Florence Pugh sigue sumando grandes papeles a su carrera y acá no podemos evitar enamorarnos de su simpática representación de Paige, una de las divas más reconocidas de la WWE. Hay familias que se pasan la vida peleando, y hay familias que pelean para vivir. Es el caso de los Bevis -oriundos de Norwich, Norfolk (Inglaterra)-, promotores y creadores de la World Association of Wrestling local, con papá Patrick a la cabeza. Si están familiarizados con el mundillo de la lucha libre profesional, estos nombres seguramente les suenan, mucho más el de Paige, también conocida como Saraya-Jade Bevis, la campeona más joven del Divas Championship. La historia de esta peculiar parentela ya había sido representada en “The Wrestlers: Fighting with My Family” (2012), un documental de Channel 4 dirigido por Max Fisher, del cual Stephen Merchant tomó nota ara llevar adelante esta dramedia biográfica. Merchant, más conocido por su faceta actoral y sus eternas colaboraciones con Ricky Gervais en cosas como “The Office” (2001-2003) y “Extras” (2005-2007), se para detrás de las cámaras -y delante en un pequeño papel- para llevarnos tras bastidores de este ascenso a la fama en los cuadriláteros para esta jovencita que no pudo escapar del destino familiar. Para ella, todo arranca en el año 2002, cuando empiezan los encontronazos con su hermano Zak, y papá y mamá no tienen mejor idea que cruzarlos a los dos sobre el ring. A la edad de 18 años, Saraya (Florence Pugh) ya es reconocida como “Britani Knight”, y junto al resto de su familia ayudan a promover este noble deporte, y a entrenar a otros jóvenes luchadores que encuentran en esta actividad una escapatoria para sus vidas un tanto miserables y los vicios de la calle. Pero el verdadero sueño de Zak (Jack Lowden) es llegar a las ligas mayores y no deja de insistir para, algún día, meterse en las listas de la WWE (World Wrestling Entertainment). Mientras papá Ricky Knight (Nick Frost) y mamá Julia (Lena Headey) luchan financieramente y dejan sus días de gloria atrás para promocionar a sus retoños, la oportunidad arriba en forma del entrenador Hutch Morgan (Vince Vaughn), quien acepta incluir a los hermanos en un evento en el The O2 Arena. Es acá donde Saraya adopta el nombre de Paige -en homenaje al personaje de Rose McGowan en “Charmed”-, y donde empiezan los problemas, al menos, en el seno de los Knight. Paige tiene el carisma y un futuro en la WWE a los ojos de Morgan, cosa que no ocurre con Zak, quien queda bastante herido y resentido cundo su hermanita parte rumbo a Florida (ya en los Estados Unidos) para sumarse al equipo de NXT, ese paso previo a la World Wrestling Entertainment. “Luchando con mi Familia” (Fighting with My Family, 2019) nos va mostrando lo que pasa de un lado y del otro del charco: Saraya lidiando con todas sus dudas e inseguridades, mientras se gana un lugar entre las chicas lindas de la liga; y Zak, dejándose vencer por los celos, en vez de celebrar y apoyar los triunfos de su hermana. A Merchant, también responsable del guión, no le interesa tanto el ambiente deportivo como el familiar, y el reto de cumplir los sueños. Claro que hay parafernalia cuando se trata de la WWE y sus estrellas como Dwayne 'The Rock' Johnson (productor de la película), pero el realizador mantiene el foco en una historia más simple, sencilla y acotada, recargada de humor y buen corazón, protagonizada por un grupo de marginados que no siempre encuentra su lugar en ese mundo más “glamoroso”. La comedia inglesa, esa que no siempre da concesiones, es el catalizador del disfrute de esta película que también halla sus momentos emotivos, incluso, aunque estemos totalmente ajenos a este mundo de la lucha libre y las peleas coreografiadas. Merchant y sus personajes encuentran la conexión con el espectador a través de sus propias experiencias cotidianas, porque todos tenemos conflictos familiares (y persoanles), en mayor o menor medida. Por ahí viene el acierto de “Luchando con mi Familia”, que logra hacer brillar a cada uno de sus intérpretes, ya sean principales o secundarios. Los hermanos sean unidos... Acá, la “pica” actoral es entre Pugh -que la viene rompiendo en todo lo que hace desde “Lady Macbeth” (2016)- y Lowden, que empezó a hacerse notar después de aparecer en “Dunkerque” (Dunkirk, 2017). Pero sus interpretaciones se refuerzan gracias a todos esos personajes que los rodean, principalmente Frost, Headey y Vaughn, tan auténticos como excedidos, cada vez que la situación (y el guión) lo amerita. Merchant no le da prioridad al contexto sociocultural (como “Full Monty” o “Tocando el viento”), pero nunca lo deja de lado, reforzando las características de su protagonista y el contraste con sus compañeros norteamericanos. Estos dos mundos se unifican en la figura de Paige que, aunque lo intenta, no puede (ni quiere) dejar de lado sus raíces y el pesado legado de los Knight. En el fondo, “Luchando con mi Familia” no deja de ser una ‘feel good movie’ al mejor estilo inglés, con sus chistes ácidos, sus situaciones absurdas y sus personajes entrañables/desagradables y un tanto caricaturescos, que se ganan nuestro cariño y empatía a base de mucha actitud y naturalidad. Sabemos que este no es un cuento de hadas, y que Paige no lo pasó tan bien a como se ve en el film, pero tampoco se trata de un documental que pretende mostrar el ascenso de una estrella deportiva. Acá, la lucha libre es un poquito la excusa para contar una simpática y muy entretenida historia de sueños y anhelos cumplidos que exceden lo personal y se comparten en familia.
