IN MEMORIAM Un poco de glamour hollywoodense con una mirada bastante diferente. Admitámoslo, las historias biográficas sobre la Era Dorada de Hollywood, sus escándalos, miserias y estrellas estrelladas, siempre nos atraen; ya sea por su glamour inherente o esa “mística” que nos retrotrae a una época lejana plagada de esplendor cinéfilo. No es el caso de “Las Estrellas de Cine Nunca Mueren” (Film Stars Don't Die in Liverpool, 2011), drama romántico basado en las memorias del propio Peter Turner, joven actor inglés que se convirtió en el último compañero de Gloria Grahame, toda una femme fatale de los años cuarenta y cincuenta que, a pesar de haber aparecido en grandes producciones como “Cautivos del Mal” (The Bad and the Beautiful, 1952) y The Big Heat (1953), cayó un poco en el olvido, quedando relegada a producciones teatrales y televisivas que diluyeron su carrera en los últimos años. En uno de sus viajes a Londres, Gloria (Annette Bening) conoce a Peter (Jamie Bell) y, enseguida, lo cautiva con su mezcla de inocencia y sensualidad, más allá de la gran diferencia de edad que los separa. El idilio de Liverpool (donde vive el chico con su familia), hasta Los Ángeles, Nueva York y de vuelta a casa de los Turner. La historia de Paul McGuigan, director escocés más afecto a la TV (“Sherlock”, “Luke Cage”), arranca en 1981, cuando la actriz regresa a Inglaterra para una presentación, pero un malestar se interpone en su camino. El único contacto es Peter, con quien rompió la relación hace meses, pero el joven igual la acoge en su casa para brindarle los cuidados necesarios hasta que se recupere. A partir de allí, empezamos a reconstruir este romance que empezó en 1979, siempre desde la mirada de Turner, un jovencito de mente y corazón abierto, fascinado por la electrizante (y demandante) personalidad de la señora. La familia de él, fans de la actriz, no parece preocuparse por la brecha de edad que los separa; no así la parentela de ella (su mamá Vanessa Redgrave y su hermana Frances Barber), que ya parecen haber atravesado esta caprichosa situación con otros amantes. “Las Estrellas de Cine Nunca Mueren” va y viene en el tiempo, paseando a la pareja por diferentes escenarios. Mientras tanto, en una habitación de huéspedes en Liverpool, el estado de salud de Gloria se deteriora rápidamente, poniendo a Peter y a su familia en una posición bastante incómoda y dramática. Grahame es una sobreviviente del cáncer de mama, y posiblemente la enfermedad haya regresado, pero ni él quiere admitirlo, ni ella pretende pasar sus últimos días en un hospital de Lancaster. Más allá de que Gloria se nos presenta como una mujer un tanto chiquilina y egoísta por momentos y que, a pesar de haber perdido el brillo hollywoodense y caer en la decadencia, mantiene su glamour hasta las últimas consecuencias, hay pura vulnerabilidad y temor en estos últimos instantes de los que ni su familia está enterada. Liverpool y la casa de los Turner, con mamá Bella (la gran Julie Walters) a la cabeza –si hay reunión de “Billy Elliot” (2000) que nos hace sentir un tanto vejetes-, se convierten en un refugio del mundo exterior, pero al mismo tiempo la llegada de Gloria altera los planes de la familia, y los de Peter, que necesita tomar una decisión al respecto. El objetivo de McGuigan no es mostrar el romance desenfrenado, la oposición de las familias o el drama de las enfermedades. Hay algo más simple en “Las Estrellas de Cine Nunca Mueren”, ligado a la perpetuidad y al amor incondicional que no conoce tiempo ni espacio. Lo mejor que tiene para ofrecer son sus actuaciones principales, donde Bening se destaca, pero es Bell quien se lleva todos los aplausos. ¿Por qué no lo vemos más seguido demostrando este talento? Pero esa misma “simplicidad” de la historia se torna un tanto tediosa y desprolija, deteniéndose demasiado en escenitas telenovelescas, en vez de profundizar un poco más en los dilemas de los personajes. A pesar de que estamos a finales de los setenta y principios de los ochenta, la puesta en escena mantiene cierto artificio que poco y nada tiene que ver con la música disco y los hippies, y más con la nostalgia que atesora Grahame de su propio pasado, y de esas épocas de gloria hollywoodense. McGuigan nos ubica en el tiempo, gracias a la banda sonora y otras referencias, pero juega con técnicas e imágenes que intentan remitir a aquella era dorada del séptimo arte. Igual, todo parece quedarse a mitad de camino, y no es por falta de tiempo. La estructura narrativa de “Las Estrellas de Cine Nunca Mueren” resulta un tanto aleatoria y, en resumen, no ayuda al ritmo de la película. El rescate llega de la mano de su elenco y esas ganas de revivir del olvido la carrera y el charm de Gloria Grahame, una arista que vale descubrir más allá de esta “anécdota romántica” que muestra, al mismo tiempo, su lado más irritable, pero también su lado más humano. LO MEJOR: - Jamie Bell necesita más papeles como este. - ¿Por qué Annette Bening nunca saltó al verdadero estrellato? - El rescate de una estrella como Grahame. LO PEOR: - El ritmo no le ayuda. - Algunas grandes ideas de tono se quedan a mitad de camino.
