Huellas de una cofradía poética La película intenta retratar al grupo de poetas que participaron de la creación y casi inmediata desaparición de la revista 18 Whiskys, un hito dentro de la producción poética de la Argentina en los 90, y hoy objeto de culto. “Tener gente que te dice la verdad es central cuando estás escribiendo”, afirma Fabián Casas. “En la vida también”, amplía y completa Mario Varela, dándole a la escena el aire de cadáver exquisito que tienen las buenas charlas y que de algún modo hereda el documental La vida que te agenciaste, dirigido por el propio Varela. En él intenta retratar al grupo de poetas que de manera central o lateral participaron de la creación y casi inmediata desaparición de la revista 18 Whiskys, un hito dentro de la producción poética de la Argentina en la década de 1990, a la que el tiempo convirtió en objeto de culto. “El pasado es un lugar atractivo”, dice Laura Witner. “Da la sensación de estar cerrado y empaquetado, pero apenas lo mirás se desempaqueta”. Como un explorador, quizá influido por el oficio de guía de montaña que desempeña en Bariloche, Varela va en busca de las huellas de ese pasado con la intención de hacerlas confluir en el presente, un cuarto de siglo después. Y fracasa. Aquella cofradía que intenta reunir se encuentra dispersa y muchos de sus fragmentos se repelen como imanes invertidos. Lejos de arruinarla, esa imposibilidad convierte al film en una criatura viva, estimulante, casi un tratado acerca del carácter ilusorio y hasta ficcional del pasado. Como contraparte, La vida que te agenciaste incluye imágenes de un documental que el propio Varela realizó por entonces. Ahí registra una suerte de rally etílico en el que los mismos poetas, pero jóvenes, influidos por Bukowski (un boom en la Argentina de los ‘90), recorren una serie de bares tomando en cada uno una bebida alcohólica distinta. El contraste entre el realismo sucio del VHS en blanco y negro del pasado y la prolijidad ultra HD del presente subraya la sensación de tristeza por el divino tesoro perdido. El contrapunto convierte a la película en un coming of age que pone en escena el furor de un carpe diem con todo el futuro por delante, para enseguida demoler esa alegría con la sospecha nunca expresada de que lo mejor tal vez ya pasó. “Algo que la literatura de los ‘90 no tiene es materialismo”, sostiene Julia Sarachu, asumiendo la misión imposible de definir un universo inabarcable. “Era el pedo galáctico de cada uno, un culto de la individualidad, del goce y de la imagen”. Sus conceptos parecen dar en el clavo, en tanto algunos retazos también sirven para definir lo que fueron los ‘90 vistos de manera general. Pero al mismo tiempo se queda corta: otros protagonistas recuerdan esa época, y sobre todo al proyecto de 18 Whiskys, como una experiencia colectiva. Y a ninguno se le ocurre pensarse a sí mismo fuera de la burbuja de ese grupo ecléctico y desafiante que marcó su crecimiento como escritores. “Hubo una diáspora”, sintetiza Juan Desiderio y más adelante Jorge Aulicino utiliza la misma palabra para hablar de la atomización de aquel grupo. Una diáspora que en primer lugar tiene que ver con el devenir de las cosas: Casas y Wáshington Cucurto quedan en el centro gracias a la exposición que consiguen a través de los medios, mientras el resto continúa produciendo en el universo paralelo de la escena poética. Pero en algunos casos esa diáspora también se volvió geográfica: Varela vive en Bariloche; Sergio Raimondi fue Secretario de Cultura en Bahía Blanca; Damián Rojo vive en Duggan; Circo en Japón, dando clases de tango, y Daniel Durand se extravió en Filipinas. La forma en que Varela entrecruza testimonios del presente con las imágenes de “un pasado empaquetado que empieza a desempaquetarse”, deja en claro que en algunos casos ambas dimensiones de esa diáspora están íntimamente ligadas. El director utiliza “el exilio” de Durand como paradigma de ello. “Casas y Durand son dos caras de lo mismo, por eso tenían que terminar en una rivalidad que tiene más que ver con el reconocimiento o la influencia que podría tener cada uno, que con cuestiones estéticas”, comenta Aulicino para ilustrar el choque de egos de quienes fueron los dos referentes de los 18 Whiskys. No es casual que la película empiece y termine ocupándose de ambos: Casas se queda con la media hora inicial y a Durand le tocan los últimos 15 minutos. Más allá de la desproporción temporal, cada segmento define el modo en que cada uno transita su lugar de referente. Mientras Casas se expone y cautiva con su conversación, Durand está ausente con aviso, pero su fantasma atraviesa todo el documental. El tercer acto es en realidad un acto de desaparición. Ahí Varela intenta hallar a Durand pero fracasa de nuevo y termina embarcado en otro rally, esta vez por los bares filipinos.
