Los rostros de la violencia Casi no hay sustos en esta cinta austríaca, pero eso no le impide ser una de las propuestas más sugestivas y siniestras de los últimos tiempos. Aunque se la promocione como una película de terror (quizás para atraer al público adolescente adscrito a propuestas volcadas al gore, en la línea de “El juego del miedo”) es ante todo un profundo drama emocional que bucea en las relaciones filiales, la crisis de la preadolescencia, la configuración de la identidad y las imprevisibles fisonomías que pueden adquirir la locura, el sufrimiento, el miedo y el dolor. “Goodnight mommy”, al igual que las mejores obras de Michael Haneke (“Caché - Escondido”, “Juegos sádicos”) y David Cronenberg (“Una historia violenta”, “Videodrome”), no es fácilmente digerible: más que enunciar, impone dolorosas reflexiones. Y las respuestas son siempre áridas. No ofrece concesiones, pero tampoco es tramposa. Climas Los entornos góticos ya no encuentran buena sintonía con el terror. Aquí la ambientación es una casa moderna enclavada en un idílico entorno ribereño. Allí Lukas y Elías, gemelos de unos diez años de edad, aguardan en soledad el regreso de su madre que (en apariencia, ya que en rigor nunca se aclara del todo) se ha realizado una cirugía estética. Luego de que la mujer aparezca con el rostro vendado, ciertos cambios en su conducta y en especial la inesperada frialdad en el trato provocan una sospecha en los niños: ¿es mamá? Comienza a crecer la intriga y mientras el chocante comportamiento de la supuesta madre va asumiendo giros cada vez más sorprendentes, los gemelos tratan de hallar la respuesta al enigma. “Goodnight mommy” es una película pausada, que envuelve de a poco en su extrañeza. Con gran solvencia, los directores y escritores Severin Fiala y Veronika Franz se riden al predominio de la imagen por sobre los diálogos, que son apenas los justos y necesarios para urdir la trama. Y se toman el debido tiempo para cargar de varios sentidos a las largas tomas. Así, la asfixia, el agobio de los tres personajes centrales se transmite a través de metáforas insólitamente bellas como la de las cucarachas encerradas en un frasco, el gato preservado en formol o las vendas. El guión está tan bien construido y calibrado (a pesar de algún exceso de truculencia sobre el final) que la imprevisible resolución del acertijo emerge con naturalidad, casi como un resultado lógico e inevitable. Como en “Sexto sentido” (1999), de la cual es deudora, todos los indicios estaban ahí, sólo era necesario saber descubrirlos. Simbiosis La permanente sensación de desasosiego que provoca esta pequeña joya del cine austríaco tiene mucho que ver con el trabajo de fotografía, pero también con las actuaciones de los gemelos Elias y Lukas Schwarz: la simbiótica complicidad que cimentan determina que el crescendo de violencia que propone la historia se produzca con fluidez, sin apelar a estridencias. La treintañera Susanne Wuest encarna a la distante “madre” con despersonalizado aplomo, una decisión acorde con la modulación general oscura y opresiva de la historia. Pero inteligentemente, la actriz cede todo protagonismo a los gemelos, que al principio reclutan simpatías, pero en cuentagotas revelan su escamoteada perversidad. Hay que aclarar que, como ocurría por ejemplo con la sueca “Criatura de la noche” (2008), no es un tipo de cine —no por lo que narra, sino más bien por la forma que elige- para ser disfrutado por cualquier paladar. Requiere de una predisposición muy especial. Pero introducirse en su laberinto vale la pena.
