Después de algunas vueltas y de una pandemia que retrasó su estreno más de un año, llegó a salas la versión actualizada de uno de los villanos más icónicos del cine de terror. En este caso, se optó por la continuación directa de la primera película, de 1992 y dirigida por Bernard Rose, pero, bajo la dirección de Nia DaCosta (Little Woods) y bajo la producción de Jordan Peele (Get Out), aquí el enfoque es diferente, más a tono con los temas que a sus realizadores les interesa. Así, se aleja aún más de su obra original, el cuento de Clive Barker publicado en sus magníficos Libros de sangre, y de lo carnal y sensual del relato, y abraza algunos aspectos que fueron propios de aquella primera versión, como que el espíritu atormentado fuese un hombre afroamericano con una trágica historia de racismo. Estamos en una Chicago fría y neblinosa que se nos presenta al revés, porque el juego con los espejos y los reflejos será una constante de todo el relato. El guion presenta personajes pero un poco después establece quiénes será realmente el protagonista: un artista a quien su mujer mantiene mientras se encuentra con dificultades para agarrar el pincel. Esa noche con su cuñado y su novio a quien acaban de conocer, le hablan de una especie de leyenda urbana sobre unas torres cercanas, ahora deshabitadas. Un asesino sobrenatural con un gancho en su mano y la idea de que si se menciona su nombre cinco veces frente al espejo éste acude al llamado. A partir de ese momento, el artista investiga sobre el tema y encuentra lo que quiere contar, y crea su obra sin poder detenerse, totalmente poseído por aquello que quiere expresar y contar. Sin saberlo, convoca al terror y es obra a la que titula «Di mi nombre» no sólo cobra una atención al principio deseada, sino que lo va sumergiendo a otras partes de sí mismo con las que no se imaginaba verse enfrentado. Es una bendición, créeme. Vivir en los sueños de las personas; ser susurrado en las esquinas de las calles, pero no tener que estar. ¿Lo entiendes? Lo prohibido – Clive Barker Como se mencionó, Nia DaCosta con un guion escrito junto a Jordan Peele y Win Rosenfeld, y gracias a la fotografía de John Guleserian, juega con los espejos y reflejos. Eso se traslada principalmente a las escenas de muerte, donde siempre aparecen dos maneras de verlas; el espejo muestra lo que no queremos ver. Sin embargo, el guion también se enreda en su afán de querer explicar todo, de querer construir y abarcar demasiado alrededor de sus personajes y sus temáticas, con varias escenas que a la larga, en especial para una película de hora y media, se siente que sobran. Por ejemplo, lo concerniente al mundo de las artes plásticas quedda relegado cuando aflora la crítica social, el verdadero interés de la producción. La película se apropia de aquella de Bernard Rose, como toda la historia que se construyó alrededor de Cabrini Green Homes, ese proyecto real de viviendas que después de varias décadas de marginalidad fueron demolidas en los 90s. Barker había situado la historia en su Liverpool natal y hoy sin embargo nadie puede pensar en Candyman fuera de Chicago. También hay un trabajo interesante en esa parte que funcionaría como una especie de precuela que reescribe la historia, contada aquí a través de diferentes voces y representadas con sombras chinescas. Con un recurso simple pero poderoso se nos presenta la leyenda y sus orígenes, permitiendo también poner en contexto para quien no haya visto o no recuerde por dónde viene la historia. Es en esos momentos de mayor simpleza y menos golpes de efectos donde mejor funciona esta versión. Mientras este hombre fuera conocido solo por sus actos, ostentaba un poder incalculable sobre la imaginación; pero ella sabía que la verdad humana bajo aquellos horrores resultaría amargamente decepcionante. No sería un monstruo, solo una pálida farsa de hombre más necesitado de lástima que de pavor. Lo prohibido – Clive Barker A la larga, lo que se quiere reflejar a través de esta historia es la discriminación racial que ha sufrido la comunidad afroamericano y sigue sufriendo aunque ahora haya más voces alzadas. DaCosta se apodera de esta historia de leyendas urbanas y construye un nuevo mito con una resolución que no conviene adelantar pero abre muchas posibilidades. Lo peor radica en la necesidad de explicarse y subrayarse todo. Por un lado tenemos una visión nueva y más dramática de la historia, por el otro nuestro querido e icónico villano (a quien Tony Todd supo siempre y todavía logra en su brevísima aparición nostálgica brindarle una presencia cautivadora y atemorizante por igual) queda reducido a una idea más que a un personaje.
