¡CHORRA! VOS, TÚ VIEJA Y TU PAPÁ ¿Cuántas chicas se necesitan para robar 150 millones? Los vientos de cambio hollywoodenses abogan por espacios de trabajo inclusivos, igualitarios y seguros. Movimientos como el #MeeToo y Time’s Up comenzaron dentro de la industria del entretenimiento, pero pronto se expandieron hacia otros ámbitos con la esperanza de que las mujeres empiecen a recibir el respeto, el trato y el lugar que se merecen. Una de las consecuencias más inmediatas de estos cambios (más allá de las valientes denuncias por acoso sexual), fue la proliferación de representantes femeninas, tanto delante como detrás de las cámaras. Las historias también dieron un vuelco, y aunque siempre tuvimos heroínas de todos colores y tamaños, los géneros cinematográficos dejaron de ser exclusivos con la única intención de que todxs se sientan representados. Claro que “Mad Max: Furia en el Camino” (Mad Max: Fury Road, 2015), “Cazafantasmas” (Ghostbusters, 2016) y “Los Últimos Jedi” (The Last Jedi” (2017) tienen sus buenos detractores. Podrán poner las excusas que quieran pero, en el fondo, se entienden los verdaderos motivos. Los mismos que menosprecian una película como “Mujer Maravilla” (Wonder Woman, 2017), sin dudas, lo mejor que nos dio el universo extendido de DC y el género superheroico de los últimos años, y los mismos que se van a poner en contra de “Ocean’s 8: Las Estafadoras” (Ocean’s 8, 2018), una nueva “feminización” de un clásico 100% masculino. Sí, salimos con los tapones de punta porque ya nos imaginamos ciertos argumentos, pero lo cierto es que vamos a juzgar esta historia por lo que realmente es: una película de atracos con un elenco integrado totalmente por mujeres, porque las chicas también quieren (y pueden) divertirse. En el año 2001, Steven Soderbergh reversionó “La Gran Estafa” (Ocean's Eleven), aquel clásico del Rat Pack, ahora encabezado por George Clooney, Brad Pitt y Matt Damon. Después de tres entregas que fueron perdiendo brillo y calidad, el director se hace a un lado y deja que Gary Ross -responsable de “Los Juegos del Hambre” (The Hunger Games, 2012), entre otras cosas- le dé una nueva vuelta de tuerca a esta historia, adaptándola un poquito más a los tiempos que corren. ¿Por qué no? Debbie Ocean (Sandra Bullock), hermana de Danny (Clooney), pasó una pequeña estadía en prisión aparentando “rehabilitarse”, aunque, en realidad, estuvo invirtiendo cada minuto de encierro planeando el robo del siglo, y un poquito de venganza contra Claude Becker (Richard Armitage), el gil que la traicionó y la puso tras las rejas. Una vez en libertad, Deb no pierde sus malos hábitos y ni un sólo segundo, y contacta a su vieja amiga y compañera de andanzas, Lou (Cate Blanchett), para poner en marcha sus planes. La idea: robar un collar Cartier valuado en 150 millones de dólares, una joya de tres kilogramos que hace rato no ve la luz, pero que van a intentar sustraerla en medio de la celebrada Gala del Museo Metropolitano de Arte (MET), esa plagada de estrellas, que se lleva a cabo cada año en la ciudad de Nueva York, durante la primera semana de mayo. No hay mejor escenario para que el glamour, la femineidad y los atracos se den cita. Debbie y Lou sólo deben encontrar al mejor equipo y un objetivo capaz de lucir dicha joya. La elegida es Daphne Kluger (Anne Hathaway), famosa actriz que será la cara más visible del evento. Para convencerla de llevar el Cartier está Rose Weil (Helena Bonham Carter), diseñadora caída en desgracia que acepta unirse al grupo ya que tiene demasiadas deudas. Con Kluger como objetivo, sólo falta el resto de las chicas: Nine Ball (Rihanna), la hacker capaz de juguetear con las cámaras y la seguridad del museo; Tammy (Sarah Paulson), ama de casa con un gran talento para los robos masivos; Amita (Mindy Kaling), la experta en diamantes que hará “desaparecer” esta gran joya; y Constance (Awkwafina), una joven skater y ladrona de guante blanco. Todo lo que queda es un plan minucioso que debe cumplirse al pie de la letra, algún que otro contratiempo y la necesidad de matar dos pájaros de un tiro, ganando millones y evitando la cárcel en el camino. Ross va a lo seguro y sigue la línea de Soderbergh: una historia canchera y entretenida que se posa sobre los hombros de un gran elenco y sus personalidades bien definidas. Cada una tiene su rol y su intervención en el atraco, y más allá de que Bullock y Blanchett se pongan a la cabeza, “Ocean’s 8: Las Estafadoras” se siente y se disfruta como un todo, donde el protagonismo se reparte como los millones del botín: por partes iguales. No hay un humor forzado, no hay necesidad de hablar del pasado (o la familia) o entuertos amorosos. Sí, hay un poquito de resentimiento por parte de Debbie, pero los “negocios” están por encima de todas las cosas. El guión de Ross y Olivia Milch no se preocupa por cuestiones morales. Las chicas no les roban a los pobres, y al igual que sus homónimos masculinos, se la agarran con gente platuda muy bien asegurada. Lo divertido es ver la planeación, los pormenores del atraco y si hay triunfo al final. Lamentablemente, los realizadores no corren ningún riesgo y todo se siente demasiado seguro y triunfalista para nuestro dream team. A “Ocean’s 8: Las Estafadoras” le falta ese condimento, esa necesidad de preocuparnos por las protagonistas y sus historias. No hace falta que nos cuenten su vida y obra, pero el robo termina siendo algo sumamente anecdótico y sin peso específico para la mayoría de las involucradas. Una excusa para esta “versión femenina” que se merece un poquito más de trasfondo. Ross filma con estilo, el elenco lo es todo y lo bueno es que la película no tiene la necesidad de justificar su “femineidad”. Es una historia, como cualquier otra, protagonizada por mujeres inteligentes y capaces que pueden llevar a cabo un robo impresionante sin perder el glamour o su identidad. Hay cameos, giros y conexiones con las películas anteriores, pero no las necesita para marcar su propio camino. Esta es una aventura independiente que mezcla la complicidad, la amistad y las metas personales, aunque carece de la profundidad que se merece. LO MEJOR: - Cumple con el objetivo de entregar una gran historia de atracos. - Queremos a este equipo para el Mundial (¿?). - Las chicas pueden protagonizar cualquier cosa. LO PEOR: - Lo anecdótico de su relato. - Que no se moleste en desarrollar a los personajes.
