El regreso de la máscara más temida Algo está claro al comienzo de la nueva Halloween, dirigida por David Gordon Green: habrá que estar atento a su vasta red de citas, referencias y homenajes. Por empezar, la película que viene a engrosar la saga creada por el maestro John Carpenter, llevando a once los títulos basados en sus personajes, replica el nombre del original de 1978. Y tanto el uso de la misma tipografía, como de la clásica secuencia en la que la cámara avanza con suavidad sobre una calabaza calada con la siniestra mueca de una calavera, marcas registradas del original, funcionan como una explícita carta de intenciones. Que esa secuencia arranque con el zapallo podrido, para mostrar en reversa su reconstitución, funciona además como anuncio del juego deconstructivo que será puesto en escena justo cuatro décadas después. La historia empieza con una pareja de periodistas jóvenes que visitan la institución donde Michael Myers se encuentra recluido desde hace 40 años, luego de la serie de asesinatos que cometió en 1978. El dato le sirve a los guionistas, incluido el propio director y el actor Danny McBride, cara conocida de la Nueva Comedia Americana, para hacerle saber al espectador que se desentienden de las nueve secuelas, remakes, reboots y despropósitos varios que componen la serie. No es el único provecho que le sacarán a esta escena. Los periodistas quieren entrevistar al asesino y son conducidos por el doctor Sartain (el psiquiatra que lo atiende desde la muerte de su antecesor, el doctor Loomis) hasta el patio donde Myers permanece parado, en silencio y encadenado al suelo. Uno de ellos se acercará a él para comunicarle el objeto de la visita, pero ante la falta de toda reacción lo provocará, sacando de su bolsito la clásica máscara que forma parte del ADN del personaje. La escena se desarrolla en un ambiente que empuja al verosímil hasta el filo del ridículo. ¿Es posible que dos imbéciles entren a una institución mental para hostigar a un interno tan peligroso, sin que el responsable a cargo no sólo no los saque de un voleo? Esto hace temer el inicio del descenso hacia el cine de terror más estéril, donde la cadena de acciones resulta arbitraria y la conducta de los personajes se opone a la lógica, empujada por un guión caprichoso. Pero Gordon Green demuestra contar con más y mejores recursos. A partir de la progresión dramática el director logra dotar a la escena de un doble valor, ya que por un lado planta información acerca del carácter de los personajes, pero también opera como productivo McGuffin que vuelve a vincular a Halloween con Psicosis. Un típico gesto carpenteriano. La vuelta de Jamie Lee Curtis al rol de Laurie Strode, la protagonista, garantiza el eterno retorno. Pero en un movimiento interesante, Gordon Green la corre del usual lugar de víctima para convertirla en guerrera, aplicando la misma receta que James Camerón utilizó para la evolución de Sarah Connor en Terminator 2, o la de Ripley en Aliens. También repite papel Nick Castle, el hombre que usó la máscara de Myers por primera vez. Otra marca propia del cine de Carpenter al que recurre la película es el retrato de las instituciones estadounidenses (y sus representantes) como inútiles o siniestras. La Halloween modelo 2018, aunque lejos del original y sin ser revolucionaria (ni mucho menos), es la más interesante de la saga desde que el Maestro la inventó en 1978.