El oyente indiscreto El acercamiento a las películas de género desarrolladas con rigor es un logro del cine argentino reciente, aun cuando se trata de coproducciones internacionales. Productos como “Kóblic” y “100 años de perdón” son demostraciones de que se puede competir, en términos cualitativos, con superproducciones norteamericanas o de cualquier otro origen. “Al final del túnel”, thriller escrito y dirigido por Rodrigo Grande va en ese camino y es un aporte valioso. Lo cual no quiere decir que vaya mucho más allá de un sólido entretenimiento, bien interpretado, con logrado manejo del suspenso y giros narrativos de esos que suelen encantar al público, sobre todo si, como en este caso, están estratégicamente ubicados. Joaquín (Leonardo Sbaraglia) es un parco y desangelado reparador de computadoras que vive solo en una casa grande, que se fue degradando con el tiempo. Está postrado en una silla de ruedas y necesita imperiosamente alquilar una habitación para afrontar una serie de deudas. Así llega a su vida Berta (Clara Lago), una joven bailarina de streaptease con su hija Bety, de seis años. Al principio Joaquín observa cómo sus presencias le dan nuevo ánimo. Pero pronto comienza a escuchar ruidos extraños en su sótano y descubre (a través de una compleja red de micrófonos y cámaras) que un grupo liderado por Galereto (Pablo Echarri) construye un túnel por debajo de su casa para robar un banco. Y que la presencia de Berta en su casa (al modo de aquella famosa aventura de Sherlock Holmes “La liga de los pelirrojos”) es un modo de mantenerlo entretenido para que éstos puedan llevar a cabo su plan. Pero Joaquín decide revertir el juego y frustrar la iniciativa. Para generar los momentos de tensión -salvando la abismal distancia-, el director Rodrigo Grande se vale de un procedimiento similar al que utilizó Alfred Hitchcock en “La ventana indiscreta” (Rear Window, 1954) donde James Stewart, un fotógrafo temporalmente inmovilizado por una fractura en su pierna, descubría un crimen en el departamento de uno de sus vecinos. La cosa es más o menos así: al personaje de Sbaraglia lo acecha el peligro de que los ladrones lo descubran, y como se encuentra postrado, no puede escapar fácilmente. Entonces, la desesperación se apodera de él y el espectador necesariamente entra en esa dinámica. Esa tensión, esa sensación de claustrofobia, está excelentemente construida. Estos “ecos” de los clásicos del género no se detienen allí; también en cierto modo Joaquín remite al Harry Caul que Gene Hackman interpretaba en “La conversación” (“The Conversation”, 1974, Francis F. Coppola), en especial cuando monta un complejo sistema para espiar al grupo de ladrones y comienza a confundirse respecto al papel que le han asignado a Berta y a su hija dentro del plan. Actores talentosos El rosarino Rodrigo Grande rodó otras películas antes, ambas comedias de tintes dramáticos, convencionales y logradas por la sustancia de los guiones: “Rosarigasinos” (2001) y “Cuestión de principios” (2009). En ambos casos, supo rodearse de actores de mucha pericia y compenetrados en sus personajes (Luppi estuvo presente en ambos proyectos), por lo cual su cámara pudo trabajar con tranquilidad. En “Al final del túnel”, cuenta con acertados protagonistas. Sbaraglia es el que más se luce con un personaje que evoluciona de un huraño y retraído reparador de computadoras a una especie de irreflexivo vengador moral. El actor que se hizo famoso con “Caballos salvajes” veintiún años atrás, muestra un encomiable compromiso, manifiesto en las agobiantes secuencias ambientadas en el interior del túnel. Echarri sondea un costado perverso en su personificación de Galereto, ladrón de poca monta, violento y sádico. La debutante Clara Lago explota sus atributos de femme fatale, anzuelo que introduce a los personajes masculinos en la telaraña. Y el veterano Luppi, lejos de sus grandes papeles, cumple como comisario corrupto, mente siniestra que dirige el atraco. Aunque lo bordean, ninguno de ellos queda atrapado en el estereotipo, principalmente porque (salvo la debutante Lago) son actores muy talentosos. “Al final del juego” es eficaz gracias al consistente guión, que no deja un solo cabo suelto. Pero fundamentalmente porque Grande utiliza los diálogos únicamente cuando tiene que hacerlo mientras que el resto del tiempo, con sabiduría, le deja el total predominio a la imagen. Ese sutil equilibrio hace de éste un film notable.
Pueblo chico, infierno grande Ante todo hay que aclarar que “Kóblic” no es una película sobre la última dictadura militar. Lejos está del cine testimonial. Ese capítulo doloroso de la historia argentina es el contexto elegido para situar la historia y también parte del clima opresivo, de contenida violencia, que la rodea. Los años de plomo se corporizan apenas en los recuerdos del protagonista, asociados con los “vuelos de la muerte” y en un grupo de matones que se moviliza en un Falcon verde, dos de las muchas variantes que tuvo el horror. Pero, si nos ceñimos al argumento, locaciones y características de los personajes, la obra de Sebastián Borenztein es un western psicológico, que hasta incluye el duelo final entre el “bueno” y el “malo”. A pesar de todos los matices que le incorpora el mentado marco histórico, Kóblic es un eco del cowboy de oscuro pasado que llega a un rincón