CIERRA ESA PUERTA QUE SE METE EL CHIFLÓN A las palabras... y las buenas películas se las lleva el viento. El cine catástrofe hizo estragos (¡je!) durante los primeros años de la década del setenta y nos dejó un montón de clásicos –“Aeropuerto” (Airport, 1970), “La Aventura del Poseidón” (The Poseidon Adventure, 1972), “Terremoto” (Earthquake, 1974), “Infierno en la Torre” (The Towering Inferno, 1974)- que conjugan el drama, grandes elencos y los efectos especiales más avanzados de la época en historias llenas de aventura y tensión. Este subgénero se fue diluyendo y devaluando, y volvió a dejar huella a mediados de los noventa con películas más espectaculares y descerebradas que sólo tenían la intención de celebrar la acción, la destrucción a gran escala y el pochoclo. De esta etapa salieron “Twister” (1996), “Armageddon” (1998), “Volcano” (1997) y tantas otras, pero la épica llegó a la cima de la mano de “Titanic” (1997), la madre de todas la catástrofes modernas. Después de todos esos Oscars ganados y toda esa agua bajo el puente, el género rumbeó para el lado del mensaje apocalíptico y ecologista, aunque nunca volvió a estremecer como las historias del pasado. “El Día Después de Mañana” (The Day After Tomorrow, 2004), “2012” (2009) y “Lo Imposible” (2012) la juntaron con pala, pero quedaron catalogadas como mero entretenimiento. Los últimos ejemplares del cine catástrofe son un desastre en sí mismos (no pun intended, ¿o sí?). Pensemos en “La Falla de San Andrés” (San Andreas, 2015), “Geo-Tormenta” (Geostorm, 2017), o la que nos compete en este caso: “Huracán Categoría 5” (The Hurricane Heist, 2018) que mezcla quilombos climatológicos con una historia de atracos. Rob Cohen, que ya se metió con el género de la mano de “Daylight” (1996), arranca en el pasado para contarnos las peripecias de Will y Breeze Rutledge, dos hermanitos de Alabama que lo pasan bastante mal durante una tormenta. En el presente, Breeze (Ryan Kwanten), ex marine y mecánico, sigue viviendo en el pueblo, mientras que Will (Toby Kebbell) se convirtió en meteorólogo dedicado a estudiar estos fenómenos meteorológicos con la única intención de prevenirlos y ahorrarles el mal rato a los habitantes de las zonas más perjudicadas. A pesar de que no se llevan muy bien y no se ven desde hace varios años, los Rutledge van a tener que volver a conectar cuando la ciudad caiga bajo la amenazada de un huracán de categoría 5 (sí, de los más bravos). Claro que los jefes de Will no le dan bolilla hasta que es demasiado tarde, pero las autoridades locales igual logran evacuar el lugar antes de que la tormenta se transforme en desastre. Pero este es sólo uno de los inconvenientes que deberán atravesar, ya que un grupo de ladrones muy bien preparados y armados decidieron aprovechar la tempestad y la evacuación para cometer su gran golpe: robar 600 millones de dólares (dinero viejito que debe ser destruido) de un complejo gubernamental muy bien custodiado… aunque no tanto, según parece. Con un poco de ayuda interna, dos hackers extranjeros y el caos que origina la tormenta, los cacos ponen manos a la obra para poder escapar lo antes posible. Claro que no contaban con la astucia de Casey Corbyn (Maggie Grace) -la agente de tesorería que está al mando- y del metiche de Will, que les van a aguar un poquito los planes. En el medio hay destrucción de todo tipo, rehenes, explosiones, balaceras, amenazas, cosas que vuelan y las escenas más inverosímiles porque, claro, es ESE tipo de película donde la física se maneja bajo sus propias reglas y uno ya sabe, de entrada, que está pagando por ver. Después no valen las quejas. Igual, y aunque “Huracán Categoría 5” trate de deslizar un poco de “realismo” y algo de “ciencia”, no le podemos pedir mucho más que entretenimiento y acción non stop. Aunque esto no es excusa para la infinidad de baches que tiene la historia: planes que quedan en el camino, personajes que cambian constantemente de actitud y el hecho que le puedan hacer frente a semejante fuerza de la naturaleza. ¿Y el huracán? Bien, gracias. Es el punto más flojito de la película, que se concentra en el atraco y la súper acción policial, mucho más sencilla que hacer volar vacas por los aires. Ni vale la pena indignarse y hasta deberíamos aplaudir un presupuesto bastante acotado (alrededor de 45 millones), pero la destrucción en un pueblito de morondanga semi abandonado, no tiene el mismo que un asteroide que viene a acabar con la vida en este planeta. El riesgo es mínimo, así como los recursos, pero incluso en “Daylight” nos preocupábamos por ese grupete de gente encerrada en el túnel. Nos estaría faltando un Sly o, aunque sea, un The Rock. ¿Nocierto? Cohen no sabe qué hacer con lo que tiene, y con un elenco bastante deslucido. Ojo, Grace y Kebbell exprimen hasta su última clase de actuación, pero los malos de manual codiciosos dejaron de interesarnos en la década del noventa. Sí, “Huracán Categoría 5” tiene mucho de “Duro de Matar 3: La Venganza” (Die Hard with a Vengeance, 1993) con toquecitos de “Twister” (acá, cambien atentados terroristas por tormentas), una historia que intenta indagar en la culpa familiar y crear relaciones en las circunstancias más difíciles y pochocleras. Y ni siquiera tiene la espectacularidad suficiente para justificar esa entrada de cine. LO MEJOR: - Kebbell en plan nerd meteorológico. - Grace haciéndose la ruda. - Que no implica ningún esfuerzo mental de nuestra parte. LO PEOR: - No podemos culpar a la tormenta por todos esos agujeros argumentales. - Hay un huracán de categoría 5 y, así y todo, le falta épica.
LA REVOLUCIÓN SERÁ TELEVISADA Wes Anderson, perritos en stop motion y Japón. ¿Ya estás convencido de esta genialidad? El mundo se divide (¿?) entre aquellos que aman los “universos” creados por Wes Anderson y los que no. Para muchos, un realizador con un estilo único, para el resto, un hipster que se repite a sí mismo. Acá estamos del lado del bien, de la simetría, las cuidadas puestas en escena, las paletas de colores pasteles y las estrambóticas relaciones familiares. ¿Cómo no amar a cada uno de sus personajes y esas historias que, a pesar de parecer un tanto ficticias, logran conectar con los sentimientos más reales? Tras un hiato de cuatro años, y después de la premiadísima “El Gran Hotel Budapest” (The Grand Budapest Hotel, 2014), Anderson vuelve a juntarse con su amigazo Roman Coppola para darle forma a esta nueva aventura animada en stop-motion. La dupla de realizadores dejó escapar todo su amor por la cultura y el cine japonés en está particular visión distópica que mezcla aventura, humor, perritos y algunas reflexiones políticas. Estamos en Megasaki, una ficticia ciudad costera de Japón donde, a raíz de un brote de “gripe canina” que se convirtió en epidemia, todos los caninos fueron exiliados a una isla deshabitada que, además, funciona como basurero. Detrás de esta medida se encuentra el tiránico alcalde Kobayashi (Ken Watanabe), cuyo sobrino Atari decide tomar medidas extremas para rescatar a Spots (Liev Schreiber), su mejor amigo cuadrúpedo. En la isla, ahora apodada “Isla de Perros”, los bichitos hacen lo posible para sobrevivir, alejados del cariño de sus dueños y el confort de la vida doméstica. Chief (Bryan Cranston) –el callejero del grupo-, Rex (Edward Norton), Boss (Bill Murray), Duke (Jeff Goldblum) y King (Bob Balaban) forman una manada de perros alfa muy particular que se apoya y contiene en los peores momentos, evitando bajar los brazos patas ante la adversidad. Las cosas cambian cuando el pequeño Atari roba un aeroplano y se estrella en la isla. Claro que los canes no pueden entender una palabra de lo que dice, pero sí que anda buscando a uno de los suyos. Un tanto reticentes al principio -sobre todo Chief, un perrito bastante desconfiado-, el grupo decide ayudarlo y atravesar los peligros del vertedero (se dice que hay cuadrúpedos caníbales) para intentar encontrar al escurridizo Spots. Pero las acciones de Atari no pasan desapercibidas para el gobierno de su tío que manda a un equipo de rescate. Tampoco para la joven Tracy Walker (Greta Gerwig), estudiante de intercambio que, junto con sus compañeros, encabezan el “Pro Dog”, un movimiento en favor de los animalitos que sigue los avances en la búsqueda de un antídoto, y las aventuras de Atari, que no piensa abandonar la isla sin su peludo amigo. “Isla de Perros” (Isle of Dogs, 2018) nos ofrece todos esos elementos a los que