Un menú fallido Es inevitable no caer en el lugar común de utilizar metáforas culinarias para describir esta película. Pero la tentación es grande y, se sabe, la única forma de eludirla es ceder ante ella. De modo que hay que señalar que “Una buena receta” es un plato que tiene a disposición todos los ingredientes necesarios para ser delicioso, pero está mal preparado y peor servido, lo cual hace que resulte indigesto y soso. En rigor su título original “Burnt”, cuya traducción exacta es “quemado”, hace más justicia con la película que el más benévolo que utilizaron para presentarla en estas latitudes. Ubicada en una especie de limbo entre el drama y la comedia romántica, la película no encuentra nunca el rumbo. Básicamente, es la historia de un chef llamado Adam Jones, un personaje conflictivo que quiere tener su revancha. En algún momento fue uno de los cocineros más reconocidos de Europa, pero su temperamento explosivo unido al consumo de drogas y otros vicios lo sentenciaron al ostracismo. Y tras una supuesta regeneración, que incluye castigos autoimpuestos, retorna al Viejo Continente para volver a ocupar el lugar que le corresponde y obtener las tres estrellas de Michelin, el máximo reconocimiento en su rubro. En ese derrotero, se encontrará con viejos amigos, cerrará cuentas pendientes, se enamorará y hasta tendrá tiempo de romper varios platos, insultar a sus nuevos compañeros y tratar de matarse. No valía la pena Nobleza obliga: hay que admitir que el elenco seleccionado es impecable. El protagonista es Bradley Cooper, uno de los actores encumbrados en la actualidad de Hollywood, quien demostró con creces su enorme talento. Lo secundan Sienna Miller, Omar Sy, Uma Thurman (en un papel breve para una actriz de este calibre), Daniel Bruhl, Emma Thompson (brillante intérprete, que aquí no tiene mucho para hacer) y Matthew Rhys. El interrogante que surge es: ¿Valía la pena desperdiciar semejantes intérpretes en una historia tan anodina como la que se presenta aquí? John Wells, uno de los directores que pasaron por las series televisivas “Shameless” y “E.R. Emergencias”, dirigió a un deslumbrante reparto encabezado por Meryl Streep en la brutal “Agosto”. No lo hizo mal. Pero esta vez falló, aunque es cierto que la forma en que filmó el interior de la cocina de un restaurante de alta calidad reviste algún interés. Si de películas relacionadas a la gastronomía se trata, antes que “Una buena receta”, conviene retornar a clásicos como la conmovedora “El festín de Babette” (1987), la entrañable “Comer, beber, amar” (1994), la mágica “Chocolate” (2000) y la entretenida “Julia & Julia” (2009) que tiene como principal aliciente a la gran Meryl Streep en uno de los roles principales. O a la entrañable “Ratatouille”, la oscarizada obra de dibujos animados ideada por Pixar y Disney en el año 2007. El inefable Remy sí era un chef en cuyo restaurante todos los comensales querían repetir. Y nunca le fallaba la receta.
Todo por un sueño Si en “Escándalo americano” (2013), David O. Russell proponía una mirada cínica y demoledora respecto del american way of life (el estilo de vida norteamericano), en “Joy: el nombre del éxito” reivindica el american dream, el famoso “sueño americano” a través de una historia que tiene final feliz gracias al afán de autosuperación de su protagonista y, obvio, a las posibilidades que le otorga el sistema. Pero lo hace a través de un artificio tan bien elaborado, que es imposible no rendirse ante este cuento de hadas sin castillos, príncipes y brujas, pero con una especie de “Cenicienta” moderna que halla su “zapatito de cristal” en las ventas televisivas de un producto innovador de su propio diseño. Jennifer Lawrence, una de las estrellas que más brillan en la actualidad en el firmamento de Hollywood, interpreta a Joy Mangano una sacrificada y humilde trabajadora que termina convirtiéndose en exitosa emprendedora. La actriz obtuvo una nominación al Oscar por esta labor. Buenos actores Russell es un excelente conductor de planteles actorales y en “Joy” demuestra su pericia en este sentido. Lawrence, una actriz talentosa que ha sabido adaptarse a los distintos géneros, ofrece aquí una muestra de su diversidad de recursos: está tan creíble cuando se convierte en agresiva inversionista que defiende su invento con uñas y dientes, como en los momentos en que debe ser una madre joven al borde del colapso cuando se pone al frente de una familia compleja. La película se recuesta siempre en su poderosa actuación que es, en definitiva, el mayor atributo. Edgar Ramírez como bonachón ex marido, Robert De Niro como inestable padre, Isabella Rossellini como una madrastra implacable y Bradley Cooper como avispado empresario, le ofrecen el contrapunto ideal en varios tramos de la película. Sin embargo es en la interacción con Diane Ladd, quien interpreta a su abuela Mimi (la narradora en off de la historia) y sobre todo con Virginia Madsen, quien encarna a su madre divorciada y confinada desde hace años en una habitación donde su único contacto con la realidad son las telenovelas, donde Lawrence tiene las mejores oportunidades de lucirse. Sencillez “Joy: el nombre del éxito” es una película ágil, disfrutable y agridulce. Por momentos remite a las telenovelas y resulta interesante la manera en que el director juega con sus arquetipos cuando construye los sueños de la protagonista. También recuerda a las viejas películas de Frank Capra (como “Caballero sin espada”, de 1939) donde un individuo que trabaja duro logra triunfar, aun ante circunstancias adversas. Es una comedia dramática que, mas allá de todo ornamento, contiene una historia simple, que no se aleja nunca de los límites de la corrección. No emociona, pero entretiene.