apartado donde rige la ley del más fuerte para poner las cosas en orden. Un pausado prolegómeno introduce en la historia, que arranca a mediados de 1977. Un hombre maduro llega a un paraje rural llamado Colonia Elena para trabajar como piloto de un avión fumigador. Pronto se revela que es el oficial de la Armada Tomás Kóblic (Ricardo Darín), que acaba de desertar. Una serie de flashbacks bien dosificados revelarán el motivo de la huida: participó, a su pesar, en uno de los vuelos en los que arrojaban a personas secuestradas por los grupos de tareas del gobierno militar. Lo cual le plantea un conflicto moral y un tremendo trauma que intenta ahogar en el whisky. En ese “caserío que no le importa a nadie”, se cruza con el comisario Velarde (Oscar Martínez), que representa el poder omnipresente del lugar, identificado por todos como “cuatrero” o “delincuente”, quien mantiene siniestras conexiones con los caudillos militares. Y comienza un romance con Nancy (Inma Cuesta), pareja del sórdido propietario de la estación de servicio de la zona. Aunque trata de muchas maneras de permanecer al margen de los acontecimientos, amparado en el anonimato, Kóblic inevitablemente hace desplomar el frágil armazón sobre el que se asientan las relaciones de los habitantes del pueblo. Y ante el apremio, deberá acreditar su pasado de militar para suprimir las injusticias, cumplir con el mandato paterno (al que se alude en forma metafórica, a través de un encendedor) y exorcizar los demonios interiores. El carisma de Darín Aunque en este caso le toca lidiar con un personaje más complejo y sombrío que el de pintoresco hombre común que exploró en varias de sus películas (con excepción de las dos que hizo bajo la tutela del malogrado Fabián Bielinski, “Nueve reinas” y “El aura”), Ricardo Darín se mantiene en la línea de sus actuaciones más poderosas, ésas que apelan a una amplia gama expresiva pero no renuncian nunca a la sobriedad. En cierto modo, el Tomás Kóblic parco, algo misántropo, que compone remite al ferretero de “Un cuento chino” (2011), también dirigida por Borensztein. No es ninguna novedad que se trata de uno de los actores argentinos de mayor carisma, por eso el film se apoya siempre sobre sus hombros. Dentro de un elenco que opta por composiciones naturalistas, la interpretación de Oscar Martínez parece desentonar al principio con su exagerado artificio. Sensación que se acentúa por tratarse de un actor muy conocido por el público, que en este caso personifica un villano de una sola pieza, muy alejado de sus papeles habituales. Sin embargo, una vez asimilado el marcado acento pueblerino y las maneras de moverse, que lo tornan casi caricaturesco, encaja a la perfección en el engranaje argumental de la película, sobre todo para establecer el contrapunto con Kóblic. La española Inma Cuesta cumple en su papel de mujer atrapada en una especie de telaraña, que encuentra en el militar desertor una vía de escape del infortunio. Aunque el vínculo con Kóblic es algo apresurado, su actuación contenida se ensambla con precisión al desarrollo, lento pero implacable, de la acción. Para no revelar detalles esenciales, diremos únicamente que el film tiene ciertos puntos discutibles, que reabren debates que a esta altura deberían estar ya superados. Y que la conclusión es un tanto atolondrada, esquemática. Quizás un mayor desarrollo de los personajes, en especial el del comisario, hubiera contribuido a justificar giros argumentales que, dadas las circunstancias, parecen forzados. Sin embargo la convicción de los realizadores, la cuidada ambientación que tiene muy en cuenta los detalles y la enjundia de los actores hacen de “Kóblic” un trabajo eficaz.
Mucha acción, poco cerebro A partir de los años '80, a través de personajes como John Rambo, su tocayo McClane (respectivamente los protagonistas de las recordadas “Rambo” y “Duro de matar”) y algunos más (Chuck Norris en “Desaparecido en acción”, Arnold Schwarzenegger en “Comando”, Steven Seagal en “Por encima de la ley”) se encumbró la figura del héroe solitario, todopoderoso y con escasos escrúpulos a la hora de defender a los “buenos” y destruir a los “malos”, categorías excluyentes entre las que se dividía su estrecho mundo. Muchos músculos, armas potentes y habilidades para pelear, pero casi nulo uso de la mente. Con matices, “Londres bajo fuego” emula la simplicidad y convencionalismos de las películas protagonizadas por estos “supermachos”: el argumento es apenas la débil excusa para encadenar las secuencia de tiroteo y persecuciones automovilísticas con las de explosiones, y éstas con las de golpes de puño. Este tipo de productos (cuya única justificación es incrementar las ventas de pochoclo) está atrasado un cuarto de siglo respecto de la evolución que conoció el género. Si John McTiernan lo redefinió en “Duro de matar” gracias a una lograda combinación entre el sentido del humor de Bruce Willis, la buena idea de situar la acción en el interior de un rascacielos y la incorporación de un villano antológico, el director de “Londres bajo fuego”, Babak Najafi, hace todo lo contrario: su trabajo es anticlimático, tosco, previsible y caricaturesco. Las cuatro o cinco vistas aéreas de la ciudad de Londres desierta tras el toque de queda que sigue a una serie de violentos ataques es lo más interesante de un film que (bajo su