Hay que ver Vincere A sus setenta años, Marco Bellocchio es uno de los grandes directores en actividad. Su opera prima, I pugni in tasca (1965), es una de las películas italianas insoslayables de la década del sesenta (y esto lo digo con plena conciencia de que en esos años Italia era una potencia cinematográfica). I pugni in tasca fue uno de esos fulgurantes “debuts a los veinticinco”, como lo fue El ciudadano de Orson Welles. I pugni in tasca puede verse cada tanto en el Malba en una copia perfecta, estén atentos por si aparece programada. Si bien películas posteriores como En el nombre del padre o Violación en primera página se estrenaron localmente, y la música para Enrico IV la compuso Astor Piazzolla, fue gracias al escándalo de El diablo en el cuerpo (1986) cuando Bellocchio se hizo más famoso. Sí, esa era la película de la fellatio. O sea, una película no pornográfica que incluía sexo oral explícito. La película fue un éxito en Argentina en esos primeros años de democracia. Vista hoy, no impacta por la escena de sexo, y muestra que Bellocchio es actualmente un director mucho más subyugante que en los ochenta. Si no me equivoco, luego de El diablo en el cuerpo en 1986 y de La nodriza en 2001 (pero el film es de 1999), ninguna de sus películas se estrenó comercialmente en Argentina hasta Vincere. Sí, algunas se vieron en el Festival de Mar del Plata, como Il principe di Homburg, y otras en el Bafici como L'ora di religione (Il sorriso di mia madre), Buongiorno, notte e Il regista di matrimoni. Con L'ora di religione (Il sorriso di mia madre) (2002) Bellocchio pareció reinventarse como director, y su carrera cobró nuevos bríos. Para comprobarlo con creces, pueden buscar esa película o, especialmente, Il regista di matrimoni, cuya ausencia en los cines argentinos y en las ediciones en DVD ha privado a la mayor parte del público de acercarse a una de las grandes películas de esta década. Por suerte, desde hoy, jueves 5 de agosto, está Vincere en los cines, y en varias buenas salas, con buen sonido, buena proyección y en 35mm. Al ver Vincere, verán al Bellocchio siglo XXI, un director en su momento de esplendor –con la ambición y el filo de su ópera prima–, y estarán frente a una película voraz, imaginativa, excesiva, pasional. La historia es la de Ida Dalser y su relación con Benito Mussolini. Dalser es interpretada por Giovanna Mezzogiorno (aquí conocida sobre todo por El último beso), protagonista y centro de la película con una energía furiosa y un talento del que Bellocchio sabe sacar provecho con cambios maestros y cortantes que van violentamente desde primeros planos (sí, los ojos, siempre los ojos; lo más cinematográfico que existe, lo sabía Griffith y no hay que olvidarlo) hacia planos generales, todos magistralmente iluminados por el director de fotografía Daniele Ciprì (quien también es director y tiene unas cuantas películas para destacar, pero de eso hablamos otro día). En Vincere, Ciprì trabaja con claroscuros marcados y pequeños brillos, por momentos con un estilo directamente expresionista, como cuando logra aislar, iluminar y hacer diabólicos los ojos de Mussolini en la cama. El plano de Ida tras las rejas y tras la nieve es memorable no sólo por la belleza de la imagen sino sobre todo porque a esas alturas ya se ha desatado el melodrama (y Bellocchio no tiene ningún miedo en pasar de la Historia al género; es más, su juego es contar la Historia con esta historia melodramática): Bellocchio sabe que la fuerza y la belleza de las imágenes pueden caer en el vacío sin el compromiso con los personajes. Ciprì y Bellocchio también juegan con sombras de personas reales frente a la luz de películas proyectadas, y trabajan la iluminación de muchos segmentos en función de la luz de pantallas cinematográficas: el techo de una iglesia convertida en hospital de campaña muestra a un Jesús cinematográfico encima de Mussolini, quien a partir de ahí, y luego de haber desafiado a Dios y a la Iglesia, se convertirá en un aliado del poder eclesiástico. Bellocchio cuenta con imágenes poderosas –y con collages, y con imágenes sombrías, y con poder de síntesis para mostrar el temible y poderoso pulso de la ciudad del futurismo– lo que Haneke en La cinta blanca apenas podía contar con diálogos injertados (comparar el inicio de la Primera Guerra