Decir que James Mangold es un narrador extraordinario no es ninguna novedad. Todo aquel que haya visto Tierra de policías, Johnny & June – Pasión y locura o, más recientemente, Logan lo sabe perfectamente. En este sentido, el estreno de su última película, Contra lo imposible, no sólo se presenta como la oportunidad ideal para poner a prueba y confirmar, una vez más, esa certeza, sino también como la manera más emotiva y entretenida de hacerlo. Por qué se decidió dejar de lado su perfectamente traducible título original, Ford v Ferrari, para el estreno local nunca lo sabremos. Lo que sí sabemos es que, desde el vamos, la película nos promete un enfrentamiento: una guerra de egos entre dos de las compañías automotrices más famosas del mundo. Sin embargo, uno de los tantos hallazgos de Contra lo imposible reside en su decisión de no atarse a dicha oposición y, en cambio, apelar a ella como mero marco dramático desde el cual disparar y encauzar su trama. Eludiendo una posible lógica de alternancia entre los avances y retrocesos de cada una de las partes —una estructura bastante convencional y ya explorada en films como Rush: Pasión y gloria—, la película circunscribe su foco a los obstáculos que sólo una de ellas debe superar para triunfar por sobre la otra. En consecuencia, si la guerra prometida oficia como llave de contacto de este atrapante relato de autosuperación, entonces su motor reside nada menos que en los protagonistas; dos hombres seguros de sí mismos que, encarnados por Matt Damon y Christian Bale, deben librar las más diversas batallas: el uno contra el otro (en una de las escenas más cómicas), contra ellos mismos (específicamente, contra sus respectivas decisiones y personalidades) y, sobre todo, contra la desconfianza y la lógica empresarial (toda una fuerza antagónica, pertinentemente personificada en un gerente de marketing). En pocas palabras, una serie de ricos conflictos que, a modo de síntesis, fueron reducidos a la oposición “imposible” del título local. Ante esta ambiciosa cantidad de frentes y allí donde otros directores menos avispados probablemente hubieran perdido la contienda, James Mangold avanza con seguridad, humor y una confianza en sí mismo comparable únicamente a aquella de los protagonistas. De hecho, incluso cuando la narración flaquea un poco hacia su mitad y pierde parte del ritmo con que se desarrolló hasta ese entonces, el cineasta logra mantener al espectador en vilo y hacer que, por ejemplo, una situación totalmente anodina —como la de un personaje escuchando un relato radial— se torne una secuencia de gran interés narrativo. Y, encima, lo hace con poco más que una precisa puesta de cámara, un intérprete iluminado y unas cuantas ideas visuales bajo el brazo. Asimismo, como cineasta clásico y económico que es, Mangold sabe perfectamente que un sutil pero apenas perceptible travelling-in, que un rápido cambio de foco o que un simple primer plano sostenido unos pocos segundos más de lo esperado acarrean consigo un mar de significancia. En consecuencia, al ver Contra lo imposible, uno no puede evitar sorprenderse; en primer lugar, por su rigor formal, el cual jamás cae víctima de la vorágine del relato —por el contrario, contribuye a su coherencia—; y, en segundo, por haber logrado que cada uno de sus planos y escenas parezcan indudablemente imprescindibles en el crescendo dramático del film; un mérito que, teniendo en cuenta su duración de dos horas y media, no es en absoluto trivial. Por último, es fácil y hasta inevitable elogiar las actuaciones de Damon y Bale, pero no por ello debemos dejar de reparar en el resto del destacable elenco (particularmente en Tracy Letts y su caracterización de Henry Ford II), en la tensionante banda sonora de Marco Beltrami y Buck Sanders o en el impresionante diseño de sonido de las carreras, por citar tan sólo algunos de los tantos factores que hacen de Contra lo imposible uno de los films más excitantes y memorables del año. Y si durante su desarrollo más de un personaje afirmó con total seguridad que Ken Miles era el conductor perfecto para el Ford GT40, del mismo modo, tras ver la última película de James Mangold, más de un espectador querrá decir lo mismo acerca de quien supo ocupar su silla de director y, entre otras cosas, retratar una carrera de 24 horas en menos de una. Una misión —en apariencia— imposible, que Mangold llevó a cabo con un admirable poder de síntesis, sin descuidar la emoción y sin nunca perder de vista la meta: ese mágico momento en el que —como sostiene la voz en off del film— “todo se desvanece”.