ESE BASTARDO VIOLETA Lo esperamos por diez años y el momento llegó. Vamos a aclarar algo de entrada: “Avengers: Infinity War” (2018) no viene a cambiarle la vida a nadie, ni siquiera a sacudir el tan bien planificado Universo Cinemático de Marvel. Pero sí deja algo bien en claro, quienes tienen el verdadero poder a la hora de enfrentarse a un villano tan poderoso como Thanos (Josh Brolin), y eso no es poca cosa. Por ahí pasa la importancia de esta nueva aventura que logra juntar a casi todos los héroes del MCU con cierta elegancia, muchísima acción non-stop, algo de sentimentalismo y los mismos aciertos y errores de las entregas pasadas. “Avengers: Infinity War” no rompe esquemas, sino todo lo contrario, se agarra de sus puntos más fuertes y sus personajes más entrañables para llevar adelante una proeza que, en la teoría parece simple, pero no lo es tanto cuan do se trata de darle el espacio necesario a cada uno de los personajes relevantes. Anthony y Joe Russo vuelven a ponerse detrás de las cámaras y entregan una historia “redonda” que, en definitiva, funciona como prólogo para lo que se viene. Lo triste es que, después de “Pantera Negra” (Black Panther, 2018), queda claro que estos muchachos no tienen ningún estilo visual propio (¿heredado de su paso por la TV?), que es lo que les estaría faltando para romperla completamente. La acción es importante, los efectos también, ni hablar de las actuaciones; pero si pensamos en esas películas (sobre todo dentro del género comiquero) que realmente perduran en el tiempo, vamos a descubrir que van más allá de los millones en taquilla o los enfrentamientos que se llevaron a cabo en la pantalla. Ese toque personal, ligado más al tipo de autor que puede impregnar su visión a un género que ya demostró que gana en diversidad, originalidad y audacia, es lo que le sigue faltando a esta mega franquicia, salvando algunas excepciones como Ryan Coogler o James Gunn, con la primera entrega de “Guardianes de la Galaxia”. Este es un reproche bastante personal, pero igual de válido, aunque no afecta al conjunto de la película, ni a una historia muy bien delineada. “Avengers: Infinity War” arranca después de los sucesos de “Spider-Man: De Regreso a Casa” (Spider-Man: Homecoming, 2017), “Thor: Ragnarok” (2017) y “Pantera Negra”. No se detiene en detalles a la hora de explicar qué anduvieron haciendo esos personajes que no vemos desde “Capitán América: Civil War” (2016) entre otras, justamente, para mantener el dinamismo de la trama. Arrancamos en el espacio, con las recientemente evacuadas naves asgardianas siendo atacadas por el mismísimo Thanos y sus secuaces, la “black order”, un soldado/a más feo que el otro/a. El Titán la tiene clara: se cansó de mandar a sus lacayos a hacer el trabajo duro y decidió salir por los confines de la galaxia a recoger las dichosas gemas del infinito -cada una con un poder y habilidad diferente-, con la intención de diezmar a la mitad de la población del universo, según él, para mantener el balance necesario. Sí, típico de megalómano que cree que nos está haciendo un favor y salvándonos de un mal peor, ¿nocierto? Ya habíamos tenido indicios de estas piedritas por aquí y por allá (no, no voy a hacer un recuento), y todo lo que sigue es una verdadera cruzada para juntar o evitar que caigan en las manos equivocadas, dependiendo de en qué vereda nos paremos. Tras su primer encuentro con Hulk (Mark Ruffalo), Thor (Chris Hemsworth) y Loki (Tom Hiddleston), y conseguir una de las seis gemas (la del Espacio), Thanos decide seguir explorando la galaxia en busca de algunas de las restantes, y mandar a su pequeño ejército a diferentes partes de la Tierra para recuperar las que allí se encuentran: el Ojo de Agamoto (la del Tiempo), resguardada por Doctor Strange (Benedict Cumberbatch), y la gema de la mente, estratégicamente ubicada en la cabecita de Visión (Paul Bettany). La Black Orden aterriza en Nueva York y ahí empiezan los desmanes. Lo suyo no es la sutileza, más bien la destrucción y la masacre, algo que no pasa desapercibido para nadie. Banner logra advertirle a Strange a tiempo, y pronto se produce el primer encuentro superheroico entre el Hechicero Supremo y Tony Stark (Robert Downey Jr.), que andaba por la zona, casualmente, con uno de sus trajes metálicos a mano. Sumemos al vecino amigable (Tom Holland) y ya tenemos el primer frente de batalla. El segundo se libra en el espacio, cuando el Dios del Trueno se cruza con los Guardianes queriendo sacar provecho del llamado de alerta de las naves asgardianas. Tras ponerse en tema, el grupo se divide, por un lado Thor, Rocket y Groot salen en busca de un arma capaz de detener a Thanos; el resto, a tratar de evitar que el violáceo consiga la piedra de la Realidad en manos del Coleccionista (Benicio Del Toro). Parece que Visión y Scarlet Witch (Elizabeth Olsen) estuvieron alejados del equipo, fortaleciendo su romance por las calles de Escocia. Ahí los encuentran los muchachos de Thanos, pero logran escapar por un pelito con un plan para proteger dicha gema: viajar a Wakanda y removerla cuidadosamente para poder destruirla sin causarle daño a su portador. Así quedan repartidas las cosas, al menos, en un primer momento. El problema es que Thanos es ese tipo de villano que siempre va un paso adelante, y de esos que piensan ir hasta las últimas consecuencias para lograr su objetivo, sin importar que mortal, dios o extraterrestre se le cruce en su camino. ¿Hay personajes desaprovechados? Y sí. ¿Hay protagonistas que apenas hacen acto de presencia? También. ¿Hay incongruencias y agujeritos en el guión? Imposible evitarlos. ¿Hay humor en esos momentos innecesarios? Ni lo duden, pero también hay un ritmo que nuca descansa, salvo para darles un respiro (emocional) a nuestros héroes. Los Russo y el guión de Christopher Markus y Stephen McFeely logran hilvanar una primera parte casi perfecta, que nos va llevando de escenario en escenario (de la Tierra al espacio, ida y vuelta), generando estas nuevas alianzas y una gran química entre personajes que ni sabíamos que podría existir. No se puede decir mucho sin entrar en terreno de spoilers fuertes, pero queremos más de este Thor canchero y relajado que nos hizo redescubrir Taika Waititi. Los personajes son los mismos, acá no hay cambios de actitud drásticos ni peleas internas porque tienen problemas más serios y realmente deben unir fuerzas para defender al universo. La posta es que no todos estos héroes están hechos para semejante tarea y por eso el papel principal de “Avengers: Infinity War” es separar la paja del trigo. Ojo, esto no significa que anden jubilando superhéroe a diestra y siniestra, pero estas nuevas entregas del MCU requieren otro tipo de habilidades para frenar las amenazas venideras. Por ahí viene la única escena post créditos y un final bastante abierto que nos va a quitar el sueño hasta mayo del año que viene, cuando se cierre este capítulo y la Fase 3 del universo de Marvel. La apuesta es ambiciosa, incluso más que aquella primera “Avengers”, y todos quedan bien parados en medio de una historia 100% épica que termina siendo el resultado natural de estos diez años de franquicia. Por primera vez, Marvel se puede jactar de un grandísimo villano (queda claro que Erik Killmonger es un “antagonista” y no villano per se, ¿no?), más interesante que cualquier arquetipo bidimensional. El Titán tiene sus motivaciones y, en su cabeza, sus razones de peso, pero también tiene dudas, momentos de debilidad y una caripela imposible de separar de la de Brolin. Se roba un poquitito esta nueva aventura porque, en definitiva, todos bailan a su alrededor y a su ritmo. Técnicamente, no hay mucho para resaltar. Las escenas de acción están bien, los efectos se dejan ver (salvo algunos personajes en CGI, como siempre), la música de Alan Silvestri no es nada memorable, pero estos nunca fueron los fuertes del MCU. Lo suyo son los personajes con los que nos encariñamos y sufrimos, el humor bien llevado y los relatos concretos y superheroicos al extremo. “Avengers: Infinity War” cumple con todos los requisitos, pero está por verse qué lugar ocupa en la historia del género.
DESAPARECIÓ UNA NOCHE ciudad del mundo. Tal vez es culpa de otras producciones que caen demasiado en estereotipos, pero nos acostumbramos a un “cine local” ampliamente reconocible desde su lenguaje y personalidad, de los cuales “Perdida” carece un poco. Igual, estos son detalles de estilo y percepción que poco tienen que ver con la trama. Por ese lado, el director y los guionistas (Jorge Maestro, Mili Roque Pitt y el mismo Montiel) logran construir el suspenso y una historia que se va desarrollando poco a poco, develando diferentes giros, algunos más acertados que otros. En resumen, “Perdida” es una buena película policial pergeñada para un mercado comercial y un público masivo acostumbrado a la violencia y las tramas truculentas que acompañan al género, aunque no se la juega al 100% con los temas más profundos que enarbola. La elección de los actores no es mala, sólo que se quedan cortos a la hora de crear esa empatía necesaria, justamente, porque se los percibe un tanto “artificiales”, algo que puede resultar muy bien en el papel, pero no en la pantalla grande. LO MEJOR: - Una historia accesible pensada para el público masivo. - Algunos climas que genera. - La crudeza de la trata. LO PEOR: - Las actuaciones no terminan de convencer. - La falta de personalidad del relato.