grandilocuente corteza exterior) provoca la sensación de que la misma historia ha sido contada muchas veces antes. Y de un modo mucho mejor. Fórmulas fallidas Retomar a los personajes de una película mediocre, pero al menos entretenida, como “Ataque a la Casa Blanca” (2013) parecía, de entrada, un despropósito. Pero los realizadores de “Londres bajo fuego”, probablemente alentados por el éxito de taquilla, eligieron reiterar actores y fórmulas conocidas. Ahora, al agente del Servicio Secreto Mike Banning (émulo menor y efímero de Jack Ryan y Jason Bourne) le toca todo un desafío: proteger al presidente de los Estados Unidos de un ataque terrorista de inéditas proporciones dirigido al corazón de la capital británica, en el momento en que los líderes de todo mundo han confluido allí para el velorio del primer ministro. Y de paso —si le sobran energías luego de liquidar a un centenar de terroristas, correr por todas partes y socorrer a su jefe-, salvar al planeta y llegar a tiempo para acompañar a su esposa, que está a punto de dar a luz. Muy competente en otros de sus papeles protagónicos (“Acorralados”, “RocknRolla”), Gerard Butler no posee el carisma que requiere el tipo de personajes que le corresponde en “Londres bajo fuego”. Y el guión, plano y plagado de frases frívolas y patrioteras, no colabora en absoluto. La presencia, como secundarios, de intérpretes de la jerarquía de Angela Bassett, Aaron Eckhart, Radha Mitchell, Melissa Leo y Robert Forster es injustificada. No valía la pena incluir a actores de tanta capacidad para desarrollar roles tan planos. Ni siquiera el oscarizado Morgan Freeman logra generar algo de consistencia para un producto que tambalea todo el tiempo. Por si no bastasen sus deméritos estrictamente cinematográficos, su posición política es incómoda: en un contexto en el cual el terrorismo es un drama complejo que preocupa al mundo, aquí se ensayan respuestas fáciles y tranquilizadoras que nada tienen que ver con la realidad. “Londres bajo fuego” apenas es capaz de garantizar la cuota de entretenimiento que promete en sus adelantos. Por lo demás, es pueril.
La leyenda continúa Al menos un mérito les cabe a los creativos de DreamWorks Animation: lograron montar una saga muy digna a partir de una premisa que parecía agotada en la primera entrega, realizada en 2008. Esto se debe, en parte, al excelente trabajo de animación, pero sobre todo al carisma de unos personajes que funcionan tanto en el desarrollo de las secuencias de acción como en aquellas en las que prevalece el slaptick. Lo cierto es que “Kung Fu Panda 3” está a la altura de las circunstancias y no presenta los esperables síntomas de extenuación que suelen acechar a productos similares. Si se la compara con otras creaciones populares de DreamWorks, carece de la irreverencia de “Shrek” y la esgrima verbal de “Bee Movie”. Pero, a cambio, sus creadores se aferran a las posibilidades de sus criaturas y exprimen a fondo su potencial. La película se sostiene sobre un mensaje, tal vez algo superficial, que pondera valores como la amistad, el amor filial, el reconocimiento del otro y el fortalecimiento de la autoestima. Todo eso en un entorno de guiños continuos a la cultura oriental. Pero, con sabiduría, los directores Jennifer Yuh y Alessandro Carloni no ponen demasiado énfasis en este aspecto, sino en el despliegue visual, los imaginativos gags, los enfrentamientos épicos (como el del villano de turno con Ooguay, Shifu y los Cinco Furiosos) y la incorporación de dos novedades que imprimen frescura: la aparición del padre biológico de Po, un panda perezoso llamado Li, y la aldea de donde proviene, idílico espacio donde se desarrolla buena parte de la trama. Simple y efectiva En este tercer film de la franquicia, el oso panda Po (que en la versión original lleva nuevamente la voz de Jack Black) ya no tiene que demostrar a sus maestros y colegas que es un gran guerrero. Junto a los Cinco Furiosos, se ocupa de defender el Valle de la Paz de amenazas externas. Sin embargo, dos hechos sacuden su hasta entonces tranquila aceptación del destino: el retorno de su progenitor (recordemos que Po es adoptado por la oca Mr. Ping) tras dos décadas de ausencia y la irrupción en el Valle de un villano de ultratumba (el toro Kai, quien toma la posta aquí al leopardo Tai Lung y al pavo real Lord Shen, los malvados de las películas anteriores) que pretende destruir el legado milenario del maestro tortuga Ooguay. Para vencer a su nuevo y poderoso antagonista, Po deberá viajar hasta la aldea perdida de los pandas y aprender el Chi, una técnica milenaria dominada por su pueblo, que se basa en la unión espiritual. Si el argumento es más simple que en las entregas anteriores esto no significa una pérdida, en la medida en que se otorga mayor protagonismo al personaje principal, que se mueve con la misma displicencia cuando guerrea, como integrante del perezoso grupo de pandas y en el momento en que debe convertirse en rival de Kai en una batalla de proporción sobrenatural. Esto representa un acierto y se traduce una creciente empatía con el público infantil. Está claro que se trata de la tercera parte y la novedad por lo tanto prácticamente se ha desvanecido. Todo es muy previsible. Pero hay que reconocer que, como cine de entretenimiento puro y duro, “Kung Fu Panda 3” cumple con las expectativas.
