las felices excepciones del terror como El conjuro. Tampoco frente a los productos animados más teledirigidos, como por ejemplo esa secuela inadmisible por haragana, por explicativa, por inane, por artera, por una molicie narrativa de la que recién se despierta en los últimos 15 minutos. Una de esas secuelas animadas que antes se admitían como productos televisivos y ahora se lanzan globalmente e inundan las pantallas (que les quedan) grandes. Esas cosas como Buscando a Dory, que olvidaron el juego y el placer del cine en aras de la repetición machacona de naderías.
Misterios de Lisboa es otra película imprescindible del gran Raúl Ruiz El estreno de uno de los últimos trabajos de uno de los más grandes directores latinoamericanos de la historia es un acontecimiento imperdible. Raúl Ruiz fue también Raoul Ruiz, uno de los más grandes directores europeos de la historia. Y fue ambas cosas, porque hizo películas en Chile (entre otras, la imprescindible Palomita blanca) y muchas más luego de exiliarse en Francia, aunque no solamente las hizo en Francia. El gran director prolífico y nómade hizo cine todo el tiempo, a una velocidad pasmosa, con una variedad asombrosa, y con una calidad y una inventiva difíciles de exagerar. Su triunfo cinematográfico-literario de una de las poquísimas películas suyas estrenadas en nuestro país, El tiempo recobrado, se ve aumentado a niveles extraordinarios con Misterios de Lisboa. Ruiz pasa de Marcel Proust a Camilo Castelo Branco, el gran autor portugués, el mismo que fue adaptado por Manoel de Oliveira en Amor de Perdição. Misterios de Lisboa es folletín, es melodrama, es del mejor cine que nos haya dado hasta ahora el siglo XXI. Casi de cualquier material Ruiz hacía cine personal, y en general en sus muchas adaptaciones literarias supo brillar. En Misterios de Lisboa lo hace especialmente, espacialmente, narrativamente. Porque Ruiz fue una máquina de narrar, un genio inusual, un revelador de los espacios en el cine, en hacerlos parte fundamental de las acciones, las tribulaciones y los absurdos de sus personajes. Misterios de Lisboa es la historia de Pedro, y así lo postulamos por la unión del principio y el final de las apasionantes cuatro horas y media de la versión cinematográfica (hay otra de seis horas para televisión). Pero también es la historia de la madre de Pedro, y del abuelo, y de unos bandidos, y de un cura y otro religioso, y de nobles y amores y fantasmas y tragedias alrededor. Las historias se despliegan, se contagian una a otra, se prestan sus senderos que se bifurcan y se vuelven a unir, y los personajes cambian y se transforman. En Misterios de Lisboa el fin del siglo XVIII y el principio del XIX en Portugal, Francia y también en Italia cobran vida pero no como en una película "de época" que "se ambienta" de manera puntillosa, cuidadosa, inmóvil. Aquí hay diálogos lacerantes, hirientes, elegantes, nobles, sagaces, dichos con la confianza actoral de intérpretes manejados por un director único, que, al ubicarlos en espacios que controla con mano maestra -esos travellings a través de las paredes, esos recortes de foco, esos espejos fundamentales-, los hace dar lo mejor de sí, los inunda de confianza, les insufla movimiento, alma, los inserta en una puesta en escena de agilidad memorable, para ver a repetición. Los planos secuencia -como ése del joven Pedro en el paseo con el padre Dinis-, las revelaciones, los cambios de punto de vista y de voz narrativa, el despliegue de pasiones desencontradas, el dolor y el humor, siempre el humor zumbón de Ruiz que surge en los momentos más inesperados, construyen una película que puede cambiar nuestro modo de ver el cine y, por lo tanto, la vida. Esto es cine imprescindible, cine inolvidable, cine para agradecer.
Las tortugas ninja ya no son lo que eran Las Tortugas Ninja siguen siendo adolescentes, a pesar de que la marca en español se olvide del teenage y también de que son mutantes, dos datos clave para entender sus personalidades y sus conflictos, presentes enfáticamente en esta segunda entrega del relanzamiento que comenzó en 2014 y que tiñó a las otrora verdes tortugas de un marrón verdoso y sucio, aplastadas por la tan mentada oscuridad contemporánea que venden tantas películas de superhéroes (con la notable excepción de la fabulosa X-Men: Apocalipsis). Además, las tortugas están súper anabolizadas y súper digitalizadas en estas producciones de Michael Bay con presencia decorativa de Megan Fox. Fuera de las sombras ofrece una progresión argumental básica pero al menos comprensible, el villano de la de 2014 reaparece (pero es otro actor), y también están el pérfido Krang y dos mutantes malvados (Bebop y Rocoso), lo más cargado de espíritu de las tortugas siglo XX de todo el asunto. La película, a pesar de tener mucha acción nominalmente hablando, genera poca tensión porque se construye mediante situaciones de poco aliento, de poco alcance, de poco arco narrativo. Se plantea algo, en general en forma de diálogo, y esa explicación muchas veces ad hoc provoca un segmento de movimiento, mayormente poco creíble -es notable la falta de rigor argumental incluso dentro de los parámetros del asunto-, y sin demasiado brío. Hay mucha mención y aparición de marcas, y también mucha marca-ciudad de Nueva York. Y un imaginario que no apela a lo popular y plebeyo sino en general apenas a lo masivo y vulgarizado. De esta manera se abusa de la noción actual de famoso y se usan en modo mezcla y apilamiento sin alma, meramente mercachifle, elementos de Los Vengadores, Transformers y hasta Star Wars (esa nave-Estrella de la muerte). Se extraña la libertad, el juego, el pop colorido y la gracia insensata de la trilogía fílmica quelonia de los noventa.