Su título, secuencia de créditos y hasta las redes sociales del propio Stallone parecen asegurar que Last Blood será la última entrega de la saga de Rambo. Sin embargo, más que una clausura efectiva de la franquicia iniciada en 1982, la película se presenta como una suerte de híbrido entre aquella y otras dos sagas —Búsqueda implacable y Mi pobre angelito— que, por alguna razón, se infiltraron como influencias en el show de despedida de John Rambo. El resultado: un film-Frankenstein tosco y previsible, en el que la espectacular “última sangre” no importa tanto como la tediosa justificación detrás de su derramamiento. Además de la milagrosa ausencia de un subtítulo del estilo de “La última batalla” o “La matanza final”, lo que más sorprende de Rambo: Last Blood es cómo organiza su narrativa. Aparentemente motivada por la máxima “primero el deber, después el placer”, se obliga a sí misma a presentar y desarrollar una serie de conflictos y personajes que poco parecen atraerle, pero a los que aún así decide dedicarles una hora entera de su duración. ¿El motivo? De algún modo, cree que en ellos reside la única forma de justificar su desbordado y sangriento último tercio. Es decir, para salir a jugar y arribar a ese oasis de tiros y sangre, la película primero debe hacer la tarea, lo que para ella significa desenvainar una arquetípica trama de venganza, estirarla innecesariamente y ponerse en la piel de un thriller de Liam Neeson que no es ni quiere ser. Aún así, lo hace, con un desgano y una pereza casi tangibles que, por otra parte, ofrecen un contraste radical con la creatividad y el virtuosismo puestos al servicio del último acto. Piensen solamente en la cantidad de armas y recursos que Rambo emplea para librarse de los villanos —decenas de desechables malhechores mexicanos que, sorprendentemente, no están asociados al narcotráfico, aunque sí a la trata de blancas—, y en cómo la película, con ritmo, euforia y sin hacerle asco al gore, decide retratar aquella masacre sin sentido. Se trata de un explosivo enfrentamiento final que satisface todas las promesas —hasta ese momento, incumplidas— que una nueva película de Rambo puede enunciar, con sus esperadas dosis de acción, inacabable acumulación de cadáveres y hasta con el propio protagonista poniendo música de fondo para hacer que esta matanza sea aún más entretenida. En perspectiva, es como si esos treinta minutos finales fuesen lo único que verdaderamente le interesa contar a Rambo: Last Blood; mientras que todo el drama que los antecedió queda reducido a un mero y extenso preludio, a una excusa sobrada para que el ya cansado veterano de Vietnam empuñe, una vez más, su icónico cuchillo. Asimismo, la película cuenta con una absurda cantidad de subrayados que no sólo entorpecen su andar, sino que también prueban ser agotadores. Y si uno de los méritos de la primera Rambo, la de Ted Kotcheff, era su capacidad para adentrarnos en la psiquis de su protagonista (entre otros recursos, mediante unos rápidos y, tal vez, poco elegantes, pero sumamente eficaces y precisos flashbacks visuales), uno de los mayores problemas de la última Rambo, la de Adrian Grunberg, es su incapacidad para lograrlo visualmente. En cambio, apela a densos diálogos explicativos (que nos recuerdan constantemente quiénes son los personajes, cómo se sienten y qué hacen, hicieron o harán); a personajes unidimensionales que aparecen y desaparecen con fines puramente expositivos y funcionales al guión (el de Paz Vega es el mejor ejemplo); a una invasiva voz en off que recuerda frases de cierto peso dramático que fueron dichas hace apenas unos instantes; y, por último, a la ridícula repetición de secuencias. En otras palabras, dentro del mismo film no hay uno sino dos montajes de Rambo preparándose para la llegada del equivalente mexicano de Tom Hardy y sus secuaces; no hay uno sino múltiples planos de él afilando su cuchillo; y, la mejor de todas, no hay una sino dos escenas en las que el protagonista contempla las tumbas de los que ya partieron. Afortunadamente, estas últimas ocurren hacia el final del relato; de lo contrario, algún espectador distraído podría pensar que se confundió de sala e ingresó por error al reestreno de alguna de las últimas entregas de Rocky. De hecho, podría decirse que esa imagen, la del protagonista solo y abatido en un cementerio, se ha vuelto una de las más recurrentes en la filmografía crepuscular de Stallone. Víctimas de la nostalgia, sus personajes miran, desde un presente infeliz, lleno de ausencias y sufrimiento, hacia atrás, hacia un pasado ya lejano, irrepetible y mejor. En síntesis, un insospechado reflejo de aquello que las audiencias probablemente sientan al ver Rambo: Last Blood.
“Las historias hieren, las historias sanan” y, en la película más reciente de André Øvredal, también entretienen. Y mucho. Producida por Guillermo del Toro, uno de los mayores hallazgos de Historias de miedo para contar en la oscuridad reside en la manera en que trabaja su material de base. Lejos de tratarse de una mera antología o de una adaptación convencional, la película se apropia de los cuentos de terror de la serie de libros para niños de Alvin Schwartz y los incorpora armónicamente a su relato troncal, cuya trama progresa con la aparición de cada uno de ellos. Lo interesante es cómo ese proceso de traducción “de la página a la pantalla” va mutando y perfeccionándose —o, por lo menos, prescindiendo cada vez más de su aspecto literario— a lo largo del film. En otras palabras, mientras que uno de los primeros cuentos era leído en voz alta por los personajes en una locación y recién ahí vuelto realidad en otra, con el devenir del relato, este recurso es felizmente abandonado. De tal manera, al eliminar la lectura del libro como requisito narrativo para dar inicio a las historias, Øvredal no sólo evita el agotamiento del recurso (y, por ende, de los espectadores), sino que además provee al relato de una buena dosis de frescura, proveniente de la imprevisibilidad que rodea a cada nueva historia y que mantiene al público en un constante estado de alerta. Por otra parte, el film también se destaca en el tratamiento de su trama detectivesca: una investigación cuasi policial que los personajes se ven obligados a emprender con el propósito de descubrir la causa de los extraños eventos sobrenaturales que los aquejan y, así, detenerlos de una vez por todas. Es en dicha línea narrativa que el relato de terror encuentra el apoyo necesario para desarrollarse y, eventualmente, clausurarse. En el caso de Historias…, esto ocurre con una seguridad y fluidez extrañamente ausentes en la anterior película del director, La morgue. En ella, una operación similar era llevada a cabo por los personajes de Brian Cox y Emile Hirsch, quienes intentaban descifrar los misterios ocultos en el cadáver de “Jane Doe”. Sin embargo, la investigación acababa, de algún modo, oprimiendo al relato de terror y el realizador, descuidando la alternancia entre ambos registros. Por el contrario, en Historias…, la investigación no acapara más de lo necesario y prueba ser sumamente funcional. De hecho, si bien la resolución del film nace de ella, la misma es ejecutada desde el género de terror: tras descubrir la verdad detrás de las historias de miedo del título, los jóvenes triunfan, precisamente, contando una historia. Es decir, gracias al poder de la narración. Probablemente más de uno cuestione el uso un tanto excesivo de jump scares —un mal cada vez más frecuente en el género—, la pobreza de ciertos diálogos o hasta la curiosa decisión de dejar el destino de algunos personajes irresoluto; todas objeciones, en mayor o menor medida, comprensibles. Aún así, ninguna de ellas atenta contra los méritos ya citados, los logrados niveles de tensión, la correcta ambientación (nada invasiva y vaciada de la estética de la nostalgia tan en boga) o la notable secuencia inicial. Respecto de esta última, Øvredal se las ingenia para, mediante una suerte de pasaje de postas visual, presentar a los personajes con eficacia, establecer las relaciones entre ellos con apenas un par de cortes y, por último, anclar la narración en un tiempo y espacio nada ordinarios: los Estados Unidos de 1968. Y como si los homenajes a Creepshow y, más explícitamente, a La noche de los muertos vivos no fuesen suficientes para comprobar la influencia del cine de Romero en el film, Øvredal apela al terror para encauzar cierta crítica social muy a la manera del “padre de los zombies”. Es posible que la elocuencia y sutileza de tales observaciones disten en buena medida de las de George A. (pienso, por ejemplo, en la escena en la que un monstruo irrumpe en la comisaría en el mismo momento en que se anuncia el triunfo electoral de Nixon), pero aún así atestiguan un claro conocimiento del género y una innegable capacidad para contar historias de miedo en la oscuridad… de una sala de cine.
