El responsable de "El Sacrificio del Ciervo Sagrado" nos mete en los intrincados juegos de poder en la corte de la reina Anne. De a poquito, el griego Yorgos Lanthimos -y su particular estilo visual y narrativo- se fue convirtiendo en uno de esos realizadores de los que estamos bien pendientes cada vez que anuncia su nuevo proyecto. Después de sorprender con el humor de “La Langosta” (The Lobster, 2016) y el thriller terrorífico de “El Sacrificio del Ciervo Sagrado” (The Killing of a Sacred Deer, 2017), el director y guionista se mete de lleno en la carrera por los Oscar gracias a esta dramedia de época ambientada en el siglo XVIII. Estamos en la Inglaterra de 1708, más precisamente en la corte de la reina Anne (Olivia Colman) que, acá, además de lidiar con su frágil estado de salud, debe afrontar el conflicto armado contra Francia. Seamos sinceros, a la señora no le gusta nada esto de sentarse en el trono y hacerse cargo de las responsabilidades, por eso dedica su tiempo a asuntos más frívolos -como cuidar a sus 17 conejos-, y deja todas estas cuestiones más serias en manos de Lady Sarah Churchill (Rachel Weisz), su amiga, consejera, amante y confidente (entre muchas otras cosas). La Duquesa de Marlborough, convertida en la única vocera de la monarca, hace su trabajo con eficiencia y un poquito en beneficio de sus propios intereses y los de su esposo, John Churchill (Mark Gatiss), al mando del ejército británico. Pero no todos están contentos al ver como Sarah controla a la regente, entre ellos Robert Harley (Nicholas Hoult), miembro del partido conservador y terrateniente, que no ve con buenos ojos los futuros planes para subir los impuestos a las tierras con el único fin de financiar la guerra. Harley necesita su propia arma secreta, la cual llega al palacio en forma de sirvienta. Abigail Hill (Emma Stone) es una joven prima de Sarah, cuya familia cayó en desgracia debido a los problemas de juego de su padre. El hombre no sólo perdió la fortuna y el buen nombre familiar, sino a su propia hija en medio de una apuesta. Decidida a darle una manito a su parienta, la duquesa le consigue un lugar en las cocinas sin prever las ambiciones personales de esta jovencita dispuesta a todo para recuperar su alcurnia y estatus. Tras probar la crudeza del trabajo más duro y humillante, Abigail ve la oportunidad de congraciarse con su prima y la propia reina. La jugada la acerca cada vez más al cariño de Anne, quien pronto la convierte en su nueva mascota. A medida que el afecto por Hill aumenta, Sarah ve cómo su posición de poder se ve amenazada, desatándose una lucha interna para convertirse en la verdadera favorita de su majestad. Lanthimos y el guión de Deborah Davis y Tony McNamara crean una atmósfera tan absurda como maquiavélica. Un juego de poderes encabezado por tres mujeres -sus caprichos e intereses- que, en primera (y última) instancia, controlan el destino de una nación. Sí, son los hombres los que llenan las bancas del parlamento y planean las estrategias de guerra, pero ninguno puede mover un dedo si el humor de la reina y sus decisiones no los beneficia. Siempre sí, su majestad Hill se convierte en la espía de Harley, los miedos de Sarah por perder el favor de Anne la llevan a cometer varios errores y la reina juega su propio juego, sacando ventaja de todos los que bailan a su alrededor. “La Favorita” (The Favourite, 2018) no tiene tanto que ver con las maquinaciones políticas de la corte en el 1700, sino más con el empoderamiento femenino visto a través de la lente del siglo XXI. El relato de Lanthimos está cargado de tensión y mucho humor negro. Drama, traiciones y rencores, pero también de sensibilidad a la hora de exponer (y reflexionar) las necesidades emocionales de las protagonistas. La impecable puesta en escena, los colores saturados y los ángulos de cámara extremos que propone el director de fotografía Robbie Ryan; el vestuario de Sandy Powell; y una cuidadísima banda sonora compuesta por piezas clásicas de Bach, Handel, Purcell, Schubert, Schumann y Vivaldi, mezcladas con otras del siglo XX conformando un menjunje barroco que taladra los oídos y suma teatralidad, conforman un todo que se retroalimenta constantemente resignificando cada uno de estos elementos. Igual, y a pesar de que visualmente “La Favorita” es un festín para los sentidos, su alma reside en las actuaciones de Colman, Weisz y Stone, quienes se sacan (literalmente) los ojos ante las cámaras para nuestro divertimento. Aplauso cerrado para los actores secundarios, que nos demuestran que pueden ser tan histéricos y traicioneros… como se las suele tildar a las mujeres en la mayoría de estas historias. La tercera en discordia La película de Yorgos aspira a diez estatuillas doradas en la próxima entrega de los premios de la Academia. Las probabilidades no están a su favor y, seguramente, se vaya a casa sólo con algún galardón en categorías técnicas como consuelo. Aunque nadie le quita lo bailado. El realizador decide jugar con las reglas del Hollywood más clásico y sus relatos de época, pero inunda todo con su estilo particular -por momentos excéntrico, por momentos absurdo-, sin dejar de lado cada uno de los detalles y pormenores de este triángulo amoroso, ni los mordaces comentarios sociales. El griego viene demostrando que le sienta bien cualquier género y ya estamos ansiosos por ver lo que tenga para ofrecer en el futuro.
