LUGARES COMUNES Peter Jackson vuelve a la pantalla grande como productor y guionista de una aventura post-apocalíptica que cae en demasiados lugares comunes. En mi caso particular, le doy más valor a una película fallida, pero con una premisa original, que a un rejunte de cosas que ya se han visto una y mil veces. La aventura espectacular cargada de efectos especiales y lugares comunes ya no suele tener impacto, sobre todo en una era y en un público expuesto a tanta demanda audiovisual. El problema principal de “Máquinas Mortales” (Mortal Engines, 2018) es su intrascendencia, su falta de originalidad, y su insistencia con querer atraparnos y conformarnos con un relato que no tiene absolutamente nada que ofrecer. La culpa la puede tener el material original -la novela homónima de Philip Reeve, publicada en el año 2001-, o la adaptación a cargo de Fran Walsh, Philippa Boyens y Peter Jackson, curiosamente, los responsables de una de las mejores trilogías épico-fantásticas que nos dio el ultimo milenio: “El Señor de los Anillos” (The Lord of the Rings). A ningún realizador se le ocurre hacer algo malo a propósito, sobre todo con tantos millones en juego (la película tiene un presupuesto estimado de cien millones de dólares), una doble responsabilidad para Christian Rivers, mago de los FXs y ganador de un Oscar por “King Kong” (2005), que acá debuta detrás de las cámaras. Por eso, la palabra que define mejor a los responsables del film es: perezosos, ya que invierten demasiado tiempo en el aspecto visual, y se olvidan de desarrollar un argumento y personajes interesantes. Imposible transitar las más de dos horas de película sin que cada una de sus partes nos recuerde a algo. Ojo, esto pasa con el 90 por ciento de los estrenos, pero Rivers y compañía se olvidan hasta de las sutilezas y, encima, nos engañan, haciéndonos creer que estamos ante una historia post-apocalíptica con mucho olorcito a “Mad Max” y toda la estética del steampuk. Tomemos todos estos conceptos con pinzas, ya que después de su primera media hora, y una persecución espectacular al ritmo de los tambores de Tom Holkenborg -y sí, el mismo de “Mad Max: Fury Road”-, la narración se estanca y nos mete de lleno en una historia de poder y venganza, de buenos y malos, de destrucción cíclica y, claro, un poquito de romance. Estamos ubicados más de mil años en el futuro, después de la llamada “Guerra de los Sesenta Minutos” -un ataque masivo que dejó al mundo en ruinas y lo envió derechito a la Edad Media-, donde los sobrevivientes se reagruparon en ciudades móviles depredadoras, dedicadas a cazar a asentamientos más pequeños en busca de recursos casi agotados. Estos “darwinistas municipales” se expanden por el continente (o lo que quedó de ellos) y se oponen fervientemente a la ideología de “La liga anti tracción”, la cual desarrolló una nueva civilización estática, más allá del Muro Escudo, la impenetrable muralla que rodea a Shan Guo (antigua China). En este escenario, Londres es un mamotreto gigante que avanza a todo vapor destruyendo todo a su paso. Una ciudad elitista donde las clases sociales están bien remarcadas y los prisioneros suelen convertirse en semi esclavos. Tras apoderarse de la pequeña ciudad minera de Salzhaken, Thaddeus Valentine (Hugo Weaving), uno de los ciudadanos más prominentes de Londres y cabeza de los historiadores, tiene un encontronazo con Hester Shaw (Hera Hilmar), una joven que no se detendrá ante nada para acabar con su vida y conseguir la venganza por la muerte de su madre. El intento de asesinato no se concreta por la intervención de Tom Natsworthy (Robert Sheehan), un aprendiz de clase baja, fascinado con la “antigua tecnología”. La cara de la venganza Como dirían por ahí, pasan cosas, y los dos jovencitos terminan expulsados de la ciudad, viviendo aventuras en un mundo salvaje plagado de carroñeros y rebeldes anti tracción liderados por Anna Fang (Jihae). Resulta que Anna era gran amiga de Pandora, la finada mamá de Hester. La señora, arqueóloga ella, había hecho un gran, una pieza de vieja tecnología que podría volver a poner a todos en peligro. Pieza que ahora está en manos de Valentine y sus ansías de poder. Hasta ahí no está tan mal, pero “Máquinas Mortales” suma un robot zombie interpretado por Stephen Lang (Shrike), personajes que entran y salen de escena sin ningún peso, y demasiadas previsibilidades y clichés. Sí, desde ese primer encuentro entre Shaw y Thaddeus sabemos por dónde viene la mano y cómo va a terminar esta historia. Nuestro instinto cinéfilo siempre nos pone un paso delante de los realizadores, matando todo suspenso, giro y sorpresa que nos puede tener preparada la trama… porque ya lo vimos en “Star Wars”, en “Mad Max” o en cualquier otra aventura sci-fi que se les ocurra. Las falencias del guión acá se cubren con una bocha de efectos especiales, una gran puesta en escena y una parejita protagonista con muy poca química. Nada en el trágica historia de Hester nos conmueve, y hasta preferimos quedarnos con la ternura de Tom, un personaje mucho más empático y con pasta de héroe. ¿Este pibe no tenía poderes? Ni el carisma de Weaving, y uno de sus tantos villanos exagerados, salvan esta película con dos o tres escenas de acción, muchos arquetipos, algunos flashbacks y demasiada explicación para sentar las bases de este universo que, seguramente, pretende tener una segunda incursión cinematográfica (estamos ante la primera novela de una saga). Con semejante fracaso en taquilla, no creemos que pase, y Rivers se asegura de darle un cierre optimista a su primera obra.
