Atrapados sin salida En algún momento, Carancho se iba a llamar “Las heridas”, un título menos atractivo pero que le calzaba perfectamente a esta gran película que explora varios infiernos cotidianos del conurbano bonaerense y las marcas profundas, graves o mortales, que esos infiernos dejan en cuerpos y almas. 1. Carancho: accidentes viales, abogados corruptos, caranchos que merodean la desgracia, policías corruptos, médicos corruptos; trabajos imposibles de realizar sin salir herido, deteriorado. Argentina, país extraordinaria y lamentablemente pródigo en muertes por accidentes (en realidad, más que accidentes, hechos provocados por múltiples violaciones de normas y faltas de respeto por el otro). 2. Cine de Trapero: es un cine nacional en el más cabal sentido del término, un cine que explora la Argentina y algunos de sus temas. De San Justo a la Patagonia en Mundo Grúa (la falta de trabajo, el fin de no pocas perspectivas de inserción social para una generación de hombres mayores en los noventa). Del norte al conurbano en El bonaerense (no sólo la corrupción policial sino el fin del trabajo como posibilidad de orgullo profesional); Familia rodante y Nacido y criado, una del conurbano hacia el norte, otra de Buenos Aires hacia el sur (sus dos películas más fallidas y temáticamente menos consistentes). Leonera, de Buenos Aires hacia el norte (la maternidad bajo presión, bajo violencia; la justicia, las cárceles). 3. Carancho: Por primera vez en una película de Trapero, no se viaja, en Carancho se permanece en el último círculo del infierno, no se puede salir de la grisalla de San Justo; no se puede salir de la red de corrupción (una de las formas más tremendas y perdurables de la idiotez). Los trayectos más mostrados en la película son a través de deteriorados pasillos de hospitales, o por calles horriblemente adornadas con hierros retorcidos y cuerpos sangrantes. Hay también simbólicos trayectos de descenso, ascensores que vemos bajar pero no subir. 4. Cine de Trapero: uno de los musicalizadores más notables y vigorosos del cine argentino (salvo en algunos tramos de Familia rodante), Trapero comienza varias de sus películas musicalmente, con una energía a la que no todo el cine nacional se le anima: el comienzo de Nacido y criado con “Sangre” de Palo Pandolfo; el comienzo de Leonera con “Ora Bolas” en versión de Claudia Gaviria y Tita Maya; el clamoroso inicio de Carancho con el acordeón del Chango Spasiuk y el cajón peruano y la batería de Chacho Ruiz Guiñazú del hermoso tema “Misiones”, del disco de Spasiuk Chamamé crudo. Mientras el acordeón de Spasiuk y el violín de Pablo López parecen querer despegarse del suelo, la percusión clava con fuerza la música en el piso, en la realidad. 5. Carancho: así, en los primeros minutos, Sosa (Ricardo Darín) está en el piso, golpeado, y Luján (Martina Gusmán) se inyecta drogas calmantes en el pie. Los golpes tiran al piso, las agujas clavan al piso, no se sale de ese conurbano infernal, en el que las buenas intenciones (por tardías y atolondradas que sean) son barridas por una corrupción endémica, penetrante, tan inasible para contener como concreta y brutal para golpear. 6. Carancho: con sus simetrías, sus nudos de sentido, sus reenvíos, es una película que sigue trabajando en la inteligencia y las emociones del espectador después de terminada. Por ejemplo, la suerte de Sosa depende, para su profesión y para unirse a Luján, de que varios coches pasen semáforos en rojo; más tarde, la suerte de Sosa ?y de Luján? dependerá de que los demás respeten los semáforos. Como toda gran película, Carancho no tiene solamente un argumento sino una trama, una red de sentido en la que se tensan las conexiones que el espectador debe descubrir. 7. Carancho: habrá que seguir hablando de Carancho, entre otras cosas de su cercanía con los personajes mediante una cámara pegada a la piel, y de sus planos generales que cortan esa cercanía y que reenvían a la realidad del cemento y los deterioros varios.