¿Te copa la moda de las Escape Room? Esta peli en tono terrorífico te puede sacar las ganas de probar este nuevo entretenimiento. Adam Robitel tiene algo de experiencia delante y detrás de las cámaras en cuanto al género terrorífico se refiere. Entre sus trabajos se encuentra “La Noche del Demonio: La Última Llave” (Insidious: The Last Key, 2018), lejos de lo peorcito de la franquicia iniciada por James Wan, pero insiste con este thriller de suspenso que intenta tomar lo mejor del terror psicológico de sagas como “El Juego del Miedo” (Saw) o las elaboradísimas (e inverosímiles) muertes de “Destino Final” (Final Destination). “Escape Room: Sin Salida” (Escape Room, 2019) tiene un poco de todo esto, pero carece de una premisa interesante para sostenerse a lo largo de casi dos horas donde seis extraños deben resolver pistas e intentar zafar de una muerte segura. Logan Miller, Deborah Ann Woll, Taylor Russell, Tyler Labine, Jay Ellis y Nik Dodani son los protagonistas de esta historia. Seis individuos que no se conocen entre sí y que deciden romper la monotonía aceptando una invitación para participar de una de las mejores Escape Room del momento. Este nuevo escenario ofrece una cuantiosa recompensa de diez mil dólares al primero que logre escapar, un gran incentivo para estos participantes que ni saben lo que les espera detrás de esas puertas. El grupo es ecléctico, obvio, y aunque vienen de estratos socioculturales muy diferentes, todos tienen algo en común: son sobrevivientes de alguna tragedia. Zoey (Russell), estudiante de física; Ben (Miller), repositor de una tienda; Amanda (Woll), veterana de guerra; Mike (Labine), camionero; Jason (Ellis), exitoso inversionista, y Danny (Dodani), un nerd aficionado a estos juegos, van a estar en las mismas circunstancias cuando entren a las instalaciones de Minos, la compañía detrás de la experiencia que va a cambiar sus vidas para siempre… o va a terminarlas. El reto no se hace esperar y una vez que los seis ingresan en la sala de espera, la habitación se convierte en la primera trampa mortal de la que tienen que escapar. Sí, acá nada es chiste y los peligros son reales. Al principio, creen que Minos está exagerando con la teatralidad y la autenticidad, pero a medida que avanzan, y cambian de escenario, se dan cuenta que los desafíos impuestos son mortales y que el Escape Room está diseñado para que ninguno pueda contarla. Esta es básicamente la premisa de la película de Robitel, pasearnos de cuarto en cuarto, ver como los participantes afrontan los retos y van muriendo de a uno. De tanto en tanto, conocemos sus historias personales, pero cuando el guión de Bragi F. Schut y Maria Melnik se pone muy reiterativo, deciden escupir toda la información y asesinar la sorpresa. Lo que queda, es descubrir quién y por qué está detrás de esta tortura, una revelación todavía más zonza. “Escape Room” es una sucesión de escenas de acción y un poquito de suspenso que logra sostenerse, por lo menos, el primer tercio de su historia. Después desbarranca y se agarra demasiado de lugares comunes, desperdiciando el potencial de sus protagonistas. Ninguno de los personajes tiene el atractivo suficiente para captar nuestra atención, y ni hablar de la facilidad con la que aceptan lo que les está pasando. Robitel le pone mucha atención a los detalles de cada escenario y a las trampas mortales que esconden, logrando que una película de bajísimo presupuesto (apenas unos nueve millones de dólares) parezca más ostentosa ante nuestros ojos; pero se olvida de lo principal: la trama y los protagonistas, una mera excusa para presentarnos una variada colección de acertijos (ni que fueras Edward Nigma) y su resoluciones. Como espectadores queremos que estos personajes salgan con vida (aunque sabemos que no va a pasar), pero mucho más el por qué fueron seleccionados estos individuos en particular. Ahí es donde está la mayor decepción de todas, y donde la trama no logra sostenerse, incluso ante la promesa de una segunda parte. La relación inversión/recaudación (ya superó los cincuenta millones en los Estados Unidos) es el primer indicio para que “Escape Room” se convierta en una nueva franquicia, elevando la apuesta y, seguramente, el nivel de violencia y complejidad de los retos. Los realizadores nos quieren hacer creer que detrás de esta aventura pasatista hay una lectura más profunda sobre el instinto de supervivencia y cierto fetiche voyerista. La intención puede haber formado parte de la teoría para Robitel, Schut y Melnik, pero en la práctica los resultados son muy diferentes. “Escape Room” no aburre y mantiene su ritmo a la par de estas “postas” que los protagonistas deben ir sorteando. El problema es que no sabe darle un buen cierre ni justificación a una historia creada a partir de elementos demasiado reconocibles de otras sagas que sí funcionaron.
Nuestro escupefuego favorito (perdón Drogon) vuelve a la pantalla grande para ponerle fin a una de las mejores sagas animadas y es todo lo que está bien. Hubo una época en la que DreamWorks era (después de Disney/Pixar) el segundo estudio de animación más poderoso y taquillero gracias a franquicias como “Shrek”, “Madagascar” y, por supuesto, “Cómo Entrenar a tu Dragón” (How to Train Your Dragon), una de sus historias más redonditas y aclamadas después del éxito del ogro verde. Ya sea solo o acompañado, el director Dean DeBlois siempre le hizo honor a las novelas de Cressida Cowell, y muy a pesar de desviarse de su historia original. Ahora vuelve para la tercera entrega y un cierre bien arriba que bien valió los cinco años de espera. Y sí, DreamWorks ya no es lo que era y los problemas internos de la compañía fueron retrasando el estreno de esta adaptación. Por suerte, las nuevas aventuras de Hipo/ Hiccup (Jay Baruchel) y Chimuelo/ Toothless ya están entre nosotros con una parva de dragones, nuevos villanos y un mundo escondido que es mucho más que su utopía vikinga. Después de los sucesos de la secuela de 2014, y recuperar a su mamá Valka (Cate Blanchett), Hipo se convirtió en el jefe de Berk, una aldea donde los guerreros nórdicos conviven con sus ex enemigos alados sin ningún tipo de problema. Como casi en todas las etapas de su vida, al joven vikingo lo acompañan las inseguridades, las cuales parecen desaparecer cada vez que monta en el lomo de su mejor amigo desdentado. Más allá de las reticencias del fallecido Estoico/Stoick (Gerard Butler) y las locas ideas de su hijo, Berk se convirtió en albergue para los dragones, ahora bajo la “influencia” de su nuevo Alfa (Chimuelo); pero también en el blanco de los cazadores furtivos que no abrazan esta nueva forma de convivencia y prefieren perseguir a estas hermosas bestias como deporte. Entre ellos está Grimmel (F. Murray Abraham), un experto en la materia conocido por ser el responsable de la (casi) extinción de los furia nocturna. Nosotros sabemos que todavía queda uno de estos bellos animales en existencia, aunque para sorpresa de Hipo y del propio Chimuelo, pronto van a descubrir que no es tan así ya que el arma más poderosa que el villano tiene para esgrimir (entre muchas otras), es una hermosa hembra de Light Fury, una versión blanquecina y brillante que lo vuelve loco desde el primer momento. Como todo enamorado, Chimuelo es pura torpeza y desconcentración, factores que agravan la inseguridad de Hipo a la hora de enfrentar el liderazgo y resguardar a la suyos de la ira de Grimmel y los cazadores. Berk ya no es un refugio viable, y el joven pone sus ojos en el “Mundo Perdido”, un supuesto albergue donde se originaron los dragones, parte de una leyenda que su papá le contaba de chiquito. Alguien que te mire como se miran estos dos Así, “Cómo Entrenar a tu Dragón 3” (How to Train Your Dragon: The Hidden World, 2019) se convierte en una cruzada personal para Hipo que debe tomar decisiones mucho más importantes para el futuro de su gente, y el propio, teniendo en cuenta que los dragones no pueden ni deben convertirse en simples mascotas. El joven tiene que darle paso al adulto, y no sólo pensar en la siguiente aventura junto a sus compañeros. Con la llegada de la Light Fury, a Chimuelo también se le abre todo un mundo de posibilidades desconocido hasta ese momento. Un mundo que lo puede apartar de su mejor amigo humano, pero acercarlo mucho más a los de su especie. Todas son decisiones imposibles, pero el guión de DeBlois logra el equilibro justo y las respuestas correctas, cerrando esta trilogía a pura épica fantástica, romance y humanidad para sus protagonistas, sin necesidad de recurrir a golpes bajos. Visualmente impecable, como sus antecesoras, más el plus de la banda sonora de John Powell, “Cómo Entrenar a tu Dragón 3” es pura acción desenfrenada, humor y ternura cando se trata de cortejo, muy al estilo de Wall-E y Eve (sí, había que decirlo), pero con más alas y fuego de por medio. Lo mejor de esta saga es que nunca juega a lo seguro ni desestima a sus espectadores, mucho menos a los más menudos. Ni la tragedia ni el humor más negro son gratuitos, demostrando las grandes habilidades y los talentos de su realizador, un artista con relativamente poca experiencia en la materia, más allá de esta franquicia y la genial “Lilo y Stitch” (2002). En este caso, se vuelve a apoyar en las características de cada uno de sus personajes y en el aspecto visual, en muchos casos, prescindiendo completamente de los diálogos para dejarle el lugar a las imágenes y los sonidos, la majestuosidad de los escupefuego (y una variedad interminable), y la belleza de los paisajes, que no tienen nada que envidiarles a las sagas fantásticas live action más exitosas. La tercera en discordia Esto es Hollywood y nada se termina para siempre así que, seguramente, en pocos años volveremos a ver el regreso de esta dupla inseparable de jinete y dragón. Mientras tanto, DeBlois cierra el ciclo en lo más alto, resaltando cada una de las características de su saga animada: mucha acción, corazón, un poquito de mitología escandinava (acá adornada con muchas referencias a “Game of Thrones”, ¿será por el regreso del Eret de Kit Harington?), personajes bien construidos y relaciones inalterables. Tal vez, estira demasiado ciertos momentos y la trama no tiene la complejidad de sus antecesoras, pero el realizador decide concentrarse en los protagonistas y sus resoluciones, una apuesta que bien rinde sus frutos en el conjunto de la historia.