Triángulo amoroso en épocas de post-guerra. Esto ya se ha visto, señores de Hollywood. Dejando de lado una más que desacertada (¿o sería muy acertada?) traslación del título original, “Viviendo con el Enemigo” (The Aftermath, 2019) es uno de esos claros ejemplos donde un montón de grandes actores se juntan bajo una mala premisa. La película de James Kent -realizador más afecto a la TV inglesa- nos lleva a la Alemania post Segunda Guerra Mundial, donde los ingleses, los rusos y los norteamericanos (bah, los aliados) cantaron victoria y ahora tienen que poner un poco de orden entre el caos y la miseria que quedó tras el conflicto. Pasados unos cuantos meses desde el armisticio, la muy inglesa Rachael Morgan (Keira Knightley) llega a la destruida ciudad de Hamburgo para reencontrarse con su marido Lewis (Jason Clarke), coronel de las fuerzas británicas encargado de la reconstrucción. Como miembros del bando triunfante, los Morgan tienen algunos privilegios, como poder asentarse en la mansión de Stephen Lubert (Alexander Skarsgård), un arquitecto viudo que, junto a su hija adolescente, deben abandonar el hogar y cedérselo a sus nuevos ocupantes. Pero Lewis es un hombre sensible y permite que los Lubert se queden en el altillo de la casa, algo que no le cae nada bien a su mujer, quien no ve con buenos ojos a los alemanes en general. La señora tiene sus razones, y a partir de ahí se van a dar varias situaciones tensas entre ella y su vecino forzado. Mientras tanto, su esposo pasa los días demasiado ocupado lidiando con la restauración de la ciudad, y algunas bandas violentas de simpatizantes nazis que todavía quieren seguir esparciendo la violencia y elodio. En este clima tan tenso, las relaciones matrimoniales no encuentran mucha cabida, y compartiendo algunas penas, la enemistad entre Rachel y Stephen pronto se convierte en algo más pasional. ¿Cómo puede pasar esto casi de la noche a la mañana? Gracias a la magia del guión de Joe Shrapnel y Anna Waterhouse, basado en la novela homónima de Rhidian Brook. Un relato incoherente y bastante forzado desde el minuto cero, que intenta contarnos un drama romántico con trasfondo bélico, que no tiene pies ni cabeza, justamente, por la cambiante actitud de sus personajes principales. Desde su arribo a la mansión, Rachel se nos presenta como una mujer fría y odiadora, incapaz de ver más allá de sus propios problemas. Por su parte, el director parece creer que los alemanes de 1946 son todos unos santos, y los ingleses los villanos de la película que vienen a maltratarlos (curiosamente, nunca se nombra el Holocausto y sus atrocidades). Ok, no sería lo uno ni lo otro, pero los puntos de vista de Kent están un poco confusos y desaliñados. Por supuesto que quiere dejar en claro que ni los buenos son tan buenos, ni los malos son tan malos, pero la narración y la “ideología” están tan mal llevadas, que “Viviendo con el Enemigo” nunca encuentra la veta ni el tono correcto. Entre miraditas cómplices, malos tratos, culpas y abandonos, el matrimonio de los Morgan se va extinguiendo, mientras crece el romance entre Rachel y Lubert. Este escenario de traición durante la guerra ya parece un cliché en sí mismo -¿se acuerdan de “El Ocaso de un Amor” (The End of the Affair, 1999)?-, acá complicado con una trama secundaria protagonizada por Heike (Anna Katharina Schimrigk), la hija del arquitecto, todavía más incongruente. La gata Keira Igual, hay algo peor que la narración en sí y es la química entre estos apasionados protagonistas. Ya sabemos que el pobre Clarke no da pie con bola con sus últimos estrenos (te estamos mirando a vos, “Cementerio de Animales”), pero peor es la poca onda que le ponen Knightley y Skarsgård a una relación que no nos transmite nada más que tedio y mucha previsibilidad. El conjunto nos puede dejar una buena puesta en escena y reconstrucción de época; una discusión sobre, justamente, las secuelas de la guerra para ambos bandos del conflicto (aunque acá el análisis carece de profundidad); y un buen uso de la cámara y los espacios, donde los escenarios pueden convertirse en un personaje más de la historia. Por lo demás, “Viviendo con el Enemigo” es una película maltrecha que falla desde su premisa y el desarrollo de la trama y su trió protagonista, y nos entrega un desenlace todavía más insatisfactorio e incoherente que invalida todo lo anterior. Un verdadero derroche de talento y alguna que otra idea, que se pierde entre los caprichos y los lugares comunes del relato y sus realizadores.
El clásico de Stephen King vuelve en forma de remake con unos cuantos giros, pero los mismos complictos de dolor y pérdida. Stephen King siempre da tela para cortar, ya sea en la pantalla chica como en la grande. Todavía quedan varias de sus historias para adaptar, pero estos tiempos modernos marcan el ritmo de las remakes de algunos de sus clásicos que vuelven para enamorar (y asustar) a nuevas audiencias. Porque el público se renueva, vio. Vamos a suponer que el exitazo de “It (Eso)” (It, 2017) empujó a los ejecutivos a desempolvar otros proyectos y reversionar aquella historia que ya llegó a la pantalla en 1989 de la mano de Mary Lambert y el propio guión de King. Además, el terror es un género que siempre funciona, venga a patear el tablero o no. La “Cementerio de Animales” (Pet Sematary) original no es una obra maestra, pero sí una digna adaptación de una de las novelas más terroríficas y dramáticas del autor, ya que no hay peor horror para un padre/madre que lidiar con la muerte de un hijo/a. Este es el punto más alto de este relato que empuja a los protagonistas más adultos y racionales a caer en creencias y misticismos, con el único propósito de esquivar la cruenta realidad y la negación de la pérdida para siempre. Los realizadores Kevin Kölsch y Dennis Widmyer -dos expertos en estos de generar sustos-, retoman estos temas tan sensibles y les dan su propia vuelta de tuerca a una historia que ya conocemos como la palma de nuestras manos. Esta “Cementerio de Animales” (Pet Sematary, 2019) arranca con Louis (Jason Clarke) y Rachel Creed (Amy Seimetz), matrimonio que decide dejar atrás las tribulaciones de Boston y la gran ciudad, para hacer rancho en el tranquilo pueblito de Ludlow, en Maine (claro), junto a sus dos pequeños hijos Ellie y Gage. La casita, ensamblada en medio del bosque, es un sueño hecho realidad, pero pronto descubren que el terreno también alberga un viejo cementerio de mascotas donde los niños locales van a rendirle tributo a sus seres queridos peludos. Desde su arribo, la pareja empieza a experimentar el tormento de viejos recuerdos en el caso de Rachel y extrañas visones para Louis, que no puede dejar de imaginar a un joven paciente atropellado por un automóvil al que no pudo salvar. Victor Pascow (Obssa Ahmed), la víctima, se le aparece en sueños premonitorios bastante apocalípticos para él y su familia, pero el raciocinio del doctor no se ajusta a las creencias de la vida después de la muerte, opiniones que suelen chocar con las de su esposa. Los Creed logran hacer buenas migas con Jud Crandall (John Lithgow), un vecino de la zona, hombre útil (o no, según como lo vean) a la hora de los problemas. Y los problemas no tardan en llegar cuando el preciado gatito de Ellie, Church, es encontrado muerto al costado de la ruta. La decisión más prudente es deshacerse del animal para evitar que la nena sufra, pero Jud no tiene menor idea de comentarle a Louis sobre un terreno sagrado, más allá del cementerio de animales, que podría evitarle a la nena el sufrimiento por la pérdida de su minino. Nos pareció haber visto un lindo gatito Olvidándose de sus pesadillas, y yendo en contra de todo, Creed le sigue el juego a Crandall abriendo la puerta hacia la ruina de su familia. Ya sabemos cómo sigue la cosa desde acá, o tendrán que averiguarlo porque spoiler, pero no cabe duda que toda lógica queda a un lado y el dolor marca el ritmo de la historia. Pero Kölsch, Widmyer y los guionistas Matt Greenberg y Jeff Buhler deciden sumar varias vueltas de tuerca y cambiar algunas cuestiones del relato original, aunque manteniendo su esencia intacta. De esta manera, los realizadores le dan mucha más importancia a la impronta del lugar, los viejos espíritu que supuestamente lo habitan, y las consecuencias de las transgresiones de sus protagonistas, como en cualquier tragedia que se precie como tal. El problema es que estos personajes muchas veces pecan de obvios y, como adolescentes en una película de terror genérica, hacen todo lo contrario a lo que se esperaría de ellos. Podemos justificar sus acciones a partir de su sufrimiento, pero la historia no da suficiente tiempo para desarrollar estos cambios de actitud que van empeorándolo todo. “Cementerio de Animales” es una película relativamente corta que, igual, termina aburriendo porque le dedica demasiado espacio a hechos banales y conversaciones superfluas, y se olvida de construir un relato coherente que no explica muchas de sus circunstancias. Los climas de tensión funcionan, los niñitos no son tan molestos, y el primer tercio de la película nos va llevando de la mano, sumergiéndonos en un gran universo terrorífico; pero una vez que los protagonistas rompen tan fácilmente las reglas impuestas, a la narración le cuesta seguir sosteniendo la coherencia de lo que viene después. La historia igual funciona (a medias), aunque es un relato totalmente diferente al planteado por King. Nadie dice que esto sea malo, de ahí la importancia de una “reimaginación” y no una copia fiel de la versión de Lambert. El peor vecino del mundo El problema principal es que el guión no termina de explicar muchas cosas que, en el conjunto, se ven extrañas. Estas “anomalías” corrompen la mitología del film, que empieza a perder fuerza cuando apura su violento desenlace. Esta nueva remake suma sofisticación, pero no siempre da en el clavo con la historia. Igual, los temas planteados por el autor persisten que, al fin y al cabo, son la verdadera alma de este cuentito de ultratumba.
