Para los mensajes, mejor el cartero Pensada esencialmente para menores de 12 años, esta tercera parte de la saga pone demasiado el acento en los buenos propósitos y los enuncia en voz bien alta cada vez que puede, haciendo que los jóvenes vikingos y sus mascotas pierdan el espíritu de aventura. ¡Qué tiempos aquellos en los que las películas se terminaban cuando aparecía la palabra “Fin” y la frase que afirmaba que “las segundas partes nunca fueron buenas” era habitual en las charlas de cine! Hoy se ha impuesto la dictadura de la secuela y entonces no queda otra que mirar ese pasado con nostalgia, incluso cuando muchas veces las segundas partes no solo son buenas, sino que hasta mejores que las primeras. En la mayoría de los casos –y la saga animada Cómo entrenar a tu dragón es un claro ejemplo de eso– apenas se trata de utilizar bien el oficio para darle al público lo que quiere, que es la mejor forma de recaudar. Y ya se sabe que casi ninguna apuesta paga mejores dividendos en la actualidad que el cine para chicos. De eso se trata, resumiendo, esta tercera parte de la historia de los jóvenes vikingos que aprendieron a convivir con los dragones como si se tratara de perros o gatos. Para no ser injustos es posible aclarar que a esta altura los grandes estudios de animación –y Dreamworks Animation es uno de ellos– han perfeccionado tanto el negocio, que difícilmente alguno de sus productos merezca el repudio. Dicho y hecho, Cómo entrenar a tu dragón 3 cumple con los estándares de calidad de entretener a los chicos sin aburrir mortalmente a los padres y resaltar uno o dos buenos valores, para hacer de los niños del presente las buenas personas del mañana. Muy lindo todo. Claro que no a todo el mundo –empezando por el maestro Alfred Hitchcock– le parece conveniente que el cine se proponga como meta explícita dejarle al espectador un mensaje edificante. Sin entrar en una discusión complicada como la de “mensaje, sí, mensaje no”, se puede convenir que todo aquel truco cuyo mecanismo quede a la vista del espectador es fallido por definición. Pero si además directamente no hay truco y la película misma, por boca de sus personajes, se ocupa de hacer que todo tenga lugar en el territorio de lo manifiesto, más que de fallido se debe hablar de fallado. Parece demasiado que un personaje, el malo, afirme con marcado nihilismo que el amor y la pérdida son inseparables porque “con uno viene la otra”, dejándole el contraataque servido a uno de los héroes para que arremeta con algo parecido a “si amas a alguien déjalo libre”. Ahora bien, ¿no es exagerado afirmar que eso arruina la experiencia? Puede ser, un poco, porque es cierto que la película tiene momentos disfrutables, sobre todo si usted tiene menos de 12 años de edad. Pero los que ya estén un poco más grandes, como los que pagan las entradas con su propia billetera, seguro notarán esos ases bajo la manga. Aún así es posible ensayar una defensa, diciendo que se trata de un producto pensado para niñas y niños y que sin duda la pasarán bien. Y no es que los más grandes la vayan a sufrir, aunque será inevitable que repasen mentalmente la lista de las películas infantiles que se han convertido en inolvidables. Y sin ser de las peores, Cómo entrenar a tu dragón 3 es una de esas destinadas a quedarse a mitad de tabla.
