Y los sueños, sueños son Santiago es amigo y socio de Eugenio de toda la vida. Tienen un próspero negocio de electrodomésticos y la vida parece sonreírles. Pero un día Eugenio desaparece y Santiago dedica todos sus esfuerzos a tratar de encontrarlo y a entender qué pasó; Laura, la esposa del ausente, intervendrá decisivamente en la búsqueda. Guillermo Francella es uno de los mejores actores del cine argentino actual. En cada uno de sus trabajos confirma que es capaz de transmitir perfectamente las vivencias del personaje que le toca componer, y parece definitivamente alejado de los tics que le granjearon una enorme popularidad por su tarea en la televisión, la que, es preciso decirlo, cumple también con una envidiable eficiencia. Enseguida viene a la memoria su extraordinaria actuación en “El secreto de sus ojos”, pero ese trabajo no es una excepción en la filmografía de Francella. En esta oportunidad, vuelve a entregar una tarea destacable, medida, cuidadosa y muy efectiva en la piel de Santiago, un tipo común (de esos que le encanta encarnar al actor) al que le toca vivir una circunstancia especial a partir de la desaparición de su amigo y socio de toda la vida. Se presenta Laura, la mujer del ausente, y los problemas adquieren una complejidad mucho mayor. El motivo por el cual esta crítica arranca con el elogio a la tarea de Francella obedece al hecho de que en gran parte, la película de Burman se apoya en este trabajo y gira alrededor de él. Es cierto que los demás personajes están correctamente cubiertos (hay que celebrar el regreso a las pantallas de Inés Estévez, a pesar de cierto esquematismo de su personaje en las primeras escenas), pero es la labor del protagonista la que sostiene a la película. Puede criticarse el convencionalismo con el que Burman narra la historia, pero no es éste el principal problema del filme. Los puntos flojos están en ciertos tramos del guión, en los que las obviedades y hasta los lugares comunes se ven venir, y se concretan inexorablemente. La reiteración de escenas conspira contra el ritmo del relato y un concepto bastante superficial de lo que pueden ser los sueños en la vida de los seres humanos conduce a un final bastante cantado. Pero Burman no intenta un ensayo filosófico, y es cierto que el filme redondea un entretenimiento más que recomendable, bien realizado y mejor actuado. En fin, parece que Santiago olvidó lo que decía Calderón (el poeta madrileño, no el delantero de Independiente que después jugó en Arsenal) en el soliloquio de Segismundo de “La vida es sueño”: “¿Qué es la vida? Una ilusión, /una sombra, una ficción, /y el mayor bien es pequeño: /que toda la vida es sueño, /y los sueños, sueños son.”
Sexo y drogas sin rock and roll Jordan Belfort es un joven y ambicioso corredor de bolsa neoyorquino que edifica un imperio financiero a partir de un empuje colosal y de ciertas prácticas no demasiado acordes con las leyes vigentes. Perseguido por el FBI, advierte cómo su vida de lujos y de excesos de todo tipo está próxima a llegar al final. Jordan Belfort, en su primer día como broker en Wall Street, almuerza con su jefe (brevísima y brillante intervención de Matthew McConaughey). “Es mejor que ganemos dinero haciéndoselo ganar también a nuestros clientes”, dice, convencido. “No”, le contesta sin vacilar su experimentado interlocutor, quien luego le revelará que la única manera de hacer su trabajo es bajo los efectos de las drogas. Estas definiciones fundamentales muestran el andamiaje conceptual del filme de Scorsese, una verdadera orgía de excesos de todo tipo. El veterano realizador neoyorquino vuelve a trazar una parábola sobre el poder y la ambición, tema presente en muchos de sus filmes. En esta oportunidad, la personalidad de Belfort (quien existió realmente, al punto que el guión está basado en su autobiografía) sirve para justificar y enhebrar dramáticamente una serie de situaciones a lo largo