Un pintor en su laberinto El cuarto largometraje del director de El apóstata puede ser leído como un ensayo, no exento de humor, sobre la masculinidad en crisis. Javier Belmonte es un pintor montevideano especializado en desnudos masculinos, de pocas palabras y escaso rango expresivo, cuya obra goza de cierto prestigio al otro lado del Río de la Plata. Sin embargo, parece abrumado, incapaz de recomponer su vida tras divorciarse de la madre de su hija Celeste, de quien aún se muestra pendiente a pesar de que ella espera un segundo hijo con su nueva pareja. En la primera escena de la película Javier le muestra sus obras a un comprador. Colocando al pintor delante de una de ellas y a partir de un juego de superposición creado por el punto de vista de la cámara, el uruguayo Federico Veiroj, director de Belmonte, consigue que el pene de la figura pintada en el cuadro que está detrás parezca ser el de Javier, provocando un momento cómico algo adolescente pero de gran poder simbólico. Belmonte, cuarta película de Veiroj, puede ser vista como un ensayo sobre la masculinidad, categoría que a partir del vigor que han ganado en los últimos años las miradas femeninas (y feministas) del mundo ha quedado en el ojo del huracán. Y una masculinidad en estado crítico que intenta volver a reconocerse a sí misma es uno de los temas de la película y aquel chiste justo en el comienzo parece ser útil para plantear certezas –no hay hombre sin pene– pero también preguntas: ¿hay pene sin culpa? Como si él mismo fuera pintor, Veiroj perfila con trazo firme el retrato de un hombre en crisis, con situaciones no resueltas en los vínculos con sus padres y cuya hija funciona como única ancla que aún lo mantiene conectado con la realidad. Javier necesita del vínculo con su hija, pero al mismo tiempo se encuentra con la resistencia de la madre, que si bien tiene la paciencia suficiente para soportar las inseguridades de su ex, también se muestra reticente a permitir que la nena pase un día a la semana más con él. La película registra con ternura la forma en que este tipo vulnerable tropieza consigo mismo, con sus propias taras masculinas, mientras se pega a su hija. No es extraño que Veiroj rodeara a su protagonista de otros hombres (amigos, hermanos, padre), que tal vez no sean demasiado útiles para ayudarlo a encontrar la salida de los laberintos en los que está metido, pero que a su manera se esfuerzan por acompañarlo y sostenerlo como pueden. Tampoco es raro que las mujeres sean para Javier un enigma difícil de comprender y quizá por eso se aferra a su hija como a un mapa que le permitirá resolver el misterio. En ese sentido resulta emblemática la escena en que, mientras contempla los cuadros en el atelier de su padre, la niña le pregunta por qué siempre pinta hombres desnudos. Como si se tratara de una pregunta infantil y su respuesta fuera obvia, Javier contesta: “porque soy hombre”. Pero la niña, freudiana a fuerza inocencia y sentido común, insiste: “Sí, ¿pero por qué desnudos?” La escena termina con el pintor haciendo mutis, urgido por la vergüenza de su propia desnudez puesta al descubierto. El trabajo del actor Gonzalo Delgado interpretando a Javier es impecable: en apariencia seco y minimalista, posee sin embargo una expresividad contenida que, como si se tratara de un extracto, obtiene su potencia de la concentración. Con una nobleza que tiene en cuenta por igual tanto a los personajes como al público, Veiroj logra que la historia fluya con gracia en busca de respuestas para interrogantes expuestos claramente y con sinceridad. De este modo, Belmonte vuelve a ser, como ocurre con el resto de la filmografía del director nacido en Montevideo, un retrato que parece tener tanto de personal como de oriental. Características propias de las que, sin embargo, es muy fácil apropiarse como espectador.