THE KING OF KONG The Rock, bichos gigantes, experimentos genéticos, destrucción... en esta no te banco. Olvidémonos por un momento que “Rampage: Devastación” (Rampage, 2018) está basada (muy libremente) en el videojuego homónimo de Midway Games. La ventura dirigida por Brad Peyton, que ya había hecho yunta con The Rock en “Viaje 2: La Isla Misteriosa” (Journey 2: The Mysterious Island, 2012) y “Terremoto: La Falla de San Andrés” (San Andreas, 2015), entra de lleno en el género de cine catástrofe, la ciencia ficción y los monstruos, pero no le llega ni a los talones a todas esas películas (“King Kong”, “Godzilla”, “Jurassic World”) que trata de emular con su cóctel de CGI y súper acción. Todas las historias de Peyton tienen algo en común: su bajísima calidad narrativa y visual, y el hecho de que todas son una excusa para el lucimiento de la musculatura de su protagonista principal, Dwayne “The Rock” Johnson. Nadie puede negar el carisma del ex luchador de la WWE, o su espíritu trabajador (ya perdimos la cuanta de cuantas películas realiza en un año), pero su rango actoral es bastante limitado, y sus personajes ya se convirtieron en un estereotipo en sí mismos. Acá no hay excepción, Davis Okoye (Johnson) es un primatólogo (ex miembro de las Fuerzas Especiales, ja) dedicado 100% a los animalitos y a detener la caza furtiva. Su relación más duradera la tiene con un gran gorila albino, George, al que rescató de chiquito y al cual ha cuidado desde entonces. Mientras tanto, en algún lugar del espacio, a bordo de una estación espacial, se lleva a cabo un experimento que se sale de control. Ninguno de los científicos logra salvarse de la inminente explosión, pero muchas de las muestras caen en diferentes lugares del suelo Norteamericano, haciendo contacto con varios animales salvajes, incluyendo al monito de Okoye. Tras entrar en contacto con el agente patógeno –un ensayo llevado a cabo por la compañía de los odiosos hermanos Claire (Malin Akerman) y Brett Wyden (Jake Lacy), con la intención de crear armas genéticas-, el gorila adquiere una personalidad más agresiva y salvaje, sin mencionar que empieza a aumentar de tamaño indiscriminadamente. Con el bichito fuera de control, empieza la cacería: por un lado Davis y su gente, por el otro las autoridades gubernamentales encabezadas por Harvey Russell (Jeffrey Dean Morgan), además de los Wyden que mandan a su propio equipo paramilitar para recuperar las muestras antes de que alguien los descubra y los pueda acusar de sus actividades non santas. Para eso está la doctora Kate Caldwell (Naomie Harris), quien supo crear el estudio para intentar ayudar a su hermano, pero terminó en la cárcel por culpa de los malévolos hermanos. Caldwell y Okoye van a tener que unir fuerzas y viajar hasta Chicago para tratar de encontrar una cura para George… y evitar que un lobo y un cocodrilo, ahora gigantes y mutantes, destruyan todo a su paso. Hay dos maneras de encarar “Rampage”: desconectar el cerebro y disfrutar (en lo posible) de una aventura sin pies ni cabeza, llena de huecos argumentales, lugares comunes, estereotipos, abuso de tropos y chistes de dudosa calidad (sí, el mono “habla con señas”, así que imaginen los momentos hilarantes), unos efectos especiales horrendos y la distintiva personalidad de The Rock. La otra opción: volver a ver “Un Lugar en Silencio”, “Proyecto Florida”, “Ready Player One” o cualquiera de las buenas películas que ofrece la cartelera local en estos momentos. ¿Se entiende? “Rampage” es puro pochoclo, pero pochoclo del malo. El mismo de “Baywatch”, “Geotormenta” o las últimas entregas de “Transformers”, que creen que con romper todo y un par de chistes para adolescentes conforman a las audiencias. Por suerte, esta tendencia está cambiando y el público empieza a notar la diferencia, pero los grandes estudios prefieren gastar millones en estas huevadas y no apostar por historias más interesantes y originales. Ojo, no es culpa de la Roca, o el resto de los involucrados, pero esta gente sabe leer un guión y aceptaron cobrar millones para aparecer en semejante paparruchada. Así que, háganse cargo de este muerto narrativo que, posiblemente, corra una suerte similar en la taquilla si la crítica y los espectadores no la acompañan. Obviamente, “Rampage” no se toma en serio a sí misma (bueh, no se toma en serio absolutamente nada), pero tampoco llega al nivel de sátira y consumo irónico que necesitamos para compartir la complicidad de este juego (¿alguien dijo “Sharknado”?). Su historia, sus personajes mal desarrollados -un Dwayne Johnson todo ternura, una villana súper malvada, un Jeffrey Dean Morgan que no puede despegarse de Negan-, ni siquiera estos monstruos enormes tienen mucha coherencia si nos ponemos a pensar cómo es que el resto cambia de apariencia y adquiere otras características animales, mientras que George sólo crece por metro. Disculpen por querer encontrarle lógica a tres animalitos mutantes, pero si pensamos en Kong, Godzilla o cualquiera de sus parientes de la pantalla, descubrimos que hay un esfuerzo para darle sentido a su existencia, más allá de la destrucción masiva y el disfrute cinematográfico. Como diría Karina Jelinek, en este caso, lo dejo a su criterio. Desde hace rato me resulta imposible disfrutar y recomendar estas historias descerebradas que desbordan de clichés y perpetúan estereotipos gastados y demodé que ya no se bancan. Películas donde la misoginia, como en “Jurassic World”, está de más, aunque provoque carcajadas entre el público (¿?); y donde un muchacho musculoso (y en apariencia indestructible) arriesga todo para salvar al mundo. LO MEJOR: - Te hace apreciar los clásicos de monstruos. - Con suerte zafamos de una secuela. LO PEOR: - Tenemos que dejar de The Rock por lo menos dos años. - Este tipo de películas. - Media pila con el CGI, muchachos.