La magia, los superhéroes y un par de adolescentes se conjugan para una aventura familiar que da vuelta el Universo de DC. Las cosas parecerían estar marchando para DC/WB, justamente, desde que sus realizadores decidieron adoptar esta nueva estrategia de no ligar sus películas a un universo compartido y más extenso. La fórmula del MCU no funcionó para Batman, Superman y compañía porque venía mal planteada desde entrada, pero sí las historias independientes que apenas se anclan a lo ya establecido, dejando en claro que son parte de esta gran franquicia, aunque no tienen que andar rindiéndole cuentas a otros superhéroes. “Mujer Maravilla” (Wonder Woman, 2017) fue la primera prueba fehaciente de ello, y “Aquaman” terminó por convencernos. Ahora llega “Shazam!” (2019), un héroe bastante poco convencional que no sólo se aparta completamente del estilo del DCEU, sino que se ríe a carcajadas de sus compañeros y su condición de justiciero en spandex. Como dijo su director, el sueco David F. Sandberg, cada película necesita su tono, y el encontró el ideal para narrar los “orígenes” del verdadero Capitán Marvel de los cómics. El realizador de “Cuando las Luces se Apagan” (Lights Out, 2016) y “Annabelle 2: La Creación” (Annabelle: Creation, 2017), y el guionista casi debutante Henry Gayden, encontraron su inspiración en la nostalgia ochentosa y todas esas aventuras infantiles que también tenían su lado oscuro. No hay secreto (ni negación) a la hora de encontrar paralelismos con historias como “Los Goonies” (The Goonies, 1985), “Volver al Futuro” (Back to the Future, 1985) o “Los Cazafantasmas” (Ghostbusters, 1984), pero es “Quisiera Ser Grande” (Big, 1988) el ejemplo más contundente para describir las intenciones de esta nueva aventura superheroica. Imaginemos que Josh Baskin -el joven protagonista de la maravillosa película de Penny Marshall- se volvió a cruzar con Zoltar y, esta vez, le pidió convertirse en Superman… o un superhéroe todavía más poderoso. Esto es, básicamente, “Shazam!”, una historia familiar con mucha acción, magia, ternura y guiños comiqueros, que se circunscribe a varios escenarios de la ciudad de Filadelfia -las calles, la escuela, la casa-, pero no necesita mucho más para contar estos primeros pasos del héroe más improvisado del multiverso. Sus puntos más fuertes residen en su protagonista, y ese tropo tan gastado en los ochenta “niño en cuerpo de adulto”, su relación con sus semejantes, y la búsqueda de un propósito para sus nuevos poderes adquiridos. Porque claro, a ningún preadolescente le interesa salvar al mundo, más allá de su superfuerza y supervelocidad. Todo arranca en la ciudad de Nueva York, en el año 1974, cuando el joven Thaddeus Sivana (Ethan Pugiotto) tiene la experiencia más extraña de su corta vida: un encuentro con un mago y la posibilidad de acceder a un poder inimaginable. Las cosas no salen tan bien para el pequeño no tan puro de corazón, pero igual crece obsesionado por encontrar al hechicero. Una meta que alcanza a la larga, llevándose consigo todos los males que pueden caer sobre la Tierra. En la Filadelfia actual (sí, la ciudad de Rocky y el amor fraternal), conocemos a Billy Batson (Asher Angel), adolescente que pasó gran parte de su vida yendo de hogar adoptivo en hogar adoptivo, escapando de cada uno de ellos con la intención de encontrar a su mamá. Billy no cree necesitar una familia, pero igual termina en casa de Rosa (Marta Milans) y Victor Vasquez (Cooper Andrews), una pareja adorable dedicada a darles amor a estos niñitos descarriados. Batson no tiene opción y pronto se ve compartiendo casa con Mary Bromfield (Grace Fulton), Darla Dudley (Faithe Herman), Eugene Choi (Ian Chen), Pedro Peña (Jovan Armand) y Freddy Freeman (Jack Dylan Grazer), un jovencito discapacitado fan de los superhéroes que, en seguida, lo acoge como su mejor amigo, a pesar de las reticencias. Si hay un héroe, debe haber un villano Pero Billy no es tan egoísta como nos quiere hacer creer a simple vista, y en un acto de bondad decide defender a su nuevo mejor compañero del abuso de unos brabucones y se gana dos nuevos enemigos. La huida pronto se convierte en una experiencia surrealista cuando Batson termina en una cueva y en presencia del mago Shazam (Djimon Hounsou), dispuesto a transferirle todos sus poderes a este nene que, obviamente, no puede tomarse las cosas muy en serio. Pero la magia existe, y al momento de pronunciar el nombre del hechicero, Billy se convierte en el “campeón” de todo lo bueno y el mortal más poderoso sobre la faz de la Tierra, con el cuerpo y el carisma de Zachary Levi. Ahora, la única opción que le queda es recurrir a Freddy, la persona que más sabe sobre estos héroes de capa. Juntos empiezan a descubrir cada uno de sus poderes y, eventualmente, al villano que va a venir a reclamarlos: el receloso doctor Sivana (Mark Strong). Así, “Shazam!” se convierte en una seguidilla de situaciones graciosas, repletas de referencias a otros personajes de DC (y de la cultura pop en general), que encuentra su punto más alto en las interacciones entre Levi y Grazer, el Eddie de “It” (Eso) (It, 2017), quien se roba la película. En ningún momento deja de reírse de sí misma, porque no hay nada más absurdo que un adulto vestido de spandex rojo y capa blanca por las calles de Pensilvania; pero entre las risas, la magia y algunos momentitos de terror que pueden espantar a los más chicos, demuestra su mejor cara: la ternura que emana de sus protagonistas (los jóvenes y los adultos), las relaciones que existen entre ellos, y la familia como un ente poderoso que, mucha veces, no es la que nos toca, sino la que se elige. Dúo dinámico Ya desde las páginas de The New 52, la flia del Capi (este Capi) se convirtió en un grupo variopinto plagado de inclusión y diversidad. Sandberg lo traslada a la pantalla sin errores y con un casting ideal, dejándonos que nos encariñemos con cada uno de estos personajes. Acá no se trata de épica, ni efectos especiales que te vuelan la peluca, mucho menos de escenarios elaborados. Todo tiene que ver con la pequeña historia que nos quiere contar y sus protagonistas, dos nenes (uno con el cuerpo de un treintañero) que se ayudan mutuamente para encontrar su lugar en el mundo. En el camino, derrotan a un villano que no es precisamente el foco del relato, pero encaja a la perfección en este cuentito fantástico. “Shazam!” no necesita mucho más para conquistar a la audiencia, se ve a la legua su presupuesto más acotado en relación con otras películas, pero el realizador sabe cómo exprimir cada centavo. Su espíritu reside en esos “clásicos” de los ochenta (hasta la banda sonora de Benjamin Wallfisch toma nota de ellos), aunque con un humor menos ingenuo, y muchos de los aplausos van para el guión de Gayden, que jamás toma a sus protagonistas como tontos porque no confunde ternura con cursilería. El conjunto es una película superheroica diferente a lo que ya nos acostumbraron. No viene a romper las reglas, pero sí a introducir una nueva manera de hacer las cosas, al menos para DC. La primera escena post-créditos (tiene dos) suma detalles para una posible secuela, y vaya que tendrá continuaciones porque acá la estrategia es ganarse al público familiar tan ávido para este tipo de historias. Superhéroe hecho y derecho “Shazam!” se aleja de toda la oscuridad de Snyder y la parafernalia de Wan, y se conforma con su pequeña aventura acotada recargada de humor. Puede que no sea lo tuyo, espectador adulto que busca seriedad en los superhéroes; pero sí le cabe a ese niño interior que gustaba de pandillas juveniles que escapaban de los malos en bicicleta.