Timothée Chalamet y Steve Carell son un padre y un hijo que dejan todo en la cancha en esta historia basada en hechos reales. Lástima que con eso solo no nos alcanza. La temporada cinematográfica 2018-2019 se empecinó demasiado en historias de padres y madres que deben afrontar los defectos y adicciones de sus queridos hijos. Mientras el estreno de “Regresa a Mi” (Ben Is Back, 2018) se sigue posponiendo, nos llega “Beautiful Boy: Siempre serás mi Hijo” (Beautiful Boy, 2018), basada en hechos reales; pero a pesar de sus tramas lacrimógenas y los elogios que recibieron las actuaciones de sus protagonistas, la Academia se mostró inmune ante estos dramas desgarradores y los dejaron con las manos vacías a la hora de las nominaciones. No podemos opinar sobre la película de Julia Roberts y Lucas Hedges, pero nos cuesta entender por qué Timothée Chalamet y Steve Carell quedaron afuera de las categorías actorales. Suponemos que a Steve no le perdonan su pasado humorístico, pero pensábamos que había romance con el joven Timmy después del suceso de “Llámame por tu Nombre” (Call Me by Your Name, 2017). Obviamente, nos equivocamos. Dejando estos detalles de lado, que tienen más que ver con el azar y cuestiones políticas de la industria, y cada vez menos con las destrezas artísticas de los involucrados, la dupla de intérpretes es el verdadero sostén de esta historia dirigida por Felix van Groeningen, un realizador belga con muchas películas chiquitas en su haber. Acá, las verdaderas estrellas son David y Nic Sheff, padre e hijo interpretados por Carell y Chalamet, que volcaron todas su experiencias personales en sus respectivas memorias, “Beautiful Boy: A Father's Journey Through His Son's Addiction” y “Tweak: Growing Up on Methamphetamines”, en las que Luke Davies y Groeningen basaron su guión. Esos títulos autobiográficos dejan el panorama bastante claro, y tiran un poco de luz sobre lo que nos vamos a encontrar en “Beautiful Boy”, un drama tan autodestructivo como “Adiós a Las Vegas” (Leaving Las Vegas, 1995), sin el trágico final de Ben Sanderson -no es spoiler gente, Nic escribió un libro al respecto-, ni las destrezas narrativas de Mike Figgis. La película de Groeningen es un tanto desprolija y repetitiva, concentrándose en el punto de vista de David Sheff (Carell), escritor y colaborador del New York Times, que trata de encontrar las herramientas necesarias para ayudar a su hijo, adicto a varias sustancias. El punto de inflexión llega cuando Nic se ausenta varios días de la casa que comparte con su papá, su segunda esposa Karen (Maura Tierney) y sus dos pequeños hermanastros, dejando al descubierto sus verdaderos problemas y la necesidad de encontrar una solución antes de que sea demasiado tarde. A partir de acá, la historia cae en un relato cíclico de rehabilitaciones, recaídas, encuentros y desencuentros entre padre e hijo, la intervención de una madre ausente (Amy Ryan) que no sabe cómo lidiar con su pequeño, y un joven talentoso que no puede escapar de esta espiral destructiva, para él y todos los que lo rodean. Tan lindo el nene Como espectadores, sólo nos queda ser testigos de este drama familiar sin poder hacer nada al respecto, como el propio David que, en un punto, decide bajar los brazos y sentarse a esperar esa llamada tan temida para cualquier padre. El realizador nos deja todo el tiempo en vilo, augurando lo peor a lo largo de dos horas. Este “recurso” va perdiendo fuerza con cada escena, y un poco nos desensibiliza en cuanto a las desventuras de Nic, que nunca encuentra esa pequeña luz al final del túnel. Ojo, lo de Chalamet es soberbio y sabe cómo transmitir su desgarradora lucha interna. Ante nuestros ojos, vemos que ese “nene hermoso” se va desintegrando y se convierte en una sombra de sí mismo. Pero lo mejor (queremos ser positivos), es que los guionistas ponen el acento en cómo estás conductas afectan también a las familias, que empiezan a enlutarse, incluso antes de la muerte física de sus seres queridos. Este es el enfoque más interesante de “Beautiful Boy”, una película con un gran elenco -lo de Tierney, aunque breve, también es para aplaudir-, pero desordenada desde su narración y presentación. Groeningen nos lleva por el pasado y el presente (aunque los tiempos no son los de los hechos verdaderos), mezclando los recuerdos de épocas más felices, y sumando extrañas elecciones musicales. Papá corazón La historia se nos presenta como un recuento difuso de las distintas etapas de esta relación entre padre e hijo, desde el divorcio y los viajes entre la casa de papá y mamá, San Francisco y Los Ángeles, y los encuentros y desencuentros que vivieron después, cuando Nic ya estaba preso de las drogas, y aún peor, la metanfetamina, una sustancia que afecta los conectores cerebrales como ninguna otra. En resumen, “Beautiful Boy” es un nuevo vehículo para que los verdaderos protagonistas puedan seguir exorcizando estas experiencias y, tal vez, ayudar a otros a entender por lo que pasan sus seres más queridos. Claro que también es la excusa perfecta para que Carell y Chalamet demuestren sus talentos y se luzcan como nunca delante de la cámara, aunque no haya votantes dispuestos a reconocerlos.