Entre el amor y la patria Si se permite una analogía, podría plantearse que “Brooklyn” es una construcción sólida y prolija cuyas piezas están acomodadas con precisión milimétrica. Pero de ningún modo sorprendente, audaz o alejada de las convenciones. Es el trabajo de un artesano, nunca de un autor decidido a dejar su marca. Esto no impide que la película, que se coló entre las nominadas al Oscar, posea varios atributos. Más bien se traduce en cierto insalvable distanciamiento con el espectador, que nunca llega a identificarse con las encrucijadas que atraviesa la protagonista. Todo se asemeja demasiado a un perfecto mecanismo de relojería donde cada engranaje está en su lugar. Funciona muy bien, pero no conmueve. Cuidadosamente ambientada en la década de 1950 (éste es uno de los aspectos logrados del film, el detalle que se observa en la reconstrucción de los distintos escenarios) “Brooklyn” es una crónica de las vivencias de la veinteañera irlandesa Eilis Lacey (Saoirse Ronan) desde el momento en que decide abandonar el opresivo ambiente de su pueblo natal para probar suerte en Estados Unidos, donde poco a poco logra asentarse, encuentra trabajo, se enamora del plomero Tony (Emory Cohen) y comienza a edificar su sueño americano a pequeña escala. Sin embargo, su patria la reclama a partir de una inesperada tragedia familiar y a partir de ahí Eilis deberá tomar decisiones que alterarán el curso de varias vidas. Más allá de la gran belleza estética, acentuada por el excelente trabajo de fotografía, que impregna el film, la ligereza y corrección con la que el director, John Crowley, aborda temas complejos como el amor, las relaciones familiares, el sexo, la muerte y sobre todo el desarraigo, contribuyen a acrecentar el efecto de distanciamiento. Por caso, la legendaria (y breve) secuencia de “El padrino II” (1974) que muestra al joven Vito Corleone a bordo de un barco atestado de inmigrantes que observan la Estatua de la Libertad con una mezcla confusa de temor y esperanza es más elocuente que la travesía marítima que emprende Eilis: aunque la nostalgia y sus secuelas deberían ser evidentes, estos sentimientos nunca terminan de cuajar. Gran actriz Lo que eleva a “Brooklyn” por encima de la media y diluye en gran parte sus deficiencias es la actuación de Saoirse Ronan, merecedora de una nominación al Oscar que finalmente quedó en manos de Brie Larson por “Room” (2015). Ronan domina con firmeza todas las escenas, maneja a la perfección los diferentes registros. Convence tanto en los momentos en que prevalece el melodrama como en aquellos otros donde el humor funciona como necesario contrapunto. Un ejemplo de sus cualidades interpretativas es el monólogo ante la tumba de un ser querido. Es uno de los pocos instantes en que la película logra franquear sus obstáculos y emocionar. Mérito que corresponde por completo a la actriz. Con apenas 21 años, hija del actor Paul Ronan, despuntó en “Expiación: deseo y pecado” (2007) con un papel secundario pero de gravitación esencial en la trama, mostró un talento absorbente en “Desde mi cielo” (2009) y probó fuerzas como heroína adolescente en los thrillers “La huésped” y “How I Live Now” (ambas de 2013). Sin embargo, la intepretación que propone en este drama romántico implica un giro en su carrera que pone de relieve su versatilidad y la afianza entre las más prometedoras de su generación. En el mismo rumbo, es un acierto en “Brooklyn” la ubicación estratégica de dos actores secundarios de comprobada solvencia como Jim Broadbent como cura neoyorquino que colabora con la adaptación de los inmigrantes irlandeses y Julie Walters como rígida pero benévola propietaria de la pensión que aloja a Eilis.
