¿Qué pasaría si Superman hubiese crecido como un niñito malvado? Por ahí viene el planteo de esta película que mezcla terror con la mitología de los superhéroes. A esta altura nos conocemos de memoria la historia de Clark Kent/Kal-El/Superman, el último hijo de Krypton que cayó a la Tierra, fue adoptado por una adorable parejita de granjeros sin hijos, y criado como propio mientras descubría sus extraordinarios poderes sobrehumanos. Brian y Mark Gunn -hermano y primo de James- tomaron esta premisa harto explotada por el cine y la TV comiquera, y la retorcieron un poquito más, imaginando al pequeño extraterrestre tomando el camino contrario al de las buenas acciones. Antes de empezar a culpar a mamá y papá por este desmadre, pongámonos a tono con la historia pergeñada por los Gunn (con Jaime como productor) y dirigida por David Yarovesky, responsable de “The Hive” (2014) y algunos cortometrajes. Tori (Elizabeth Banks) y Kyle Breyer (David Denman) son un matrimonio de Brightburn (Kansas) -no, no queda bien poner Smallville- que se quiere mucho, pero la vida no les dio descendencia. Una noche, en medio de los arrumacos, algo cae cerca de su casa (después sabemos que fue un meteorito), y a los meses vemos a la feliz pareja con su nuevo pequeñín, Brandon. El tiempo pasa, el pibe crece sano y feliz, es un bocho en la escuela y un dulce de leche con mamá, papá y sus allegados, aunque no parece tener muchos amigos en el colegio. Como a la mayoría de los adolescentes, la pubertad le empieza a pegar un poco mal, con la diferencia de que Brandon (Jackson A. Dunn), comienza a experimentar cambios mucho más drásticos que los provocados por las hormonas. Voces en idiomas extraños y fuerza sobrehumana son los primeros indicios de que el nene no es tan común y corriente como parece a simple vista. Algo escondido en el granero lo atrae casi todas las noches, pero los Breyer no están preparados para decirle a su hijo que no es un ser de este mundo. Muy mala idea, ya que a diferencia de Kal-El, Brandon toma estos cambios de manera un tanto siniestra, demostrando su superioridad ante el resto de los simples mortales. “Brightburn: Hijo de la Oscuridad” (Brightburn, 2019) mezcla las convenciones del cine de superhéroes -y la historia de Superman- con elementos terroríficos, y en vez de un nene poseído por algún ente demoniaco, nos entrega la otra cara de la moneda de estos ídolos en trajes de spandex que son, prácticamente, indestructibles. Acá no hay kryptonita que valga, así que el amor incondicional de mamá y papá va a tener que hacer su magia para detener al pequeñín que sigue ganando fuerza, y poco le importa esto de ser el ídolo de la gente, campeón de la humanidad. Como premisa, “Brightburn” es interesante y atrapa desde sus climas terroríficos y un joven protagonista (el pequeño Scott Lang de “Avengers: Endgame”) que se roba todas las escenas. Dunn es el verdadero hallazgo de esta película que, tranquilamente, podría tener un par de secuelas. A Yarovesky le toca trabajar con un presupuesto más que acotado (unos siete millones de dólares), pero se las ingenia para crear una atmosfera inquietante y por momentos muy violenta, aprovechando cada uno de sus recursos, siempre jugando con el conocimiento previo del espectador sobre los tropos del género, y siempre a la espera de que ganen los buenos. Claro que primero hay que definir, ¿quiénes son esos buenos? Más allá de los superpoderes de Brandon, los realizadores nos proponen un universo realista donde la escuela se hace cargo de la mala conducta del nene, la policía de investigar una serie de desapariciones y accidentes, pero nadie podría lidiar con las extraordinarias habilidades de este ser. Cuando la pubertad te pega mal Ahí, en las resoluciones finales, es donde empieza a flaquear la historia, agravada por las exacerbadas actuaciones (y muecas) de los intérpretes adultos que poco y nada aportan; falencias que se compensan con las irrupciones de Dunn, cada vez menos angelical y más siniestro, con o sin ojitos colorados y brillantes. “Brightburn” es una película que entretiene con poco y no abusa de sus tiempos en pantalla (escuetos 90 minutos), tampoco se detiene a contarnos de que extraño planeta viene este pequeño -algo no tan relevante- y va directamente a los bifes sin escalas. Tal vez, esa rapidez en la narrativa y la falta de un poco más de desarrollo es lo que más afecta a esta trama que termina eligiendo la espectacularidad y la acción, en vez de pararse a meditar sobre los temas que plantea. Los realizadores nunca profundizan en eso de los “poderes y las responsabilidades” (donde está el tío Ben cuando se lo necesita), perdiendo una gran oportunidad para resaltar una idea que no es nueva, pero acá está bastante bien llevada. Lamentablemente, el gore lo termina eclipsándolo todo, acercando la película hacia la vereda de las historias genéricas de terror, con la salvedad del protagonista y las extensas referencias superheroicas que la enriquecen, pero no la hacen despegar del todo. Sin embargo, se siente bien sobrevolando a baja altura, ofreciendo lo poco que tiene para brindar, sin muchas aspiraciones, tal vez, con la esperanza de poder seguir ampliando este interesante universo en una secuela a futuro.
Keanu Reeves vuelve para seguir revolucionando el cine de súper acción, con esta historia de asesinos, tan violenta como estilizada. Keanu Reeves nunca abandonó la escena, pero cada tanto tiene un “regreso” memorable, casi siempre relacionado con una nueva saga de súper acción con ganas de sacudir lo establecido. No hace falta que recordemos “Matrix” (The Matrix), ¿o sí?, franquicia a punto de cumplir sus primeros veinte años que, entre otras cosas, llegó para revolucionar la estética visual y las peleas en pantalla, mezclando cyberpunk con las destrezas marciales del cine hongkonés. Pero no estamos acá para hablar del clásico del sci-fi de las hermanas Wachowski, sino de la serie que iniciaron Chad Stahelski y David Leitch en 2014, poniendo al bueno de Neo (perdón, Keanu) al centro de la escena como un ex asesino muy profesional, que debe salir del retiro para vengar la muerte de su mascota. “Sin Control” (John Wick, 2014) resultó un éxito inesperado, rescatando los tropos más básicos del cine de súper acción, reformulándolos y explotándolos al extremo, prestándole el debido cuidado a su estética neo noir y sus estilizadas escenas de peleas cuerpo a cuerpo con cualquier tipo de arma o elemento que se puedan imaginar. Con una segunda entrega cada vez más exitosa, llegamos a “John Wick 3: Parabellum” (John Wick: Chapter 3 - Parabellum, 2019), no precisamente el final de una trilogía, ya que tanto director como estrella están más que dispuestos a seguir con esta locura mientras que el público siga respondiendo positivamente… y que a Reeves le dé el cuerpo para hacer las acrobacias necesarias. Indispensable haber visto “John Wick 2: Un Nuevo Día para Matar” (John Wick: Chapter 2, 2017) para enganchar con esta nueva historia que arranca apenitas después de los sucesos de la secuela, con un Baba Yaga “excomunicado” tras haber roto las reglas del Sindicato (The High Table) y asesinado a Santino D'Antonio en el Hotel Continental de Nueva York. Herido y con muy poco tiempo, antes de entre en vigencia la orden que le pone precio a su cabeza (14 millones para ser precisos), John sopesa sus posibilidades de escape, esperando que todos los asesinos de la ciudad vengan por él. Una vez que pone a salvo a su perrito -al cuidado de Charon (Lance Reddick), conserje del Continental- y se hace paso ante un ejército de asesinos dispuestos a cobrar la recompensa, Wick contacta al Director (Anjelica Huston), miembro de la Ruska Roma (la mafia, bah) y su protectora hasta ahí, la única capaz de ayudarlo y darle un salvoconducto para salir del país. Hay que tener en cuenta que la High Table no se anda con chiquitas, y además de quedarse con la cabeza de Jonathan, va a castigar y exigir lealtad a todos aquellos que lo protegieron o le dieron una mano amiga. Entre ellos, Winston (Ian McShane) -manager actual del hotel-, y el Bowery King (Laurence Fishburne), líder del mundillo criminal que se mueve entre las sombras de la Gran Manzana y más allá. Mientras la representante del Sindicato (Asia Kate Dillon) hace su trabajo sucio en Nueva York tirando ultimátums a diestra y siniestra, John viaja hasta Casablanca (Marruecos) para encontrarse con Sofia (Halle Berry), otra ex asesina con la que comparte pasado, ahora manager del Continental local. Entre ambos hay una deuda (y un Marcador, claro) que Sofia no está muy dispuesta a cumplir a riesgo de poner en peligro su propia vida, pero pocos le pueden decir que no a