Entre la ligereza pop y el drama La película del sello DC Comic mejora cuando recorre los carriles de la comedia o la aventura, pero baja el nivel cuando se toma demasiado en serio a sí misma. Sensaciones encontradas: esa es la mejor forma de definir lo que provoca la nueva apuesta del que fuera el gran sello de la historieta estadounidense, DC Comic, en su carrera por alcanzar a su competidora Marvel, cuyas películas cada año le sacan más y más ventaja. Aquaman es el aporte más reciente al universo de la casa madre de Superman, Batman y Mujer Maravilla que, como la mayoría de los títulos dedicados a estos personajes, no termina de aprovechar el potencial de sus criaturas ni de dar con el tono adecuado para retratarlos. Aunque es cierto que por momentos lo consigue, haciendo equilibrio sobre la ligereza pop, característica que define a los superhéroes en tanto criaturas cuya identidad surge del vínculo entre la cultura popular y la cultura de consumo. Pero ocupándose de lo cinematográfico a través de una serie de herramientas tomadas de géneros como la comedia, la acción, la épica, la aventura e incluso el drama. Sin embargo otras veces se pasa de rosca y es ahí donde el artificio derrota al verosímil, llevando el asunto hasta las proximidades de la vergüenza ajena. Aquaman es en realidad Arthur, hijo mestizo de Atlanna, reina fugitiva de la Atlántida, y un hombre. El film aprovecha la leyenda helénica del continente perdido para explotar un costado de tragedia griega. Atlanna es descubierta por los suyos y llevada de regreso al imperio submarino, dejando huérfano a Arthur. Pero antes de ser desterrada a las profundidades a casusa de su traición, la monarca envía a Vulko, un consejero real, para que eduque al chico en la cultura acuática. Arthur crecerá y utilizará sus sobrehumanos poderes anfibios para combatir el mal de la vida en la superficie, hasta que su medio hermano menor Orm, heredero del trono atlante, decida darle una lección a los humanos, a quienes considera enemigos por la forma en que contaminan los mares. Este giro eco-friendly, que por escrito suena un poco forzado, está más o menos bien resuelto en la película, aunque es apenas el disparador para la historia de fondo: el enfrentamiento entre hermanos. Puede decirse que la elección del actor Jason Momoa es uno de los aciertos de esta adaptación. Su apariencia de rugbier neozelandés le da a Aquaman un aire salvaje que no poseía el insulso American Blond del original, creado en 1941 por el artista gráfico Paul Norris y el editor Mort Weisinger. La decisión sin embargo también puede ser analizada con desconfianza, en tanto surge del intento de endurecer a un personaje que históricamente ha sido menospreciado por su aspecto. Es que Aquaman sufrió un caso de discriminación bastante habitual (pero no muy visibilizado), en el cual por ser demasiado “rubiecito” se lo asociaba con el lado queer de la vida. Lejos de ir contra el prejuicio, los productores no solo eligieron darle al personaje el perfil machote de Momoa, sino que reservaron el look clásico del rubio lindo para Orm, el hermanastro celoso, interpretado por Patrick Wilson. De esta forma creyeron asegurarse que la perfidia y cualquier tipo de duda sobre la sexualidad de algún personaje recaerían en el lado negativo de la película. Pero como ya dijo el especialista en superhéroes Sigmund Freud, todo aquello que intente ser reprimido reaparecerá de forma inesperada. Así Aquaman incluye una escena en la que una pandilla de Hell’s Angels se acerca a Arthur en una taberna de marineros, pero cuando parece que todo acabará en trifulca, los muchachos revelan sus verdaderas intenciones y le piden una selfie al héroe. La escena es muy efectiva y desemboca en una juerga en la que todos terminan borrachos y abrazados. Y, ya se sabe, no hay nada más queer que un grupo de grandotes musculosos vestidos de cuero, toqueteándose transpirados en un bar a media luz. Todo muy Tom of Finland. Más allá de eso Momoa resulta adecuado para hacer de su Aquaman un tipo un poco hosco pero al mismo tiempo noble, sensible e inteligente, capaz de sacrificarse por todos como un verdadero héroe (o un Dios). Y aunque su simpatía ayuda a la película cuando recorre los carriles de la comedia o la aventura, se vuelve por completo inútil cuando esta se toma demasiado en serio a sí misma, enroscándose en las ramas del melodrama infumable. Eso por no hablar de errores de casting (Nicole Kidman luce siempre fuera de lugar en el rol de reina Atlanna) o de personajes subexplotados en beneficio de la secuela, como ocurre con Manta Negra, el gran enemigo de Aquaman.