Entre el terror y la comedia La película aprovecha las posibilidades que ofrece el relato clásico para expresar una crítica a los mecanismos sociales. La aparición de Jordan Peele ha sido una de las mejores sorpresas que dio el cine en los últimos años. Sobre todo para el cine de terror, género que suele ser agredido por artistas poco creativos y productores de vuelo bajo. Su debut como director hace dos años con ¡Huye!, que mereció el Oscar al mejor guión y otras tres nominaciones (película, actor y director), no podía haber sido más sólido. El éxito se basó en la conjunción de una historia imaginativa, una metáfora social potente en torno del racismo y una puesta en escena magnífica. Es por eso que el estreno de Nosotros, su segundo largometraje, implicaba un desafío enorme para él, ya que con esta película debía probar que lo anterior era el emergente de un gran talento o, por el contrario, que ¡Huye! era apenas la única golondrina del verano. No hace falta esperar al próximo párrafo para decir que la película, por desgracia, cumple a medias. Nosotros exhibe notorios puntos de contacto con su predecesora, tanto en lo estético como en lo referente a temática. Si en ¡Huye! la historia giraba en torno a una sociedad secreta dedicada a alienar personas de raza negra para convertirlas en esclavos multipropósito por medio de técnicas quirúrgicas y psicotrópicas, acá una familia feliz vive una noche de horror cuando cuatro desconocidos intentan apoderarse de sus identidades. A partir de escenarios paranoicos y del arquetipo del doble, ambos films trabajan sobre cuestiones como la identidad, el libre albedrío y las relaciones de poder. Y por esas vías aprovechan las posibilidades que ofrece el relato clásico para expresar una crítica a los mecanismos sociales de su país y, por qué no, de cualquier nación occidental. En el terreno de las confirmaciones Peele vuelve a mostrar originalidad para contar cuentos de miedo, talento visual para crear esos universos con herramientas cinematográficas y gran timing para moverse con eficiencia en la encrucijada entre terror y comedia, algo que muchos intentan pero pocos logran. A eso se debe sumar la gran labor expresionista del elenco liderado por la mexicano-kenyata Lupita Nyong’o, que convierte a Nosotros en una de las películas con las mejores caras de horror y maldad de la historia (o algo así). Para ello el director se basa en un gran trabajo con las miradas de los actores, algo que en su momento ya había probado con éxito con el protagonista de ¡Huye!, Daniel Kaluuya. Sin embargo la película también presenta algunas tuercas flojas. La primera de ellas se hace evidente en una metáfora social un poco gruesa, que incluso tiene un correlato formal evidente en un mundo partido en un arriba y un abajo que separa a los originales felices de sus copias desdichadas. Cualquier coincidencia con la teoría de clases patentada por el filósofo alemán Karl Marx no es pura coincidencia. El otro punto débil del filme surge de la necesidad de que uno de los personajes deba detenerse (y lo hace más de una vez) a explicar en voz alta lo que el espectador está en condiciones de imaginar por su cuenta.
Una búsqueda insaciable y el dolor de los vivos Desde hace más de diez años, Miguel Dicovsky sostiene una pesquisa personal en la que intenta aclarar el destino de su hermano mayor, desaparecido en 1974 tras un tiroteo con la policía. “Es difícil alejarse del sentimiento”, le dice Diana a Miguel durante una charla que tienen, ella desde Roma y él en Buenos Aires. En esa frase, que surge durante el tercio final del documental El hermano de Miguel, dirigido por Mariano Minestrelli, se condesa buena parte del sentido ya no de la película, sino de la búsqueda que en ella se retrata. La de Miguel Dicovsky, quien desde hace más de diez años sostiene una pesquisa personal en la que busca aclarar el destino de Gustavo, su hermano mayor, desaparecido en 1974 tras un tiroteo con la policía en los arrabales de Lanús. Quien le habla vía Skype era la pareja de su hermano en aquel momento en el que ambos militaban en el ERP. Con sus palabras, Diana ilumina una realidad que no por evidente suele quedar oculta por los hechos que le dieron origen: que la búsqueda de la verdad, la memoria y la justicia no sería posible sin el sentimiento, sin ese dolor que persiste en las víctimas vivas, las que sobrevivieron al tendal que dejó un proceso represivo que empezó antes del golpe de 1976. Se trata de un documental de investigación, en el que Miguel regresa una y otra vez a los últimos momentos conocidos en la vida de su hermano, intentando resolver un misterio que ya lleva 45 años abierto. La forma de encarar la búsqueda es cinematográficamente conocida: visita a los espacios en los que los hechos ocurrieron, documentación judicial, recortes de prensa, material del archivo familiar, diálogos en los que cada testigo aporta el fragmento de información que posee. El avance del documental se asemeja al intento por montar un rompecabezas incompleto, pero en el que cada nueva pieza que se suma, en lugar de acercar a la solución, abre nuevas incógnitas. El empeño de Miguel por lograr que se incluya el caso de su hermano dentro de la causa por los crímenes cometidos en el centro de detención conocido como Puente 12 y las charlas que mantiene con los distintos personajes que componen el coro de testimonios, van trazando el mapa de los hechos del pasado y dan cuenta del estado de situación actual. Pero como si se tratara de un dispositivo capaz de corporizar lo intangible, la película también materializa la esencia de la pérdida, concentrándose en la figura de Miguel, cuya búsqueda no solo pretende revelar el paradero de su hermano, sino sanar una herida propia. El título de la película resulta muy clarificador en ese sentido, afirmándose en el nombre del que busca y aludiendo a Gustavo apenas por su vínculo con el protagonista, una forma elegante de hacer que su desaparición también quede contenida en el título. Aunque se ha dicho que en el plano de lo formal El hermano de Miguel no se aparta mucho de las convenciones del documental clásico, hay una secuencia de potencia inusual, que quizá sea única en la filmografía dedicada a los desaparecidos. Se trata del encuentro que Miguel tiene con Silvia Ibarzábal, vicepresidenta de la Asociación Familiares y Amigos de Víctimas del Terrorismo en Argentina e hija del coronel Jorge Ibarzábal, asesinado por el ERP en esos mismos años. Silvia sostiene que Gustavo Dicovsky es el responsable material de haber matado a su padre y Miguel, por sugerencia de su abogado, se contacta con ella. Con generosidad, el film elige mantenerse neutral en ese encuentro, sacando el foco de la historia para cerrar el plano sobre los sentimientos no tan distintos de Silvia y Miguel. El resultado revela la presencia de dos víctimas, que con nobleza parecen no imponerle al otro la máscara del enemigo, sino que apenas aceptan compartir entre ellos su dolor. Por supuesto que esa escena también aporta la sospecha de una zona fantasmal en el entramado burocrático detrás de la muerte de Ibarzábal y de la desaparición de Dicovsky, pero eso llega solo, sin necesidad de subrayarlo ni de forzar un conflicto. Y si bien la secuencia no habilita a cargar sobre ella el peso de una reconciliación, al menos abre la ventana para empezar a pensar que el dolor de los vivos no necesita de justificaciones para ser comprendido.