Las playas de Agnès, de la veterana Agnès Varda (Cléo de 5 a 7, Sin techo ni ley, entre muchas otras) tiene una estructura arborescente, fragmentaria, tan digresiva como enfocada y con no pocas derivas y no pocos reencauces sorprendentes. Varda revisa su vida, la vida de la segunda mitad del siglo XX (Varda nació en 1938), su vida con su marido Jacques Demy (el de la obra maestra Los paraguas de Cherburgo, y el de la imprescindible Lola), sus amores, sus preferencias, sus reflejos, sus fotografías (Varda es también una gran fotógrafa). Las playas de Agnès es una celebración inteligente de la vida y del arte, de las playas, de los espejos, una película abierta que necesita espectadores abiertos, que puedan emocionarse allí donde conecten con la carismática Varda y no que se emocionen con momentos prefabricados. Las playas de Agnès es justamente lo contrario de lo prefabricado, es la demostración de que el mejor cine es el que busca nuevos ángulos para eso que ya conocemos, tanto del cine como de la vida. O sea, no se la pierdan.
Rompecabezas, ópera prima de Natalia Smirnoff, se encamina a ser uno de los debuts más sólidos del cine argentino de este 2010. Es la historia de una mujer suburbana, ama de casa, casada y con dos hijos que encuentra ?sin buscarlo? nuevos sentidos y nuevos mundos a partir de su habilidad para y su obsesión por los rompecabezas. Smirnoff hace una película cercana a sus personajes, rigurosa en su puesta de cámara, y se mete con asuntos familiares, frustraciones, amores, hijos, con una solvencia y una seguridad que le permiten sortear con elegancia todos los riesgos grotescos o miserabilistas que podían acechar el relato. Smirnoff ?ayudada por un trío perfecto de actores como María Onetto, Gabriel Goity y Arturo Goetz? sabe generar humor doméstico y humor de diferencias de clase social y proponer una película de especial eficacia en un tono agridulce que no es nada sencillo de lograr. Rompecabezas, una comedia, también romántica y también un poco triste, también el retrato de una mujer, también una pintura suburbana y urbana, también un muy buen ensamble de personajes secundarios, es una de esas películas argentinas que confirman que este, el nacional, es uno de los cines más variados y más interesantes del mundo. O sea, no se la pierdan.
Cine para chicos pomposos En la que probablemente sea su mejor película, Caché, Haneke se jugaba del todo por la ferocidad de la mirada y la explosión de la violencia, apostaba como pocas veces antes a la inteligencia del espectador y dejaba de lado la exposición for dummies de temas “importantes”. Con La cinta blanca, Haneke ha vuelto a seducir a quienes creen que las películas son mejores si tienen más sordidez y, sobre todo, más literalidad para machacar en sus ideas. La cinta blanca es una gansada elegante, disfrazada de gran cine, hecha con prolijidad y mano férrea, con esa tan mentada rigurosidad (rigor artis, rigor mortis) con la que se pueden hacer grandes películas y también asfixiantes banalidades. Ya con Funny Games Haneke había seducido a quienes creen ?a priori? que una película europea es más “profunda” que una americana, aquellos que asocian a Europa con la palabra film y a Estados Unidos con la palabra película, mientras creen secretamente que “film” tiene un aire más prestigioso. En 2001, escribí esto sobre Funny Games (la versión austríaca): “Funny Games (Horas de terror, 1997) comienza con el plano aéreo de un auto que lleva un bote por una hermosa ruta. Adentro del rodado va una familia de vacaciones, el hombre y la mujer desafían su conocimiento de música clásica y ópera, y el rubio niño mora en el asiento trasero. Y se vienen los títulos a todo metal en la banda sonora. Claro, es una película de asesinos psicópatas. Cualquiera que haya visto dos psychothrillers americanos estará familiarizado con el plano aéreo, la salida de la ciudad y el heavy metal. Pero Haneke no hace cine americano, hace otra cosa, y se ocupa de marcarlo. Supuestamente, reflexiona acerca de la realidad y la ficción. Sobre el final, uno de los malos (que ya miró dos veces a cámara para delatar claramente el dispositivo) decide que así no son las cosas, toma el control remoto, rebobina la película que estamos viendo y cambia el relato. ¡Ah, osadía del ‘cine arte’! El mundo según Wayne ya lo había hecho en 1992 y con mayor intensidad. (...) Luego del asesinato del niño, la cámara se queda varios segundos encuadrando un televisor encendido que chorrea su infantil sangre.” Frente a estas películas, muchos espectadores ya grandes se sienten como chicos que buscan la aprobación