Historia de sometimiento y enmancipación. El film británico aborda la biopic de la autora francesa, que se resignifica a la luz de la lucha por la igualdad de género. Gracias a la perspectiva que da la Historia, la escritora francesa Colette se ha convertido en un emblema de las luchas por la igualdad de derechos entre mujeres y hombres. Un caso paradigmático que al retratar el abismo que separaba a unas y otros hace apenas un siglo atrás, también da cuenta de todo lo que aún falta avanzar en un territorio que hoy es mucho más complejo y que excede largamente el clásico modelo binario nene/nena. A tal punto es así, que la enciclopedia online de cine imdb.com señala que la película Colette: Liberación y deseo, biopic que marca el debut en solitario del director británico Wash Westmoreland, recibió en España una declaración ministerial que la recomienda como material “para fomentar la igualdad de género”. De más está decir que este tipo de blasones no necesariamente coinciden con la valoración que pueda hacerse desde el punto de vista cinematográfico, pero hablan a las claras no solo de lo que representa la figura de Colette sino del lugar en el que se encuentran hoy las luchas de género. “Has recorrido un largo camino, muchacha.” Así, parafraseando el viejo slogan de una conocida marca de cigarrillos “para mujeres” (categoría que en los albores del siglo XXI resulta toda una antigüedad), podría resumirse esta película que recorre la vida de la escritora. Un viaje que comienza en 1892, cuando siendo todavía una adolescente conoce a quien sería su marido, Henry Gauthier-Villars, reconocido por su nombre artístico Willy, con el cual usufructuó como propias las primeras obras de Colette, hasta el divorcio en 1906, que debe ser visto como un auténtico acto de emancipación. Es ese vínculo con Willy el que ocupa el centro de la película y lo que permite leerla dentro del marco de las corrientes modernas del feminismo, que no serían lo que son sin esta historia como antecedente ejemplar. Sin embargo, si algo entorpece el disfrute de la película es justamente ese carácter didáctico. No porque no sea posible abordar la biografía de Colette a partir del vínculo de sometimiento apenas disfrazado de acuerdo que la unía a su marido, que es central tanto en la construcción de su obra como en el hallazgo de su propia identidad, sino porque esa insistencia genera la redundancia de la metáfora. El momento en que la escritora asiste a uno de los salones de París y se siente tan ajena que solo puede reconocerse en una tortuga adornada con brillantitos, presa en una bandeja de plata. La charla con su madre, tras descubrir las infidelidades de Willy, a quien le pregunta si nunca sintió que los papeles de esposa y madre no eran más que una impostura. O aquella otra donde admite que su marido la somete en muchos aspectos pero también le da mucha libertad, a lo que su amiga y amante Missy responde que hay cadenas que no pesan pero siguen siendo cadenas. Por supuesto que se trata de una objeción que no arruina la experiencia, porque es cierto que la historia está llena de personajes ricos, y el film maneja esos recursos con elegancia. Y tampoco comete el error de condenar a Willy, entendiéndolo en sus contradicciones como un arquetipo de su clase y de su época: un dandy bon vivant (y vividor) que puede ser visto como un precursor del marketing moderno y al mismo tiempo como un buen editor. Un modelo que Colette ayudo a romper, comenzando a firmar sus obras y recuperando judicialmente la autoría de aquellas que Willy había publicado con su nombre. Aún así, más allá de sus aciertos, la película termina regresando al círculo didáctico, poniendo en boca de su protagonista una declaración de principios que vuelve a evidenciar el color de época (aquella y esta): “Me hallaste cuando no sabía nada de la vida y me amoldaste a tus designios y deseos, creyendo que nunca podría liberarme. Pero te equivocaste”.