Inglaterra y Escocia siempre vivieron en conflicto. Antes de la unificación de ambos reinados, a María Estuardo le pasaron las mil y una. “Las Dos Reinas” (Mary Queen of Scots, 2018) tiene todos esos elementos que enamoran a la Academia de Hollywood a la hora de repartir sus premios. Sin embargo, el debut cinematográfico de la directora Josie Rourke, no pudo escapar de las típicas nominaciones a maquillaje y vestuario, dejando relegado lo más importante de la película, las actuaciones de sus dos protagonistas. Complicado, en un año donde los grandes personajes femeninos abundaron en la pantalla grande, olvidando este relato por completo. Rourke y el guión de Beau Willimon -basado en la biografía “Queen of Scots: The True Life of Mary Stuart” de John Guy- deciden sacrificar cierta exactitud histórica (¿acaso no lo hacen casi todas las películas?) para narrar el turbulento reinado de María Estuardo (Saoirse Ronan) y la distante relación con su prima, la reina Elizabeth I de Inglaterra (Margot Robbie); dos mujeres que intentaron cambiar el panorama en una época y un mundo regidos por el mandato de los hombres. El poderío y la férrea actitud de Isabel la ayudaron a gobernar por 45 años, algo que no logró su rival, obligada a abdicar y sentenciada a muerte por traición y conspiración para asesinar a la soberana. Todo arranca en 1561, cuando la joven y viuda Mary regresa a su Escocia natal para ocupar finalmente el trono que le corresponde por derecho. El linaje de los Estuardo le podría dar, incluso, la facultad de ocupar también la silla de Elizabeth -unificando los dos reinos-, que tampoco la tuvo muy fácil a la hora de la coronación. El problema es que María se crió en Francia bajo una fuerte doctrina católica, y ahora la isla británica se rige por los mandatos del protestantismo. El choque de religiones es lo que enciendo la llama, poniéndola en contra de los altos popes del clero que, en seguida, disparan la rebelión. De repente, Mary tiene enemigos en su propia corte y en la de su prima, que no quiere meterse en la disputa, pero tampoco que le vengan a usurpar su territorio. Si Estuardo se casa y concibe un heredero, este tendrá más derechos a reclamar el trono que (la soltera y sin hijos) Elizabeth, algo que tampoco cae muy bien entre sus consejeros. Sí, las intrigas palaciegas, las traiciones, los intentos de asesinato y los quilombos de la corte no son exclusivos de ficciones como “Game of Thrones”. A la hora de la inspiración, los autores buscan en los libros de historia, plagados de relatos truculentos como el que le tocó vivir a la verdadera reina de Escocia. Pensemos que estas mujeres, por herencia directa, tenían todo el derecho a reclamar el lugar de sus antecesores -Jacobo V en el caso de Mary, y su media hermana María I de Inglaterra para Isabel-, pero los hombres que las rodeaban no iban a permitir que el poder cayera en las manos de estas damas, que sólo debían casarse y tener hijos con la única finalidad de sentar a un rey en el trono. A la edad de veintiocho años, Elizabeth ya había decidido que este no iba a ser su destino, y en vez de entregarse al matrimonio y la maternidad, se convirtió en el “hombre” que su reinado necesitaba. Mary, por su parte, quiso el paquete completo, pero tuvo que sufrir las consecuencias de un casamiento impulsivo con Lord Henry Darnley (Jack Lowden), las presiones constantes de la iglesia y al tedioso John Knox (David Tennant), rebeliones planeadas por su propio hermanastro (James McArdle), amenazas, secuestros y hasta violaciones por parte de su “gente de confianza”. Ningún cuento de hadas, pero Estuardo jamás se coloca en el papel de víctima y, aunque “Las Dos Reinas” intenta mostrar una buena relación con su prima, la realidad es que jamás la ve como una igual, la menosprecia (como muchos antes que ella), y da demasiado por sentadas su ayuda y protección a futuro. Ninguna damisela en peligro Sabemos que la cabeza de María termino rodando por el suelo de Fotheringhay y la película Rourke intenta contar apresuradamente cómo llegamos hasta ahí. El relato resume más de veinticinco años de historia en apenas un par de horas y, muchas veces, no queda tan claro este paso del tiempo en la apariencia de las dos mujeres, más allá de esa nominación al Oscar por Mejor Maquillaje. El juego de conflictos nunca llega a ser entre Mary y Elizabeth (en la vida real jamás se cruzaron), sino más bien entre Mary y los hombres que la rodean, quienes quieren destronarla a toda costa. Isabel termina siendo un agente externo que, guiada por sus consejeros, a veces está a su favor y a veces en su contra. Al final, es Isabel la que juega mejor, aunque es el crecido Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia -único hijo de Estuardo- el que termina unificando ambas coronas. A Rourke tampoco le interesa el qué dirán a la hora del casting, sumando caras como la de Gemma Chan en el papel de Elizabeth Hardwick, amiga y confidente de la reina de Inglaterra; o Adrian Lester como el embajador inglés Lord Thomas Randolph. Claro que no había afrodescendientes o ciudadanos de origen oriental en las cortes británicas del siglo XVI, pero ese es un detalle que a la realizadora no le interesa, y prefiere ponerle el pecho a todos los reclamos de la policía de la “exactitud histórica”. Esto no deja de ser un relato ficcionalizado que potencia el drama de una relación “fraternal” que no fue tan así en la realidad. Por el contrario, intenta mostrar las dos caras de esta moneda que es la lucha femenina por el poder, con un pequeño manto de sororidad de por medio. Los inglese siempre complicando todo “Las Dos Reinas” no tiene el impacto de “Elizabeth” (1998), ni Ronan o Robbie la contundencia de Cate Blanchett. La película se hace un tanto tediosa por momentos, pero los discursos de estas soberanas a la hora de demostrar quien tiene los ovarios mejor puestos, bien valen este repaso por la historia de sus estados cuyos conflictos no terminaron ahí. Ver “Outlander” para más información.