100% Comiquera ¿Cuántos Spider-Man se necesitan para salvar a Nueva York? Al parecer más de uno y, no, no es ese que se les viene primero a la cabeza. Digámoslo de una: “Spider-Man: Un Nuevo Universo” (Spider-Man: Into the Spider-Verse, 2018) es a Marvel, lo que “LEGO Batman: La Película” (The Lego Batman Movie, 2017) es para DC, y no, no es casualidad que detrás de estas dos películas superheroicas tan particulares encontremos a los mismos responsables. Phil Lord y Christopher Miller son los “niños rebeldes” del séptimo arte, esos que decidieron jugar con las propiedades más valiosas de la industria sin pedir disculpas por las irreverencias que están dispuestos llevar a la pantalla. Claro que no siempre los dejaron cumplir con sus objetivos, pero éxitos como “La Gran Aventura Lego” (The Lego Movie, 2014) y la mencionada aventura del arácnido, les dan la derecha. La dupla que no pudo hacerse cargo de “Han Solo: Una Historia de Star Wars” (Solo: A Star Wars Story, 2018) -y ahora nos morimos de ganas por ver su versión- está detrás de esta nueva incursión en el universo del superhéroe adolescente. El guión les pertenece (aunque Miller no esté acreditado), además del impulso (y la producción) de para llevarlo a la pantalla grande en formato animado. Tom Holland será el nuevo Peter Parker del Universo Cinemático de Marvel (MCU), pero los derechos del personaje todavía tienen custodia compartida con Sony Pictures, lo que le permite al estudio jugar con este mundillo comiquero, incluyendo cosas como “Venom” (2018) y los multiversos del Hombre Araña. Por ahí viene esta aventura animada que, después de incontables versiones de Parker, decide presentar en sociedad a Miles Morales, la última encarnación de este héroe (mitad latino, mitad afroamericano), que trae diversidad, inclusión y originalidad a un presente sociocultural totalmente dispuesto a abrirle los brazos y el corazón. ¿Por qué? Porque ya nos cansamos de Peter Parker y su eterna “historia de origen”. Ups, de eso hay un montón en “Spider-Man: Un Nuevo Universo”, pero por este lado viene el “chiste” de la película dirigida por Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman, gente casi debutante que, en muchos casos, tiene más afinidad con el departamento de arte que con la dirección y el guión, acá pergeñado entre Lord y Rothman. Nueva York tiene a su héroe, Spider-Man (voz de Chris Pine), quien viene luchando contra el crimen desde hace una década. Entre sus fans está el joven Miles (Shameik Moore), adolescente hiperquinético y con un alma artística que no se adapta muy bien que digamos a su nueva escuela privada en Brooklyn, alejada de sus amigos del barrio y de su familia. Para contrarrestar la inconformidad y el elitismo que lo rodea, Miles busca los consejos de su tío Aaron (Mahershala Ali), quien parece comprenderlo mejor que su propio padre, un oficial de policía que acata las reglas y no ve con buenos ojos las intervenciones del arácnido. La dupla sale por las abandonadas vías del subterráneo en busca de una pared en desuso para que Miles pueda dejar escapar su arte grafitero. Ahí, entre los desechos tóxicos de Alchemax, al pibe lo pica una araña radioactiva, un hecho al que, de entrada, no le presta importancia. Pero ya sabemos cómo son estas cosas, y a la mañana siguiente el jovencito se despierta con unas cuantas habilidades adquiridas y la menor idea de qué hacer con ellas. Eso va a doler mañana Su mejor idea es volver al lugar para tratar de encontrar al espécimen que lo mordió, pero en cambio se cruza con un laboratorio secreto perteneciente a Wilson Fisk (Liev Schreiber), a punto de poner en marcha un acelerador de partículas que, se sabe, no augura nada bueno. Por suerte, Spidey llega para salvar el momento, o no, ya que el aparato logra hacer algunos estragos. Nos vamos a detener acá porque a partir de este punto la historia entra en terreno de spoilers pesados. Lo único que vamos a decir es que Miles debe aceptar la responsabilidad de convertirse en el nuevo salvador de la ciudad, y encontrar la manera de detener los planes del villano. Por suerte, no está solo, y en un CONFUSO episodio va a tener la ayuda de Peter B. Parker (Jake Johnson), Gwen Stacy (Hailee Steinfeld), Spider-Ham (John Mulaney), Peni Parker (Kimiko Glenn) y Spider-Man Noir (Nicolas Cage),los respectivos héroes de sus propios universos que vinieron a parar a la realidad de Morales tras la primera prueba del acelerador. Todos deben regresar a donde pertenecen antes de que Fisk vuelva a intentar encender el aparato, pero primero van a ayudar al jovencito a cumplir su promesa y, de paso, aceptar el papel de superhéroe que la historia le tiene asignado. Hasta acá, parece una película de origen que ya vimos una y mil veces, pero “Spider-Man: Un Nuevo Universo” va un poco más allá y se la juega desde el humor, la intertextualidad y una estética visual que no nos deja olvidarnos de que este es un relato 100% comiquero. Instinto arácnido Los realizadores y su increíble equipo técnico mezclan texturas, colores y sonidos para destacar cada uno de los escenario (muchas veces reconocibles) de la ciudad, y mucho más a sus disímiles protagonistas, provenientes de estilos que, en teoría, no deberían combinarse en la pantalla, de ahí la irreverencia de un film que no conoce fronteras a la hora de sus imágenes. La originalidad del argumento no se queda atrás, y aunque no todos los personajes tienen la misma prioridad y muchos de ellos apenas disfrutan de unos minutos de pantalla, este disfuncional grupete de superhéroes trabaja a la perfección para cumplir su objetivo y guiar el camino iniciático de Miles, una de las encarnaciones superheroicas más sensibles y genuinas que se hayan visto, sin necesidad de solemnidad o de una catarata de chistes que lo acompañen. La historia sabe encontrar su equilibrio y poner a Morales en el centro y adelante, siempre con la tutela de los que más saben, ya sean otros héroes, un Peter Parker baqueteado sin muchas ganas de ser mentor, o unos padres que quieren lo mejor para su hijo, pero también que exprese su individualidad. Miles no deja de ser un nene que actúa como nene, una cualidad que no siempre se puede traducir en las versiones live action. Una genial banda sonora (qué bien le sienta el hip-hop a las adaptaciones comiqueras) y un gran abanico de héroes y villanos con motivaciones hace de “Spider-Man: Un Nuevo Universo” uno de los mejores exponentes el género. Una aventura cargada de acción y los mensajes correctos que logra cautivar a niñitos de todas las edades. Lo único en contra son algunas decisiones estéticas como el abuso del fuera de foco para jugar con las perspectivas que, en muchos casos, desluce unas imágenes bellísimas que pueden intentar ser hiperrealistas, o irse al otro extremo para juguetear con lo onírico y lo surrealista, las formas, o el estilo de las viñetas. Píntalo de negro Ninguna versión del arácnido se queda afuera de esta locura animada y queda bien en claro que esta es la historia de inicio para Miles, quien todavía puede cruzarse con otros compañeros del multiverso. El éxito comercial de la película, y esa escena post-créditos, dejan bien en claro que más allá de Marvel/Disney hay Spider-Man para rato.
YA NO ES LO QUE ERA Clint Eastwood dirige y protagoniza una historia basada en hechos reales que le calza como anillo al dedo y no, no es un cumplido. “La Mula” (The Mule, 2018) pierde todo su atractivo en el momento que tenemos que volver a ser testigos de otro personaje añejo y racista en extremo interpretado por Clint Eastwood. El cliché es tan predecible como los estereotipos de la película que, aunque esté basada en hechos reales, no puede escapar a los preconceptos de que todos los mexicanos (o latinos) son delincuentes o, en este caso, narcotraficantes. El guionista Nick Schenk -el mismo de “Gran Torino”- toma como punto de partida un artículo aparecido en The New York Times, escrito por Nick Schenk y titulado “The Sinaloa Cartel's 90-Year-Old Drug Mule”, un hecho casi anecdótico que cuenta la historia de Leo Sharp, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que a sus entrados ochenta años se convirtió en la ‘mula’ del Cartel de Sinaloa. Eastwood se pone en la piel del protagonista, acá Earl Stone, un horticultor especializado en lirios que ve como su negocio empieza a entrar en la ruina (aplastado por el modernismo). Desde hace rato que rompió los lazos familiares con su ex esposa (Dianne Wiest) y su hija (Alison Eastwood), justamente, por dedicarle mucho más tiempo a su negocio y sus queridas flores. Ahora, su nieta Ginny (Taissa Farmiga) está por casarse, y un poco a regañadientes, trata de seguir formando parte de su vida. Después de cerrar su negocio, Earl anda bastante falto de dinero y así, sin mucho preámbulo, acepta trasportar un pequeño cargamento a través del estado de Illinois. La tarea es fácil, paga bien, y a él no le interesa hacer muchas preguntas al respecto. Claro que es un viejo y tiene sus mañas, lo que no encaja muy bien con la política y los métodos del cartel mexicano a la hora de mover su preciada cocaína. Stone lo hace a su manera, poniendo nerviosos a todos los