Cuando las brujas arman otro aquelarre Lejos de respetar las escrituras sagradas del original, el director de Llámame por tu nombre filmó una película distinta. Atrevimiento: esa es la palabra que mejor define la decisión del director italiano Luca Guadagnino de filmar un remake de Suspiria, la obra maestra del giallo a la que Dario Argento le puso su firma en 1977. Atrevimiento en todas sus acepciones. Por un lado, porque hace falta valor para atreverse a dar ese paso tras haber tocado el cielo con las manos con su trabajo anterior, Llámame por tu nombre, un drama sobre un adolescente que despierta a su primer amor homosexual, que sorprendió con varias nominaciones a los Oscar en 2017. A priori no parece haber nada más alejado de esa película (delicada, sensible, naturalista) que Suspiria, la original, un film de terror que se hace fuerte en el artificio y la exageración. Pero también se puede pensar ese atrevimiento desde el extremismo del fanático, como insolencia, como lisa y llana caradurez: ¿qué tiene que hacer este tipo, que dirigió esa novelita rosa, con un clásico intocable y genial como la Suspiria de Argento? Por supuesto que llama la atención el contraste entre el trabajo que encumbró a Guadagnino en la meca del cine y este segundo paso a nivel global, que para nada aparece como el más lógico. Y por supuesto que también tiene el derecho de meterse con Suspiria y con todo lo que se le antoje, si a priori hasta contó con el aval del propio Argento como productor y en este caso no hay voz más autorizada que la suya, por más que los fanáticos pataleen. Y no caben dudas de que van a patalear, porque lejos de respetar las escrituras sagradas del original, Guadagnino filmó otra cosa, lo que se le ocurrió, una película distinta. Otra película. Algo que dicho así parece una obviedad, pero que quizá no lo es tanto para aquellos que pagan la entrada esperando encontrarse con la misma película de hace 40 años. Y no. No queda nada de aquella puesta en escena deliberadamente irreal, con decorados sobrecargados, actuaciones ídem y una paleta de colores puros y saturados, entre los que predominaban el verde, el azul y sobre todo el rojo. Nada de esa banda sonora exasperante y frenética, pero también sugestiva y amenazadora. Guadagnino se aparta de todo eso con un solo e inesperado movimiento: el de poner un pie sobre la realidad. Aunque el relato está ambientado en Alemania en 1977, como el original, el modelo 2018 se preocupa por establecer cuál es el mundo en que se desarrolla su historia. Una Alemania dividida entre el este y el oeste, golpeada por la violencia revolucionaria de la década de 1970, donde agrupaciones como la famosa Baader-Meinhof ponían bombas y tomaban rehenes por todas partes. Una ciudad de Berlín gris, arratonada, en la que la presencia del muro impone su aura opresiva a la vida cotidiana. Con valentía, Guadagnino avisa desde el minuto cero que se tomó muy en serio eso de destruir el original. Tanto, que revela en las primeras escenas un detalle que en la película de Argento recién tomaba forma en el último tercio. La protagonista, Suzie Bannion, llega desde los Estados Unidos a una prestigiosa academia de baile que resulta ser el hogar de un aquelarre, cuyas brujas utilizan ese espacio para conseguir chicas jóvenes para usar en sus rituales secretos. Pero descubierto el truco final, ¿hacia dónde se dirige Guadagnino? Eso está por verse, pero no en estas líneas, sino en el cine. El director italiano reordena las piezas, agrega, aumenta, arboriza para convertir lo que era un simple cuento de terror en una película que quiere mostrarse compleja e inteligente. Es ahí donde tal vez Suspiria muerde la banquina de sus propias pretensiones y patina. El desliz de Guadagnino no está en la sana búsqueda de apartarse de la obra que se propuso adaptar, sino en recargarla con subtramas que tienen la intención declarada de alcanzar el estatus de subtextos. Y, como si no confiara en la capacidad del espectador para tejer por sí mismo una red con esas referencias, el guión necesita hacer pie en lo explícito. “Todo es un desastre: lo de afuera, lo de adentro”, dice en un momento la protagonista, tratando de que a nadie se le escape el supuesto vínculo entre lo que ocurre en el interior de la academia de baile (la historia fantástica) y lo que ocurre en las calles de Berlín (las citas históricas). Igual que el “chiste” de poner a Tilda Swinton a interpretar tres papeles distintos, el pecado de la nueva Suspiria no radica en tratar de ser distinta de la de Argento, sino en su vanidad, en el esfuerzo por dejar su atrevimiento bien claro, para que todo el mundo lo note y se maraville.