Mundial en ambas películas). Hay mucho más que decir sobre Vincere, e incluso podría ponerme a desarrollar el argumento, pero no es mi estilo. Pero lo que importa es el estilo, el trazo, de Bellocchio en Vincere, que hace pensar en la última gran película de Francis Ford Coppola: Drácula (1992). Como Drácula, Vincere es tremendamente operística, pasional, sanguínea, imaginativa, fascinada por el cine, por sus efectos en el público y por sus tácticas y estrategias: los juegos con los tiempos, con el montaje, con el temblor de las imágenes y con los insertos puntúan la película sobre todo en su deslumbrante primera hora. Vincere, también, es una película vampírica: ahí está Mussolini consumiendo la energía de Ida Dalser en la cama, y chupando su dinero. Y el enfrentamiento entre la esposa de Mussolini e Ida en la iglesia-hospital tiene varias de las características de un enfrentamiento entre vampiras coppolianas por su presa. Rachele, la esposa de Mussolini, es mostrada con desprecio por Bellocchio: no solamente la muestra fea sino –y sobre todo– la muestra hablando feo, con una pronunciación agresiva, rústica, bruta. Igual de bruto, brutal y transparentemente ridículo se lo ve a Mussolini en las imágenes reales, porque a partir de que Mussolini (Filippo Timi) deja de ver a Ida ya no lo veremos más interpretado por el actor, sino que sus apariciones –ya en la cumbre del poder– serán con imágenes de archivo. Mediante esta supresión actoral, Bellocchio parece estar diciendo que lo monstruoso, lo vomitivo, lo ridículo, no pueden representarse con mayor eficacia que con la que lo captaron las cámaras documentales de aquellos tiempos. ¿Querían una gran película? Olvídense de El origen y vayan a ver Vincere. Vincere cree en el cine, en la posibilidad de contar una historia para llegar a la Historia y, mucho más importante, cree en la posibilidad de emocionarnos con las mejores armas, esas que confían en el poder del cine, el arte que mejor se relaciona con el mundo.
Paternidades Dos películas sobre la paternidad están actualmente en cartelera. Una busca caminos laterales y divertidos (de diversión, también entendida como una estrategia distractiva); la otra se estrella de frente con su tema. 1. Mi villano favorito (estrenada en la misma semana que El origen) es una película de animación (3D o 2D, Ud. elige), que con formas geométricas simples crea un mundo lleno de matices. El villano protagonista (que es el héroe de la película, nada menos) tiene brazos y piernas finitos, nariz puntiaguda, torso compacto y carece de cuello. Es enternecedoramente malvado y tiene –como diría Pappo– un “satánico plan”: robarse la luna, previo achicamiento del satélite. El plan es más bien delirante (la película es toda un poco lisérgica), y el dispositivo narrativo para contar ese plan incluye personajes como un científico viejo, chiflado y distraído, un villano competidor ultratecnologizado, un banquero mucho más villano que los villanos, y un ejército de bichitos amarillos –algunos con dos ojos, otros con uno solo– que hablan un cocoliche muy simpático y que vaya a saber uno qué son. También están la madre del villano protagonista y tres huerfanitas que el villano decide adoptar por interés, para poder cumplir su plan. Mientras nos divierte (acá tienen cinco acepciones de divertir: “entretener, recrear, apartar, desviar, alejar”) con chistes, acción, competencia entre villanos, explosiones, montañas rusas, unicornios de peluche, un tiburón mascota, múltiples inventos y hermosos colores, la película de a poco empieza a contar la historia de alguien que se convierte en padre. Como siempre hizo el buen cine clásico, Mi villano favorito nos cuenta en la superficie una historia, y en el fondo otra. Mientras pasa, y pasa velozmente, nos mete en un mundo propio, distinto al nuestro aunque reconocible, y nos recompensa con una burbujeante felicidad. 