tenientes del jefe, Laton (Andy García), pero también se convierte en la mula más eficiente a los propósitos de la organización criminal, ganándose el respeto y el cariño de estos altos mandos. Con cada viaje la billetera de Earl se va abultando y hasta decide hacer algún que otro bien con esos ingresos. Los peligros también van cuesta arriba cuando la DEA -encabezada por los agentes Colin Bates (Bradley Cooper) y Trevino (Michael Peña)- se enfoca en ciertas actividades de la ciudad de Chicago, más precisamente en las entregas realizadas por un tal “Tata”, por supuesto, el nombre ‘cariñoso’ que recibe Stone. Más confiable que Clint, no hay Claro que nadie sospecha del viejo y querido Earl, quien es blanquito y acata todas las leyes de tránsito, e incluso sale muy bien parado ante cualquier encontronazo con la policía de caminos. Pero Stone tiene muy poco de simpático: es mujeriego a más no poder (¿en serio pretenden que nos creamos que este tipo puede aguantar dos ménage à trois?) y, por sobre todas las cosas, no se guarda ninguno de sus comentarios desacertados antes cualquier minoría, ya sean latinos, afroamericanos o lesbianas. La película -y el guión de Schenk, específicamente- se ríe a costa de todos estos estereotipos que, al rato, aburren e incomodan, no porque no sea políticamente correcto, sino porque en ningún momento busca la crítica o la justificación. Esta no es una película de Spike Lee, ni siquiera una de Jordan Peele donde entendemos perfectamente las connotaciones y las metáforas utilizadas. Este es Eastwood haciendo de Eastwood, tan desagradable como Woody Allen haciendo de Woody Allen. Realizadores que no evolucionan y no pueden dejar de lado sus patéticas formas. “La Mula” presenta una historia llevadera, más cercana a una comedia de enredos que a un drama basado en hechos reales. Ni Eastwood como director ni Schenk como guionista logran encontrar el tono a lo largo de dos horas de película, que va cambiando drásticamente de escena en escena, terminando con una lacrimógena redención de un personaje que nunca se puede ganar nuestro respeto o empatía. Aunque la mula se vista de seda, mula queda Clint filma bien, pero “La Mula” no tiene nada de artístico. Su universo (la mayoría de sus universos) cinematográfico se reducen a un mundo de hombres donde las mujeres son madres, esposas, hijas y, obvio, prostitutas, muchas prostitutas. Really? El humor funciona muy de vez en cuando, y el juego del gato y el ratón entre la DEA y sus objetivos demuestra, una vez más, que los agentes del gobierno son unos pelmazos. Hablamos de una película clásica con cierto grado de violencia desparramada por aquí y por allá, porque hay que mostrar que los narcos son todos malos, feos y traicioneros. El thriller, la tensión, quedan por el camino porque pocas veces sentimos que el protagonista corra verdadero peligro de ser atrapado, o aleccionado por el cartel. En cambio, disfruta de su condición y jamás se ve a sí mismo como un viejo derrotado e inútil, punto a favor para esta filosofía, aunque para adoptarla también dejó de lado a todos sus seres queridos, demostrando que también hay que ser egoísta. La mirada Eastwood no puede fallar “La Mula” termina siendo un mero entretenimiento anecdótico que no busca hilar fino sobre ningún tema en particular. No se esfuerza en análisis socioeconómicos, ni mucho menos (tampoco es lo que persigue), pero sí crea todo un relato a expensas de muchos de los preconceptos que el cine explotó casi desde sus comienzos, pero que el 2018 empezó a desterrar gracias a historias más diversas e inclusivas. Desde hace rato Clint Eastwood demostró que no se puede (ni quiere) adaptar a los tiempos que corren, y sigue explotando su lado más derechista y retrógrado a través de un estilo consolidado que se celebra por costumbre y por currículum, pero que pocas veces se mide desde la ideología.
Tardaron unos seis años, pero Ralph y Vanellope están de regreso con nuevas aventuras, esta vez, sueltos en la red de redes. Seis años después de sumergirnos en el mundo fichinero de “Ralph, el Demoledor” (Wreck-It Ralph, 2012), Phil Johnston y Rich Moore vuelven por más, esta vez ampliando las aventuras animadas de los protagonistas, y llevándolos a un universo que parece no tener límites: la red de redes. Y sí, el Litwak's Family Fun Center and Arcade les quedó chico, y más allá del Fix-It Felix, Jr. y el Sugar Rush, hay muchas emociones fuertes por descubrir, sobre todo para la pequeña Vanellope Von Schweetz (voz de Sarah Silverman), cansada de la monotonía de su propio juego. La amistad que forjaron Vanellope y Ralph (John C. Reilly) sigue viento en popa desde que derrotaron a Turbo, más que nada porque el grandulón la siente inmutable, algo que no comparte la corredora. En uno de los tantos torpes intentos de Ralph por hacer sentir mejor a su amiga, Sugar Rush sufre una pequeña falla y propicia que el mismo Litwak rompa de lleno el comando. Sabemos que se trata de un arcade “vintage” y la única forma de salvarlo es adquirir el único repuesto que ofrece un vendedor de eBay. Para ello, el dueño del lugar debe conectarse a Internet y tratar de adquirir el vendito volante. La adquisición del router es una aventura en sí misma, pero mientras Litwak se decide a hacer la compra, los habitantes de Sugar Rush se quedan sin casa. Esto no parece molestar tanto a Vanellope, que junto con su compañero se van de excursión por la red para agilizar la transacción. Se podrán imaginar que del otro lado del cable los espera un mundo bastante diferente a su austera Estación Central. Cuando nos enteramos que la secuela se ambientaba en la web, nuestro primer pensamiento fue: “Que no se parezca a ‘Emoji: La Película’”. Johnston y Moore no pudieron escapar del product placement excesivo, pero al menos tienen una gran historia que lo acompaña. Sí, tanto PNT termina aburriendo al rato, pero no tenemos tiempo para listar todo lo que aparece pantalla porque la dupla protagonista no pasa ni dos minutos en este lugar que ya se empieza a meter en problemas. Vanellope y Ralph logran ganar la subasta de eBay, pero no son muy conscientes de que deben pagar dicha compra en un período máximo de 24 horas. Para ello necesitan efectivo (o su homónimo virtual), algo que no sobra en este océano de spam y posibilidades. Así terminan intentando robar un valioso automóvil del jueguito Slaughter Race, una tarea imposible, ya que está controlado por la experta piloto Shank (Gal Gadot). Mientras Shank y Vanellope hacen buenas migas, Ralph pasa al plan B: recaudar dinero compartiendo videítos en BuzzTube, la plataforma que convierte la fama viral en corazones y efectivo. Ya se imaginarán por dónde vienen las moralejas de la película, un tanto de manual y otro tanto en el clavo cuando se trata de la fugacidad de esta “popularidad” o los comentarios tóxicos y mala onda que suelen traer aparejada. Y claro, Vanellope también es princesa “Wifi Ralph” (Ralph Breaks the Internet, 2018) se aggiorna a los problemas que se viven y desprenden de las redes sociales, se hace eco de nuestra relación no siempre tan sana con la tecnología, y el hecho de que las personas cambian, más allá de las amistades. La relación de Vanellope y Ralph sigue siendo el centro de la historia y muchos de estos cambios, la causa de todas las peripecias que tiene que enfrentar la dupla en este mundo tan vasto y extraño… aunque repleto de posibilidades para un personaje tan hiperquinético y aventurero como la princesita de Sugar Rush. Justamente, hablando de princesas y empoderamiento, la famosa escena de Vanellope y su encuentro con las chicas de Disney es todo un hallazgo, de los mejores momentos de la película, y un revisionado de las fórmulas arcaicas y gastadas que la mismísima compañía del ratón ayudó a construir a lo largo de las décadas y gracias a sus arquetipos. Mientras acá le dan en el clavo echando mano a otros personajes del estudio, la cosa se pone un tanto densa cuando empezamos a sumar franquicias como las de Marvel y Star Wars, que poco aportan a la historia más que un gag ocasional o la eterna autorreferencia. De un sólo vistazo, Disney nos demuestra su poderío (y todas sus propiedades), un detalle que a los pequeñines, tal vez, les pase desapercibido, pero a nosotros nos resulta imposible ignorarlo. Gal Gadot siempre sumando Ok, en la primera teníamos los fichines, acá todo un universo de cultura pop al alcance de un click, pero igual hay que saber moderarlo y encontrar el equilibrio para que la narración y los personajes sigan siendo lo más importante de la historia. Esto se pierde por momentos, sobre todo a lo largo de casi dos horas de película (gente, los pibes no se lo aguantan). “Wifi Ralph” termina siendo una dignísima secuela llena de súper acción, escenas espectaculares y buenos mensajes, pero carece de la frescura y la originalidad de la primera, algo que le resta algunos puntos, al igual que esa sobreexposición de marcas que siempre pueden disimularse. No siempre puede mantener el ritmo, pero suma desde la evolución de sus protagonistas, la adhesión de algunos nuevos y una vuelta de tuerca bastante novedosa para este tipo de relato infantil.