Con tono fantástico y aleccionador “Dios se mueve por caminos misteriosos.” Esta frase clásica del imaginario cristiano, tomada según se consigna de un himno del siglo XVIII, es la elegida como carta de apertura de Una entrevista con Dios. Pero lo clásico de la frase se diluye en el contexto de una película de tono tan fantástico como aleccionador y religioso, volviéndose el primero de una larga lista de lugares comunes que se irán acumulando a lo largo de su relato. Del mismo modo, definir a Una entrevista con Dios como religiosa tal vez resulte un poco vago y palabras como cristiana o evangelizadora resulten no solo más específicas, sino que revelan unas segundas intenciones bastante obvias que distraen de forma constante de lo específicamente cinematográfico. Paul es un joven periodista que acaba de volver de Irak donde se desempeñó como cronista de guerra, hecho que no ha pasado por su vida de forma inocua. Desde el comienzo queda claro que eso ha afectado su matrimonio, que se encuentra en una crisis que parece terminal, y su trabajo, donde le sugieren que se tome un tiempo. Sin embargo él se encuentra trabajando en un reportaje que lo tiene absorbido: se trata obviamente de la entrevista con Dios que se anuncia desde el título. Paul es interpretado por el joven aspirante a estrella Brendon Thwaites y Dios nada menos que por el efectivo David Strathairn, cuya composición es lo más interesante del film. Aunque Dios no tiene problemas en presentarse como tal, será la actitud de Paul, quien es un ferviente cristiano, la que irá marcando la evolución del relato. Escéptico al comienzo, el periodista intenta desenmascarar a quien considera un impostor. Pero con la curiosidad propia de quién ansía llegar a la verdad, se verá cada vez más enredado en las redes de un interlocutor que en lugar de responder lo va empujando a encontrar él mismo las respuestas. El truquito también le sirve al guión para evitar meterse en algunos problemas. Si la película se redujera a estos diálogos dogmáticos y bastante limitados –sobre todo si se tiene en cuenta la posibilidad de que uno de los dos interlocutores sea el mismísimo creador de todo–, no se estaría en presencia de una gran película, pero sin dudas sería menos pretenciosa. Acá Paul es obligado a atravesar algunas situaciones que si bien deberían entenderse como pruebas de fe, se parecen bastante a un juego manipulador que la película traslada al espectador, tendiéndole algunas trampitas por acá y por allá para hacerle creer que el protagonista es lo que finalmente no es. Lo curioso es que aunque el tránsito que Paul es obligado a realizar parece revelarle importantes lecciones, en realidad al llegar al final casi nada habrá cambiado demasiado y todo lo que se acabe resolviendo no parecerá haber merecido la hipérbole de una intervención divina. De esta forma Una entrevista con Dios acaba siendo banal, aunque se haya pasado 97 minutos tratando de ser profunda para dejar un mensaje tan unívoco como obvio e innecesario.
Un objeto de diseño, mal diseñado Desde el cine mudo al universo animado de Disney, del drama histórico a la parodia, o de Douglas Fairbanks y Errol Flynn a Kevin Costner y Russell Crowe, Robin Hood se ha convertido, a fuerza de repeticiones, en uno de los personajes más populares del cine de todos los tiempos. Aun así, parece que la famosa historia del noble inglés que pasa a la clandestinidad para robarle a los ricos y ayudar a los pobres, no pierde su atractivo a la hora conseguir financiación. Así lo demuestra una nueva versión que intenta sacarle rédito a la leyenda, protagonizada por la joven estrellita británica Taron Edgerton. Dirigida por el también inglés Otto Bathurst –quien debuta en el cine luego de una larga carrera en televisión, pero que recién le trajo popularidad tras dirigir los capítulos iniciales de las series Black Mirror y Peaky Blinders–, la nueva Robin Hood intenta un giro renovador, cuya intención evidente es aggiornar una historia tan transitada. El procedimiento al que recurre el director es similar al que utilizaron Baz Luhrmann para Romeo + Julieta (1996) –y que de algún modo repitió en su siguiente película, Moulin Rouge! (2001)–, o Brian Helgeland en Corazón de caballero (2001), que convirtió en estrella al malogrado Heath Ledger. Se trata de fundir estéticamente al pasado con referencias culturales del presente, para generar un espacio de fantasía cargado de anacronismos que buscan la complicidad del espectador. De esta manera Bathurst filma las Cruzadas como si se tratara de la incursión de un cuerpo de marines en la Guerra de Irak; compone un clip de montaje en el que Robin se entrena como si fuera Rocky Balboa; incluye un personaje negro (Jamie Foxx) que representa a un príncipe persa pero habla como los hermanos de Harlem; le da a la historia romántica entre Robin y Marian el tono de las novelitas para adolescentes producidas por Cris Morena; coreografía escenas de acción que parecen sacadas de alguna Rápido y Furioso; el vestuario y los peinados están diseñados siguiendo la tendencia de la moda actual; y hasta se permite una referencia que remite a los abusos cometidos contra menores del todo el mundo por sacerdotes católicos. Tal vez así enumerados los detalles de esta propuesta resulten llamativos para un público muy amplio. La presencia de Edgerton, quien ganó fama con la saga Kingsman, donde se parodia al universo de los agentes secretos al servicio de Su Majestad, le suma al combo un atractivo adicional. Sin embargo Bathurst no consigue escapar de la amenaza latente del pastiche, que al fin y al cabo resulta un adjetivo bastante preciso para definir a su Robin Hood. Más preocupada por parecer que por ser, la película termina pasándose de canchera en su aspiración de alcanzar el estatus de objeto de diseño. El fracaso de dicha búsqueda hace que esta nueva Robin Hood, en lugar de lograr el objetivo de convertirse en un artículo cool de consumo termine siendo apenas una película cooleada.