Wick, quien necesita contactar al Anciano (The Elder), el miembro de más alto rango de la High Table, y el único que puede revertir su situación, claro está, a cambio de algún favor y mucha más lealtad. Nada de esto se consigue de forma sencilla y diplomática. Para llegar a este punto, el director Chad Stahelski nos ofrece un sinfín de encontronazos y peleas súper coreografiadas y sangrientas, que van cambiando de escenarios hasta volver a Nueva York, ahí donde todo comenzó. Ahora, John Wick tiene una desagradable tarea que cumplir si pretende salvar su vida, y será dentro de las paredes del Continental donde va a presentar su ¿última? batalla. Keanu, el irrompible Como sus antecesoras, “John Wick 3: Parabellum” no pretende sorprendernos con la complejidad de su relato, es más, los guionistas (Derek Kolstad, Shay Hatten, Chris Collins y Marc Abrams) lo fueron simplificando con la única misión de destacar la acción por sobre cualquier otra cosa. Así, algunas secuencias como las de Marruecos desaprovechan grandes oportunidades y personajes, y terminan resultando una simple excusa para mostrar los imponentes paisajes de la zona, y ver como la Berry reparte patadas junto a sus dos canes asesinos. Acá queda más que claro que lo visual siempre va a tener preponderancia, ya sea las bellas imágenes de las bailarinas rusas entrenadas por el personaje de Huston, o los laberinticos recovecos de las salas más protegidas del Continental, donde John derrocha sangre y energía enfrentando a todo tipo de oponentes… muchas veces, en enfrentamientos que se extienden demasiado. No esperen mucho más (y claro que no lo esperan) porque esta la intensión principal de la franquicia: un festín de violencia estilizada y muy bien filmada, que no siempre se agarra de la razón o la coherencia. Ojo, tampoco pretende lo contrario. Lo mejor de esta locura hemoglobínica (y un poco descerebrada, digamos todo) es el universo y las reglas que plantea, ampliando capítulo a capítulo la mitología de este sindicato global de asesinos muy educados que se guían por el honor (aunque no siempre), los códigos y las jerarquías. Claro que John y compañía llegaron para romperlos, generando disputas internas y externas, cuyas ramificaciones pueden extenderse más allá de esta película. Sofia es otra amante de los peritos... y asesina de carrera Por supuesto que no está todo dicho cuando se trata de Baba Yaga. El suceso de esta trecuela -más el cómic companion que lanzaron y una posible serie derivada- abre las posibilidades a futuro, garantizando mucha sangre, actuaciones exageradas y escenas de pelea rebuscadas. Además, ¿quién puede resistirse a Keanu?
El estudio del ratón insiste con sus remakes en live action, y esta vez se mete con un "clásico" y con el Genio interpretado por Robin Williams. No vamos a poder escapar del aluvión de adaptaciones live action de los clásicos animados de Disney, así que, como dice el refrán, habrá que unirse a esta nueva moda de películas musicales (y no tanto) para toda la familia, que intentan captar a dos tipos de público muy diferentes: las viejas generaciones que crecieron con estos films, y las nuevas que siempre se suman. Después de la tibia acogida de “Dumbo” (2019) de la mano de Tim Burton, llega “Aladdín” con un Guy Ritchie ATP detrás de las cámaras, sin tanto espíritu rebelde, ni la verborragia visual a la que nos tiene acostumbrados. En cambio, se deja llevar por la parafernalia de los espectaculares numeritos musicales, un traje que no le sienta para nada cómodo. “Aladdín” no es el desastre que anticipan la mayoría de sus adelantos, pero está lejos de ser una obra bien lograda del estudio del ratón y su impecable atención a los detalles, arrancando por un conjunto de efectos visuales que jamás están a la altura del resto de la producción, desluciendo una historia muy digna y bien llevada por la pareja protagonista, y más aún a un personaje tan central como el Genio, acá interpretado por Will Smith. Y sí, no hay forma de que el Príncipe del Rap se vea bien en color azul, y a pesar de que el actor le impregna su propio tono y características al famoso otorgador de deseos, la impronta (y la genialidad, je) de Robin Williams llegan desde el más allá para desbancarlo. La comparación es odiosa, pero innegable, y Smith pocas veces logra acercarse a sus niveles de comicidad. La historia ya la conocemos -por la versión animada, adaptada de uno de los relatos de “Las Mil y una Noches”, además de “El Ladrón de Bagdad” (1940)-, y a pesar de que el oscarizado Alan Menken suma nuevas canciones, y el guión de Ritchie, John August (“El Cadáver de la Novia”), Vanessa Taylor (“La Forma del Agua”) encausa mejor a los personajes y se corre de algunos estereotipos raciales mal llevados, esta reimaginación no aporta nada nuevo y sólo intenta recrear muchos de los momentos más icónicos de la película de 1992, pero con actores de carne y hueso… y mucho CGI. Estas escenas y sus respectivas canciones son lo más destacado de “Aladdín”, un film que necesita agarrarse de la nostalgia (y el buen recuerdo de los fans) para no fallar del todo. Por suerte, Ritchie deja que el peso de la historia se pose en sus jóvenes protagonistas, Mena Massoud y Naomi Scott, la rata callejera de Agrabah que aspira a ser algo más que un simple ladronzuelo, y la hija del sultán, una prisionera en su propio palacio, quien quiere esquivar matrimonios por conveniencia y tomar el control de sus propias decisiones. Aladdín y Jasmin se cruzan por primera vez en el bazar y este encuentro va a cambiar sus vidas, aún más, cuando el muchachito se encuentre con la lámpara mágica y un Genio que le puede conceder tres deseos. Claro que la historia tiene un villano, y otro desacierto en la figura de Marwan Kenzari como Jafar, el visir del sultán que sólo quiere crear discordia entre el reino y sus países vecinos, además de quedarse con el poder. Para ello necesita un “diamante en bruto” capaz de atravesar la cueva de las maravillas y hacerse con la lámpara, un tiro que, obviamente, le termina saliendo por la culata. Kenzari nunca convence con su maldad y megalomanía, y se convierte en uno de los tantos arquetipos deslucidos que tiene la película. Incomprensible la incorporación de Billy Magnussen como el príncipe Achmed, un rubio tonto y exagerado que viene a pedir la mano de la princesa; o Nasim Pedrad como Dalia, la doncella de Jasmin que, a diferencia de su ama, sólo quiere enamorarse y tener hijitos. O sea, la función de compañera (algo que la protagonista no tiene en la versión animada) sólo sirve para reforzar los mismos anhelos femenino de los que quiere escapar la princesa. ¿Nos ponemos de acuerdo Disney? ¿Nos empoderamos o no? Un tema que la compañía del ratón viene trabajando película a película, pero nunca se anima a dar el verdadero volantazo. Cuidado con lo que deseas Dejando estos “detalles” de lado y lo mal que luce Smith en versión genio azulado (de los perores efectos que van a ver en pantalla), “Aladdín” sigue ofreciendo la misma y simpática historia de amor y superación que el clásico animado, una gran recreación de “A Whole New World”, y la frescura y buena química de sus protagonistas. Abu y la Alfombra se suman a la magia, pero no todos los números musicales dan en el clavo (de ahí la poca experiencia de Guy en estas cuestiones) como sí ocurría en “La Bella y la Bestia” (Beauty and the Beast, 2017). Agrabah y el resto de los escenarios lucen tan teatrales como en la película de Bill Condon, pero el director no sabe aprovechar todas las posibilidades visuales que le da la historia. Así, “Aladdín” se asemeja mucho más a una extraña versión de Bollywood, a sabiendas que la India NO tiene nada que ver con este relato árabe. *emoji de hombritos levantados. Tanta crítica puede sonar a desastre, pero el conjunto es mínimamente positivo, porque a pesar de las fallas la aventura se disfruta, Will tiene la posibilidad de aportar lo suyo aunque nunca brilla como Williams, y visualmente tiene grandes momentos que remiten a la película animada, sobre todo cuando Mena y Naomi están en escena. Pulgar para abajo para el villano y sus motivaciones de manual, algunos personajes que no aportan nada y la poca experiencia de Ritchie para el musical. “Aladdín” nos da la excusa perfecta para hablar de la necesidad de estas remakes en live action y darnos cuenta de que no siempre funcionan, porque la naturaleza de ambos medios no es tan compatible como parece a simple vista. Tal vez, podrían repensar estas historias (algo parecido a lo ocurrido con “Maléfica”), en vez de intentar copiar escena por escena en función de la nostalgia que tanto dicta los gustos del esta segunda década del siglo XXI.