Un puzzle psicológico Preso de una pulsión autodestructiva, emergente de una situación emocional complicada, el protagonista interpretado por Facundo Cardosi no se hace querer sino recién hacia el final. Segundo trabajo del director argentino Nacho Sesma, Con este miedo al futuro es una de esas películas narradas casi en primera persona en las que un ojo invisible y omnipresente acompaña al protagonista a sol y sombra, para contar en detalle los hechos que conforman su vida. Por eso no es extraño que la escena inicial sea nada menos que un primerísimo plano de la nuca de Leo, ese protagonista, rodeado de azulejos blancos. Leo duda si aspirar el montoncito de cocaína que se yergue en una de las esquinas de su tarjeta Sube, pero la vacilación dura solo un instante. En cuanto se agacha, decidido a meterse todo adentro, la escena funde a negro y aparece el título en letras blancas, con el sonido de la nariz de Leo como única banda sonora. El plano de la nuca hace temer una de esas películas en las que la cámara toma a los personajes siempre desde atrás, como si los persiguiera, un clásico del cine independiente argentino de hace unos años. En ellas los directores parecían esconderse de sus criaturas, como si en lugar de registrar una historia la estuvieran robando. No es por ahí por donde Sesma encara a Leo, a quien en lugar de espiar prefiere acompañar. Él es un profesor de literatura que toma merca en el baño de la universidad y fuma en el aula, aunque sabe que no debe. Conductas que no se vinculan con lo recreativo, sino con una pulsión autodestructiva, emergente de una situación emocional complicada. El tipo se acaba de separar y ahora duerme en un colchoncito en el piso del quincho de la casa que era de los padres de un amigo, quien le habilita el espacio hasta que la propiedad se venda. En el laburo no le va mejor y además empieza a coquetear con una alumna. Con este miedo al futuro presenta a Leo de forma cruda, apostando a que el espectador no se encariñe con él. Al principio el retrato destaca su carácter hostil y desconsiderado, mostrando un personaje desbordado por el enojo y propenso a los excesos. Pero a medida que avanza también va apareciendo de a gotas su dolor. Es evidente que hay un primer motor oculto que explica esa actitud agresiva frente a casi todo, pero el director (que también es guionista) acomoda los elementos del relato de tal forma que recién sobre el final aparecerá alguna respuesta. Como Sesma ha tomado la decisión ética de mantenerse junto a su protagonista (y no detrás de él), esa revelación adquiere la forma de una justificación. A través de ella parece querer forzar la empatía del espectador, quien hasta ahí había sido inducido a tomar distancia del protagonista. En consonancia con esa actitud compasiva, el final aflojará algunas tensiones, permitiéndole a Leo cierto alivio. En ese mismo sentido el título de la película puede resultar demasiado explicativo, como si se tratara del diagnóstico que un psicoanalista le da a su paciente al inicio de la sesión, sin esperar a conocer cuál es la historia que este tiene para contar. Un gesto tranquilizador.