Algo que me llamó la atención de la Competencia Argentina de la última edición del BAFICI, fue la poca ficción que había entre las decenas de películas que competían, en especial cuando se trataba de largometrajes. Es claro que hay una fuerte necesidad de hablar de ciertos temas que nos rodean y nos marcan pero entre tanto documental se destacó esta primera película de ficción de Lucas Turturro: Cómo mueren las reinas. Un thriller sobre dos hermanas viviendo aisladas con su tía en una casa de campo donde irrumpe un día la llegada de un primo. Una premisa que podría parecerse un poco a The Beguiled (El Seductor, de Sofia Coppola), no obstante acá, más allá de la irrupción del hombre en un mundo de mujeres, el centro está en los lazos familiares que atan y a veces aprietan fuerte y entre los cuerpos a flor de piel en pleno crecimiento. En esta película escrita por Constanza Boquet, Juana (Malena Filmus) es la hermana mayor y parece mover los hilos no sólo con su hermana sino con su propia tía. O quizás esa tía (interpretada por la magnética Umbra Colombo) también tiene un mundo interior y secretos que la distraen de su rol de madrastra, tras haber quedado a cargo de sus sobrinas a causa de un accidente que se llevó la vida de sus padres. En esa casa alejada y sin señal, donde poder usar el celular aunque sea para sacar fotos es un privilegio que sólo pueden tener de a ratos y si se portan bien, se dedican a la apicultura. Las hermanas se mueven entre los paneles como reinas con cuidado pero sin temor, para recolectar frascos de miel que venden en el pueblo. Un día las visita un primo al que hace mucho que no ven. También adolescente, canchero y seductor, más acostumbrado a la tecnología que acá no le va a servir para nada, y eje de la relación entre esas dos hermanas. Entre Mara (Lola Abraldes) y su primo Lucio (Franco Rizzaro) parece haber una complicidad que los une y Juana empieza a sentirse afuera. No son simples celos; desde el comienzo intuimos que es capaz de cualquier cosa con tal de mantenerse cerca de su hermana. Juana se presenta como un personaje inestable y autodestructivo. Las relaciones se tornan cada vez más tensas, estas mujeres se esconden y se mienten, al mismo tiempo que el contexto de encierro las hace enfrentarse entre ellas. Hay en el aire todo el tiempo una sensación de que esa realidad de vidrio pronto puede estallar en mil pedazos filosos. Turturro maneja muy bien esos climas de suspenso, mostrando sólo lo necesario y apelando a metáforas con las abejas sin tener que subrayarlas. Hay también un adecuado y marcado uso del sonido para conseguir esta atmósfera asfixiante e intrigante. Y en el medio de todo eso las hormonas propias de las adolescentes que intensifican todo alrededor. Porque en qué otro momento de tu vida sentís tanto como durante aquellos años de formación. Mujeres a las que el deseo las mueve. Cómo mueren las reinas es una película sugerente y ambigua que no descuida nunca a sus personajes; al contrario, los explora psicológicamente para llevarlos cada vez más hacia el centro de cada uno. Puede tornarse incómoda y claustrofóbica y al mismo resulta tiempo cautivante. Con una fotografía precisa, un montaje que presenta flashbacks de manera poco tradicional y el uso de la música como catalizador, estamos ante una rica e interesante ficción que a la larga es sobre mujeres intentando sobrevivir.
Después de la poco lograda adaptación de la novela de Delphine de Vigan, Basada en hechos reales, Roman Polanski se vuelca a un thriller de época que justamente se basa en un conocido caso real: el de Alfred Dreyfus, un militar francés judío al que el ejército y gobierno de su propio país acusa de traidor y lo sentencia de por vida a causa de pruebas manipuladas. «Todos los eventos y personajes en esta película son reales», avisa una leyenda en pantalla ni bien empieza. Hay una reconstrucción histórica que pretende ser lo más precisa posible pero no por eso se deja de lado lo cinematográfico. La primera escena, la de la degradación de Dreyfus en el patio de armas, ya nos pone en tono. Sin embargo en esta película se opta por un foco diferente y el verdadero protagonista es el Coronel Picquart, interpretado por Jean Dujardin, que de repente se ve atrapado en el laberinto de abuso del poder y termina enfrentándose al sistema a causa de sus valores. De acusador antisemita a defensor de la inocencia cuando decide dejar de ser una herramienta manejada por otras manos. Seguiremos a este personaje y cómo se va transformando tanto la persona como la percepción de su entorno. Conspiraciones, paranoias, tentaciones. Polanski retrata un mundo y una época llena de ambigüedades y contradicciones. Y ahí está Dreyfus, en la piel de Louis Garrel, quien es sentenciado y encerrado, desposeído de sus rangos, sin posibilidades de un juicio justo, con menos minutos de pantalla pero la presencia a la que el actor nos tiene acostumbrados, aún aquí con un maquillaje que lo aleja por completo de su rol de seductor. Quizás se agradecería un poco más de interés y profundidad en este personaje pero, como dije, no es el verdadero protagonista, es quien lo mueve a él. Al verdadero villano lo interpreta Grégory Gadebois, el Teniente Coronel Henry, hombre oscuro e impiadoso. Después no podía faltar la incondicional