ADIÓS MICHAEL El escarabajo amarillo devenido en robot espacial (¿o es al revés?) se corta solo para una precuela que intenta borrar todos los errores cometidos por Michael Bay. “Transformers: El Último Caballero” (Transformers: The Last Knight, 2017) fue un completo fracaso comercial -excepto por los 228 millones que recaudó en China, siempre salvando las papas de Hollywood- y de crítica, hundiendo la franquicia de Michael Bay hasta lo más profundo (bueh, tampoco para tanto). Paramount Pictures y Hasbro decidieron tomar cartas en el asunto y hacer lo que se estima en estos casos: rebootear la saga y empezar de cero con un enfoque totalmente diferente. Así, Bay da un paso al costado dejando que Travis Knight se quede con la silla del director. Este realizador debutante en materia de live action es el responsable de la maravillosa “Kubo y la Búsqueda Samurái (Kubo and the Two Strings, 2016), en resumen, un tipo más afecto a la animación que a las historias con actores de carne y hueso… o robots. La idea de Knight y la guionista Christina Hodson -la misma de “Birds of Prey (And the Fantabulous Emancipation of One Harley Quinn)”- es llevarnos al pasado, más precisamente a 1987, dos décadas anteriores al estreno (y los acontecimientos) de la primera entrega de Transformers, donde en algún lugar de la galaxia, los Autobots liderados por Optimus Prime llevan adelante la resistencia en medio de una guerra civil contra los Decepticons. Cybertron está a punto de caer, y la única opción que les queda a los robots bonachones es encontrar refugio en algún otro planeta. El joven y entusiasta B-127 (voz de Dylan O'Brien) debe seguir las órdenes de su líder y partir hacia la Tierra con la esperanza de sentar una base para reagruparse y evitar la extinción de su especie. Nuestro extraterrestre amarillo favorito tiene la mala suerte de caer en medio de un ejercicio de entrenamiento del Sector 7, una agencia secretísima del gobierno de los Estados Unidos que se encarga de monitorear, justamente, las señales de vida más allá del planeta. Como estamos en medio de la Guerra Fría y la paranoia de los rusos está a flor de piel, el coronel Jack Burns (John Cena) presupone que B-127 es el enemigo y, claro, primero dispara y después pregunta. Bumblebee logra escapar sin saber que el decepticon Blitzwing le siguió los pasos con la intención de descubrir el paradero de Optimus y los rebeldes. La confrontación pone aún más alerta a los humanos desatando una masacre, y dejando al robotito sin memoria y bastante estropeado. Lo último que B-127 logra antes de apagarse, es tomar la forma de un viejo Escarabajo amarillo modelo 1967. Yo soy tu amigo fiel No muy lejos de ahí, en algún lugar de San Francisco, vive Charlie Watson (Hailee Steinfeld), adolescente apática que todavía no logra superar la muerte de papá y el hecho de que mamá Sally (Pamela Adlon) haya seguido adelante con su vida de la mano de una nueva pareja. Lo único que quiere la chica (además de que la dejen en paz) es un auto propio, un símbolo de independencia y autonomía bastante difícil de alcanzar. Todo cambia cuando encuentra a B-127 arrumbado en el depósito de chatarra de su tío Hank, quien lo convierte en su regalo de cumpleaños. Charlie pone manos a la obra para reparar el destartalado vehículo y pronto descubre que su Escarabajo es mucho más que un simple y modesto autito. En el proceso, B-127 se convierte en Bumblebee (claro, porque se parece a un abejorro), y sin recordar mucho de su origen, y sin querer queriendo, envía una señal de auxilio que pone en alerta a los malvados Shatter (voz de Angela Bassett) y Dropkick (voz de Justin Theroux). Los decepticons enfilan para la Tierra y hacen buenas migas con los agentes del Sector 7, convenciéndolos que Bee es un peligroso fugitivo. Así comienza la cacería, mientras Charlie hace todo lo posible para proteger a su nuevo (y único) amigo. “Bumblebee” (2018) es por lejos la mejor película de la franquicia, aunque eso no es mucho decir teniendo en cuenta la debacle de CGI y súper acción descerebrada que nos entregó Bay a lo largo de cinco entregas. Knight y Hodson deciden encarar por el lado más humano, haciendo uso y abuso de cuanta referencia ochentera se les cruza por el camino. Ahí reside una de las constantes (y fatigas) de la historia, una que se agota a los pocos minutos, más que nada, por su eterno exceso musical. Ok, ya entendimos, es 1987 y hay que desplegar todos los hits del momento. Nadie está a salvo cuando se trata de robots gigantes Desde “Transformers” (2007), Bumblebee se convirtió en un favorito, gracias a su lealtad y “humanidad”, si se quiere. La película explota esta faceta del robotito y su relación con Charlie, en busca constante de una conexión emocional tras la pérdida de su papá. Pero esto ya lo vimos, y con mejores resultados, en “El Gigante de Hierro” (The Iron Giant, 1999), una comparación que no podemos evitar, sobre todo, aquellos que veneramos el “clásico” animado de Brad Bird. A su favor, “Bumblebee” rescata la inocencia y la aventura de los éxitos cinematográficos de la década del ochenta con una visión más moderna, pero bebe demasiado de sus influencias -alguien dijo “E.T., el Extraterrestre”-, olvidándose de contar una historia un tanto más original. Igual, triunfa a la hora del entretenimiento, de bajarle un cambio a los excesos de CGI y batallas robóticas, pero no logra escapar de los lugares más comunes y los arquetipos, como los soldados malos y los científicos ineptos. Lo más importante, y destacable, es la personalidad de este abejorro gigante, y su conexión con la humana de turno. Una experiencia mucho más accesible para el público menudo y no tanto para el target gustoso de peleas entre robotitos y desmadres. De eso también hay, pero los enfrentamientos y la destrucción no son el foco para los realizadores que, con esta precuela, intentan cambiar el tono de Michael Bay y, tal vez, acercarse un poco más a la serie animada de mediados de los ochenta. Acá no hay lugar para el romance, ¿o sí? Steinfeld nunca decepciona, es la que se carga la película al hombro y aporta los momentos más emotivos junto a Bee, a pesar de que muchos de los personajes que la rodean sean un tanto caricaturescos. Los efectos, el humor, la banda sonora de Dario Marianelli -que poco se puede lucir entre tanto hit de Música Total-, están puestos al servicio de un relato que no trata de innovar (lo siento), pero sí de borrar el mal sabor de boca de las últimas entregas. Acá, los realizadores se concentran en contar una historia simple y precisa para poder expandir el universo de los Transformers, apelando a la nostalgia que tanto supieron explotar otras producciones como “Stranger Things” o “It (Eso)” (It, 2017).