nos tiene bien acostumbrados el realizador: una milimétrica atención a los detalles; una historia dramática y al mismo tiempo hilarante (no, no es para los más pequeñines, incluso tiene momentos un tanto violentos); personajes imperfectos, pero súper queribles, y un poquito (bastante) de emoción sin necesidad de caer en el golpe bajo. No podemos evitar enamorarnos de cada una de estas “marionetas”, más humanas y reflexivas que la mayoría de los protagonistas de otras películas live action. Acá, sumen el atractivo de la cultura japonesa –las tradiciones, el idioma, la música cortesía del oscarizado Alexandre Desplat-, que nunca pretende caer en estereotipos, ni apropiación (como se insinuó por ahí), más bien revelarse a través de la visión de Anderson. Este es un Japón distópico salido de su cabecita, con la influencia de Akira Kurosawa por sobre todas las cosas, y de los relatos de Hayao Miyazaki. Wes se rodea de sus actores fetiche (y suma otros nuevos), indispensables para definir no sólo la voz, sino la actitud de cada uno de sus protagonistas. Divide la acción entre lo que pasa en la isla (la odisea de Atari y el universo de los perritos) y lo que acontece en el continente, una narración plagada de conspiraciones, atentados y confrontaciones políticas. Ambas tramas van a terminar colisionando con unos cuantos giros sorpresivos, pero nunca se pierde de vista lo más importante: la relación de los humanos con los canes y aquellos que se oponen porque, entre otras cosas, son amantes de los gatos. Claro que “Isla de Perros” siempre indaga más profundo y entre las aventuras, las revoluciones y los escenarios post-apocalípticos nos habla de cosas más sencillas como la lealtad, la soledad, los lazos que forjamos a lo largo de nuestras vidas y los errores que, casi siempre, pueden ser subsanados. Anderson suele volver una y otra vez sobre estos temas a lo largo de su filmografía, pero acá parece jugársela un poco más desde un humor más negro y una historia más contundente. El mejor Wes Anderson, aunque se valga de “muñequitos” para explorar estas cuestiones. Derechito al top 10 de lo mejor del año (quien dijo que soy objetiva) porque una película es realmente buena cuando nos pasea por un montón de situaciones y emociones, y da en el clavo con cada una de ellas. Si no se te mueve un pelo con estos perritos, mejor que te hagas chequear ese alma.
TENGO UN MAL PRESENTIMIENTO SOBRE ESTO Han se corta solo y nos lleva a otros rincones de esa galaxia muy, muy lejana. Vamos a dejar de lado los dramas tras bambalinas –la forzosa partida de los directores originales Phil Lord y Christopher Miller, que igual reciben crédito como productores ejecutivos- y concentrarnos en el trabajo de Ron Howard pero, más que nada, en el de los guionistas Jonathan y Lawrence Kasdan, este último todo un veterano de la saga intergaláctica pergeñada hace más de 40 años por George Lucas. No, no le vamos a echar la culpa a la dupla despedida, o a un actor tan poco carismático como Alden Ehrenreich en el papel protagónico. A pesar de que son factores determinantes en el producto final, se la vamos a achacar a una historia con buenas intenciones, pero demasiado flojita para la franquicia más importante de todos los tiempos. El planteo de los Kasdan (padre e hijo que acá recibe el testigo) no está mal para un sin vergüenza como Han, sin dudas, un personaje que se beneficia de los contrastes con el resto, como ocurre con su versión más madura (Harrison Ford) y esa eterna postura de demostrar que nada le importa más que sí mismo; algo que, sabemos, es más falso que billete de cuatro pesos. En “Han Solo: Una Historia de Star Wars” (Solo: A Star Wars Story, 2018) lo conocemos en su versión más ingenua, mucho antes de cargarse de ese cinismo tan particular… y de que lo persiga media galaxia a causa de sus “deudas pendientes”. Los Kasdan nos trasladan a Corellia, planeta famoso por sus grandes pilotos y la fabricación de las mejores naves, donde todavía el Imperio no hizo estragos, pero sí unas cuantas organizaciones criminales. Estamos ubicados unos diez años antes de los acontecimientos de “La Guerra de la Galaxias” (Star WArs, 1977) -aunque deberían ser más- donde el joven Han se dedica a contrabandear para su jefe criminal, que lo acogió (y lo explotó) desde chiquito junto a otros huerfanitos sin rumbo, cuyos sueños de escapar de este agujero intergaláctico se ven aplastados entre la debacle local y el ascenso del Imperio. Todo lo que quiere Han es convertirse en un gran piloto (aunque cree que ya lo es), conseguir su propia nave y huir hacia mejores horizontes junto con Qi'ra (Emilia Clarke), amigovia desde la infancia. Su pequeño plan no sale tan bien y la parejita debe separarse. Nuestro aspirante a héroe promete regresar para salvarla, y no tiene mejor idea que unirse a la academia de pilotos de las fuerzas imperiales. ¿Se imaginan a Han del lado de los malos? Claro que no dura mucho y en la primera oportunidad que se le presenta desierta de su puesto y se une a la banda de Tobias Beckett (Woody Harrelson), afamado contrabandista que ahora trabaja bajo las órdenes de Dryden Vos (Paul Bettany), uno de los más temidos mafiosos espaciales. Claro que el resto de la banda de Beckett –Val (Thandie Newton) y Rio (voz de Jon Favreau)- no lo ven con buenos ojos, pero Tobias si le encuentra potencial a este temerario e impulsivo jovencito dispuesto a participar de su primer “golpe”. No vamos a entrar en muchos detalles porque nos quedamos sin sorpresas por el camino, pero la historia va a terminar decantando en un gran y peligroso robo en una lejana colonia minera. Lo más importante de “Han Solo: Una Historia de Star Wars” es la acción y la aventura, los primeros encuentros con Chewbacca y Lando Calrissian (Donald Glover), y los consejos para la vida que el joven piloto puede sacar en blanco de un mentor como Tobias. Es un “Han Solo” en construcción, en medio de una “heist movie” (película de atracos) llena de planeamientos, traiciones, un poquito de romance, mucha amistad y la cancheres de Glover que, al parecer, no la puede evitar. Ojo, nada de esto está mal y Ron Howard hace un grandísimo trabajo cuando se trata de poner a los personajes en las situaciones más complicadas. La relación que se va forjando entre Han y Chewie se convierte en el centro emocional de la trama (digamos que es un triángulo amoroso si sumamos a la Halcón Milenario); así como la extraña pareja que forman Lando y su copiloto L3-37 (Phoebe Waller-Bridge), una droide feminista y revolucionaria que dice todo lo que realmente piensa. Howard vuelve a las fuentes más clasicistas de la saga y nos entrega una película “sucia” como los lugares que les toca visitar a nuestros forajidos protagonistas. Acá no hay Imperio que moleste (están ahí, en un segundo o tercer plano), pero no quita que haya gente diabólica y aprovechada que quiera beneficiarse con las desgracias ajenas y los oprimidos de la galaxia. La esperanza vuelve a ser un eje central (claro), el sarcasmo no puede faltar si Han (y Lando) está cerca, pero cuesta muchísimo relacionarnos con un personaje que, en teoría, se parece a ese que tanto conocemos desde hace cuatro décadas, pero en la práctica en una copia... un tanto deslucida y berrea (perdón, no quería decirlo tan fuerte). Ehrenreich tiene la actitud de Solo, habla como Solo, pero NO ES SOLO. No podemos negar que le pone toda la onda, aunque tampoco se puede negar la poca química que logra con Clark, un personaje muy poco explotado. Nos quedamos con ganas de ver más de Val y Rio, de L3, de Han y Lando compitiendo por quien cancherea más rápido. Los baches argumentales y las “sorpresas” quedan un poco escondidas entre una seguidilla de escenas de acción muy bien filmadas, pero con muy poco peso para la historia y la caracterización de los personajes. “Han Solo: Una Historia de Star Wars” se disfruta y encaja a la perfección dentro de la saga, pero no se acerca a la épica de los películas originales, o a los volantazos que quisieron dar Gareth Edwards o Rian Johnson. Ron Howard es un director correctísimo y muy capaz pero, viéndolo en retrospectiva, tal vez no necesitábamos esta aventura en particular. LO MEJOR: - Que visualmente tiene su propia identidad. - L3, te queremos. - La aventura por sobre todas las cosas. LO PEOR: - Perdón Alden, queremos más a Harrison. - La acción se hace tediosa sin un sustento narrativo (y emocional) que la respalde.