Emmanuelle Seigner con el único personaje femenino de esta historia entre hombres. Una mujer seductora y confiable que parece fuera de época. Entre el drama histórico y el thriller judicial, J’accuse quizás se toma un poco de tiempo en desarrollar los movimientos de sus hilos pero se va solidificando hasta convertirse en una película tan prolija como potente. Su fuerza radica no sólo en esa recreación de época desde una perspectiva oscura sino en el manejo de la tensión que logra y que va in crescendo. Allí también hay que agradecer la fotografía de Pawel Edelman mayormente en tonos fríos, a un Desplat más funcional que otras veces y cuya música es utilizada a cuentagotas en precisos momentos, y a Robert Harris, que además de estar el film basado en su novela escribe él mismo el guion. No obstante, el título de esa novela sólo se utilizó para la película en Estados Unidos. Acá llega con su título original que fue el nombre del artículo que escribió Emile Zola y dejó en evidencia ante todo el país las fracturas de la Tercera República Francesa. ¿Es posible separar la obra del artista? Sí. ¿Resulta fácil? No siempre. Lucrecia Martel expresó su postura de manera clara cuando fue presidenta de un jurado que le terminó otorgando varios premios: la vio en privado para no tener que aplaudirla pero no evitó que se la premiara tras la decisión de sus compañeros de jurado. Lo cierto es que J’accuse es un thriller sólido y eficaz que demuestra que Polanski tiene cosas para decir y una gran capacidad para estas tramas oscuras y llenas de matices.
Cuando apareció la ópera prima del director francés Florian Zeller, fue difícil no pensar en la próxima entrega de premios Oscars. Un fuerte drama sobre la vejez enmarcada por notables actuaciones de figuras reconocidas, con décadas de carrera como Anthony Hopkins. No obstante la película fue una sorpresa aún mayor y positiva: lejos del dramón televisivo o teatral que uno podría suponer con sólo observar el póster o una sinopsis, «El padre» es casi una película de terror. Yendo de menos a más, la historia comienza con un hombre al que su hija visita y a quien quiere contratarle una acompañante porque no puede quedarse con él todo el tiempo. A él se lo ve enfocado, atento, de buen humor. Pero a medida que las escenas se pasan, uno ya no puede saber dónde empieza y termina una: de repente la hija que le había contado que se iba a ir a París sigue acá pero cambia de rostro, o el marido de ésta se mueve como si fuese su propia casa. Al principio muy sutil, también el escenario empieza a mutar: cuadros, objetos, paredes. Y Anthony (el personaje protagonista que comparte nombre con el actor que lo interpreta) se empecina en no perder de vista su reloj de muñeca seguro de que se lo quieren robar, como símbolo del tiempo que finito que le pertenece, enganchándose quizás para no concentrarse en lo que no quiere o no puede asimilar. A lo largo de todo el relato se va construyendo, reconstruyendo y también deconstruyendo la dinámica familiar de Anthony. Es que así como él está seguro de lo que sabe y niega toda confusión o error, el espectador aprende después de un rato a dudar de todo y se ve inmerso en medio de esta pesadilla junto a él. Porque, ¿qué peor que no saber quién es la persona que está a tu lado? ¿O no poder llegar a entender quién es uno mismo? ¿Sentir que todos alrededor perdieron la cabeza y el mundo se torna un lugar peligroso? Zeller, que más allá de la casi única locación en que se mueven sus personajes y la cantidad de diálogo, se aleja del puro registro teatral para aprovechar los recursos que el cine ofrece, como el uso del montaje, una puesta en escena muy precisa, o un adecuado uso de la música, al mismo tiempo que se aleja de lugares comunes. Eso diferencia a «El padre» de otras tantas películas sobre el tema que muchas veces no hacen más que apoyarse en un actor o actriz de renombre y una seguidilla de golpe bajos que pretenden conmover a la fuerza. Porque es terrible para el lazo cercano que tiene que ser testigo de ese deterioro pero no se suele pensar o habitar lo que le pasa al que vive ese perpetuo estado de confusión. El final, con la famosa escena en la que Hopkins te destroza (y es sin duda la que le dio el premio Oscar que hasta último momento muchos creían que iba a ir como homenaje póstumo a Chadwick Boseman), es lo que más se acerca a aquellos dramones, pero acá, además de una interpretación magistral, antes hubo un viaje tan aterrador al interior de la mente de este hombre, que el resultado es aún más desolador. Pero no es Hopkins toda la película. Ahí está Olivia Colman acompañándolo con mucha solidez como la hija que confunde y observa el deterioro mental de su propio padre y que quizás en algún momento ya se quede sin ideas sobre cómo poder ayudarlo. «El padre» es un fuerte drama sobre la demencia senil que retrata la enfermedad mental desde el punto de vista de quien la vive. Con una construcción de climas que se van tornando cada vez más obscuros, la película de Zeller es casi una de terror psicológico. A través de la perspectiva de Anthony, nos hace testigo de lo doloroso y aterrador que es que nuestra cotidianeidad se distorsione hasta el punto de no poder reconocerla, de una vida que se deshoja. La experiencia es gratificante y demoledora por igual.