Sobre libertades reales y simbólicas En su tercer largometraje, la directora chilena aborda la vida de jóvenes y adultos a comienzos de la década de los 90, recién terminada la dictadura de Pinochet. La película habla de nuevas y viejas libertades, algunas de ellas irrecuperables. A comienzos de la década de los 90, cuando la dictadura pinochetista que aplastó a Chile durante más de 15 años recién terminaba, la sociedad de ese país era como un perro al que habían mantenido atado durante toda su vida y al que de golpe le aflojaron la correa. Entonces, en un inesperado descuido, el perro aprovechó para escaparse y correr, aunque sin saber bien para dónde ni para qué, pero lejos de la mano que lo retenía. Dicho de manera reduccionista, esa podría ser, quizás, una de las metáforas sobre las que la joven y emprendedora directora Dominga Sotomayor se apoyó para construir la historia de Tarde para morir joven, su tercer largometraje. Es además un elemento importante de la película, que aparece ya en la primera escena. Un puñado de chicos de distintas familias se amontona dentro de un auto que los lleva a su último día de clases y Frida, la perra de Clara, una de las nenas, corre detrás del auto hasta que este consigue dejarla atrás. Pero ella no se detiene y sigue su carrera por el camino polvoriento. Es lo último que sabremos de Frida. La historia de Clara es además una de las tres que la directora usará para contar la suya, la de una comunidad que vive apartada de los grandes centros urbanos, en un territorio agreste al pie de los Andes, y se prepara para la fiesta de Año Nuevo. Dentro de esa comunidad, a la que se puede catalogar como un exponente de hippismo tardío, a Sotomayor le interesan más las dinámicas que se dan en los vínculos entre los chicos, aunque siempre con un ojo puesto en el contraplano necesario que representan los adultos. Siguiendo en la misma línea de la figura del perro, los tres protagonistas, Clara, Sofía y Lucas, tienen menos de 16 años. Es decir que literalmente nacieron y vivieron toda su vida en el cautiverio de la dictadura. En el caso de los dos últimos, el final de esta coincide con el período más álgido de la adolescencia, potenciando la confusión y los deseos desesperados de apropiarse de todas esas nuevas libertades, reales o simbólicas, para las que nada ni nadie los preparó. En el caso de Sofía, interpretada por el joven actor transgénero Demián Hernández, se trata de encontrarse tironeada entre sus propios deseos y los ajenos, entre sus necesidades e imposibilidades y las de los demás. Aunque es la mejor amiga de Lucas, quien de forma evidente está enamorado de ella, Sofía se involucra con Ignacio, un joven bastante mayor que la seduce cuando reconoce que ya no es una nena. Para ella esa experiencia equivale a “soltarse del collar y correr”, sin saber que puede acabar extraviada como Frida. Y Lucas, un poco más lento en su desarrollo, no podrá hacer más que resignarse a ser testigo de ese proceso y sufrir en silencio, imposibilitado de intervenir como quisiera. Clara mientras tanto consigue que su madre se encargue de buscar a Frida y creyendo haberla hallado, van hasta la casa de una familia humilde que tiene una perra parecida. Pero la señora de la familia humilde les dice que esa es su perra, que se llama Cindi y que es la mascota de su hija. Entonces la pose progresista de la familia hippie se desmorona: la madre de Clara hará valer la diferencia de clase (porque ser hippie nunca significó ser pobre) y termina aprovechándose de la necesidad ajena, para llevarse a Cindi por unos cuantos pesos. Tal vez sea posible leer en esta escena una nueva metáfora: la libertad recuperada en 1990 podrá ser parecida, pero no es la misma que la que se perdió en 1973. La revelación trae consigo el golpe del desengaño y este se convertirá en el comienzo del duelo que implica admitir que lo que se perdió es irrecuperable. La niñez, los sueños, Frida. Aquella libertad.
El hombre lobo puede ser una loba Este jueves el lugar de la película de terror semanal lo ocupa Criaturas nocturnas, de Fritz Böhm, que representa un nuevo paseo cinematográfico por la tierra de los hombres lobo, uno de los temas clásicos del género. Su principal aporte está dado por el carácter de relectura de la licantropía en clave femenina. Un gesto de modernidad perfectamente consciente, que en su mitad inicial aborda el tema de la construcción de la propia identidad más allá del corset binario. La película comienza con un padre bastante oscuro, interpretado por el siempre intimidante Brad Dourif, que le cuenta una historia de terror a su pequeña hijita Anna. Es la historia de los Wildlings, monstruos que habitan en los bosques y se comen a los niños. El hombre parece disfrutar del miedo que el relato provoca en la nena, pero aún así tiene con ella gestos cariñosos. Eso no le impide mantenerla cautiva en su propio cuarto, cerrando la puerta con llave, poniendo barrotes en las ventanas o electrificando el picaporte para reprimir en ella el deseo de salir. Cuando Anna tenga su primera menstruación y el padre comience a inyectarla en la panza todas las noches, quedará claro que lo que busca es mantenerla siempre niña. Sin embargo hay dolor en ese intento y cuando la chica, ya adolescente, le pide que la libere del sufrimiento, el padre no consigue matarla y termina pegándose un tiro en la cabeza. Como si se tratara de una versión extrema del cuento de Blancanieves, ese acto que debería haber significado su muerte acaba convertido en el de su liberación. El descubrimiento traumático del mundo exterior, cuando es encontrada por la policía, es también para Anna el descubrimiento de ser mujer. Estos hechos permanecerán unidos en su crecimiento y ambos impactarán en ella con una crueldad mayor que aquellos represivos cuidados de los que su padre la hacía objeto. Que su maduración sexual acabe liberando un monstruo que hasta entonces había permanecido encadenado dentro de ella, funciona bien como metáfora de los cambios que operan durante esa dura transición entre la infancia y la adultez que es la adolescencia. Una metáfora que, también debe decirse, tampoco es demasiado original: toda la saga Crepúsculo orbitaba en torno a esa idea, aunque aquí se le da un uso mucho menos conservador. Lejos de la culpa moralista de las novelas de Stephanie Meyer, la protagonista de Criaturas nocturnas lucha con quienes la rechazan por su derecho a ser quien es y consigo misma para aceptarse en su particularidad. Todo esto suena fantástico y hasta cierto punto del relato lo es. El problema es que en algún momento asoma lo peor de la clase B (los lugares comunes, las resoluciones esquemáticas, un discreto diseño de producción que empobrece la puesta en escena) y todo lo bueno de Criaturas nocturnas se va diluyendo en un final discretamente feliz que no marida nada bien con el espíritu oscuro que ordena la mejor parte de la película.