Moises Ville, un cambalache bien nacional Hay un objetivo claro que se propone el documental La Jerusalem argentina, dirigido por Iván Cherjovsky y Melina Serber: articular un retrato de la ciudad santafecina de Moises Ville, primer asentamiento de los inmigrantes judíos llegados al país durante los últimos años del siglo XIX. Pero un retrato que si bien remite a los orígenes y la cronología de la ciudad, no pretende convertirse en un relato histórico sino pintar un fresco contemporáneo. Quien quiera saber cómo se fundó la ciudad, quiénes fueron los primeros habitantes, la historia de la inmigración judía en la Argentina o una biopic del Barón Hirsch deberán buscar otra película. En esta los directores se dedican a recorrer no la Moises Ville mítica, aquella donde nació la leyenda de los gauchos judíos, sino un pueblo en el que todo eso se reduce a un conjunto de edificios descascarados, a las salas de un museo abarrotadas de objetos y, sobre todo, a la memoria de unos pocos descendientes de aquellos fundadores. Pueblo rural convertido en pieza fundamental de la historia de la colectividad judía local, Moises Ville es hoy casi una ciudad fantasma. O al menos a esa conclusión se llega al ver las primeras imágenes del documental. De forma un poco caótica, la película va presentando su escenario como quien hace una enumeración: el campo, la sinagoga, la escuela, el club social, las casas. Las calles semivacías en las que sobrevive la arquitectura decimonónica, igual que en casi todos los pueblos de provincia, se extienden como pruebas irrefutables de que el tiempo dejó de pasar por ahí en 1910. Una teoría que la escasa presencia humana, que se reduce a unos cuantos ancianos, parece confirmar. Ellos y los perros, que están por todas partes, parecen los únicos habitantes de Moises Ville. Es cierto que a veces la puesta en escena se vuelve obvia: los ancianos del pueblo no son actores y puestos a interpretarse a sí mismos acaban por poner en evidencia el artificio. No importa: en los esfuerzos poco convincentes de esos viejitos de actuar “como si la cámara no estuviera” comienza a colarse otra realidad. Porque aquel carácter fantasmal tampoco es del todo real y una mirada más profunda revelará otras capas. Cherjovsky y Serber escarban a Moises Ville con su cámara como quien revuelve un hormiguero. Mientras más se meten, más se agita la vida en las imágenes que van captando. Así se sabrá que en la actualidad los judíos son minoría en su propio pueblo, que en la casa donde antes vivía un paisano ahora se mudó un testigo de Jehová y que los cristianos en todas sus variantes conforman el grueso de la población actual. Pero lejos del concepto de invasión, La Jerusalem argentina cuenta una historia de integración, de aceptación de las raíces del pueblo. Es cierto que algo de nostalgia y de tristeza también recorren la película, pero por sobre eso se impone la vital convivencia entre la Torá y la Fiesta del Choripán de la ciudad de Providencia que, junto a otras cosas, van haciendo de Moises Ville un cambalache bien argentino, que los directores presentan con ternura.
Un Frankenstein armado con ideas clásicas María es una adolescente lánguida y abúlica, más entristecida que triste, para quien todo en su vida parece un tormento. El diálogo con sus padres (un estricto y distante cirujano plástico y una madre depresiva) es casi tan escaso como lo que come: casi nada. En la escuela, lejos de pasar desapercibida es acosada por el patotero de turno y su corte de reidores. Apenas cuenta con una amiga, una chica superficial que tampoco es una gran compañera, y el compasivo novio de esta, que cada tanto la defiende de las agresiones. Una noche María descubre, oculta detrás del espejo de su habitación, la foto de una ecografía en la que se ven dos fetos. Esa misma noche su propio reflejo en el espejo del baño se revelará independiente. Luego del susto inicial, María comenzará un diálogo con esa otra, llamada Airam, que parece ser su opuesto perfecto. Lejos de ser un alma torturada, Airam es segura, sarcástica y su mirada transmite cierta malicia de la que María es incapaz. Aunque no se trata de una película de terror, sino más bien de un thriller fantástico, No mires comparte la genealogía estética de ese tipo de cine. Dirigida por el israelí Assaf Bernstein, quien alcanzó cierta popularidad como director de la serie de Netflix Fauda, No mires es como un Frankenstein montado con partes de ideas clásicas. Un poco de Carrie y otro poco de La mitad siniestra (novelas de Stephen King adaptadas al