Ahora los comics tienen cara de mujer Después del éxito que le reportó a DC Comics la exhumación de la Mujer Maravilla, los rivales de Marvel lanzan al ruedo predominantemente masculino de los superhéroes a su propio producto femenino, donde a pesar de su protagonismo esta Capitana no deja de ser un objeto. Precedida por una expectativa enorme, finalmente se estrena Capitana Marvel, la primera película de los estudios Marvel que tiene como protagonista a una súperheroína. Demora que no resulta nada extraña si se tiene en cuenta que el mundo clásico de los superhéroes es en esencia un espacio (otro) de amplio predominio masculino. El enorme universo cinematográfico que Marvel construyó en la última década sirve como botonazo de muestra. Dentro de una serie que ya acumula más de dos decenas de películas, Capitana Marvel es la primera en la que una mujer lidera la acción. La batalla femenina es además la primera que Marvel pierde frente a su rival de toda la vida, DC Comics, quien hace dos años picó en punta con el estreno de Mujer Maravilla, que se convirtió en uno de los títulos más exitosos de un catálogo que reúne a verdaderos pesos pesados del genero, como Batman o Superman. El surgimiento de la fuerza femenina es, claro, parte fundamental de Capitana Marvel. Porque si bien no se aparta de las estrictas recetas del libro de cocina de las películas de superhéroes, incluyendo cada condimento indicado en ellas, también es cierto que hay pequeños detalles que delatan un ligero corrimiento del punto de vista. Por supuesto no debe esperarse una película feminista (la conservadora Hollywood todavía no está preparada para tanto), pero si una que se permite cargar al machismo con algunas chicanas divertidas. Como la escena en la que los malos escanean a un gato, al que el proceso cataloga como una especie altamente peligrosa, pero cuando analizan a Samuel L. Jackson en el papel de Nick Fury (o Fury a secas), el resultado arroja que el nivel de peligro del macho humano es escaso o nulo. Por supuesto Fury tratará de dejar bien parado el honor de los muchachos, afirmando con cara de sorpresa que el escáner debe estar descompuesto. Media docena de chistes de tono similar confirma que se trata de un juego planificado para funcionar como reflejo oportuno del estado del mundo. Un elemento no tan novedoso es la explotación de las tendencias del retro y el revival. Una herramienta que Marvel ya utilizó con éxito en la saga de Los guardianes de la galaxia, que abrevaba con pasión fetichista en la fuente pop de los años ‘80. Producto de marketing al fin, Capitana Marvel, dirigida por la pareja creativa que integran Anna Boden y Ryan Fleck, explota la cultura popular de la década siguiente, haciendo que su historia transcurra en la dimensión de los ‘90. Decisión que impacta sobre todo en la banda sonora, integrada por clásicos que van de Nirvana a No Doubt, pasando por Garbage y REM, entre otros. Pero también en detalles de contexto, como las alusiones al grunge, a películas como Mentiras verdaderas (James Cameron, 1994), al VHS o la prehistórica conexión a internet vía módem telefónico. Cosas que ya casi nadie extraña y que acá son recuperadas para sumar pasos de comedia. Pero no es solo por estos detalles que Capitana Marvel es esperada con tanto nervio en el reino de “Nerdlandia”. También se trata de la primera producción de Marvel que se estrena tras la muerte de Stan Lee, factotum de esta verdadera fábrica de héroes y, por supuesto, hay homenaje. Además se sabe desde hace mucho que la figura de la heroína será clave en la trama de Endgame, la próxima entrega de los Avengers, que se estrenara partida en mitades entre este año y el próximo. Algo que se confirma en la primera escena de post créditos (hay una segunda al final de todo). Por suerte la película consigue trascender ese carácter de mero eslabón de transición para llegar al destino final (Endgame). Y lo hace a partir de argumentos sólidos, como dotar a los bandos enfrentados de suficientes claroscuros como para que los buenos tengan sus sombras y los malos sus virtudes. Por supuesto que el final de la película marca claramente quién es quién, separando a víctimas de victimarios, dejando de un lado a los héroes y del otro a los villanos, pero con matices que ayudan a enriquecer la construcción de varios personajes. De modo que, sin ser revolucionaria, Capitana Marvel se las arregla para no reproducir una mirada plana y unívoca de la realidad, algo que no es tan fácil de encontrar en este tipo de productos de alto impacto, surgidos de las fraguas del cine estadounidense.