Tratándose de un nuevo producto, de un desprendimiento —aparentemente— sin ataduras de la saga canónica, Hobbs & Shaw se presenta como la nueva entrega más prometedora de la franquicia de Rápidos y furiosos. Un “borrón y cuenta nueva” lleno de promesas y con un encomiable listado de involucrados. Sin embargo, lamento informar, todo ese potencial que parecía albergar no es más que una nube de humo salida del caño de escape de este nuevo modelo. Es cierto, desde afuera, posee cierto atractivo; pero, una vez dentro, no se tarda demasiado en llegar a la conclusión de que, pese al cambio de las partes, la carrocería —tristemente— sigue siendo la misma. La trama, desarrollada durante unas extenuantes dos horas y quince minutos, gira en torno a los personajes de Luke Hobbs (Dwayne Johnson) y Deckard Shaw (Jason Statham), quienes deberán dejar de lado sus diferencias para enfrentar a un enemigo en común y salvar a la humanidad. Los jocosos choques entre ellos, junto con el carisma característico de ambos actores y su ductilidad para el género, probablemente representen el punto más alto —si no el único— del film. En cuanto al personaje del enemigo, interpretado nada menos que por Idris Elba, no hay mucho para destacar: se refiere a sí mismo como “Superman Negro” pero, por fuera de tener una fuerza sobrehumana —gracias a la tecnología de la secta supremacista a la que pertenece (leyeron bien)—, su villano prueba ser bastante poco súper. “Los buenos” se le escapan —por lo menos— unas tres veces, jamás está siquiera cerca de cumplir su arquetípico objetivo y, encima, debe rendirle cuentas a una voz misteriosa que lo supervisa cual Charlie a sus ángeles. De todos modos, si vamos a hablar de personajes mal construidos, el que se lleva el premio es el de Vanessa Kirby. Siendo el único personaje femenino relevante del relato, su caracterización —primero, como mero MacGuffin y, segundo, como interés afectivo de uno de los protagonistas masculinos— es mínimamente problemática, por no decir insultante. Sobre todo, teniendo en cuenta las múltiples cualidades que “Hattie” exhibe en los primeros minutos (estratégica, ágil, fuerte, independiente) y que son paulatinamente abandonadas hasta llegar al final del film, en el que oficia de damisela en peligro y, como si ello fuera poco, prácticamente se le pide que se haga a un lado mientras los muchachos pelean. Naturalmente, esto ocurre, entre otras cosas, porque su personaje no importa por sí mismo, sino por lo que representa para los otros dos, particularmente para Shaw. Como en toda película de Rápidos y furiosos, el eje temático recae sobre la institución familiar (condición sine qua non de la marca, al parecer). En el caso de Hobbs & Shaw, dicho eje se manifiesta a través de los varios conflictos fraternales de la trama; siendo el principal aquel que se da entre ellos en el presente (pasan de despreciarse a quererse “como hermanos”) y los subsidiarios siendo aquellos que arrastran desde sus respectivos pasados (Hobbs le dio la espalda a su hermano 25 años atrás, mientras que Shaw vivió la experiencia en carne propia cuando Hattie le hizo lo mismo). Dejando de lado que el mismo conflicto entre los protagonistas ya había sido planteado, tratado y superado en Rápidos y furiosos 8 (la vi días antes de Hobbs & Shaw, única razón por la que puedo dar fe de esto), uno pensaría que la película haría caso omiso a esta suerte de tradición y, en cambio, apostaría por nuevos conflictos dramáticos o, aunque sea, por una nueva dinámica relacional más allá de la familiar. Sin embargo, el primer spin-off de la franquicia retoma una de las líneas narrativas más agotadas y parodiadas de la saga, arribando así al mismo y previsible puerto que sus antecesoras: un cálido y atonal abrazo familiar. En su crítica de la anterior película del director, Atómica, Javier Porta Fouz dijo sobre éste: “[David] Leitch tiene más experiencia como doble y coordinador de dobles que como realizador, y lamentablemente se nota”. En Hobbs & Shaw, eso no sólo se nota nuevamente, sino que la labor del director se ve doblemente cuestionada, ya que ni las secuencias de acción resultan rescatables. Totalmente a contramano de lo logrado en Atómica, Leitch abraza aquí la peor faceta del cine de acción: apela al montaje frenético y al caos visual como medios para generar adrenalina y tensión. Lo curioso es que Leitch codirigió la primera entrega de John Wick, saga vista actualmente como ejemplar en la ejecución del género. Pero mientras que Chad Stahelski demostró perfeccionar sus habilidades como narrador de una entrega a la otra, Leitch parece haber optado por el desaprendizaje, diezmando cada vez más sus méritos en aquella primera película. Un paralelismo similar podría establecerse con Christopher McQuarrie, quien en Misión: Imposible – Repercusión también incluyó una secuencia de salto HALO (High-Altitude Military Parachuting). Claro, con la pequeña diferencia que, allí donde McQuarrie encontró el escenario ideal para rodar un extraordinario plano secuencia, Leitch, por el contrario, escogió fragmentar la escena, montarla en paralelo con otra, convertir a los actores en píxeles tras emprender el salto, elipsar la acción y retomarla en el aterrizaje. En síntesis: ningún tipo de emoción, progresión dramática, construcción del suspenso, sentido de la espectacularidad o intento alguno por aprovechar el talento de sus intérpretes. Una gran oportunidad desperdiciada, tal como el resto de la película.