El clásico de Dario Argento vuelve redefinido de la mano del director de Llámame por tu Nombre. “Suspiria” (2018) es uno de los mejores ejemplos de cómo un realizador puede reimaginar una historia conocida, manteniendo sus elementos principales y, al mismo tiempo, entregar algo nuevo (pero familiar), sumando coyuntura y mucha visión feminista. Tras el éxito de “Llámame por tu Nombre” (Call Me by Your Name, 2017), Luca Guadagnino da el volantazo cinematográfico y se mete de lleno con este clásico de Dario Argento, presentándonos un film que sigue sus propias reglas y redefine el terror psicológico. De entrada, se nota que las intenciones del director y del guionista David Kajganich (“The Terror”) están alejadas de la copia de este gran exponente del horror italiano, apenas un “borrador” del llamado giallo, subgénero derivado del thriller que siempre abusa de los clichés y se enfoca en el aspecto visual, más que en la coherencia del relato. El film de Argento encaja perfectamente en esta categoría, pero Guadagnino redobla la apuesta con una trama plagada de suspenso y gore, grandes actuaciones y una puesta en escena que no sólo remite a lo sobrenatural, sino al clima político de la Alemania de finales de la década del setenta. Un detalle no menor, ya que está lectura sociopolítica se relaciona directamente con nuestra realidad. En 1977, Susanna Bannion (Dakota Johnson) llega a la ciudad de Berlín con la chance de audicionar en la academia de danza Markos Tanz. Susie es una chica ingenua de Ohio, venida de una granja menonita, pero gran admiradora del trabajo de Madame Blanc (Tilda Swinton), coreógrafa principal del instituto. La inocencia y la falta de entrenamiento profesional la hacen susceptible a las bromas de sus compañeras, pero su talento innato, poco a poco, empieza a llamar la atención de la directora. El arribo de Susie coincide con las violentas revueltas y atentados del Otoño Alemán, y la desaparición de Patricia Hingle (Chloë Grace Moretz), otra de las estudiantes de la escuela, cuyo último contacto fue con su psiquiatra, el doctor Josef Klemperer (sí, también Tilda Swinton), convencido de la paranoia de la chica, más allá de que ella asegura que la academia es, en realidad, la fachada para un aquelarre de brujas, en especial, las tres madres: Mater Tenebaraum (Madre de la Oscuridad), Mater Lachrymarum (Madre de las Lágrimas) y Mater Suspiriorum (Madre de los Suspiros). Mientras la policía sigue las pocas pistas que tiene para encontrar a Hingle, Susie entabla amistad con sus compañeras de clase -en especial con Sara Simms (Mia Goth)-, se gana su lugar en la compañía, y la posibilidad de ponerse al frente de la próxima presentación del Volk, una pieza de danza moderna (acá reemplaza al ballet) que debe conectar con cada fibra de su cuerpo. Todo parece marchar sobre ruedas para la joven Bannion, ahora convertida en la protegida de Madame Blanc. Pero dentro de los muros de Tanz ocurren extraños sucesos, muertes horrendas y una disputa relacionada con la verdadera identidad de Mater Suspiriorum, entre Blanc y la misteriosa Helena Markos. Bailando por un sueño No, Guadagnino no se anda con misterios y desde el comienzo revela la identidad de las mujeres (bah, las jabrus) al frente de la academia, y sus oscuros propósitos. La intensidad y el gore de cada crimen es bien palpable, pero hay algo de elegancia hipnótica en estas imágenes que no puede discutirse. La puesta en escena de Inbal Weinberg está muy alejada de la de Argento y sus colores brillantes, pero entre sus paredes de concreto (y la influencia arquitectónica de la Europa Oriental) y sus tonos saturados, cada cuadro de “Suspiria” es una obra de arte en sí misma, todo cortesía del director de fotografía Sayombhu Mukdeeprom. El conjunto es inquietante, mucho más gracias a las actuaciones de estas mujeres (el 98% del elenco), con Johnson y Swinton a la cabeza, redefiniendo la historia de Argento para contarnos este relato que enarbola el empoderamiento femenino, hace constante alusión a la maternidad (no siempre deseada) y suma reflexiones sobre la historia más oscura y reciente de Alemania y sus nuevas generaciones, todavía afrontando las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. “Suspiria” excede el mero espectáculo visual y se recarga de simbolismos que estaremos analizando y debatiendo hasta el fin de los días. Sus puntos más flojos son algunos de sus efectos especiales medio pelo, y la anticlimática banda sonora a cargo de Thom Yorke, un lindo rejunte de melodías y canciones, pero esa melancolía que desparrama no siempre encaja con las intenciones del director y sus escenas más truculentas. Que las hay, las hay No tiene ningún sentido comparar esta obra con la original. A Guadagnino se lo nota respetuoso con el material de y Daria Nicolodi, el cual toma como inspiración y punto de partida para contarnos su propia visión. Una menos superficial y más enfocada en sus personajes y la trama que se desenvuelve a su alrededor.
JUEGOS DE PODER Christian Bale se vuelve a transformar físicamente para esta sátira política cortesía de Adam McKay, responsable de La Gran Apuesta. La política es un tema fascinante y, si se trata de ficción (y no tanto), puede abordarse desde ángulos muy diferentes. Claro que también puede ser un tanto aburrida cuando se trata de los asuntos de gobiernos extranjeros que poco y nada tienen que ver con nosotros… o eso es lo que pensamos a primeras, sin darnos cuenta lo mucho que influyen a lo largo y ancho de todo el globo. Adam McKay es un realizador que viene del palo de la comedia, de guionar en “Saturday Night Live”, de hacer yunta con Will Ferrell en cosas como “El Reportero: La Leyenda de Ron Burgundy” (Anchorman: The Legend of Ron Burgundy, 2004) y otras tantas humoradas de menor calidad, además de ser uno de los responsable del sitio web “Funny Or Die”. Con la oscarizada “La Gran Apuesta” (The Big Short, 2015) -se llevó a casa el premio a Mejor Guión Adaptado, junto a Charles Randolph- demostró tener un timing particular para este tipo de historias basadas en hechos reales que pueden plantearse desde el humor sin perder la sensibilidad ante los acontecimientos poco felices que se muestran en la pantalla. En pocas palabras, McKay hizo de la sátira su mejor herramienta, una que esgrime con mano firme cuando se trata de “El Vicepresidente: Más Allá del Poder” (Vice, 2018). Hacer una comedia sobre Dick Cheney, una de las figuras políticas más controvertidas de todos los tiempos en los Estados Unidos, puede parecer un oxímoron, pero McKay entiende su juego y sabe que la única manera de acercarnos a este personaje maquiavélico es encararlo por el lado que me mejor le sale: las risas incómodas. Ya lo dijo Christian Bale -quien se pone magistralmente en la piel del ex vicepresidente- en uno de sus tantos discursos de agradecimiento: “Vice es una tragedia”, aunque vista a través del lente satírico y metafórico de su director y guionista. Todo arranca el 11 de septiembre de 2001, momento clave para la historia del mundo y la carrera de Cheney que, para ese entonces ya llevaba décadas y décadas moviendo los hilos detrás del poder. ¿O él era el verdadero poder detrás de los mandatarios de turno? Sus aspiraciones políticas llegaron casi de la noche a la mañana cuando en 1963 tocó verdadero fondo. Debido a sus problemas con el alcohol y la mala conducta, decidió abandonar sus estudios en Yale, y fue ahí cuando su noviecita y futura esposa, Lynne Cheney (Amy Adams), le dio el ultimátum para enderezar su vida. ¿La solución? Convertirse en un interno de la Casa Blanca durante la administración de Richard Nixon, donde encontró inspiración en la figura del asesor económico Donald Rumsfeld (Steve Carell). Desde ahí, todo va cuesta arriba para este muchacho diligente, observador y de pocas palabras. Republicano por elección y súper conservador, cuya ética y moral se adaptan a las diferentes circunstancias. Desde el primer