Todos los caminos conducen a esa isla Como en films anteriores, aquí también el centro es la última etapa del pintor. Lo mejor es la presencia de Vincent Cassel. El cine adora a las figuras trágicas, porque siempre representan la excusa perfecta para filmar una película. Si estas figuras surgen de la realidad y en particular del universo de las artes en el siglo XIX, muchísimo mejor. En esta categoría el nombre del pintor francés Paul Gauguin califica bien alto, aunque es cierto que lejos de lo más alto del podio, ocupado por otro artista plástico genial y aún más trágico, como el colorado Vincent Van Gogh. Hoy se estrena Gauguin, viaje a Tahití, dirigida por Edouard Deluc, que sin embargo está lejos de ser la primera película dedicada a este pintor, famoso por la representación de imágenes de la vida al natural en la famosa isla de la Polinesia, que componen la etapa final de su obra. Dentro de la filmografía dedicada a él se encuentra el telefilm de 1980 Gauguin, el salvaje, transmitido por la televisión argentina con asiduidad durante esa década. Ahí el pintor era encarnado por David Carradine. Puede mencionarse también la curiosidad de que fue interpretado en películas distintas primero por un famoso actor y años más tarde por su hijo, no menos popular. Se trata de Donald y Kiefer Sutherland, quienes se pusieron en la piel de Gauguin en Oviri (1986) y Paradise found (2003), respectivamente. Todas las películas mencionadas tienen su eje sobre aquello que acabó por imponerle a la obra de Gaugin su propia personalidad: el viaje a Tahiti. Ya desde el título queda claro que esta nueva producción también se aferra a esa regla. El viaje se produce luego de un breve primer acto que cumple con la función de justificar la decisión del pintor de abandonar París en 1891 para instalarse en la lejana isla del Pacífico. Su marchand no conseguía vender su trabajo y por consiguiente su nombre no terminaba de instalarse como parte de la crema pictórica de la capital francesa, que en esa época era además la capital mundial del arte y la cultura. Una esposa y cinco hijos apiñados en un pringoso departamento no hacían las cosas más fáciles. “Acá en París ya no hay paisajes que pintar”, le dice el artista a un grupo de colegas durante una cena y la decisión de cambiar Francia por Tahití tiene que ver con eso. La forma que Gauguin encontró para darle a su trabajo una nueva vida. Pero el viaje también representa un cambio todavía más profundo: el de abandonar la civilización para abrazar un regreso a las fuentes en el que Gauguin buscaba encontrar la esencia de lo humano. La película aborda esta búsqueda de manera partida. Por un lado recurre a una puesta en escena que se apoya en el naturalismo de las actuaciones, que sin embargo contrastan con el explícito esmero puesto en tratar de emular la mirada del pintor ante su nuevo entorno, a través de las estructuradas puestas de cámara, los encuadres y una fotografía de pretensión virtuosa. Una musicalización por momentos sobrecargada y redundante lleva la cosa unos cuantos pasos más lejos de la inicial búsqueda naturalista. Quizá la decisión más acertada de la película, que nunca consigue ir más allá de la corrección ni apartarse del estricto Manual de la Buena Biopic, es la elección del actor francés Vincet Cassel para interpretar a Gauguin. Su cara angulosa de facciones perfectamente cubistas resulta un festival para la cámara. Masculino y bello al extraño modo en el que también lo era Jean-Paul Belmondo, Cassel tiene un rostro que parece haber sido hecho para ser filmado y el director Deluc aprovecha al máximo esa rara fotogenia. Es Cassel con su intensidad quien vuelve verosímil el drama de Gaugin y el resto lo acompaña sin desentonar, es cierto, pero sin tampoco conseguir en ningún momento ponérsele a la par.
