En el último tiempo, un sinnúmero de salas de “juegos de escape” ha aparecido a lo largo y ancho de Buenos Aires. Como si se tratase del emprendimiento del momento (convengamos que seguir abriendo cervecerías artesanales y barberías palermitanas mucho sentido no tiene), las “escape rooms” se han vuelto todo un fenómeno, tanto en nuestro país como a nivel mundial (aparentemente Estados Unidos y ¡Polonia! encabezan la lista de los países con mayor cantidad de salas). Teniendo esto en cuenta, que dicho entretenimiento –parte juego de deducciones, parte aventura física– llegara a la pantalla grande era sólo cuestión de tiempo. Dirigida por Adam Robitel (responsable de la última entrega de Insidious), Escape Room: Sin salida comienza in medias res con una tensionante escena: un personaje cae, literalmente, en una habitación cuyo tamaño se reduce segundo a segundo, a la manera del trash compactor de La guerra de las galaxias. Apresurado, busca las pistas que le permitan escapar, las encuentra y resuelve el acertijo pero, justo cuando está por salir, fracasa. Un sólido y potente inicio que, además de captar la atención del espectador, lo introduce a lo que parece ser un film capaz de construir suspenso y entregar las dosis necesarias de información (en este caso, la lógica y peligrosidad del juego) en muy poco tiempo y con una inusitada facilidad. Lamentablemente, estas loables cualidades narrativas rara vez vuelven a manifestarse durante el resto del relato. Por el contrario, durante su hora y media restante, la película se desenvuelve con más torpezas y descuidos que con la seguridad y méritos formales exhibidos en la secuencia inicial. Como consecuencia, uno no puede evitar sentirse tan engañado como los protagonistas. De hecho, Escape Room: Sin salida comienza a evidenciar su pereza en las presentaciones de sus personajes o, más bien, en la falta de ellas: tres aparecen súbitamente en el relato y éste continúa como si nada, dejándolos en la unidimensionalidad. Lo mismo ocurre con los flashbacks, a los que apela constantemente y que, pese a estar bien ubicados, no dejan de ser innecesarios y contraproducentes al ritmo general del film. Por otra parte, parecen funcionar como pistas de un juego destinado al espectador –una suerte de “adiviná qué trauma tiene cada personaje”–, pero incluso esta dinámica lúdica es rápidamente agotada y desechada; en parte porque los flashbacks muestran demasiado pero, sobre todo, porque en determinado momento los propios personajes deciden suspender su corrida contra el tiempo para, espontáneamente, ¡contarse unos a otros las tragedias de su pasado! Para colmo, el fin de esa catarsis grupal parece no ser otro que el de “develarnos” que la presencia de los personajes en este juego mortal no es en absoluto arbitraria, sino el fruto de una cuidadosa investigación y selección; es decir, un giro cuya sorpresa para el espectador y consecuencias para el devenir del relato son prácticamente nulas. Eso sí, hay que admitirlo, el diseño de las escape rooms es bastante destacable, a tal punto que uno se lleva la impresión de que toda la inventiva y el tiempo que no se destinaron al desarrollo del guión fueron a parar, de algún modo, a la concepción de estas claustrofóbicas habitaciones. Incluso así, con sus visuales extravagantes e ingeniosas pistas, ni siquiera ellas son capaces de salvaguardar a un film cuyas limitaciones se podrían haber intentado camuflar, por ejemplo, con muertes explícitas e ingeniosas (Destino final construyó toda una saga a partir de esta lógica). Pero no, ni eso. En cambio, las operaciones que Escape Room: Sin salida lleva a cabo eluden cualquier tipo de búsqueda formal. Peor aún, no sólo no aportan nada nuevo al survival horror ni a la narrativa que films como El cubo, The Belko Experiment, La cabaña del terror o El juego del miedo abrazaron con orgullo, sino que además demuestra un escaso interés por el género y busca meramente “colgarse” de él para aprovechar una tendencia. En efecto, y en sintonía con otras producciones recientes concebidas a partir de fenómenos populares como Emoji: la película o Ugly Dolls, las motivaciones de Robitel acaban siendo pura y exclusivamente comerciales, algo que la propia película confirma durante su final: un cliffhanger mal ejecutado cuyo único objetivo es despedirnos con la promesa de una secuela, de una invitación a volver a jugar. Dudo que alguien desee hacerlo.