del adulto con poder de sanción artística o intelectual (en este caso el maestruelo Haneke): Haneke les revolea alguna idea sobre la violencia en el mundo, agrega dos o tres gotas de supuesta reflexión sobre la televisión y el cine de Hollywood, y estos adultos deseosos de interpretar temas supuestamente importantes servidos en bandeja se sienten satisfechos. En La cinta blanca, una película hecha para seducir jurados y espectadores que buscan status de serios pero que son como chicos pomposos deseosos de un felicitado, Haneke tal vez intente ser el Bergman de El huevo de la serpiente (una de sus películas menos logradas), y el gran sueco sale muy bien parado en la comparación. También podría decirse que intenta ser el Carpenter de El pueblo de los malditos y... bueno, tal vez no sea del todo justo comparar a un esforzado vendehumo como Haneke con un cineasta extraordinario como Carpenter. La cinta blanca es una sucesión de momentos sórdidos con una excepción en el minuto 119’ (el nene que le regala el pajarito al padre; pero claro, está al servicio de una situación prefabricada para mayor sordidez). Ese mundo sórdido de la década del diez del siglo XX será, para quienes sumen edades y se sientan satisfechos de su sagacidad, el huevo de la serpiente del nazismo. Claro, estos nenes jodidos de más o menos doce años serán los adultos nazis a fines de los años treinta. Ah, qué idea sofisticada. Y medio giluna, por otra parte: estos pibes de La cinta blanca se rebelan, y si la maquinaria nazi funcionó lo hizo en buena medida gracias a la falta de rebelión y a la capacidad de seguir cualquier tipo de orden de muchos de los involucrados. Los adultos de La cinta blanca, por su parte, también son unos hijos de mil puta, y les hacen a los chicos todas las crueldades posibles, y también son crueles entre ellos (la última conversación entre el médico y la comadrona es digna de una parodia). Todas estas crueldades se presentan mediante múltiples historias de distintos personajes que se imbrican en una estructura de bloques, con los puntos justos para el corte comercial, muy al estilo telefilm de gran producción o miniserie cara, filmada con brillo, con buenos encuadres, con referencias pictóricas (ver la foto, que es parecida a Las espigadoras de Millet). Dirán que “esto es cine”, y algunos citarán el “uso del fuera de campo”. Claro, de muchas situaciones de violencia solo vemos el resultado: ahí está el plano detalle de los ojos lastimados del chico con atraso mental, y ahí Haneke aprovecha para acercar la cámara con todo, para impactar arteramente en esta película de la que dicen que es distinta al cine de Hollywood (sí, es distinta al buen cine de Hollywood). Pero aceptemos que Haneke decide dejar los hechos de violencia “fuera de campo”. Sí, mayormente lo hace, el tema es cómo lo hace. Hasta para el fuera de campo hay trazo grueso en La cinta blanca: sabemos que el hijo mayor del pastor será castigado por su padre con 10 azotes. Lo vemos entrar al cuarto en donde será castigado, la puerta se cierra y no vemos lo que sucede (ah, la violencia fuera de campo). Luego el pibe sale, cierra, camina hacia otra habitación, y busca (ah, fuera de campo) la vara con la que será castigado. Entra entonces otra vez a la habitación en donde será castigado, cierra la puerta (ah, el fuera de campo), y escuchamos cuatro gritos debidos a cuatro azotes (AH, EL FUERA DE CAMPO). Y así procede Haneke con demasiadas cosas en esta película que vende sofisticación y sutileza pero que es como un elefante (blanco) en un bazar. Todo sea para que se entienda, ¿vio?: se repite lo que simboliza la dichosa cinta blanca; el médico es cruel hasta la parodia con la comadrona; el personaje que dice “asesinaron al archiduque en Sarajevo” parece ser un personaje-wikipedia (hace décadas se habría dicho “personaje-Manual Estrada”). Y ahí hay una referencia para el regocijo de los chicos pomposos de la platea, que se sienten reconfortados porque ellos saben que eso fue el detonante para el inicio de la Primera Guerra Mundial. Para terminar, creo que este agudo párrafo del crítico chileno Héctor Soto sobre Bailarina en la oscuridad se aplica perfectamente a La cinta blanca. “Es el problema de todo antimodelo. Donde había blanco hay que poner negro; donde había glamour, que venga la fealdad; donde había fantasía, acá está el sadismo y el espanto. Ok. Pero, ¿y dónde había trampa? Muy fácil: Bailarina en la oscuridad coloca otras trampas. Miren qué gracia: a la inmoralidad de hacer creer que la vida es demasiado fácil opongamos la de hacer creer que sencillamente es un horror.”