La nueva y aclamada película del director italiano Pietro Marcello (Bella y perdida) es una ambiciosa adaptación de la novela autobiográfica de Jack London. Una versión libre en la cual incluso traslada el escenario desde Estados Unidos a Italia. La historia de Martin Eden empieza con un joven marinero pobre que ayuda a un muchacho en el puerto en una situación violenta, una pelea de esas que fácilmente pueden terminar de la peor manera. Éste, agradecido por el acto, lo invita a su casa a comer con su familia. Resulta una mansión donde vive gente adinerada y culta y allí, Martin Eden conoce a la hermana, una joven universitaria que lo deslumbra y quien lo invita al mundo de los libros. «¡Leo! Leo como un pescador insaciable. Anoto las palabras nuevas. Me familiarizo con ellas. Las frecuento, paso tiempo con ellas. Cuando es posible, las uso para describir los fenómenos que veo.» Martin Eden se introduce en la literatura de manera voraz, aprende a escribir y leer, prueba hacer algunos poemas y decide rápidamente que quiere ser escritor. Su vida de aventuras y viaje la quiere cambiar por otra vida llena de viajes, sólo que a través de las letras. Sin embargo la profesión, vivir de escritor, nunca fue una opción fácil y Martin tiene que intentarlo e intentarlo muchas veces hasta lograr vender un cuento. Porque se lo estigmatiza al no tener estudios y ser autodidacta o porque lo que escribe es demasiado triste. O como le dice su enamorada, que sus textos plantean una crudeza que la gente no quiere ver. En cierto modo, Martin Eden es la historia de una vida, de la vida de un hombre. En este caso alguien que descubre a través de las letras de manera algo tardía su profesión pero consigue llegar a ser un reconocido y leído y una vez allí tiene que luchar con muchos demonios para no caerse de manera estrepitosa. Es curioso que la película toma la obra de London pero no le es del todo fiel, la modifica bastante, y no obstante, el espíritu, la esencia permanece. Martin Eden es una película enorme, rodada en 16 mm y que cuenta con una notable ambientación en el siglo XX que juega con lo atemporal y una trama que abarca temas como el amor, las clases sociales, la política, la literatura. Todos estos ejes fluyen con naturalidad. A la larga es también la historia de un individuo que no quiere perderse en medio de la sociedad mientras crece el socialismo que éste quiere rechazar. Pietro Marcello consigue ir más allá de una historia de superación al agregarle diferentes aristas, lo mismo con su protagonista (destacable interpretación de Luca Marinelli), que empieza como un muchacho humilde y romántico y se va transformando en alguien que ni siquiera a él mismo le gusta. Una versión moderna de la historia de un escritor tan fascinante como Jack London. Quizás no para conocer mejor su vida, al menos no desde lo compuesto por datos técnicos, sino para entender de dónde viene y por qué una historia como esta sigue perdurando.