momento Cheney está seguro de una sola cosa: le encanta el manejo del poder, y sus fallidas aspiraciones presidenciales -los números nunca estuvieron a su favor, además de sus constantes problemas de salud, y el hecho de que nunca le dio la espalda a su hija Mary (Alison Pill), abiertamente gay y no bien vista por los pagos de Wyoming- no lograron detenerlo para convertirse en la figura más relevante de la oficina oval. Sí, incluso por sobre la de George W. Bush (Sam Rockwell). Pero ya vamos a llegar a ese punto. Cuando los demócratas tomaron el control del gobierno, Dick se hizo a un lado y se mudó al sector privado para llevar una vida más tranquila junto a su esposa, sus hijas y sus nietos. Una llamada telefónica lo cambia todo, y aún más cuando este ex jovencito problemático accede a convertirse en el compañero de fórmula de Bush hijo, sabiendo que los vicepresidentes son figuras de adorno que pocas veces toman fallos relevantes. Con Cheney las cosas son muy diferentes, y muchas de sus cuentas pendientes y maquinaciones (más las manipulaciones a la constitución) tienen repercusiones directas en la política mundial hasta el día de hoy, demostrando la relevancia de esta historia, incluso durante del gobierno de Donald Trump. Mejor perderlo que encontrarlo No vamos a entrar en detalles y arruinarles la diversión (¿?), pero esta es una de las causas principales por las que McKay accedió a llevar adelante esta dramedia biográfica, cuyas cinco décadas de atrocidades le dieron forma a muchas políticas de la actualidad. Esta es la parte en que nos ponemos a llorar, como ocurría al final de “La Gran Apuesta”, justo cuando nos damos cuenta que detrás de los discursos triunfalistas norteamericanos se esconden las verdaderas miserias. Claro que el realizador se rodea de un gran equipo para que este viaje pesadillesco sea ameno y “humorístico”. Desde la banda sonora de Nicholas Britell, hasta el puntilloso montaje de Hank Corwin, el relato de McKay se va construyendo por partes, muchas de ellas surrealistas, sin miedo a caer en el ridículo ni romper la cuarta pared (formato que le pidió prestado a su anterior obra), y la ayuda de un narrador muy particular (Jesse Plemons), tal vez, el personaje más importante en la vida del vice. En el centro tenemos a un elenco impresionante, con Bale a la cabeza. Pero a pesar de la transformación física (y van…) y el gran trabajo de maquillaje de Greg Cannom, Kate Biscoe y Patricia DeHaney, lo esencial de esta interpretación pasa por el minimalismo (contrario a otras actuaciones más histriónicas) de sus movimientos, la cadencia de su voz y las pocas, aunque certeras palabras de un personaje que siempre se mueve entre las sombras. Ver a Bale en la pantalla es como atestiguar un accidente de auto en la ruta: nos provoca rechazo y horror, pero no podemos sacarle los ojos de encima. Así, McKay nos convierte en cómplices, aunque nunca esconde el lado más sensible y vulnerable de su protagonista, dejándonos que saquemos nuestras propias conclusiones. Power couple Sin dudas, Dick Cheney es una figura “fascinante”, pero no por ello menos controvertida. Como todo buen estratega sabe justificar sus acciones, y las consecuencias no son gratuitas. Sus decisiones no son individualistas y por eso, como todo gran hombre, tiene esa mujer por detrás que lo sostiene. Lynne es mucho más que la “esposa”, y a pesar de todo su puritanismo y conservadurismo, el realizador la convierte en una fuerza femenina ultra poderosa que sólo quiere impulsar la carrera de su marido. Claro que queremos más de la dupla Bale-Adams que, con esta, suman su tercera colaboración después de “El Ganador” (The Fighter, 2010) y “Escándalo Americano” (American Hustle, 2013). El error más grave de McKay y “El Vicepresidente” es, tal vez, su exageración y abuso de las formas narrativas y el aluvión de imágenes que se van superponiendo a lo largo del relato. Es una cuestión de gustos, aunque en el final pierde un poco de su coherencia al no encontrar los límites de un verdadero desenlace. Igual, son pequeños detalles que no deslucen el conjunto de una gran sátira política que encuentra en el estilo de Michael Moore muchos puntos en común e, incluso, no se refrena al jactarse de sí misma (estamos ante una de las mejores escenas post-créditos del año) y de cierto liberalismo hollywoodense. La política siempre separa las aguas, y McKay no va a quedar exento con su película.
NO TAN PERFECTA La niñera casi perfecta en todos los aspectos está de regreso, pero su magia no está tan intacta. Si no están muy familiarizados con la historia detrás de la clásica adaptación de los libros de P. L. Travers, acá van algunos detalles: durante años, Walt Disney intentó conseguir los derechos para llevar el relato a la pantalla porque la niñera mágica se había convertido en el personaje favorito de sus hijas. La autora, por el contrario, odiaba bastante los productos de la compañía del ratón y no cedió a los requerimientos del tío Walt hasta más de dos décadas después. “Mary Poppins” llegó a los cines en el año 1964 y, como era de esperar, Pamela Lyndon Travers odió cada uno de sus fotogramas y juró no volver a vender a ninguna de sus criaturas al mejor postor (claro que se hizo millonaria), al menos, mientras estuviese con vida. Se podrán imaginar que la señora se debe estar revolcando en su tumba al ver lo que sus herederos y Walt Disney Studios hicieron con su legado literario en “El Regreso de Mary Poppins” (Mary Poppins Returns, 2018), una comedia musical y familiar que refuerza todos esos elementos que la escritora odió de primera mano sobre la adaptación cinematográfica: una protagonista demasiado encantadora, numeritos musicales superfluos, secuencias animadas y la participación de Dick Van Dyke. ¿Quién en su sano juicio puede estar en contra del bueno de Dick? De esta manera, la niñera casi perfecta en todos sus aspectos vuelve a la pantalla con una historia bien esperanzadora para los tiempos oscuros que corren, pero que poco y nada aporta al género, aterrizando en el siglo XXI como un mero refrito recargado de fantasía, moralejas y canciones que, de entrada, elevan el cachet de Lin-Manuel Miranda. “El Regreso de Mary Poppins” está ambientada apenas veinte años después de los sucesos de la primera película. De ahí, que sea imposible (entre otras cosas) volver a castear a Julie Andrews, aunque quien puede negar los talentos de Emily Blunt en el papel principal. Estamos de vuelta en Cherry Tree Lane y en la Londres de 1930, ahora azotada por la reciente crisis económica mundial. Los Banks atraviesan sus propios problemas: hace un año que el crecidito Michael (Ben Whishaw) perdió a su esposa y hace lo que puede para criar a sus tres pequeños hijos -Annabel, John y Georgie- y ocuparse de la casa familiar, la cual será embargada si no logra cumplir los pagos de un préstamo que pidió al Fidelity Fiduciary Bank, el mismo donde trabajaba su padre y donde ahora trabaja él. En este clima de desesperanza, los vientos de cambio traen de regreso a Mary Poppins (Blunt), esa niñera cargada de magia y sabiduría que ayudó a atravesar los peores momentos en la infancia de Michael y Jane Banks (Emily Mortimer). Su tarea, repetir la hazaña y demostrarle a esta familia que “la peor medicina con azúcar puede gustar” y que las puertas no se cierran para siempre. No hay muchas más novedades en el argumento de “El Regreso de Mary Poppins”, ni giros narrativos o villanos que no podamos prever. La primicia pasa por la química de su pareja protagonista, ciertas nociones aggiornadas a los tiempos que corren y el siempre presente espíritu fantástico de las películas de Disney que tratan de traer un poquito de luz cuando más lo necesitamos. Todo es posible con Mary cerca Bravo por este mensaje tan necesario en un mundo actual que se percibe tan oscuro y caótico, pero el resto es sólo una excusa para que el director Rob Marshall -el mismo de “Chicago” (2002) y la