2. Por su parte, Igualita a mí (dirigida por Diego Kaplan, el de Sabés Nadar?) es una película sobre la paternidad. Una y mil veces se nos dice que es sobre la paternidad, sobre madurar, sobre cómo convertir a un soltero playboy –y que se tiñe– en un “hombre de familia” según la más rancia tradición de las viejas telecomedias (no sé si de las nuevas, porque no las veo). El protagonista es Adrián Suar, que por suerte pestañea menos que antes para actuar (antes era su recurso interpretativo más saliente), aunque imita tanto pero tanto los modos de hablar de Francella que obtiene un registro artificial y que impide la empatía (a lo que ayudan sus mejillas, lustrosas e inmóviles). La película se apoya en situaciones convencionales: la operación inmobiliaria en la que hay alguien que no quiere vender, el abuelo que pasea con la nieta y Suar lo ve y recapacita, la mascota rechazada y luego aceptada, y muchos etcéteras, incluido el puntapié inicial: “al playboy le cayó del cielo una hija”. Abusa de personajes definidos convencionalmente (los hippies del bolsón, el propio personaje de Suar), en maneras de hablar que son de manual de estereotipia (a veces logran escapar de tanto automatismo, gracias a la naturalidad de sus gestos, Florencia Bertotti y Claudia Fontán). La película avanza paso a paso –como un Via Crucis– por una situación remanida tras otra, como si fueran obligatorias (encima vistas antes en muchas y mejores películas americanas) sin desviarse, sin divertirse, sin divertirnos, sin poder simbólico o metafórico alguno, creando un mundo hecho de retazos del nuestro pero que parece de plástico, definido por lo más exterior del viejo costumbrismo pero sin confiar en él (esto es “más moderno”, pero básicamente por cierto minimalismo del mobiliario, la imagen brillosa y el sonido claro): todo está de frente, en la superficie: plano, directo, sin gracia y sin fuga. Es increíble lo largos que pueden llegar a ser estos 110 minutos, y todo para llegar a la literalidad y superficialidad y obviedad aplastantes del diálogo final entre padre e hija. El plano final, por su parte, no está lejos de ciertas publicidades de productos navideños, de esas que gritan “así somos los argentinos”.
Zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz Por algún motivo, había (hay) mucha gente con muchas expectativas ante El origen (Inception), la nueva película de Christopher Nolan. Puede ser porque con Batman: el Caballero de la noche al director de Memento le había salido una gran película. Pero una cosa es Nolan con Batman y otra cosa es Nolan suelto, con mucha plata y con sus propias ideas. 1. En Batman: el Caballero de la noche había un cómic previo del cual agarrarse, y Nolan contó con actores bien desquiciados, con personalidad propia, como Christian Bale, Heath Ledger, Gary Oldman y muchos minutos de Michael Caine. En El origen junta un grupo de actores modositos, que no muestran personalidad alguna: Michael Caine no tiene tiempo para imponerse, y Ellen Page es demasiado joven. Después tenemos a Joseph Gordon-Levitt, un burócrata de la cara de circunstancia, un Pepe Grillo con el ceño fruncido, entre otros actores-autómatas. Di Caprio prueba que está en modo automático porque se ve que no le dijo a Nolan “che, mirá que ya hice de tipo atormentado al que se le aparecen a cada rato la jermu y los pibes en la de Scorsese”. Es llamativo, molesto y hasta ridículo ver a un actor dos veces en el mismo año haciendo de personajes con tanto en común. Y si Nolan filmó El origen antes que Scorsese La isla siniestra Di Caprio le tendría que haber avisado a Scorsese. 2. Pero dejemos de lado a los actores, a los que Nolan probablemente les haya impuesto una disciplina plúmbea para que nunca parezcan seres humanos. El origen es una película supuestamente complicada argumentalmente. Y por eso Nolan dispone una estructura de explicación/mostración, explicación/secuencia anteriormente explicada, secuencia sin explicar todavía/explicación inmediatamente posterior. Los personajes, por momentos, parecen ese clip con ojos que aparecía en el Word y que decía “¿usted está tratando de escribir una carta?”. Bah, o también parecen instrucciones antropomorfas de un videojuego. Es increíblemente estúpida y grosera la manera en que Nolan detiene la narración para imponer explicaciones; explicaciones que se suceden de principio a fin sin lograr consolidar este mundo de gente que vive metiéndose en sus propios sueños y en los sueños de otros, y haciendo funcionar esos sueños como realidades paralelas pero con temporalidad diferente. A cada rato un personaje introduce una regla más para la lógica de las acciones, cosas como “ah, pero si nos matan en este sueño no nos despiertan, nos mandan a la AFIP o a cenar con Bilardo” (no, no dicen eso pero más o menos, a cada rato hay una nueva regla absurda sin la cual las acciones dejan de tener el sentido que les quiere dar Nolan para evitar que se le caiga esta película-tinglado). 