SILENCIO, POR FAVOR Terror del bueno, de la mano del tipo más impensado. “El futuro del terror está en manos de actores de comedia”. What? Sí, recuerden estas palabras; después del exitazo de Jordan Peele y ¡Huye! (Get Out, 2017), John Krasinski –el Jim Halpert de “The Office”- nos regala otra grata sorpresa del género con esta, su tercera película tras las cámaras. Krasinski produce, dirige, coescribe (junto a Bryan Woods y Scott Beck) y protagoniza “Un Lugar en Silencio” (A Quiet Place, 2018), thriller dramático y terrorífico, de esos que emocionan y te ponen los pelos de punta por partes iguales. El realizador se agarra de un presupuesto acotado (unos 17 millones de dólares) y una premisa que no es lo más original del mundo, pero nos da una clase magistral de narrativa audiovisual (con acento en lo visual y lo sonoro), y de cómo se puede crear una obra casi perfecta a partir de esos lugares comunes del género, gracias a sus climas, la tensión incesante y la humanidad de un cuarteto actoral que queremos seguir viendo en la pantalla. Estamos en un alternativo 2020 donde el mundo sucumbió tras el ataque de unas feroces criaturas, totalmente ciegas, pero con la capacidad de rastrear a cualquiera de sus víctimas a partir del más mínimo sonido. Entre los pocos sobrevivientes de las afueras de Nueva York se encuentran los Abbott, familia de cinco que aprendió a tomar sus precauciones y mantener una vida silenciosa en medio del campo. En una de sus tantas excursiones al centro del pueblo en busca de provisiones los golpea la tragedia, pero Evelyn (Emily Blunt) y Lee (Krasinski) deben seguir adelante por el bien de sus hijos mayores, Regan (Millicent Simmonds) –que además es sorda, como la actriz que la interpreta- y Marcus (Noah Jupe). Un año después, los Abbot llevan una existencia (medieval) lo más normal posible, bajo las circunstancias, manteniendo las actividades en silencio absoluto y preparándose para la llegada de un nuevo bebé. Saben que sus movimientos no pasan desapercibidos, ya que hay tres monstruos en la zona, al asecho constante esperando para atacar cuando llegue el descuido. Tanto Lee como Evelyn hacen lo posible para mantener la calma e instruir a sus hijos para que puedan sobrevivir, incluso en un futuro cercano del que ellos podrían no formar parte. Se nota que hay una estructura bien organizada y cuidadosa donde, básicamente, papá vigila e investiga y mamá se encarga de la casa (aunque todos los roles están compartidos), pero también hay pequeños lugares para el afecto, las culpas y los miedos que, por momentos, pueden desequilibrarlo todo. Krasinski consigue plantear un escenario desolador y apocalíptico con una gran economía de recursos, pero su logro más grande llega, justamente, por el lado de su premisa silenciosa y la necesidad narrativa de decir mucho (o poco) sin ninguna palabra. Hay lenguaje de señas, hay sonidos casi imperceptibles, hay gestos y miradas, y así va construyendo una atmósfera de tensión digna de las mejores películas del género; aunque nunca descuida la humanidad de sus personajes, vulnerables, corajudos e imperfectos. Entre monstruos violentos venidos de quién sabe dónde y un gore bien insinuado, la historia rescata el espíritu de supervivencia, y más que nada, los sacrificios que uno está dispuesto a hacer por las personas que ama. “Un Lugar en Silencio” se centra en esta dinámica familiar, estos cuatro seres humanos tan diferentes, que se quieren, pero a veces no pueden evitar pensar en escapar de todo. Krasinski no necesita contarnos todos los detalles ni el origen de está “invasión”, eso no es lo importante. En cambio, nos da suficientes datos (casi los mismos que a los personajes) para entender lo que pasa y salir adelante en medio del caos. Juega con los convencionalismos del género, pero nunca cae en esos clichés tan detestables, incluso sus protagonistas más jóvenes son increíbles, refutando esa vieja teoría de que no hay que trabajar con niños molestos. Nada más alejado de la realidad de “Un Lugar en Silencio”, donde estas personitas nos arrancan lágrimas con sus pequeñas (pero importantes) disyuntivas. El realizador logra transformar una puesta en escena desoladora en algo más familiar y acogedor, al menos, hasta que la cosa se pone más intensa y peligrosa. Su economía vocal se compensa con un gran diseño de sonidos (y silencios) y la banda sonora de Marco Beltrami (“Logan”), tal vez, el lugar más común que tiene la película. Este detalle no le resta puntos a una gran obra que consigue cada uno de sus objetivos, y le sigue apostando a un género que, de a poco, se vuelve a ganar el favor de la crítica y del público más sofisticado. La importancia narrativa de “Un Lugar en Silencio” no reside en el diseño de las criaturas (muy bien logrado, por cierto), en cómo los Abbott van a poder zafar de ellas o qué le depara el futuro a la raza humana. Krasinski y compañía no se detienen en lo macro, sino en las pequeñas cosas, el día a día de la supervivencia hasta que llega la amenaza inminente, sensaciones y momentos con los que podemos identificarnos, simplemente, por el buen planteamiento de la historia y sus personajes. La química entre John y Emily es perfecta (más allá de ser pareja en la vida real), los pequeñines son una goleada (también lo mejor de “Suburbicon” y “Wonderstruck”, sus películas anteriores, por si quieren chequearlo), pero es el conjunto y los diferentes momentos de tensión que va creando lo que la convierten, hoy, en una de las mejores películas del 2018. LO MEJOR: - Su mezcla de terror y humanidad. - La economía de recursos. - Un gran cuarteto actoral. LO PEOR: - Imposible no hacer ESA comparación con “Marcianos al Ataque”. - Que Krasinski no se dedique a esto a tiempo completo.
EL LUGAR MÁS FELIZ DE LA TIERRA Una de las mejores películas del año pasado llega finalmente a las salas. Tarde pero seguro : ( Sean Baker comenzó a llamar la atención de la crítica con “Tangerine” (2015), esa hermosa odisea navideña protagonizada por una prostituta trans en busca de revancha amorosa, filmada magistralmente con apenas cien mil dólares y unos cuantos teléfonos celulares. La economía de recursos y el corazón de esta historia pusieron al director y guionista en ese lugar preferencial que nos obliga a querer ver/saber que le depara su futuro cinematográfico. Con mucho más presupuesto (unos dos millones de dólares), una cámara de 35mm, actores con cero experiencia y el mismo espíritu independiente, Baker continuó su carrera con “Proyecto Florida” (The Florida Proyect, 2017), un drama que muestra las miserias de cierta parte de la sociedad norteamericana, pero desde la visión inocente y un tanto aventurera de Moonee (Brooklynn Prince), una nena de apenas seis años que atraviesa despreocupadamente las vacaciones de verano junto a sus amiguitos de “departamento”. ¿Será por esto que la Academia le dio un poquito la espalda a una de las mejores películas del año pasado? Sí, Willem Dafoe se llevó su merecida nominación como actor de reparto, pero la minimalista historia de Baker, su guión, su fotografía naturalista… merecían más reconocimiento a la hora de repartir las estatuillas. Lamentablemente, llega tardísimo a las salas locales, pero si se saltaron el Torrent, bien vale pasar por los cines con varios pañuelitos en mano. Moonee vive con su mamá Halley (Bria Vinaite) en un motel barato de la zona menos agraciada de Orlando, Florida, aunque a pasitos de Walt Disney World, donde los visitantes se abstraen del mundo y disfrutan su estancia en “el lugar más feliz de la Tierra”. Con su corta edad a cuestas, la nena y sus amiguitos casuales se alejan de la poca (bah, nula) supervisión de los mayores y exploran, juegan, disfrutan durante las vacaciones. Moonee heredó los malos modales y la actitud rebelde de su joven progenitora, que se dedica a vivir un tanto de la caridad o de venderles chucherías a los turistas de los hoteles de la zona. Hay algo de fantasía y mucha ingenuidad en la actitud de Moonee que sabe, pero no entiende realmente la precariedad de su situación