Tim Burton vuelve a las grandes ligas (o sea, Disney) con ganas de triunfar de la mano de esta adaptación live action de uno de los clásicos más lacrimógenos de la compañía del ratón. Disney ya dejó bien en claro que la nostalgia le juega a su favor y que las adaptaciones live action de sus clásicos (y no tan clásicos) animados funcionan a las mil maravillas… en la mayoría de los casos. Veníamos teniendo estrenos esporádicos como “Maléfica” (Maleficent, 2014), “EL Libro de la Selva” (The Jungle Book, 2016) y “La Bella y la Bestia” (Beauty and the Beast, 2017), pero este 2019 promete inundar las pantallas con estas versiones fantásticas y su mezcla de actores de carne y hueso y mucho CGI, para el deleite de muchos y hartazgo de otros. La relación de Tim Burton con el estudio del ratón es una ida y vuelta de despidos, abandonos, resentimientos, entredichos y muchas colaboraciones exitosas como el comienzo de esta “moda” de la mano de “Alicia en el País de las Maravillas” (Alice in Wonderland, 2010). Desde el lanzamiento de este mega hit -superó los mil millones de dólares en la taquilla internacional-, la carrera del realizador gótico sufrió unos cuantos traspiés (bah, todos), situación que se puede revertir con “Dumbo” (2019), esa historia del elefantito orejudo que, seguro, de chiquito te arrancó más de un llanto descontrolado. En 1941, y a pesar de los quilombos de la Segunda Guerra Mundial y una huelga de animadores que golpeó a la compañía, “Dumbo” (1941) se convirtió en uno de los grandes éxitos cinematográficos del año, y uno de esos clásicos indiscutidos que los popes del genero señalan como su favorito. Era de esperar que el cuarto largometraje de Disney, basado en el libro infantil de Helen Aberson y Harold Pearl, consiguiera su versión en acción viva, para el deleite de las nuevas generaciones. Sí, el público se renueva y es hora de que los más chicos conozcan al pequeño paquidermo que puede volar. Muy a pesar de lo que podríamos imaginar al leer su nombre, Burton y el guionista Ehren Kruger (“La Vigilante del Futuro: Ghost in the Shell”) se alejan de las aristas más dramáticas y brutales del relato original (al menos, el que conocemos), y nos entregan una historia familiar para amantes de la magia y los animalitos. Todo arranca en el año 1919 cuando Holt Farrier (Colin Farrell) vuelve de la guerra para reunirse con su familia en el circo de los hermanos Medici. Holt y su esposa solían ser el acto principal, pero ahora debe enfrentarse a varias pérdidas: la de su mujer (durante una epidemia que diezmó a la compañía), y la de su brazo, que ya no le permite montar como lo hacía antes. Max Medici (Danny DeVito), el dueño, le ofrece un nuevo trabajo cuidando de los elefantes, una tarea tediosa, pero que le sirve para reconectarse con sus pequeños hijos, Milly (Nico Parker) y Joe (Finley Hobbins), que perdieron tanto como él. La crisis económica golpeó al circo y Max espera que su nueva inversión lo saquen de este pozo. El empresario acaba de adquirir una nueva elefanta embarazada (la señora Jumbo) y espera que su pequeño retoño de piel gris se convierta en la atracción principal para atraer al público. Las cosas se complican cuando el pequeño Jumbo Jr. llega al mundo y exhibe las orejas más grandes que se puedan imaginar, provocando las burlas de todos, en vez de admiración y ternura. Las risas y el maltrato hacia el animalito no le agradan a mamá, quien no tarda en mostrar su violencia sobreprotectora. Ya sabemos cómo sigue este cuento, y mientras mamá Jumbo es enviada de vuelta por donde vino, los Farrier se comprometen a cuidar al elefantito, ahora un miembro más de la troupe de los payasos. Milly -una entusiasta de los métodos científicos- y Joe son los que descubren la habilidad secreta del paquidermo (ahora rebautizado como Dumbo), capaz de utilizar sus enormes orejas para volar. La popularidad del elefante volador pronto llama la atención de V. A. Vandevere (Michael Keaton), empresario dueño de un imperio del entretenimiento que le ofrece a Medici el mejor trato de su vida. “Dumbo” no esconde secretos ni grandes sorpresas, pero tampoco se regodea en el sufrimiento de sus personajes, entregando una historia que conmueve hasta ahí, pero que deja lindas moralejas para los más pequeñines que, al menos, no van a salir traumatizados de la sala. Burton juega a lo seguro (y eso que tiene todo un circo a su disposición) y entretiene, despliega toda su imaginación en los escenarios y la puesta en escena -aplauso, medalla y beso para ESE momento de los elefantes rosados-, aunque no puede escapar de sus clásicos arquetipos tan presentes en la mayoría de sus obras. Acá, el protagonista absoluto es el animalito estrella (pura ternura y magia del CGI), y la familia trunca que va a conectar con él. Lo de Eva Green y su trapecista, Colette Marchant, es bastante acotado (sorry, chicos) y sólo parece estar ahí por capricho (y fetiche) del director; cada escena de Danny DeVito es maravillosa, recordándonos el gran cómico que es; pero la gran decepción es el villano genérico y bastante torpe de Keaton, una mezcla de P. T. Barnum y el mismísimo Walt Disney (¡ups!) con sus sueños de grandeza. Hay una lectura bastante extraña entre líneas con este personaje y los parques de atracciones que, sorprende, haya sobrevivido a la isla de edición, pero tampoco no es el punto central de la película. “Dumbo” tiene todas las de ganar con su enfoque ‘family friendly’, buenos momentos y una gran parafernalia visual, a veces acertada y otras desmesurada. No es lo mejor dentro de la filmografía de Burton, pero sí una mejora destacable de lo que nos viene entregando en la última década. Eso sí, ¿tanto les costaba subtitular la única canción de todo el film?