cine por Brian De Palma y George Romero respectivamente), una pizca de Jeckyll y Hide y dos cucharadas de El otro, film de culto de 1972 dirigido por Robert Mulligan. Todo eso saltado en el fondo de cocción de la teoría psicoanalítica. Ambas circunstancias –el no ser estrictamente una película de terror y su carácter de collage de ideas “prestadas”–, logran posicionar a No mires por encima de la media de las películas de género que se estrenan en la cartelera local. Pero sus referencias son inevitables, fatales de tan evidentes. Tanto que la vuelven obvia, predecible y anulan toda posibilidad de provocar la más mínima sorpresa en un espectador informado. Si además se suma cierta ingenuidad para resolver algunas cuestiones (la inversión del nombre de la protagonista es un ejemplo cabal), la defensa de No mires se vuelve más complicada. Se pueden mencionar la oportuna elección del reparto y su buen desempeño (aunque el desafío de interpretar a dos opuestos le quede un poco grande a la joven India Eisley); la densidad de algunos personajes, como los padres de María, interpretados por Jason Isaacs y la reaparecida Mia Sorvino; o cierta eficacia a la hora de crear climas. Nada de eso convierte a No mires en una gran película, aunque la alejan del repudio. Pero lo mejor de la película llega con su escena final, resuelta con un espejo. Con mucho ingenio, Bersntein diseña un dispositivo que remite al arte de lo cinematográfico que es un muy modesto pero poderoso hallazgo. Nada que salve a la película ni que lo vaya a volver famoso, pero que merece ser reconocido.
Una comedia que hace equilibrio sobre la tragedia Una mujer y un hombre se encuentran al mediodía en un restaurant de Tel Aviv, pero podría ser cualquier ciudad más o menos grande. No se ven desde hace 20 años y aunque él parece interesado por el encuentro, ella, que es quien lo arregló, no puede evitar algunos comentarios irónicos. Enseguida se pone a llorar y le cuenta que después de separarse supo que estaba embarazada y que decidió tener a aquel bebé que, a la sazón, es su hijo. Luego, conmovida, se levanta y se dirige al baño para recuperarse. Por un momento la película abandona los primeros planos para contemplarlo a él desde más lejos, como respetando la intimidad de ese personaje que parece haber acusado el impacto. Sin embargo, lejos de perder el control el hombre saca su teléfono y llama a su abogado, previendo la posibilidad de algún reclamo legal. Ese es Ariel, el protagonista, y esa personalidad pragmática y con cierta dificultad para la empatía es el punto de partida de Descubriendo a mi hijo, cuarta película en 27 años del israelí Savi Gabizon. Aunque el disparador es uno de los lugares comunes más visitados por el cine, apenas variado aquí por una ingeniosa vuelta de tuerca, Descubriendo a mi hijo no es lo que amenaza ser. Porque aunque el primer acto se mantiene dentro de un estricto registro dramático, se trata de una comedia oscura que hace equilibrio sobre la tragedia sin temor a dar algunos pasos en el vacío del absurdo. Adam, el hijo de Ariel, está muerto. El padre, que viaja para asistir a la ceremonia religiosa del entierro, comienza a conocer a quienes integran el entorno de Adam. Pero al principio el cambio de tono es tan inesperado que resulta confuso, porque es difícil decidir si se trata de un resbalón grosero o si realmente la película está tomando ese riesgo. La duda alimenta la curiosidad y Gabizon la aprovecha para llevar al espectador siempre un paso más allá, al menos por un rato. Descubriendo a mi hijo resuelve con ingenio el problema de poner en escena algunas preguntas difíciles. ¿Se puede amar a alguien a quien será imposible conocer en el sentido más material del verbo? ¿Se puede sufrir por la pérdida de lo que nunca se tuvo? Para responderlas la película se propone evitar el melodrama todo lo posible, desafío que consigue superar de forma parcial. Su eficacia es alta cuando la mentalidad pragmática de Ariel lo lleva a tratar de cerrar algunas cuentas pendientes de su hijo de formas poco ortodoxas o cuando actúa movido por la idealización del ausente, pero sin conocer del todo la naturaleza de su carácter. En esos momentos la película crece, moviéndose en el territorio de lo inesperado e incluso se permite alguna escena con agradables visos fellinescos. Es cierto que otras veces la película cede a la tentación de buscarle las cuerdas emotivas al espectador y en esos lances pierde parte de su sorpresa, pero incluso en esos momentos lo hace, por suerte, tratando de eludir los clichés.