Casados con hijos Concisa, divertida, irregular. “Una noche de amor” está centrada en una pareja común y corriente, formada por un guionista de cine (Sebastián Wainraich) y una psicóloga (Carla Peterson), que enfrenta una pequeña crisis. Una serie de situaciones en apariencia cotidianas, pero cargadas de sentido, servirán como catalizadores durante una salida nocturna de viernes. Y en pocas horas ambos alcanzarán cierta maduración, incompleta pero esperanzadora. Podrán salvar su decaído matrimonio si apuestan a ese cariño mutuo que han recuperado. Pero también deberán esforzarse y, sobre todo, aceptarse. Leonel y Paola son personas exitosas, por lo menos dentro de los parámetros del microcosmos en el que se mueven. Tienen buenos trabajos, una casa, autos, dos hijos y la posibilidad de viajar y divertirse. Una noche se aprestan para salir a cenar con una pareja amiga cuando una llamada telefónica abre una alternativa inesperada: estos amigos les cuentan que se acaban de separar. Leonel y Paola deciden salir igual, pero ahora están solos. Y las tensiones, hasta entonces disimuladas bajo la fisonomía de la rutina, comienzan a salir a la superficie. Los momentos en los que prevalecen los efectos cómicos (que generan, por otra parte, muchísima empatía con el espectador) son los más logrados de la película, en contraste con aquellos de mayor carga dramática. Por ejemplo, las discusiones de Leonel con un trapito, con un mozo y con el sereno de una cochera, sacan a relucir su caracter pusilánime, lo que desespera a Paola. Mientras que la tendencia de ella de ventilar ciertas intimidades (como su comportamiento infantil en el nacimiento de sus hijos) exaspera sobremanera a Leonel. Buenos actores Con muchos más aciertos que debilidades, “Una noche de amor” se asienta sobre todo en la actuación sutil de Carla Peterson. No tanto de un Wainraich que parece fuera de registro con su expresión pétrea, que sólo funciona de a ratos y al servicio de los bien elaborados gags. Rafael Spregelburg realiza una exquisita intepretación como un guionista canchero y fanfarrón a quien Leonel tolera a duras penas; Soledad Silveyra personifica con gran sentido del humor a una abuela judía un poco estereotipada; María Carámbula compone a una cuarentona distendida, poco dada a las convenciones sociales y Justina Bustos le otorga el toque exacto de ingenuidad y sensualidad a la joven vecina que provoca las fantasías de Leonel. Por otra parte, el título “Una noche de amor” es acertado y plantea el meollo de la historia: recién a partir de ese redescubrimiento mutuo que les ha costado mucho más de lo que parece a simple vista (como dice el dicho, “la comparsa va por dentro”), Leonel y Paola podrán decir que se aman de verdad. Porque, como lo mostró bien Francois Truffaut en su serie de películas con Antoine Doinel como protagonista, tras varios años de convivencia el amor ya no es el mismo que a los veinte años. Y es necesario alimentarlo para que no termine muerto en los límites del domicilio conyugal.
La irreverencia que no fue Algo de desfachatez no viene mal y hasta configura un aporte de frescura ante las comedias más tradicionales o “blandas”. Pero para que esto funcione y haga reír (en definitiva es uno de los objetivos del género, además de promover alguna que otra reflexión) se requiere talento. Los hermanos Peter y Bobby Farrelly demostraron cómo se puede lograr humor soez y divertido al mismo tiempo; “Loco por Mary” (1998) es el mejor ejemplo. El director Dan Mazer y el guionista John Phillips trataron de emular ese formato en “Mi abuelo es un peligro”, pero la irreverencia que intentaron queda anclada sobre una catarata de gags vulgares, múltiples referencias escatológicas y chistes tan poco elaborados que cuesta encontrarles la gracia. Si en los primeros minutos provoca cierto impacto (relativo) ver a un prestigioso actor como Robert De Niro bajo la fisonomía de un veterano libidinoso, alcohólico y pendenciero que quiere perseguir universitarias y se la pasa hablando de sexo, al rato el recurso se torna cansador a fuerza de repetición. Estereotipos La historia está repleta de lugares comunes, personajes unidimensionales y conflictos mal planteados, peor resueltos. Hay un joven (Zac Efron) que anhelaba ser fotógrafo de National Geographic y se ha convertido en abogado. Está punto de casarse con una mujer quisquillosa y obsesiva. Entonces aparece en escena su abuelo, recientemente viudo, quien a través de una artimaña le propone un viaje a Florida antes de la ceremonia. Ante el asombro del solemne nieto, éste dista mucho de la imagen venerable que tenía en mente, en cierto modo atada a los prejuicios familiares. “La mayoría de los abuelos solamente piden caramelos”, le dice cuando lo descubre obsesionado con la pornografía, el whisky y la anatomía femenina. Así arranca un periplo que tiene algún eco de “Perfume de mujer” (1992): el viaje es una metáfora del cambio interior que aparentemente opera en los personajes. Pero este aspecto está abordado en modo tan superficial que queda aplastado por la capa de humor procaz, con resacas al estilo “¿Qué pasó ayer?” (2009), pero sin su chispa. El intento de proyectar una mirada ácida sobre instituciones como la familia y el matrimonio termina en trazos demasiado gruesos, que tratan de ser profanos pero bordean el mal gusto. “Le fui infiel a tu abuela cada día durante los cuarenta años que estuvimos casados”, le dice De Niro a Efron al principio del