En noviembre de 2012 tuvo su estreno Ralph, el demoledor, probablemente una de las mejores producciones animadas de Disney en lo que va de la década (la otra sería Zootopia). Unos meses antes, Pixar –que por ese entonces ya llevaba poco más de un lustro como parte del patrimonio de la compañía– también había estrenado una película. Irónicamente, se trataba de Valiente, una de sus más olvidables. Independientemente de ello, lo curioso de aquel año fue que a una gran parte del público le costaba enormemente distinguir a qué estudio pertenecía cada película: se decía que Ralph parecía “una de Pixar”, mientras que Valiente era fácilmente confundible con “una de princesas de Disney”. 2018 también nos trajo dos películas de cada estudio (bueno, una de ellas llegó a nuestros cines en enero del 2019, pero ese es otro tema), aunque esta vez el margen para la confusión era mucho menor. No sólo por tratarse de dos secuelas –Los increíbles 2 y Wifi Ralph, es decir, dos productos ya establecidos y claramente asociados a sus respectivas productoras–, sino además porque la segunda de ellas dedica una buena porción de su metraje a recordarnos que estamos viendo una película de Disney. Como si se tratara del juego “identificá los Easter Eggs” de Ready Player One (pero desprovisto de su valor lúdico y nostálgico y, en cambio, asociado más a una lógica de product placement), durante gran parte del segundo acto de Wifi Ralph vemos desfilar a un sinnúmero de personajes, logos y demás propiedades del vasto imperio de Mickey Mouse que, lejos de hacer avanzar el relato, lo detienen (y retienen) en un simpático –aunque intrascendente narrativamente– acto celebratorio de la marca. Similarmente, este problema de foco puede verse reflejado en otras partes del film, el cual sin dudas se esmera en retratar cinematográficamente ese universo inconmensurable que llamamos Internet (con la misma ambición con que, por ejemplo Intensa Mente buscaba dar cuenta del funcionamiento del cerebro y las emociones humanas), pero lo hace de tal manera que va en detrimento de la progresión dramática y, sobre todo, del desarrollo de los personajes. Wifi Ralph parte de una trama muy sencilla: Ralph y Vanellope, aún amigos, viven juntos el día a día en el arcade. De repente, algo se rompe y el juego de uno de ellos peligra. Para salvarlo emprenden una misión que los lleva por una suerte de tour express de Internet: las redes sociales, las páginas de compra-venta, los juegos en línea y hasta la deep web. Es durante esa aventura que el inventivo espectáculo visual se manifiesta, al mismo tiempo que el conflicto que mueve a uno de los personajes encuentra su perfecto correlato en el del otro: la inquietud de Vanellope por vivir nuevas experiencias contrasta espléndidamente con la comodidad de Ralph en su rutina. Pero el problema surge cuando, del choque entre sus deseos, nace el verdadero eje dramático de la película (la puesta en jaque de la amistad que los une) y el film, en lugar de esmerarse en explotarlo, continúa distrayéndose con las múltiples y atractivas aristas del universo creado. Allí aparecen las hipnóticas persecuciones del videojuego Slaughter Race (todo lo que uno podría esperar de la combinación de Bullitt + Mad Max: Fury Road + GTA: San Andreas), la desopilante y autoconsciente secuencia de las princesas (con la inclusión de un “ajuste de cuentas” por la caracterización anticuada y machista que Disney hizo de ellas durante décadas) y, finalmente, el ejército de zombies -Ralph devenido un King Kong gigantesco que escala el edificio de Google, el Empire State de Internet. Es en estos momentos –y, particularmente, en las forzadas y excesivamente expositivas escenas que los unen– que el film exhibe una cierta tosquedad para llevar adelante el relato, para estructurarlo sin caer en la mera ejecución de secuencias autoconclusivas e inconexas y, sobre todo, para resolverlo en su clímax. De hecho, y sin ánimos de condenar a la secuela por sus diferencias con su antecesora, el final de Wifi Ralph carece por completo de la potencia emocional con la que Ralph, el demoledor nos había emocionado hasta las lágrimas. Una verdadera lástima teniendo en cuenta la sólida base que aquel film le había provisto para construir un relato más allá del espacio en el que ocurre la acción, narrado de forma fluida y coherente, y sin nunca descuidar aquello que verdaderamente importa contar, eso que este año Pixar y Los increíbles 2 entendieron a la perfección. La próxima será, Disney. Por lo menos esta vez hiciste que sean las princesas quienes salvan al protagonista masculino en el final.