económica, pero mucho menos la “educativa”. Su madre es irresponsable, irrespetuosa con casi todos los que la rodean, aunque se asegura que no le falte nada, sobre todo un techo y comida. Bobby (Dafoe), el gerente del motel, juega un papel fundamental al respecto, manipulando un poquito las reglas y permitiendo que gente como Halley pueda permanecer en las habitaciones más allá del tiempo estipulado. Magic Castle (así el nombre de este pintoresco establecimiento) carece de lujos y no es la primera elección de los turistas, pero él se encarga de mantenerlo como si lo fuera, y de cuidar a sus huéspedes, sean de la condición que sean. Bobby trata de no involucrarse, ni tomar partido por cada una de las situaciones que se le presentan, pero está claro que tiene sus límites y cierta debilidad por estos pequeñines sin supervisión, y por sus padres sin rumbo fijo. Un Willem Dafoe tan relajado y contenido que nos hace olvidar de todos esos papeles más histriónicos por los que es tan reconocido. Otro de los grandes aciertos del director que, a esta altura, entendemos que puede lidiar con cualquier reto interpretativo, sólo hace falta ver/sentir lo bien que “actúan” esos chicos. Baker nos pone, de alguna manera, en el lugar del gerente. Nuestra empatía juega un papel importantísimo para relacionarnos con los personajes, aunque algunos, como Halley, nos caigan para el ojete. No es nuestro trabajo juzgarla (sabemos que ella también fue una Moonee en su momento), pero tampoco podemos hacer la vista a un lado, ni celebrar sus irresponsabilidades. Por eso el punto de vista siempre está puesto sobre esta nena que sale a “vivir aventuras”, inconscientemente, para evitar la realidad que la rodea. Claro que llega el momento de poner los pies sobre la Tierra, y ese es el instante más sincero (dentro de una película súper sincera) de “Proyecto Florida”. Baker no tiene la necesidad de echar mano a golpes bajos, en cambio, la naturalidad con la que se dan los acontecimientos emociona mucho más que cualquier otro recurso narrativo. Eso sí, todo recae sobre Prince (y el director que guió sus pasos) que se merece todos los elogios y los aplausos. Lo que logra el realizador con las imágenes y, por momentos, con esa cámara en mano curiosa, merece un párrafo aparte. Baker encuentra belleza y emoción incluso donde no la hay, y juega constantemente con los contrastes (visuales y sociales, obvio). “Proyecto Florida” es una odisea fantástica, más allá de que no hay fantasía de por medio, pero el realizador nos hace creer (al igual a que sus jóvenes protagonistas) que pueden existir esos duendes y esa olla de oro al final del arcoíris. Pocas veces un drama resulta tan reconfortante, a pesar de las miserias que plantea. La idea del director no es ser condescendiente, tampoco crítico, ni mucho menos, simplemente mostrar la realidad desde otra perspectiva y pegarnos donde más nos duele: la vida misma. Imposible despegar estas situaciones de las nuestras, porque no hace falta irnos hasta Orlando para atestiguar estas desigualdades socioeconómicas o encontrar una “Moonee” vagando por los andenes del subterráneo de Buenos Aires. ¿La diferencia? La honestidad, la belleza y la visión de un realizador como Sean Baker. LO MEJOR: - La destreza visual de Sean Baker. - Moonee, siempre Moonee. - Nos encanta este Willem Dafoe paternal. LO PEOR: - Que llegue tan tarde a las salas. - Que Baker no pueda abandonar el circuito independiente a la hora de los premios.
A MI JUEGO ME LLAMARON Spielberg encontró la historia a su medida y , de paso, malcría a nuestro niñito interior. Venimos de una seguidilla de series de TV y películas que se agarran con uñas y dientes del “rescate emotivo” y la nostalgia por las décadas del ochenta y noventa, con la única excusa de plagar sus historias de un sinfín de referencias para, muchas veces, congraciarse con el espectador, y muy pocas en beneficio de la trama. Si nos ponemos a hilar (no tan) fino, muchos de estos “guiños” provienen de una sola mente maestra: la de Steven Spielberg, gran artífice de la cultura pop de dichos años, y sí, dueño absoluto de nuestra infancia nerda. Entonces, ¿quién mejor que él para hacerse cargo de la adaptación cinematográfica de “Ready Player One (2011), el best seller de Ernest Cline, convertido en ‘guía espiritual’ para cualquier geek que se precie como tal? La novela de ciencia ficción le cae como anillo al dedo al realizador, no sólo por ese universo de referencias al cual está tan acostumbrado, sino por sus entrañables personajes y un mensaje digno de esparcir en pleno siglo XXI, no tan diferente al de sus clásicos más celebrados. “Ready Player One” (2018) es futurista, un despliegue casi inabarcable de efectos especiales, pero igual conserva el corazón spielbergiano intacto, ese mismo que sabe entretener (y deslumbrar) a nuestro niñito interior. Estamos en el distópico 2045, en una Oklahoma City que, como gran parte del planeta, sufre las consecuencias socioeconómicas causadas por la crisis energética, el agotamiento de los recursos naturales, la sobrepoblación y todas esas cosas que, creemos que nunca nos van a pasar. Wade Watts (Tye Sheridan) perdió a sus padres cuando era chiquito y ahora vive con su tía en un distrito bastante pobre de remolques apilados hasta las nubes. Su única escapatoria de esta horrendo entorno -como el de la mayoría de la población- es el OASIS, un “jueguito” de realidad virtual que fue evolucionando hasta convertirse en un universo totalmente inmersivo donde la humanidad prefiere pasar la mayor parte de sus horas. Cualquier fantasía se puede hacer realidad y los límites los pone la propia imaginación del usuario, claro que como cualquier ficción tiene sus reglas y requiere del equipo adecuado, y las habilidades del “jugador” para recolectar diferentes ítems de interés y no perder vidas, ni moneditas, por el camino. Pero desde la muerte de James Halliday (Mark Rylance), creador de OASIS, Wade y otros miles (¿millones?) de usuarios tienen un nuevo incentivo para vagar por los múltiples escenarios de este universo virtual. Halliday, todo un nerd fascinado con la década del ochenta (y noventa, digamos), no dejó herencia alguna, pero sí un easter egg escondido dentro de su propia creación que le dará al que lo encuentre la posibilidad de acceder a su inmensa fortuna, pero más que nada, al control de OASIS. Así, Watts, como tantos otros, se convierte en “gunter” (egg hunter), un buscador de pistas y tesoros que lo ayuden a encontrar esta gran recompensa. En el mundo real, Wade estudia las pasiones y el diario de su ídolo (“Anorak's Almanac”), mientras que en el mundo virtual, hace de las suyas de la mano de Parzival, un avatar mucho más canchero y extrovertido que su homólogo de carne y hueso. Wade no es el único experto en cultura pop de los años ochenta. Hay muchísimos como él, y no todos tienen las mismas buenas intenciones de fama y fortuna. Ahí es donde entra en juego (ja), Nolan Sorrento (Ben Mendelsohn), jefe de operaciones de Innovative Online Industries (IOI) y competidor directo de Halliday, que quiere quedarse con su propiedad y monetizarla, obviamente. Para ello cuenta con los Sixers, gunters profesionales, y todo un equipo de apoyo y estudio sobre los fetiches ochentosos. “Ready Player One” (2018) es, básicamente, una búsqueda del tesoro cinematográfica que toma como base las reglas de cualquier videojuego. A la larga, Wade termina haciendo yunta con sus amigos virtuales -Aech, Daito y Shoto- y encuentra en Art3mis (Olivia Cooke), una Gunter más combativa, algo más que una aliada. Juntos irán encontrando las llaves que James dejó por el camino, pero tendrán que asumir los riesgos más reales cuando Sorrento quiera echar mano de sus logros y ganarles la partida. Spielberg hace lo que mejor le sale: abraza la aventura hecha y derecha, y celebra la cultura pop, un poquito dejando afuera su propia obra (nunca fue egomaníaco), pero no la de sus contemporáneos. “Ready Player One” es un desfile de referencias infinitas (una cacería de easter eggs dentro de una