Ya vimos invasiones extraterrestres de todos los tamaños y colores. Rupert Wyatt nos trae una gran idea, pero se queda medio por el camino. Rupert Wyatt es un realizador ya acostumbrado a las historias post-apocalípticas. A él le debemos, en parte, el despegue del reboot de los primates con “El Planeta de los Simios: (R)Evolución” (Rise of the Planet of the Apes, 2011), de las mejores sagas de ciencia ficción de los últimos años. En “La Rebelión” (Captive State, 219), cambia monitos por extraterrestres espinosos que, tras nueve años de su “primer contacto”, se apoderaron del globo e impartieron sus propias reglas. Sí, la ciudad de Chicago, como el resto del mundo, está sometida a la legislación de estos seres espaciales tras la capitulación de los líderes humanos. Ahora existen dos tipos de personas: los colaboracionistas que persiguen a su propia especie, y los rebeldes que tratan de ganar una guerra que parece perdida. La ciudad de los vientos fue el escenario de varias insubordinaciones violentas, la última, la que convirtió a Rafe Drummond (Jonathan Majors) en un mártir. Rafe y su hermano menor Gabriel (Ashton Sanders) fueron testigos del poder destructivo de los aliens cuando atacaron a su familia, y desde entonces siguieron caminos muy diferentes. Gabriel vive en el improvisado vecindario de Pilsen, un lugar de obreros y prostitutas que no parece representar una amenaza para los invasores, ni para los humanos que trabajan a su servicio como los miembros de la “división especial”, un grupo militarizado comandado por William Mulligan (John Goodman), que se dedica a mantener el orden y reprimir, si fuera necesario. A diferencia de su hermano mayor, el joven Drummond prefiere mantenerse al margen de los conflictos con la ley, concentrarse en su trabajo -un centro de recuperación de datos de diferentes dispositivos electrónicos-, y pasar sus días junto a su novia Rula (Madeline Brewer). En secreto, tiene otros planes, cruzar el lago Michigan en bote y escapar de la ciudad junto a la chica y su amigo Jurgis (Machine Gun Kelly), un viaje a la libertad tan peligroso como la subversión. Pero siendo quien es (el hermano de), Gabe no puede huir de la eterna vigilancia de Mulligan -ex compañero policía de su papá, que todavía intenta protegerlo-, ni de las acciones de Phoenix, el grupo de rebeldes que no quedó del todo neutralizado y ya planea un nuevo golpe contra el enemigo. Así, Gabriel queda en medio de este acto de la resistencia, tratando de no involucrarse, pero tampoco de convertirse en un soplón, tarea complicada con las autoridades pisándole los talones, y cada vez más firmes y violentos a la hora de colectar pistas e información sobre este nuevo golpe que podría dañar las relaciones entre los humanos y los “Legisladores”, nombre con el que se los conoce a estas cucarachas del espacio exterior. Wyatt y su coguionista Erica Beeney, crean una historia bastante original, plagada de metáforas y connotaciones sociopolíticas pasadas y presentes. La amenaza extraterrestre es tan sólo un fantasma que se esconde detrás de las acciones de seres humanos contra seres humanos: supervigilancia, implantes biológicos para rastrear e identificar a cada individuo, un estado totalitario, ataques terroristas, que sirven a un bando y al otro. Extraterrestres y política, ¿un solo corazón? “La Rebelión” es una película chiquita y se le nota -costó unos veinticinco millones de dólares-, pero sabe muy bien cómo aprovechar sus recursos y sus escenarios post-apocalípticos. Su trama se complica demasiado en algunas secuencias, entregando una narración desprolija y, por momentos, un tanto predecible. Igual, atrapa, entretiene y nos trae a un John Goodman en su mejor forma, otra vez lidiando con seres del espacio después de la genial “Avenida Cloverfield 10” (10 Cloverfield Lane, 2016). No, las “Transformer” no cuentan. Podemos decir que algunos personajes como el de Vera Farmiga están desaprovechados; que las acciones de los rebeldes son claras -la libertad no necesita justificativos-, pero pocas veces miden las consecuencias de sus actos violentos; y que muchos de los protagonistas carecen bastante de peso en un contexto más general, pero hay que celebrar el enfoque de sus realizadores, una vueltita de tuerca a la clásica “invasión alienígena”, aunque es posible que “Los Simpson” (The Simpson) se hayan anticipado también a estos hechos. La intención es mucho más entusiasta que el resultado final, poniendo a “La Rebelión” en la misma línea de películas como “Sector 9” (District 9, 2009). Claro que el conjunto dista mucho de parecerse, pero al menos no peca de repetitivo y genérico. Nos hubiese gustado ver un poquito más de estos puercoespines del espacio (sí, a eso se parecen y son bastante terroríficos), su procedencia, su hábitat en la Tierra, pero es ahí donde el “presupuesto acotado” cobra más relevancia. Una pena, nos perdimos una gran historia de ciencia ficción.
Robert Redford se retira de la actuación con esta comedia basada en hechos reales y, de alguna manera, en su propia filmografía. David Lowery viene haciendo las cosas muy bien detrás de las cámaras, sin llamar demasiado la atención pero juntando muchos elogios, con fantasías de alto perfil como “Mi Amigo el Dragón” (Pete's Dragon, 2016) o pequeñas joyitas independientes como “A Ghost Story” (2017). Su último largometraje pasó bastante desapercibido durante la temporada de premios y nos llega un tantito tarde, pero bien vale la pena pasar por una sala de cine amiga para disfrutar de esta comedia “como las de antes”. Hay un clasicismo en el estilo del realizador que ya no se puede negar, y “Un Ladrón con Estilo” (The Old Man & the Gun, 2018) refuerza esta idea desde lo narrativo y lo visual. Por eso, tal vez, Lowery eligió esta historia basada en hechos reales y ambientada en una época más ‘ingenua” donde la palabra y los buenos modales tenían muchísimo más peso (e influencia) que los datos archivados en la base de una computadora. Hay, por ejemplo, mucho en común de este relato con “Atrápame Si Puedes” (Catch Me If You Can, 2002) de Steven Spielberg, no porque ambos se concentren en criminales encantadores, sino porque hace alusión a una era más inocente y menos violenta de lo que nos muestran reiteradamente las noticias de hoy. Forrest Tucker (Robert Redford) es un criminal de carrera, y un mago del escapismo carcelario (de los presos famosos que logró huir de San Quentin) que, en 1981 y con seis décadas a cuestas, puso en vilo a las autoridades del Sur de los Estados Unidos con sus constantes atracos a los pequeños bancos de la zona, casi siempre acompañado de su pandilla de la ‘tercera edad’: Teddy Gree (Danny Glover) y John Waller (Tom Waits). Lo suyo no es necesidad, más bien un estilo de vida que no piensa abandonar por los caprichos de la edad, ni la constante persecución de la policía. Tucker es un caballero, un sujeto lleno carisma que jamás tuvo que disparar su arma ni lastimar a otro ser humano durante uno de sus asaltos. La vida le da más satisfacciones cuando conoce a Jewel (Sissy Spacek), una viuda que vive en su granja rodeada de