Una pesadilla navideña Curiosa, irregular, inclasificable. “Krampus: el terror de la Navidad” pertenece a ese cúmulo de películas que cada temporada intenta capitalizar el creciente interés del público ante las inminentes fiestas de fin de año. Pero tiene una particularidad: trata de ampliar el abanico y llegar también a adolescentes consumidores de productos terroríficos más volcados hacia el gore. Lo logra a medias, pero en ese intento radican los puntos más altos de esta especie de collage, que mezcla elementos de distintos géneros que lo convierten en otra cosa y complican la tarea de encontrarle un marco de referencia adecuado. La secuencia inicial, que poco tiene que ver con el resto, es impresionante. Con una de esas canciones navideñas que solían usar las películas clásicas de Hollywood de fondo, vemos a una horda desesperada que se abre paso para realizar las compras navideñas en un shopping. La cámara va de lo general a lo particular para hallar al joven Max (Emjay Anthony) peleando con otro niño en un concierto coral. Así arranca lo que parece una comedia con pizcas de drama (hay ecos de la recordada “Mi pobre angelito”) sobre cómo ese niño se desilusiona ante las dificultades de la reunión familiar de Nochebuena. Cuando observa que los enfrentamientos y la hipocresía opacan el “espíritu navideño” que él defiende a golpes de puño, destruye la carta que le escribió a Papá Noel y decide que no celebrará. Así invoca, sin darse cuenta, a un demonio llamado Krampus, una suerte de “sombra” de Papá Noel que castiga a los escépticos. Es justo en ese punto cuando la película cambia abruptamente el tono. Tanto, que la irrupción de elementos fantásticos en una historia que parecía ir hacia otro destino provoca desconcierto en el espectador. Llega, entonces, una fuerte tormenta de nieve que confina a Max y a su familia dentro la casa, donde deberán enfrentarse, dejando a un lado diferencias y resentimientos, a juguetes y hombrecitos de jengibre que cobran siniestra vida y a un grupo de estrafalarios duendes que quieren matarlos. De acá en más se percibe una acumulación de referencias cinéfilas que va desde “Gremlins” hasta “Poltergeist”. Y es donde el film se torna más irregular y fluctúa entre las secuencias logradas y las decepcionantes, hasta converger en un final antológico, ácido y desarmante. Que otra vez desencaja al público. Explotar los recursos La notable actriz Toni Colette, quien hizo un montón de películas en la última década y media pero que todavía es popular por interpretar a la madre de Haley Joel Osment en “Sexto sentido”, y Adam Scott (a quien vimos el año pasado como el irritante jefe de Ben Stiller en “La increíble vida de Walter Mitty”) encabezan el reparto junto a Emjay Anthony. Los secundan David Koechner, Allison Tolman, Stefania Lavie Owen, Krista Stadler y Conchata Ferrell, la inefable Berta de “Two and a Half Men”, que aquí se autoparodia en el papel de la tía Dorothy. Sin embargo, el protagonismo absoluto queda para Krampus (cuyas primeras apariciones en el film recuerdan a las de la criatura de “Jeppers Creepers”) y sus secuaces, creados por Weta Workshop y Weta Digital, las empresas que se hicieron famosas por intervenir en las sagas de “El señor de los anillos” y “El Hobbit” y en “King Kong”, de Peter Jackson. Es obvio que una obra menor como “Krampus”, cuyos personajes (tanto los de carne y hueso como los artificiales) están destinados a un rápido olvido, no podrá destronar ni relevar a ochenteras y queridas “películas de terror navideñas”, como “Gremlins”, “Navidades infernales” o “Don’t Open Till Christmas”. Pero de todas maneras, resulta excitante por su frescura y asumida sencillez. Y sobre todo porque los realizadores, conscientes de la necesidad de aprovechar al máximo el bajo presupuesto, exprimen los recursos con mucho ingenio. “Krampus” debe ser disfrutada desde una postura descontracturada, sin esperar finales felices ni argumentos tranquilizadores. Para pasar una Navidad atípica.