La clase media al sol En Sueño Florianópolis, la directora de Mi amiga del parque vuelve a leer con certera sensibilidad el inconsciente argentino. Una vez más, brilla el humor leve pero siempre filoso, que caracteriza su cine. Una vez más Ana Katz vuelve a leer con certera sensibilidad el inconsciente del gen argentino. Y así, pintando su aldea, ofrece al mismo tiempo un fresco que puede ser un espejo de lo humano en un sentido más amplio. Porque siendo muy “criolla” en el trazo de las situaciones, en la composición de sus personajes, en el retrato de sus códigos y sus formas de vincularse con lo extraño de un mundo familiar, pero ajeno, Sueño Florianópolis es también poderosamente universal. Su quinta película, además, vuelve a evidenciar virtudes que se extienden por su filmografía completa. La solvencia en el manejo depurado de recursos como el humor, leve en apariencia pero profundo y filoso; una gran capacidad para desarrollar el drama sin ponerse solemne ni trágica; y la voluntad innegociable de sumergirse en sus criaturas para extraer de ahí lo que el relato demanda, sin exponerlas ni aprovecharse de ellas, pero sin caer tampoco en la tentación del maternalismo o la condescendencia. Todo esto para contar la historia de una familia tipo –madre, padre, hijo, hija–, que a comienzos de los ‘90 parten hacia las playas de la isla más argentina del Brasil, en un viaje en el que se juega mucho más que la promesa de descanso de unas simples vacaciones. Katz introduce el registro de época, un detalle importante del relato, de forma elegante: la ausencia de tecnología Smart, una remera de Nirvana, el modelo de los autos. La película arroja su ancla en esa posibilidad de salir al mundo que los primeros años del menemismo representaron para la clase media más pura y dura. Porque Sueño Florianópolis también funciona, de forma tangencial, como retrato de ese sueño de prosperidad, de aquel carpe diem que finalmente no resultó inocuo, del mismo modo en que estas vacaciones no lo serán para la familia protagónica. Pedro y Lucrecia componen un matrimonio de psicoanalistas que si bien ya no están juntos, tampoco están separados. En ese complicado estatus deciden emprender la excursión a Floripa. Junto con ellos van Flor y Julián, sus dos hijos, adolescentes pero no tanto como para no encarar el viaje con planes propios. Desde el comienzo la travesía dista mucho de ser soñada. Se quedan sin nafta en la ruta dentro de una auto viejo y sobrecargado; una parada imprevista en un hotel de mala muerte; la llegada a la casa alquilada a “dueño directo”, que resulta ser una pocilga. Claro que en cada una de estas instancias también existe el componente argento: chamuyarse a la conserje del hotel para que les permita meterse a los cuatro en una habitación para dos (y pagar por dos); salir rajando cuando el destino elegido dista de lo imaginado; el impagable portuñol italianizado de Mercedes Morán y Gustavo Garzón, extraordinarios en sus roles. Como si se tratara de la famosa Isla de la Fantasía de Ricardo Montalbán y Tatú, los cuatro personajes depositan en Florianópolis diferentes esperanzas. Si Pedro aspira a recomponer el vínculo con Lucrecia, esta en cambio parece más dispuesta a dejarse llevar por la situación. Mientras tanto los chicos, cada uno a su modo, comienzan a jugar con la idea de empezar a ser grandes. Como en un sueño, la idiosincrasia brasilera habilita con generosidad la posibilidad de cumplirle a cada uno esos y otros deseos. En ese punto la profesión de la pareja protagónica no resulta una elección aleatoria. Hay algo de proyección en esas vacaciones, algo de represión liberada operando en los personajes. En ese sentido la pareja de pacientes peleadores que Pedro y Lucrecia se cruzan por todas partes (y de los cuales se ocultan), funciona casi como un acto fallido. En los escandalosos enfrentamientos públicos de esos otros, que al mismo tiempo los avergüenza y los divierte, tiene lugar de forma explícita lo que en ellos se da sotto voce. Y así como el viaje a Floripa es veladamente aspiracional, aquella pareja de pacientes, los Benítez, son capaces de convertir en acción y de poner en palabras todo lo que los protagonistas no saben cómo. Será que en casa de herrero… Por todo eso y más Sueño Florianópolis resulta, entre otras cosas, un espejo sublime de la clase media, de un momento histórico y de la argentinidad. Es decir: del ser humano.