Hubo un tiempo en que el director indio M. Night Shyamalan convenció a Hollywood y al mundo, con un puñado de películas como Sexto Sentido, El Protegido y Señales, de que estábamos ante un director que no había que perder de vista. Si bien esas películas me parecen buenas, lo cierto es que terminó siendo definido más por las vueltas de tuerca del final que por otros aspectos. Sin embargo, después de La Aldea, su cine fue perdiendo poco a poco el interés excepto para quienes aún lo admiran y lo siguen de manera ferviente aun tras varios fracasos de taquilla y películas olvidables, con una especie de resurgimiento gracias a Split y Glass, quizás porque junto a El Protegido crearon su propio universo. Su última película, la adaptación de una novela gráfica escrita por Pierre Oscar Lévy e ilustrada por Frederik Peeters llamada Sandcastle, fue rodada en plena pandemia y se convirtió rápidamente en un éxito de taquilla en los Estados Unidos. Eso puede hablar de un interés por ver qué historia sorpresiva nos trae ahora pero también de la época en la que nos encontramos: después de mucho tiempo sin cine queremos absorber historias, queremos escaparnos un poco de la realidad que todo el tiempo nos abruma. Y para eso el director esta vez se metió en una temática en la cual también se pensó mucho en esta época tan particular que vivimos: el tiempo. «Viejos» empieza con una familia típica arribando a un hotel en una zona tropical paradisíaca. Todo se ve demasiado perfecto y con un personal muy atento y amable. Lo que no se encuentra tan bien como aparenta es el matrimonio: les esconden a sus hijos que están por separarse y por eso querían que estas vacaciones fuesen tan especiales. Los dos niños juegan pero también los escuchan discutir por las noches. A la mañana siguiente, mientras arman planes para pasar el día, el dueño del hotel se les acerca y les ofrece una excursión a una playa escondida reservada para sus clientes más especiales. Nada resulta sospechoso y se suben, junto a unos pocos huéspedes más, a una camioneta (manejada por el propio Shyamalan, que siempre se reserva un pequeño papel para sí). La playa resulta un lugar hermoso y, sobre todo, muy tranquilo. Hasta que no tarda en suceder algo: aparece un cadáver y hay otra persona, un rapero negro, que se convierte en el punto de mira por haber sido el único en estar presente desde antes de que llegaran. A partir de ahí el tiempo se acelera, al principio sin darse cuenta, y luego los personajes sufrirán cambios propios del envejecimiento, cosa que se nota más en los niños que pronto se convierten en adolescentes. En resumen: el tiempo en esa playa avanza tan rápido que si no encuentran la forma de salir -algo que no parece tan sencillo cuando se lo intenta- muchos no van a llegar a pasar la noche; la vida queda reducida a un solo día. El principal problema que tiene la película es el tono. Shyamalan se toma demasiado en serio una historia llena de momentos absurdos y ridículos. Al no permitirse jugar y querer quedarse en lo solemne y la reflexión obvia sobre la importancia de aprovechar el tiempo (algo en lo que ya de por sí todxs pensamos mucho en esta época), con algunos pequeños momentos de terror y sin muchas sorpresas para quien ya vio el trailer, «Viejos» desaprovecha una premisa al menos llamativa. También se introduce toda una galería de personajes para que, cuando estalle el conflicto principal, nos preguntemos quiénes son y por qué fueron elegidos, además del para qué, claro. Entre ese abanico de personajes quien quizás se destaca un poco más y mejor es Rufus Sewell, como un doctor que llega con su novia joven (interpretada por la modelo devenida en actriz Abbey Lee), su madre y su pequeña hija. En cambio, el matrimonio conformado por los actores Vicky Krieps (la protagonista de esa obra maestra de Paul Thomas Anderson, «El Hilo Fantasma») y Gael García Bernal es la prueba de que no importa qué tan talentoso seas, lo que se necesita es un guion que sepa construir tanto trama como personajes. Y la familia protagonista nunca tiene el peso suficiente como para llevar adelante la historia, aunque sí hay que resaltar el casting de diferentes actores que interpretan a los niños en diferentes edades. Es que si bien es cierto que va en tono con el argumento, todo sucede tan rápido que no da tiempo de nada: ni de conocer ni encariñarse con los personajes, así como tampoco sufrir con ellos. Cada sorpresa rápidamente se da por sentada y pierde el efecto. Y si bien en algún momento todo se intenta justificar aunque sea con trazo grueso, parece ser condición necesaria para adentrarse en el relato dejar de lado toda lógica; a la larga, en esta playa las leyes son otras. Shyamalan rueda su película de manera cuidada, con planos que muestran sólo lo quiere mostrar y es cierto que algunos son desconcertantes, también utiliza mucho el paneo como para transmitir la idea del paso del tiempo que corre. Sin dudas es mejor director que guionista, sobre todo si se tiene en cuenta que en las primeras líneas de la película ya aparecen las palabras viejo y joven, como para que no queden dudas. Los diálogos, todo un tema aparte. Se valora la intención de abarcar un miedo universal y más latente que nunca: el de que se nos vaya el tiempo. Salvo por el personaje más superficial, la película no habla del miedo a envejecer en sí, si no al de perder oportunidades, al de no disfrutar lo que tenemos. De la resolución conviene no hablar mucho porque es un director cuyas películas no parecen resistir un spoiler. Personalmente sólo dejaré sentado que una parte se ve venir por dónde viene, que la última sorpresita se siente apresurada y forzosa, y que hay otros tantos aspectos que quedan en el aire. En resumen, «Viejos» es una película fallida, apenas entretenida, que podría haber sido muy divertida o mucho más oscura y en lugar de eso se queda en un par de imágenes truculentas, aunque no tengan mucho sentido, y la solemne reflexión sobre lo importante de utilizar bien el tiempo que tenemos en nuestras manos, porque a la larga es sobre lo que menos control tenemos, una idea que ya por sí misma resulta aterradora.