Británicos de guante blanco A la manera de las películas de robos perfectos de medio siglo atrás, el policial protagonizado por el legendario actor inglés, que tanto hizo por el género, vuelve a reunirlo con un elenco de viejos compinches, como Jim Broadvent, Michael Gambon y Tom Courtenay. No debe haber nada más británico que las películas sobre ladrones de guante blanco, sobre bandas que planifican finísimos golpes maestros para saquear la bóveda de un banco, o los robos de diamantes en joyerías de máxima seguridad. En todos los casos realizando la menor cantidad de disparos posibles, diferencia fundamental con las películas de estos subgéneros del policial que se filman al otro lado del Atlántico. Lo que tienen en común toda esta clase historias es que alguna vez el grandísimo Michael Caine --sinónimo de todo lo que se entiende como británico a la hora de hablar de cine-- estuvo involucrado en ellas. Por eso no extraña que al frente del elenco de Rey de ladrones, del director inglés James Marsh, basada en la historia verídica de un grupo de viejos delincuentes que deciden robar una bóveda llena de oro y diamantes, se encuentre la todavía elegante figura de Caine. Su estampa es un sello de calidad que garantiza el verosímil de un relato que parece anacrónico no solo en términos reales, en tanto la hipervigilancia del siglo XXI ha vuelto casi impracticables a este tipo de golpes basados en el ingenio, sino también para el cine, teniendo en cuenta que estas películas tuvieron su era dorada entre las décadas de 1960 y 1970. Marsh lo sabe y por eso decide comenzar la suya intercalando en la secuencia inicial de títulos escenas de clásicos del género, como Su primer millón(Charles Crichton, 1951) o El asalto audaz (Peter Yates, 1967), para dejar claro cuál es el imaginario sobre el que se va a mover Rey de ladrones. Un mecanismo que volverá a utilizar de un modo diferente sobre el final. Basada en dos artículos periodísticos publicados en el diario británico The Guardian y en la revista Vanity Fair, Rey de ladronesreconstruye el último de los que fuera denominado El Robo del Siglo en el Reino Unido, en el que un grupo de cinco viejitos se llevó un botín que la policía y las compañías aseguradoras estimaron en 14 millones de libras esterlinas. Unos 19 millones de dólares. Pero Marsh no tiene apuro para llegar hasta ahí, sino que le interesa que el espectador sepa algo más de los extravagantes protagonistas. A través de ellos se encarga de abordar otros temas que, ocultos detrás de la máscara del asalto, son en realidad los que permiten entender la pulsión de vida que motoriza a los personajes. Porque Rey de ladrones encara el tema del ladrón de guante blanco desde una óptica crepuscular, sabiendo que los mejores tiempos quedaron atrás, pero con una enorme necesidad de creer que todavía se puede. Así, el volver a robar conjura al deseo de recuperar la despreocupación y la irresponsabilidad de la juventud, la necesidad vital de creer que se puede tener de nuevo todo aquello que alguna vez se amó, incluidas las personas, pero que el tiempo se ha ido llevando de a poco. Y Marsh, quién ganó un Oscar en 2008 por su estupendo documental Man on Wire, maneja con pericia esas piezas. La muerte de la esposa de Brian (Caine) es lo que desencadena la crisis. Hasta ahora la mujer había funcionado como dique de contención, un placebo que impedía que el protagonista volviera a caer en la tentación. Pero ya sin ella la vida de Brian pierde su razón de ser, hasta que un jovencito lo revive proponiéndole un golpe a las cajas de seguridad donde se guardan algunas de las joyas más valiosas del Reino Unido. Con esa excusa vuelve a reunir a sus viejos compañeros (entre ellos varias glorias del cine como Jim Broadvent, Michael Gambon y Tom Courtenay), a quienes propone volver a las andadas. Marsh avanza por el relato con paso seguro, sabiendo que en la intriga está la clave de su película, sin olvidarse de jugar las oportunas cartas de la comedia, esenciales en este tipo de relatos. Pero sin condescendencia. Por supuesto que el director deja que el espectador se encariñe con esta no siempre simpática pandilla, pero nunca olvida que trata con delincuentes. Rey de ladrones se mueve entre estos dos extremos con encanto y espíritu nostálgico.
Golpeando por debajo del cinturón La directora libanesa narra la ordalía de un chico de la calle, preso en una cárcel para adultos, condenado a cinco años por haber apuñalado a un hombre. Nominada al Oscar en el rubro Mejor Película en Lengua Extranjera, donde competirá contra el caballo del comisario, la ubicua Roma de Alfonso Cuarón, Cafarnaúm, la ciudad olvidada es el tercer largo de la celebrada cineasta libanesa Nadine Labaki. Celebrada porque sus películas anteriores -Caramel(2007), ¿Y ahora a dónde vamos? (2011)-- le valieron una merecida fama de artista sensible, que se tradujo en una nutrida agenda en festivales como Cannes, Rotterdam, San Sebastián o Toronto. En varios de ellos incluso ganó premios del público, detalle que habla de su facilidad para conectar con el espectador. Ambos trabajos dan cuenta además de su buen pulso para moverse entre el drama y la comedia, sin que ello signifique abordar con ligereza temas complejos como la condición femenina o el peso de las identidades religiosas en el mundo árabe. Si bien todo esto también forma parte de Cafarnaúm, existen esta vez una serie