cacería de easter eggs para el espectador avezado, imposible de listar) donde cada pieza del rompecabezas tiene su propósito, su homenaje y reconocimiento. Al igual que Cline, Esteban está dispuesto a congraciar al espectador con todos estos personajes conocidos y guiños varios (ah, y no nos olvidemos de una genial banda sonora), pero nunca descuida una trama llena de acción, un poquito de suspenso y romance, y un mensaje que, al igual que el easter egg de Halliday, hay que descubrir después de atravesar unos cuantos obstáculos. El universo que plantea -junto con el guión de Zak Penn (“El Último Gran Héroe”) y el mismo Ernest Cline- es mucho más rico, interesante y efectivo en el plano virtual que en la realidad de Oklahoma; pero “Ready Player One” también es una historia de contrastes donde, finalmente, lo tangible cobra más relevancia que la fantasía escapista. Spielberg no necesita figuras súper reconocidas para cargarse al hombro esta aventura, aunque Sheridan (la versión más actual del Cyclops cinematográfico) y Cooke se lucen más desde su avatares, que de sus personajes de carne y hueso. No ocurre lo mismo con el genial Mark Rylance, el nuevo fetiche del director, que eleva cualquier película donde aparece; o el malo siempre malo de Mendelsohn (seguro que en la vida real es un divino), un antagonista que no tiene nada de bidimensional. No queremos spoilear nada porque “Ready Player One” debe ser descubierta nivel por nivel como bien lo plantea el director, que de paso aprovecha y se aparta un poquito del relato original. Steven nos sumerge en este mundo maravilloso, ficticio, sí, y recargado de CGI (buen CGI), pero muy bien delineado, y nos deja convertirnos en gunters de su propia aventura. Esas referencias y pistas son para Parzival y compañía, pero también lo son para nosotros; para recordarnos de dónde venimos, esas cosas que nos definen y, por supuesto, proveernos del escape perfecto para nuestra propia rutina, aunque más no sea, por un par de horas en la sala oscura de un cine. Ojo, en medio de la acción desenfrenada y los escenarios virtuales también se permite la reflexión y la crítica hacia las corporaciones, el consumismo y, más que nada, la relación del creador con su obra. A esto se dedica Spielberg desde la década del setenta y siempre cumple, ahora además, se despachó con una gran película de videojuegos (a no confundir con adaptación) de esas que tanto nos gustan por acá. LO MEJOR: - Spielberg apuntando directamente a nuestro corazoncito nerd. - El universo virtual que plantea. - Entender la importancia de la realidad. LO PEOR: - Que obvie las referencias spielbergianas. - La falta de desarrollo del mundo real.
PÁNICO ESCÉNICO Valeria Bertuccelli debuta como directora con este dignísimo drama con toques de absurdo. En lo que va de 2018, todavía no tuvimos ninguno de esos “estrenos fuertes” nacionales. “La Reina del Miedo” (2018) podría cambiar este panorama, de la mano del debut tras las cámaras de Valeria Bertuccelli. La actriz codirige (junto a Fabiana Tiscornia) y protagoniza este drama centrado en Robertina, exitosísima intérprete que está a pocas semanas de estrenar un unipersonal y sus ansiedades la empiezan a devorar peligrosamente. Tina es atolondrada, hiperquinética y tiene tatuada la palabra procrastinación a lo largo y ancho de toda su frente. La gente que la conoce le tiene la debida paciencia, pero está llegando a un punto donde estas actitudes comienzan a afectar su vida, su trabajo y a las personas que la rodean. La ansiedad se manifiesta en angustia, pánico, todo tipo de fobias y paranoia, síntomas que se elevan a la enésima potencia cuando los problemas de salud de un querido amigo (Diego Velázquez) se agravan y ahí, sin previo aviso y de manera espontánea, pone todo en suspenso y viaja rumbo a Dinamarca para acompañarlo, tal vez, en sus últimos días. Ni así, logra poner sus asuntos en orden, no está acá ni está allá. En Buenos Aires, sus productores la reclaman, a días del estreno de una obra de la que nadie sabe muy bien de qué se trata. Hay asuntos domésticos sin resolver, y un marido que está de viaje… o que la abandonó, ni ella lo sabe realmente. Y Tina sigue retrasando, sus actividades, sus ensayos, sus decisiones. “La Reina del Miedo” arranca como una historia (casi) de suspenso, tras un corte de luz en casa de la actriz, que le pone los pelos de punta. Pronto descubrimos que estos “miedos” y esta necesidad de atención pasan por otro lado, pero tampoco es simple histeria femenina. Robertina es capaz de alterar a cualquiera, incluso al espectador cinematográfico, pero Bertuccelli la humaniza a lo largo de cada una de sus escenas y nos permite ir retirando las capas hasta descubrir la fragilidad y las inseguridades que esconde. No por nada, la protagonista se trajo un premio actoral tras su paso por el último Festival de Cine de Sundunce. Como Tina, es el centro de la historia alrededor del cual giran todos, muchas veces, un tanto desconcertados; y otras tantas, entendiendo sus problemas, incluso, mejor que ella misma. Bertuccelli y Tiscornia logran climas fabulosos, pasando del suspenso al absurdo casi sin escalas. Sí, en “La Reina del Miedo” hay momentos dramáticos, risas incómodas y algunas bizarreadas, y todo logra convivir de forma natural en el mismo universo que rodea a la protagonista. Robertina vive situaciones súper mundanas con jardineros o la chica que trabaja en su casa; se sincera cuando está relajada, o llega al extremo de la irracionalidad cuando los miedos la desbordan. Cada una de estas sensaciones se refleja en la pantalla, apuntaladas por una gran banda sonora (la de Vicentico, obvio) y una puesta en escena donde la casa de Robertina juega un papel más que importante. Eso, cuando los PNT no interfieren con la trama, uno de los desaciertos y tropiezos del principio de la película, al incluir a la “compañía de seguridad” dentro de la narración con la única excusa para nombrarla descaradamente. Entendemos que estas ayudas económicas son importantes para la realización cinematográfica, pero Marcelo Tinelli (como productor) no es nada sutil a la hora de encontrar “auspiciantes”. Un detalle que podría ser menor, pero molesta y nos aleja en primera instancia. Por suerte, al rato Bertuccelli inunda cada recuadro y nos olvidamos de estas atrocidades. No hay ninguna otra actuación que realmente sobresalga más allá de la protagonista. Hay interpretaciones correctas como la de Velázquez, algunas un tanto exageradas y estereotipadas, pero todo suma para recrear la psique proyectada de Robertina. Tal vez, estamos más acostumbrados a ver a Bertuccelli en el típico papel hilarante de minita alterada en comedias pasatistas. Acá se agarra de esos mismos elementos y los resignifica, pero además se muestra más vulnerable e inestable, y agrega trastornos mentales reales y dolorosos que, muchas veces, esta sociedad confunde con simple histeria. La película no profundiza específicamente en estos temas, pero nos deja diferenciarlos junto a Robertina. No es casual que Bertuccelli (también guionista) haya elegido a una actriz exitosa como personaje principal que, además, carga con el peso de la creación artística, imposible de concebir en semejante estado psicológico. ¿O sí? Habrá que ver si las experiencias le ayudan o no, si es capaz de exteriorizar todos sus miedos y ansiedades, y transformarlos en algo productivo y positivo; o si va a terminar avasallada por esa angustia que no termina de asimilar del todo. “La Reina del Miedo” es inconsistente desde su narrativa, abusa de algunos recursos y muchas veces se pierde en detalles banales que nos llevan por callejones sin salida. Su punto más fuerte es Bertuccelli como protagonista absoluta que, al igual que la obra que se representa en pantalla, la pone al frente y al centro de su propia criatura. LO MEJOR: - Valeria Bertuccelli es un tesoro nacional. - Una gran puesta en escena. - La banda sonora de Vicentico. LO PEOR: - Que la trama muchas veces desvaría, como su protagonista. - Esos chivos son muy molestos, muchachos.