Si no te alcanza con las dos trilogías fantásticas de Peter Jackson, ahora podés conocer a la mente maestra detrás de la creación de la Tierra Media, en una biopic un tanto genérica. Dramas biográficos siempre los hubo y no dejará de haber. Algunos son contundentes y analíticos como “Toro Salvaje” (Raging Bull, 1980) o “Malcom X” (1992), otros se toman demasiadas licencias narrativas -te estamos mirando a vos “Bohemian Rhapsody” (2018)-, y están lo que juegan con la misma mitología de su “objeto de estudio” y entregan una estética, desde el vamos, más interesante, como la lisérgica “Pánico y Locura en Las Vegas” (Fear and Loathing in Las Vegas, 1998). La mayoría son historias intrascendentes que no aportan mucho más a lo que podemos encontrar en cualquier biblioteca, y es ahí donde cae “Tolkien” (2019), una biopic tan insulsa como aburrida. El ignoto director Dome Karukoski se mete de lleno (o no tanto) en los años formativos de John Ronald Reuel Tolkien (Nicholas Hoult), creador de la Tierra Media y uno de los autores fantásticos más renombrados de todos los tiempos. El realizador chipriote nos pasea por su infancia tras el establecimiento de su familia en Inglaterra (el pibe nación en Sudáfrica), la impronta de la muerte de su mamá, su paso por la casa de acogida de la señora Faulkner (Pam Ferris) donde conoció a su futura esposa, Edith Bratt (Lily Collins), y sobre todo, la influencia de sus compañeros de la King Edward's School, una escuela carísima donde encajaba poco y nada, pero donde comenzó su verdadero recorrido artístico después de frecuentar a Rob Gilson (Patrick Gibson), Geoffrey Bache Smith (Anthony Boyle) y Christopher Wiseman (Tom Glynn-Carney), con quienes fundó la T.C.B.S., cofradía secreta conocida como el Club de Té y Sociedad Barroviana (Tea Club and Barrovian Society). Estos son los ejes de “Tolkien”: el constante intercambio literario (todo muy rococó e intelectualoide) con sus amigos de juventud, y el accidentado romance con Edith, dama de compañía a la que no tenía mucho para ofrecer, pero quien se convirtió en inspiración de personajes como Lúthien Tinúviel y Arwen Evenstar, gracias a su espíritu libre y un tanto aguerrido. Todo dentro de una atmósfera bastante inocua y sin matices, que pinta al autor como un verdadero héroe trágico, perseguido por los fantasmas de su pasado y su niñez, sumados a las traumáticas experiencias de la Primera Guerra Mundial, un punto de quiebre para su trabajo a futuro y esa “comunidad” que excedió el colegio y llegó hasta la universidad. Tanto Karukoski, como el guión de David Gleeson y Stephen Beresford, desaprovechan la oportunidad de jugar un poco más con el imaginario creado por J. R. R. e introducirlo dentro de una narrativa que, desde el vamos, no tiene mucho para ofrecer. Sí, hay algunos indicios de sus terroríficas criaturas, y de aquellas que no lo son tanto, pero todo enmascarado en el drama romántico más genérico que se pueda encontrar en la pantalla grande. El director le presta la debida atención a cada uno de los detalles “escenográficos” de las primeras décadas del siglo pasado con sumo cuidado y recrea una época donde las mujeres, al parecer, no cortan ni pinchan. También se da el lujo de llevarnos a las trincheras y esa cruenta Batalla del Somme, imágenes eclipsadas (incluso) por la Tierra de Nadie de “Mujer Maravilla” (Wonder Woman, 2017). Culpamos a Patty Jenkins, que nos arruinó esa visión para siempre. Chistecitos aparte, la realidad es que ninguna de estas experiencias se ve reflejada con dramatismo (o cualquier otra emoción) en la pantalla y el personaje de Tolkien. No vamos a culpar a Hoult, que hace lo que puede con lo que tiene y la viene remando desde “Un Gran Chico” (About a Boy, 2002), y cuyo resultado es un protagonista absolutamente chato que exuda todos los convencionalismos de manual de los que los realizadores pudieron echar mano. Tampoco podemos achacarle muchos errores a Collins y su Edith, una mera excusa para meter un poco de romance en una película que nunca encuentra el tono ni las aristas desde donde quiere encarar esta historia condescendiente. La sociedad de los poetas muertos A “Tolkien” se le nota el presupuesto acotado y ese freno que se pone el director a la hora de dejar volar su inventiva narrativa. Igual, no es un pretexto valedero, ya que por la misma cantidad de dólares, Marc Foster pudo sumergirse con muchísimo más éxito en el imaginario de Sir J.M. Barrie en “Descubriendo el País de Nunca Jamás” (Finding Neverland, 2004). Las comparaciones son odiosas, y acá no hay tantos puntos de conexión que digamos, pero sirve como ejemplo para demostrar que se pueden contar estás aburridas historias de época con un poco de imaginación y alguna vuelta de tuerca, mucho más cuando el protagonista en cuestión hizo tanto por la literatura y los universos fantásticos. Podemos suponer que tampoco es la idea de Karukoski, quien se apega a un relato más ‘realista’ que va y viene en el tiempo, y que omite siempre que puede muchas de las posturas más controvertidas de J. R. R. Como ya dijimos, “Tolkien” es un film inofensivo que no aporta mucho sobre el autor de “El Hobbit” y “El Señor de los Anillos” (The Lord Of The Rings). Hace mucho hincapié en todas sus influencias (guarda que la originalidad se nos pierde por el camino) y adorna todo con los encuentros amorosos de la parejita que, seamos sinceros, nunca logra representar ese peligro constante del distanciamiento.