Poco más de un año después de su estreno en Cannes —donde se alzó con dos premios actorales: a la mejor interpretación masculina y a la mejor canina—, Dogman finalmente arriba a los cines argentinos. Inspirado en una cruenta historia real, el largometraje más reciente de Matteo Garrone (Gomorra) comienza con su protagonista, el humilde veterinario y peluquero canino interpretado por Marcello Fonte, intentando bañar a un perro bastante agresivo. Dicha escena —que bien podría ser exhibida en las universidades de cine como claro ejemplo del “montaje prohibido” de Bazin— satisfactoriamente anticipa buena parte de la trama del film: poniendo su vida en jaque, un temeroso hombre intenta lidiar con una bestia salvaje y fracasa varias veces hasta que, en algún momento, triunfa por sobre ella. El cuidadoso trazado, casi matemático, de este arco narrativo es uno de los mayores méritos de Garrone: hay una paulatina acumulación de situaciones y un progresivo incremento de los niveles de tensión que prueban ser muy efectivos y llevados a cabo con rigor. Sin embargo, el desenlace de ese arco (sutilmente anticipado en la escena inicial y explícitamente evidenciado por el mismo devenir del relato) se ve afectado —inevitablemente— por su previsibilidad. Es decir, en la misma medida en que la vida de Marcello se va lentamente desmoronando a causa de su relación con Simone (Edoardo Pesce), el puerto al que su historia arribará se hace cada vez más visible. Pero ese norte tan obvio para nosotros, espectadores, no lo es así para el personaje; lo que desencadena que aquel proceso acumulativo tan bien llevado a cabo se vea, de pronto, diezmado por la previsibilidad de las postergadas resoluciones del protagonista y, en consecuencia, del relato. Tomemos el caso de El Padrino. La transformación de Michael, su lenta transición de hombre respetable y ajeno a los “asuntos” de su familia a nuevo y despiadado mandamás de los Corleone, funciona a la perfección porque tal previsibilidad nunca se hace presente. Al comienzo del relato su personaje es caracterizado de tal manera, el contraste moral e ideológico respecto de su padre y hermanos es tan notorio, que la sola idea de que Michael eventualmente ocupe el puesto de padrino es tan remota que resulta irrisoria. Por el contrario, en Dogman no notamos tal contraste: sí, sabemos que Marcello es un buen padre, querido por los vecinos y con un enorme amor por los perros. Pero nada de esto prueba ser impedimento suficiente para evitar que, en algún momento, Marcello decida equilibrar la balanza y reclamar, violencia mediante, lo que es suyo (dinero según él, dignidad y respeto según su rostro). Por otra parte, Marcello también vende cocaína y está a la merced (contra su voluntad, pero a la merced al fin) de uno de sus clientes: el hombre más odiado e inestable de todo el suburbio. La elección de caracterizar a Simone de esta manera es sumamente curiosa ya que, lejos de complejizar el dilema del protagonista, pareciera —en cambio— facilitarlo. Imaginémonos, por ejemplo, qué pasaría si Simone fuera un personaje entrañable, que lamenta su accionar pero que, pese a ello, no puede evitar comportarse de la manera que lo hace o, mejor aún, si tuviese algún tipo de vínculo afectivo con el protagonista. De este modo, el conflicto interno de Marcello se vería enriquecido, su descenso a los infiernos potenciado y su resolución final, además de no sentirse dilatada, se tornaría mucho más desgarradora. Dicho en otras palabras, mientras que Michael Corleone debió prácticamente suicidar a su propio ser para poder tomar las riendas de la mafia y vengar a su padre, Marcello, en cambio, simplemente debió vencer el miedo que le tenía a un hombre malo y mucho más fuerte que él. Probablemente, al reducirla de esta manera y compararla con la obra maestra de Coppola, no esté siendo muy justo con la película de Garrone, pero —en mi defensa— ella tampoco lo fue consigo misma; mucho menos con la impecable interpretación de Fonte.