caballos, que también termina cayendo bajo sus encantos. Bueno, el tropezón es mutuo, pero Forrest no es un hombre vaya a sentar cabeza, en cambio, planea un golpe más grande junto a sus compinches, esta vez, llamando la atención del FBI. La intrusión de los agentes federales no le cae nada bien al detective John Hunt (Casey Affleck), policía de Dallas que viene siguiendo las huellas de esta banda desde hace ya un largo tiempo, e incluso llego a estar de testigo en uno de los atracos. Hunt y Tucker no hacen más que jugar al gato y al ratón y nosotros, desde acá, no hacemos más que disfrutarlo. De esta manera, “Un Ladrón con Estilo” parece resumir gran parte de la carrera cinematográfica de Redford, que en más de una ocasión representó a bandidos de todo tipo. Así, la película se convierte en una suerte de metáfora para el actor que decidió retirase de la industria tras finalizar esta historia. El guión de Lowery -basado en un artículo de The New Yorker, escrito en 2003 por David Grann-, que se hace eco de esta historia “en su mayoría real”, nos traslada derechito a comienzos de la década del ochenta, gracias a una gran puesta en escena y, sobre todo, a la textura del formato de 16 mm en el que está rodado el film (ese grano no lo logra una cámara digital, ni el mejor CGI del mundo). Este viaje nostálgico se completa con la presencia de Redford y los incontables guiños a su filmografía, desde “Dos Hombres y un Destino” (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969), hasta “El Golpe” (The Sting, 1973), demostrando que el realizador en su fan número uno, y un fan del cine de todos los tiempos. Relaciones no tan peligrosas La hipnótica presencia de Redford -para el espectador y para todos aquellos que tuvieron la mala (o buena) suerte de cruzarse con Tucker- es el alma de esta comedia con algunos momentos de acción, nada muy grandilocuente ni agitado, porque los involucrados ya no están para estas corridas (¡viejos son los trapos!). La química con Spacek se da de forma natural, así como su eterno enamoramiento; y ni hablar de sus jueguitos con Affleck, aunque, a diferencia de otras historias similares, el poli no se lo toma tan personal y relaja cuando las cosas no le salen. “Un Ladrón con Estilo” es una película de 1980 concebida en 2018, y ese es el mejor cumplido que se le puede hacer porque, al igual que la coyuntura sociopolítica y cultural que atraviesa el relato, también refleja una manera de hacer cine que ya no está tan en boga. La dirección de fotografía de Joe Anderson, la música de Daniel Hart, el elenco y la dirección de Lowery se conjugan para crear algo único y poco visto por estos días, claro que hablamos de algo sencillo y bastante nostálgico, pero que sabe cómo llegar a la audiencia. Así, encantadora y con un giño complice, al igual que su protagonista.
No conforme con volarnos la peluca con Get Out, Jordan Peele redobla la apuesta con otra película de terror cargada de gore y mucho simbolismo. ¿Cuántos de nosotros pensamos que el éxito de “¡Huye!” (Get Out, 2017) era pura suerte de principiantes? ¿Cuántos pensamos que no se puede atrapar un rayo en una botella? Por suerte, acá está Jordan Peele para romper con todo lo establecido, cerrarnos bien la boca (excepto cuando gritamos del susto) y, de paso, seguir enriqueciendo un género tan noble (como bastardeado) como es el terrorífico. Muchos todavía titubean a la hora de encasillar su debut entre semejantes parámetros, pero “Nosotros” (Us, 2019), ya no deja duda de que estamos ante un verdadero maestro moderno del horror. Tal vez nos estamos anticipando a los hechos, pero si Shyamalan lo fue por un ratito, ¿por qué no podemos endiosar a este realizador que sabe cómo amalgamar diferentes géneros, aportar ideas originales, crear universos increíbles y meternos en su juego con una mezcla híper balanceada entre humor, horror, comentario social y simbología? Si “¡Huye!” es una obra de ‘terror social’ impecable que no tiene miramientos a la hora de verse el ombligo y analizar, o mejor dicho, hacer una crítica concienzuda del racismo en los Estados Unidos, “Nosotros” va todavía más allá, y escudada en una clásica ‘home invasion’ y todo el gore necesario, intenta darle sentido a una de las sociedades más complejas y sobrevaloradas: la norteamericana. No vamos a meternos en detalles porque implicaría arruinar más de una sorpresa, revelaciones que poco tienen que ver con los ‘giros’ narrativos (te estamos mirando otra vez a vos M. Night), de los que Peele también echa mano, pero sabemos que no son la cereza de sus postres, sino una palmadita en la espalda para el espectador “sagaz” que logra darse cuenta a tiempo. Sus intenciones van por otro lado, y con “Nosotros” decide no contenerse y desbordar la pantalla con una mitología perfectamente construida para la ocasión. Un universo que bebe (pero jamás copia) de todos los clásicos que se les puedan pasar por la cabeza: desde obras hemoglobínicas y súper gráficas como “Aquí Vive el Horror” (The Amityville Horror, 1979) o cualquiera del George A. Romero más gore, hasta juegos psicológicos como los de “El Resplandor” (The Shining, 1980). La lista de referencias es interminable y eso que estamos dejando a las comedias más improbables de los noventa porque, otra vez, le queremos reservar esas sorpresas. Peele viene del palo del humor y siente su orgullo cuando lo traslada a la pantalla. En su primer film se destilaba dentro de las situaciones más bizarras, pero acá, directamente, sabe cómo acomodar cada uno de sus chistes, la mayoría, un relajante natural para esos momentos donde la tensión ya nos da dolor de panza. “Nosotros” no es una comedia de terror a la “Muertos de Risa” (Shaun of the Dead, 2004) o “Tierra de Zombies” (Zombieland, 2009), en cambio, es una historia terrorífica que utiliza la comedia como válvula y la cotidianeidad como escenario. ¿De qué la va sin meter spoilers? Todo arranca en 1986 cuando la pequeña Adelaide Wilson (Madison Curry) vacaciona con sus papás en las playas de Santa Cruz (San Francisco), y en un descuido de los adultos, se pierde dentro de una de esas casas de la risa. El momento es breve, pero el trauma la acompaña toda su vida de adulta convirtiéndola en una mamá precavida y un tanto sobreprotectora. Años después, en la actualidad, Adelaide (Lupita Nyong'o), su esposo Gabe (Winston Duke), su hija adolescente Zora (Shahadi Wright Joseph) y su pequeño Jason (Evan Alex), salen de veraneo rumbo a la costa, con toda la intención de cortar con su ajetreada rutina. Total normalidad, ¿no? Gabe no tiene mejor idea que planificar un encuentro con amigos en esa misma playa donde su esposa se perdió hace años, removiendo algunos recuerdos incómodos, pero nada tan traumático como para arruinar las vacaciones. El día con Kitty Tyler (Elisabeth Moss) y su familia de engreídos no termina muy bien qué digamos, y los Wilson deciden regresar a la seguridad y comodidad de su casita playera. ¿Seguridad dijimos? Apenas se descuidan, cuatro extraños se aproximan a su puerta, al parecer una familia de cuatro vestidos de rojo… y empuñando filosas tijeras. Nos vamos a