Juego sádico y poco vuelo para la imaginación Aunque no se trata estrictamente de una película de terror, Escape Room: Sin salida viene a ocupar ese lugar en la cartelera de esta semana. Y pese a que algunos aires de familia permiten vincularla con la saga El juego del miedo, esta película también se mantiene a una distancia prudencial de las principales características que convirtieron a aquella en una franquicia exitosa. Ambos universos comparten la idea de un juego sádico, en el que un grupo de personas encerradas debe aceptar y respetar las reglas en busca de sobrevivir. Pero mientras en El juego del miedo se utilizaba ese disparador para reproducir de modo explícito las aberraciones que sus jugadores eran obligados a cometer unos contra otros en busca de la supervivencia, en Escape Room prima la idea de equipo en donde los miembros deben colaborar para superar cada desafío. Esas diferencias, que desde aquí se consideran argumentos que juegan a favor de Escape Room, son las que al mismo tiempo permiten suponer que en caso de convertirse en saga –una decisión nada improbable–, difícilmente consiga reportar a sus creadores los mismos y suculentos dividendos. La trama reúne a personas que, aunque son bien distintas entre sí, comparten la necesidad de enfrentar un reto. Una súper inteligente alumna de física que debe superar su introversión; un exitoso agente de negocios que parece tenerlo todo, pero necesita la adrenalina del desafío; un joven descastado a quien el sistema le niega oportunidades de progreso. Y así hasta completar el cupo de seis personajes en pugna, quienes reciben la misteriosa invitación para participar de un Escape Room: un juego de ingenio en el que un grupo es encerrado en un cuarto con un tiempo límite para resolver el enigma de cómo salir de él, a partir de pistas ocultas en su interior. Los pobres descubrirán por las malas de que acá la cosa es más jodida que los trucos de Houdini. Los protagonistas irán superando los desafíos de cada habitación, que en realidad son trampas mortales, y algunos de ellos irán perdiendo la vida a medida que avanzan. Si bien el recurso de ambientar a cada cuarto y algunos de los retos propuestos resultan de un interés aceptable, otros en cambio rizan el rizo más que la peluquera de Shirley Temple y se pasan de la raya del verosímil. Aun así, toda esa parte proporciona un entretenimiento sino digno, al menos pasable. Pero las vueltas de tuerca finales no resultan nada sorprendentes y acaban precipitándose en la cajita de lo que cualquiera podría haber imaginado. Y nadie paga una entrada para salir de la sala con la sensación de que uno mismo podría haberlo hecho mejor.
En busca de la inocencia perdida El niño de la historia original es ahora un hombre abrumado por las responsabilidades del mundo adulto y a quien su viejo osito de peluche, el clásico Winnie Pooh, viene a rescatar. Aunque desde el prejuicio esta idea de Disney de reconvertir a sus clásicos animados en películas interpretadas por actores reales pueda tener aroma a curro, la realidad es que la apuesta ya le rindió varios plenos al estudio del ratón más famoso (criaturita que, comentario al margen, cumplirá 90 años en un mes). De esta veta, de la que ya extrajeron versiones exitosas de La Bella y la Bestia o El libro de la selva y de la que saldrán otras como Lilo y Stich, Aladino o Dumbo, ahora llega Christopher Robin, un reencuentro inolvidable, dirigida por Marc Foster. Se trata de la adaptación del universo del Bosque de los Cien Acres, habitado desde siempre por la tierna pandilla de muñecos de peluche que integran el lechoncito Piglet, el burro Igor, Tigger el tigre y, por supuesto, el afamado osito Winnie Pooh, entre otros. Y una vez más el paso de la dimensión animada al plano real vuelve a funcionar, confirmando el buen tino de los actuales responsables creativos del estudio. A diferencia de algunos de los títulos ya estrenados, que simplemente vuelven a contar la historia original pero en un formato distinto, Christopher Robin retoma la vida de los personajes varias décadas después, con el protagonista (ese nene que imaginaba un bosque en el que sus muñecos cobraban vida) ya convertido en adulto, casado, con una hija y abrumado por las responsabilidades del mundo real. La película comienza con una escena que funciona como exclusa para unir estos dos universos. En ella el pequeño Christopher se despide de sus amigos, ya que será enviado por sus padres a uno de esos colegios pupilos que son un clásico del