Con su película más reciente, Infierno en la tormenta, Sam Raimi consolida su veta actual de productor de películas de terror en torno a personajes encerrados que luchan por sus vidas: en una cabaña del bosque (el reboot de The Evil Dead), en una casa embrujada (el reboot de Poltergeist), en la morada del ciego más peligroso del mundo (la original No respires) o, como ocurre en la película que llega a nuestras salas este jueves, en una casa que se inunda lentamente durante un huracán categoría 5 y que, además, está infestada por cocodrilos. Dirigida por Alexandre Aja (presentado en los afiches y trailers como “director de The Hills Have Eyes”, cargo que le corresponde únicamente a Wes Craven, aclaro), la película sorprende, en primer lugar, por su curioso uso y abuso de los jump scares. ¿Por qué curioso? Porque, tratándose de una decisión que se le objeta con frecuencia a muchas representantes del género, en Infierno en la tormenta funciona y con creces. Apelando a la distinción entre sorpresa y suspense del maestro Hitchcock, es como si Aja hubiese decidido explotar al máximo la primera con el fin de desencadenar la segunda. En efecto, los abruptos e inesperados sustos del film son tantos y —sobre todo— están tan bien ejecutados que uno, como espectador, se ve inevitable e involuntariamente puesto en un lugar de tensión: ante la posible aparición de un nuevo jump scare, los tiempos empiezan a dilatarse y la sensación de inminencia se acrecienta. Independientemente de si es con un árbol que atraviesa una ventana o mediante un cocodrilo que hace lo mismo con una escalera, es imposible anticipar cuándo, cómo o por dónde emergerá el nuevo golpe de efecto que Aja nos tiene preparado. Y precisamente hablando del dónde es que llegamos a uno de los problemas de la película: su construcción del espacio. Siendo la paulatina restricción y clausura de éste una de las principales herramientas narrativas del terror, Infierno en la tormenta se muestra sorpresivamente indiferente a la hora de describir el lugar en el que se desarrolla buena parte de su trama. Espacio predilecto del género, el sótano de la casa es retratado de forma totalmente fragmentada, con saltos en el eje y nula claridad en cuanto a la disposición de sus elementos. Consecuentemente, esta imposibilidad de comprender la extensión del lugar, de localizar la ubicación de sus peligros y de identificar correctamente sus potenciales salidas atenta contra el suspenso que la propia película busca generar. En otras palabras: si nunca terminamos de entender dónde es que Haley y su padre están ocultos y dónde es que están los cocodrilos, difícilmente podamos ver a estos últimos como una amenaza inminente, y no como una meramente circundante. Aparente negligencia de lado, tal vez sea por esta extraña configuración del espacio que los jump scares prueban ser efectivos: el público se encuentra tan desorientado que no puede evitar ser tomado por sorpresa en cualquier momento. Sin embargo, el mayor problema de Infierno en la tormenta no radica en su puesta en escena, sino en su guión: hay toda una línea dramática que parece existir con el solo fin de profundizar, potenciar o agravar los conflictos de los personajes. Es decir, como si escapar con vida del húmedo, claustrofóbico y aterrorizante escenario en el que se encuentran no fuera razón suficiente para impulsar su accionar hasta las últimas consecuencias, la película se empeña en incorporar toda una serie de inconvenientes del orden de lo familiar (el padre que empuja a la hija a triunfar, la hija que quiere pero que no puede, la desazón del padre frente al divorcio de la madre, etcétera) para contarnos que —en verdad— lo que está en juego es mucho más. Además de resultar absurda e innecesaria, tal minimización de la trama de supervivencia va totalmente a contramano de la naturaleza de este tipo de relato (véase, por el ejemplo, el caso de El ártico, otra survival movie estrenada este año, pero de una economía narrativa notable). Probablemente, de haber confiado más en el conflicto de vida o muerte de sus protagonistas, el director DE LA REMAKE de The Hills Have Eyes se hubiese ahorrado unos cuantos minutos de superfluas prep-talks, daddy issues que poco tienen que ver con cocodrilos hambrientos y, sobre todo, escenas cuasi risibles como aquella en la que el padre le grita a la hija que no debe rendirse porque ella es una “depredadora alfa” (ahhh, ¡como los cocodrilos!). Dejando de lado éstas y otras cuestionables decisiones (como las que los propios personajes toman hacia el final del relato), Infierno en la tormenta no será recibida como la mejor de las últimas producciones de Raimi —dicho título permanece en manos de No respires—, pero sí será merecidamente celebrada, entre otras cosas, por sus destacables dosis de tensión, correctas actuaciones e impecable diseño sonoro y visual. En cuanto a este último aspecto, cabe destacar que desde Básico y letal, de John McTiernan, no me sorprendía al salir de una sala de cine y notar que no llovía torrencialmente. Así de logrado es el nivel de inmersión en la tormenta del título. Una lástima que su infierno no haya sido más básico y letal.
Imaginemos una carrera entre películas. Sí, una competencia entre películas de diferentes géneros, tonos y registros, puestas a competir por la atención y empatía de los espectadores. Dentro de este escenario hipotético es posible (además de absolutamente incomprobable, claro está) que las películas de supervivencia corran con una “ventaja” respecto de sus pares, gracias a la simpleza de sus tramas. Fácilmente reducibles a “hay que ir de un punto A a un punto B”, es inusual que la motivación de sus personajes gire en torno a otra cosa que no sea sobrevivir; y, tratándose de un objetivo tan general, con el que cualquiera puede relacionarse, podríamos asumir que el proceso de identificación del espectador con los personajes probablemente sea mucho más veloz que en tramas de mayor complejidad. Sin embargo, esta economía argumental que las survival movies suelen acarrear es rara vez correspondida desde la forma. El Ártico, la ópera prima de Joe Penna, se esfuerza asiduamente en hacerlo. Y, en buena medida, lo logra. Su puntapié inicial es una breve y magistral escena en la que el debutante director establece el lugar de la acción, presenta y caracteriza al protagonista (proveyendo información sobre su personalidad e incluso sobre cómo llegó hasta aquel inhóspito paisaje) y nos explica también el porqué de su accionar. Todo esto en apenas unos pocos planos y prescindiendo de cualquier tipo de diálogo, flashback o placa explicativa. Tal vez resulte exagerada la celebración de tales decisiones, pero es un tanto inevitable, teniendo en cuenta la actual escasez de films que se animan a narrar tan sólo mediante la puesta de cámara, los movimientos del actor o la lógica del montaje. Asimismo, y a diferencia de All Is Lost —una película de similares características, pero de una inteligencia narrativa mucho menor—, El Ártico no se topa con tantas limitaciones al explorar el espacio o al hacer