de su vida en la que la constante es el exceso (sexo, lujo, drogas, etcétera) y el caso omiso a los límites de toda especie. El problema (como pasaba, por ejemplo, en “El padrino”), es que cuesta evitar como espectador el impulso de ponerse de parte de los delincuentes, de preferir que no los atrapen y de esperar que se salgan con la suya. Hay que admirar la capacidad narrativa de Scorsese. El realizador consigue mantener la atención del espectador a lo largo de tres horas exactas de proyección; apela para lograrlo a un manejo magistral de la tensión dramática, pero es cierto que no se priva de ofrecer secuencias espectaculares (la travesía del yate en medio de la tormenta) o crudamente descriptivas, como la escenificación de numerosas fiestas desenfrenadas en casas suntuosas, salones de oficina y hasta aviones en vuelo. Además, el director ha reunido un elenco sorprendente: McConaughey demuestra aquella vieja afirmación de los actores acerca de que no hay papeles chicos, brillando con luz propia en poco más de cinco minutos de tarea. Jonah Hill sintoniza perfectamente con el registro desbocado de todo el filme; Margot Robbie ilumina la pantalla en cada aparición. Y Leonardo DiCaprio hace que uno se pregunte (una vez más) por qué demonios todavía no tiene un par de Oscars en su casa. Scorsese, a los 71 años, lo logró nuevamente: entrega tres horas de entretenimiento, tensión, drama, comedia y fuerte impacto visual. Por allí se dice que el viejo Marty ya no es el mismo de “Taxi driver”. Claro que no; 38 años después, el mundo ya no es el mismo. Tampoco el cine lo es.
Quién dijo que todo está perdido La directora y guionista Nicole Holofcener concreta una narración sencilla y eficaz a partir de un guión ingenioso y atractivo, apoyándose en un elenco que concreta interpretaciones de gran nivel. El resultado es una comedia amable y llevadera, sumamente divertida y llena de elementos interesantes para los espectadores. Al comienzo parece ser un relato más del encuentro entre dos seres de alrededor de 50 años que buscan la segunda oportunidad a la que hace referencia el título en español del filme, pero tanto el tratamiento de los personajes como la estructura de la trama le dan rápidamente identidad propia a la narración. El hallazgo de la directora y guionista estriba fundamentalmente en el hecho de presentar una serie de escenas en las que parece no pasar nada extraordinario, pero que le permiten al público experimentar la sensación de estar asomados a la intimidad de una serie de personajes a medida que la trama se desarrolla ante sus ojos. Todo lo que acontece en la pantalla resulta creíble y natural, al punto de que los actores no parecen tales por la tremenda cotidianeidad de las situaciones que se plantean. No hay cambios en el tono de la narración, que fluye sin tropiezos adornada por pequeños (y eficaces) chispazos de ingenio en los diálogos y que conduce a un desenlace que resulta absolutamente coherente con el planteo general del filme. Julia Louis-Dreyfus ya demostró hace tiempo que no se estancó en la deliciosa Elaine de la serie televisiva “Seinfeld” (o de la exitosa “The new adventures of old Christine”), y aprovecha el personaje que diseñó Holofcener en el libreto para entregar una interpretación sobria y eficaz, llena de pequeños gestos sabiamente intencionados. James Gandolfini deja una composición entrañable, como tantas otras que jalonan su impecable carrera actoral, truncada por su temprana muerte a mediados de este año. Catherine Keener y Toni Collette se las ingenian (como siempre) para sobresalir entre el elenco desde sus papeles secundarios pero fundamentales para la trama. Si bien es cierto que el guión es uno de los pilares del filme, no lo es menos el hecho de que la inspirada elección de los actores para cada uno de los roles potencia decisivamente los valores de esta comedia agradable, sensible y sumamente entretenida.