Con Un lugar en silencio, John Krasinsky se quiso probar como algo más que actor y dirigió y escribió una sólida película de terror sobre un planeta asediado por alienígenas entre los que sólo se puede sobrevivir en absoluto silencio. Para eso la familia protagonista tuvo que armarse una vida en el bosque, aunque el peligro siempre acecha porque hay cosas que no se pueden controlar. Después del éxito de aquella película y tras más de un año en pandemia llega a salas con retraso su secuela, que ubica la historia apenas días después donde terminó la anterior. La parte II, escrita y dirigida una vez más por Krasinsky, empieza con un prólogo que nos muestra el primer y definitorio ataque de estas criaturas, cómo la cotidianeidad es rota a pedazos en cuestión de minutos. También sirve para presentar un personaje que terminará siendo acá uno de los protagonistas, interpretado por Cillian Murphy. En algunos aspectos la secuela consigue explotar alguno de los recursos que funcionaron antes pero hay otros tantos que no generan el mismo impacto, quizás porque todo se siente más forzoso y calculado. Como por ejemplo sucede con el uso del montaje paralelo que funciona mejor en las últimas escenas y no tanto en otras anteriores, donde más bien molesta. Nos introduce un personaje del que hubiésemos querido saber un poco más, un ermitaño reacio a trabajar en equipo, pero con los personajes previos obtiene resultados desparejos: mientras en la película anterior las mujeres terminaban siendo las protagonistas, aquí sí sucede con Millicent Simmonds (hipoacúsica en la vida real y quien debutó ni más ni menos que en Wonderstruck de Todd Haynes), que mueve la historia hacia un lugar nuevo, pero no con el de Emily Blunt, cuyas escenas se sienten innecesariamente alargadas y no le hacen justicia como supo suceder antes. A lo largo del relato, se generan buenos momentos de tensión incluso cuando ya no hay muchas sorpresas. Excepto por el uso de banda sonora incidental, aspecto que se siente fuera de lugar, se nota una mejora en comparación a la anterior con respecto a lo técnico. Otro detalle que vale resaltar: en la primera la acción cobraba tal importancia que apenas había líneas de diálogos en toda la película mientras que en esta buscan resolver ciertas escenas de una manera que parece más fácil y perezosa. Acerca de la trama no conviene adelantar mucho pero se puede decir que hay una búsqueda interesante por abrir posibles líneas argumentales y es el personaje de la hija la que mueve la historia hacia una tentadora esperanza. Pero se le perciben los hilos al guion y parece más bien prepararse para una tercera parte, que por cierto está confirmada y se nota sobre todo cuando la película termina. En resumen estamos ante una buena película de terror, con momentos de tensión logrados y personajes que ya conocemos en su mayoría, pero a la que le falta chispa. Si bien funciona dentro de su género y se la siente honesta y con buenas intenciones, parece deslucida ante su antecesora que supo provocar mayor sorpresa e impacto. Quizás porque acá apela a la repetición de situaciones parecidas a las que vimos y porque el monstruo aparece más en pantalla y siempre genera mayor terror aquello que no vemos. De todos modos volvió el cine y es una buena propuesta porque seguro se disfruta más en una sala oscura y, lo más importante, silenciosa.