de elementos que rompen el equilibrio que Labaki había logrado en su obra previa. Acá narra la vida de Zain, un niño libanés de doce años que parece más chico, protagonista excluyente de la película. La misma avanza siguiendo el devenir de sus penurias que, se intuye, no son más que el reflejo de una realidad inevitable para los nenes de las clases bajas de países como Líbano, Siria, Palestina o Afganistán. Pero también para los que han nacido en la mayoría de los países de África o América latina. Incluida la Argentina, donde la pobreza es una epidemia en plena expansión y los abusos contra menores no son precisamente infrecuentes. Cafarnaúm comienza con unos chicos jugando a los soldados en las calles de un barrio pobre. Aunque llevan armas hechas de madera y botellas de gaseosa vacías, no es difícil reconocer en sus movimientos una íntima familiaridad con los paisajes bélicos. Pero Labaki no está interesada en el panorama geopolítico, sino en tratar de pegarse a Zain para convertirse en testigo de su intimidad, responsabilidad que a través de su película traslada al auditorio. Así se sabrá que Zain está preso en una cárcel para adultos, condenado a cinco años por haber apuñalado a un hombre. "A un hijo de puta", dice Zain ante el juez que instruye la causa que el chico, ya preso, decide llevar contra sus propios padres, acusándolos de haberlo traído al mundo. A partir de ahí, dando un salto temporal hacia el pasado, Labaki reconstruirá el camino que su personaje debió recorrer para llegar hasta ahí. Zain trabaja más que sus padres para mantener una familia que comparte con cinco o seis hermanas menores. Y se preocupa por ocultar la llegada a la pubertad de una de ellas, Sahar, de once años, y así evitar que la entreguen en matrimonio a un tipo de casi 30. No lo conseguirá, claro. Entonces escapará de su casa y hará amistad con Rahil, una inmigrante africana que lo lleva a vivir con ella a su casilla de chapa. Ahí cuidará al bebé de la mujer mientras ella va a trabajar. Hasta que Rahil es detenida por ilegal y Zain se queda solo. O no tan solo: ahora tiene que cuidar a un bebé. Cafarnaúm no ahorra golpes de efecto, algunos sensiblemente bajos, para contar las desgracias de Zain, lista que acá se deja incompleta para evitar el spoiler, pero que se irá poniendo cada vez peor. También es cierto que Labaki consigue momentos de humor y ternura incluso en medio del horror más grande, y que el pequeño Zain Al Rafeea se luce en la piel del protagonista. Sin embargo el objetivo final es retratar la miseria, el dolor y la furia de Zain sin filtros, con crudeza y sin piedad. Ahí aparecen las preguntas y sobre todo una: ¿Por qué? Todo ser humano sensible, incluido el argentino de clase media, intuye que la realidad es un abismo, un infierno en el que la mayoría sufre más de lo que le es dado imaginar. El mundo es una mierda, sí. ¿Pero alcanza ese argumento para crear un personaje con el único fin de herirlo a discreción, de provocarle todos los daños posibles frente a un auditorio, solo para ilustrar que el mal existe? ¿Alcanza con la excusa de que el mundo es un lugar espantoso para convertir al cine en un dispositivo de agresión, que tiene como primera víctima a su propio protagonista y a través de él al conjunto de los espectadores? Preguntas difíciles que cada espectador deberá responder solo frente a la pantalla (o no). La película de Labaki habla por ella con elocuencia.
El primer héroe adulto mayor A los 67 años, el recordado protagonista de La lista de Schindler no para de hacer películas de acción en las que siempre tiene que pelear él solo contra el mundo. Venganza no es la excepción, pero tiene el beneficio de contar con un nuevo y bienvenido ingrediente: el humor. Desde que en 2008 protagonizó Búsqueda implacable, el nombre de Liam Neeson se convirtió en sinónimo del héroe de acción entrado en años. Y un poco más también: al momento del estreno de Venganza, del noruego Hans Petter Moland, el actor irlandés que se hizo mundialmente famoso con La lista de Schindler (1993), opus magnum de la filmografía “seria” de Steven Spielberg, está cerca de cumplir 67 años, extendiendo su rango heroico hasta la tercera edad (o casi). Desde entonces y contando los dos mencionados, son diez los títulos cuyos argumentos pueden resumirse en una sola frase: “Liam Neeson ahora pelea solo contra todos para...” La línea de puntos debe completarse con diferentes opciones: a) salvar a una hija/hijo de diferentes mafias; b) recuperar su memoria y averiguar quién lo quiere matar; c) resolver un crimen durante un viaje en avión/tren/otros; d) sobrevivir a una manada de lobos en la nieve; e) vengar el asesinato de un pariente muy cercano. A la última categoría pertenece Venganza. El muerto esta vez es un hijo y el objeto de su ira serán los miembros de un cartel narco dirigido por un dandy y psicótico, en alguna parte helada de Estados Unidos o Canadá. En contra de lo que se podría suponer, estas diez películas funcionan lo suficientemente bien como para que los guionistas sigan produciendo material a su medida. Y en especial esta última, que le aporta un nuevo y bienvenido ingrediente a la repetida receta del cóctel Neeson: el humor. En Venganza hay muchos y muy diversos tipos de humor y a todos ellos Moland los maneja con un timing que cualquier director de comedias le envidiaría. De diálogos filosos a lo Tarantino hasta el