Un testigo invisible y silencioso Aunque está basado en la vida de un personaje real (Eugene Allen), el relato de las situaciones que le tocan vivir a Cecil Gaines es “de película”. Víctima directa de la violencia racial en una plantación sureña en las primeras décadas del siglo XX, el joven afroamericano viaja al Norte para tratar de huir de un destino trágico. Educado para servir en las casas de los blancos, consigue un puesto de mayordomo nada menos que en la Casa Blanca, donde servirá a las órdenes de los distintos presidentes a lo largo de cinco décadas. Pero la vida de Gaines dista mucho de haberse convertido en un cuento de hadas: su relación matrimonial no siempre se desliza sobre ruedas, y los enfrentamientos con su hijo mayor son cada vez más intensos y frecuentes. Frente a sus ojos se toman las decisiones más trascendentales de la historia en la segunda mitad del siglo, pero él permanece fiel al consejo que recibió durante su formación como mayordomo: “no hables, no escuches; sólo sirve”. Precisamente esa es la actitud que cuestiona su primogénito, enrolado en los movimientos de lucha contra la discriminación racial en la década del 60. Las contradicciones se agudizan en el seno de la familia, lo que lleva a Gaines a refugiarse cada vez más en su trabajo. Finalmente, ya retirado, recibirá el reconocimiento por tantos años de servicio de parte del primer presidente afroamericano de los Estados Unidos de Norteamérica. Muchos son los méritos de esta producción dirigida por Lee Daniels (también responsable de “Preciosa”, en 2009). Uno de los más importantes es la narración, correcta, atractiva y amena. Otro es la elección del elenco, con tareas descollantes a cargo de Forest Whitaker y de Oprah Winfrey, la popular conductora de la televisión norteamericana, y con breves pero consistentes roles a cargo de grandes figuras en la piel de los distintos presidentes a los que sirve Gaines. Con el telón de fondo de las luchas raciales, la guerra de Vietnam, el asesinato de Kennedy o la crisis del petróleo, la pintura de la vida de Gaines en su trabajo y en su casa resulta sumamente atractiva para el espectador. Poco importa, entonces, la falta de una mirada crítica a las políticas gubernamentales norteamericanas de esos años, porque el eje del filme está expresamente colocado en otro lugar.
Una segunda oportunidad Los varones de una familia británica tienen la facultad de viajar en el tiempo, pero siempre hacia atrás y dentro de su propia vida, lo que les permite revivir ciertos momentos de sus existencias y corregir eventuales errores. El joven Tim pretende usar esta habilidad para conocer y enamorar a la mujer de su vida. Las comedias románticas exigen una complicidad por parte del espectador, que debe prestarse a aceptar las convenciones del género sin mayores resistencias; de otro modo, le resultará imposible disfrutar de los pequeños placeres que siempre proponen los guiones, llenos de humor, réplicas ingeniosas, situaciones divertidas y personajes atractivos. Es en este último rubro en el que la película dirigida por Richard Curtis alcanza su más alto nivel; cada uno de los seres que aparecen en la pantalla tiene particularidades específicas que lo convierten en una pieza indispensable para que el engranaje de la comedia funcione a la perfección. La elección de los actores para cubrir los roles es otro acierto de la producción: además de los dos protagonistas (Domhnall Gleeson y la siempre querible Rachel McAdams), los demás integrantes del elenco cumplen tareas destacables, y otorgan al filme el clima exacto que este tipo de comedias necesita. La idea de los viajes en el tiempo no es nueva, y en este caso no tiene sentido buscar rigor lógico en las consecuencias de la alteración del pasado y su proyección en el futuro. No es lo que pretende desarrollar el guión; por el contrario, hay que entregarse al relato (que, por otra parte, está perfectamente construido) y disfrutar de cada una de las situaciones que se plantean cuando Tim, advertido por su padre de que dispone de la cualidad de regresar en el tiempo dentro de su propia existencia, decide aplicar esta aptitud fantástica a la tarea de conquistar a la mujer que lo desvela. La primera mitad de la película transcurre en franco tono de comedia, y encuentra en ese lapso sus momentos más satisfactorios. A medida que se acerca el desenlace, la trama gira hacia un clima melodramático, con réplicas algo obvias y ciertos momentos cinematográficos demasiado transitados. Pero el saldo es decididamente positivo: el director (guionista de "Un lugar llamado Notting Hill" o "Cuatro bodas y un funeral" y director de la muy recomendable "Simplemente amor") entrega un producto sumamente divertido, con destacables aciertos narrativos e interpretativos, y redondea una película que entretiene con recursos legítimos a lo largo de dos horas de proyección.