En esta nueva película de Francisco Márquez, su primera en solitario (es uno de los directores de la aclamada La larga noche de Francisco Sanctis), Elisa Carricajo interpreta a una mujer de clase media, profesora de sociología, mujer separada que vive con su hijo en una casa donde tiene contratada a una mujer más humilde para algunas tareas de la casa. Ella conoce a al hijo de esta empleada un día cualquiera y todo parecería quedar ahí. Las cosas cambian una noche de tormenta cuando alguien golpea de manera desesperada a su puerta. Cecilia (Carricajo) espía desde el interior a través de las persianas y cree reconocer a este joven. Pero entre la desesperación y las sirenas y luces policíacas se asusta y no hace nada. Al día siguiente, las noticias anuncian la desaparición de este muchacho y la policía es acusada por la gente de su entorno. Pero nadie vio nada y no hay pruebas y en cierto modo se naturaliza que la Policía tenga el poder en estas situaciones. ¿Entonces qué queda por hacer? Cecilia intenta pero no puede volver a ser la profesora compinche y activa que era porque hay algo dentro suyo que empieza a revolverse. pero está como entumecida. El guion, escrito por el director junto al escritor Tomás Downey (de quien me permito recomendar con fervor su libro de cuentos El lugar donde mueren los pájaros), no elige enfocarse en el costado político y social de la historia -aunque por supuesto está presente-, sino que pretende introducirse en lo que le pasa a esta mujer que no le dice a nadie lo que vio, una mujer que intenta seguir con su vida como si todo siguiera igual pero algo dentro suyo le indica y le demuestra que eso no es así. Pero lo hace desde la observación de las acciones que lleva adelante Cecilia ahora de una manera que no parece normal, como un poco corrida de la realidad. Se puede percibir algo de La mujer sin cabeza de Lucrecia Martel en esta historia. La realidad de la protagonista empieza a percibirse cada vez más rara, siente presencias casi fantasmales y voces dentro de su casa e incluso en su profesión no puede funcionar como solía hacerlo, y los estudiantes que antes tenían cierto tipo de respuesta de su parte ahora se encuentran con algo diferente, casi como un zombie por momentos. Cecilia se convierte en una mujer confundida que contiene el miedo y las dudas que la situación le genera pero no puede evitar que estos empiecen a crecer dentro suyo: es la culpa que aflora en medio de un laberinto en el que se encuentra perdida. Un crimen común es entonces el viaje interno, un viaje que puede ser vertiginoso como subirse a una montaña rusa, una experiencia física de una mujer que explora los límites de su propia empatía y compromiso por fuera de la teoría, porque a la larga en la práctica no es igual de fácil. Y Márquez y Downey plantean su historia sin bajadas de líneas, apostando por un manejo sutil de recursos. Márquez presenta una dirección notable, con un importante uso de las luces para transmitir sensaciones y estados anímicos. La película así resulta tan intrigante como provocadora pero sobre todo genera más preguntas que respuestas e invita a repensar y repensarnos. Y, por supuesto, cuenta con una actuación destacable de Carricajo aunque también de quienes la rodean, varios actores no profesionales.
A días de recibir el Premio a la Trayectoria en los Goya, llega a las pantallas chicas y grandes Ángela Molina con un protagónico a su medida. Charlotte, de Simón Franco bucea en el último intento de una actriz olvidada por volver a los focos. Charlotte es una mujer cuya vida parece haberse quedado detenida en el tiempo. Una española viviendo en Argentina. Cuando descubre de casualidad gracias a su único amigo que un viejo conocido está en Paraguay para rodar una película cuya idea ayudó a concebir hace varias décadas, decide ir a por el papel que le corresponde. Ése es el inicio de una aventura con aires de comedia ligera y absurdo, por momentos una road trip donde todo, lo esperado pero sobre todo lo inesperado, puede pasar. Escrita por el director Simón Franco junto a Constanza Cabrera y Lucila Podestá, Charlotte empieza con una muerte accidentada, sigue con un pasaje ilegal de fronteras y deriva en la posibilidad de rodar un comercial para una crema de belleza que dice quererla por lo que es pero pretende venderla toda photoshopeada. Sin embargo el corazón está puesto en este personaje, en esta mujer que dice ser fuerte como la casa que alquila a unos inquilinos que terminan abandonándola cuando los caños explotan. Ángela Molina brilla: cantando Miranda junto a su amigo en la ruta, con sus tempestuosos estados de ánimo, sus acciones impulsivas pero sobre todo su deseo, el deseo de que la miren una vez más, pero que la vean como realmente es y se siente: una mujer real. Su interpretación conjuga fuerza, sensualidad, sensibilidad. A la larga es una mujer decidida que cuando sabe lo que quiere va a por ello. Una mujer atrapada en sus recuerdos, en medio de una búsqueda más personal que artística. Con tintes de melancolía por una época que ya no es y una colorida fotografía, Charlotte es la historia del viaje interno que necesita hacer su protagonista, saberse todavía capaz de descubrir y redescubrirse. A su alrededor pululan diferentes personajes con los que se va cruzando y se destacan el actor Ignacio Huang como su fiel asistente y amigo, y la actriz paraguaya Lali González como la directora de comerciales que parece resignada a no salirse del molde. Una película divertida y absurda, con algo de fábula, que consigue calar fondo porque al final se trata siempre de poder vivir en el presente en el que todos nos encontramos encerrados y en el que a veces nos cuesta reconocernos frente al espejo.