3. La película es poco más que una gran tontería hecha de planos cool, imágenes grises y prolijas, gente atormentada, paisajes corporativos y mucha acción y explosiones con muchos cortes y poca idea de movimiento creíble y con continuidad. Eso sí, todo suena fuerte y lacerante (con la música de Hans Zimmer que machaca gravedad con total impunidad). Y la acción se va dividiendo en acciones, en niveles de sueño, y supuestamente hay tensión generada por la interrelación entre los niveles (a la enésima repetición de plano de camioneta cayendo + plano de Gordon-Levitt durmiendo uno empieza a pensar en las limitaciones de Nolan como cineasta, o en las limitaciones que Nolan cree que tiene su público). 4. Se relacionó por ahí a Nolan con Borges, Jorge Luis. Bueno, en fin. 5. Ah, los sueños. Acá hay varios sueños, de diversos soñadores. Si estos son los sueños que puede imaginar Nolan que sueñan sus personajes, habría que hacer una colecta y comprarle una bolsita con 200 gramos de imaginación, o al menos pagarle una cerveza. Si el mundo onírico se reduce a calles de ciudades, un poco de mar, edificios corporativos, alguna que otra casa, un ascensor grandote, ¿para qué existen los sueños? Menos mal que Salvador Dalí y Luis Buñuel están muertos y no tuvieron que ver esta película vacía de coraje y de imaginación. Dalí y Buñuel, en Un perro andaluz, fueron capaces de explorar la doble o triple o cuádruple dimensión onírica del cine, un arte que (sabelo, Nolan) ya ha sido considerado hace años como un sueño colectivo que soñamos juntos: lo decía Cocteau mucho antes de que El origen intentara no que soñáramos sino dormirnos a pura limitación. Si Buñuel y Dalí nos abrieron literalmente los ojos al principio de Un perro andaluz, no podemos hacer otra cosa que salir a defender al cine (y a los sueños) frente a imposturas bien envueltitas como El origen, una pavada con tiros y correrías que intenta vender abismos de profundidad. Otra película meramente grandota que quiere venderse como una gran película. Las grandes películas tienen alma, humor (y el humor no tiene que ver necesariamente con chistes y gags), amor e inteligencia. Parafraseando a Borges (y ya que parece haber en El origen una referencia a El ciudadano), esta película no es inteligente, pero apunta a ser genial, en el sentido más complaciente y publicitario de esa gastada palabra.
Policía, adjetivo, de Corneliu Porumboiu (el mismo de Bucarest 12:08) es muy diferente a La pivellina, aunque el paisaje urbanístico sea similar (la diferencia, en este caso, es que en La pivellina sabemos que fuera de estos monoblocks está la ciudad de Roma, mientras que la Bucarest que muestra Policía, adjetivo no parece tener ni una cuadra con la más mínima belleza). El protagonista es Cristi, un policía cuya rutina es mostrada una y otra vez, una rutina con mínimas variaciones: el seguimiento de un caso ínfimo (un joven que fuma hachís), los silencios, las cenas y las conversaciones con su mujer, las charlas y la burocracia en su trabajo. Policía, adjetivo es un policial implosivo, uno en el que la tensión se construye no como la promesa de una acción trepidante sino como un razonamiento. Esta es una película sobre ideas, sobre política, sobre una sociedad impregnada de décadas de manipulación y de usos perversos del poder. Cristi será puesto a prueba por mirar un poco, apenas, más allá de la grisalla y los límites de esta telaraña absurda (burocrática y kafkiana; por más gastado que esté este último adjetivo, aquí se aplica). Policía, adjetivo es un policial que tensiona por lo asfixiante y desarma por el pesimismo (o más bien la lucidez) con la que examina una sociedad. La secuencia final –en la que la acción y la violencia se ponen en escena en una oficina y mediante palabras–, es sencillamente memorable. No se la pierdan, y vayan preparados para una experiencia dura pero que premia a los espectadores atentos, pacientes, dispuestos no a ver una película genial (esa oscura mala palabra que Borges aplicaba a El ciudadano) sino a enfrentarse a una película cabalmente inteligente.