UN MOVIMIENTO SEXY El cine catástrofe no es exclusividad de Hollywood, como bien lo demuestra este drama de acción noruego. El cine escandinavo viene pegando fuerte y no se priva de ningún género. Desde la trilogía “Millennium”, pasando por el terror de “Criatura de la Noche” (Låt den rätte komma in, 2008), las historias que nos llegan del Norte de Europa tienen mucho para ofrecer, ya sean su conflictivos personajes o sus ambientaciones oscuras y frías, tan representativas de la región. “Terremoto” (Skjelvet, 2018) no es el único exponente del cine catástrofe noruego, más bien es el más reciente, ya que la película dirigida por John Andreas Andersen funciona como ‘secuela’ de “La Última Ola” (Bølgen, 2015), otra historia de desastres ambientales que tiene como protagonista al heroico geólogo Kristian Eikjord (Kristoffer Joner). Tres años atrás, el pacifico fiordo de Geiranger se vio sacudido por la embestida de un violento tsunami. Eikjord y su familia quedaron atrapados en medio de este desmadre, pero vivieron para contarla. Eso sí, el trauma de Kristian no desapareció tan fácilmente, y todavía sigue obsesionado con encontrar a aquellos que no pudo rescatar en su momento. Para el mundo y sus seres queridos es un héroe, pero él decide apartarse de todo y refugiarse en sus propias miserias y estrés post traumático. Acá estamos, tres años después, donde a Eikjord le cuesta mantener, incluso, una relación con su pequeña hija Julia que llega desde Oslo para pasar tiempo con papá. La visita es un fracaso, pero la muerte de un viejo colega va a poner al ex geólogo en alerta, obligándolo a viajar a la ciudad para entender qué está pasando con el suelo noruego. Resulta que en 1904, un terremoto de magnitud 5.4 en la escala de Richter sacudió a todo Oslo, resultado de la falla homónima que corre por debajo de la capital. Desde entonces, algunos científicos aseguran que el fenómeno se puede volver a repetir, pero pasados los cien años sin atisbos de movimientos, muchos dejaron de preocuparse, dejando que los instrumentos más avanzados se ocupen de dar la alerta. Como dijo Tusam, puede fallar, y obvio que esta vez el golpe va a ser contundente. Mientras Eikjord se contacta con la hija del fallecido y rebusca en sus papeles para encontrar las verdaderas causas de su muerte, la ciudad empieza a experimentar extraños apagones y otras anomalías que pocos tienen en cuenta. Al mismo tiempo, intenta reconstruir los lazos con su esposa Idun (Ane Dahl Torp) y sus hijos, sin percatarse que la verdadera catástrofe está a la vuelta de la esquina. Cuando lo advierte, ya es demasiado tarde y no logra convencer a las autoridades para que tomen cartas en el asunto. Lo único que le queda es poner a salvo a los suyos, una tarea que no será nada fácil. Todo rompen “Terremoto”, como muchos exponentes de este subgénero, lidia con el desastre, mucha acción y el drama particular de los protagonistas, en este caso, agravado por las experiencias del pasado. Igual, y aunque Andersen se esfuerce en este aspecto, y sume un despliegue sideral de efectos generados por computadora, la película no logra escapar de los clichés y situaciones más explotadas del séptimo arte, y más precisamente, por Hollywood. Lo mejor de la historia sigue siendo la primera mitad antes de la catástrofe, cuando logramos meternos de lleno en la psique de Kristian y su “culpa de sobreviviente”. Esta actitud lo transformó en otra persona, y también lo paraliza cada vez que quiere hacérselas de héroe. No, acá no tenemos un musculoso Dwayne Johnson que venga a salvar el día con proezas inverosímiles. Los personajes de Andersen resultan más realistas y “creíbles”, aunque de vez en cuando se le escapa una de esas tomas imposibles para un ser humano común y corriente. Ponele que sea producto de la adrenalina, ponele. Está bien, la película tiene que encontrar el equilibrio entre el melodrama familiar y la destrucción ominosa que, en un momento, lo cubre todo con escenas mega espectaculares y rascacielos en riesgo. La prioridad del realizador y el guión de John Kåre Raake y Harald Rosenløw-Eeg, sigue siendo rescatar la humanidad de las personas en momentos de crisis, pero más aún, la unidad de esta familia que debe volver a encontrar su centro. Basta de niñitos en apuro “Terremoto” tiene muy buenas intenciones y es una gran alternativa para escaparle al cine hollywoodense y explorar otros puntos de vista, pero al final apura demasiado las cosas y toda esa tensión y dramatismo que logra construir, quedan opacados por el desastre y algunos actos heroicos de manual. Andersen no nos entrega soluciones mágicas, sino que muestra como una ciudad y una familia se recuperan del desastre, volviendo a la naturalidad del principio, que sigue siendo lo más atrayente de su historia. Lo que sacamos en claro: los científicos a cargo siempre hacen oídos sordos, los que encuentran las fallas mueres trágicamente, y los niños siempre son un obstáculo en este tipo de historias. ¿Los podemos cancelar para siempre?
Verborragia visual James Wan se la juega y se va hasta el extremo para contarnos del orígenes del rey de los Siete Mares. James Wan tenía pocas opciones a la hora de rescatar el orgullo (y la dignidad) de un personaje no muy bien visto por la cultura pop y, tal vez, el más trolleado dentro del panteón superheroico, al menos el de DC Comics. Su apuesta, ir a todo o nada para contarnos los orígenes del héroe y la vasta mitología de Atlantis y sus siete reinos. Las posibilidades son infinitas pero el director, acostumbrado al género de terror -hablamos del responsable de “El Conjuro” (The Conjuring, 2013) y su secuela, entre otras cosas-, se decidió por la parafernalia visual, una aventura cosmopolita bien al estilo de Indiana Jones y los clásicos de la década del ochenta, un poco de drama shakesperiano (drama, no tragedia, porque a Wan no le interesa sumergirse en la oscuridad que el DCEU heredó de Zack Snyder) y esa fascinación por los relatos legendarios de la cultura grecorromana. “Aquaman” (2018) es todo esto y mucho más, y aunque al leerlo parezca un rejunte de muchas cosas, el relato funciona, justamente, por su extraña mezcla de géneros y su capacidad de abrazar el “ridículo” (y hasta cierta cursilería) de un personaje que, entre otras cosas, ‘habla con los peces’. Así, Wan logra que cada una de esas imágenes risibles adquieran épica en la gran pantalla y nos entrega una de las películas comiqueras más entretenidas y sobrecargadas de los últimos tiempos. La historia de Arthur Curry (Jason Momoa) arranca mucho antes de su nacimiento, en Maine, donde papá Tom (Temuera Morrison) –cuidador de un faro- descubre a la inconsciente y malherida Atlanna (Nicole Kidman), princesa fugitiva que acaba de escapar de un matrimonio arreglado, cerca de la costa. Como buen caballero, cura sus heridas y pronto descubre que la chica tiene algo especial. Dejando de lado el hilarante choque cultural, Tom y Atlanna no pueden evitar enamorarse, y el fruto de este romance prohibido, el pequeño Arthur, podría convertirse en el nexo que una a dos mundos muy diferentes. La felicidad de los Curry dura poco, y mamá decide volver a Atlantis con el único objetivo de proteger a los suyos. El tiempo pasa, Arthur se convierte en el gigantón medio