MAXIMUM EFFORT El Mercenario Bocón está de regreso y no piensa bajar ni medio cambio. Para muchos es una genialidad, para otros sólo una seguidilla de chistes interminable que deja un poco de lado al género superheroico. “Deadpool” (2016) llegó para jugar con sus propias reglas y depende de nosotros si queremos, o no, participar de su juego. No es la primera película que mezcla acción con humor bien sarpado, referencias pop y metatextualidad a montones, pero su “carismático” y violento protagonista la ubican en el panteón comiquero, obligándonos a admitir esta sacudida del género, aunque nos neguemos rotundamente. Deadpool es todo eso, y si entramos a la sala del cine sabiendo exactamente lo que vamos a ver, esta segunda parte se disfruta con creces, justamente, porque redobla la apuesta de esos elementos intrínsecos de su propio universo, que sólo funcionan porque se trata del personaje creado por Rob Liefeld y Fabian Nicieza en 1991. Tim Miller hizo un gran trabajo con su debut cinematográfico, combinando los pocos recursos que tenía a la mano (cero experiencia tras las cámaras y un presupuesto bastante acotado) y transformándolos en uno de los éxitos de aquel año, más si tenemos en cuenta que no es una película apta para todo público. Pero a la hora de la continuación se apartó por “diferencias creativas” y David Leitch se subió a esta locura plagada de súper acción, violencia sin límites, losers de todo tipo, tamaños y colores, y un humor más negro que materia prima de simbionte. Como experto coreógrafo de tomas de riesgo, Leitch la tiene clarísima a la hora de plantear las escenas de acción. Ya lo vimos triunfar en “Sin Control” (John Wick, 2014) y “Atómica” (Atomic Blonde, 2017), así que pueden quedarse tranquilos porque a “Deadpool 2” (2018) le sobran las patadas, las piñas, las explosiones y los tiros… o cualquier tipo de enfrentamiento violento que se les cruce por la cabecita. En pocas palabras, “Deadpool 2” es un chiste de dos horas porque esa es la esencia del personaje, y este es el mejor cumplido que se le puede hacer. Habiendo superado la etapa de ‘historia de origen’, ahora puede adentrarse en otros aspectos de su protagonista, acá intentando hacer buenas migas con otros “mutantes”, con la esperanza de aprender a trabajar en equipo. Esto ya estaba presente en la entrega anterior, pero como lo suyo no es el ‘heroísmo’ de los X-Men, Wade Wilson (Ryan Reynolds) se va a buscar nuevos compañeros a su medida, bautizándolos como la X-Force. El presente encuentra al Mercenario Bocón haciendo trabajitos por su cuenta. Derrotando a los malos más malos y ganando algún que otro enemigo por el camino. Un hecho en particular lo obliga a replantearse las cosas, y como aprendiz de Hombre-X, apadrinado por Colossus (Stefan Kapicic) y Negasonic (Brianna Hildebrand), intentará salvar al pequeño Russell (Julian Dennison), cuyos poderes se salieron de control tras los abusos recibidos en la institución que lo alberga junto a otros huerfanitos con habilidades. Obvio que las cosas no salen tan bien como uno lo espera y el pequeño malhablado y su “rescatista” invulnerable son privados de sus poderes y enviados al Ice Box, una prisión de máxima seguridad para mutantes. Claro que los problemas no terminan ahí, y al hecho de que su enfermedad está de regreso y que no logra congeniar con Russell, Wade tendrá que enfrentarse con Cable (Josh Brolin), un matón mitad humano, mitad máquina venido del futuro con una misión muy específica. Hasta ahí todo lo que tienen que saber del argumento sin entrar en terrenos de spoilers. Wade va a intentar ponerse en el papel de héroe, aunque bajo sus propios términos, buscando la ayuda de un nuevo equipo que se ajuste a sus necesidades para evitar que Russell se convierta en el villano de la historia. De su X-Force –un grupo más excéntrico que los Mystery Men-, se destaca Domino (Zazie Beetz), una chica cuya habilidad es “tener suerte”, algo que no le puede faltar si va de la mano de Deadpool. Por lo demás, todo lo que hace la película es jugar con las reglas del género: las adopta, las adapta, las da vuelta, las decostruye y las vuelve a armar a su manera, riéndose de sí misma, del carácter y utilidad de sus personajes, de otros universos superheroicos y, por su puesto, del propio que construyó (no tan minuciosamente) con la entrega anterior. Ni Leitch, ni los guionistas -Rhett Reese, Paul Wernick y el propio Reynolds- se pueden tomar las cosas en serio, porque Deadpool no se toma las cosas en serio, y los pocos momentos en que lo hace, todo resulta un tanto extraño y fuera de contexto. Esos son los pequeños errores de la historia, un “dramatismo” que no le calza del todo y choca con la verborragia violenta de los enfrentamientos y la metatextualidad incontenida. La súper acción por momentos exagera y se vuelve confusa, recordándonos que, a veces, menos es más, sin importar la película. Muchos de sus personajes están desaprovechados, y aunque esta decisión va de la mano con la historia, nos hubiese gustado ver más de estos nuevos (y viejos) jugadores que podrían, o no, seguir trabajando juntos en aventuras futuras. Tratar de juzgar que tan bueno o malo es Cable como villano es un tanto erróneo, sobre todo teniendo tan fresco el accionar de Thanos (también interpretado por Brolin) en “Avengers: Infinity War” (2018). Esta historia superheroica no pasa por ese costado, ni intenta meter todo en esquemas clásicos de protagonista/antagonista para avanzar en sus propósitos. Esta es la odisea de Wade Wilson tratando de encontrar su lugar en este universo (y más allá de la cuarta pared, claro está), entendiendo que no puede ser el héroe que todos quieren que sea, pero sí el (anti)héroe que el género necesita para equilibrar una balanza recargada de personajes conflictivos o de esos que cargan demasiado peso sobre sus espaldas. Deadpool (hablando mal y pronto) se caga en todo y en todos, pero mantiene su costado humano. Sabe que no vamos al cine a sufrir por el bienestar de un personaje que, básicamente, no puede morir, y que sí vamos a esperar una catarata de chistes al respecto. Hay bromas que se van de mambo, y otras que son demasiado geniales como para pasarlas por alto, incluyendo la que podría ser la mejor secuencia post-créditos de la historia de los superhéroes, y lo mejor es que no hay que quedarse hasta el final para disfrutarla. “Deadpool 2” repite la fórmula, pero la eleva a la enésima potencia. Entrega una historia de fondo más cercana a la aventura comiquera, pero continua rompiendo las reglas y desbordando los esquemas con un humor y narrativa, todavía, más irreverente. Sigue arrastrando los mismos problemas que su antecesora, y necesita despojarse de algunos momentos mal encarados, pero funciona porque entiende su naturaleza jodona y transgresora, la misma que exalta su protagonista malhablado. Es como un parque de diversiones: te subís a la montaña rusa para disfrutar de las diferentes emociones que ofrece, o te das la vuelta derechito hacia las tazas giratorias, un entretenimiento más familiar, donde los riesgos están bien calculados. LO MEJOR: - Necesitamos más de la Domino de Zazie Beetz). - Esa secuencia post-créditos sí se puede ver. - Sí, hasta el tema de Céline Dion está copado. LO PEOR: - Hay escenas de acción (y chistes) que se estiran demasiado. - Ese dramatismo forzado no le queda bien.