Un (auto) contradictorio éxito argentino Dos hermanos, el séptimo largometraje de Daniel Burman es, en algún sentido, una propuesta digna de atención. No, no es una gran película. Pero es uno de los intentos más extremos ?sino el más? de lograr algo parecido a un cine mainstream local hecho por alguien de la generación de Historias breves (Burman dirigió el corto Niños envueltos). Es decir, hecho por alguien que formó parte de uno de los hitos de la renovación del cine argentino, y que cada vez más busca por el lado de algo que podría denominarse un profesionalismo apto para públicos progresivamente mayores (en número, y tal vez hasta en edad). ¿Es Dos hermanos, con Graciela Borges y Antonio Gasalla (que regresa al cine luego de una década), una buena película? No estoy seguro. O, mejor dicho, sí y no. Dos hermanos ?el número clave es el del título? son dos películas: una buena y una mala. Y, además, una exitosa en términos de público. (No deja de ser un mérito del nuevo cine argentino que ahora estas películas con estrellas y con aspiraciones masivas se escuchen y se vean bien; pero ese es un tema para otra nota.) Vamos a la mala película, que se concentra sobre todo en la primera mitad, en la que los actores parecen dirigir la película, y en la que la construcción del andamiaje de la película se impone hasta con cierta violencia sobre las acciones de los personajes. Explico lo de los actores: en esta primera parte, pródiga en planos cerrados, los cortes de montaje están sobre gestos (algunos demasiado “de catálogo”) que evidencian con demasiada explicitud el sentimiento, la actitud, la psicología de los personajes. Corte / el gesto / corte. Poco de respiración, poco de tiempo genuinamente cinematográfico. Como si los actores le hubieran dicho a la cámara que se encendiera para el gesto y luego se apagara porque ya no hay nada más que mostrar que no sea el actor y su esforzado trabajo. Un ejemplo notorio de esto es el fundido a negro (un poco apurado, un poco televisivo) luego de la muerte de la madre de Marcos (Gasalla) y Susana (Borges). Explico lo del andamiaje: mientras se suceden planos con demasiada carga actoral, la música de Nico Cota está demasiado presente, y esa omnipresencia la vuelve sobreexplicativa, hasta molesta. Un ejemplo extremo de esto es cuando Marcos, ya en la casa de Villa Laura, toma un long play para ponerlo en el tocadiscos. La película no nos deja escuchar la música que pone Marcos sino que nos invade con la música incidental. En esa doble imposición de ciertos elementos de la construcción del relato por sobre la propia respiración de los personajes, y de las actuaciones por sobre la narración, naufraga la primera parte de Dos hermanos. Vamos a la buena película, que está concentrada sobre todo a partir de la muy ajustada (en timing, en coordinación de las actuaciones) secuencia del cumpleaños de la Tía Lala (interpretada por Elena Lucena que, en esta película dual por todos lados, hace dos personajes). En esa secuencia actúa fugaz y refulgentemente Rita Cortese, y parece inyectarle energía a una película a esas alturas un poco lánguida. Luego del cumpleaños, el conflicto entre Marcos y Susana estalla, los personajes se reconcentran, y Borges y Gasalla demuestran ?una vez más? que son verdaderos actores de cine, que pueden actuar con movimientos sutiles, con presencia, con carisma, confiando en la cámara y no atosigándola. Y Burman narra con secuencias más largas, más reposadas, más concentradas en contar una historia que en machacarnos con el retrato de los personajes. Y ese reposo, esa tranquilidad, casi podría decirse esa libertad, le hace muy bien a Dos hermanos. Le insufla cine, le insufla vida. Justamente es sobre el final que un personaje vuelve a tomar un long play. Y esta vez escuchamos la música que decide poner.