El director de Eva no duerme regresa con esta co-producción española que se estrena a través de CineAr, se puede ver en pantalla grande en el Gaumont y además se encuentra disponible a través de Netflix. Una historia de mujeres acusadas de brujería en el viejo País Vasco. En uno de los cuentos más hermosos de Steven Millhauser, La hermandad de la noche, el escritor retrata a un grupo de jóvenes chicas que se reúnen entre ellas de noche a escondidas, pero lo hace desde un punto de vista externo y colectivo, desde habladurías y conjeturas antes que de pruebas reales. Porque pocas cosas hay tan misteriosas como el universo femenino. En una atmósfera de acusaciones furibundas y rumores histéricos, una atmósfera donde las habladurías y rumores han reemplazado totalmente la atenta evaluación de las pruebas, al punto de que la imparcialidad misma parece estar de parte del diablo, será útil adoptar un tono más sereno y declarar qué sabemos en realidad. Sabemos que las jóvenes tienen entre doce y quince años. Sabemos que viajan en grupos de cinco o seis, aunque en ocasiones se han avistado grupos más pequeños y más grandes, de dos a nueve. Sabemos que solo salen y regresan de noche. Sabemos que buscan lugares oscuros y secretos, como casas abandonadas, sótanos de iglesias, cementerios y el bosque del norte de la ciudad. Sabemos, o creemos saber, que han hecho un voto de silencio. La hermandad de la noche – Steven Millhauser Escrita por el director junto a Katell Guillou, Akelarre es una película de época que retrata una historia antigua con una mirada mucho más actual. A principios del siglo XVII, un juez arriba a un pequeño pueblo de marineros y apresa a unas jóvenes que habían sido vistas bailando en el bosque en medio de la noche. Allí las interroga esperando descubrir los secretos de un ritual de brujería. Las chicas son muchachas que en un principio no entienden nada de lo que está pasando, que cantan y bailan y juegan entre ellas. Pero cuando deducen que están en verdadero peligro empiezan a jugar con sus versiones de los hechos, lo que en el Juez genera algo más que curiosidad. Estos hombres no serán nada benevolentes y las tratarán de manera brutal con tal de que les digan lo que quieren oír. Son hombres que no entienden lo que no conocen y el mundo interior femenino les es algo completamente ajeno. La trama de Akelarre es simple: unas jóvenes contando historias para aplazar el destino fatal que les espera a las acusadas de brujería. Con la esperanza de ser rescatadas con la luna llena, es casi como una película de juicios en la cual lo sobrenatural no tiene lugar y el acercamiento al tema es desde lo intimista, lo psicológico, mientras el reloj corre. El corazón de esta película son estas actrices, muchas sin experiencia previa, que le aportan mucha vitalidad y naturalidad a sus personajes. Y es desde sus propios ojos que vivenciamos la historia. Las muchachas, tal como tratamos de imaginarlas, siguen desapareciendo en lo desconocido. Son penetradas por lo desconocido como si de un fluido negro se tratase. ¿Es posible que nuestra búsqueda del secreto esté mal encaminada porque no incluimos lo desconocido como un elemento crucial de ese secreto? ¿Es posible que nuestro odio por lo desconocido, nuestra necesidad de diluirlo, de destruirlo, de profanarlo mediante agudos y brillantes actos de entendimiento, haga que lo desconocido se hinche con un poder oscuro, como una bestia que se alimentara de nuestra espada? ¿Buscamos quizás el secreto equivocado, el secreto que nosotros mismos anhelamos? Por decirlo de otra manera, ¿es posible que el secreto esté expuesto ante nosotros, que ya sepamos qué es? La hermandad de la noche – Steven Millhauser En Akelarre estas jóvenes que viven de manera desprejuiciada y libre son el blanco de los hombres que sólo las quieren sumisas y serviciales. Por eso una mujer que baila es una bruja. Por eso una mujer joven y bella que seduce no es más que el arma del Diablo. Excusas que han sido utilizadas para oprimir al mal llamado sexo débil. La película ganó varios premios Goya enfocados en el Arte y Vestuario, aunque también en la Música, entre otros y es que sin dudas estamos ante una película de época muy lograda desde lo visual, con una notable puesta en escena. Agüero retrata el tan tratado tema de la brujería desde una óptica muy realista y cercana, donde las mujeres impuras o lascivas son el blanco de la violencia machista. Está inspirada por el “Tratado de la inconstancia de los malos ángeles y demonios” de Pierre De Lancre, un inquisidor que persiguió a quienes amenazaban su buena moral. «Los hombres temen a las mujeres que no les temen». Akelarre narra una historia sencilla y lo hace de manera impactante y hermosa, como esos últimos segundos con que se cierra. Una película cautivante que pone en foco el empoderamiento femenino sin que se sienta forzado, manipulado porque a la larga, ¿no fueron las brujas siempre nuestros personajes favoritos? Los míos, sin duda, y con el tiempo entendí por qué. Porque lo que las hacía fascinantes no era su supuesta maldad o los poderes que habían conseguido, sino la libertad con la cual se movían sobre la tierra. Porque, como escribe Mona Chollet en la introducción a su libro «Brujas»: «La bruja encarna a la mujer liberada de todas las dominaciones, de todas las limitaciones; es un ideal hacia el que tender, ella muestra el camino.»