El regreso de la épica estadounidense A partir de la historia del astronauta Neil Armstrong, el director de La La Land se empeña en que el perfil de su protagonista encaje en el molde del “american hero”, con tragedia familiar incluida y el deber patriótico imponiéndose a los dilemas personales. La cámara toma un primer plano fijo de un hombre con casco de astronauta dentro de su nave. No es un buen viaje. Todo se sacude y la cara del navegante se deforma en gestos que van dando cuenta de los distintos grados del temor por los que atraviesa. De forma alternada también se muestra el contraplano de esa escena, aquello que el astronauta ve a través del panel frontal del vehículo, que avanza a toda velocidad por el espacio. Esta es la estructura que 50 años atrás utilizó Stanley Kubrick para realizar una de las escenas más recordadas de 2001: Una Odisea del Espacio, en la que el protagonista realiza un viaje lisérgico que lo lleva hasta la no menos icónica secuencia final de la película. Cinco décadas después, esa misma idea es la que organiza el comienzo de El primer hombre en la Luna, cuarto trabajo del director Damien Chazelle. Y el primero después de haber ganado el Oscar a la Mejor Dirección con el musical La La Land en 2017. La cita multiplica sus sentidos dentro de una película que, como lo indica su título, aborda la figura de Neil Armstrong, comandante de la misión espacial Apolo XI que, en 1969, llevó al hombre por primera vez hasta la superficie lunar. Aquel que con apenas un paso dio un salto enorme en nombre de la humanidad. En primer lugar representa un juego intertextual que, con sutileza, introduce la ineludible teoría conspirativa según la cual aquella hazaña nunca existió, sino que se trató de un montaje que la NASA encargó al director de La naranja mecánica para tomar de manera fraudulenta la delantera en la carrera espacial, donde Estados Unidos venía siendo derrotado sistemáticamente por la Unión Soviética. Pero esos primeros planos que parecen querer trazar un mapa de las emociones de Armstrong, también exponen una herramienta que el director utilizará a lo largo de todo el relato. A contramano de muchas de las películas sobre aventuras espaciales, El primer hombre en la Luna parece menos interesada en la espectacularidad de las panorámicas, que en meterse dentro de la cabeza del protagonista. Y desde ahí, intentar reconstruir para el espectador la subjetividad de ese hombre que tuvo el privilegio de ver por primera vez algo con lo que la humanidad soñó desde “el amanecer de los tiempos”, para volver a citar la obra de Kubrick. A partir de la mirada de Armstrong, Chazelle cuenta casi completa la historia de los primeros pasos de los Estados Unidos en el espacio, ya que el comandante del Apolo XI participó de todos los grandes proyectos de la NASA en la década de 1960. Pero la figura del famoso astronauta también le sirve al director para construir un nuevo capítulo de la épica estadounidense, que desde siempre ha sido una las funciones que en ese país se le dio al cine. El Armstrong de Chazelle encaja a la perfección en el molde del “american hero”, con tragedia familiar incluida y el deber patriótico imponiéndose a los dilemas personales. Como si se tratara de un negativo de la ligereza de La La Land, El primer hombre en la Luna recurre a un tono grave que no solo se hace evidente en lo narrativo, sino en una estética sobria que el diseño de arte, la banda sonora y la fotografía se encargan de destacar. Lejos de la paleta multicolor y primaria del musical, esta vez Chazelle se limita a los pasteles sesentosos sobre los que únicamente sobresalen el naranja crepuscular y el azul lunar, que remiten a las únicas dos fuentes naturales de luz, las que proceden de los astros. Esta decisión no solo destaca el vínculo del relato con lo celeste, sino que funciona como avatar visual de los claroscuros de la vida de Armstrong. La música vuelve a ser importante en la cuarta película de Chazelle, cuyos trabajos anteriores orbitaban en torno a ella: La La Land es un musical; Whiplash cuenta la disputa entre un joven baterista y su maestro, y Guy y Madeline en un banco del parque, su ópera prima, la historia de amor entre dos músicos de jazz. Y es también una nueva excusa para citar a 2001. Como en ella, Chazelle elige la música clásica para sostener algunas de las secuencias espaciales. En especial el vals, género también central en el film de Kubrick. La diferencia es que mientras aquel supo elegir partituras que potenciaron el carácter icónico de su opus magnum, nadie recordará especialmente este trabajo de Chazelle más que como una nota al margen en las películas del espacio. Eso sí: sus fórmulas la convierten en una fija para recolectar nominaciones al Oscar el año que viene.