MAMMA MIA! La maternidad no tiene nada de glamoroso en la nueva dramedia de Charlize Theron. Si en “La Joven Vida de Juno” (Juno, 2007), el director Jason Reitman y la oscarizada guionista Diablo Cody exploran las “responsabilidades” de la maternidad/paternidad desde un punto de vista adolescente y la madurez que ello implica, ya sin importar la edad de los padres; con “Tully” (2008), la dupla se para desde otra ángulo y nos muestra a una protagonista más madura que trata de encontrar el equilibrio entre la mujer que fue y la que (supuestamente) debe ser a los ojos de todos, tras convertirse en madre y esposa. Cuando hablamos de “todos” nos referimos a la sociedad y sus condicionamientos, porque a pesar de que estamos en pleno siglo XXI y los movimientos feministas se hacen oír cada vez más fuerte, todavía tenemos un largo camino por recorrer cuando se trata de sacudirnos ciertos roles marcados a fuego que no deberían ser tan así, al menos, en 2018. Marlo (Charlize Theron) está felizmente casada con Drew (Ron Livingston), ya tiene dos hijos en edad escolar, y un tercero en camino que llegó sin mucho planeamiento. A pesar de estar de licencia, no puede evitar sentirse agobiada entre las tareas del hogar, una economía ajustada, un nene con problemas de conducta que los médicos no logran diagnosticar correctamente, y un bebé que le va a quitar sus pocas horas de sueño. Antes del nacimiento de Mia, la tercera hija, el adinerado hermano de Marlo, Caig (Mark Duplass), le ofrece el más extravagante de los regalos: una niñera nocturna que se encarga del bebé mientras la mamá se concentra en el descanso. Claro que Marlo lo rechaza ya que no puede concebir la idea de que alguien más se ocupe de su beba, pero tras los primeros días después del nacimiento, y algunas crisis domésticas, la señora llega a su límite y decide contactar a la nodriza. Tully (Mackenzie Davis) es un sueño hecho realidad: dulce, amable, comprensiva, y antes de que empiecen a hacer conjeturas, no, no trata de seducir al marido y matar a la esposa en plan “La Mano que Mece la Cuna” (The Hand That Rocks the Cradle, 1992). Esta no es ese tipo de películas, más bien, un relato bastante fiel sobre la maternidad/paternidad en general y el peso que recae sobre las mujeres a la hora de ocuparse de la casa y los hijos, mucho más que sobre los hombres, que salen a trabajar y hacen su pequeño aporte, muchas veces, sin entender que es lo que pasa por las cabezas abrumadas de sus esposas. Tully llega para liberar un poco esa carga en la mente de Marlo, pero también para recordarle que dentro de ese cuerpo de cuarenta años, que ya pasó por tres embarazos, todavía hay tiempo para la seducción, para los sueños individuales y esa libertad de la que gozaba en su juventud. ¿O no? Por ahí pasa el planteo de Reitman y Cody: cómo hace la protagonista (y en ella reflejadas un montón de mujeres) para balancear estas dos personalidades, la que supuestamente se fue desvaneciendo con el matrimonio y los hijos, y la que tiene que asumir ante el resto de la sociedad para cumplir con ese rol “ejemplar” que parece estar tallado en piedra. “Tully” no intenta ser un manifiesto feminista que pone a los hombres en una estaca, sino todo lo contrario. Su “fidelidad” y “naturalismo” es tan abrumador como risueño, porque en la vida cotidiana hay lugar para la risa y el llanto. Marlo ama su vida, pero no encuentra esa válvula de escape necesaria que, al final, llega de la mano de esta niñera nocturna (más joven, despreocupada e independiente) que le va a mostrar un par de verdades. En cierto punto, “Juno” se sentía forzada, aunque nos enamoráramos de sus personajes. Acá, los realizadores logran despojar a su historia de todo “artificio”, y seducirnos con un relato agridulce que nos toca a todos por igual, seamos padres, hijos, hombres o mujeres. La moraleja: para poder amar y cuidar a los demás, tenemos que empezar por amarnos y cuidarnos a nosotros mismos. Puede sonar un tanto cursi para los estándares de hoy, pero entre Reitman, Cody y Theron saben cómo hacerlo sin caer en los lugares comunes del melodrama más telenovelesco. Hace rato que Charlize viene demostrando que le calza bien cualquier papel. La señora (así, con todas las letras) puede patear traseros, atravesar el apocalipsis o hundirse en la miseria de los pañales sucios con el mismo encanto, emoción y dramatismo, sin miedo a hacer el ridículo o perder su “sensualidad”, ante los ojos de algunos (¿?). Acá, se calza la historia al hombro y se la apropia, dejándonos acompañarla a través de sus días buenos y sus días malos. Hay una autenticidad casi intrínseca en su Marlo que, obviamente, contrasta con la efervescencia de Tully, dos mujeres muy diferentes con problemas muy distintos que, al final, van a descubrir ese punto de encuentro. Por los demás, “Tully” tiene todos los elementos del sello de su director: personajes queribles, las relaciones como centro de la historia, temas serios y coyunturales que pueden ser puestos bajo la lupa del humor sin desentonar y, por supuesto, una gran banda sonora. Una de esas películas chiquitas llenas de mensajes sinceros, que nos acercan a la realidad sin tantos mambos, pero no evitan la contundencia… a su modo. LO MEJOR: - ¡Charlize Theron! - El retrato sincero que hace sobre la maternidad/paternidad. - Que sea contundente, pero que nos podamos relacionar. LO PEOR: - Que estas historias no logran salir del nicho independiente. - Confundirse a Reitman con Edgar Wright (¿?).