bruto que conocemos y, tras los eventos de “Liga de la Justicia” (Justice League, 2017) intenta seguir por el buen camino, dando una manito, ahí donde el océano lo necesite. A los ojos del mundo, Aquaman sigue siendo un mito urbano, pero siempre está el freak que quiere creer que existe, al igual que la Atlántida perdida. Este Arthur la cancherea Entre sus actos heroicos, Curry decide frenar los planes de una temida banda de piratas con ganas de secuestrar un submarino ruso y toda la tecnología que cargan con ellos. El encontronazo es violento, y aunque logra salvar a la tripulación, las decisiones del héroe –tomar nota de la cagada que se manda- le ganan uno de sus más grandes enemigos. Así se produce el primer choque entre Arthur y David Hyde (Yahya Abdul-Mateen II), un antagonista con muy buenas razones para abrazar el alter ego de Black Manta y jurar venganza contra el protagonista. Punto para Wan que nos entrega dos villanos bien justificados. Los argumentos de Manta son estrictamente personales, los de rey Orm (Patrick Wilson), bueno, tampoco podemos culparlo por todo ese resentimiento que acumula por los humanos, tan predispuestos a contaminar las aguas. El actual monarca de Atlantis sólo necesita una excusa para atacar la superficie, pero también el apoyo y consentimiento del resto de los gobernantes como el rey Nereus (Dolph Lundgren) o el rey Ricou (Djimon Hounsou), regente de los pescadores. Los hermanos sean unidos, ¿o no? Ante la guerra que se avecina, Mera (Amber Heard), hija de Nereus y prometida de Orm, decide ir en busca de Arthur para que trate de reclamar un trono que le pertenece por derecho. Y sí, Curry y Orm son hermanastros por parte de madre, dos completos extraños que van a empezar su relación con el pie izquierdo. Arthur no tiene ninguna intención de convertirse en rey de una civilización que persiguió a su mamá y no lo quiere por su condición de mestizo; Orm aborrece todavía más la idea, y a su propio hermano, por representar todas las debilidades de una raza inferior. Igual, está decidido a hacer estallar el conflicto y sólo Aquaman puede detenerlo. ¿Cómo? Atravesando su propia epopeya plagada de peligros y obstáculos, no muy diferente a la de cualquier titán de la mitología griega, y abrazando esa condición de héroe que tanto quiere esquivar y que cree no se ajusta a su naturaleza. De ahí que a Momoa le calce tan bien el personaje de superhéroe imperfecto y, por momentos, un tanto patético. Ojo, el pibe tiene todas las condiciones y es más inteligente de lo que parece a simple vista pero, ¿cómo podemos creer en él si él no cree en sí mismo? Este es el papel que le asigna Wan y los guionistas David Leslie Johnson-McGoldrick y Will Beall, un tipo que actúa con naturalidad y se emborracha sin reservas, que tiene el temperamento a flor de piel y el humor como arma de defensa, pero que también se preocupa por sus seres queridos y no piensa darle la espalda a los más débiles, en este caso, los humanos, ignorantes totalmente de que bajo sus pies se alza una de las civilizaciones más tecnológicamente avanzadas, y un universo de criaturas marinas que son la envidia de James Cameron. Mientras Arthur y Mera recorren el mundo en busca de aquello que puede detener a Orm y sus ganas de conquista, el director nos pasea por casi todos los reinos de la Atlántida, su rica historia y mitología, mezclando relatos milenarios, héroes de antaño, monstruos marinos y la imaginación desbordada, una jugada maestra y la única solución para un superhéroe tan vapuleado. A Indiana Jones le gusta esto “Aquaman” es, ante todo, una aventura súper entretenida, y una historia familiar que se cruza con otra cargada de venganza. La naturalidad de Momoa es la clave para no tomarnos las cosas demasiado en serio, y así y todo, adquiere sentido en medio de tanta locura visual. Sepan disculpar, pero no es tan fácil explicar con palabras ciertas escenas de batallas al estilo de “El Señor de los Anillos” (Lord of the Rings), aunque con la estética de los mundos de “Avatar” (2009). ¿Confundidos? Igual, estas cosas no se explican, se disfrutan en una buena sala. Es imposible llevar esta historia a la pantalla sin las herramientas digitales. “Aquaman” explota de CGI, pero la calidad del mismo y la cámara de Wan nos sumergen en este universo computarizado sin ningún problema. Las escenas de pelea, las persecuciones y los enfrentamientos bajo el mar, curiosamente, funcionan mucho mejor que los desplieguen en tierra. Igual, celebramos la elección de no destruir el continente y dar los golpes necesarios para que se entiendan las justificaciones y las consecuencias. ¡Aguante ese mensaje ecológico! Queremos que Mera se junte con Diana Esta es una historia que, prácticamente, se circunscribe bajo el agua sin involucrar de forma directa al mundo de la superficie (aunque sean el objetivo primario). De ahí que “Aquaman” sea una historia tan diferente del resto del Universo DCniano que, al igual que “Mujer Maravilla” (Wonder Woman, 2017), brilla y se destaca porque se aleja de este formato de franquicia extendida que, en este caso, sabemos, que está mal construido. La “independencia” argumental y el no tener que rendirle cuentas a una trama más grande, es la clave para la libertad creativa de Wan que hace lo que se le canta con el personaje, como lo hizo Patty Jenkins con la princesa amazona. Este es el camino correcto para el DCEU (o Los Mundos de DC, si lo prefieren), que seguirá con “Shazam!” en abril de 2019. Les advertimos, “Aquaman” no escapa a la cursilería y cierta ingenuidad que no parece propia del siglo XXI. De ahí que combine tan bien con su estilo de aventura ochentera, donde un personaje como Mera puede ser la guerrera más experimentada, o una dulce princesa, no tan diferente a la Ariel de “La Sirenita” (The Little Mermaid, 1989). Wan jamás fuerza el mensaje feminista y pone a sus protagonistas a la misma altura que sus contrapartes masculinas. Atlantis es una sociedad que se rige por reglas un tanto arcaicas, pero las reglas se hicieron para romper y la heredera de Xebel se asegura constantemente de ello. Amber Heard es una grata sorpresa, como lo de Kidman que nunca había brillado como heroína de acción, y ni hablar de cierta voz legendaria convertida en el bicho más fiero de las profundidades. Y no, mucha pinta de héroe no tiene “Aquaman” tiene un elenco que funciona a la perfección, tanto héroes como villanos. Su punto más fuerte es el humor que se desprende de las situaciones, su sentido aventurero, y una verborragia visual que se puede apreciar en todos sus matices, aunque por momentos nos inunde el cerebro. Tal vez carece un poquito de emoción como otras entregas de del DCEU, pero esa no es la idea principal de Wan, que igual logra conmovernos y sorprendernos con las imágenes más épicas para un superhéroe que, de esta forma, empieza a cerrar unas cuantas bocas. Lo mejor: no se trata de ese rubiecito de las viñetas, sino de un actor que desde su genealogía (hablamos de un oriundo de Honolulu, mezcla de alemán, irlandés y nativo americano) encarna perfectamente las dificultades, los retos, la discriminación y, muchas veces, la falta del verdadero lugar de pertenencia que atraviesa el “mestizo”, aunque acá sea mitad humano, mitad atlante.