El amor después del amor Aunque el hombre y la mujer parecen ser los únicos habitantes de la película, La cama incluye un tercer personaje, igualmente importante. Se trata de esa casa que están a punto de abandonar, la expresión más evidente de todo lo que han perdido. Si en literatura narrar implica sobre todo elegir qué no contar, podría decirse que en el cine se trata de escoger qué es lo que no se va a mostrar. Así, lejos de tornarse invisible, el elemento negado adquiere el peso de lo fantasmal y se vuelve tangible in absentia. Esta operación se encuentra en el núcleo de La cama, ópera prima como directora de la actriz Mónica Lairana, estrenada a comienzos de este año en la 68° Berlinale y que acaba de pasar por la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata. La cama es, entonces, un intento de filmar lo que ya no está, tratando de reconstruirlo a partir de sus restos y de las marcas que dejó a su pasó. Una búsqueda cinematográfica por aprehender lo desaparecido, en este caso el amor. Un matrimonio de años, con hijos que hace rato dejaron el nido, enfrenta la víspera de su separación. Parecen ser los únicos personajes de la película y sus cuerpos cansados serán el objeto que la cámara buscará con avidez, a lo largo de la hora y media en la que el espectador podrá espiar el interior de su duelo. La cama empieza y termina con dos extensas escenas que se desarrollan en el lecho matrimonial de esta pareja en disolución. Esa cama que supo ser símbolo de la unión, ahora es apenas el escenario de una triste coda final que desborda sexo, frustración, histeria, amor y vergüenza, entre otras cosas. Con una desnudez que va más allá de lo literal, los actores Alejo Mango y Sandra Sandrini (hija del icónico matrimonio que componían Luis Sandrini y Malvina Pastorino) asumen todo el peso dramático de la película. Lairana retrata el dolor con ternura, pero sin concesiones. Su cámara no aparta nunca la mirada y deja expuesta la vulnerabilidad de sus criaturas: no es casual que buena parte del relato los protagonistas se muevan desnudos por el cuadro. Incluso será posible verlos en situaciones vergonzosas, como aquella del comienzo en la que fracasan en el intento de un último polvo, al que parecen atribuirle el poder de aliviar el ardor de las heridas. La película también los convertirá en protagonistas del desengaño: antes del final confirmarán que amor y sexo no integran una entidad indivisible. La directora registra de forma delicada las esencias de lo masculino y lo femenino, encarnadas en los dos personajes que transitan esos momentos de emociones a flor de piel de formas distintas. Diferencias que se vuelven evidentes a través de detalles que requieren de la atención del espectador para ser notados. Un ejemplo. Tras la crisis inicial, en la que no consiguen consumar el acto, ella cae en una crisis nerviosa que la deja hecha un ovillo sobre el colchón, mientras él deambula sin rumbo por los ambientes mudos de la vivienda. Pero al rato vuelve y se acuesta junto a ella, espalda con espalda, hasta que junta valor para abrazarla por detrás. ¿Qué pasa ahí? Que él se duerme y hasta ronca, mientras ella se queda con los ojos como platos, con la angustia dándole vueltas en la cabeza. Lairana se sirve de cada situación para hacer que se manifieste la fragilidad de los personajes. Y ellos se convierten en un dique roto por cuyas grietas se va escapando, de a gotas pero cada vez con mayor fuerza, lo que queda del amor. Aunque ella y él parecen ser los únicos habitantes de este relato, La cama incluye un tercer personaje, igualmente importante. Se trata de esa casa que están a punto de abandonar, expresión más evidente de lo que han perdido. Tan importante son la casa y sus espacios que Lairana le dedica no pocos minutos a recorrerla, a exponer cada rincón, para dar una idea cabal de todo lo que por ellos ha pasado. Como él y como ella, la casa también ofrece el aspecto entre caótico y desprolijo de quien todavía no asume su destino y se aferra con desesperación al pasado. Y, como cualquier personaje, también transita su propio drama, yendo de la sobrecarga del comienzo, en donde cada espacio desborda de memoria acumulada (una memoria muerta), a un final en el que cada habitación vacía es una herida. A pesar de la valentía de sostener un dispositivo narrativo que no siempre resulta cómodo para el espectador, La cama también tiene sus excesos. Por un lado el que se da en ciertos pasajes en los que el desborde emotivo de los personajes acaba convertido en el desborde de los actores. Del mismo modo Lairana se deja seducir por el barroquismo de los escenarios y permite que el relato se vuelva redundante, atentando contra su sencillez.