La violencia está en nosotros En 2022 la sociedad norteamericana ha decidido darse una noche por año en la que se puede delinquir libremente. Durante esas 12 horas, una familia alberga a un perseguido en su casa y debe tomar la decisión de entregarlo para que lo maten o sufrir las consecuencias. El título original refleja con precisión el sentido del planteo conceptual de la película: "The Purge" (La Purga) es precisamente lo que pretende lograr esta sociedad violenta (los EE.UU. en 2022) a través de 12 horas en las que los asesinatos, los robos y las violaciones quedarán impunes para vivir después 364 días de "normalidad" social. La idea (descabellada, por cierto) permite encarar distintos enfoques, y el director James DeMonaco parece rumbear al principio hacia una dura crítica al sistema y a la violencia social. Muestra entonces algunas intervenciones de analistas en la televisión que señalan que, si bien la existencia de "la noche de la expiación" ha permitido bajar los índices del delito en el resto del año y hasta ha impulsado positivamente la actividad económica, la concreción de estas "purgas" no hace más que ahondar la brecha entre los poderosos que pueden sustraerse a los efectos devastadores de estas cacerías humanas y los desposeídos que, en definitiva, son las únicas víctimas de toda esta violencia desatada. Pero rápidamente, el director (y también guionista) lleva al filme al terreno de la tantas veces explotada situación de una o más personas asediadas y sitiadas por un grupo de violentos absolutamente irracionales. Y en este terreno, la película se vuelve previsible y chata; a través de una serie de situaciones encadenadas caprichosamente, DeMonaco se preocupa exclusivamente por sorprender al espectador, pero lo hace con golpes de efecto tantas veces vistos ya en la pantalla que resultan muy poco eficaces. A la trama se le notan de tal manera los hilos que pretenden justificar las situaciones de violencia que las sorpresas desaparecen y la sensación que va ganando al espectador se parece mucho al aburrimiento. Ethan Hawke y Lena Headey (conocida por los seguidores del éxito televisivo "Juego de Tronos") intentan darles matices a sus personajes, pero la linealidad del guión les deja poco material con el que trabajar. Como contraparte, Rhys Wakefield apela al manual completo para interpretar a un villano en la piel del jefe de los jóvenes que intentan asaltar la casa de los protagonistas, con el mismo resultado que todo el filme: poca originalidad y demasiadas convenciones.
Extraños en el paraíso En el futuro, la sociedad está dramáticamente dividida entre los poderosos que lo tienen todo (y viven en una idílica estación espacial en órbita) y los pobres, que sobreviven en un planeta Tierra contaminado y devastado. Max, un trabajador terrestre, trata de llegar a Elysium para salvarse y beneficiar a los suyos. A los seguidores de la ciencia ficción (aquellos que devoraban las publicaciones de la mítica "Minotauro" hace ya medio siglo, por ejemplo) y a quienes hayan visto la anterior entrega del director sudafricano Neill Blomkamp ("Sector 9", 2009) no les ha de extrañar el recurso de relatar una historia ubicada en un futuro no muy lejano como una suerte de parábola que permite describir una situación política y social reconocible en los datos de la realidad actual. Por supuesto, el truco dramático estriba en extremar la situación precisamente para destacar los rasgos propios del conflicto al que se quiere hacer referencia. Blomkamp había hecho alusión al drama del apartheid al mostrar una suerte de gueto en el que estaba recluido un grupo de extraterrestres en "Sector 9". En esta nueva película, propone una ácida pintura de la brecha entre ricos y pobres que se expresa dramáticamente en la descripción de un mundo idílico (Elysium, en una gigantesca estación que orbita la Tierra), habitada y dominada por los poderosos (los "ciudadanos") y un planeta devastado, contaminado y al borde de la destrucción en el que sobreviven aquellos que están fuera del sistema, pero que con su trabajo hacen posible la existencia del paraíso que orbita sobre sus cabezas. Uno de estos desposeídos es Max (Matt Damon), quien se verá obligado a tratar de vulnerar los rígidos controles que preservan a Elysium (a cargo de la cruel y gélida Delacourt, en la piel de Jodie Foster) para escapar de la muerte y, al mismo tiempo, extender los privilegios de pertenecer a la elite de los "ciudadanos" y beneficiar así a sus camaradas "indocumentados". En definitiva, el filme toma el rumbo de la clásica pelea entre el Bien y el Mal, aunque los rasgos de los héroes y los villanos están convenientemente esfumados para no caer en estereotipos demasiado evidentes. El filme redondea una buena dosis de entretenimiento, con aspectos visuales y técnicos magníficamente cubiertos, aunque ciertas inconsistencias en el guión le resten (pocos) puntos. Un dato preocupante: Blomkamp filmó las escenas que transcurren en la Tierra cerca de la frontera entre México y EE.UU. Si bien es cierto que trabajó estéticamente el material para adecuarlo a las exigencias dramáticas del guión, lo que puede observarse en pantalla permite sospechar que la decisión de ubicar de la historia recién en el año 2154 tal vez termine siendo un rasgo de optimismo.