Alfonso Cuarón se tomó su tiempo, pero vuelve a la pantalla grande con una obra tan bella como personal, y sí, de las mejores de 2018. El estreno de “Roma” (2018), la última película de Alfonso Cuarón -el mismo de “Niños del Hombre” (Children of Men, 2006)-, vuelve a abrir el interrogante de si el cine sigue siendo cine, aunque no lo podamos disfrutar como se debe: en las salas cinematográficas. El debate en sí se lo dejamos a las comisiones de los festivales o las entregas de premios que deben decidir para que lado se mueve la aguja, pero sí podemos discutir la falta de esta posibilidad para el público más amplio, ya que el film nos llega con un estreno limitadísimo y en salas muy específicas como la del Malba. Así, “Roma” se convierte en una pieza “artística”. Claro que lo es, pero no es necesario que sea percibida de esta manera un tanto snob, cuando al mismo tiempo está al alcance de un click y disponible para todos en la plataforma de la N roja. ¿El error? Netflix ni siquiera cree conveniente destacar este estreno tan importante, y desde su página principal prefiere vendernos las series y películas más intrascendentes. Entonces, ¿cuántos de los usuarios van a terminar disfrutando de una de las mejores películas de 2018 antes de que se pierda en ese extenso catálogo? Nosotros no podemos saberlo con certeza, pero aportamos nuestro granito de arena para que la audiencia se acerque a la que es, sin dudas, la obra más personal y bella del director mexicano. “Roma” toma su nombre del barrio donde se desarrolla la trama, una lujosa y emblemática zona residencial donde se asentó la clase media y alta mexicana más acomodada, en la primera mitad del siglo XX; pero también donde Cuarón pasó su tierna infancia, período que, sin duda, marca la historia de Cleo (Yalitza Aparicio), una de las empleadas de la familia, jovencita mixteca tan tímida como dedicada a sus labores diarias. Cleo y Adela (Nancy García García) comparten una minúscula habitación dentro de la casona. Es ella la que también debe lidiar con los cuatro pequeñines de la casa, una relación cercana y maternal que es correspondida, más que nada por Sofi, la única nena de la familia. Así, pasa sus días apegada a la rutina de los quehaceres domésticos, alejada de su propio hogar y su familia; y en sus ratos libres pasea con amigos y lleva adelante una relación con Fermín (Jorge Antonio Guerrero), primo del novio de Adela. La dinámica dentro de la casa empieza a trastocarse cuando el señor Antonio (Fernando Grediaga) sale nuevamente de viaje dejando a la señora Sofía (Marina de Tavira) sola con los chicos y los criados. A Cleo le toca ser testigo de esta relación que se va desintegrando, muchas veces, poniéndola a ella como objeto de descarga. En un punto, ella suma sus propios problemas personales, angustiada ante la posibilidad de perder el empleo. De esta manera y sin ningún artificio, Cuarón va tejiendo una trama minimalista que no hace más que recordarnos la belleza y naturalismo del neorrealismo italiano. Claro que sus herramientas son menos improvisadas, y con toda la maestría que fue acumulando con los años -el realizador también se encarga de la fotografía, el guión y el montaje junto a Adam Gough-, nos entrega una historia personal, emotiva y sincera, dedicada a Libo (Liboria Rodríguez), la Cleo que trabajaba en su propia casa de la infancia. Yalitza Aparicio es la gran revelación de Roma “Roma” es mucho más que el relato de esta empleada, es una pintura del México de principios de la década del setenta, sus contrastes de clase que el director no tiene timidez en mostrar, y algunos trágicos hechos políticos que marcaron la historia del país latinoamericano como la masacre de Corpus Christi, una revuelta estudiantil ocurrida el 10 de junio de 1971, que sigue siendo una de sus páginas más oscuras. Cleo atraviesa los hechos, y los problemas de la familia de la que forma parte de alguna manera, y siempre los vemos a través de su mirada, muchas veces inocente, otras temerosa y, sí, un tanto ignorante, pero sumamente auténtica. Es ahí donde Yalitza Aparicio y la dirección de Cuarón juegan un papel fundamental, además de esa impecable fotografía en blanco y negro, y un uso de los sonidos (y los silencios) que ya debería tener asegurado su Oscar (vale empate con “Un Lugar en Silencio”). El mexicano prescinde del uso de cualquier banda sonora musical original y, en cambio, sólo nos deja con los sonidos ambiente, las canciones de la radio y los cantos de Cleo, que la mantienen conectada con sus raíces mixtecas. La familia en el centro de la historia “Roma” es mucho más que este recorrido nostálgico por la niñez del director y una parte de la historia mexicana, también suma su sentido homenaje al séptimo arte a puro metarrelato y autorefeencias. Imposible no pensar en “Y tu Mamá También” (2001), o en “Gravedad” (Gravity, 2013) cuando los chicos corren al cine para ver el último hit espacial, sin dudas, propiciado por la reciente llegada del hombre a la Luna. Hasta se permite deslizar un mensaje feminista de independencia y autosuperación, nada casual en una de las sociedades más machistas de América Latina. De esta manera, “Roma” también termina siendo una historia sobre mujeres muy diferentes que encuentran sus puntos de encuentro en las pequeñas trivialidades de la vida, sin importar las clases sociales, ni la educación, ni los partidos políticos, solamente esas cosas que nos definen como humanos y, en el centro, la familia como lugar de pertenencia.
Una morgue lúgubre, un cuerpo que no está tan muerto como parece. Sí, esto ya se ha visto. Entre todas las buenas historias de terror que nos llegan año tras año -por ejemplo, 2018 nos dejó “Un Lugar en Silencio”, “El Legado del Diablo”, “Halloween”-, siempre se cuelan películas tan genéricas como sus títulos engalanados con “Posesiones” y “Exorcismos” que, a pesar de cierto éxito local (acá funcionan muy bien todos los relatos de horror), no aportan nada desde los narrativo o visual a un género que ya demostró que es muchísimo más que sustos y fantasmas en las manos adecuadas. Para simplificar un poco las cosas (y tornarlas más evidentes), “The Possession of Hannah Grace” nos llega con el mote de “Cadáver”, primera incursión hollywoodense del realizador holandés Diederik Van Rooijen, quien trata de asimilar cierto estilo visual europeo con las narrativas norteamericanas, dando como resultado una historia que ya hemos visto demasiadas veces. El depósito de cadáveres, la difunta que no está tan difunta… en seguida nos recuerda a “La Morgue” (The Autopsy of Jane Doe, 2016), una historia mucho más interesante desde su concepción y sus climas. En cambio, “Cadáver” termina cayendo en los típicos ‘jump scares’ y lugares comunes del terror, sin dar demasiadas explicaciones sobre la “posesión” de Hannah Grace. La historia se concentra en Megan Reed (Shay Mitchell), ex oficial de policía que, tras un incidente con su compañero de patrulla, se aparta de la fuerza debido a sus problemas con las drogas y el alcohol. Ahora, en pleno proceso de recuperación, la chica emprende un nuevo trabajo como recepcionista de cadáveres en la morgue de un hospital de Boston. Es durante el turno nocturno y una tarea bastante solitaria, pero un ejercicio que le viene muy bien para empezar a reconstruir su vida y sus relaciones. El trabajo de Megan consiste en recibir los cuerpos, sacarles fotos, tomar sus huellas y archivar todo para que el forense se haga cargo al día siguiente. La primera semana viene bastante tranquila, hasta que una noche llega el cadáver de Hannah Grace, una víctima maltrecha que no puede ser identificada fácilmente. Los instrumentos fallan, el ambiente se pone más turbio y comienzan los ruidos extraños y las sombras por los rincones. El espíritu detectivesco de Reed la obliga a investigar un poquito más sobre esta NN, pero sus propios fantasmas internos y la oscuridad de los excesos amenaza con convertir sus “alucinaciones” en algo más real. En un