Los videojuegos le siguen apostando a la pantalla grande y puede ser que hayan encontrado su mejor "adaptación", aunque como película "Detective Pikachu" tiene otras tantas fallas. Con el estreno de “Pokémon: Detective Pikachu” (2019) tenemos una nueva oportunidad de analizar hacia qué público están dirigidas realmente estas películas que se agarran de franquicias mega conocidas y muy queridas para los fans. La creación de Satoshi Tajiri, Ken Sugimori, Game Freak y Nintendo llega por primera vez a la pantalla grande en versión live action (acá adaptando el juego homónimo de 2018), mezclando actores de carne y hueso y a las tiernas criaturas animadas en CGI en una aventura familiar que, de entrada, requiere cierto conocimiento previo por parte del espectador si quiere disfrutar de cada guiño, chiste y referencia a más no poder. Ahí está el truco y la trampa para aquellos que somos totalmente ignorantes de este universo, y es donde la película de Rob Letterman falla narrativamente, dando demasiadas cosas por sentado y entregando un relato infantil que, a pesar de maravillarnos con su puesta en escena y ganarnos con la ternura de sus personajes, nos pierde desde una historia tan incoherente y apresurada. No, no nos quejamos de los pokémon (¿o se dice pokémones?) y sus habilidades, sino de todos los demás elementos que también deberían funcionar dentro de la trama. Letterman viene del mundo de la animación y la fantasía a full con cosas como “El Espanta Tiburones” (Shark Tale, 2004) y “Escalofríos” (Goosebumps, 2015), por eso se lo nota muy respetuoso y comprometido a la hora de los detalles y la apariencia de los verdaderos protagonistas de esta historia: los pokémon. El resto se le escapa de las manos y se convierte en una excusa para contar una aventura con tintes detectivescos bien al estilo buddy cop movie, que se va diluyendo de a poco, hasta llegar a un final lleno de giros y demasiado agarrado de los pelos. Tim Goodman (Justice Smith) es un jovencito que vive solo y despreocupado. Atrás dejó sus sueños de convertirse en entrenador Pokémon, y ahora dedica todo su tiempo a ascender en su trabajo en una agencia de seguros. La tranquilidad de su vida da un giro inesperado al enterarse de la muerte de su papá, el detective Harry Goodman, en un accidente de auto en Ryme City, metrópoli donde los humanos y las criaturitas conviven y trabajan a la par sin más ni menos, emprendimiento del empresario Howard Clifford (Bill Nighy). Muy a su pesar, Tim emprende el camino hacia Ryme para ponerle un cierre a la distante relación con su papá, pero pronto se ve involucrado en el misterioso último caso que el detective andaba investigando. En el departamento de Harry, mientras intenta dejar las cosas en orden, se cruza con Pikachu (voz de Ryan Reynolds), el antiguo compañero Pokémon de su progenitor, el cual supuestamente, debería haber muerte en el accidente junto a él. Esto despierta un poco las esperanzas en cuanto al paradero de Goodman, pero Pikachu no recuerda nada de lo sucedido, ni tampoco logra asimilar como puede ser que Tim entienda su lenguaje. Este extraño vínculo es lo único que tienen para conectarse y tratar de descifrar qué pasó en realidad, partiendo de la base de que (posiblemente) Harry Goodman todavía esté con vida. Dejando todas sus diferencias de lado, y los daddy issues de Tim (quien perdió a mamá a los once años y se crió con su abuela porque papá decidió alejarse), la dupla emprende una aventura detectivesca que pronto los lleva a las arenas de pelea clandestinas de la ciudad, tras la pista de una sustancia conocida como el suero “R”, un gas que pone a los pokémon en un estado bastante alterado. Pareja despareja, pero gran pareja “Pokémon: Detective Pikachu” nos va llevando de escenario en escenario, presentando a las diferentes criaturas de la franquicia -cada una con su chistecito correspondiente-, mientras intenta resolver el misterio más rebuscado de la cinematografía mundial, y nos recuerda a cada minuto que Ryan Reynolds también es Deadpool (acá la diferencia son los chascarrillos ATP). Imposible no caer bajo los influjos de la ternura del personaje amarillo, pero más allá de ello cuesta relacionarse con una trama que depende demasiado de nuestro conocimiento previo sobre el funcionamiento de este universo tan particular. Lo que nos lleva de vuelta al interrogante que planteamos al principio, porque es obvio que el fan de la saga lo disfruta y le funciona a las mil maravillas, a diferencia del espectador desprevenido (y casual) que espera un poquito de explicación y desarrollo. Ahí está el primer error de Letterman y del resto de los guionistas (Dan Hernandez, Benji Samit y Derek Connolly) que proponen que nos adecuemos a este mundo sin explicarnos del todo las reglas. “Pokémon: Detective Pikachu” es divertida si estás “adentro”, demasiado ñoña y con un final agarrado de los pelos para los que no comulgamos con estas criaturas. Visualmente (y a pesar de su exceso de CGI) propone un universo simpático y le dedica obsesiva atención a cada detalle, pero ojalá hubiera hecho lo mismo a la hora del casting de sus protagonistas de carne y hueso. En Ryme City te cruzás criaturitas como esta El pobre Justice Smith no transmite nada, mucho menos una emoción sincera cuando se trata de afligirse por su familia. Kathryn Newton hace lo que puede como Lucy Stevens, aspirante a reportera que va a ayudar a nuestros héroes en la investigación; y Bill Nighy y Chris Geere (Roger Clifford, su hijo) son arquetipos demasiado recargados de manierismos y lugares comunes. Ok, acá lo importante son los pokémon y ahí la película se destaca, pero no podemos hacer la vista gorda a todos esos defectos en la construcción de personajes y de su trama. Está claro que ésta, como “Avengers: Endgame” (2019), es una película para el amante de la franquicia. Eso no es del todo negativo y se celebra, pero cuando una gran parte de la audiencia se queda del lado de afuera, es hora de replantearse algunas estrategias marketineras… y ya que estamos, una trama menos flojita de papeles.