avanzar la narración. Por el contrario, allí donde J.C. Chandor fallaba (al colocar la cámara arbitrariamente, víctima del espacio reducido del bote de Robert Redford, o al abusar de las elipsis temporales, producto de un guión demasiado episódico), Penna parece comprender que, para efectivamente transmitir el pesar del personaje, hacer que sus trayectos sean tangibles y el frío polar palpable, no es posible tomar atajo alguno. Es decir, la narración puede ser económica desde su forma pero, si la intención es reflejar la soledad, el desgaste y la frustración de la lucha frente a las duras condiciones de la naturaleza, entonces es necesario que la cámara acompañe al protagonista en tiempo real. Es por ello, por ejemplo, que sufrimos con su derrota en la secuencia de la colina empinada: antes de verlo optar por otro camino, primero fuimos testigos de sus múltiples intentos por conquistar éste. Y sin esa construcción previa, sin el retrato de cada uno de sus traspiés, el resultado sería tan poco movilizante como cuando, en All Is Lost, el personaje de Redford decide abandonar su barco. Dicho esto, El Ártico también tiene sus fallas. Una de ellas, la considerable pérdida de potencia dramática que el relato sufre en sus instancias finales: como si le costase allanar el camino para su conclusión, hay en el tercer acto una dilatación de los tiempos que, si bien fue necesaria durante gran parte del film, aquí resulta un tanto contraproducente al ritmo y nivel de tensión que deberían anteceder al clímax. No sería descabellado suponer que esto se deba, en parte, a uno de los últimos obstáculos que el personaje enfrenta y que, pese a pretender ser el más dramático de todos (por su duración, ubicación en el relato y la detención que le significa), no termina de funcionar. En cualquier caso, uno no puede evitar llevarse la impresión de que buena parte del esfuerzo destinado a la economía narrativa del film se ve, de algún modo, diezmado por la escasa capacidad resolutiva de su guión, cuyo final —no se preocupen, no voy a spoilear nada— se siente más como un nuevo e inesperado infortunio que como el anhelado último paso que su protagonista debe dar. En términos de desarrollo argumental, puede que El Ártico no aporte nada nuevo al corpus de películas de supervivencia, pero esto de ninguna manera opaca sus muchos méritos formales. Desde el más obvio de ellos (la ausencia casi total de diálogos), pasando por la precisión de su puesta y su búsqueda constante por narrar visualmente, hasta la iluminada interpretación de Mads Mikkelsen, quien con una simple pausa en su respiración es capaz de transmitir mucho más que el mismísimo Sundance Kid con su malogrado grito de “Fuuuuuuck!” en All Is Lost. No porque el talento actoral de Redford deba ser puesto en duda, en absoluto; pero si el refrán “menos es más” le sienta tan bien a este tipo de película, por algo es.
Una trama que se desarrolla en locaciones internacionales; una serie de incidentes aislados que son en verdad manifestaciones de una misma amenaza; un constante tire y afloje entre la obtusa burocracia gubernamental y el accionar iluminado del individuo; un elenco multiestelar compuesto por actores de diversas etnias y nacionalidades; y un excelso uso de efectos especiales en pos del máximo virtuosismo posible. Estos son algunos de los tantos lugares comunes de las “disaster movies”. Godzilla II: el Rey de los Monstruos, como película de monstruos que se inscribe en el género, exhibe, naturalmente, varios de ellos. Sin embargo, y a diferencia de su antecesora, su confianza en los elementos es tal que el resultado final, sumamente positivo, dista radicalmente del de la olvidable película de Gareth Evans. En sus primeros segundos, luego de los logos de las compañías productoras, lo primero que esta secuela nos presenta no es una imagen, sino un sonido: el estruendoso grito de Godzilla. Una elección nada arbitraria o efectista puesto que, además de exhibir un notable diseño sonoro, la película de Michael Dougherty hace del sonido parte de su relato: los científicos detectan el despertar de los Titanes, sus signos vitales y ubicación geográfica a partir de él; el peligro inminente siempre es construido desde el sonido en el fuera de campo; y, por último, el MacGuffin que dispara y encausa buena parte de la trama es nada menos que un dispositivo sonoro (una suerte de consola que analiza y replica las frecuencias utilizadas por los monstruos para comunicarse). Un ingenioso comienzo que, hay que decirlo, lo toma a uno por sorpresa. Por otro lado, y teniendo en cuenta que se trata de una película de más de dos horas, son muy meritorios el ritmo y la velocidad con que Dougherty articula el relato: las múltiples apariciones de los monstruos (son muchos más de los que uno espera) acaparan el tiempo justo y necesario, y cada uno de los espectaculares enfrentamientos que se producen entre ellos —ninguno de los cuales resulta forzado o gratuito— es construido con su debida anticipación y ejecutado más que competentemente. De hecho, mientras su antecesora, con mucha ineptitud, hizo todo lo posible por esconder la acción (el Godzilla de Evans aparecía siempre de a pedazos, en la lejanía, detrás de una densa niebla, en pantallas pixeladas o enfocado con una cámara en mano tan excesiva que sonrojaría hasta a Paul Greengrass), Godzilla II: el Rey de los Monstruos se empeña y esmera en retratar la acción con la mayor claridad posible. Y si las monstruosas batallas que ocurren en ella son tan hipnóticas y excitantes es porque Dougherty sabe y entiende, tal como lo hizo el cine japonés en sus primeros films sobre el lagarto gigante, que no hay como el plano general para retratarlas. Asimismo, el director disecciona las secuencias de acción incorporando numerosos zooms y primeros planos de los rostros de los monstruos que, además de otorgarle un mayor dinamismo a toda la cuestión, aportan un tono de humor autoconsciente que le sienta muy bien al film, ya que, no nos olvidemos, estamos viendo una película de monstruos gigantes peleando entre sí. Entonces, dejando de lado la tediosa solemnidad de la primera entrega, la segunda abraza este tipo de humor permitiéndose, por ejemplo, no uno ni dos, sino tres deux ex machina a cargo de Godzilla (el subtítulo de la película debería ser “Dios de los monstruos”), o varios comic reliefs que también prueban ser funcionales al momento de quitar las innecesarias cotas de dramatismo. De hecho, la mayoría de ellas se encuentran atadas a otro elemento recurrente del género, y que tiene que ver con su lado humano. Es decir, no la historia de los monstruos prehistóricos que pelean a muerte, pero la de los pequeños humanos que se encuentran entre ellos (en varias escenas, literalmente). En este caso, es la historia de los personajes interpretados por Kyle Chandler, Vera Farmiga y Millie Bobby Brown, quienes en medio del caos juegan a papá, mamá e hija, y cuyos conflictos son desarrollados —imagino— a fin de que el espectador tenga una línea narrativa más “terrenal” con la cual relacionarse, un blanco empático mucho