El mejor actor del mundo eff Bridges es el mejor actor del mundo. Sí, ya sé, también Bill Murray es el mejor actor del mundo. Por supuesto, decir que alguien es el mejor actor del mundo no es decirlo literalmente y con ánimos científicos o exhaustivos (¿cuántos actores húngaros, rusos o colombianos no conocemos?). La afirmación es una exclamación de alegría, nada más (y nada menos). Decir que alguien es el mejor actor del mundo es decir, como decía Godard, que de algunas películas sólo se puede decir que son las mejores películas. Disparen sobre el pianista (Truffaut) es la mejor película; El cameraman (Keaton) es la mejor película; Los sobornados (Lang) es la mejor película; Hechizo del tiempo es la mejor película; La adorable revoltosa (Hawks) es la mejor película; El desprecio (Godard) es la mejor película; Amanecer (Murnau) es la mejor película; Entrevista (Fellini) es la mejor película; El color de las granadas (Paradjanov) es la mejor película; Traigan la cabeza de Alfredo García (Peckinpah) es la mejor película; El desencanto (Chávarri) es la mejor película. Y hay muchas otras películas que son la mejor película de la historia y del mundo todo. Películas euforizantes provocan afirmaciones eufóricas. ¡Palombella rossa (Moretti) es la mejor película! Entonces: ¡Jeff Bridges es el mejor actor del mundo! No se puede decir otra cosa luego de ver Loco corazón (Crazy Heart, una sutil, susurrante y muy buena película dirigida por Scott Cooper), por la que acaba de ganar el Oscar como mejor actor y que se estrenó el jueves 11 de marzo en Argentina (probablemente destinada a no ser un gran éxito; a pesar de la publicidad del premio, la música country en Argentina espanta a no pocos espectadores). En Loco corazón, Jeff Bridges es Bad Blake, un cantante country que supo ser exitoso y que está en decadencia. No seguiremos contando el argumento, pero sí hablando de Bridges, el mejor actor del mundo, que puede moverse, hablar, cantar, caerse, levantarse y emocionarse ante la cámara y dejar en claro que en el cine hay actores que se definen por cualidades un tanto inefables y para las que no hay fórmulas, como son la fotogenia y el carisma. ¿Cómo explicar que Bridges esté siempre bien?, ¿cómo describir la cantidad de matices que ubica sigilosamente entre lo que hace y lo que dice su personaje? Bridges mejora cada película en la que actúa, y suela agregar dimensiones memorables a personajes en apariencia poco recordables: el presidente de expansiva presencia que interpretaba en La conspiración (The Contender, de Rod Lurie), que festejaba con contagiosa alegría la calidad de los sánguches que servían en la Casa Blanca. En Crazy Heart, Bridges nos hace creer en lo que le sucede al personaje que interpreta y a la vez lo hace con ese plus de las estrellas clásicas, que nunca dejan de ser un imán y parecen haber estado en el mundo desde siempre (Robin Williams dijo alguna vez Bridges no es un actor sino un recurso natural). Bridges logra seguir siendo un gran actor, una estrella, y a la vez darle vida al personaje de esta película en particular, y a todos los otros que interpretó. Bridges es alguien de la estirpe de Cary Grant ?un Cary Grant más desprolijo y de relativamente bajo perfil?, alguien que puede darle vida a personajes incluso oscuros pero siempre con un encanto innegable (sí, claro, todo actor es un seductor; menos, claro, James Spader, que siempre cultivó con no poca habilidad los caminos de los rictus desagradables). Sé que pocos verán Loco corazón, entonces pocos podrán confirmar que en esa película Bridges está sencillamente deslumbrante, y que está muy bien que le hayan dado el Oscar de una buena vez. Pero tanto los que vean Loco corazón como los que la eviten, tal vez puedan comprobar (o recordar) que Bridges es el mejor actor del mundo en La última película y en Texasville (dos inoxidables películas de Peter Bogdanovich que todos deben ver; son de las películas imprescindibles); Fat City de John Huston, El gran Lebowski de los Coen (El Dude, el personaje de Bridges, tal vez sea el único personaje realmente inolvidable de la carrera de los hermanos). Hizo muchísimas otras películas (Los fabulosos Baker Boys, Bad Company y un largo etcétera) y brilló en casi todas o en todas, pero para no hacer una lista interminable destaquemos dos trabajos más: la voz del personaje de Big Z (muy en la línea del Dude) de Reyes de las olas (Surf’s Up, una subvalorada película de animación de 2007), y su trabajo en la gloriosa Tucker, un hombre y su sueño, de Coppola. No recuerdo quien ganó el Oscar en el año de Tucker, pero fue definitivamente una injusticia, como todas las veces en las que no lo ganó Jeff Bridges.