absurdo, pasando por un humor naíf al que el contexto vuelve negrísimo, el director noruego se vale de todos los recursos y de una amplia paleta de personajes secundarios para aligerar la trama violenta y muscular, cuyo garante es, por supuesto, el propio Neeson. Pero aún cuando la risa es parte fundamental de su éxito, de ningún modo se trata (solo) de una comedia. Como tampoco es nada más que un drama, un policial o una película de acción. En la suma de los elementos que le dan forma a Venganza ninguno de los términos es más importante que el resultado final. El producto es una película de trama ajustadísima, donde todo encaja a la perfección. Además es la primera vez que este personaje del vengador/justiciero empujado por circunstancias que le son ajenas, no ha sido escrito pensando en Neeson. Venganza es el remake de la película noruega Por orden de desaparición (Kraftidioten, 2014), protagonizada por el sueco Stellan Skarsgård y también dirigida por Moland, que tuvo un auspicioso paso por la Competencia Oficial de la 64° Berlinale y que en Argentina solo se proyectó en la edición 2015 del desaparecido Festival Pantalla Pinamar. Muchos de los aciertos de Venganza son herencia recibida de Por orden de desaparición, al punto de que por momentos parece fotocopiada. Lo cual no está mal teniendo en cuenta que en el original todo funcionaba de modo igualmente preciso. Sin embargo hay algunos cambios, notorios más por el efecto que causan que por su incidencia en la trama. El caudal humorístico es uno de ellos, mucho más abundante y ajustado en esta nueva versión, generando que la película pierda casi por completo cierto tono oscuro que definía a la versión noruega. El otro cambio es el personaje del malo. No es que haya muchas diferencias en el perfil del narco obsesivo, sociópata y padre de familia interpretado acá por Tom Bateman y en la otra por Pål Sverre Hagen. Ambos resultan muy atractivos en términos dramáticos y funcionan como contraparte perfecta del héroe. La diferencia es que Hagen consigue ir unos pasos más allá que Bateman en la crueldad y falta de empatía que muestra su personaje, haciéndolo por un lado más intimidante pero también más divertido. Y ya se sabe lo importante que es el villano de una película: cuanto más malo, mejor; y en eso lleva ventaja la original.
La gracia sigue, la sorpresa no Cuando se estrenó, a finales de 2017, Feliz día de tu muerte representó una sorpresa tan módica como grata en el territorio de las películas de terror producidas por la fordiana línea de montaje hollywoodense. Dirigida por Christopher Landon –que no es otro que el hijo del actor Michael Landon–, aquella película contaba la historia de Tree, una joven un poco hueca y superficial que era asesinada en un campus universitario la noche de su cumpleaños. Lejos de morir, la pobre se veía envuelta en la maldición de despertarse una y otra vez en el mismo día, el de su muerte. Aunque es verdad que había cierto componente aleccionador en ese recurso repetitivo –ambos elementos “heredados” de Hechizo de tiempo, la obra maestra de Harold Ramis–, la película atravesaba con verdadera gracia cada situación, atreviéndose a jugar con el humor negro y hasta el slapstick. De hecho, es mucho más apropiado calificarla como comedia que como film de terror, aunque también encaja perfectamente en el subgénero de los slashers. Resultaba difícil imaginar que la película pudiera tener una continuación; sin embargo, el buen rendimiento en las boleterías consiguió que una vez más se produzca el milagro de la secuela. Dirigida de nuevo por Landon, que ahora también es guionista, Feliz día de tu muerte 2 mantiene el mérito de su gracia aunque pierde, por supuesto, algo de sorpresa. Aun así, el hijo de Charles Ingalls se las ingenia para encontrar una vuelta de tuerca que funcione como disparador. En primer lugar, hace que esta vez quien padece la maldición sea Ryan, un nerd que en la primera era apenas un personaje secundario, quien junto a dos compañeros lleva adelante un proyecto de ciencias que resulta ser lo que provoca el inicio del ciclo de repeticiones. De esa forma, aquello que en la película anterior solo podía explicarse desde lo mágico o fantástico acá pasa a tener un origen científico. Por supuesto, Tree será la única que pueda ayudar a Ryan a resolver el laberinto temporal, pero como ocurre con todos los experimentos en el cine, algo saldrá mal. Tanto, que la maldición volverá a cambiar de dueño y caerá otra vez en la pobre e iracunda joven. En ese punto, la película complejiza el asunto de las repeticiones con la teoría de los universos paralelos, haciendo que Tree se encuentre ahora dentro de una realidad que a partir de ligeros cambios ofrece grandes diferencias. Un dilema ético que la obliga a elegir en cuál de esas realidades tiene más ganas de vivir (o de morir). El problema que se lleva puesta a esta secuela es su necesidad de expresar un mensaje de forma explícita. Es cierto que ese elemento ya estaba presente en el primer episodio, pero la potencia del artificio cómico del ciclo de repeticiones conseguía absorberlo, limitándolo a un espacio visible pero secundario. A diferencia de eso, en Feliz día de tu muerte 2 el elemento aleccionador se vuelve primordial en la resolución del dilema, anteponiendo una intención moral al mecanismo cinematográfico, debilitando el lado cómico y entorpeciendo el resultado final.