Indignarse por las traducciones que las películas extranjeras reciben al ser estrenadas en nuestro país es una suerte de hábito, en la mayoría de los casos entendible –aunque no por ello menos fútil–, de la crítica y cinefilia local. Dicho esto, existen ocasiones excepcionales (intentar recordarlas puede resultar un entretenido, aunque breve, ejercicio mental) en las que el título traducido no sólo prueba ser “mejor” que el original, sino que además, en su desfase, nos ofrece una perspectiva atípica desde la cual estudiar al objeto en cuestión. The Possession of Hannah Grace, la primera película protagonizada por Shay Mitchell (de la serie Pretty Little Liars), es una de ellas. En efecto, su título original la emparenta con todo un subgénero de películas de exorcismos y posesiones al cual, por fuera de su potente secuencia inicial, no pertenece. Asimismo, aquel refiere meramente al trágico incidente que dispara la trama del film: la joven Hannah Grace es asesinada durante un exorcismo y su cadáver es enviado al Hospital Metropolitano de Boston, donde la desafortunada Megan Reed acaba de empezar a trabajar. A priori, convengamos que el cargo de asistente nocturno de una morgue está lejos de ser atractivo, pero la ex-policía encarnada por Mitchell está convencida de que será un eficaz paliativo para su nueva vida libre de medicamentos y alcohol; adicciones que el film, muy torpemente, nos da a entender que surgieron tras un error fatal cometido como oficial de la Ley. Sin embargo, será precisamente este nuevo empleo el que la tentará a sucumbir nuevamente ante sus adicciones, a cuestionarse su filosofía de vida derrotista (“cuando te mueres, te mueres”) y, sobre todo, a poner en duda su cordura. De hecho, su propio jefe le anticipa que, dada la naturaleza del puesto y el inquietante lugar de trabajo, no tardará en imaginar cosas. Una advertencia profética que, sumada a la inestable salud mental de Megan, provee el escenario ideal para el juego de ambigüedades que propone el film, en el que hasta el sonido más anodino puede volverse una mortal amenaza y donde los límites entre realidad e imaginación, a los ojos de la protagonista, se tornan difusos. Es en esta instancia cuando la película alcanza su punto de mayor interés dramático: mediante la conjunción de la presencia sobrenatural (el cadáver de la joven deviene zombie poseido) y la adicción de Megan (el impulso por ingerir psicofármacos) se produce un solapamiento de líneas narrativas que, si bien demora la epifanía (la amenaza es real), entretiene con algunos logrados momentos de suspenso –la mayoría de ellos silenciosos y construidos a partir de lo que ocurre en el fondo del plano o su fuera de campo–, pero también con numerosos, sumamente innecesarios y mal orquestados jump scares. Por otro lado, y a diferencia de un film contemporáneo y con varios puntos en común como The Autopsy of Jane Doe (2016), Cadáver denota una cierta incapacidad para retratar los “poderes” de su occiso maldito sin acudir a un sinnúmero de personajes secundarios desechables, cuya única función en la historia parece ser la de oficiar de víctimas de turno. Contrariamente, La morgue (aquí la traducción local claramente no estuvo a la altura del título original), una película mucho más contenida y económica, prescinde de ellos y evita así que las pocas muertes del relato se vuelvan previsibles o carezcan de peso dramático como las del film de Diederik Van Rooijen. Lamentablemente, y a fin de cuentas, este tipo de falencias del guión, así como también ciertos descuidos narrativos –como el insatisfactorio intento de justificación de por qué Hannah no asesina a Megan inmediatamente, su clímax de rápida resolución y escasa emoción, y un fallido final que apela a una voz en off ¡nunca antes usada!–, son los que hacen al debut del director holandés en Hollywood uno no muy auspicioso. Para concluir, y retomando lo dicho al inicio sobre el contraste entre los dos títulos del film, notarán que el hispano resulta, sin dudas, mucho más pertinente: tanto como síntesis de la trama, llevada adelante por el accionar del cadáver, como caracterización del producto final; es decir, una película que desde su comienzo, y al igual que Hannah, capta nuestra atención con sus inesperados movimientos pero que, en el fondo, carece de vida.