film. “Antes de morir, ella me pidió que disfrutase de la vida”, agrega. Y así justifica el trayecto que iniciará luego, con la única meta de satisfacer sus deseos sexuales. A esta premisa simplona se agrega una galería de estereotipos que denota falta de imaginación: un homosexual amanerado, una universitaria ninfómana, una hippie enamoradiza, un musculoso con pocas luces, una novia controladora, un padre estructurado, un primo obsesionado por el onanismo, un pandillero peleador. Y la lista podría seguir. Sombras nada más La pregunta se cae de madura: ¿Qué fue del Robert De Niro que exploró con talento su vena cómica? Es difícil saberlo, pero esta vez sólo se ven las sombras de aquellas actuaciones. Es probable que una parte del desaprovechamiento de semejante intérprete obedezca al guión chabacano, con personajes pobremente caracterizados. Pero la falta de química con Zac Efron es evidente: es como si los dos actores estuvieran en sintonías diferentes y para colmo la historia se asienta precisamente en la interacción entre ambos. El ensamble que logró el actor de “Taxi driver” (1976) con Ben Stiller en “La familia de mi novia” (2000), Billy Cristal en “Analízame” (1999) y Charles Grodin en “Midnight run” (1988) aquí brilla por su ausencia. Si se trata de abuelos libertinos, cabe recordar al oscarizado personaje de “Pequeña Miss Sunshine”. También fumaba marihuana y miraba películas pornográficas, pero estaba excelentemente interpretado por Alan Arkin.
Stiller viste a la moda Si “Zoolander” (2001) funcionaba por la frescura de sus gags, el descaro con el que se atrevía a cuestionar la frivolidad del mundo de la moda y el prisma extrañamente divertido bajo el cual se atrevía a cuestionar dramas como la explotación laboral, “Zoolander 2” lo hace por acumulación. Es tal la avalancha de gags que propone desde el arranque que por momentos se torna agotadora. Y aunque tiene un clímax logradísimo, hasta llegar allí hay ciertos tramos en los que la estructura se tambalea y los guionistas parecen flaquear en la desesperación de provocar risas constantes. Pero hay que celebrar que Derek Zoolander y Hansel tienen un regreso con gloria, a la altura de sus circunstancias. La historia es un disparate total (incluye conspiraciones al estilo de “El código Da Vinci”, planes de fuga dignos de villano de James Bond y un hijo de Derek que es “listo” y no quiere seguir los pasos de su padre) una mera excusa para reencontrar a los personajes 15 años después de los sucesos narrados en la primera parte. Zoolander está voluntariamente retirado en un rincón agreste tras la trágica muerte de su mujer. “Me convertí en un cangrejo ermitaño”, aclara. Pero se ve obligado a salir de la reclusión cuando lo convocan a participar de un desfile en Roma y debe colaborar con Interpol para resolver una serie de asesinatos de estrellas pop, que antes de morir han compartido en las redes sociales una serie de selfies con la famosa “mirada Magnum”, marca registrada de Derek. Para eso, tendrá la inesperada ayuda de su otrora rival devenido en mejor amigo Hansel. El choque generacional entre estos modelos de los ‘90 y los referentes del nuevo panorama de la moda internacional, con códigos totalmente diferentes, provocará resultados hilarantes. Actores y cameos La química que desarrollan Ben Stiller y Owen Wilson (que se dejó entrever ya en otras películas pero que aquí alcanza la apoteosis) es uno de los mayores encantos que tiene esta segunda entrega de las andanzas del modelo “descerebrado”. También es un fragor ver a Kiefer Sutherland, Billy Zane y Sting integrados a la trama de modo desopilante, a Benedict Cumberbatch como “All”, un/una modelo que no es “ni femenino ni masculino” a Will Ferrell como un Mugatu lleno de tics y a Penélope Cruz como una agente de Interpol división moda (¡Así de disparatada es la trama!) que acarrea un trauma por haber sido modelo de trajes de baño. Sin embargo, la mejor incorporación de esta saga es Alexanya Atoz (Kristen Wiig) una extravagante reina de la moda de acento inefable, una especie de Mugatu en versión femenina. Otro de los alicientes de este film, que reitera sus burlas del mundo de la moda pero sin la impertinencia de antes, son los cameos de personalidades que se interpretan a sí mismos y se mofan de sus propias veleidades. Durante las casi dos horas de metraje, desfilan estrellas musicales como Justin Bieber (quien es asesinado al principio del film), Demi Lovato, Katy Perry, Lenny Kravitz y Susan Boyle (la cantante que se dio a conocer en 2009, cuando concursó en el programa de televisión Britain’s Got Talent), los actores John Malkovich y Susan Sarandon, los diseñadores de moda Tommy Hilfiger, Valentino Garavani y Marc Jacobs y a Anna Wintour, jefa de la edición norteamericana de Vogue. Irreverencia Estas películas suelen dividir las aguas entre quienes las aman y se ríen a carcajadas y aquellos que no encuentran la menor gracia en el tipo de humor, por momentos apabullante, que formulan Stiller y su co-guionista Justin Theroux. Es algo que suele ocurrir con los artistas que intentan ser irreverentes, es un riesgo que deben correr. Por eso “Zoolander 2” gustará a unos, que la disfrutarán desde una postura más descontracturada y les parecerá una monumental bobada a los otros. Sólo caben dos recomendaciones: verla subtitulada para poder apreciar mejor los momentos de esgrima verbal entre los personajes y tener bien fresca en la memoria la primera “Zoolander”.