La máquina que se autopercibe mujer La idea de adaptar la novela gráfica era un viejo proyecto de James Cameron, que trabajó en el guión con Rodríguez. Allí se cuenta la historia de una androide cuyos restos son hallados en un basural por el doctor Ido, quien la reconstruye y adopta como su hija. La nueva película del director estadounidense de padres mexicanos Robert Rodríguez es en realidad un proyecto que James Cameron, director de Titanic, relegó durante la segunda mitad de la década pasada para abocarse a la realización de Avatar (2009), el mayor éxito comercial de la historia del cine hasta el momento. Se trata de Battle Angel: La última guerrera, adaptación de la historieta japonesa GUNNM, creada a comienzos de los años 90 por Yukito Kishiro, donde se cuenta la historia de una androide adolescente cuyos restos son hallados en un basural por el doctor Ido, quien la reconstruye y adopta como su hija. Al reiniciarse, la joven cuyo cuerpo combina lo mecánico con un cerebro humano descubre que ha perdido la memoria, pero cuando comienza a revelar casi de forma inconsciente enormes habilidades para la pelea cuerpo a cuerpo, el misterio por ese pasado olvidado se vuelve una obsesión. Aunque a primera vista la adaptación parece muy obediente de la obra original, lo cierto es que los guionistas Rodríguez, Cameron y Laeta Kalogridis se encargaron de “occidentalizar” el cuento, modificando detalles importantes. Por ejemplo, radicalizando el vínculo que el doctor Ido desarrolla con Alita, a quien en el comic bautizaba igual que a su gata, pero que en la película recibe no solo el nombre de una hija muerta, sino también el cuerpo robótico que este había construido para intentar sin éxito salvarle la vida. Ese detalle por un lado acentúa el vínculo con la historia de Pinocho, escrita a finales del siglo XIX por el italiano Carlo Collodi, pero también aporta un trasfondo mucho más freudiano que acerca a Battle Angel al espíritu de las tragedias clásicas. La mención a Pinocho permite trazar otras relaciones. En primer lugar, la que la protagonista mantiene con Astroboy, personaje fundacional del manga y el animé japoneses creado por el padre de esos géneros, Osamu Tezuka, que también estaba inspirado en la obra de Collodi. Los tres personajes –Pinocho, Astroboy y Alita– no solo tienen en común el hecho de ser avatares de lo humano, en los que sus creadores depositan el dolor de sus paternidades fallidas, sino que en los tres casos se trata de muñecos dotados de conciencia, cuyas existencias ponen en cuestión los límites de lo humano. En esa hibridación radica uno de los puntos de apoyo en los que se sostiene la adaptación de Rodríguez y Cameron. Una hibridación que no solo llevan más allá de lo específicamente tecnológico, sino que amplían a cuestiones étnicas y de clase. Esto último, que ya se hallaba presente en el comic, se expresa de forma muy gráfica, dividiendo a la sociedad en dos mitades: la clase alta que habita en Salem, la última de las ciudades flotantes, y la clase baja que vive en la proletaria Iron City, en la superficie del planeta. Pero en la película este asunto se traslada además a la cuestión “racial”: arriba la elite blanca; abajo un mejunje multicultural de descastados. No es casual que Iron City haya sido diseñada como una populosa ciudad tercermundista y que, vista desde los Estados Unidos, su estética redunde en una clara representación del otro lado de la frontera. De ese modo, la idea de la migración como búsqueda de ascenso social se vuelve literal y el fantasma del muro trumpeano se pasea, apenas disimulado, a lo largo del relato. Todas son ideas que el sudafricano Neil Blomkamp utilizó de manera casi idéntica en su película de 2013, Elysium. Es cierto que en su afán de convertir a una historieta de culto en un blockbuster, sus responsables se pasaron un poco de la raya en eso de tender puentes hacia distintas formas del relato popular, como la novelita teen, el melodrama lacrimoso o directamente el culebrón familiar. Aún así Rodríguez –cuya filmografía muestra un claro fervor por las historias infantiles– consigue imponer su habilidad para contar simple y entretener, aunque siempre con esos límites marcándole la cancha desde lo narrativo. Sin embargo, hay algo en Battle Angel que trasciende todo eso y que tiene que ver con el concepto de autopercepción y construcción de la propia identidad, convirtiéndola en un símbolo de época. Alita debe construirse a sí misma, ya que aún siendo máquina se autopercibe mujer y del mismo modo es percibida por los demás. Y una mujer que además pisa fuerte en un mundo de hombres, un detalle para nada inocuo en tiempos de Harvey Weinstein, #meetoo y #NiUnaMenos.