Originalmente llamada Knight and Day y aquí bautizada con el infernal título de Encuentro explosivo tiene algo de Charada (esa de Stanley Donen con Cary Grant y Audrey Hepburn de 1963), algo de la ligereza de los parajes europeos de Para atrapar al ladrón de Hitchcock (de 1955 y también con Cary Grant), y también algo (algo mejorado) de algunos experimentos con estrellas de acción más rubias como Dos pájaros a tiro (Bird on a Wire, de John Badham, de 1990, con Mel Gibson y Goldie Hawn), algo de James Bond y algo de Misión: imposible. Mangold (que tiene una gran película en su haber como Cop Land, de 1997) usa el inmediato magnetismo de Cruise y Diaz para contar una historia de espionaje y acción disparatadísima, en la que nada es serio y todo es burbujeante, veloz, inocuo, lujoso, superficial, glamoroso, sexy. Una película supuestamente ideal para llenar todos los horarios de todos los cines de todos los días de las vacaciones de invierno: Cruise y Diaz, su star power, su poder de seducción. En 1989, una película así hubiera sido un exitazo. Pero hoy en día no hay nada que hacerle: el 3D es más caro pero, por ahora, no se puede comprar en DVD trucho.
La pivellina, de Tizza Covi y Rainer Frimmel se exhibió, junto a las dos películas anteriores de los directores, en el último Bafici, en donde Tizza Covi estuvo como jurado de la competencia argentina. La pivellina podría ser definida, veloz y vulgarmente, así: “una de los Dardenne pero luminosa y simpática”; “una de realismo europeo con alma, corazón y un poco de Rossellini”. También puede decirse que La pivellina es una de las películas imperdibles de este año, que puede describirse como la historia de un encuentro y de una convivencia. Una familia de gente de circo en la que se destaca la matriarca Patty, una cincuentona o sesentona con el pelo de estridente rojo, que encuentra una nena abandonada con una notita en la que la madre dice que por favor la cuiden hasta su regreso. La nena es Asia, “la pivellina”, de unos dos años, que pasa a formar parte de este grupo (y si Asia posee una enorme fotogenia, no menos enorme es la capacidad de Covi y Frimmel para captarla; no es nada fácil trabajar con niños de esa edad). Ojo, la película no es “una de gente de circo”, es una de gente que tiene un trabajo con temporadas altas y temporadas bajas, que vive en un barrio urbanísticamente feo de Roma, que tiene animales, que cobija a la encantadora Asia. Esta es una película que abre –con la cercanía de la aparente sencillez y la distancia y sensibilidad de verdaderos cineastas-observadores–, un mundo cercano, sensible, tangible. O, mejor dicho, un micromundo entrañable.