imaginario británico. La escena marca varios cortes que serán importantes para lo que sigue: el final de los caminos conocidos. Uno de esos caminos es el de los propios personajes, que hasta acá siempre convivieron con la niñez de Christopher y, por lo tanto, conciben al mundo por lo que les llega de él a través del chico. El otro es de la propia infancia. El camino de esa pérdida de la inocencia está narrado de forma concisa y eficaz durante la larga secuencia de títulos, donde a través de un montaje paralelo se retratan los recorridos divergentes de uno y otros. Por un lado Christopher, convirtiéndose en adulto, casándose, yendo a combatir a la Segunda Guerra Mundial mientras su mujer se queda en Londres embarazada, para regresar herido años más tarde y recién ahí conocer a su hija Madeline. Del otro Pooh y sus compinches, repitiendo el ciclo de sus rutinas en un bosque cada vez más gris, a la espera del regreso de aquel niño que le daba sentido a sus existencias. Un niño que ya no existe. El salto se produce cuando el Christopher adulto se ve superado por una realidad oscurísima. Convertido en gerente de una fábrica de valijas y a pedido de sus jefes, el ahora hombre debe ajustar el presupuesto de producción y decidir a qué empleados echar. Que la historia transcurra en la Inglaterra de posguerra le aporta verosímil al paisaje social que sirve de fondo a la historia y a la vez completa el cuadro que coloca al protagonista, en la piel de Ewan McGregor, en el centro de la famosa crisis de la mediana edad. Es ese estado de vulnerabilidad el que produce una brecha fantástica por la cual Pooh se cuela en el presente, para venir en auxilio de su viejo amigo. En este nuevo escenario, en el que un Christopher desencantado por el peso del mundo real se ha convertido en un ser pragmático en el peor sentido, la figura de Pooh funciona de alguna manera como el Chauncey Gardiner de Desde el jardín (novela de Jerzy Kosinzky, película de Hal Ashby). Abrumado por la irrupción de su mundo imaginario, el hombre no termina de entenderse con su viejo osito, quien le habla con las frases cándidas que compartían en el idilio de la infancia, pero que ya no significan nada para él. La incógnita reside en saber si el adulto grave en el que se convirtió Christopher podrá recuperar algo de esa levedad, la que le permitió construir aquel paraíso perdido. Filmada de forma clásica, utilizando una paleta de colores arratonados muy útil para crear ese ambiente de desván viejo en el que transcurre el relato, Christopher Robin se sostiene en un tono de melancólica nostalgia que de manera oportuna es sacudido por calculados golpes de humor. Buena parte de la responsabilidad en la puesta en escena de esa fórmula se la lleva la historia creada por Alex Ross Perry, uno de los guionistas, quien es más conocido por su potente obra como director, que hace unos años lo trajo de paseo por Buenos Aires como uno de los invitados de lujo del Bafici.
Mucho vértigo pero poco para contar Otra película de superhéroes. ¿O no? En realidad no… pero sí. En qué quedamos: ¿sí o no? Es que se trata de Venom, uno de esos casos extraños en el mundo de la historieta en el que un villano se vuelve tan popular, que de alguna manera termina convertido en héroe. A algunos de esos personajes el cambio de bando les sienta bien, como en el caso de Deadpool, franquicia que va por su segunda entrega, ambas exitosas. Pero no funciona demasiado en el episodio inicial de Venom, en cuyo final se anuncia una secuela que por varios motivos se percibe más tentadora que este original. Mejor empezar por los aciertos: el diseño del personaje. Hay que recordar que Venom ya había aparecido como villano puro en el episodio 3 que servía de cierre a la saga de El Hombre Araña, la dirigida por Sam Raimi. Aquella adaptación, débil y desdibujada, no terminaba de explotar el enorme potencial de la criatura ni dejaba contentos a los fanáticos. Esta vez el guion se apega más a su esencia, tanto en lo referido al relato de origen como a su imagen. Claro que respetar el original nunca es garantía de que la adaptación vaya a resultar exitosa. Como decía Tu-Sam: “Puede fallar, Leonardo”. Venom parece hecha a reglamento. Desde su inicio con la panorámica de un oscuro cielo estrellado, que acompañado por una banda sonora ominosa obliga a suponer que nada bueno puede venir del infinito. En efecto, desde el espacio cae un transbordador que transporta cuatro criaturas alienígenas, una de las cuales se libera tras el impacto