Amigos son los amigos Ante todo y más allá de florituras y alardes visuales, “Un gran dinosaurio” es una película sobre la amistad y la superación personal. En este sentido, podría decirse que tiene mucho más de Disney que de Pixar, ya que sigue de manual los tópicos de, por caso, “Dumbo”, “Bambi” o las más recientes “El rey león”, “Hércules” y “Mulan”. La vida impone desafíos que hay que aprender a confrontar para madurar, es necesario vencer los miedos para salir adelante, se debe valorar a los amigos y a la familia. Y un largo número de etcéteras. El propio director, Peter Sohn, lo sintetizó en una entrevista concedida al diario La Nación: “Es una película de supervivencia y no lo sería si todo fuera fácil para Arlo”. “Un gran dinosaurio” parte de una premisa que tiene mucho potencial, no del todo aprovechado: el meteorito que —supuestamente— hace 65 millones de años destruyó la vida en la Tierra y acabó abruptamente con la era de los grandes saurios, se desvió. De modo que las criaturas antediluvianas evolucionaron y se convirtieron (al menos en el minúsculo fragmento del mundo que nos muestra la película) en una especie agrícolo-ganadera que se divide en clanes. Arlo es un Apatosaurus débil que vive en una granja con su familia. Las labores son duras y le cuesta mucho cumplirlas, lo cual le genera riñas con su padre, un curtido patriarca. Hasta que le imponen la tarea de atrapar a un niño humano (aquí, por la subversión de la escala evolutiva, convertido en una criatura rapaz) que les arrebata las provisiones. Inesperadamente, Arlo y este pequeño salvaje se harán amigos y esta relación basada en la lealtad los llevará a un viaje inesperado y lleno de aventuras. Argumento manido, pero no por eso menos efectivo. Guiños y personajes Hay en varios momentos de “Un gran dinosaurio” guiños a otras películas, pero están algo forzados. El más evidente es el que se hace a “El rey león”: no sólo en la secuencia del accidente fatal del padre de Arlo, sino más bien en el tono general de la historia, centrada en un joven “desterrado” que regresa para recomponer el orden en sus dominios, influido por el mandato ancestral. Pero también aparecen referencias a los western de John Ford o de Howard Hawks, que se expresa en la aparición de un grupo de Tyrannosaurus rex ganaderos, que al mejor estilo de John Wayne y Montgomery Clift en “Río rojo”, conduce a una manada de mamíferos similares a bisontes por la pradera para evitar a los cuatreros. Todo eso en un entorno natural recreado a la perfección que remite a Monument Valley, donde Ford filmó sus grandes obras. No obstante, queda la sensación de que esa nueva apuesta de Pixar es mucho más disfrutable para los niños más pequeños que para el público familiar más amplio. Tiene muchos gags divertidos, pero resultan algo prosaicos. Carece a la vez del humor y creatividad de otras producciones de Pixar. Si bien los personajes están bien delineados -en especial, los protagonistas-, no es probable que permanezcan tan vigentes en el imaginario popular como los de “Toy Story”, “Monster Inc.” ó “Wall-E”. La travesía de Arlo es un trabajo visualmente minucioso, de una belleza estética que permite avizorar logros más espectaculares. Sin embargo, en la sustancia, es una historia algo irregular aunque conmovedora en la relación que se forja entre Arlo y Spot. Puede sonar contradictorio, pero “Un gran dinosaurio” es una película pequeña.