Francia y Argentina 1. Recién esta semana, unos minutos después de que la selección de Francia quedara eliminada del mundial, vi la película argentina Francia, del uruguayo Israel Adrián Caetano. Caetano nació en Uruguay pero es un cineasta de temas netamente argentinos, alguien que hace –felizmente– cine argentino. Francia es una película osada: una película sobre la familia, sobre la niñez, sobre la pareja, sobre la educación, sobre los sueños, sobre las posibilidades y las imposibilidades, sobre la libertad, la igualdad, el peronismo, la fraternidad y otros tembladerales. Mariana (Milagros Caetano, la hija del director) es una nena que va a un colegio privado, sus padres están separados y tienen –entre otros– problemas laborales. Mariana se hace llamar Gloria. Toda una expresión de deseos (La expresión del deseo es un mediometraje de Caetano de 1998, y así se llama su productora). Mariana-Gloria busca más, busca mejor: tiene la edad del fin de la niñez y por eso es tozuda y encantadora aunque sabe que el desencanto está a la vuelta de la esquina. Sus padres (Lautaro Delgado en un papel dificilísimo, y la gran actriz y hermosa mujer Natalia Oreiro) saben de desencantos, de un mundo, de unas vidas y de un país golpeados. Francia está compuesta por retazos de vidas cotidianas, tocados por la mano extraordinaria de uno de nuestros cineastas más osados y talentosos. Aquí y allá hay juegos con poemas sobreimpresos, con planos compuestos de forma artificiosa que se integran perfectamente con el tono de realismo de sueños y pesadillas individuales, familiares y sociales de la película. En Francia se habla de la utopía de la igualdad y, a la vez, del deber de seguir buscándola. De la dificultad de encontrar momentos extraordinarios y luminosos y de la necesidad de tenerlos. Sobre estos últimos asuntos, hay que prestar atención (o, mejor dicho, dejarse enamorar) por el personaje del psicólogo interpretado por Daniel Valenzuela (uno de los más grandes y entrañables personajes secundarios del cine argentino en mucho tiempo) y por el extraordinario e inteligentísimo final. Un final que está bien enlazado con toda la película y que la pone en perspectiva, para que la revivamos desde otro ángulo. Ese final, de una lógica poética inapelable, está musicalizado con gloria (y con una versión de Gloria, de Umberto Tozzi y Giancarlo Bigazzi) por Iván Wyszogrod, que hace la música y también el diseño de sonido de la película. Con ese final, igualitario, soleado, esperanzado, luminoso, Caetano –un cineasta singular, valiente, de mirada amplia; “nuestro John Huston”, como bien se lo definía en el blog “La espada vengadora”? cierra una película argentina singularmente perdurable y no apta para espectadores que no quieran apartarse de las seguridades. Caetano y sus personajes buscan la gloria con tozudez, mediante un cine cargado de la frescura de sentirse al margen pero con los sueños vigentes. 2. Luego de ver Francia, en el Gaumont-INCAA Km 0, salí caminando para el Cinemark Palermo, para ver en el cine el partido de Argentina-Grecia, gracias a una invitación de la gente de Tiff Prensa & Comunicación. No había visto estas transmisiones televisivas en digital en el cine, y la experiencia fue impresionante: la imagen es de una definición incomparable, y la inmersión en el partido es inigualable. Y si a eso le sumamos la entrada de Palermo y su gol y los festejos con las dimensiones de una pantalla de cine, se redondea un día de gloria. Ojalá que la selección siga así, no sólo ganando sino además –y sobre todo– en esta versión de contagiosa alegría que emana desde la felizmente recuperada faceta luminosa de Maradona. Y ojalá que el precio de las entradas para ver los partidos en el cine baje un poco (está $60), así más gente puede disfrutar de la experiencia.