Rompecabezas cargado y algo torpe Tras el paso por la plataforma Netflix de la serie Eda, dirigida por Daniel Burman, pegarle a Juana Viale por su desempeño dramático a cargo del rol principal se volvió deporte en las redes sociales. No es que no hubiera motivos para la crítica, pero el asunto se convirtió casi en meme, y por momentos rozó la burla y el ciberbullying. Por eso el estreno de Camino sinuoso, ópera prima de Juan Pablo Kolodziej, que vuelve a tener a la menor del clan Legrand como protagonista, aparecía en el horizonte como la oportunidad perfecta para retomar su lapidación pública en medios y redes. Uno de los peores males del siglo XXI. Sin embargo, Viale, aun sin entregar una actuación descollante, no es el principal problema que ofrece este thriller ambientado en escenarios patagónicos, que aspira a ocupar un lugar destacado entre los títulos nacionales más vistos de 2018. Se trata de la historia de Mía, una exatleta cuya carrera y vida personal se vinieron abajo cuando un doping positivo reveló que su padre y entrenador le suministraba drogas prohibidas para mejorar su rendimiento, sin que ella lo supiera. Un punto de partida inusual que dentro de la trama solo sirve para poner en crisis de movida el vínculo paterno-filial y, de forma algo forzada, justificar la imposibilidad de Mía de quedar embarazada. De un modo también mecánico, el guión le impone a la protagonista un matrimonio infeliz con un hombre violento que la culpa por su esterilidad. Y además, la enfermedad de su padre, y un hermano desbordado y de pocas luces, que acaba de enviudar y tiene una deuda impagable con el mafioso del pueblito donde vive la familia. Son muchas cosas las que debe cargar la pobre Mía y lo mismo puede decirse de la película, que mete de todo (y más) en la misma bolsa, para después terminar armando el rompecabezas de manera torpe y con poco timing. Camino sinuoso incluye una rareza: está musicalizada por Fito Páez, quien construye una banda sonora clásica y sobria, aunque por momentos demasiado presente. Por el lado de las actuaciones, cada quien cumple con lo suyo. Arturo Puig vuelve a demostrar que los personajes secos y torvos le sientan bien en esta etapa de su carrera, manejando con soltura el juego psicótico de las dos caras. Como de costumbre, Geraldine Chaplin actúa en piloto automático, y en mayor o menor medida siempre funciona. Antonio Birabent consigue hacer del marido de Mía un ser despreciable, construido al límite de lo caricaturesco. Y Javier Drolas le aporta naturalidad a su personaje de eterno enamorado de la protagonista. A pesar de ello, la gran dificultad del elenco radica en la diferencia entre los registros que maneja cada actor, situación que quizá los excede. En cuanto a Viale, su trabajo luce mejor cuando pone en escena el carácter distante y frío de Mía, y sus dificultades para transitar la empatía o entablar vínculos emotivos francos, y no tanto cuando el personaje es atravesado por el torrente emocional.