Entre Highlander y Blade El carisma de Vin Diesel, el oficio de Michael Caine y Elijah Wood, la ascendente presencia de Rose Leslie combinados con un submundo de brujas y una batalla épica por el destino de la humanidad parece a simple vista una mixtura irresistible. Y aunque se queda a mitad de camino en ciertos aspectos, “El último cazador de brujas” es genuina en su intento de entretener sin forzar, sin apelar a pomposas reflexiones, a una profundidad imposible de sostener. Es maniquea y simplona, vehículo de lucimiento para Diesel, pero también un buen ejemplo de cine de evasión sin pretensiones. Una magnífica introducción nos lleva hasta el siglo XIII, un mundo asolado por la peste negra. Un grupo de guerreros junto a un cura invade la morada de una poderosa bruja (Julie Engelbrecht), culpable de la epidemia. Kaulder (Diesel) logra vencer a la hechicera, pero ésta alcanza a maldecirlo: “Vivirás por siempre y cazarás por siempre”, le dice antes de caer. Hay un salto temporal de 800 años y estamos en la actualidad, ya no en la Europa medieval sino en la cosmopolita ciudad de Nueva York. Los brujos han aceptado someterse a un precario pacto para no afectar a los seres humanos con sus poderes mágicos y son mantenidos a raya por la Orden del Hacha y la Cruz, que tiene a Kaulder como brazo ejecutor. Sin embargo, esta convivencia pacífica no conforma a todos los hechiceros y una amenaza está a punto de resurgir. Kaulder, el protagonista, tiene reminiscencias de otros personajes que han transitado mucho las páginas del cómic y la pantalla de cine. Como Highlander, es inmortal, pero vive esta circunstancia como una maldición que lo confina a la soledad y la imposibilidad de descanso. Al igual que Batman, entrenamiento, convicción y armas de diseño especial son los pilares que lo habilitan a avanzar en su fantástica cruzada. Y tal como le ocurre a Blade, el matador de vampiros, su destino está atado a la supervivencia de los mismos seres monstruosos a los cuales debe cazar y mantener a raya. El diseño de producción y los efectos digitales están muy bien logrados, a través de un puñado de secuencias de gran impacto visual, como los insectos emergiendo desde las entrañas de Nueva York, la destrucción del árbol de la bruja o el aquelarre que antecede al duelo final entre Kaulder y Witch Queen. Es cierto que el film tiene menos acción de la que en general demandan los seguidores del género (y del propio Diesel), lo cual supone un lastre: el ritmo decae durante un largo tramo de la película, que se torna un poco aburrida. Pero sobre el último cuarto de hora el director recupera el pulso y logra un gran clímax. La escena final abre la chance de una secuela, que incorporaría a Chloe-Leslie como acompañante de Kaulder-Diesel en sus andanzas para proteger a la humanidad de la amenaza siniestra que pesa sobre ella. ¿Tentativa de iniciar una nueva franquicia a la altura de Diesel? Dudoso, pero posible. Buen reparto y toques de humor La variedad y calidad del reparto es uno de los principales atractivos del film. Diesel (más solemne que en sus trabajos como Dominic Toretto en la saga “Rápido y furioso”) sostiene la película sobre sus espaldas. Michael Caine (¿habrá quién pueda reemplazarlo el día que decida retirarse?) aporta sapiencia y su personaje del envejecido padre Dolan 36º es el contrapunto ideal para Kaulder. Elijah Wood está perfecto como un joven sacerdote con ansias de respetabilidad, al que le queda todo por aprender y Rose Leslie (la actriz conocida por su papel de Ygritte en “Game of Thrones”) encarna con soltura a Chloe, joven bruja que cuenta entre sus habilidades la de manipular los sueños de las personas. Otro de los puntos a favor es que el guión de Melisa Wallack y Cory Goodman (por sus características parece inspirado en un cómic, aunque en realidad no es así) incluye algunos toques de humor deliciosos: el Consejo de Brujas con peinados y ropa de los ochenta, las brujas modelo aferradas al intento de mantener una imagen de belleza que se cae a pedazos en el interior de los espejos, la exitosa tienda donde un estrafalario brujo parecido a Stevie Wonder vende productos panificados mezclados con alucinógenos, el desprecio del viejo padre Dolan por las nuevas tecnologías y las frases que suelta Kaulder del estilo: “Un beneficio de la inmortalidad es matarte dos veces”. Dignas de un héroe con personalidad.