La de Scorsese. De paranoias y esquizofrenias. El sagaz lector Andrés dejaba un comentario a mi columna de la semana pasada en el cual decía “ahora nos debés qué onda con Burton y Scorsese”. Sigo sin ver la de Burton, pero estuve pensando en la de Scorsese. La de Scorsese, es decir, Shutter Island, es decir acá en la Argentina La isla siniestra, es, definitivamente, la película más paranoica hecha por un paranoico en mucho tiempo (¿vieron que Scorsese en movimiento parece siempre mirar todo el tiempo por encima de sus hombros?). Odio contar argumentos así que contaré lo mínimo indispensable para tratar de transmitir las sensaciones que me produjo la película y de esbozar algunas reflexiones posteriores (o no contaré nada, y no llegaré más que a sobrevolar algunos planteos). Shutter Island es definitivamente una película ominosa y macabra, con algunas imágenes de alto impacto. Eso del alto impacto no es en este caso todas las veces positivo: Scorsese sabe a esta altura manejar el arte del cine y el arte de los golpes visuales. De lo que no estoy tan seguro es de que los pueda integrar con buen criterio durante toda esta película. Shutter Island es en muchos momentos efectiva y en muchos otros meramente efectista, aunque para discutir la pertinencia o la no pertinencia de las imágenes habría que develar misterios y secretos del relato que –en este caso– es mejor no hacer. Con ese impedimento de no develar ciertos secretos, y teniendo en cuenta que el secreto ese puede justificar no pocas de las posibles objeciones que se le hacen a la película, se hace difícil hablar de Shutter Island. O se me hace difícil, porque si la película es paranoica (entre otras características de la década del cincuenta en la que está ambientada), a mí –y a otra gente que no vamos a mencionar por lo dicho ut supra– me produjo esquizofrenia: a uno de mis yo le gusta; a otro de mis yo no le gusta este thriller policial, psiquiátrico, noir y terrorífico. Al yo al que le gusta dice que es una película que justifica todos sus manierismos y sus baldazos de sangre, lluvia, gritos, fuego, sudor y paranoia con lógica, y que en una segunda visión todo debe hacerse más sólido, necesario, hasta justo. Al yo al que no le gusta dice que hay imágenes horrorosas y preciosistas que no se puden justificar, que hay límites para shockear. El yo que gustó de Shutter Island responde que Scorsese juega con el cine, lo reescribe, lo discute (ese largo, virtuoso travelling del fusilamiento en un campo de concentración no puede sino dialogar con Daney y “El travelling de Kapo”), y que todo lo ominoso y lo macabro está puesto con el alto y honroso objetivo de divertir mediante el placer de la narración (magistral, ejemplar la secuencia lluviosa y ventosa del cementerio). El yo que está molesto con la película dice que basta de historias basadas en libros de Dennis Lehane (el mismo de Río Místico de Clint Eastwood y Desapareció una noche de Ben Affleck) en los que mueren niños. Y agrega que los sueños y los fantasmas son recursos muy haraganes. Y el yo que gusta de la película no le hace caso y le dice que todo lo que parece mal usado (esa música muy ominosa del principio cuando todavía “no pasó nada”) es en últimas cuentas usado de formas nuevas, o muy elaboradas y mucho más inteligentes de lo que parecen, y le dice al yo que no gustó de la película que Shutter Island es de una potencia inusitada, y que se deje de joder. El yo de las objeciones y el yo que gustó de la película y que disfrutó de ella (un yo masoquista, porque esta es una película para experimentar el placer de sufrir) coinciden en algo: hay que ver Shutter Island, no es una experiencia ordinaria, es la película de un gran director y definitivamente sirve para discutir (aunque sea con uno mismo).