Llegó el evento cinematográfico del año, el cierre de toda una era para el Universo Cinemático d eMarvel. En el año 2005 Kevin Feige tuvo un sueño: la creación y desarrollo de una mega franquicia comiquera compartida, que reuniera a todos (o casi todos) los héroes de la ‘Casa de las Ideas’. “Iron Man - El Hombre de Hierro” (Iron Mna, 2008) fue la patada inicial del Universo Cinematográfico de Marvel (o MCU), un éxito instantáneo que elevó hasta la cima, incluso, a personajes de la B de las páginas de los cómics. Nadie puede ser lo suficientemente miope para ignorar el suceso de este modelo, una fórmula que muchos quisieron imitar, pero pocos lograron, porque acá siempre hubo una visión clara y a futuro de lo que se pretendía para la franquicia. La suerte consiguió que más temprano que tarde, Tony Stark, Hulk, el Dios del Trueno, Capitán América y Spider-Man, entre tantísimos otros, se agruparan bajo el mismo paraguas de los estudios Marvel y Disney, una movida que, obviamente, les permitió a los realizadores mantener el control de sus criaturas cinematográficas, sin tener que rendirles cuentas a otras compañías. El marketing, los presupuestos elevados y el talento delante y detrás de las cámaras hicieron su magia para que, después de más de diez años y 22 películas, el MCU se convirtiera en la franquicia más exitosa de todos los tiempos, una marca imborrable dentro del género y un elemento esencial de la cultura pop que unió a varias generaciones. Tenemos historias brillantes, otras muy buenas y unas cuantas irregulares (bah, bastante flojitas), pero todas cumplieron un cometido: presentar en sociedad a estos personajes tan queridos y contribuir constantemente a la construcción de este universo cada vez más expandido. Desde que Nick Fury (Samuel L. Jackson) se le acercó a Tony Stark (Robert Downey Jr.) con la famosa “Iniciativa Avengers” en la cabeza, Feige sabía que tenía algo grande entre manos y puso todo su esfuerzo para llevarlo a buen puerto. Pero hay algo que trasciende los números de taquilla o los puntajes de la crítica, y esa es la inversión que hicieron los fans, y el público en general, a lo largo de esta década de aventuras superheroicas donde, muchas veces, eligieron un bando y apoyaron a sus personajes favoritos. Cada una de las instancias los trajo hasta acá, la conclusión de una etapa (ahora conocida como la Saga del Infinito) que pretende cerrar este ciclo y abrir uno nuevo para los protagonistas y las historias que traerán a cuestas. Porque claro, esto no se acaba. “Avengers: Endgame” (2019) es el fin de muchas cosas, de entrada, la resolución de una trama que (seamos sinceros) quedó bastante abierta después de los sucesos de “Avengers: Infinity War” (2018) y el temido chasquido de Thanos (Josh Brolin). Tras juntar las seis Gemas del Infinito, el Titán logró su propósito: balancear el universo erradicando a la mitad de la población. Un hecho que, ante sus ojos, tiene la debida justificación, pero no deja de carecer de unas cuantas aristas morales. En resumen, todos salieron perdiendo, incluso más los que sobrevivieron a esta caprichosa selección natural. Esta nueva instancia encuentra a varios de los supervivientes lidiando con lo que acaba de pasar y buscando una solución inmediata para intentar revertir lo sucedido entre la pena y el dolor. Unos veinte días después del suceso, Steve Rogers (Chris Evans), Black Widow (Scarlett Johansson), Thor (Chris Hemsworth), Rocket (Bradley Cooper), Rhodes (Don Cheadle) y Bruce Banner (Mark Ruffalo) creen tener un plan entre manos, pero el fracaso parece inevitable porque el destino no es algo que se pueda torcer así, tan fácilmente. Si para ese entonces, los Avengers ya no estaban quebrados (física y emocionalmente), esta es la gota que termina rebalsando el vaso, dispersando sus destinos para intentar reconstruir, junto con el resto del mundo (y la galaxia), un futuro que parece bastante esquivo. Mensaje en una botella Y sí, “Avengers: Endgame” es un spoiler detrás de otro, y en estas escuetas líneas vamos a omitir una infinidad de detalles (más o menos como los tráilers de la película, je). Lo concreto es que la historia de Anthony y Joe Russo (y el guión de Christopher Markus y Stephen McFeely) nos traslada cinco años después, donde la población todavía intenta sanar sus heridas y seguir adelante, al igual que nuestros héroes, muchos concentrados en su trabajo justiciero, y otros tantos en sus nuevas y mundanas vidas, alejados de las aventuras y las misiones peligrosas. Pero entre la desesperanza de algunos, la perseverancia de otros y una vueltita de tuerca, surge una nueva posibilidad y ahí es cuando el equipo se TIENE que volver a juntar y confiar en este plan mucho menos improvisado que podría lograr invertir el juego... o empeorar muchísimo más las cosas. El tiempo no siempre sana las heridas, y la confianza no siempre sobresale entre los Vengadores, pero acá se trata de dejar de lado cualquier diferencia, culpa y baja autoestima para permitir que los héroes sean héroes una vez más, cueste lo que cueste. Los hermanos Russo, fieles a su reputación, entregan algo más que una aventura superheroica. A ellos les tocó tomar la posta de Joss Whedon para seguir desarrollando el camino de estos personajes, cada vez más complejos y humanos, con sus fallas y sus virtudes. “Endgame” es la conclusión perfecta para “Infinity War” y estos primeros diez años, dejando que cada protagonista tenga su momento de lucimiento, pero sobre todo de redención e introspección para confrontar sus miedos y sus errores, y encontrar esa nueva (o vieja) razón por la cual luchar. Estamos ante algo que no es simplemente una secuela o una película superheroica que puede analizarse fuera de contexto (sorry, espectador casual), es la parte de un todo, la última pieza de este gran rompecabezas, el evento que debe amalgamarlo todo y salir bien parado. ¿A dónde van los desaparecidos? Ahí es donde reside su épica y donde se lucen sus mejores elementos, entre ellos, la destreza de los directores a la hora de la acción y los grandes enfrentamientos (acá grande debería ir con mayúsculas); el timing para la comedia de sus guionistas, demostrando una vez más que no hace falta ser solemne a cada momento (aunque no todos los chistes son bien recibidos y a veces la exageración gana la pulseada); la profundidad de sus personajes principales porque este es su recorrido, y la habilidad de mezclar géneros y mantener el ritmo a lo largo de casi tres horas de película. En medio del drama y el dolor de gran parte del primer acto, terminamos disfrutando de una clásica y entretenida historia de atracos -donde el plan se desarrolla, se ensaya y se ejecuta muy al estilo y la cacheres de “La Gran Estafa” (Ocean's Eleven, 2001)-, para luego volver a la épica de la batalla que un desenlace como tal se merece, manteniendo un perfecto equilibrio entre las partes. No todas las decisiones narrativas se aplauden de pie, ni los efectos especiales funcionan -algunas elecciones son un tanto “polémicas”-, así como ciertos momentos grandilocuentes, tan celebrados como forzados (los charlamos en una review con spoilers). El saldo siempre es positivo y hasta se siente una película menos apresurada que su antecesora. Los Russo toman sus pequeños riesgos, sobre todo cuando se trata del tono que quieren imponer y el cierre que le quieren dar a sus protagonistas, pero no dejan de jugar un poquito a lo seguro. Claro que esto tampoco es tan malo, es el modelo al que se apegaron y el cual les devolvió el éxito. Seguramente, muchos de ustedes saldrán lagrimeando del cine por el simple hecho del espectáculo atestiguado. Una reacción más que válida porque, en definitiva, “Avengers: Endgame” lo es. Es una recompensa a la lealtad, una fiesta para el fan, para el amante de los superhéroes y para aquellos que vienen bancando este proyecto desde el año 2008, en las pelis y en la tele. Cueste lo que cueste Y ahí es cuando surge mi disyuntiva a la hora de poner un puntaje, un numerito que no dice mucho más de lo que ya está escrito más arriba, sino que lo resume. La realidad es que mi inversión en estos personajes, estas historias y este universo cinematográfico no es emocional, sino más bien un objeto de análisis que no siempre toca las mismas fibras que las del espectador. Acá me siento un tanto distante y la subjetividad puede jugarme en contra (porque juega mal en ambos sentidos, eh), nublando ese juicio final que no me permite considerarla LA mejor película de superhéroes de todos los tiempos, sino UNA de las mejorcitas, más aún si la tomamos como “cierre de franquicia”. Un cierre redondo que no deja muchos cabos sueltos ni tampoco muchos indicios de lo que nos depara el futuro del MCU, y tiene como prioridad rendirles el debido homenaje a cada uno de estos protagonistas, aunque no se esfuerza con otros tantos personajes. Si “Avengers: Infinity War” se centraba en Thanos y su propio recorrido, acá los Russo dan vuelta la tortilla y cambian el foco hacía el lado de los buenos, logrando una conclusión balanceada que se hace eco de este enorme universo compartido recargado de guiños, referencias a montones, fantasía, ciencia ficción y héroes tan estoicos como vulnerables.