quedar acá porque somos así de jodidos, pero para sorpresa y horror de los protagonistas, podemos agregar que estos invasores de hogares son sus copias exactas, aunque con grotescas y sutiles diferencias. ¿Quiénes son y de dónde salieron estos doppelgangers de actitud violenta? Es lo que Peele nos cuenta por el resto de la película, adornando cada escena con simbolismos, metáforas y alegorías de todo tipo. Lo cotidiano -la dinámica familiar que logra Peele con sus protagonistas-, así como el humor, juega un papel fundamental en la construcción de la trama y en la forma en que, poco a poco, nos va guiando por este recorrido. En el medio hay violencia y hemoglobina a montones, una banda sonora que (por momentos) perfora tímpanos y pone los pelos de punta, y un conjunto de actuaciones insuperables, incluyendo a los pequeñuelos y la naturalidad que destilan. Claro que la reina de todo lo bueno es Lupita Nyong'o, magistral en sus dos papeles como Adelaide la “protectora” y Red, su doble un tanto vengativa y recelosa. Lupita en pie de guerra, la mejor Lupita El trabajo meticuloso de Peele detrás de las cámaras es admirable, desde sus juegos especulares, hasta el tratamiento de las luces y sombras. ¿Por qué hay que ver “Nosotros” en cine? Porque nada de esto se aprecia en la pantalla chota de una computadora o, en su defecto, tu tele de 128 pulgadas. Pero Jordan no es infalible y acá deja que le gane un poco la exuberancia. El guión se descuida por un ratito y se pierde en algunas sobre explicaciones que no son tan necesarias, y llegan a romper el momentum. Es sólo un parpadeo que no llega a deslucir una obra con demasiados matices como descubrir en un solo visionado. No sabemos si Jordan Peele vino a salvar el género de terror o al cine en general, pero si trajo un aporte único y esa visión original que necesita esta industria recargada de remakes, adaptaciones y secuelas de todo tipo. Los sustos, el humor y el análisis social no es algo que se haya inventado con “Get Out”, y ahora con “Nosotros”, pero sus formulaciones y aproximación es algo de lo que se va a discutir por un larguísimo tiempo. Y eso es muy bueno.
Adolescentes enfermos y enamorados. Hay un lugar especial en el Infierno para los responsables de estas historias. Qué fetiche tan extraño tienen los representantes del Young Adult al construir sus historias a partir de adolescentes con enfermedades horrendas e incurables, ¿no? “A Dos Metros de Ti” (Five Feet Apart, 2019) parece un relato salido de la cabecita de John Green, pero hasta “Bajo la Misma Estrella” (The Fault in Our Stars, 2014) tiene un poco de decencia y credibilidad a la hora de querernos manipular con sus tramas románticas y lacrimógenas. Entendemos que hay muchos jovencitos que atraviesan esta realidad y también quieren verse reflejados en la pantalla, pero el nivel de fantasía (e incoherencia) que maneja la película dirigida por Justin Baldoni, es todavía más grande que el de toda la saga de “EL Señor de los Anillos” y “El Hobbit” en maratón continuada. Baldoni, más conocido por su faceta de actor (“Jane the Virgin”) que, de esta manera, debuta en la pantalla grande, nos mete de lleno en la historia de Stella Grant (Haley Lu Richardson, genial en “The Edge of Seventeen”), adolescente que sufre de fibrosis quística y vuelve al hospital para pasar una nueva estadía en tratamiento. Stella sigue en contacto con sus amigas, es aplicada con su rutina, sus medicamentos y sus estudios, y tiene una gran relación con los médicos y enfermeras, a los que parece conocer de casi toda su corta vida. Sus días pasan entre las paredes de la clínica, visitando a los bebés recién nacidos de la nurserie y sociabilizando con Poe (Moises Arias), amigo y compañero de FQ desde que tenía unos siete años. Claro que la amistad se da un tanto a distancia, ya que los portadores de este padecimiento deben evitar todo contacto y permanecer, por lo menos, a dos metros de distancia para disminuir el riesgo de cualquier infección cruzada. Stella es muy de seguir las reglas porque tiene la intención de seguir viviendo, más allá de que los pronósticos y las probabilidades siempre estén en su contra. Por lo pronto, se dedica a crear aplicaciones y filmar videítos con sus propias experiencias para poder ayudar a otros chicos enfermos. Su estricta rutina se pone patas para arriba cuando llega Will Newman (Cole Sprouse -el Jughead Jones de “Riverdale” o el Cody de “Zack y Cody”, si lo prefieren-), un jovencito bastante pesimista que viene a someterse a un tratamiento experimental porque lo de él, es todavía más raro y complicado. Su actitud ante la vida no le cae muy bien a su compañera de piso y, por algún motivo, Stella siente la necesidad de controla cada aspecto del día a día de este nuevo compañero. Antes de darse cuenta, ella ya le acomodó la habitación y la bandeja de medicamentos, a cambio de convertirse en modelo para sus dibujos y caricaturas. Los días pasan y la amistad va creciendo. También algo más, pero el contacto físico entre ellos está estrictamente prohibido, incluyendo darse las manos con los guantes descartables bien puestos (no, no es una metáfora para condones, hablamos de guantes de latex reales). “A Dos Metros de Ti” cae en todos los lugares conocidos de este tipo de relatos romántico juveniles, pero a diferencia de muchos de sus congéneres cinematográficos (o literarios, acá no se trata de una adaptación), carece de toda verosimilitud y obliga a sus protagonistas a atravesar varias situaciones ridículas, sí, incluso más que las que viven los personajes de una película de terror genérica. Se supone que estos chicos son menores de edad (Will está a punto de cumplir los 18 y quiere tomar las riendas de su vida), viven básicamente dentro de un hospital y sus padres apenas se ocupan de ellos. O sea, que guionistas desalmados (¡hola Mikki Daughtry y Tobias Iaconis!) permiten que muchachites con enfermedades terminales no sean mimados y apoyados por sus progenitores. Manteniendo la distancia La ausencia paterna es el menor de los problemas de una narración que, en lugar de conmovernos, nos arranca varias sonrisas cuando los clichés y los momentos estúpidos se acumulan peligrosamente, sobre todo en el clímax de la película. Por supuesto que no puede faltar el golpe bajo, los protagonistas en constante riesgo y un romance fugaz que, aunque lo queramos, no puede concretarse PORQUE SE PUEDEN MORIR, ENTIENDEN. Si bien la historia se hace eco de los síntomas y pormenores de convivir con FQ, no creemos que ayude positivamente a los pacientes y sus familias. Lejos de crear consciencia, la enfermedad es una mera excusa para mantener a estos dos tortolitos alejados (más divertido era “El Chico de la Burbuja”), y hacer hincapié en la necesidad del contacto físico. Lo único rescatable en este mar de ridiculeces e inverosimilitudes es la actuación de Richardson, quien se carga casi toda la película al hombro, tratando de darle sentido a la trama y su personaje. Una tarea bastante difícil que, en última instancia, nos hace extrañar un poquito a Hazel (Shailene Woodley), Gus (Ansel Elgort) y su romance.