Otro cuento del viejo tío Woody Jasmine es una dama de la alta sociedad neoyorquina cuya vida se derrumba a partir de que salen a la luz los turbios negocios de su esposo. La mujer, en total bancarrota, vuela a California para encontrarse con su hermana, quien la acoge en su casa. Allí, las dos buscarán una segunda oportunidad en la vida. Resulta gratificante para el espectador reencontrarse con un director que se ocupa de contar con autoridad y con mano firme un guión muy interesante. La historia de esta mujer cuya realidad cotidiana se desploma de un día para el otro y que intenta darse una segunda oportunidad en la vida no es demasiado original, pero las características con las que el realizador decide narrar la historia la convierten en extraordinaria. Para lograr la proeza, Woody Allen se apoya en una Cate Blanchett brillante desde el primero hasta el último fotograma. La actriz entrega una actuación memorable, plagada de matices y de gestos que la cámara recoge con minuciosidad y siempre al servicio de una narración que carece de fisuras. La pintura que logra de esta mujer siempre al borde del desquicio emocional es perfecta, en un trabajo casi excluyente dentro de un elenco que está a la altura del desafío. Se destacan Alec Baldwin, sólido en el papel del financista inescrupuloso que construye un imperio de fantasías y que termina estafando hasta a su propia familia, y Sally Hawkins, más que convincente en la piel de Ginger, la hermana de Jasmine que parece superar las diferencias del pasado para acogerla en su casita de San Francisco y tratar, entre las dos, de salir del pozo emocional en el que se encuentran. Pero, además de la soberbia actuación de Blanchett, hay una historia consistente que provee una sólida estructura dramática para el desarrollo de la narración, y detalles formales de gran elegancia a lo largo de todo el filme. Las idas y vueltas sobre la línea del tiempo que propone el guión están plasmadas con tremenda eficacia, de modo que el relato se va construyendo sin fisuras a lo largo de una hora y media de proyección. Los datos sobre cada uno de los personajes que van apareciendo a medida que transcurre el filme terminan por encajar a la perfección, de manera que no hay cabos sueltos ni zonas ambiguas en la construcción de la historia. Y todo esto, hay que decirlo una vez más, alrededor de una de las mejores actuaciones que se han visto en la pantalla en los últimos años. Es un placer para todos los que aman el cine volver a disfrutar de punta a punta de un Woody Allen químicamente puro. Y sentarse a gozar de un nuevo cuento que este tío viejo y entrañable nos cuenta como sólo él sabe hacerlo.