El universo terrorífico de James Wan se sigue expandiendo y esta vez suma folklore latinoamericano a la ecuación. El universo terrorífico de Warner Bros. se sigue expandiendo e interconectando de alguna manera. Si bien “La Maldición de La Llorona” (The Curse of La Llorona, 2019) no tiene relación directa con “El Conjuro” (The Conjuring, 2013) y los Warren que iniciaran todo, logra vincularse y convencernos de que, acá, todo tiene que ver con todo. El debut cinematográfico de Michael Chaves no deja de ser una historia de sustos genérica, pero trae consigo una novedad muy anclada a la coyuntura hollywoodense. La inclusión y diversidad de que la que tanto se habla (no como moda, sino como cambio sociocultural y económico dentro de la industria), acá transciende las caras que aparecen delante de las cámaras -o en su defecto, detrás- para meterse de lleno en el folklore y las tradiciones latinoamericanas, no siempre reconocidas más allá del ámbito local. James Wan, uno de los productores y artífices de este universo extendido, se hace eco del “otro”, y dejando lo casos reales y sus propias creaciones terroríficas a un lado, prueba suerte con este mito originario de México, muchas veces considerado un cuentito para asustar a los más chicos. “La maldición de La Llorona” arranca en el país azteca muchos siglos atrás para ponernos en contexto y mostrarnos donde nació esta leyenda. Inmediatamente, nos traslada a la ciudad de Los Ángeles a principios de la década del setenta, donde Anna Tate-Garcia (Linda Cardellini), viuda y trabajadora social, hace lo que puede para criar sola a sus dos hijos. La señora parece estar desbordada entre la casa y el trabajo, pero igual quiere encargarse de esos casos que ya tiene asignados. Entre ellos, el de Patricia Álvarez (Patricia Velasquez) y sus dos pequeños, una madre sin ayuda como ella, que debe hacer buena letra para mantener la custodia. Lo que encuentra al llegar a la casa de los Álvarez parecen ser extrañas señales de abuso infantil y, sin entender lo que la madre y los chicos tratan de explicarle, a Anna no le queda otra que separar a Patricia de sus hijos. La tragedia no se hace esperar, y pronto empiezan a acumularse diferentes situaciones que Garcia ya no puede entender del todo. Su falta de fe choca de frente con las costumbres de Álvarez y su comunidad, convencidos de que esta es una intervención de La Llorona, un alma en pena que tiempo atrás asesinó a sus propios hijos y ahora persigue (y se apropia) de otros pequeñines para llenar ese vacío. Después de que sus propios chiquitines, Samantha (Jaynee-Lynne Kinchen) y Chris (Roman Christou), comienzan a sufrir los efectos de esta maldición que persigue a la familia, a Anna no le queda otra que buscar ayuda “profesional”, primero en el padre Perez (Tony Amendola) -sí, el mismo que tuvo que lidiar con la poseída “Annabelle” (2014) y quien liga esta película al universo ya establecido-, y después con Rafael Olvera (Raymond Cruz), un chamán que abandonó la religión convencional para bucear en estos asuntos más oscuros. Así descubren que La Llorona se encaprichó con ellos y que no va a parar hasta lograr su objetivo. Esto es lo que tiene para ofrecer “La Maldición de La Llorona”, un relato bastante convencional que nunca logra escapar de los lugares comunes del género, pero expande su “temática” más allá de los clásicos mitos norteamericanos y europeos. Por lo demás, la historia escrita por Mikki Daughtry y Tobias Iaconis -los mismos responsables de “A Dos Metros de Ti” (Five Feet Apart, 2019)- es un tanto frustrante cuando vemos a los adultos y los niños actuar de manera tan estúpida e irresponsable. Creer o reventar Los productores (y ejecutivos de los estudios) saben que estas pequeñas historias de terror -con presupuestos bastante acotados- cumplen con sus mínimos estándares e igual logran llenar sus arcas, porque los sustos siempre funcionan entre la audiencia, más que nada, adolescente. Apuestas de escaso riesgo de las que nadie espera nada más allá del entretenimiento, mucho menos que vengan a sacudir el género. De ahí, la previsibilidad y poco entusiasmo en los detalles que tiene esta película, más enfocada en sus “jump scares” que en delinear una narración interesante que sume con estas leyendas y contexto latinoamericanos. Imposible empatizar con esta familia donde los chicos son tan sonsos y los grandes no indagan un poco más cuando las cosas a su alrededor resultan tan extrañas. Ok, podemos culpar al raciocinio de gran parte de los protagonistas, pero cada cliché y decisión mal tomada van derrumbando el universo intrínseco que quiere construir “La Maldición de La Llorona”. Un mundo que se sostiene hasta ahí por lo eficaz de su puesta en escena y reconstrucción de época y algunos momentos de la “criatura” terrorífica, pero al cual se le ven los hilos cada vez que cae en esos lugares comunes que conocemos de memoria y podemos anticipar sin mucho esfuerzo. Cardellini está lejos de ser una gran madre sufrida, a los pibes queremos que le pasen cosas feas y Olvera no logra entrar en nuestro ranking de “curitas” buena onda. El humor que maneja la película siempre queda fuera de lugar (no vamos a pretender que aprendan de Jordan Peele) y nunca ayuda a liberar las tensiones del momento, justamente, porque esas tensiones nunca llegan. Aplaudimos el entusiasmo de Hollywood por bucear en el folklore latino, pero poco sirve si es sólo un vehículo para una mediocre historia terrorífica.