más cercano a su triste realidad desprovista de godzillas y ghidorahs. Sin embargo, allí donde El día después de mañana, 2012 y San Andreas hicieron escuela, Godzilla II: el Rey de los Monstruos se topa con algunos problemas, ya que en los momentos dramáticos que dependen de la unidad familiar es donde más se manifiesta la incomodidad de Dougherty para balancear su convivencia con el verdadero eje dramático del film. En otras palabras, además de implicar una detención —un tanto contraproducente— del ritmo del relato, el desarrollo de una pelea marido-mujer en medio de la destrucción de una civilización, prueba ser de bastante poco interés narrativo; lo que lleva a la película a tomar decisiones un tanto drásticas (el inesperado giro de uno de los personajes, que encima anula como antagonista al siempre destacable Charles Dance) o, en el mejor de los casos, a evidenciar y burlarse ella misma de tales instancias. El lema “el fin justifica los medios” es puesto en jaque varias veces a lo largo de Godzilla II: el Rey de los Monstruos, ya sea a través del accionar de sus personajes o el devenir de la trama. Afortunadamente, la película sabe muy bien cuáles son sus medios, esos del género en el que se para y que —en la mayoría de los casos— entiende cómo orquestarlos para arribar a su fin. Lo logra, con claridad, humor y una coronación en su final que, en cualquier otro caso, podría haber resultado ridícula e irrisoria; pero acá, en la primera gran película norteamericana de Gojira, es más que pertinente.
Tras arribar a nuestro planeta en un meteorito, un bebé extraterrestre es descubierto y adoptado por una pareja sin hijos. Bajo su cuidado y en la granja familiar, el niño crece hasta descubrir que tiene poderes sobrehumanos y, decidido a usarlos en defensa de la humanidad, se marcha hacia la gran ciudad. Muy probablemente ya hayan escuchado esta historia… pero, ¿qué pasaría si los fines del joven fueran, digamos, menos altruistas y un tanto más siniestros? Describir la premisa de Brightburn: Hijo de la oscuridad como “el lado oscuro de Superman” o “la contracara del origen del Hombre de Acero” no sería incorrecto, en absoluto. Sin embargo, resultaría un reduccionismo, un atajo demasiado fácil de tomar. Es cierto, la segunda película de David Yarovesky (The Hive) posee claros puntos en común con el primer acto de Superman (1978) y el de las tantas otras adaptaciones del cómic que le sucedieron. Pero si efectivamente nos propusiésemos analizar Brightburn a partir de cierto clásico de los 70 dirigido por Richard Donner, un ejercicio mucho más interesante sería hacerlo no desde la primera entrega de la saga protagonizada por Christopher Reeve, sino con la película que la antecedió en su filmografía: La profecía (The Omen, 1976). Ambas películas se inscriben en el género de terror y es desde allí que deciden trabajar lo sobrenatural (aunque una lo haga desde la religión y la otra desde el fantástico). Precisamente por esto, las posibilidades analíticas que nacen de su lectura conjunta van más allá de las limitadas —y meramente argumentales— relaciones que podrían trazarse con el mito del superhombre. Asimismo, en el contraste entre La profecía y Brightburn, se evidencian varias de las debilidades de la segunda de ellas. Por ejemplo, la ausencia de cualquier tipo de sutileza en la presentación de sus personajes, la inclusión de una innecesaria placa que busca explicitar una elipsis temporal bastante obvia o la ejecución de un jump scare previsible y prescindible, entre otras torpezas que uno difícilmente encuentre en la película de Donner. No obstante, ambos films presentan un problema en común (problema que, si uno quisiera, lo podría extender también a todo el subgénero de niños diabólicos/poseídos/malditos), y que tiene que ver con la demora —necesaria, pero usualmente excesiva— con la que los padres reconocen y aceptan qué es lo que verdaderamente les está ocurriendo a sus hijos. Es decir, en sus múltiples intentos por negar la realidad mediante la búsqueda de alguna explicación lógica y terrenal (allí aparecen Gregory Peck ignorando las advertencias del sacerdote en La profecía y los zonzos chistes sobre la pubertad en Brightburn), el lento accionar de los adultos en este tipo de films obstruye la progresión dramática del relato, por lo menos hasta la eventual llegada de la epifanía (de hecho, ésta era una de los principales fallas de Maligno, película de similares características que también se estrenó este año). Inteligentemente, La profecía logra paliar el problema gracias a la intervención de un personaje secundario (el fotógrafo interpretado por David Warner) que asiste al de Peck en su investigación detectivesca, acelerando así el relato. Por el contrario, en Brightburn, los pocos personajes que podrían ser de utilidad a este fin (el jefe de policía local, la tía psicopedagoga) tardan demasiado en aparecer o son rápidamente desechados por el maléfico infante. En consecuencia, Yarovesky debe confiar en otro elemento para llevar adelante la narración: la maldad de su protagonista. En efecto, a partir de que Brandon (Jackson A. Dunn) es “poseído” y descubre la razón de su existencia (en una secuencia muy bien ejecutada, dicho sea de paso), el film se apoya cada vez más en su cruento accionar para hacer avanzar la trama, prescindir de innecesarias dilataciones y pulir el ritmo general del relato. Una sabia decisión que —con perdón de Donner— La profecía también podría haber aplicado; sobre todo teniendo en cuenta que el tiempo de pantalla ocupado por Damien (Harvey Stephens) es tan escaso que uno no puede evitar dudar de su caracterización como “el Anticristo”. Por otra parte, es también a partir de dicha decisión que Brightburn abraza de lleno la estructura episódica característica del género, la cual —además de fortalecer su narrativa y otorgarle un mayor dinamismo— es manejada con una confianza notable. Cada manifestación del mal (la visita nocturna de Brandon, la escena del restaurante, el incidente en la ruta) arrastra consigo la necesidad de una pausa, de un claro señalamiento del peligro que se avecina y de una paulatina acumulación de la tensión que allane el terreno para la llegada del violento remate. Todo este proceso es llevado a cabo con precisión, fluidez y un evidente conocimiento del género. De igual manera, la película concluye con un clímax tan potente —visual y dramáticamente— como aquel de La profecía (aunque aquí la relación de poder que se juega en él aparece invertida). Lo extraño es que, una vez clausurado el relato, Brightburn incluye una escena extra que, siguiendo la tradición de las películas de Marvel y DC Comics, propone la existencia de otras historias (y de otros villanos) posibles. Se trata de una escena simpática —particularmente por el cameo que incluye—, pero uno no puede evitar sentirla innecesaria, puesto que el film en ningún momento buscó circunscribirse al subgénero de superhéroes. En cambio, se erigió a sí mismo desde el terror, desde una mirada alternativa, más oscura y atractiva. Su título local es prueba de ello.