Una película grandísima Cuando se estrenó Toy Story, la primera, hace casi una década y media, se escribió mucho sobre la novedad de hacer un largo animado “en computadora”. La animación digital se hizo familiar, y sobre todo Pixar se hizo –afortunadamente– familiar. Y la tercera parte de Toy Story es uno de los grandes hitos de la productora, sino el mayor. Toy Story 3 se estrena en 3D y en 2D. Y doblada y subtitulada. El doblaje es excelente. La versión subtitulada también. Por ahora, sólo la vi dos veces, en 3D, y es un 3D sobrio, usado con gran criterio espacial –como en Avatar– y con ningún efectismo de esos de andar revoleando cosas hacia el espectador. Toy Story 3 despliega una cantidad asombrosa de ideas: pequeños grandes chistes, grandes secuencias cómicas, personajes que cambian de ideas y hasta de nacionalidad, recreación de personajes con nuevos materiales, diversidad musical, un grandioso malo sibilino y nuevos juguetes entrañables. Como las dos entregas anteriores, Toy Story 3 se apoya en tradiciones bien aprendidas: no por nada por ahí anda un Totoro de Miyazaki, y no por nada Woody irrumpe con una aparición digna de un potente western. Más tarde, se hacen presentes los espíritus de John Wayne + John Ford + Más corazón que odio + Steven Spielberg + La guerra de los mundos. Podría ser más preciso y ubicar estas referencias en la película e interpretarlas de forma más extensa, pero quedaría una nota demasiado larga y tendría que revelar detalles que están hechos para sorprender al espectador. Toy Story 3 es una gran aventura, en muchos sentidos. La aventura de los juguetes ante el mundo exterior. La aventura del escape de una prisión en la mejor tradición de fugas clásicas cinematográficas, que nos recuerda desde Fuga de Alcatraz de Don Siegel hasta Pollitos en fuga de Aardman Animations, que era una reversión con aves de corral de Stalag 17 de Billy Wilder. Una aventura de múltiples evasiones frente a las diversas amenazas de pasar al (sub)mundo de la basura. Y, en profundidad, la aventura de los juguetes –y sobre todo de Woody– frente al paso del tiempo y sus consecuencias. Toy Story 3 es un relato sobre la inexorabilidad del paso del tiempo, sobre la finitud de la infancia, sobre la mortalidad y sobre la herencia, sobre lo que los humanos legamos a las generaciones futuras. Así, es una película terriblemente dolorosa, que se anima a profundidades y oscuridades literal y visualmente infernales. Y emerge de ellas con gracia, belleza, inteligencia y corazón. Algo más. Sobre el corto que se da antes de la película, que se llama Día y noche y es ingenioso, astuto y técnicamente brillante, como son muchas publicidades. Muy simple en su mensaje de “aceptar lo diferente y el misterio del otro”, comete un error tremendo: lo dice expresamente, de manera directa, como si fuera un sermón, para que –más que claro– quede redundante y molesto. En el sitio Otros cines, en esta crítica se dice que “El cortometraje que precede al film, Día y noche, sí es una masterpiece. Sin dudas.” No suelo usar el término “masterpiece” y no me gusta tampoco escribir “obra maestra” en mis artículos, pero estoy seguro de que no puede serlo un pequeño corto que quería decir una sola cosa y que, cuando ya estaba clara, la convirtió directamente en obvia y reiterativa (choronga) con un martillazo machacón que desconfía del entendimiento del espectador.
Noche aciaga El cine argentino es uno de los mejores cines del mundo (sí, así de simple, y no me canso de decirlo). Además, es uno de los cines con mayor protagonismo de mujeres. No conozco otro cine con tantas buenas directoras: Lucrecia Martel, Albertina Carri, Ana Katz, Lorena Muñoz, Carmen Guarini, Ana Poliak, Celina Murga, Natalia Smirnoff, Delfina Castagnino. Y hay más. (Nos falta, eso sí, alguna como Kathryn Bigelow, que filme películas de acción.) Otra de esas buenas directoras argentinas es Anahí Berneri, que estrena su tercera película. Luego de Un año sin amor y Encarnación, dos películas que, si no las vieron, deberían buscar en DVD, Berneri estrena Por tu culpa, una película de tremenda tensión (creo que si uno hace un doble programa con Por tu culpa y Carancho puede salir demasiado estremecido, así que mejor véanlas con al menos un día de diferencia). En Un año sin amor (2004), el director de fotografía y camarógrafo fue Lucio Bonelli. En Encarnación, Diego Poleri. En Por tu culpa, Willi Behnisch. En las tres películas, con tres camarógrafos distintos, Berneri decide acercarse a sus personajes con no pocos planos cerrados, a veces asfixiantes, sobre todo en esta nueva película. Berneri trata de ver de cerca, de estar encima de las acciones de sus personajes, de escrutarlos. Por tu culpa es una película en la que se sienten los latidos de los personajes, en la que se respira la desesperación cotidiana que acecha, agazapada, y que nos agarra cuanto más cansados y más indefensos estamos. Por tu culpa es una película concentrada, de esas en las que una unidad de tiempo (una noche) tensa las acciones y tensa nuestra mirada. Por tu culpa transcurre entre una casa, una clínica, una comisaría y los viajes en auto entre esos lugares. Y cuenta el agotador derrotero de una madre separada sobrepasada por sus dos hijos y su trabajo. Por tu culpa es una película sobre la responsabilidad, y sobre la dificultad de cumplir con ella, y sobre la aún mayor dificultad de cumplir con responsabilidades varias. La madre (Erica Rivas) no controla a sus hijos, y trata de anular sus molestias mientras ella intenta trabajar. Hay cariño genuino en la madre, y hay también fastidio, y cansancio, y errores, y accidentes. Uno de esos accidentes, fruto del cansancio, el fastidio, la presión (y varios etcéteras en esta película infernal y excepcionalmente cotidiana, doméstica) lleva a la madre y los dos hijos al hospital. No voy a contar más del argumento, solamente les digo que no se pierdan esta película lacerante y precisa, perturbadora de forma descarnada (no de la forma elegante y pastosa en la que intenta serlo La cinta blanca).