Olmedo y Porcel, pero a la francesa Puestos a jugar a las ucronías e imaginando qué tipo de comedia podría hacer hoy el dúo integrado por los fallecidos Alberto Olmedo y Jorge Porcel, obligados a adaptarse a un mundo de mujeres revolucionadas, puede pensarse que la cosa no andaría lejos de Ena- morado de mi mujer, cuarto trabajo como director de ese emblema del cine francés que es Daniel Auteuil. De más está decir que si bien esta película podría significar un progreso para los famosos capocómicos, en el caso del francés la misma no le hace ningún favor. Como un reloj descalibrado, el film no solo atrasa en el tipo de humor que elige exhibir sino en cada uno de los rubros en los que se la evalúe. Daniel, interpretado por Auteuil, se encuentra con su amigo Patrick (Gérard Depardieu), al que no ve desde que éste se separó de su mujer, que además es la mejor amiga de la suya, Isabelle. Patrick le pide que arme una cena para presentarles a su nueva novia, Emma, una española 30 años menor. Pero Daniel teme que Isabelle se niegue a recibirlos por una cuestión de lealtad con su amiga. Es en ese momento que la película revela el recurso que la define, poniendo en escena la discusión que Daniel imagina tendrá con Isabelle cuando le sugiera invitar a la pareja. A partir de ahí Enamorado de mi mujer alternará entre la realidad y la imaginación del protagonista, que pasa de ser una nota al pie a adueñarse de a poco del relato. El hecho de que Daniel acabe alucinando con levantarse a la noviecita de su amigo convierte a la película en una versión ramplona de Las puertitas del Señor López, gran clásico de la historieta argentina. Pero su imaginación no lo llevará nunca hacia esos universos paralelos de erotismo y liberación que eran la marca registrada del personaje de Carlos Trillo y Horacio Altuna, sino que, por el contrario, nunca logra ir más allá del ceñido corset de la fantasía unidimensional del infiel. Pero con tan poco coraje, que al imaginar su propio fracaso el personaje termina convencido de que es mejor la realidad. Conclusión a la que jamás hubiera llegado López, para quien lo real representaba una cárcel, un monstruo del que era necesario evadirse. La película ofrece un final en el que el personaje de Auteuil, tras haber evaluado como un ajedrecista todos los finales posibles para su fantasía de infidelidad, concluye que el amor por Isabelle es más valioso que la aventura. “Mejor malo conocido…”, digamos, para resumir. La coda romántica con la pareja paseando en góndola por Venecia no permite segundas interpretaciones. Al final resulta que hasta las películas de Olmedo y Porcel eran mejores: al menos ellos elegían sus minas con total convicción y nunca por cobardía.