El que habita en las alturas “En la cuerda floja” es ante todo un alarde técnico. El director Robert Zemeckis y su equipo demuestran que no hay límites para los efectos visuales en la pantalla grande. Y sí, la espectacularidad está garantizada y hay momentos en que la película se convierte en una experiencia casi física, incluso abrumadora, en especial para aquellos que, como James Stewart en “Vértigo”, sufran acrofobia (o alguna variante de temor a las alturas). Pero el destino del filme es el de un portentoso fuego de artificio. A principios de agosto de 1974, el funambulista francés Philippe Petit consumó una proeza, tan descabellada como lírica, considerada por muchos como “el crimen artístico del siglo”: ante una multitud de neoyorkinos atónitos caminó durante varios minutos (46, según se ocupa de marcar la película) sobre unos alambres de acero que tendió entre las hoy desaparecidas Torres Gemelas de Nueva York, a 417 metros de altura. La minuciosa reconstrucción de este hecho es el eje de la película, muchísimo más espectacular y vertiginosa que emotiva. En “Forrest Gump”, Zemeckis (director de la saga de “Volver al futuro”) había sido capaz de utilizar con talento los recursos tecnológicos e innovadores disponibles al servicio de una historia llena de humanismo y sentimientos. Y puso a Tom Hanks al lado de John Lennon, Richard Nixon y John F. Kennedy. Aquí los efectos especiales son magníficos, pero llaman demasiado la atención sobre sí mismos. Tanto que la profundidad psicológica del protagonista, sus auténticas motivaciones y sus conflictos internos (que dadas las circunstancias posiblemente hayan sido muchos) quedan al margen. Algo parecido a lo que le ocurría también a Zemeckis en “La muerte les sienta bien” (1992), protagonizada por Meryl Streep y Goldie Hawn. Actores y torres Hay que reconocer la entrega de Joseph Gordon-Levitt, a quien posiblemente le habría sentado mejor en esta película quitarse los lentes de contacto verdes, para interpretar a Petit. Sin embargo, una de las limitaciones del filme es que cede ante la gravitación de los efectos visuales, acción que va en desmedro de la profundidad de sus personajes y sus motivaciones. Casi todos, incluido el protagonista, que en un presuntuoso golpe de efecto cuenta su historia desde lo alto de la Estatua de la Libertad, son una acumulación de estereotipos (que se observa con claridad en las actuaciones de Steve Valentine como Barry Greenhouse, “el hombre dentro de las Torres” de Petit y en la de James Badge Dale como J.P., una especie de “productor” canchero y entrador, que consigue los elementos). Algo que ni siquiera logra eludir el solvente Ben Kinsgley como Papa Rudy, veterano equilibrista que transmite sus secretos profesionales al ansioso protagonista. La extraña proeza de Petit ya había sido llevada a la pantalla en el film documental “Man on Wire”, de 2008, más preocupado por comprender las motivaciones del equilibrista para orquestar un acto casi demencial en pos de la excelencia artística. Dirigida por James Marsh, aquella película trataba también, en cierto modo, de desentrañar el enigma de ese hombre tentado por la adrenalina de caminar al filo del abismo sin ninguna protección. Era un trabajo excelente, testimonio de un hecho histórico y aproximación lúcida hacia personalidades intrigantes, no sólo la de Petit sino también la de sus cómplices. “En la cuerda floja”, con la misma base, carece voluntariamente de esa dimensión: el Petit recreado por Zemeckis no es mucho más que la excusa perfecta para mostrar los imponentes escenarios donde realizó el número de equilibrismo que finalmente lo colgó en la historia del siglo XX. A pesar de sus personajes unidimensionales, reiteraciones y vorágine de efectos visuales a cada instante más ampulosos, es una película entretenida y técnicamente perfecta.
El lado luminoso de los monstruos La génesis de Drácula y la del cine se remontan casi a la misma época. 1897 el primero, 1895 el segundo. Y desde entonces, sus caminos se cruzaron un montón de veces. No es casual que el conde de Transilvania sea, junto al también decimonónico Sherlock Holmes, uno de los personajes de ficción que más veces pasaron a la pantalla grande. No siempre con la misma fortuna, pero con hitos como los que ofrecieron F.W. Murnau (aunque no oficialmente, en su modélica “Nosferatu”), Tod Browning, en la inaugural adaptación de la Universal de 1931, Terence Fisher con Christopher Lee en una aterradora interpretación y Francis Ford Coppola en la desaforada película de 1992. Con todos estos antecedentes bien frescos, lo primero que hay que señalar es que la versión del vampiro creado por Bram Stoker que se ofrece en la animada “Hotel Transylvania 2” (al igual que en la primera, que es de 2012) merece un lugar destacado. No sólo posee una mirada refrescante y divertida sino que como parodia funciona mucho mejor que, por ejemplo, el flojo intento de Mel Brooks rodado en 1995, con Leslie Nielsen como protagonista. Con el agregado de que coloca al lado de Drácula, a modo de partenaires, a otros monstruos famosos como Frankenstein, la