punto, todo se trata de si Megan se imagina cosas o estas están ocurriendo de verdad, pero “Cadáver” no deja mucho lugar a la imaginación ni las ambigüedades, y queda claro desde el principio que la muerta, tal vez, no lo está tanto. Pronto sabemos que Hannah Grace murió tres meses antes durante un exorcismo que, obviamente, no salió muy bien que digamos. Ahora, el cadáver se comporta de formas extrañas y parece ir curando sus “heridas” con el correr de las horas. “Cadáver” es, básicamente, la odisea de Megan durante una larguísima noche donde las luces de la morgue se prenden y apagan, ocurren sucesos inexplicables y alguien trata desesperadamente de deshacerse de este cuerpo que parece ser el responsable de todo lo malo. No hay mucho más para analizar porque la misma historia no indaga demasiado, solo se remite a la “supervivencia” de la protagonista que debe enfrentar sus propios demonios y, al parecer, los ajenos. Diederik Van Rooijen trata de crear un clima claustrofóbico y terrorífico, de entrada, a través de esta morgue muy de “película de terror” (je) y bastante alejada de lo que uno tiene en mente cuando piensa en un hospital. La fría y futurista estructura del Boston City Hall -que acá se hace pasar por el Boston Metropolitan Hospital- le viene como anillo al dedo, pero el recurso se siente forzado, casi desde ese primer momento en que Reed traspasa sus puertas. El guión de Brian Sieve es sobre explicativo cuando se trata de cuestiones mundanas que, sabemos, van a tener “relevancia” en la historia (ejemplo, cómo funcionan las puertas), pero poco y nada le dedica a la trama de terror y a meternos en la piel de la pobre Hannah y su huésped indeseado. “Cadáver” es una historia chiquita que podría aprovechar su atmósfera lúgubre y de suspenso, además del drama personal de su protagonista, para meter algunos puntos a favor. En cambio, arranca con un exorcismo violento de esos que venimos viendo desde que Regan se enfrentó al padre Karras en 1973, suma todos los clichés de ‘cuerpos poseídos’ -¿siempre son minitas lindas y propensas, nunca muchachos que caen bajo la influencia del demonio?-, y se queda en el camino con un relato que ni llega a asustar lo suficiente. En realidad, no hay un argumento muy basto para desarrollar, ni personajes más allá de Reed; de ahí los grandes problemas narrativos de la película que cree que puede triunfar sólo a través de sus climas predecibles y un cadáver que se contorsiona. Rooijen sabe crear la atmósfera necesaria con su cámara, pero se queda estancado en planos elaborados y juegos de luces y sombras, olvidándose de que nos tiene que contar una historia que nos atrape. Todo bien con la pobre Megan y con Hannah, pero esto ya lo hemos visto señoras y señores. PUNTAJE: 4.0 LO MEJOR: - Logra crear la atmósfera ideal, pero ahí se nos queda. - Intenta mezclar demonios personales con entidades más tangibles. LO PEOR: - Nos escapa de los lugares comunes y los sustos de manual. - Es tan obvia que asusta. Oh, wait a minute.
Justo a nosotros nos quieren hacer llorar así de fácil. Primero, a no confundir con “Al Cine con Amor” (Life Itself, 2014), el documental sobre Roger Ebert, el cual termina siendo una obra más auténtica y emotiva que el drama de Dan Fogelman, un realizador mucho más cómodo con su lado televisivo e historias exitosas como la de “This Is Us”. Este formato manipulativo que salta en el tiempo no funciona con “La Vida Misma” (Life Itself, Dan Fogelman, 2018), una película que con cada fotograma intenta deliberadamente arrancarnos una lágrima y dejarnos un mensaje valioso. Oiga, señor Fogelman, nosotros también transitamos por este mundo al igual que sus creaciones humanas y entendemos que, muchas veces, la vida es una caca. Hecha la aclaración, este relato dividido en capítulos arranca con la voz en off de Samuel L. Jackson y una joven parejita de nueva York a punto de convertirse en padres. Will (Oscar Isaac) y Abby (Olivia Wilde) se conocen en la universidad, se enamoran, se casan y planean una familia, como tantos otros. Pero esta historia de amor tiene varios giros inesperados que se irán conectando con otros personajes y situaciones, más allá de la Gran Manzana. Todo es muy spoiler alert, pero Dylan Dempsey (Olivia Cooke), Vincent Saccione (Antonio Banderas), Javier Gonazlez (Sergio Peris-Mencheta), Isabel Diaz (Laia Costa) y Rodrigo Gonzalez (Alex Monner) se van a ir sumando a esta cadena de eventos que atraviesa el tiempo y el espacio. Sí, “La Vida Misma” se mueve a través de varias generaciones y épocas, el problema es que Fogelman no sabe diferenciarlas, o no lo hace, a propósito, para meternos de lleno en este juego narrativo que va agregando tragedia tras tragedia. Ya les dijimos que es el creador de “This Is Us”, ¿no? La clave acá es el “narrador poco confiable” (unreliable narrator), el mismo que toma Abby para su tesis universitaria; el mismo que utiliza Will para tratar de explicar su propia historia y el mismísimo Samuel Jackson al comienzo de la película. Al final, nosotros también dudamos de que todo eso que nos contaron a lo largo de dos horas sea realmente verdad, o simplemente una obra de ficción dentro de la obra de ficción, convirtiendo a Fogelman en un Keyser Söze cualquiera. En pocas palabras, un manipulador que solo busca el golpe de efecto. Ahí reside el verdadero problema con “La Vida Misma”, ya que nunca logramos ubicarnos temporalmente. Ojo, no es un error del realizador, sino otro de sus trucos para que cuando caigamos en la cuenta, lloremos un poquito más fuerte. Fogelman nos presenta su drama romántico desplegado casi en un mismo plano donde las historias parecen moverse horizontalmente, en vez de forma vertical. Muchos personajes se destacan -principalmente Will y Abby-, pero otros tantos sólo son esa excusa para sumar melodrama y darle coherencia a un relato que, en realidad, no lo tiene. Lo extraño de todo esto es que, al principio, el realizador se permite coquetear con el absurdo y un poquito de humor negro, jugando con los puntos de vista muy al estilo de las obras de Charlie Kaufman. Con un par de escenas se gana nuestro cariño, pero con una vuelta de página, la historia se empapa de monotonía y todos los lugares comunes del género que, como ya dijimos, pueden funcionar para la TV, pero no para el formato cinematográfico. “La Vida Misma” no es una historia coral y por ese motivo no nos deja disfrutar (suficiente) de los personajes y de los actores que los interpretan, quienes salen de cuadro casi tan rápido como entran, volviendo de tanto en tanto cuando la narración los necesita. Entonces, ¿cómo podemos enamorarnos de esta historia y estos protagonistas? De ahí, otro de los grandes dilemas de la película, que pretende que armemos un todo con cada pequeña pieza, creamos en un sinfín de casualidades y causalidades, y descubramos las maravillas de la vida, la cual te golpea hasta cuando estás en el piso, pero también te define. Lástima que Fogelman no sigue el camino visual (y el humor) que encarna en esas primeras escenas. Después, el relato se vuelve monótono y poco inspirador, básicamente una de esas películas para TV del montón, con la diferencia de que acá tenemos un gran elenco y no un grupo de actores que brillaron en la década del noventa. “La Vida Misma” es ese tipo de film que subestima al espectador y lo manipula con sus giros ultra archi dramáticos, muchas veces, carentes de coherencia. Sí, sí, entendemos perfectamente cómo viene la cosa y cómo se conectan estas personas, pero si empezamos a hacer las cuentas, se nos cae el artificio. Justamente, todo termina siendo un artificio y pierde relevancia como narración en sí misma. Si querés llorar, mejor quédate con la historia de los Pearson. PUNTAJE: 4.5 LO MEJOR: - Samuel L. Jackson como narrador, en todas las películas, porfa. - Un gran elenco que no llegamos a apreciar. - Sorprende Antonio Banderas. LO PEOR: - La manipulación emocional que maneja Fogelman. - No, a nosotros tampoco nos dan las cuentas.