Cine catástrofe, pero a la manera nórdica Si bien no son habituales las sagas provenientes de cinematografías que no sean la estadounidense –mucho menos frecuente todavía es que estas se estrenen en la Argentina–, Terremoto, de John Andreas Andersen, vendría a ser la excepción a esa regla. No es esta la única rareza de este film producido, rodado y protagonizado por un elenco completamente noruego. Se trata además de un exponente clásico del cine catástrofe, género que por una cuestión presupuestaria pertenece a Hollywood de forma casi exclusiva. Pero ya con La última ola (2015), que el año pasado tuvo su estreno local y en el cual se desarrolla el universo original que ahora tiene continuidad en Terremoto, el cine nórdico había probado capacidad técnica para desarrollar propuestas de este tipo. Terremoto representa un paso adelante en ese camino, que además sostiene las virtudes narrativas del film anterior, que no por módicas dejan de ser virtudes. Aunque acá ciertas características de los materiales de construcción comienzan a mostrar algunos signos de fatiga. Lo mejor de la película es el balance entre el suspenso del segmento que pone en escena la calma que antecede al cataclismo del título y la tensión de la lucha por sobrevivir. Kristian Eikjord es un geógrafo que se convirtió en héroe al salvar mucha gente durante un tsunami que sumergió a un pueblito turístico enclavado entre los fiordos, acciones que motorizan a la película anterior. Ahora Kristian está sumido en su propio estrés postraumático, combinación letal entre la paranoia provocada por la posibilidad de que un hecho como aquel vuelva a sorprenderlo, su sentido de la responsabilidad por proteger las vidas que podrían verse afectadas por ello y la culpa que siente por los muertos que no pudo salvar. Todo esto lo ha llevado a volverse un ermitaño con algo de mesiánico al que su familia abandonó para instalarse en Oslo, donde intentan reconstruirse luego de la tragedia. La muerte de un colega, ocurrida en un derrumbe en uno de los túneles submarinos que ordenan el tránsito entre los fiordos de la capital noruega, activan los ataques de pánico del protagonista. Andersen juega bien sus cartas, en las que la amenaza de un sismo en Oslo se confunde con la inestabilidad emocional de Kristian. Los hechos terminarán demostrando que este no estaba tan “loquito” como las autoridades pretenden. El terremoto finalmente ocurre y la película lo muestra de forma impresionante, pero con una sobriedad que dista mucho de ese redoblar la apuesta de forma constante que tienen las películas estadounidenses del género. El último cuarto del relato le hace lugar a la lucha de Kristian por salvar a su esposa y a su hija, que han quedado atrapadas en los niveles superiores de un hotel de 34 pisos que amenaza con colapsar. El final, no del todo feliz, vuelve a marcar el contraste. A diferencia del omnipotente Dwayne Johnson, Kristian es noruego: eso lo vuelve humano y, por supuesto, falible ante el poder de la naturaleza.
Luchando contra la invisibilización Cuando en materia social se habla de invisibilización se suele hacer referencia a problemas que padecen las minorías, pero que son desconocidos por el grueso de las mayorías. Sin embargo lo invisibilizado no es lo mismo que lo invisible. Si esto último es aquello que cuya naturaleza misma lo vuelve imperceptible a los sentidos, lo invisibilizado necesita de la voluntad y el trabajo activo de alguien que se encargue de hacerlo desaparecer de la vista. Ese proceso tiene que ver en gran parte con la ausencia de dichos asuntos en las agendas de los gobernantes, de los políticos en general y de los grandes medios de comunicación, pero también con la pereza de las mayorías, que prefieren mirar para otro lado con tal de no perder la comodidad. El abandono y el saqueo que sufren los pueblos originarios que habitan el Gran Chaco, como los wichi o los qom, deben ser los dramas invisibilizados menos invisibles de la Historia argentina. El cine independiente, sobre todo el documentalismo, es uno de los espacios que más ha hecho para poner ese asunto bien a la vista de todos. Alcanza con recordar títulos recientes como Sip’ohi, el lugar del manduré (Sebastián Lingiardi, 2011), El etnógrafo (Ulises Rosell, 2012), o Toda esa sangre en el monte (Martín Céspedes, 2018), a la que ahora se suma Chaco, documental filmado a seis manos por Ignacio Ragone, Juan Fernández Gebauer y Ulises de la Orden. “Da igual si somos argentinos: a nosotros ninguna ayuda nos llega”, dice alguien, que con elocuencia describe la sensación permanente de abandono con la que conviven los miembros de estos pueblos. Serán muchas las voces que se sumarán a lo largo de los 80 minutos de este documental, en los que se combinan los testimonios en primera persona con un relato en off que le da al asunto una perspectiva histórica. Cada una de esas voces aporta su parte para darle al relato mayor profundidad, para tratar de abarcar el problema desde la mayor cantidad de ángulos posible. Se destacan entre ellas las de Pedro Balquinta y Melitón Domínguez, quienes fallecieron en 2015, durante el rodaje del documental a las edades de 106 y 80 años, lo que los convierte en testigos directos de matanzas y persecuciones. Sus relatos son invaluables. “Nosotros conocíamos el miedo, pero nunca habíamos visto demonios”, afirma el relato en off que acompaña una serie de animaciones sencillas pero estilizadas, que la película utiliza para destacar algunos hitos del vinculo entre los nativos y los hombres blancos. El eficaz manejo que los directores hacen del lenguaje cinematográfico está bellamente puesto al servicio de ese fin.