Momia, el Hombre Lobo y el Hombre Invisible, también caricaturizados con talento. Es cierto que en esta segunda entrega se repiten casi al pie de la letra algunas de las ideas que ya formaban la columna vertebral de la primera. Pero esta vez, los creadores lograron imprimir mayor agilidad a la historia y sobre todo incorporar una serie de gags que funcionan a la perfección. Ahora, el conde Drácula tiene un nieto, fruto del matrimonio (no del todo aceptado por el vampiro) de su hija Mavis y Jonathan, pero sufre porque no sabe si en él aflorará el instinto monstruoso de su linaje, o por el contrario será del todo humano. De las argucias que lleva a la práctica, secundado por sus colegas, para espolear el “lado bestial” del pequeño Dennis (o “Dennisovich” según su abuelo) los guionistas Adam Sandler (quien en el doblaje original se reserva el papel principal) y Robert Smigel obtienen los mejores momentos del filme. Y justo cuando se comienza a volver reiterativo, tienen un as en la manga: la aparición en escena del viejo Vlad, padre de Drácula. Un triunfo. Guiños Para diseñar a este Drácula, la materia prima, usada ya en la primera parte, es la caracterización del actor húngaro Bela Lugosi en la versión dirigida por Tod Browning en 1931. Los “lugosianos” (entre los que se cuenta el autor de estas líneas) disfrutarán de las parodias que se hacen del marcado acento de Europa del este, la amplia túnica negra (un caso de fetichismo), el pelo oscuro peinado hacia atrás, siempre intacto y los movimientos artificiosos. Al igual que en “Monster Inc.” (2001), de la cual “Hotel Transylvania” en sus dos capítulos es deudora en su arquitectura, hay un sucinto catálogo de los monstruos que poblaron las infancias de varias generaciones. Pero a diferencia de aquélla, donde los realizadores contaban con total libertad para delinear a los “asustadores”, aquí deben ceñirse a la mitología, mejor dicho a la ontología, de cada una de las criaturas. Y precisamente gracias a la subversión de esos códigos arraigados en la cultura popular se provocan muchas de las risas más sinceras. Un consejo, dirigido sobre todo a los adultos que asistan (como acompañantes o simplemente para soltar al “niño interior”): no abandonen sus butacas hasta que se enciendan del todo las luces. Los créditos finales, al ritmo del pegadizo hit “I’m In Love With a Monster”, de Fifth Harmony, con una historia corta animada en 2D, son imperdibles.
Memoria letal Algunos de los tópicos predilectos del escritor de ciencia ficción Phillip K. Dick (el mismo que escribió los relatos en los que se inspiraron películas como “Blade Runner” y “El vengador del futuro”) están presentes en “Inmortal”: la identidad, la memoria, la percepción, los límites entre realidad y ficción. Los guionistas, David y Álex Pastor, tratan en algún punto de actualizar reflexiones al respecto. Pero estas intenciones, que bien llevadas podrían haber configurado un trabajo cuanto menos interesante, se desdibujan antes de promediar el metraje, cuando todo atisbo de profundidad se posterga para dar paso a una película de acción (muy) convencional, que se desluce hasta desembocar en un final que decepciona por lo simplón. La interpretación de Ben Kinsgley, lamentablemente reducida a pocos minutos, es lo más destacable de “Inmortal” que se dedica a desperdiciar una premisa que, no por recurrente, carece de potencial. La historia (que parece ya vista y de hecho es así, ya que existe un film rodado en los ‘60 llamado “Seconds”, de John Frankenheimer, con Rock Hudson) está centrada en Damian (Kingsley) un multimillonario que padece los tormentos de un cáncer terminal. “Apenas me quedan seis meses de vida”, asegura a su mejor amigo y socio Martin (Victor Garber). Entonces le llega, a través de una enigmática tarjeta, la posibilidad de transferir su conciencia —a partir de una compleja cirugía y la erogación de 250 millones de dólares- al cuerpo de un hombre más joven (Ryan Reynolds). O, como le dice el maquiavélico científico que impulsa el proyecto, de otorgar a “las mentes brillantes más tiempo para terminar su tarea”. Culminada la intervención, al principio, el ex magnate disfruta su “flamante” juventud, pero pronto comienzan a emerger recuerdos de la vida anterior. Y entonces inicia una cruzada para descubrir la procedencia e identidad del “cuerpo” que ahora habita. Lo cual pondrá en peligro su vida y la de la familia del hombre cuyo cuerpo han usado como “recipiente”. Hay determinados problemas conceptuales que quebrantan la historia. ¿Es plausible, por ejemplo, que un millonario que tuvo el aplomo para construir un imperio y que, como se muestra en una de las escenas que abre la película, posee las dosis necesarias de astucia y cinismo para mantenerlo en pie, acepte con tanta ingenuidad el procedimiento? Menos aún lo es el giro que viene después, cuando comienzan las alucinaciones y con ellas dilemas morales que ni siquiera se habían esbozado. No se trata de abandonar la apuesta por el entretenimiento, sino de identificar mejor las motivaciones de los personajes. A medias Por otra parte, la tentativa de reciclar