accidental contra el planeta. Se trata de simbiontes, especie capaz de alojarse en otros organismos y convivir dentro de sus cuerpos. Claro que además estas criaturas son más evolucionadas que los humanos y con intenciones para nada benignas. Mientras tanto, en la Tierra… Eddie Brock es un reportero de televisión idealista que usa su oficio para ayudar a desamparados y humildes. Su némesis es el millonario que financia la expedición que acaba de fallar, cuyas intenciones no son menos aviesas que las de las criaturas que trajo al mundo. En algún momento y de forma accidental uno de los simbiontes (una raza de parásitos extraterrestres amorfos que aparecen en el universo Marvel) tomará posesión de Eddie: así nace Venom. El problema es que la película nunca encuentra el tono: cuando quiere ser graciosa no lo logra y cuando busca intimidar, tampoco. Venom es un buen ejemplo de ese tipo de cine que se piensa antes como entretenimiento físico que como ejercicio narrativo, creyendo que la acción debe ser un remedo de la montaña rusa, dejando al relato, la historia misma, en un peligroso segundo plano. El resultado es una película repleta de escenas vertiginosas, pero sin demasiado para contar. Un hueso con poca carne. Y ni siquiera aporta un buen antagonista: nunca funciona demasiado bien eso de poner al héroe a pelear con un enemigo que prácticamente es un espejo. La primera escena poscréditos deja claro que al menos eso se podría haber hecho mejor.
La tragedia clásica de un cuartetero La directora de Gilda retrata ahora a otro ídolo de la música popular, pero evita la tentación de hacer una película gemela. La decisión de la cineasta argentina Lorena Muñoz de dirigir El Potro, lo mejor del amor –biopic dedicada a la figura del cuartetero cordobés Rodrigo Bueno– tras la exitosa Gilda, no me arrepiento de este amor (2016), donde abordaba la historia real del más grande mito de la música tropical, era por lo menos riesgosa. No solo por la posibilidad de ser encasillada como “la directora de los cantantes populares con final trágico”, sino porque el recorrido vital y profesional de ambos artistas registra algunas coincidencias, a las que debería prestárseles especial atención para no realizar películas “gemelas”. Puede decirse que ese desafío Muñoz consigue superarlo de forma parcial. Dichas duplicaciones se constatan sobre todo en el terreno formal. Igual que Gilda, El Potro comienza con una escena cercana al final de la historia (el cantante subiendo al escenario del Luna Park, donde dio una serie de shows poco antes del accidente en el que se mató), para luego viajar atrás en el tiempo y abordarla en su punto cero. Del mismo modo ambos films coinciden en su estructura narrativa, siguiendo en paralelo el proceso que convierte a sus protagonistas en artistas exitosos, mientras deben lidiar con sus propios fantasmas en el ámbito doméstico. En los dos la directora maneja con similar buen timing la inserción de los momentos musicales dentro de la cronología. Quizá la mayor divergencia se encuentre en el punto de vista desde el cual se narra cada una. Aunque en El Potro el protagonista es Rodrigo, la directora elige contar su historia desde un punto de vista femenino. A diferencias de Gilda, en donde los dos personajes masculinos vinculados a la cantante solo aparecían en pantalla cuando la compartían con ella, en El Potro el personaje de Pato, esposa de Rodrigo y madre de su hijo Ramiro, tiene un espacio propio. Como si la directora hubiera necesitado tener una aliada en escena, la mirada de Pato es la herramienta que descubre algunos aspectos de la intimidad del personaje. Esa mirada también deriva en una trama paralela que pone en escena el drama de la mujer, como si no fuera posible entender la historia del Potro cordobés sin conocer la de su compañera. Lejos de que el origen popular del personaje aligere su relato, El Potro se apoya oportunamente en algunos elementos de la tragedia clásica. Muñoz recurre a la receta de una madre-pulpo y una figura paterna fuerte a la que el protagonista necesita desafiar, construyendo de ese modo un reconocible triángulo edípico. La muerte del padre impedirá que el conflicto se resuelva, alimentando al héroe de culpa que –como se sabe –es la raíz de casi todas las tragedias. Esa disputa inconclusa con el padre se convertirá en un desafío mano a mano con la muerte, que tendrá como campo de batalla la conducta autodestructiva del protagonista. De la misma manera la película recurre al imaginario cristiano, haciendo