fallida “En el Bosque” (Into the Woods, 2014)- pueda darle rienda suelta a su currículum teatral y a una seguidilla de puestas musicales extravagantes. Ninguna de las canciones originales forma parte de esta secuela (buh). Acá, el experimentado Marc Shaiman se despacha con un repertorio de nuevas melodías, sumando modernidad y muchísimo de Miranda, lo que nos hace preguntarnos por qué esta película se llama Mary Poppins, pero pone más tiempo en pantalla a Jack, este farolero discípulo del deshollinador Bert (Van Dyke). Como personaje, Mary siempre se jactó de su independencia y feminismo, pero acá queda totalmente opacada por su coprotagonista masculino. Entonces, ¿en qué quedamos? Las causas justas y la lucha por los derechos (esta vez de los trabajadores y las malas condiciones que se les presentan) quedan en manos de Jane, tomando el testigo de mamá Winifred, que en la película original era una sufragista abogando por el voto femenino, aunque el mensaje entre líneas era que pasaba más tiempo con sus compañeras que con su familia. Estos son pequeños detalles dentro de una trama simplista, repetitiva y, sí, demasiado aburrida si no somos ultra fans de los musicales. La puesta en escena de John Myhre es divina, el vestuario de Sandy Powell una belleza, los efectos especiales transmiten esa sensación de que hasta lo imposible es posible, pero como historia, y sobre todo como secuela, “El Regreso de Mary Poppins” nos queda chica y hasta desluce el encanto de la original, sumándose a otros tantos refritos de esta era moderna que aportan más desde la forma que desde el contenido. Música para tus oídos No todo es negativo. Blunt sigue demostrando su versatilidad en cualquier papel y género que se le cruce; los pequeñines protagonistas dan en el clavo sin ser un estorbo y, más que nada, transmiten esa necesidad de que los chicos tienen que ser chicos y evitar afrontar los problemas de los grandes antes de tiempo, pero los adultos nunca deben olvidarse de cómo era el disfrute de la infancia. Los mensajes están intactos, lástima que todo el desarrollo se queda por el camino.
LO PRIMERO ES LA FAMILIA Adonis Creed puede repetir la historia de su papá al cruzar caminos con el hijo de Ivan Drago sobre el cuadrilátero. “Creed: Corazón de Campeón” (Creed, 2015) demostró que se puede refrescar una de las sagas más queridas del séptimo arte, apartarla de sus tropos ochentosos y modernizarla en cuanto a personajes y temas. Ryan Coogler (“Pantera Negra”) tiene mucho que ver con este suceso, pero sus compromisos en Wakanda lo obligaron a apartarse de la secuela que conecta directamente con “Rocky IV” (1985), aunque ya sin los pormenores y las alusiones políticas de la Guerra Fría. “Creed II: Defendiendo el Legado” (Creed II, 2018) cae en las manos de Steven Caple Jr., un realizador casi debutante en materia cinematográfica, que logra mantener encauzado este barco, aunque las diferencias visuales con Coogler -y sobre todo la fotografía de Maryse Alberti, acá reemplazada por Kramer Morgenthau-se notan, haciendo de esta continuación una película deportiva mucho más genérica en este aspecto. Si somos sinceros, las historias pugilísticas no tienen tanto para ofrecer y terminan cayendo en el relato de ascenso y caída (“Toro Salvaje”, “Gatica, el Mono”) o, como en este caso, los triunfalistas y de autosuperación. Con Adonis Creed (Michael B. Jordan), también hay que sumar un nombre de peso, el de su papá Apollo, quien murió, justamente, dejándolo todo arriba del cuadrilátero. El pibe quería demostrarse algo a sí mismo y triunfar más allá de las expectativas de los demás. Ahora, tres años después, atrás quedó la derrota contra Ricky Conlan, y después de una serie de victorias, Don consigue convertirse en el nuevo campeón mundial de peso pesado al arrebatarle el título a Danny ‘Stuntman’ Wheeler. Listo, ya es una estrella y tiene el mundo a sus pies. La relación con Bianca (Tessa Thompson) sigue viento en popa, y tras formalizar, la chica le propone mudarse a Los Ángeles, más cerca de su mamá (Phylicia Rashad) y las posibilidades musicales de los estudios de grabación. Claro que Adonis se muestra reacio ante la decisión de abandonar Filadelfia y el ala protectora de su entrenador y mentor: Rocky Balboa (Sylvester Stallone). Al otro lado del globo, en Ucrania, el joven y corpulento Viktor Drago (Florian Munteanu) trata de hacerse de un nombre y acumular victorias en el ring, siempre bajo la estricta mirada y preparación de su papá Ivan (Dolph Lundgren), el viejo enemigo del Semental Italiano. El ruso no guardo ningún buen recuerdo de aquella derrota más de tres décadas atrás, una mancha oscura que destruyó su carrera, su reputación y su matrimonio. De la mano del promotor Buddy Marcelle (Russell Hornsby), Drago ve la oportunidad de recuperar la gloria y volver triunfante a su madre patria, siempre, a costa de los triunfos de su hijo. La idea es enfrentar a Viktor y Creed, una pelea con demasiada historia a cuestas. Dos potencias se saludan Adonis acepta el reto sin la bendición ni el apoyo de Rocky. Entonces recluta los servicios de Tony ‘Little Duke’ Evers (Wood Harris), hijo del hombre que entrenó a su padre, para intentar alcanzar una hazaña casi imposible. ¿No vieron el tamaño y la contundencia del ruso? Todo es cuestión de familia y orgullo, un factor que determina este primer encuentro que no sale tan bien como el joven Creed espera. Ahora debe volver a levantarse y encontrar los verdaderos motivos por los cuales se calza los guantes y sube al cuadrilátero. Después de esquivar la tarea en la entrega anterior, Stallone vuelve a formar parte del equipo de guionistas, de ahí que “Creed II” conecte directamente con cierta estructura de aquel enfrentamiento de potencias ochentero, aunque ahora estén en juego los egos heridos y la soberbia de los participantes, en vez de la superioridad de un país sobre el otro. Hay un abismo entre la humanidad y los miedos de Adonis y Rocky, y los arquetipos de Viktor e Ivan, que sólo viene acumulando resentimientos por más de treinta años. Recién bien entrada la historia, y en vistas del encontronazo final, estos personajes obtienen algún tipo de desarrollo y emociones, demostrando que no son robots ensamblados para repartir puñetazos. Al igual que su antecesora, en “Creed II” el boxeo pasa a un segundo plano (y sí, ¿no se habían dado cuenta?), destacando las verdaderas motivaciones de los deportistas, y las relaciones que los ayudan a llegar a la cima y mantenerse intactos en una disciplina donde el cuerpo y la mente pagan las consecuencias. Steven Caple Jr. se concentra en la familia como entidad, la de Adonis, la de Rocky, la de Drago, y cómo funciona la dinámica en cada una de ellas. Todas son diferentes porque vienen de ámbitos distintos, pero la historia encuentra los puntos en común y es ahí donde la película consigue su mayor impacto. Siempre en la esquina del bien Claro que después están los golpes y la sangre del combate, y todo se reduce al triunfo o la derrota de la pelea final. En este aspecto, la estructura narrativa nunca cambia porque es el “fan service” que viene a buscar el espectador, y la adrenalina y emoción necesarias para cerrar este tipo de drama deportivo. La secuela de Caple pierde un poco de impacto en el segundo acto y en algunos lugares comunes. Igual, sigue estando en lo más alto del podio, comparándola con muchas de las entregas de la franquicia protagonizadas por Sly. El director se da el lujo de jugar con la nostalgia y rescata muchos de los personajes de la saga, uniendo todo casi de forma natural. Las destrezas de un novato como Caple no estarán a la altura de las de Coogler, pero gracias a la gran banda sonora de Ludwig Göransson, cierta espectacularidad durante las peleas, y un elenco que le suma talento y corazón, “Creed II” consigue otro título por sus propios méritos, dejando la puerta siempre abierta para seguir incursionando en este legado pugilístico.