Vi Un hombre serio, la película de los Coen que se estrenó el jueves 25 de febrero. Vi también Un maldito policía en Nueva Orleáns de Werner Herzog, que está anunciada para el próximo 4 de marzo. Una me produjo un tedio monumental, y la otra me pareció inteligente, lúdica, gran cine. ¿Cuál es cuál? ¿Cómo convertir esas primeras impresiones en crítica? Vi primero la de Herzog, y una semana después la de los Coen. Cuando estaba viendo Un hombre serio, de solamente 95 minutos, el tiempo parecía eternizarse, con cada nueva peripecia que le ocurría al profesor de física protagonista sentía que los Coen querían decir algo. Mejor dicho, DECIR algo. La película DICE que Dios no existe. O que existe y que le da más o menos lo mismo lo que sucede en el mundo y a ese profesor en ese suburbio. Entonces los Coen DICEN cosas sobre el judaísmo y sobre la vida en los suburbios americanos en los sesenta. La película tiene algo tremendamente trabajoso, como si a cada rato se notaran las manos de los directores que ajustan un tornillo, ponen una situación justo en tal momento para DECIR tal o cual cosa. Un ejemplo (la crítica necesita dar ejemplos): en el momento en que el atribulado profesor está cerca de encamarse con la vecina, suena una sirena policial que corta la situación. De esos detalles, de esas cosas que “justo pasan en esos momentos” está plagada la película de los Coen. Un hombre serio es una película ripiosa, que parece trabarse a cada rato. Y no estamos hablando aquí de una película godardiana que evidencia su dispositivo, que lo delata a propósito por pura “modernidad”. No, los Coen no quieren decir a cada rato “esto es una película” sino “esta película DICE estas cosas”. Y se les traba el relato porque les preocupa más ese DECIR, no confían en relatar y que del relato se desprendan en profundidad las ideas; ponen las ideas por delante y se les nubla la gracia. Otro asunto por el que detesto la película es por esa típica maldad de los Coen hacia los personajes, pero eso es asunto de otra nota. Un momento: ¿detesto la película? Sí, apenas terminé de verla simplemente me había aburrido. Un rato después me di cuenta -por comparación- que la detestaba. Una película puede reacomodar nuestro pensamiento sobre otra película. Salí de ver la de los Coen y de repente me puse a compararla con Un maldito policía en Nueva Orleáns. Son dos películas sobre oscuridades, ciertamente. La película de Herzog también dice muchas cosas, pero las dice detrás de lo que cuenta, y cuenta con un desparpajo y una fruición que no se ven con tanta asiduidad. Herzog narra, se ríe de las convenciones narrativas pero desde el amor por la narrativa más desquiciada (esas iguanas canoras; esos cocodrilos; ese baile del espíritu). Un maldito policía en Nueva Orleáns termina hablando de la justicia, de la injusticia, de Estados Unidos, de los códigos del género policial, del clasicismo (que Herzog dinamita con un amor loco pero amor al fin). Y dice (sin mayúsculas) muchísimas cosas. Nos las dice. Pero nos las dice cuando terminamos de ver la película, cuando la película es un (buen) recuerdo. Cuando ponemos a jugar en la memoria sus escenas, los destinos de sus personajes. Cuando sentimos que nos estaban divirtiendo (divertir=distraer) con algo pero nos estaban diciendo otras cosas, cuando sentimos que había mucho más que lo que habíamos percibido en primera instancia. La diferencia entre las dos películas también puede provenir de la actitud de sus directores. Herzog es alguien con un apetito voraz por conocer el mundo, alguien con interrogantes y fascinado por lo que lo rodea, incluso por el mal. Los Coen, ya lo han probado demasiadas veces (una de ellas fue Quémese después de leer), parecen estar seguros de todo, y hacen un cine cerrado, claustrofóbico, calculado, tedioso, con anteojeras; un cine que no parece estar conforme con ser cine ni con mostrar los personajes que muestra. La película de Herzog, en cambio, nos renueva las ganas de ir al cine para que nos cuenten las cosas más maravillosas, incluso sobre las más fascinantes podredumbres. Herzog elimina la religión (recordar Un maldito policía de Ferrara y sus cruces y sus redenciones), o más bien se ríe de las culpas y de las redenciones porque se permite la duda, porque al mirar al mundo y a los seres humanos sigue sorprendiéndose. Y así, no siente la necesidad de fijar las imágenes a unas seguridades miedosas. Qué bueno que la duda sea la jactancia de los verdaderos intelectuales: aquellos que miran el mundo con los ojos abiertos y nos pueden contar lo contradictoria que es la vida mediante el cine, un arte no menos contradictorio, que puede albergar la mirada inerte de los Coen y la vitalidad de la visión de Herzog.