que las tentaciones y caídas del protagonista están representadas por un personaje que hace las veces de demonio que lo empuja por el mal camino. Curiosamente ese demonio se llama Ángel. El Potro también puede ser vista como una versión de “el camino del héroe popular argentino”, en tanto Rodrigo repite el combo de carisma + autodestrucción + destino trágico que antes que él cultivaron muchos otros. Entre ellos se puede mencionar a los boxeadores José María “El Mono” Gatica, Oscar “Ringo” Bonavena y Carlos Monzón; al comediante Alberto Olmedo (cuyo hijo Fernando por un capricho del destino viajaba junto al cuartetero la noche del accidente en el que ambos perdieron la vida). O al máximo héroe popular argentino, Diego Armando Maradona, a quien el propio Rodrigo le dedicó una canción, “La mano de Dios”, que curiosamente no forma parte de la banda sonora de la película. Aunque felizmente y en consonancia con su leyenda divina, el Diez ha gambeteado varias veces el último ingrediente de la fórmula. Muñoz se permite algunos juegos con ciertos recursos técnicos para producir metáforas visuales, como cuando utiliza un lente biselado para fragmentar la imagen y de ese modo registrar un momento de quiebre en la vida del protagonista. Y se juega una apuesta fuerte al entregarle el papel protagónico a un actor debutante, Rodrigo Romero, quien parece ir acomodándose al personaje en coincidencia con el orden histórico. Así desarrolla un arco dramático que va de una inocencia algo artificial para retratar el inicio de la carrera del cantante, al frenesí incontenible de sus años de éxito, en los cuales Romero también gana potencia física y dramática.
La sensibilidad de un espíritu luminoso El debut como director del actor John Carroll Lynch presenta a personajes eclécticos que orbitan en torno al vaquero que interpreta el actor de Paris, Texas, un hombre sencillo con el don de recolectar historias en el desierto. Una tortuga cruza la pantalla de lado a lado y en el mismo movimiento atraviesa el desierto. Pero no el de los árabes, donde solo se ven las dunas de arena sin fin, sino el de los cowboys, el desierto de la tierra roja y los cactus del tamaño de edificios. El de la frontera sur de los Estados Unidos, un territorio mestizo en donde los mitos se imponen a la historia y los hombres y mujeres parecen habitar fuera del tiempo. Ese es el universo que atraviesa la tortuga yendo de una punta a la otra del plano, y también el escenario perfecto en el que se desarrolla la historia de Lucky, un joven de 90 años (el agregado después de la coma es exclusivo de la versión local), una película especial por muchos motivos a la vez. Se trata en primer lugar del debut como director del actor John Carroll Lynch, nombre desconocido para un rostro famoso por haber interpretado importantes papeles de reparto, con una filmografía que va de Fargo (1996, Ethan y Joel Coen) a Gran Torino (2008, Clint Eastwood) o La isla siniestra (2010, Martin Scorsese), entre muchos otros títulos importantes. Al mismo tiempo es la última película del enorme Harry Dean Stanton, otro actor famoso por sus grandes roles secundarios, pero que será recordado para siempre por haber interpretado a Travis, el peregrino protagonista de Paris, Texas (1984, Wim Wenders), film que de algún modo comparte su universo con Lucky. Pero más allá de sus protagonistas y hacedores, Lucky es una gran película por mérito propio. Por la forma siempre cariñosa en que construye a las criaturas que la habitan; por el refinamiento de un sentido del humor cándido pero nunca inocente; por la elegante sencillez de su puesta en escena, sorprendente para una ópera prima; por la capacidad para generar una atmósfera poética sin pretensiones y dentro de las reglas de un realismo al que, en este caso, tampoco es aventurado calificar de mágico. El Lucky del título es el personaje que interpreta Stanton, un viejo con aspecto de vaquero que vive en un pueblito rural que podría ser parte de Texas, Arizona, Nuevo México y hasta California, en el que lo americano y lo mexicano se funden en un melting pot de razas y lenguas. Lucky reparte su vida entre sus ejercicios de yoga matinales, sus idas a la cafetería del pueblo durante los mediodías o al bar por las noches, donde comparte el tiempo con un grupo de vecinos que parecen conocerse desde siempre. Lynch aprovecha todos esos abanicos para darle espacio a una serie de personajes eclécticos que orbitan en torno a Lucky, dando pie a pequeñas subtramas que en sí mismas