NO COMAS VIDRIO M. Night Shyamalan le pone fin a su trilogía superheroica, pero los resultados no siempre están a la altura de nuestras expectativas. Para aquellos que, a pesar de sus pequeñas fallas, consideramos a “El Protegido” (Unbreakable, 2000) como una de las grandes películas de M. Night Shyamalan, y “Fragmentado” (Split, 2016) nos terminó de devolver la fe en sus habilidades narrativas, además de darle forma a este original universo superheroico; “Glass” (2019) venía a convertirse en LA película del año o, al menos, en la más esperada de estos primeros meses. La realidad dicta que el realizador hindú siempre tuvo (y tiene) grandes ideas, pero su mayor debilidad (¿su kryptonita?), muchas veces, es no saber desarrollarlas correctamente o terminar apoyándose en los giros inesperados del final como una marca registrada. Después de varias películas impersonales y rotundos fracasos comerciales, Shyamalan decidió volver a sus fuentes y concentrarse mucho más en la historia y en los personajes, dejando un poquito la ambición de lado. Con presupuestos mucho más acotados, la crítica y la taquilla volvieron a sonreírle, permitiéndole rescatar aquella historia de superhéroes y antagonistas que pedía una continuación a los gritos, sobre todo en una era donde las aventuras comiqueras inundan todas las pantallas. Así, y después de casi dos décadas, David Dunn (Bruce Willis) y Elijah Price (Samuel L. Jackson) vuelven a cruzarse delante de la cámara en un relato que analiza la naturaleza humana, el “complejo de héroe”, y pone en tela de juicio estas habilidades extraordinarias que tanto revuelo vienen causando en la ciudad de Filadelfia. “Glass” retoma los acontecimientos justo donde nos dejó el final de “Fragmentado”. Casey Cooke (Anya Taylor-Joy) logró escapar de las personalidades más amenazadoras de Kevin Wendell Crumb (James McAvoy), pero “la Bestia” todavía anda al asecho en busca de jóvenes víctimas para ‘alimentarse’. La ciudad está en alerta después de la desaparición de varias adolescentes, pero también lo está Dunn y su alter ego justiciero (The Overseer), dedicado a que los delincuentes más peligrosos paguen las consecuencias de sus actos. David ‘opera’ desde su propio comercio de equipos de seguridad con la ayuda de su hijo Joseph (Spencer Treat Clark). Sus caminatas por el barrio (y el hecho de que pueda rozar a la gente) le dan las pistas necesarias para rastrear y buscar a los malhechores. Su meta es encontrar a las chicas desaparecidas y detener las violentas acciones de Kevin sin ser descubierto, ya que la policía no ve con buenos ojos la justicia por mano propia que ejerce este buen samaritano. Siguiendo algunas corazonadas, y las pericias del joven Dunn, David logra su cometido, pero el acto superheroico le cuesta su libertad. Tanto él como Kevin van a parar al ala Oeste del Raven Hill Memorial Hospital -psiquiátrico que también alberga a Mr. Glass/Elijah Price-, bajo los extremos cuidados de la doctora Ellie Staple (Sarah Paulson), quien cree poder convencerlos de que sus supuestos poderes son sólo un producto de sus mentes. La señora sólo necesita un par de días para tratar a sus pacientes y demostrar sus teorías de que los superhéroes sólo son personas comunes con delirios de grandeza. Atrapados sin salida Esta es, básicamente, la trama de “Glass”, centralizada en las instalaciones del psiquiátrico y en las respuestas de los protagonistas al ‘tratamiento’ de Staple. Lo que parece olvidar la doctora es que la súper inteligencia de Price no es un poder sino una realidad, y por ahí van a venir la mayoría de los giros de una trama que se olvida de la acción y se concentra en la psicología de los personajes. Nada mal, ya que las teorías de Shyamalan sobre héroes y villanos son más que interesantes (y la envidia de muchos escritores comiqueros), pero llega un punto donde la narración se convierte en un relato redundante y sobre explicativo que, desde el vamos, subestima las capacidades del espectador que compró las extraordinarias habilidades de estos muchachos desde el desenlace de “El Protegido”. Nadie puede acusar al realizador por su falta de ambición, pero acá falla completamente en su enfoque. Todo lo que logró construir con las películas anteriores, se pierde en discursos eternos y confrontaciones que pocas veces llegan. McAvoy y su despliegue de personalidades es el único que logra brillar dentro de un elenco que no se termina de lucir como debiera. Así, Willis y Jackson se convierten en artilugios y herramientas del realizador para llevar adelante su plan mayor, y pocas veces quedan claras las intenciones de Staple dentro de este juego de poderes. Lo que más choca en cuanto a “Glass” y su función de ‘final de trilogía’, es que no logra cumplir con esas expectativas, justamente, porque Shyamalan tiene ideas muy concretas al respecto. Ideas que nunca termina de desarrollar y se van quedando por el camino. Yo te conozco En “Glass” convergen lo mejor y lo peor del séptimo arte: Shyamalan conoce muy bien las herramientas del suspenso y cómo manipularlas para ir hilando una narración donde cada protagonista tiene su función específica. Pero a diferencia de las entregas anteriores, acá no puede escapar de los lugares comunes y esos clichés que tanto molestan, como los personajes aleatorios, los peores guardias de seguridad y enfermeros de la pantalla grande (¿nunca se enteraron de la peligrosidad de estos pacientes?), y un conjunto de secundarios que poco aportan a lo largo de dos horas de película. Se agradecen los guiños comiqueros, así como el regreso de Clark, ese niñito que siempre creyó que su papá era un superhéroe; aunque no terminamos de entender muy bien el “Síndrome de Estocolmo” de Cooke después del infierno que vivió junto a sus amigas, al asecho de la Horda. Ok, ponele que haya visto lo mejor de Kevin cuando la dejó escapar, pero esta pequeña acción no puede borrar todos los asesinatos cometidos. Detalles como estos hay un montón a lo largo de la película, una que va a propiciar discusiones de todo tipo. Los planteos del guión de Shyamalan se celebran al igual que su originalidad en una era recargada de refritos, pero no podemos pasar por alto sus problemas narrativos, más allá de las ganas y el esfuerzo que él le ponga. El realizador juega con los elementos del thriller y la estética de dramas institucionales como “Atrapado Sin Salida” (One Flew Over the Cuckoo's Nest, 1975), pero las imágenes inmaculadas y la impecable puesta en escena no pueden arreglar una trama un tanto desprolija y redundante, al menos, ante nuestros ojos. Todo está en tu cabeza Esto es lo que quiere el director y entendemos cada uno de sus puntos, imposibles de ignorar y debatir hasta el hartazgo. El problema pasa por el hype de una conclusión que, posiblemente, no logra llenar las expectativas de una historia que no pone primera hasta ese tercer acto que intenta darle sentido a esta trilogía. Lo malo se convierte en decepcionante y ahí reside la falla más grande de “Glass”, una película que consigue explorar el mito superheroico como ninguna otra, pero tropieza cuando quiere transformar esas grandes ideas en lenguaje audiovisual. A favor: Shyamalan puede prescindir de sus plot twist por un ratito. En contra: lo mucho que subestima a una audiencia que lo viene bancando por dos décadas.