a Ryan Reynolds como héroe de acción, en una jugada parecida a la que se probó con Sean Penn en la mediocre “The Gunman”, que también se estrenó este año, se cumple a medias. Es buen actor, carismático y dúctil (lo demostró sobradamente en esa pequeña joya que se titula “Enterrado”, donde se pasa los 93 minutos de la película encerrado en un ataúd, con un teléfono celular a punto de quedar sin batería) pero esta vez le queda muy escaso margen para demostrar sus habilidades. Por lo demás (con la honorable excepción de Kinsgley) el reparto es discreto. Es posible reconocer algún débil eco del mundo onírico trazado por el director Tarsem Singh en la perturbadora “La celda” (2000), que también se erige sobre una trama de experimentos vinculadas con la mente humana. Pero en aquel film, el realizador era más coherente con su convicción de impresionar, subordinada a toda pretensión de verosimilitud. En el caso de “Inmortal”, trata de abarcar muchas disyuntivas éticas y no están bien planteados los interrogantes (como en algún momento de la historia, el científico interpretado por Matthew Goode le recrimina a su paciente Kinsgley-Reynolds). Al igual que al protagonista, la película es fallida en la medida en que le falta definir su identidad. Y apostar a ella.
La tentación tras la puerta El crítico Steven Jay Schneider sostiene que “el de ‘invasión de hogar' es un subgénero que se remonta a D. W. Griffith”. Lo cierto es que sus variantes aparecen en “La naranja mecánica” (1971) de Stanley Kubrick, “Perros de paja” (1971) de Sam Peckinpah, “Funny Games” (1997) de Michael Haneke y “La habitación del pánico” (2002), de David Fincher. Y es la premisa que elige el director Eli Roth -conocido por ser el creador de “Hostel” y actor de Tarantino en “Death Proof” y “Bastardos sin gloria”- para desarrollar “El lado peligroso del deseo”, cuyo título original “Knock Knock”, es menos revelador pero más acorde a la esencia de la película, donde mezcla el thriller de terror con algo de gore. Evan Webber (Keanu Reeves) es un arquitecto al que, se nota, le va muy bien. Le gusta su trabajo, tiene una casa confortable diseñada por él mismo, edificada en un barrio idílico y una familia aparentemente perfecta que parece extraída de una publicidad. Sin embargo, una noche de tormenta en que se queda solo, dos mujeres jóvenes y atractivas (excelentes Lorenza Izzo y Ana de Armas, quienes exprimen todo su encanto latino) golpean su puerta. Despliegan entonces una estrategia de seducción y progresivamente empiezan a irrumpir, a través de un juego perverso, en el mundo cómodo y ordenado de Evan, hasta convertirlo literalmente en un infierno, con torturas físicas y psicológicas incluidas. “Knock Knock” (usaremos en adelante el título en inglés, por el motivo ya expuesto) arranca como somera exploración de los deseos prohibidos y las fantasías sexuales de un hombre de mediana edad con varios años de matrimonio (justo el doble de los que llevaba Tom Ewell cuando se queda solo en su casa y enloquece por su vecina de arriba, Marilyn Monroe, en “La comezón del séptimo año”, dirigida en 1955 por Billy Wilder). Pero pronto evoluciona hacia el terror, con alguna resonancia de “Atracción fatal” (aquella joya comercial de 1987, con Michael Douglas y Glenn Close), sobre todo cuando pone énfasis en la pesadilla que supone para el protagonista el inevitable tambaleo de su tranquila vida debido a una (en este caso doble) infidelidad. No hay conejos hervidos, pero no hacen falta para que el público se remueva incómodo. Notable ejercicio Sin embargo, la referencia más concreta de la película de Eli Roth es un film de exploitation de finales de los ‘70 llamado de argumento similar: “Death Game” (1977), de Peter S. Traynor. Allí, Collen Camp y Sondra Locke (que en “Knock Knock” figuran respectivamente como productora y productora ejecutiva) eran las protagonistas, junto a Seymour Cassel, conocido desde fines de los ‘60 por sus trabajos con John Cassavetes. Hay que reconocer que tras su velo de film de género, “Knock Knock” ensaya una mirada más o menos ácida sobre el uso desmedido e irresponsable de las nuevas tecnologías (en particular las redes sociales), la hipocresía social y las posturas extremas relacionadas con el machismo y el feminismo. Pero todas estas cuestiones apenas están bosquejadas, expuestas de modo superficial, como si a los realizadores no les importara tanto ahondar en ellas. Roth, contenido en su veta más visceral y en el uso de la violencia gratuita que eran su marca registrada en “Hostel” y en los demás trabajos que realizó hasta el momento como director y guionista, abre muchos interrogantes pero no responde ninguno, o apenas deja algunas medias respuestas. Lo cual supone un ejercicio estimulante para el espectador, obligado a sacar sus propias conclusiones, que no son en modo alguno tranquilizadoras. Aunque todo se subordina al entretenimiento, a los giros sorpresivos sobre los que está vertebrada la trama, y en este sentido es honesta, “Knock, knock” es un producto que sin desdeñar los clichés del género, logra elevarse por encima de la media.