Peter Jackson abandona la Tierra Media y se embarca en un proyecto muy personal con este documental que homenajea a los combatientes de la Primera Guerra Mundial a cien años del armisticio. Seamos sinceros, la Primera Guerra Mundial nunca tuvo el mismo “marketing” y exposición en las pantallas como la otra gran contienda armada que la sucedió, sobre todo cuando hablamos de ficción. “Leyendas de Pasión” (Legends of the Fall, 1994) le dedica unos momentos bastante dramáticos, Steven Spielberg hizo lo suyo en “Caballo de Guerra” (War Horse, 2011), y Patty Jenkins se animó a mostrarnos la brutalidad de la llamada Tierra de Nadie (No man's land) -terreno situado entre dos trincheras enemigas que ningún bando desea ocupar por temor a exponerse al ataque enemigo en el proceso- en la superheroica “Mujer Maravilla” (Wonder Woman, 2017). Si rebuscamos en la historia cinematográfica y televisiva, son bastante escasos los ejemplos que nos transportan al primer gran conflicto bélico del siglo XX, uno que cambió para siempre las reglas del juego al poner la tecnología al servicio de la muerte. Tal vez están pensando en caballos, bayonetas y rifles, pero la Gran Guerra también introdujo los primeros tanques, ametralladoras y gases letales, elementos mortíferos que pocos podían imaginar no muchos años antes del inicio de esta contienda. Alejándose totalmente de su querida Tierra Media y los relatos Tolkienianos -curiosamente, J.R.R. también fue un veterano de esta guerra y la Batalla de Somme-, Peter Jackson decide honrar a su abuelo y todos esos soldados británicos que participaron en el conflicto, llevando a cabo “Jamás Llegarán a Viejos” (They Shall Not Grow Old, 2018), un documental que conmemora los primeros cien años desde el armisticio que se estableció en 1918, después de cuatro años de combates, destrucción y muerte -más de nueve millones de combatientes y siete millones de civiles perdieron la vida (el 1 % de la población mundial, por aquel entonces)-, mayormente en suelo europeo. Lo que comenzó con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria (el famoso Franz Ferdinand) en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, pronto se convirtió en declaración de guerra por parte del Imperio Austrohúngaro y por el lado de los aliados (el llamado Triple Entente) se encontraba el Reino Unido, junto a Francia y el Imperio Ruso. A Jackson sólo le interesa mostrar un pedacito de las terribles peripecias de estos soldados (los británicos) -la mayoría menores de edad que se enlistaron mintiendo- desde su exhaustivo entrenamiento, su paso por el campo de batalla y el regreso a casa, siempre desde sus propias experiencias. Para ello, y con todo el visto bueno de 14-18 NOW (programa cultural creado para el centenario), el Imperial War Museums y la BBC, el director recopiló metraje original inédito desde los mismísimos archivos del museo, y entrevistas grabadas de los hombres que sirvieron, cortesía de la BBC y el IWM. “Jamás Llegarán a Viejos” arranca en blanco y negro (y en formato 1.33:1, tan extraño para nuestros tiempos y nuestros ojos), mostrando el comienzo de la guerra y el apuro del Reino Unido por sumarse al conflicto. Más allá de algunos efectos sonoros (la película original no tenía la capacidad de sincronizar imagen y sonido, aunque era todo un adelanto tecnológico para la época) y voces en off recreadas con fines dramáticos, Jackson resuelve mantener la autenticidad en cada fragmento, y el punto de vista de estos jovencitos. Tampoco se enfoca en sus nombres, sino en la experiencia conjunta de ser soldado en esta guerra tan particular y brutal, alejada del “glamour” que podía suponer empuñar un arma y convertirse en héroe a tan temprana edad. Llegado el momento del combate, el realizador neozelandés decide magnificar nuestra propia experiencia como espectadores, ampliando el formato (ahora sí al panorámico 1.85:1), y a través de una técnica revolucionaria, consigue colorear estás imágenes que siempre se nos presentaron monocromáticas y como algo sumamente lejano. Lo que vemos es tan (ir)real como contundente, porque los horrores de la guerra y el padecimiento de estos soldados nos llega sin filtro y con una óptica 100% humana. Héroes anónimos Los temas bélicos no son algo que atraigan al público masivo, sobre todo un acontecimiento histórico que ocurrió un siglo atrás, pero Jackson logra que nos conectemos con estos hombres anónimos, justamente, por el realismo y la humanidad que exuda cada imagen de su obra. En ningún momento romantiza la guerra o esta contienda en particular; en cambio, borra de un plumazo varias convenciones y presupuestos, mostrando las malas condiciones que atravesaron estos jóvenes más allá del frente, ya sea durante el entrenamiento previo, en las trincheras y en su regreso a casa poco festejado por sus compatriotas, ajenos a sus experiencias y sufrimientos, e incluso, ajenos a la disputa que nunca se hizo sentir en las islas británicas. Jackson viene dando vueltas con este proyecto desde el año 2015 cuando lo tentaron con la idea de su primer documental. Desde entonces, él y su equipo se tomaron su tiempo para revisar más de 600 horas de entrevistas a unos 200 soldados, más unas cien horas de metraje original, algo que, según dice, le llevó todo un año. Un trabajo de amor y sumamente personal para este realizador que se conecta con los hechos a través de su abuelo (a quien está dedicado el film), uno de esos tantos combatientes que vivió el infierno y, seguramente, nunca fue muy capaz de poner su experiencia en palabras.
Natalie Portan explora el complicado camino hacia la fama a partir de una tragedia que la marcó de chica e impulsó su carrera profesional. El actor devenido en realizador, Brady Corbet, sigue experimentando detrás de las cámaras y esta vez nos trae un relato más que moderno y acertado sobre las complejidades del estrellato, sus irresistibles atractivos, y las trampas que trae aparejada la celebridad. “Vox Lux: El Precio de la Fama” (Vox Lux, 2019) gana desde ciertos enfoques y su cuidadísima estética, pero el conjunto no siempre funciona, más que nada, por la desconexión que existe entre las dos líneas temporales que plantea la película, algunos giros forzados y personajes que no siempre conquistan nuestra empatía. Celeste (Raffey Cassidy) y Eleanor "Ellie" Montgomery (Stacy Martin) son dos hermanas unidas por su amor a la música. Sus vidas adolescentes se ven sacudidas violentamente en el año 1999, cuando la primera sobrevive a la tragedia: un tiroteo escolar que daña su cuerpo y alma para siempre. Para llevar adelante su propio duelo y sanación, Celeste compone una canción sobre la traumática experiencia, una oda que pronto adquiere notoriedad en los medios, abriéndole las puertas a una carrera profesional. Todavía recuperándose de sus heridas físicas y psicológicas, la jovencita cae en las manos de un manager apasionado (Jude Law) quien va a guiar su camino hacia el estrellato, dejando de lado a Ellie, la supervisión de los mayores y muchos reparos que tienen que ver con la edad. De repente, Celeste está totalmente expuesta a un mundo diferente, uno de giras por el mundo, coreografías y videos musicales, fiestas, alcohol, sexo y su total pérdida de la inocencia. La vida y la carrera de Celeste avanzan meteóricamente y el relato hace un salto en el tiempo para mostrarnos a la artista madura (y no tanto), ahora en la piel de Natalie Portman. Su vida vuelve a sacudirse, indirectamente, justo a tiempo para el lanzamiento de su nuevo álbum (Vox Lux) y una nueva gira, cuando un grupo terrorista usa la iconografía de una de sus canciones para llevar a cabo este crimen tan reprobable. De repente, el pasado vuelve a convulsionar un presente ya de por sí recargado de escándalos, abuso de sustancias y la ríspida relación con su hermana y su propia hija adolescente (Cassidy). Corbet, también guionista, nos presenta su idea a lo largo de diferentes episodios (estructura muy de moda y un tanto gastada por estos días, véase “La Favorita” o “La Vida Misma”) con la ayuda de un narrador omnipresente (Willem Dafoe) que transforma el relato de “Vox Lux” es una fantasía moderna sobre el ascenso a la fama y el precio que se debe pagar. Aún más, en épocas de Internet y redes sociales donde la privacidad es un lujo que los famosos (y los no tanto) pocas veces se pueden dar. El realizador también bucea en la explotación de la tragedia, la de Celeste y la norteamericana, pero su análisis termina siendo más superficial que otra cosa. Su punto más alto está puesto en cada aspecto visual de la historia (los ángulos y movimientos de cámara, la escenografía, el vestuario, los numeritos musicales, etc.), olvidándose de profundizar sobre ella y la mayoría de los personajes. El salto temporal no ayuda y, en cambio, rompe con cierto ritmo (y coherencia), presentándonos dos películas muy diferentes en una: la de esa nena que creció de golpe y perdió una parte de su esencia; y la de la adulta (tan chiquilina en su accionar y comportamiento), que ya no puede ver más allá del escueto séquito que la rodea. Camino a la fama Mucha forma y poco contenido (o uno bastante confuso por momentos) es lo que nos deja en contra “Vox Lux”. Por el contrario, a favor nos quedan grandes actuaciones por parte de la joven Cassidy y Portman, que encuentra en este papel muchas conexiones (directas e indirectas) con la Nina Sayers de “El Cisne Negro” (Black Swan, 2010). Pero, a diferencia del thriller de Darren Aronofsky, acá no hay misterio que develar, sólo un drama musical que se concentra en los pormenores de la fama, de manera un tanto banal. Se nota que a Corbet le interesan los efectos de la violencia en la sociedad y su relación con la cultura popular (sus guiños a “Bowling for Columbine” o el ataque a las Torres Gemelas no son muy discretos), pero no sabe cómo encarar estos temas, o conectarlos con la extravagante historia que nos quiere contar. Su forzado comentario social se queda por el camino, de ahí la inconsistencia del relato y un final tan abrupto como extraño. “Vox Lux” termina siendo un híbrido entre narración y experimento cinematográfico donde ninguno de los dos funciona realmente, pero al menos nos quedan las interpretaciones y la cuidadísima puesta en escena para disfrutar. Lástima que esto no es un video clip.