Terror doblado y estandarizado Varias curiosidades surgen del estreno de la película de terror rusa La sirena. La primera es justamente esa: la llegada de un título de origen poco frecuente para la cartelera local. Una rareza que la película misma se encarga de depreciar a medida que la proyección avanza, incapaz de entregar algo distinto de lo que cada semana ofrece el cine de terror horneado en el molde de la pereza. Más allá de algún detalle que intenta darle a la historia una pincelada de color local, este trabajo de Svyatoslav Podgaevskiy, especialista en películas de terror seriadas, La sirena podría haber sido filmada en Ohio, Idaho o cualquier otro sitio de los EE.UU. y nada cambiaría. Ya no se trata de usar los recursos aprendidos a través de los clásicos del género, sino de lisa y llanamente copiarlos, repetirlos hasta que el miedo se vuelva una experiencia vacía y por completo ajena para el espectador de películas como esta. Una curiosidad adicional se desprende de lo anterior. Aunque se trata de una película rusa, quienes paguen la entrada para verla no podrán disfrutar de la lengua de Chéjov, Dostoievski y Tolstoi. Pero ya no porque el ingrato vicio del doblaje al castellano neutro se haya extendido entre los estrenos, sino porque en este caso la versión subtitulada también está doblada… al inglés. Un detalle que subraya la dificultad de los espectadores contemporáneos para vincularse con un cine producido más allá de Hollywood, incluso en casos como este, en los que sus responsables han tratado de borrar toda marca de origen en aras de la estandarización. La tercera curiosidad es que en La sirena no hay sirenas y quienes quieran ver una deberán buscarla en otra parte. Es cierto que el ente maligno de turno es el espectro de una mujer que habita en las aguas de un lago y que busca vengar en cada hombre el desengaño que la llevó al suicidio en la Rusia rural del siglo XIX. Pero eso no la convierte en sirena. Ante esa falta de precisión uno puede elegir sentirse engañado por la falsa promesa de una criatura mitológica que resulta ser otro fantasma diseñado a reglamento. Pero también se puede ir en busca de otras películas que garanticen la posibilidad de encontrarse en la pantalla con estos seres mitad mujer y mitad pez. Para ello se aconseja recurrir a los catálogos de los últimos Bafici, en cuyas competencias se presentaron dos buenas películas de sirenas. En su edición de 2016 pudo verse The Lure, de la directora polaca Agnieszka Smoczynska, en la que dos de estas criaturas funcionan como extraño canal para recorrer los sórdidos años ‘80 en Varsovia, que marcan la caída del mundo soviético. Más acá en el tiempo, la Competencia Internacional de este año incluyó a Blue my Mind, de la suiza Lisa Brühlmann, cuya protagonista es una adolescente que va convirtiéndose en sirena, en una historia que aborda el extraño proceso de la pubertad de forma similar a como lo trabajó la escritora argentina Samanta Schweblin en su cuento Pájaros en la boca.