Otro asesino implacable “La historia del hombre se define por la guerra”. Así arranca el breve y simplista prólogo, acorde al origen de videojuego, de “Hitman: Agente 47”. Y hay que admitir que la frase es consecuente con lo que vendrá: a los pocos minutos de metraje los disparos, las peleas cuerpo a cuerpo, las muertes violentas, las explosiones (los ingredientes esperables en un film de acción) se contabilizan ya por decenas. Antes, incluso, de que el espectador haya logrado digerir del todo lo que le acaban de exponer. Básicamente, aquello sobre lo que versará la historia, al menos en sus trazos más gruesos. Aunque esto no es necesariamente un defecto, los lugares comunes se amontonan en la trama. Cabe el breve repaso: un programa secreto que ha desarrollado “agentes”, o sea hombres mejorados a través de alteraciones genéticas para convertirse en máquinas de matar superentrenadas. Un científico al que le pesa en la conciencia la utilización del proyecto al servicio de intereses espurios y que desaparece sin dejar rastros (o sí, pero un poco crípticos), para dedicarse al cultivo de orquídeas. Un perverso empresario que lo busca sin medir gastos para valerse de sus conocimientos. Una joven que, sin saberlo, posee la clave para encontrar al sabio. Y un “agente” que tiene como misión acabar con la corporación y proteger a la muchacha, aunque no quede muy claro a quién o a quiénes responde. Así dadas las cosas, la mejor recomendación posible es acomodarse en la butaca y disfrutar sin prejuicios ni exigencias, sobre todo el seguidor de las películas del género, poco dadas a la reflexión o a profundizar en la psicología de los personajes. “Hitman: Agente 47” no es más que lo que propone de entrada y en este sentido es franca: acción a raudales, una diluida intriga y un montaje ágil, frecuente en la traslación de videojuegos a la pantalla grande. A esto se suman las localizaciones elegidas para el rodaje, que incluyen Alemania y Singapur y la banda sonora de Marco Beltrami (habitual colaborador del recientemente fallecido maestro del terror en el cine Wes Craven) que aportan lo suyo para acentuar el espectáculo. Entretiene y nada más Antes de su trágica muerte a fines de 2013, Paul Walker (muy popular por su protagonismo en la serie “Rápido y furioso”) fue considerado para interpretar al gélido “agente 47”. El papel recayó al final en el menos conocido Rupert Friend, quien con el pelo cortado al ras al estilo militar para que se pueda ver en todo momento el código que lleva impreso en la nuca, extrema seriedad y gran despliegue físico le otorga al personaje el tono justo, despojado de todo sentimiento, más cercano a los robots de “Terminator” que a los replicantes de “Blade Runner”. Hannah Ware, quien intervino en la notable “Shame” (2011) de Steve McQueen y en series televisivas como “Boss” y Zachary Quinto, el Doctor Spock en las recientes entregas de “Star Trek”, en 2009 y 2013, resuelven con eficacia sus respectivos roles. Es probable que el producto se hubiese enriquecido con la presencia de un villano mejor definido y con mayor gravitación que el que despliega Thomas Kretschmann, un buen actor alemán desaprovechado esta vez. Hace ocho años, Xavier Gens rodó una película homónima, inspirada en el mismo videojuego. Igual que ocurría allí, lo primordial en esta nueva versión es asegurar que el pasatiempo se sostenga durante una hora y media. No mucho más. Tal vez falte algún toque de humor que contribuya a otorgar más frescura a los personajes (ninguno abandona por un segundo la expresión adusta) y el final sea algo precipitado. Pero si la premisa va orientado hacia el entrenimiento puro y duro, la misión está cumplida.