COSECHARÁS TU SIEMBRA Nos llega un tanto tardía, pero esta joyita de época es digna de verse en la pantalla grande. En tiempos de empoderamiento femenino, #MeToo, Time’s Up, #NiUnaMenos y la constante lucha por la igualdad de derechos entre mujeres y hombres, “Lady Macbeth” (2017) nos trae una visión diferente de los abusos (físicos y psicológicos) que debe afrontar la joven protagonista, una historia bastante fuerte de la que no podemos evitar tomar algún tipo de partido. El realizador debutante William Oldroyd y la guionista Alice Birch se hacen eco de los temas más coyunturales adaptando “Lady Macbeth of the Mtsensk District”, un cuento corto de Nikolai Leskov que, lo queramos o no, tiene muchos puntos en común con “El Seductor” (The Beguiled, 2017) de Sofia Coppola o “Alias Grace” (2017), basada en la novela de Margaret Atwood. Sí, todas estas mujeres tienen algo en común, aunque sus historias sean muy distintas. En el caso de la jovencísima Katherine (Florence Pugh), nos trasladamos a la Inglaterra rural de 1865 donde fue obligada a casarse con Alexander (Paul Hilton), un hombre bastante mayor que vive bajo los condicionamientos de su longevo padre Boris (Christopher Fairbank), dueño de la propiedad y de los negocios que debe manejar su hijo. Katherine parece una reclusa dentro de su propio hogar, obligada a seguir una estricta rutina, mantener las apariencias, no salir de la propiedad y, por supuesto, concebir un heredero lo antes posible. Algo que resulta un tanto complicado ya que su esposo no parece estar muy interesado en mantener relaciones sexuales. Por el contrario, le gusta observarla desnuda y humillarla de todas las formas posibles. Más que esposa, Katherine es una esclava con ciertos lujos que sólo ansía la libertad y satisfacer sus propias necesidades. Llega el día en que los dos hombres deben partir para ocuparse de sus asuntos y ahí es cuando Katherine, por primera vez, se libera de su aburrimiento y sale a explorar el área. En los establos conoce a Sebastian (Cosmo Jarvis), un criado violento, tosco e impulsivo que llama inmediatamente su atención. El romance (y sobre todo la pasión) entre los dos jóvenes no se hace esperar, como los planes de la chica para proyectar un futuro juntos lejos del yugo de su familia política. Pero hay sirvientas que lo ven y escuchan todo, un suegro cruel y entrometido, y manipulaciones de Katherine, que podría llegar hasta las últimas consecuencias para lograr sus objetivos. “Lady Macbeth” no es una historia de amor, y no por nada toma el mote del clásico personaje de William Shakespeare. Habla, sobre todo, de “la gota que rebalsa el vaso”, y de las pocas herramientas de las que puede echar mano una mujer cuando está verdaderamente atrapada por la desesperación y los condicionamientos. Sí, siempre hay otras opciones, pero en la cabeza de esta jovencita, la escapatoria es una sola. Oldroyd filma in crescendo, aunque sus imágenes sean austeras y muchas veces estáticas; otro amante de la llamada puesta en escena planimétrica –como el amigo Wes Anderson-, que consiste colocar la cámara en un ángulo de 90 grados. Hay una simplicidad y sobriedad en cada plano que, ciertamente, perturba y ayuda a exteriorizar la psicología de la protagonista. La casa (la prisión), la habitación principal la celda), esa escalera tan angosta (la vía de escape)… cada elemento tiene un peso y se convierte en un personaje más de este relato que habla mucho más desde lo visual que desde sus diálogos. Katherine no es un agente del mal, es un síntoma de un tiempo donde las mujeres ni siquiera podían heredar las propiedades familiares, sino había una figura masculina de por medio que las validara. Hay una necesidad de rebelión desbordada contra su propia realidad y la de muchas mujeres, que acá excede el relato victoriano. Oldroyd convierte el “romance de época” en un thriller dramático donde Florence Pugh (“Marcella”) se lleva todos los laureles con esa mezcla de inocencia, sensualidad y manipulaciones. Los tiranos están bien remarcados, con Fairbank a la cabeza, por eso no podemos evitar pararnos en la vereda de la “víctima” que quiere dejar de serlo para convertirse en victimario. O no tan así, ya que podríamos decir que sus acciones son sólo consecuencia de sus deseos inmediatos y un tanto primigenios, que se van saliendo de control cada vez que las cosas no salen como lo planeado. “Lady Macbeth” es una gran historia, inquietante, reflejo de una época pasada y de una lucha que, todavía, se perpetúa en el presente. Su trasfondo va más allá del drama que plantea, y nos obliga a reflexionar sobre cada una de las decisiones de la protagonista, aunque moralmente no podamos apañarla. No es un documental, no está basada en hechos reales, pero Oldroyd y Birch saben cómo pavimentar el terrero para que salgamos del cine y comencemos (o continuemos) el debate. LO MEJOR: - Queremos ver más seguido a Florence Pugh. - La austeridad y el impacto con el que filma Oldroyd. - Temas que hay que seguir explorando. LO PEOR: - Ese ritmo no es para cualquiera. - ¿Por qué la ignoraron los Oscar?
COMO TE VEN, TE TRATAN Hollywood no sabe lo que es un "feo". Abby Kohn y Marc Silverstein -más conocidos por sus guiones de comedias/dramas románticos como “Jamás Besada” (Never Been Kissed, 1999) y “Votos de Amor” (The Vow, 2012)- debutan tras las cámaras con esta historia risueña que, además, intenta echar un poquito de luz sobre los parámetros de belleza que imperan en nuestra sociedad, y que Hollywood reproduce hasta el hartazgo no siempre (bah, casi nunca) dando en la tecla. Amy Schumer parece ser la persona ideal para hacerse eco de estas cuestiones, reírse un poco de sí misma sin pudor, y analizar sus propias inseguridades y complejos que, en definitiva, son los mismos de casi todas las mujeres (y hombres) que pueblan este planeta, cuya cultura juzga más por la apariencia que por cualquier otra cosa. Sí, tenemos que admitirlo, pese a quien le pese. “Sexy por Accidente” (I Feel Pretty, 2018) pifia bastante con su traducción local, tergiversando un poco el mensaje de sus autores pero, al final, se queda a medio camino, justamente, porque el mensaje es confuso aunque bien intencionado. Renee Barrett (Schumer) es una “chica del montón” que vive luchando con las inseguridades de su apariencia física. Un poco se rindió en ese aspecto, conformándose con la vida que le tocó, los amores que no llegan y su trabajo en un sótano del Chinatown neoyorquino. Renee administra la página web de cosméticos Lily LeClaire, sueña con parecerse a su presidenta Avery LeClaire (Michelle Williams) y trabajar en las oficinas de la Quinta Avenida, pobladas de chicas hermosas y muy bien vestidas, cuya superficialidad nada tiene que ver con ella. Renee tiene un gran grupo de amigas (Aidy Bryant y Busy Philipps), pero no puede escapar de ese anhelo de ser “hermosa” como su ídola. Inspirada por “Quisiera Ser Grande” (Big, 1988), pide un deseo en la fuente de su vecindario, pero no hay cambio alguno porque ésta no es esa clase de película. Lo único que le queda es ir al gimnasio y romperse el lomo como cualquiera para alcanzar ese cuerpo perfecto. Ahí es donde se produce el “milagro”, y después de escuchar las palabras motivacionales de la entrenadora y darse un buen golpazo en la cabeza, Renee se mira al espejo y descubre que se convirtió en una mujer bella y escultural, de esas que paran el tráfico (¿?). Claro que no hay modificaciones, ni magia, sólo una tremenda contusión cerebral que distorsiona la imagen en el espejo; pero ella se percibe diferente, y va a encarar su vida de otra manera. Con su nueva confianza y “belleza adquirida” a cuestas, Barrett se anima a solicitar el puesto de recepcionista en LeClaire, y hasta encarar a muchachitos en la calle. Así comienza una extraña relación amorosa con Ethan (Rory Scovel) y a sumar ideas en la compañía, justamente, porque a los ojos de Avery -la mujer “más hermosa y elegante del mundo”, aunque tenga la voz más insoportable-, ella representa a la consumidora “común y corriente” a la que está destinada su nueva línea de cosméticos económicos. ¿Se entiende? De ahí que “Sexy por Accidente” confunda tanto sus mensajes, o que terminen pareciendo del manual de una película autocomplaciente. Kohn y Silverstein mezclan un poco de “El Diablo Viste a la Moda” (The Devil Wears Prada, 2006) y “Amor Ciego” (Shallow Hal, 2001), haciéndonos creer que, en