constituyen breves relatos casi autónomos. Desde el hombre al que se le escapó la tortuga del comienzo (interpretado por el cineasta David Lynch) a la almacenera mexicana a la que le compra leche y cigarrillos; y de Joe, el dueño de la cafetería, y su empleada Loretta, ambos negros, a un viejo marine con el que se toma un café, todos los personajes funcionan como pie para que Lucky desarrolle su mirada de la realidad. Una especie de nihilismo zen encantador, que le permite por un lado seguir tratando de entender el mundo, pero a al mismo tiempo continuar maravillándose de él, incluso a sus magníficos 90 años. Porque a pesar de una vida sencilla, Lucky es capaz de encontrar en cada hecho cotidiano una sabiduría que nadie más parece percibir. A pesar del aspecto general de estricto realismo, Lucky retrata un mundo de fantasía casi ideal, en el que la realidad está conformada por una suma de buenas voluntades. En el centro de ese cosmos armónico está el protagonista, interpretado con adorable aspereza por Stanton, ocupando a la vez el lugar de Odiseo y Sherezade. Un viajero que atraviesa lentamente el desierto, como la tortuga, pero con la sensibilidad necesaria para recolectar por el camino historias que quizá lo ayuden a entender de qué se trata este asunto de andar vivo por el mundo. Que Stanton haya fallecido meses pocos después del estreno, permite jugar con la idea de que el espíritu luminoso que habita la pantalla le pertenece a él más que a su personaje. ¿Qué mejor final podría haber para la carrera de un actor como él que una película así?
Juventud en marcha Lejos del director que fue uno de los nombres fuertes del cine de posdictadura, con títulos como Asesinato en el Senado de la Nación (1984) o Made in Argentina (1987), Juan José Jusid vuelve a estrenar una película después de ocho años. Se trata Viaje inesperado, coproducción argentino brasileña con Pablo Rago en uno de los protagónicos y Cecilia Dopazo en un importante papel de reparto. Su película anterior había sido Mis días con Gloria (2010, regreso de Isabel Sarli a un protagónico tras 14 años), que a su vez se estrenaba ocho años después de Apasionados (2002), comedia romántica con Pablo Echarri y Nancy Duplaá. La forma en que esos largos períodos que median entre sus últimas tres películas influyeron en su cine, quizá puedan leerse en Viaje inesperado de dos modos distintos. Por un lado, parecen haber generado cierta desactualización en el modo de pensar la puesta en escena: desde lo narrativo la película muchas veces parece más cerca de lo que se producía antes del surgimiento del Nuevo Cine Argentino, hace algo más de 20 años. Desde la fotografía, el arte, la música o la forma en que se va hilvanando la progresión dramática del relato, no son pocos los momentos en que Viaje inesperado queda lejos del cine argentino contemporáneo. Sin embargo, Jusid también consigue construir, de manera muy eficaz, ciertos paisajes emotivos que coinciden con las escenas en que los protagonistas deben darle forma a la intimidad de un padre y su hijo adolescente, embarcados en un viaje de reencuentro. Buena parte de esa efectividad descansa en las buenas labores de Rago y el joven Tomás Wicz. Pablo es un ingeniero exitoso que ocupa un cargo importante en una petrolera brasileña. Vive en Río de Janeiro, está en pareja con una mujer más joven y es feliz. Pero un llamado de su ex mujer desde Buenos Aires lo devolverá de forma brutal a una parte de su realidad que tiene desatendida. Su hijo Andrés desapareció después de una fuerte discusión con un profesor y de haber ido a la escuela con un machete de jardinero, un arma blanca. El chico además ha mostrado algún exceso con el alcohol y su madre ya no se siente capaz de controlarlo. A regañadientes, Pablo viaja a la Argentina para tratar de jugar un rol de padre que por diferentes razones no ha cumplido. Jusid logra que los momentos entre padre e hijo se conviertan en el eje y lo mejor de la película, yendo de a poco de la desconfianza y la provocación a la empatía. En esas escenas que comparten Rago y Wicz Viaje inesperado consigue transmitir su verdad. Como contrapeso, exhibe una mirada por momentos estereotipada y demasiado externa de la juventud actual. Una distancia que puede funcionar como representación de la que media entre la película y los mejores exponentes del cine argentino contemporáneo. Una mirada que si bien intenta entender los códigos de las nuevas generaciones, en contadas ocasiones consigue ir más allá de la superficie.