Rocky está de pie La leyenda continúa: Rocky Balboa está más viejo, solitario y sabio, pero su voluntad sigue tan firme como cuarenta años atrás, al igual que su buen corazón y su culto sincero a la amistad. El reencuentro con un personaje así es bienvenido y ése es uno de los principales alicientes de “Creed: corazón de campeón”, donde el veinteañero director Ryan Coogler retoma la saga del boxeador italoamericano de Filadelfia para contar una historia nueva, pero que contiene casi todos los elementos que garantizaron su inoxidable popularidad a través de las décadas. Para que el rebrote de la serie sea completo, debía forzosamente mantener presente la figura de Apollo Creed, el arrogante campeón al que Balboa casi vence y que luego se convierte en su mejor amigo y consejero, para morir bajo los violentos golpes de Iván Drago en la patriotera “Rocky IV”. Y los guionistas utilizan para esto un recurso tópico, pero no por eso menos efectivo: incorporar como protagonista a Adonis Johnson, un hijo no reconocido del antiguo campeón, que quiere hacer honor a su mandato de sangre y convertirse en destacado boxeador. Para lo cual, inexorablemente, busca la tutela del veterano Balboa, que pese a estar retirado del ambiente, termina accediendo a ser su entrenador. El relativamente desconocido actor Michael B. Jordan realiza una eficaz interpretación como el fanfarrón pero noble Adonis, empecinado en superar la sombra que proyecta sobre él la figura de su padre famoso, pero también sus fantasmas interiores. Lo mismo ocurre con Tessa Thompson, quien encarna a Bianca, el interés romántico de Adonis. Pero es Stallone el alma de la película: su composición de un Balboa reflexivo, menos atado a la “sangre caliente” del mundo de los púgiles, pero que todavía conserva la sencillez y terquedad de antaño, es sencillamente impresionante. Es evidente que Coogler tuvo la habilidad de obtener los mejores registros del antaño pétreo héroe de acción, que merece claramente el Oscar. Volver Más allá de los evidentes méritos que le caben al resto de los elementos que componen la película (desde el uso virtuoso de los planos secuencia en los momentos de las peleas, hasta el clima nostálgico que impregna la historia y la perfecta ambientación que piruetea con equilibrio entre el interior de los gimnasios y las sórdidas calles de los barrios de Filadelfia) lo más trascendente es esa especie de retorno del avejentado Rocky a sus orígenes. Algo que, con sabiduría, el director devela de a poco, hasta llevarlo al final a las icónicas escaleras del Museo de Arte, para regocijo de los fanáticos. Es cierto que “Creed” carece de esa mirada afectuosa dirigida hacia los trabajadores, el barrio y los personajes marginales, muy presentes en la ya mítica llegada del “semental italiano” a la historia del cine, en 1976. Tan sólo al principio, cuando un preadolescente Adonis se encuentra detenido en un correccional de menores, surgen algunos breves apuntes al respecto. Pese a esto, se mantiene con mucha confianza la premisa rectora de que el ring es una metáfora de la vida. En los últimos meses corrieron ríos de tinta para sentenciar que “El renacido” de Alejandro González Inárritu, con Leonardo DiCaprio, es la mejor película del año. Puede ser. Pero es innegable que el auténtico “renacido” de esta temporada es, a sus 69 años, Sylvester Stallone. O, lo que es prácticamente lo mismo, Rocky Balboa.