Una comedia al filo de la incorrección El director de El milagro de P. Tinto empieza bien, con un cínico entrenador profesional de basquet condenado a hacer labor comunitaria con un grupo de “discapacitados intelectuales”, pero luego no resuelve la diferencia entre “reírse de” o “reírse con”. El último trabajo del director español Javier Fesser, conocido sobre todo por su muy personal ópera prima El milagro de P. Tinto (1998), resulta un objeto cinematográfico de difícil aprehensión, a partir de los sentimientos y sensaciones ambiguas que puede generar en cada espectador. Reacciones que, teniendo en cuenta la temática elegida como núcleo argumental, se vuelven más personales e íntimas que nunca. Somos campeones gira en torno a la labor comunitaria que Marco, un exitoso entrenador de la liga de básquet de España, es condenado a realizar tras ser encontrado culpable del delito de manejar borracho. La pena consiste en entrenar al equipo de básquet de una asociación que trabaja con personas afectadas por distintas discapacidades intelectuales. Si se tratara de un drama tal vez no hubiera conflicto alguno, pero Somos campeones es una comedia que juega a provocar al público, haciendo equilibrio sobre el filo de la incorrección. Puede decirse que todo el primer acto, que Fesser utiliza para presentar a Marco y plantear la premisa central de la película, es de lo mejor que se ha visto en materia de comedia en 2018. Ahí queda claro que el protagonista es un tipo irascible, pedante y mal educado al límite de lo desagradable, aunque también asoma la punta del ovillo de una crisis, que la película irá develando al avanzar. De entrada el protagonista se burla de la discapacidad del hombre que le hace la boleta por estar mal estacionado. Luego se peleará con el entrenador principal del equipo para el cual trabaja, durante un partido y frente a una multitud. Ese desborde le costará el puesto. Marco termina el día ahogando la angustia en alcohol y chocando al patrullero que lo detiene. El prólogo cierra con un almuerzo en el que Marco discute con su madre las dificultades de la corrección política. La señora cree que la etiqueta “discapacitados intelectuales” refiere a escritores en sillas de ruedas y cuando su hijo le recuerda que el mundo era más sencillo cuando a los gays se les decía maricones, ella le encaja un cachetazo por decir groserías en la mesa. Pero cuando la trama enfrenta a Marco al doble desafío de convivir con las peculiaridades de sus nuevos jugadores y revisar sus propios prejuicios, la película tropieza al mismo tiempo con dos piedras. La primera tiene que ver con la vieja diferencia entre “reírse de” o “reírse con”. Aunque Fesser maneja con bastante solvencia las situaciones, haciendo que cada una se desarrolle en una nebulosa en la que los límites nunca están claros, es cierto que algún espectador podrá sentir que a veces la película se desliza de forma clara en el terreno de la burla. Cada quien sabrá. En cambio resultan imperdonables los volantazos sensibleros que irá dando (banda sonora incluida) para encajar a la comedia en el purgatorio de las “películas inspiradoras”, traicionándose a sí misma. Son los riesgos de permitir que el codo de la corrección borre lo que con ingenio había sido escrito por la mano de la transgresión.
Cuando la fantasía tiene sus límites En El Cascanueces y los cuatro reinos, nueva producción que se suma al universo clásico de sus princesas, los Estudios Disney vuelven a trabajar con materiales conocidos. Esta vez se trata de la adaptación del cuento El cascanueces y el rey de los ratones, escrito por el alemán E.T.A. Hoffmann a mediados del siglo XIX. Pero también del conocido ballet El cascanueces, uno de los más populares del músico Pyotr Tchaicovsky, que Disney ya utilizó de forma parcial en su clásico de 1950, Fantasía. Desde lo narrativo esta nueva versión se mantiene cerca del original, pero también vuelve a aprovechar la partitura y las coreografías de la obra del maestro ruso. Si bien el diseño del mundo imaginario resulta asombroso –dentro del estilo barroco y recargado usual en Disney–, el traspié de El Cascanueces y los cuatro reinos ocurre en el terreno de la representación. En la hibridez con que por un lado busca encajar en los patrones actuales de lo políticamente correcto (ej: la construcción de un elenco multicultural, aún cuando genere evidentes problemas en el verosímil), pero sin atreverse a llevarlo hasta las últimas consecuencias. En la misma línea se encuentra la dificultad para apartarse del retrato femenino más conservador que define a sus princesas. La historia transcurre en Londres durante una Nochebuena a fines del siglo XIX. Clara Stahlbaum es una adolescente que acaba de perder a su madre y el dolor la lleva a enfrentar a su padre, quien vive el trance con culpa. La familia pasará la fiesta en el palacio del inventor Drosselmeyer, padrino de Clara, quien como regalo la conduce sin que ella lo sepa a un mundo de fantasía, al que se ingresa a través de una de las habitaciones del castillo. Ya los nombres que reciben los personajes masculinos y femeninos que Clara conocerá en su aventura expresan lo anacrónico de la adaptación. Mientras ellos son bautizados con nombres de escritores (Hawthorne o el propio Hoffmann), las reinas interpretadas por Keira Knightley y Hellen Mirren reciben nombres “de nena”, como Sugar Plum (una mermelada de ciruelas navideña) o Mamá Jengibre. La acaramelada superficialidad de la puesta en escena también permite que se produzcan situaciones curiosas. Como que el Principe Azul en este caso sea negro, gesto en favor de la “integración racial”. Pero hasta ahí llega la audacia: Clara y su príncipe oscuro jamás se besan. El la acompaña hasta la entrada mágica y taza, taza… cada uno a su casa. La fantasía Disney también tiene sus límites.