El emplumado rebelde, al rescate Kai es un joven halcón que choca contra su padre sobreprotector cuando le plantea que quiere conocer el mundo. Decide unirse a una bandada y llega a Zambezia, el país de los pájaros. Allí deberá luchar para frustrar los planes de una iguana que pretende dominar a las aves. Zambezia es una producción sudafricana de animación digital en 3D que deslumbra desde el aspecto visual pero que presenta debilidades evidentes en el guión. Esta aventura del pequeño y rebelde Kai, un halcón que abandona el nido paterno para conocer la mítica Zambezia, ciudad de todos los pájaros, reconoce demasiados puntos en común con otras producciones destinadas al público infantil y no presenta novedad alguna desde la trama. Tampoco está muy claro a qué sector del público apuntan los productores: el argumento (conflicto generacional padre-hijo, lucha de los buenos contra los malos) es demasiado simple y lineal como para interesar especialmente a los adolescentes (y menos aun a los adultos que acompañan a los menores) y, al mismo tiempo, puede resultar demasiado complejo para los más chicos. Sin embargo, los personajes están perfectamente presentados y su interacción se muestra sin tropiezos narrativos en la pantalla. Si a esto se le suma una impecable resolución visual y un manejo excelente de los recursos del 3D, es innegable que la película suma muchos puntos como para convertirse en un entretenimiento más que satisfactorio. La explotación de todo lo que puede tener de exótico el paisaje africano (con segmentos espectaculares sobre todo en las tomas desde el punto de vista del halcón en vuelo sobre las cataratas) y la concepción de una ciudad fantástica habitada por todas las especies de aves permiten el lucimiento del equipo de realizadores y dan lugar a los momentos más interesantes de la película. En contraste, el guión no aporta elementos novedosos y el mensaje de que la unión hace la fuerza queda exageradamente subrayado. Hay que saludar el hecho de que una producción sudafricana llegue a nuestras pantallas y permita que los espectadores tengan acceso no sólo a los productos de las megafactorías de Hollywood. Sobre todo si, como en este caso, la realización está en condiciones de satisfacer largamente a los espectadores.
Al infinito... ¡y más allá! El capitán Kirk recupera el mando de la nave Enterprise para llegar hasta un planeta ubicado en los dominios de los klingons, donde se refugia un terrorista infiltrado que amenaza a toda la Flota Imperial. Tiene la orden de ultimarlo, pero los hechos sufrirán un giro inesperado. La nave Enterprise y su heterogénea tripulación han prestado durante décadas el marco ideal para desarrollar las más afiebradas aventuras, en las que parece no haber límite para la fantasía. Los capítulos de la serie televisiva (que acá se veían en las pantallas en blanco y negro del viejo Canal 10) hicieron las delicias de generaciones de espectadores y contribuyeron a crear una legión de fanáticos familiarizados con la mezcla de aventura, humor, ironía, acción y fantasía que son la marca de fábrica de un verdadero clásico del entretenimiento. Le cabe a J.J. Abrams el mérito de haber relanzado la franquicia después de años de olvido. Con este título, el director confirma que el rumbo elegido es el correcto porque entrega una película divertida, ágil, entretenida y magníficamente narrada; por supuesto que los seguidores de la serie tendrán motivos para disfrutar casi de cada fotograma; pero hay que advertir que aún aquellos que no conozcan a los personajes estarán en condiciones de pasar más de dos horas a puro entretenimiento y diversión. Párrafo aparte para el aprovechamiento expresivo de las posibilidades técnicas del sistema 3D (al cual Abrams se había negado en el rodaje y que se agregó en la post producción). Es una de las películas de aventuras y de acción en la que las tres dimensiones agregan elementos de interés a cada una de las tomas, y no sólo en las escenas de acción. Uno de los principales aciertos de Abrams está en la elección del elenco. Chris Pine y Zachary Quinto (Kirk y Spock) parecen haber nacido para reencarnar a los personajes centrales y consiguen el milagro de que el espectador no extrañe sino que evoque a los inolvidables William Shatner y Leonard Nimoy (este último, con una emocionante participación). También Simon Pegg (Scotty, el mago de la sala de máquinas), Karl Urban (Bones, el médico) y Zoe Saldana (la inquietante teniente Uhura) cubren con alta calificación sus personajes. La película dura un poco más de dos horas, durante las cuales se alternan escenas de acción (magníficamente realizadas) con diálogos tensos, dramáticos o francamente humorísticos. El final deja abierta la promesa de una nueva entrega, y es mérito de este nuevo capítulo el hecho de que el espectador palpite desde ya el próximo encuentro. Es que el público se entrega incondicionalmente al imperativo del entrañable Buzz Lightyear en "Toy Story": "al infinito... ¡y más allá!".