Maldad y vejez: dos virtudes para la sabiduría y la diversión Pocos directores que comenzaron su carrera en los años cincuenta del siglo XX siguen vivos y filmando. El polaco Roman Polanski es uno de ellos, y su nueva película es una de las más divertidas de la temporada. Ahora bien, ¿se puede definir a una película como divertida? Suele decirse que la diversión y el aburrimiento son particulares, que no todas las veces se comparten: lo que a algunos divierte a otros aburre enormemente, y viceversa. Para mí, inexplicablemente, las carreras de autos tienen público, un público que –para mi estupor– dice no morirse de aburrimiento viéndolas. Por su parte, una película puede ser mucho más aburrida si uno la ve, con hambre, esperando que termine para ir a comer una pizza. Sin embargo, creo firmemente que la película de Polanski es divertida, realmente divertida, una de las películas más divertidas en mucho tiempo. Es divertida incluso con hambre, es divertida casi escandalosamente. Es una de esas películas en las que uno disfruta tanto que cree estar excediéndose. Una de esas películas que combinan maldad, acidez, inteligencia y sabiduría. Diálogos y situaciones con filo, palabras como golpes, una cámara al acecho, que devela torcidas intenciones en los gestos y en las miradas de los personajes que rodean al “escritor”. El escritor oculto es un thriller político, una comedia sobre el poder, un estudio sobre mezquindades, sobre ocultamientos, sobre desastres políticos: la película golpea sin piedad –mediante otros nombres– a Tony Blair y a su mujer, y también a la CIA, a George W. Bush y a un sistema mundial convertido en pura fantochada. La película desborda misantropía: Polanski no quiere a nadie. El escritor oculto es una película destructiva, que se enrosca tanto que termina con varias inconsistencias en la resolución de su intriga. Sin embargo, sus agujeros lógicos son un problema menor ante tanta diversión brindada por con humor y sin pomposidad, con la gracia de quien maneja su medio de expresión y con algo del Hitchcock de la primera mitad de Intriga internacional y de ¿Quién mató a Harry? Algunos detalles 1. Los actores (Ewan McGregor, Pierce Brosnan, Olivia Williams, Kim Cattrall, Tom Wilkinson, etc) se prestan al juego con gracia, y parecen irradiar la felicidad típica de formar parte de un proyecto que valoran. Los minutos de James Belushi son incandescentes, los de Eli Wallach son toda una demostración de elegante veteranía. Por su parte, el culo de Kim Cattrall es filmado con regocijo (comparar esto con la tilinguería apática de una película como Sex and the City). 2. El GPS que decide un viaje (y la suerte) del protagonista es un gran acierto, y revela esa extraña y fascinante maldad de las máquinas, que tan bien representaba Hitchcock con ese avión que salía de la nada y perseguía a Cary Grant en Intriga internacional. 3. Vayan a ver esta película. Y vayan al cine, no la vean en un DVD rasposo, súmense a la fiesta que ofrece un cineasta maligno y sabio. Si se divierten y esta es la primera película de Polanski que ven, consigan otras como El bebé de Rosemary, Cul-de-sac, Búsqueda frenética, Perversa luna de hiel y La novena puerta. Y si no se divierten, bueno, qué quieren que les diga, vean una carrera de autos.