Sin Guillermo del Toro y sin Ron Perlman, el personaje de Mike Mignola vuelve a la pantalla con más violencia y menos alma. El universo fantástico de Hellboy parecía encajar a la perfección con el estilo cinematográfico, la imaginación desbordada y la técnica ‘artesanal’ de Guillermo del Toro, cuando el personaje creado por Mike Mignola llegó por primera vez a la pantalla en 2004. Aquella adaptación inicial estuvo bastante alejada de convertirse en un éxito, pero alcanzó para desarrollar “Hellboy II: El Ejército Dorado” (Hellboy II: The Golden Army, 2008), secuela a la que le tocó competir con otros tanques comiqueros como “Iron Man - El Hombre de Hierro” (Iron Man, 2008) y “Batman: El Caballero de la Noche” (The Dark Knight, 2008). Así y todo, el fandmon pedía un digno final de trilogía, entrega que nunca llegó (ni llegaría), por los extensos compromisos del oscarizado director y las dudas del autor sobre el futuro de su criatura. Después de varios entredichos y muchas idas y vueltas, el estudio decidió liberar a del Toro de sus responsabilidades y hacer borrón y cuenta nueva en lo que respecta al demonio colorado. Sin Ron Perlman detrás de los cuernos, Lionsgate cortó por lo sano y buscó a un intérprete más “joven” para seguir adelante con la franquicia. Fresquito de las historias terroríficas de “Stranger Things”, David Harbour tomó el testigo y se entregó a los caprichos del director Neil Marshall y los de Mignola, ahora muchísimo más involucrado en el proceso. Marshall, responsable de cosas como “Dog Soldiers” (2002), “El Descenso” (The Descent, 2005) y capítulos televisivos como “Blackwater”, parece el candidato ideal para hacerse cargo de una historia (y un personaje) que mezcla la súper acción superheroica con la aventura fantástica y un poquito de terror no apto para todo público. Sí, “Hellboy” (2019) viene con la calificación más alta (la ‘R’, de Restricted, o sea, sólo apta para mayores de 17 años) por sus altos niveles de violencia y sangre desparramada. Un punto que debería jugarle a favor, pero nada más alejado de la verdad. El relato que proponen el bueno de Neil y el guionista Andrew Cosby es un menjunje de lugares, situaciones y criaturas que no entiende el concepto de “menos es más”; aunque el problema principal de la película no es su argumento, sino sus protagonistas, que nunca llegan a calar hondo en nuestro interés y nuestra empatía de la forma que lo hacían las versiones del realizador mexicano. Las comparaciones son odiosas y no deberíamos hacerlas, pero no hay nada palpable ni humano que se desprenda del personaje de Harbour, el alma de una historia que, justamente, carece de ella. Este es el pecado principal de esta nueva incursión comiquera: nada nos alienta a relacionarnos con este demonio de buen corazón que debe decidir entre el mundo de los humanos y el de las criaturas infernales que quieren conquistar la Tierra. Todo arranca en el siglo VI cuando el Rey Arturo (Mark Stanley) se enfrenta a Nimue (Milla Jovovich), una poderosísima hechicera conocida como “La Reina de la Sangre” (Blood Queen), quien busca vengar a los suyos desatando la peste que acabará con la raza humana. El monarca y sus caballeros -con la fiel ayuda de Excálibur- logran frenar a la bruja, pero no matarla, desmembrando su cuerpo y repartiéndolo a lo largo y ancho de Gran Bretaña para mantener sus poderes a raya. En el presente, Hellboy viaja hasta México (¡JA!) en busca de uno de sus compañeros del B.P.R.D. (Bureau for Paranormal Research and Defense) o Agencia de Investigación y Defensa Paranormal (AIDP), perdido desde hace varias semanas. Lo que encuentra lo va a sorprender de varias maneras y va a sembrar una duda en su cabeza relacionada con su pasado, su verdadera naturaleza demoníaca y el apocalipsis que se avecina. Sí, adivinaron, Rojo no tiene ni idea de quién es ni de dónde lo sacó su papá adoptivo Trevor Bruttenholm (Ian McShane). De ahí van a surgir varios conflictos, los personales y los familiares, que empujan al protagonista a replantearse su lugar en el mundo. Claro que va a tener el empujoncito de Nimue que, con ayuda de sus seguidores, va a intentar ponerlo de su lado para que cumpla su destino. Más perdido que Hellboy en el Día de las Madres Mientras la hechicera va rejuntando sus partes y recuperando su poder para liberar el terror y el caos sobre la faz de la Tierra, Hellboy recorre medio mundo enfrentando a criaturas y a humanos que lo quieren ver muerto; peleándose con papá, y haciendo yunta con Alice Monaghan (Sasha Lane), una chica con la habilidad de contactarse con los finados, y Ben Daimio (Daniel Dae Kim), militar y miembro del AIDP que esconde sus propios secretos. Una historia relativamente sencilla, pero complicada hasta extremos impensados que, en manos más capaces, hubiera sido una película mucho más entretenida y con más corazón. Para los realizadores, Hellboy, Bruttenholm y compañía deben ser personajes rudos y oscuros. Acá, la violencia y la sangre se imponen por sobre todas las cosas, reduciendo la historia a un conjunto de enfrentamientos que terminan aburriendo, demasiadas situaciones acumuladas y efectos creados por computadora que no alcanzan los mínimos estándares de calidad. Nada funciona del todo, en parte, porque ya lo vimos representado de otra manera, incluso, mejor y más humana, esto último, la verdadera clave del ambiguo personaje de Mignola. Desde su concepción, “Hellboy” parece una película forzada, al igual que cada una de sus escenas y protagonistas, que insisten en mostrarse más “adultos” y terroríficos que la versión de del Toro. Para evitar, justamente, las comparaciones, Marshall y Cosby se van al otro extremo y terminan con personajes vacíos que no pueden llevar adelante una historia atrapante, ni mucho menos entretenida. Lo que queda es un montón de extrañas criaturas en CGI repartiendo piñas y hachazos, algunas conexiones con las leyendas artúricas, una resolución apurada y genérica, y un par de escenas post-créditos agarradas de los pelos que, como la mayoría de estos adelantos, entusiasman sólo al conocedor de los cómics. Reina de corazones Viendo el resultado, podríamos decir que no hacía falta otra versión del demonio colorado, pero eso no es algo que detenga a Hollywood. Las cosas están dadas para que “Hellboy” de comienzo a una nueva saga de películas, pero los espectadores podrían llegar a opinar lo contrario si esta aventura ultra violenta (y más costosa que las del mexicano) no llena sus expectativas. Las nuestras, por lo pronto, se fueron al mismísimo infierno.