En una época signada, entre otras cosas, por la llegada de innumerables secuelas construidas a partir de la mera repetición de fórmulas y con fines puramente comerciales, toparse con una película ambiciosa, decidida a romper con ese automatismo y que hasta se anima a variar de género es un suceso extraordinario y, por tanto, digno de ser celebrado. La película en cuestión es Feliz día de tu muerte 2. Su antecesora, estrenada en 2017, abrazaba la premisa de Hechizo del tiempo –revistiéndola con elementos del slasher y una divertida investigación detectivesca–, y explicitaba tal operación no sólo en su campaña de lanzamiento sino también hacia el final de su relato, cuando uno de los personajes notaba la extraña similitud entre todo lo ocurrido y la trama del clásico protagonizado por Bill Murray. En sintonía con aquel espíritu autoconsciente, su secuela –dirigida nuevamente por Christopher Landon– también reconoce abiertamente a su principal influencia, aunque ésta ya no sea Hechizo del tiempo. A la manera de Volver al futuro II, Feliz día de tu muerte 2 es cercana a la película original, pero mantiene cierta distancia: observa (y repite) muchos de sus eventos, pero desde una perspectiva alejada; paralela, para ser más precisos. Esto le permite evitar que aquellos eventos –así como también el arco dramático de los personajes– se vean vaciados de su sentido, desprovistos de la relevancia que adquirieron en el primer film. De hecho, al verse nuevamente atrapada en el día de su cumpleaños, durante una de las escenas iniciales la propia Tree (Jessica Rothe) se pregunta si sus esfuerzos en la película anterior fueron en vano. Inmediatamente, Carter (Israel Broussard) le asegura que no tiene nada de qué preocuparse. A través suyo, la película también nos lo dice a nosotros. En efecto, el loop temporal reaparece, pero la lógica que lo engloba ya no es la misma. Tampoco lo es el género en el que se inscribe el relato: ya no nos encontramos ante una comedia de terror, sino frente a un híbrido que apela al terror (aunque en una dosis mucho menor), a la aventura (en una mucho mayor) y, sobre todo, a la comedia. Similarmente, el tema central del relato también varía: en ambas entregas Tree debe lidiar con la muerte de su madre, pero mientras que en la primera debía hacerlo para volverse una mejor persona, en la segunda debe “soltar” dicho trauma, dejar de aferrarse a ese pasado trágico (devenido presente alternativo e imposible) para poder abrazar su futuro, tan lleno de incertidumbres como de posibilidades. De cierto modo, en esa decisión reside el modus operandi de Feliz día de tu muerte 2, secuela que opta por dejar atrás las limitaciones que suelen desprenderse del deseo de continuar un relato ya clausurado –y que suelen nublar la visión de las segundas partes en general– para explorar, en cambio, otras realidades posibles. Entonces, mediante su “repetición distanciada”, la película crea una serie de universos paralelos (el jocoso tratamiento del logo de Universal lo anticipa desde el comienzo), en los que se permite a sí misma experimentar con otros protagonistas, jugar con nuevas dinámicas entre los personajes y, especialmente, apostarlo todo por el humor que emerge de los más irrisorios desfases, réplicas y variaciones respecto de su antecesora. Por otro lado, siendo la repetición una herramienta paródica, Landon apela a ella para darle forma a un relato autoconsciente, que prescinde de ataduras formales, que constantemente desafía las expectativas y en el que Jessica Rothe puede explotar al máximo su talento nato para la comedia. Sin embargo, al acercarse el final, el director parece abusar un poco de estas libertades y toma una serie de decisiones un tanto cuestionables: retoma líneas narrativas ya olvidadas hasta por los propios personajes (la de los asesinos, por ejemplo) y da lugar a otras nuevas (de un momento a otro, la película se transforma en un caper juvenil) que alteran en gran medida la fluidez exhibida hasta ese momento. Asimismo, todo esto ocurre luego del momento de mayor carga emocional del film (la “despedida” brillantemente ejecutada), por lo que es difícil no percibir tales giros argumentales como un tanto forzados o fuera de lugar. Aun así, ninguno de estos descuidos narrativos es capaz de opacar alguno de los tantos méritos previamente citados. Es más, al salir de la sala lo último que se hace es pensar en ellos. Por el contrario, uno sale genuinamente sorprendido por la atípica secuela que acaba de ver; una que, a la distancia, se parece a su antecesora, pero que, en el fondo, no podría ser más diferente. Una película que, tal como su protagonista, revive su pasado lo justo y necesario como para pararse firme en su presente. Ahora, aguardemos expectantes por el futuro.