realidad, la apariencia no importa, pero es lo único que te hace destacar en este mundo. Si bien Renee no cambia físicamente, cambia de actitud. Por un lado se anima a todo, bien ahí; pero por el otro se vuelve superficial y mala onda con esas amigas amorosas, aunque “feas”. O sea, Renee sólo se anima cuando cree que es más linda, y se da cuenta de sus logros/fracasos minutos antes de terminada la película, donde la moraleja hace acto de presencia. Antes del “cambio”, la protagonista se nos presenta como desganada y sin preocupación por su apariencia, como si ser más gorda, flaca, petiza o patona transformara inmediatamente a una mujer en un ser sucio y desaliñado que no necesita arreglarse para salir al mundo porque el mundo ya la rechazó de entrada. Eso es lo que dice, entre líneas, esta película, que se pone bajo la lupa los parámetros de belleza más absurdos y la individualidad, pero ni se preocupa por la diversidad de su propio elenco. El gran problema de “Sexy por Accidente” termina siendo su protagonista: Schumer como arquetipo de sí misma, esa “gordita” simpática, torpe y muy poco agraciada, aunque ella (en la vida real) sea todo lo contrario. No negamos que pueda identificarse con muchísimos aspectos del personaje de Barrett, como la mayoría de nosotros, pero al final se convierte en fantoche y reproduce el ridículo, confundiendo esa actitud con coraje, desenvoltura y osadía ya que nos “obligan” a reírnos de la situación, pero no a festejarla. Por el contrario, todos aquellos que la rodean (exceptuando a sus amigas) la celebran por las razones equivocadas, dejando en limpio que lo más importante es lo que los demás opinan sobre nosotros. Por acá nos quedamos con “La Muerte le Sienta Bien” (Death Becomes Her, 1992), que sabe muy bien como reírse del culto a la belleza, la fama y los despropósitos cosméticos. Ok, va por otro lado, pero el mensaje es mucho más claro y conciso. LO MEJOR: - Amy Schumer riéndose de sí misma, hasta ahí. - Que al menos intente plantear un tema tan importante. - Rory Scovel, lo mejorcito del conjunto. LO PEOR: - Que el mensaje se desvanezca en moralejas de manual. - Hollywood no puede escapar de su propia cultura de belleza.
Y LLEGARÁ LA PAZ… La reconstrucción de un hecho histórico bastante mal llevado. El brasileño José Padilha nos tiene bastante acostumbrados a las historias dramáticas de súper acción, muchas veces, inspiradas en hechos reales. El responsable de “Tropa de Élite” (Tropa de Elite, 2007) y series como “Narcos” y “El Mecanismo” (O Mecanismo), también tiene sus pifies –“RoboCop” (2014)-, y podemos afirmar que “Rescate en Entebbe” (Entebbe, 2018) se queda por el camino y desaprovecha unas cuantas oportunidades. La llamada “Operación Trueno”, el rescate de unos 105 pasajeros y tripulantes (de un total de 260) del vuelo 139 de Air France procedente de Tel Aviv, no duró más de 53 minutos, pero Padilha no logra transmitir la tensión y el dramatismo de estos momentos, sobre todo de un hecho que fue llevado a la pantalla en varias oportunidades, muchas veces con mejores resultados. El realizador pierde una posibilidad única de jugar con la narración y el ritmo de su relato, más si nos ponemos a pensar en historias similares como “Vuelo 93” (United 93, 2006) de Paul Greengrass y el “Munich” (2005) de Steven Spielberg, o hasta algunos episodios de “24”. En cambio, elige contar el hecho día adía, y concentrarse en dos de los perpetradores del secuestro: los alemanes Brigitte Kuhlmann (Rosamund Pike) y Wilfried Böse (Daniel Brühl), dos “idealistas” revolucionarios que deciden sumarse a la causa del Frente Popular para la Liberación de Palestina que, desde hace varios años, venía realizando este tipo de atentados con la intención de que el estado de Israel libere a sus presos de la cárcel. El otro punto de vista que nos muestra Padilha es del gobierno israelí, acostumbrado a lidiar con estos acontecimientos (no olvidemos que cuatro años antes ocurrió la masacre de los Juegos Olímpicos de Múnich), pero para nada dispuesto a negociar con los terroristas. Lo importante es no poner en riesgo la vida de los rehenes, ni iniciar un incidente internacional con Uganda, territorio donde se produjo el aterrizaje a la espera de las negociaciones, obviamente, con el visto bueno de su presidente Idi Amin, uno de los líderes políticos más detestables que conoció la historia. Pero vayamos a los hechos: el 27 de junio de 1976, un Airbus A300 de Air France que viajaba de Tel Aviv a París, fue secuestrado en pleno vuelo tras una escala en Atenas. Dos palestinos y dos alemanes tomaron el control y desviaron el avión, primero hacia Bengasi (Libia), y más tarde, el día 28, arribaron al aeropuerto de Entebbe en Uganda, escala final para llevar a cabo las negociaciones y la liberación (o asesinato) de rehenes. Como acto de “buena voluntad”, los secuestradores y Amin resolvieron liberar a los pasajeros no judíos, mientras la tripulación y el resto de los detenidos permanecían hacinados en las peores condiciones a la espera de una solución no violenta. Con el correr de los días, y el plazo llegando a su fin, la tensión se hace sentir entre los diferentes grupos de perpetradores, y en las oficinas del Primer Ministro israelí Yitzhak Rabin (Lior Ashkenazi), que debe tomar la decisión de llevar a cabo esta operación encubierta, un poco por presión de Shimon Peres (Eddie Marsan), y otro tanto por los familiares de las víctimas. “Rescate en Entebbe” (Entebbe, 2018) va y viene en el tiempo, más que nada, para “justificar” el accionar y los ideales flojitos de papeles de Kuhlmann y Böse que, como todo revolucionario de manual, no tienen ni la menor idea de en qué lío se están metiendo. Por algún motivo, Padilha intenta que nos pongamos de su lado y empaticemos con su causa, y jamás se enfoca en las verdaderas víctimas del hecho, más allá de algún pasajero aislado o el simpático piloto que imparte sabiduría. Ok, es un punto de vista tan aceptable como cualquier otro, pero todo está tan fragmentado y mal llevado, que resulta imposible entender sus verdaderas intenciones. Los rehenes terminan siendo números y moneda de cambio narrativas, ya que del otro lado de la historia el realizador nos muestra reuniones gubernamentales y militares, decisiones importantes y la visión de un joven soldado que marcha a la misión con la esperanza de volver a los brazos de su novia bailarina. Acá, Padilha mete una metáfora sobre la libertad (de ahí la canción “Echad Mi Yodea”) tan agarrada de los pelos que termina desequilibrando definitivamente la historia, aunque estos momentos “abstractos” sean los más interesantes del conjunto. Existen infinidad de maneras de contar un hecho, pero Padilha no encuentra el tono adecuado cuando se trata de la “Operación Trueno”. Por un lado, no quiere tomar partido en esta eterna contienda política entre Israel y Palestina (una paz que, más de cuarenta años después, sigue siendo esquiva), pero tampoco parece condenar los actos terroristas del pasado. No se habla de los pormenores, no se le da lugar a las víctimas ni las represalias ugandesas; ni siquiera se molesta en narrar la historia en idioma original porque, al parecer, los alemanes si hablan en alemán entre ellos, y los franceses en francés, pero cuando el gabinete israelí se llama a sesión o los terroristas palestinos organizan sus causas, lo hacer en inglés para que todos podamos entenderlos (¿?). Estas decisiones, como tantas otras, son inentendibles. Y lo peor llega al final, cuando la misión en sí dura apenas segundos en pantalla, sin despliegue, ni acción, lo contrario a lo que se esperaría del realizador. Suponemos que no quiso dramatizar los hechos más de la cuenta, ni exagerarlos, pero alguien tiene que avisarle que esto se trata de ficción (lo contrario de un documental), y el público espera cierta tensión y emociones fuertes a la hora de semejante rescate. A diferencia de los sobrevivientes del vuelo 139, no hay mucho para rescatar (valga la redundancia) de “Rescate en Entebbe”, una película bastante vacía que no ayuda como documento histórico o reflexión sociopolítica, mucho menos como thriller. LO MEJOR: - Alguna metáfora que trata de deslizar. - Recordar que estos hechos ocurrieron. LO PEOR: - La falta de tensión. - La falta de compromiso con la historia y el desdén por las víctimas reales. - Nadie quiere empatizar con terroristas, mucho menos si son alemanes (¿?).