CANCELAME EL APOCALIPSIS En el año 2013 Guillermo del Toro se despachó con “Titanes del Pacífico” (Pacific Rim), su peculiar crossover entre las clásicas películas de monstruos japonesas y las historias de mechas, reminiscencias de esas series de acción animadas con las que crecimos desde chiquitos. El realizador mexicano se dio el lujo de jugar con sus queridas criaturas, con los convencionalismos del género y, de paso, despertar pasiones entre los nerdos más nerdos que nos emocionamos cada vez que vemos a un bicho gigante dándose tortazos con un robot de su misma altura. El reciente oscarizado director dio un paso al costado para esta secuela, y aunque su nombre figura en los títulos como productor y artífice de la idea original, poco y nada queda de su visión y su esencia, aunque “Titanes del Pacífico: La Insurrección” (Pacific Rim: Uprising, 2018) tiene sus propios méritos a la hora de la acción, el entretenimiento y los efectos especiales. Pasaron unos diez años desde que Raleigh Becket (Charlie Hunnam), Mako Mori (Rinko Kikuchi) y Stacker Pentecost (Idris Elba) cancelaron el apocalipsis, cerrando la Brecha del Océano Pacífico que permitía a los kaijus atravesar el portal y llegar hasta nuestro mundo para destruir todo a su paso. Mientras el planeta se recupera, la Pan Pacific Defense Corps. sigue reclutando cadetes, aunque la tecnología del enlace, y los pilotos en sí, pronto puedan quedar obsoletos debido al desarrollo de nuevos drones que, tranquilamente, se podrían ocupar de una nueva invasión. Lejos de los robots y los programas de entrenamiento tenemos a Jake Pentecost (John Boyega), hijo del general, que hizo todo lo posible para NO seguir los heroicos pasos de su padre. Bah, al menos lo intentó, pero cuando no pudo decidió bajar los brazos y dedicarse a la vida licenciosa y los delitos menores, como contrabandear con restos de jaegers, muy populares en el mercado negro y para aquellos que ilegalmente intentan construir sus propias máquinas de defensa. En medio de uno de sus “trabajitos”, Jake se cruza con Amara Namani (Cailee Spaeny), una adolescente huerfanita que, como él, creció durante la guerra, perdió a su familia y desde entonces vive de forma independiente robando tecnología para poner a punto al jaeger que logró construir, un “enano deforme y simpático” apodado Scrapper que no necesita de dos pilotos para salir al ruedo. El encuentro termina con los dos tras las rejas y pocas opciones: la cárcel o la PPDC. Para la nena, un sueño hecho realidad; para Pentecost, unos zapatos muy grandes que llenar. Jake está demasiado grande para volver al entrenamiento que alguna vez abandonó, pero ahora tendrá a su cargo el adiestramiento de una nueva camada de jóvenes pilotos, además de lidiar con Nate Lambert (Scott Eastwood), ex compañero y nuevo supervisor. Acá no hay mucho misterio. La cancherés e irresponsabilidad de Jake no encajan en el programa, al igual que la falta de experiencia de Amara. Pero no hay mucho tiempo para batallar con estos sentimientos ya que en medio de una demostración de los drones, uno de los jaegers se vuelve loquito, atacando civiles y haciendo destrozos por su cuenta en la ciudad de Sídney. Sí, hay olorcito a kaiju detrás de esta amenaza y no va a pasar mucho tiempo hasta que los pilotos deban alistarse para frenar una nueva invasión a través de la brecha. Steven S. DeKnight, más conocido como productor televisivo de “Dardevil”, entre otras cosas, debuta tras las cámaras y no se priva de sacar a pasear toda la parafernalia hollywoodense. El realizador y sus guionistas -Emily Carmichael, Kira Snyder y T.S. Nowlin- deciden apuntar a un público más joven con un elenco acorde a las circunstancias, por si el homenaje a “Neon Genesis Evangelion” se había quedado un poco corto con su antecesora. El verdadero problema de “Titanes del Pacífico: La Insurrección” es que se enfoca demasiado en crear este nuevo universo más allá de sus protagonistas originales –la única que sobrevivió es Mori, Hermann Gottlieb (Burn Gorman) y Newton Geiszler (Charlie Day), en ningún momento nos dicen que ocurrió con Becket-, y se olvida de lo que realmente importa: el enfrentamiento entre monstruos y robots gigantes. Algunas partes de su argumento están agarradas de los pelos, pero igual logra buena química entre sus protagonistas, la introducción de algunos toques de humor que no se ven tan forzados (bueno, casi todos), y le pone mucha onda al funcionamiento de estos nuevos y mejorados jaegers (amor infinito por Gipsy Avenger y Saber Athena), siempre desde la perspectiva de los pilotos y lo que ocurre dentro de la cabina. La película grita pochoclo a los cuatro vientos y cumple su cometido de entretener y romper todo como cualquier buen ejemplar del cine catástrofe. Mantiene su estilo cosmopolita y la diversidad de su elenco como bandera (todos unidos para salvar al mundo sin importar la nacionalidad), aunque carece de la humanidad de del Toro y de la épica banda sonora de Ramin Djawadi. Por suerte, Lorne Balfe lo compensa a su manera, como todo en esta historia, con un toque más modernoso y tecnológico, alejándose del steampunk y el “tradicionalismo” del realizador latinoamericano. Punto a favor para el equipo de efectos especiales que logra calidad y detallismo digital sin convertir toda la imagen en un amasijo metálico sin sentido (te estamos mirando a vos “Transformers”). Y claro, para Boyega, que esto de “salvar el día” ya le sale de taquito. Lo del inglés es natural y no necesita reforzar el heroísmo para lucirse en la pantalla. Hace lo mejor que puede con un guión bastante genérico, pero le calza muy bien esto de ponerse al frente de una nueva franquicia. “Titanes del Pacífico: La Insurrección” podría haber sido una gran secuela para la maravilla lúdica que nos regaló Guillermo (dale, que todos salimos del cine con ganas de jugar con nuestros muñequitos). Lamentablemente se queda por el camino debido a una historia recargada de giros argumentales en vez de concentrarse en lo fundamental: mechas, kaijus y cosa golda. LO MEJOR: - El carisma de Boyega. - Esos jaegers sí se pueden ver. - Al fin un CGI que no apesta. LO PEOR: - ¿Dónde están esos kaijus? - Menos cháchara y más pelea, muchachos.