MI PASADO ME CONDENA Nicole Kidman es la protagonista absoluta de este thriller neo noir cargado de culpa y venganza. Estamos demasiado acostumbrados a ver historias de venganza protagonizadas por personajes masculinos. Claro que hay excepciones como “Kill Bill” y otras no tan bien llevadas como “Matar o Morir” (Peppermint, 2018), pero con “Destrucción” (Destroyer, 2018), Karyn Kusama encuentra el equilibrio justo y el impacto narrativo sin necesidad de convertir a su protagonista en una suerte de (anti)heroína revanchista y todopoderosa. El guión de Phil Hay y Matt Manfredi es, justamente, todo lo contrario, el camino de redención para Erin Bell (Nicole Kidman), oficial de policía de Los Ángeles demasiado perseguida por su pasado. Antes que nada, recordemos que Kusama hizo su gran debut cinematográfico con la genial “Girlfight, Golpes de Mujer” (2000), intentó una aproximación más superheroica de la mano de “Æon Flux” (2005), y es la responsable de nuevos clásicos de culto del terror como “Diabólica Tentación” (Jennifer's Body, 2009) donde hace yunta con Diablo Cody. Sin dudas, una realizadora que entiende muy bien a sus protagonistas y, a pesar de los resultados, logra que sus historias personales se destaquen en cualquier pantalla. “Destrucción” también tiene el aliciente del thriller criminal y una trama que, en muchos aspectos, nos recuerda (je) al camino de Leonard Shelby en “Memento, Recuerdos de un Crimen” (Memento, 2000). Claro que acá no hay problemitas de memoria a corto plazo, ni narraciones que van de atrás para adelante, pero sí la moralidad ambigua de Bell y sus discutibles métodos justicieros, más si tenemos en cuenta que juega de este lado de la ley. Todo arranca cuando Erin llega a la escena de un crimen y cree saber la verdadera identidad del cadáver de este hombre. Su aspecto desalineado deja bien en claro que la detective tuvo una de “esas noches” que no le ganan el afecto ni el respeto de sus compañeros, pero las primeras pistas que vislumbra del asesinato, y otras tantas que recibe directo en su escritorio de la jefatura, la guían derechito hacia un caso que tuvo lugar 17 años atrás y que la dejó marcada para siempre. Un billete manchado es la conexión con un violento robo bancario y la banda de ladrones que lo llevó a cabo casi dos décadas atrás. Un caso que la joven Bell y su compañero Chris (Sebastian Stan) vivieron de primera mano, ya que actuaron como agentes infiltrados para el FBI. El arresto tuvo más de un inconveniente y el líder de la pandilla, Silas (Toby Kebbell), logró huir con algunos de sus cómplices y gran parte del botín, sin tener novedades desde entonces. El dinero y el cuerpo encontrado parecen indicar que Silas está de regreso en la ciudad y Erin hará todo lo necesario para que el delincuente pague por lo sucedido, aunque esto implique dejar la ley a un costado y hacer justicia por mano propia. La única forma de hallarlo es contactar a los viejos miembros de la banda que sí fueron encarcelados, y otros tantos que se ocultaron a simple vista. De esta manera, “Destrucción” se convierte en una cruzada para esta mujer que no tiene mucho que perder, pero intenta recuperar un poco de su alma. La venganza nunca es buena ¿Por qué? Poco y nada se puede develar de la historia pergeñada por Hay y Manfredi que nos pasean del presente al pasado con el único objetivo de entender las acciones de Erin, una mujer que no logró superar lo ocurrido y, desde entonces, recorre su propio camino de autodestrucción, muchas veces, arrastrando a sus seres queridos, ya sea su hija adolescente (Jade Pettyjohn) o una ex pareja (Scoot McNairy) que ya se cansó de intentarlo. Esta espiral de remordimiento y autoflagelación emocional que ya lleva 17 años, se acentúa con el supuesto regreso de Silas, una figura que se mantiene en las sombras hasta que necesita dinero para seguir subsistiendo y planea un nuevo atraco. Kusama hace un gran trabajo desmenuzando los hechos del pasado y su repercusión en el presente siempre desde el punto de vista de su protagonista, una Nicole Kidman irreconocible, sólo impulsada por sus ansias de saldar cuentas y cerrar esta oscura página de su vida. Por algo el título original de la película es “Destroyer”, haciendo alusión a ese destructor o destructora al cual achacarle toda la culpa. Los realizadores nos entregan una estructura narrativa que va revelando sus pormenores a medida que ellos quieren. Ahí reside gran parte del impacto de esta historia que, la mayoría de las veces, recae sobre los hombros de su personaje principal, teniendo al resto de un gran elenco orbitando alrededor de ella. Por lo menos, una nominación al Oscar “Destrucción” es un drama policial crudo desde su temática y sus imágenes. Kusama no tiene ningún apuro para meternos de lleno en la acción y se toma su tiempo (algo que puede molestar a los espectadores más impacientes) para dejarnos entrar en la historia y en la cabecita de Erin Bell, describiendo las relaciones más importantes de su vida, ya sea con su ex compañero o con su hija. La fotografía de Julie Kirkwood y el montaje de Plummy Tucker también son decisivos a la hora de darle forma a un relato que no necesariamente le debe el éxito a sus giros narrativos. El film, como buen noir moderno, explora la venganza como exhortación de la culpa. Lo novedoso es la visión femenina y oscura que suma el guión y, sobre todo, una de las mejores actuaciones de Kidman, cuya “valentía” no está en lucir desmejorada y sin maquillaje ante las cámaras, sino lograr nuestra empatía hacia un personaje que no siempre se la merece.