BUSCO MI DESTINO No es una obra maestra, pero sí una película súper necesaria. A Greg Berlanti, seguramente, lo tenemos más presente por ser el artífice del Arrowverse y una gran cantidad de series “juveniles”, mayoritariamente, de la cadena The CW. Como director, no tiene grandes títulos en su haber (“El Club de los Corazones Rotos”, “Bajo el mismo Techo”), pero se tomó como tarea muy personal la adaptación de la novela young adult “Simon vs. the Homo Sapiens Agenda” (2015) de Becky Albertalli. Berlanti es abiertamente homosexual, un cuarentón que aboga por los derechos LGTB cada vez que se le cruza la oportunidad y, suponemos, se identifica bastante con Simon Spier (Nick Robinson) y su disyuntiva a la hora de “salir del closet”. No, no estamos en la Edad Media, pero para un adolescente, de por sí, ya cargado de presiones sociales, debe resultar un paso gigantesco (y terrorífico) anunciarle al mundo que no es como todos creen. Ni mejor, ni peor, ni siquiera “diferente”; peor incluso en pleno siglo XXI estas cuestiones siguen teniendo peso, mucho más para alguien que está atravesando todos los cambios de la pubertad. Por ahí pasa la importancia de esta dramedia romántica que no habla de futuros distópicos, ni de jovencitos enamorados con enfermedades terminales; aunque sí resulta ser la primera película producida por un gran estudio que se hace eco de estos temas y de cierta ignorancia que todavía traen aparejados. “Yo soy Simón” (Love, Simon, 2018) se centra en el muchachito del título, un adolescente como tantos otros de cualquier secundaria de Atlanta (Georgia), querido por su familia y sus amigos que, entre cambios hormonales, esconde un gran secreto: Simon es gay, pero jamás se lo dijo a nadie… ni tampoco sabe cómo hacerlo. Todo cambia cuando se cruza con los mensajes de Blue, un estudiante de su escuela que decidió “confesar” de forma anónima su homosexualidad, a sabiendas del escrutinio social de sus compañeros. Para Simon esto resulta una suerte de alivio, y comienza a intercambiar misivas con el pseudónimo de “Jacques”. Mientras la amistad entre los dos muchachitos va creciendo, Spier no puede evitar fantasear con su Romeo y tratar de descubrir quién de sus compañeros es el misterioso ser que se encuentra al otro lado de los mails. Pero a pesar de todo, Blue no quiere darse a conocer, ni dar el siguiente paso en esta relación, por los mismos temores que refrenan a Simon. Temores que pronto se vuelven pesadilla, cuando el pibe más insoportable de la escuela, Martin (Logan Miller), descubre la verdad y comienza a chantajearlo. Simon accede a “emparejarlo” con su amiga Abby (Alexandra Shipp) sólo para que su secreto no salga a la luz, pero en el proceso complica la amistad con sus compañeros –sobre todo, su mejor amiga Leah (Katherine Langford, la suicidada de “13 Reasons Why”)-, creando una serie de malos entendidos que no van a caer muy bien. “Yo soy Simón” no evita ciertos lugares comunes de las historias adolescentes y, a pesar de que suma diversidad y mantiene bien arriba la discusión sobre los prejuicios y la empatía, todavía sigue mostrando un abanico bastante limitado en cuanto a representación. Sí, son todos demasiado “lindos y flacos” en esta escuela. La única excepción parece ser Ethan (Clark Moore), estudiante abiertamente gay que no esconde ninguno de sus manierismos. Ponele. Lo más interesante de esta historia es la naturalidad de su protagonista (un actor demasiado acostumbrado a este tipo de comedias románticas, pero con “chicas”). Nunca se siente forzado ni sobreactuado, a diferencia de una familia (papá Josh Duhamel y mamá Jennifer Garner) demasiado perfecta y de manual, o ciertos estereotipos escolares de los que no puede escapar. Lo divertido, al contrario, es cuando la trama se entrelaza con las fantasías de Simon, que imagina diferentes caras y escenarios para ese romance tan perfecto, aunque evasivo. “Yo soy Simón” no llega ni a las dos horas de duración, pero el tiempo se siente demasiado, sobre todo cuando empieza a estirar el verdadero conflicto y se detiene en esos malos entendidos con sus amigos, relaciones periféricas o las recetas que prepara la hermana menor del protagonista. En cambio, podría concentrarse mucho más en el momento de la revelación, profundizar en la relación (y aceptación) de sus padres, o evitar a personajes demasiado extraños y exagerados como el vicedirector Worth (Tony Hale), que intenta ser más compinche que figura de autoridad para el alumnado. Podríamos decir que estos detalles son lo de menos porque su valor reside en otro lado. La historia escrita por Elizabeth Berger e Isaac Aptaker se la juega por expresar este amor adolescente, pero también todos los miedos y frustraciones que conlleva en una sociedad que, todavía, no parece estar del todo preparada. Igual, “Yo soy Simón” siempre se concentra en lo positivo para no desanimar a aquellos miembros de la audiencia que puedan identificarse con el relato de estos chicos que aún no decidieron dar ese gran paso. No, una película no les va a cambiar la vida, pero volvemos a esa vieja nueva discusión donde todos se tienen que sentir representados en la pantalla, ya sean mujeres, afroamericanos, adolescentes homosexuales o cualquier tipo de minoría que suele caer en estereotipos mal llevados en vez de convertirse en protagonistas naturales de cualquier tipo de narrativa. LO MEJOR: - Todo el mensaje que propone. - La naturalidad de su protagonista. - Que le abre las puertas a otras historias similares. LO PEOR: - No escapa de ciertos lugares comunes. - Sí, se hace un poco densa.