A INDIANA JONES LE GUSTA ESTO Llega una nueva versión de Lara Croft y no tiene nada que ver con Angelina. El panorama protagónico-femenino-cinematográfico cambió bastante desde que Anjelina Jolie se calzó los zapatos de Lara Croft, allá por el año 2001. Las superheroínas, y las heroínas en general, vienen copando la pantalla cada vez con más fuerza (y éxitos), cargadas de vulnerabilidad, humanidad, destrezas y mucho girl power; y no tanto con esa sexualidad y lugares comunes que se esperan de ellas. “Lara Croft: Tomb Raider” (2001) respondía a otros estándares y “requisitos” de la época, por eso le queda tan bien esta refrescada de cara y actitud, que van más allá de una simple adaptación videojueguil. “Tomb Raider: Las Aventuras de Lara Croft” (Tom Raider, 2018) hace borrón y cuenta nueva, toma como punto de partida la versión gamer de 2013, y se concentra en la aventura hecha y derecha, mucho más que en satisfacer las necesidades de los jugadores que gustan de la buscadora de tesoros, según el libro Guinness de los récords: “La heroína humana más exitosa en la historia de los videojuegos”. Con apenas unos pequeños trabajitos en su currículum, el director noruego Roar Uthaug debuta en Hollywood con esta historia de origen, y una Lara (Alicia Vikander) bastante joven y rebelde que se niega a aceptar la muerte de su padre y, por ende, su herencia y su compañía. Mientras tanto, vive como puede, dedicándose al delivery de comida por las callecitas de Londres, al mismo tiempo que se mantiene bien en forma y me mete en cuanto problema se le cruza. Papá Richard Croft (Dominic West) desapareció hace siete años y, desde entonces, Lara quedó al cuidado de su socia Ana Miller (Kristin Scott Thomas), quien ahora la alienta a aceptar el legado y seguir adelante con su vida. Lo que también recibe en la volteada es un acertijo y una llave que la lleva derechito hasta la oficina secreta de su padre, y una segunda vida que la chica desconocía. Richards se había obsesionada con el mito de la reina Himiko que, según dice la legenda, tenía el poder sobre la vida y la muerte, y fue confinada a pasar la eternidad en la isla de Yamatai para evitar que extendiera su mortífero dominio alrededor del globo. La investigación de Croft se cruzó con una peligrosa organización llamada Trinity que quiere echar mano del cuerpo (y el poder) de Himiko, por eso dejó especificaciones para que Lara destruyera cada pieza de su indagación. Pero la curiosidad de la chica es más fuerte, y decide partir rumbo a Hong Kong para tratar de averiguar que ocurrió realmente con su padre, desaparecido cuando intentó llegar hasta Yamatai, un archipiélago más jodido con Skull y Nublar combinados. En Hong Kong, Lara “contrata” los servicios de Lu Ren (Daniel Wu), capitán de un barco destartalado, cuyo papá desapareció junto al de la chica. Intentando llegar hasta Yamatai, la nave queda atrapada en medio de una tormenta, y ella logra llegar a la costa, sólo para ser atrapada por Mathias Vogel (Walton Goggins), líder de una expedición quien intenta encontrar la tumba de Himiko bajo las órdenes de Trinity. Lo que sigue es pura acción y aventura, bien al estilo del videojuego y de ese arqueólogo cinematográfico tan, pero tan famoso. Sí, se nota a la legua la “influencia” de Indiana Jones -sobre todo de “La Última Cruzada”-, de la que Uthaug toma prestados unos cuantos guiños y la estructura del serial de aventuras más clásico. El modernismo lo agrega con una artillería de escenas de riesgo y efectos especiales (algunos mejor logrados que otros) y, por supuesto, su protagonista, ninguna damisela en peligro, decidida a hacer lo que sea necesario para salvar el día. El director prefiere enfocarse en el puro entretenimiento y se despega de la estética fichinera para contar su propia historia. Desde el minuto cero nos mete de lleno en la súper acción, algunas persecuciones y la alocada vida de Croft, pero también le deja su lugarcito a las emociones y a la importancia del lazo entre padre e hija, punto clave para la formación del carácter de Lara, cada una de sus acciones y, posiblemente, el futuro de la franquicia. “Tomb Raider” no es una película de aventuras que sobresale, es más, entrega un relato y villanos bastante genéricos (aunque, aguante Goggins, no nos importa nada); pero sabe dónde poner el acento (su protagonista) y cómo mantener nuestra adrenalina bombeando hasta el último minuto. Es una historia de origen que sigue el manual al pie de la letra, pero no podemos culpar a Uthaug por irse a lo seguro, más teniendo en cuenta la suerte que suelen correr la mayoría de las adaptaciones de videojuegos. Alicia Vikander es el centro -y lo mejor- de todo esto, una mujer que se abre camino en un mundo de hombres (esperemos que sólo por ahora, ya que le estarían faltando algunas actrices a este elenco); una heroína vulnerable que se dobla pero que no se rompe, demostrando que no se necesitan súper poderes ni tetas enormes, sólo inteligencia, habilidad y bastante ejercicio físico, claro. Sigue siendo un personaje de ficción, pero para nada bidimensional. Le creemos sus angustias y su espontaneidad, porque fue criada de esa manera y se convirtió en este espíritu libre con ganas de no encasillarse y de escribir su propia historia. No se necesita ser un experto en el jueguito de Square Enix para disfrutar de la película, pero tampoco hay que ser muy exigente a la hora de la narrativa y estar dispuesto a abrazar todos esos “homenajes” que trae consigo. “Tomb Raider” deja la puerta bien abierta para el futuro de la franquicia, y a una protagonista bien plantada para seguir adelante y madurar con sus aventuras. Divina como siempre la banda sonora de Tom Holkenborg que se complementan a la perfección con unos cuantos temas gancheros. Eso sí, revisemos esos efectos, y si tanto nos gustan las peripecias de Indy, tomemos nota de cómo lo hacían Steven y George cuando no tenían tantas computadoras a mano. LO MEJOR: - Alicia Vikander. Punto. - Ese gustito por la aventura más clásica. - Que no necesita anclarse al videojuego. LO PEOR: - Media pila con ese guión, muchachos. - Representación femenina a medias.